Aurelio Sainz Pezonaga
[…] les grands
penseurs matérialistes, qui ont compris
que la liberté
des hommes passait, non par la complaisance
de sa
reconnaissance idéologique, mais par la
connaissance
des lois de leur servitude, et que la ‘réalisation’
de leur
individualité concrète passait par l’analyse
et la maîtrise
des rapports abstraits qui les gouvernent.
Louis Althusser, Cremonini, peintre de l’abstrait
1. El
materialismo de lo imaginario: Spinoza y Althusser
La afinidad
entre la teoría de la imaginación de Baruj Spinoza y la teoría de la ideología
de Louis Althusser fue señalada por el propio Althusser [1], ha sido siempre reconocida
desde entonces e incluso ha sido estudiada alguna vez [2]. En la línea de seguir
investigando tal afinidad, proponemos aquí, como punto de partida que nos ha de
llevar a la teoría de lo imaginario en Lucrecio, la tesis de que lo que
caracteriza a estas teorías es que ambas defienden que la imaginación o la
ideología poseen una eficacia propia. La imaginación o la ideología
producen efectos específicos. En la teoría de Spinoza el efecto específico es
la creencia en la libre decisión de la mente. En la de Althusser, es la
transformación del individuo en sujeto.
Sólo
atendiendo a esta característica ya podemos apreciar el modo en que las teorías
de Spinoza y Althusser se contraponen a las concepciones idealistas de la imaginación
o de la ideología. En Aristóteles, en Descartes, en Kant, por hablar de algunas
de ellas, la imaginación se mueve entre su subordinación a la sensibilidad y su
dependencia del entendimiento. Y si en algún momento, o en algunas de las lecturas
que el idealismo contemporáneo hace de sus clásicos, la imaginación llega a
alcanzar algún grado de independencia de la una o del otro, incluso si llega a
presentarse como fundamento o raíz común de ambos, lo hace a costa de tener
como rasgo distintivo la pura indeterminación, esto es, la carencia de todo
efecto sea del tipo que sea. De manera similar, en La ideología alemana,
Marx y Engels reducen la ideología a un mero reflejo invertido de la “vida
real”, sin historia propia [3].
Ahora bien, es
evidente, que no basta con defender que la imaginación o la ideología poseen
una eficacia propia, es necesario además demostrarlo. Y la manera de demostrarlo
consiste, ciertamente, en exponer el automatismo específico que produce el
efecto específico. Ya que el efecto específico lo es no porque se produce como
hecho puntual, sino porque lo hace con una cierta necesidad que hay que explicar.
En trabajos anteriores, al automatismo explicado por Spinoza lo hemos llamado “ciclo
de servidumbre” [4]. El nombre que ese automatismo recibe en la teoría de
Althusser es “interpelación” [5].
La afinidad
entre las teorías de la imaginación y de la ideología de Spinoza y Althusser no
implica, sin embargo, una identidad u homología de ningún tipo. Ambas defienden
una eficacia propia de la imaginación o de la ideología y un automatismo o
mecanismo que produce los efectos específicos de la creencia en la libre decisión
de la mente y de la transparencia del sujeto, respectivamente. Pero las
diferencias son también importantes. Aunque podrían ponerse en paralelo, la
distinción de Spinoza entre la ética, lo teológico-político y lo político y la
que Althusser realiza desde el materialismo histórico entre economía, ideología
y política siguen siendo reparticiones muy distintas de la realidad social con
efectos de sentido diferentes. Lo interesante es que esas diferencias no
impiden, sino que son una condición para la formación de encuentros parciales
entre ambos pensamientos, encuentros parciales que conducen de hecho a la
elaboración de lecturas althusserianas de Spinoza y de lecturas spinozistas de
Althusser. Nuestro propósito es, entonces, sumar a Lucrecio a este encuentro
parcial entre Spinoza y Althusser y hacerlo también a través de su teoría de lo
imaginario.
Defenderemos,
pues, que Lucrecio atribuye a lo imaginario una eficacia propia que explica a
través de un automatismo que reproduce el efecto específico. En el caso de
Lucrecio, adelantamos, ese efecto específico es la creencia en el alma
separable e inmortal y el automatismo, la pasión por imaginarnos mirando.
2. El temor a
morir y el deseo de vivir
Para poder
reconstruir, sin embargo, esa eficacia y ese automatismo específicos es
necesario esclarecer los dos sentidos en los que el temor a morir es entendido
a lo largo del libro III de De rerum natura y la relación existente
entre ellos. Pierre-François Moreau se ha referido a esos dos significados como
el temor a los sufrimientos en el más allá y como el temor a una vida menor o
reducida [6]. Permítasenos, respetando la mayor parte de los argumentos de
Moreau, aunque seguramente no todos, pensar este segundo temor según una perspectiva
más tradicional, aquella de la que habla el propio Epicuro. En efecto, casi al
final de la Carta a Herodoto, Epicuro diferencia entre “esperar un mal
eterno por las creencias en las leyendas de la mitología” y el “miedo de
aquella falta de sensibilidad que nos provoca la muerte” (DL, X, 81) [7]. Según
Epicuro, por tanto, el temor a morir sería o bien temor a los males de
ultratumba o bien temor a la ausencia total de sensación. Este último miedo lo
podremos distinguir mejor si lo exponemos en su formulación extendida, esto es,
si entendemos que el temor a la ausencia de sensibilidad es, más en concreto, el
temor que nos provocan las imágenes que fabulan nuestra no existencia
individual. Con respecto a los significados que el temor a morir posee en el
libro III del De rerum natura, nuestra hipótesis es, entonces, que este
miedo a los simulacros que fabulan la disolución del yo es una forma esencial
de “deseo desmesurado y perjudicial de vida (mala… uitai tanta cupido)”
o de la “constante sed de vida (sitis aequa… uitai)” de las que
habla Lucrecio en los versos finales de ese mismo libro.
La reticencia
de Moreau a llamar por su nombre a este miedo, a este deseo, es sin duda
comprensible. Ya que, como es sabido, según Lucrecio, demostrar una verdad implica
que todo error incompatible con ella sea expulsado. De ahí que, de la verdad
demostrada por Lucrecio según la cual la muerte no es nada para nosotros, se
siga la expulsión de las falsas opiniones sobre las que descansa el temor a la muerte
y, al desaparecer estas, se desvanezca el temor. Ahora bien, es obvio que este encadenamiento
no funciona del todo mal si el temor a la muerte es un temor a las penas de
ultratumba. Si la muerte nada es para nosotros, si no hay más allá, no habrá tampoco
penas en el más allá. Pero parece que funciona un tanto peor si lo que se teme
son las imágenes que fingen nuestra ausencia. En este segundo caso, en poco nos
ayuda saber que la muerte no es nada para nosotros, porque eso, parecería, es lo
que verdaderamente tememos, esto es, lo que tememos es que para nosotros la muerte
sea la nada.
Por tanto, he
aquí nuestro problema. Tenemos que demostrar que la argumentación lucreciana
que concluye en que la muerte no es nada para nosotros es también o incluso
especialmente relevante para el temor a morir entendido como miedo a las imágenes
que nos anuncian una carencia total de sensibilidad. Para ello, tendremos que
ser capaces de distinguir con claridad entre la tesis epicúrea de que “la
muerte no es nada para nosotros” y la creencia de que “la muerte es para
nosotros la nada”. A pesar de su parecido, ambas están separadas entre sí por
un abismo. El argumento de Lucrecio, como el de Epicuro, va dirigido contra
cualquier sustantivación de la nada, cualquier comprensión de la muerte como
“nuestra” ausencia.
Partamos,
entonces, de dos postulados fundamentales del epicureísmo como son su principio
del placer y la concepción del dolor y el placer como movimientos de
desequilibrio y reequilibrio de los átomos respectivamente. Ambos están
expuestos en el libro II del De rerum natura. El principio del placer
aparece como la exigencia de la Naturaleza de que “el cuerpo se aleje del
dolor, y que la mente, rescatada del cuidado y del miedo, goce de un
sentimiento agradable” (II, 17-19). Recordemos, de cualquier manera, el modo en
que Epicuro expone ese principio en la Carta a Meneceo: “Porque tenemos
necesidad de placer en el momento en el que, por no estar presente el placer,
sentimos dolor. Pero cuando no sentimos dolor, ya no tenemos necesidad del
placer” (DL, X, 128).
La tesis que
concibe la enfermedad y el dolor como movimientos aparece en ese mismo libro
II, pero cientos de versos más adelante. Allí, Lucrecio señala que el dolor se
produce “cuando los átomos de la materia, trastornados por alguna fuerza en las
entrañas vivas y en los miembros, se tambalean en el interior de sus sedes” (II,
963-965). El placer regresa, entonces, en el momento en que los átomos
recuperan su movimiento de equilibrio.
Combinando
ambas tesis, hemos de entender, pues, que el dolor, ese tambalearse de los
átomos, genera en nosotros un deseo o una necesidad de placer. El dolor hace
entrar en acción la exigencia de la naturaleza de alejarlo del cuerpo. Esa
exigencia se traduce en que el desequilibrio del dolor es resistido por el
propio cuerpo (como conjunto): así cuando recibimos un golpe “los demás
movimientos vitales… reconducen los elementos a su camino habitual, desbaratan
por así decir el movimiento de la muerte que se adueñaba del cuerpo” (II,
955-958). Traduciendo la demanda de resistencia que impone la naturaleza a
términos teóricos, podemos decir que la trabazón (textura) del cuerpo ha
de poseer una cierta estabilidad, cohesión o consistencia (nexus), de
otro modo cualquier pequeño choque la haría desmoronarse –cosa que la
experiencia desmiente– y no existirían cuerpos de ningún tipo. Como describe
Lucrecio en I, 238-247:
Una misma fuerza y una misma
causa acabaría indistintamente con todas las cosas si a cada una no la
sostuviera una materia eterna, trabada con mayor o menor consistencia (inter
se nexus minus aut magis indupedita): el simple contacto sería, en efecto,
causa suficiente de muerte, puesto que no habría partículas de cuerpo perenne,
cuya trama requiriera, para ser disuelta, una fuerza especial. Pero ahora,
siendo de diferentes tipos las conexiones que ensamblan los elementos y eterna
su materia, las cosas subsisten incólumes hasta que chocan con una fuerza lo
bastante violenta para deshacer su trabazón (textura).
En
consecuencia, los desequilibrios producidos por los choques o por las continuas
pérdidas de átomos (IV, 858-876), mientras se mantengan dentro de cierto umbral,
que es el umbral de la vida (“el nudo de la vida que liga el ánima con el cuerpo”
II, 950), son contrarrestados por los propios movimientos vitales del cuerpo. A
estos movimientos de resistencia los podemos llamar “deseos de placer” (por ejemplo,
el hambre o la sed, véase IV, 858-876, o el deseo sexual, véase IV, 1041-1048),
pero igualmente, “deseos de vida”. Siendo el dolor la antesala de la muerte (II,
960), desear el placer es desear la vida. El deseo en Lucrecio es, entonces, el
movimiento que el cuerpo necesariamente realiza resistiéndose a los
desequilibrios de movimiento que los choques con otros cuerpos o la pérdida
continua de elementos producen en el entrelazamiento de sus átomos. O, dicho de
otro modo: el deseo es el índice de la consistencia del cuerpo. Por ello, el
deseo lucreciano es siempre deseo de vivir.
Es un
principio fundamental del epicureísmo, por lo demás, que estos deseos de vivir
pueden tener exceso y pueden ser perjudiciales. El exceso y el perjuicio
provienen de que los deseos de placer no disciernen entre placeres
perjudiciales y beneficiosos, ni tampoco entre dolores de ambos tipos. La distinción
entre placeres o dolores de uno u otro tipo requiere, como dice Epicuro, del
“cálculo y la atención a los beneficios y los inconvenientes” (DL, X, 130).
Espontáneamente, el deseo de vida anhela placer sin calcular el dolor que a ese
placer le pueda seguir y resiste al dolor aunque vaya a tener como consecuencia
un mayor placer. Cuando, “en momentos de dudas y peligros” (III, 55), a causa
del temor a la muerte, se oscurece el ánimo, el cálculo y la atención se
desbaratan. Y entonces el deseo de vivir actúa de forma tan desmedida que, como
afirma Lucrecio al principio del libro III, llega incluso a convertirse en su
contrario, en odio a la vida.
Tenemos,
entonces, aquí una primera aproximación entre el miedo a morir y el “deseo de
vida desmesurado y perjudicial”. Sin embargo, para ser identificado con el
temor a morir como miedo a los simulacros de “nuestra” ausencia, el deseo de vida
desmesurado necesita ser complementado con una perspectiva de totalidad de la
que hasta ahora no hemos podido apuntar nada. En efecto, aunque, la respuesta del
cuerpo ante todo dolor es una respuesta de conjunto, los deseos de placer o de vida,
como el hambre, la sed, el deseo sexual o el sueño, son deseos siempre
parciales, que remiten a unos dolores, a un tambalearse o una irritación de los
átomos que son particulares, específicos de partes del cuerpo. No son
portadores, en definitiva, de la amenaza total que asoma en el temor a morir o
en el deseo desmesurado de vida, con todos sus efectos. La visión totalizante
de uno mismo, de nuestra vida o de nuestra muerte, solo puede explicarse a
partir, ahora sí, de la teoría de lo imaginario que Lucrecio desarrolla en el
libro IV.
3. El dolor,
la muerte, la anticipación
Ahora bien,
para abordar con acierto la teoría lucreciana de lo imaginario, en primer lugar
hemos que tener en cuenta dos cuestiones importantes. Antes que nada debemos
esclarecer el modo en que Lucrecio conecta dolor y muerte. Y después tenemos
que entender que la teoría de lo imaginario está ligada en Lucrecio, al igual que
en Spinoza [8] y Althusser [9], no sólo a una teoría del conocimiento, sino,
principalmente, a una teoría de la acción. En ambas cuestiones el escollo más
peligroso que es necesario evitar se llama “finalismo”.
Veamos,
entonces, la relación entre dolor y muerte. En II, 960, como hemos dicho,
Lucrecio se refiere al dolor como “umbral de la muerte (leti… limine)” [10].
El problema con esta expresión es que puede llevar a pensar la resistencia al
dolor como una forma de anticipación de la muerte, con la recaída en el
finalismo que semejante lectura acarrearía. Por ello, si hemos de evitar caer
en el finalismo, el dolor como umbral de la muerte y el deseo de placer como
deseo de vida han de entenderse en tanto que resistirse al dolor es índice de
la consistencia del cuerpo, pero no como si esa resistencia anticipara la
muerte, ya sea “por naturaleza” en sentido aristotélico, porque sea su
“destino” en sentido estoico o por otra razón. Las reacciones de los
movimientos vitales de las que habla Lucrecio son siempre contra un trastorno
parcial y a la medida del mismo. Es cierto que reaccionando contra el trastorno
parcial, el cuerpo actúa también contra la disolución total, de ahí que podamos
hablar de “deseos de vida”, pero no actúa por anticipación del resultado, sino
a causa de su naturaleza trabada. Esa es la razón por la que hemos de suponer que
la reacción expresa contra la muerte, el temor a morir, sólo puede ser
una reacción que se produce en el ánimo, esto es, allí donde se puede atender a
una imagen de totalidad que inicie una acción corporal.
La segunda
cuestión, por su parte, sólo la podemos abordar si nos ocupamos con algún
detalle de la teoría de lo imaginario que Lucrecio expone en el libro IV. En efecto,
lo que está en juego de manera fundamental en esta teoría es el modo en que el
ánimo prevé lo que va a hacer el cuerpo, esto es, qué cosas recibidas mueven al
ánimo (IV, 722). Y la explicación dada por Lucrecio es que el ánimo no puede actuar
sobre el ánima si no posee una imagen del cuerpo en movimiento. Esa imagen no
proviene de los simulacros que recibimos por los sentidos, porque no es una imagen
de presencia, sino anticipatoria. Ha de provenir, por tanto, de los simulacros más
finos que sólo el ánimo recibe.
Sostengo que vienen primero
simulacros de movimiento a nuestro ánimo y lo excitan, como antes explicamos.
De ahí nace la voluntad de moverse; pues nadie empieza a hacer nada antes de
haber previsto en su ánimo lo que quiere hacer. Y de la acción que prevé
realizar tiene presente la imagen. Luego el ánimo, excitado por el deseo de
ponerse a caminar, hiere la fuerza del ánima que se encuentra diseminada por
todo el cuerpo, en órganos y miembros, y le es fácil hacerlo, dada la íntima
unión de los dos. A su vez el ánima hiere el cuerpo, y así poco a poco es
empujada la masa entera y entra en movimiento. (IV, 881-891)
El problema
para Lucrecio consiste, entonces, en determinar cómo se unen los deseos de
nuestro ánimo [11] con unas imágenes u otras, convirtiéndolas en intencionales.
Es sabido que los deseos del ánimo, que son igualmente deseos de placer, deseos
de reequilibrar un movimiento interno trastornado, no poseen ni producen por sí
mismos una imagen de cómo mover el cuerpo entero para restituir ese equilibrio perdido.
Esa imagen la encuentra el ánimo entre los muchos simulacros que le llegan
expresamente a él por los intersticios del cuerpo. De qué depende que el ánimo
acierte o no con la imagen adecuada no nos lo dice Lucrecio. Podemos entender que
esa imagen es una forma de prólepsis y que resulta, por tanto, del
proceso de formación específico de estas, que incluye momentos de mejor o peor
confirmación. Lo que parece estar claro de cualquier manera es que esa imagen
ha de ser una imagen del cuerpo en movimiento. Y eso significa que el ánimo
sólo puede prever acciones si es afectado por imágenes de nuestro propio cuerpo
en movimiento. En definitiva, para que pueda haber previsión y, por tanto,
acción, entre los múltiples simulacros que mueven a nuestro ánimo, han de encontrarse
necesariamente también simulacros de nuestro propio cuerpo en acción.
4. La
imposibilidad de representar la muerte
Hasta aquí es
hasta donde expresamente nos lleva Lucrecio. El camino que falta para
reconstruir el automatismo que produce la creencia en el alma separable lo tenemos
que reconstruir nosotros solos. Ya hemos adelantado que, en sentido estricto, nosotros
no tenemos miedo a la muerte. Tenemos miedo a los simulacros que, sin
representarla, la fingen. De esos simulacros “deducimos el sentido (consequitur
sensus)… de lo que ha de seguir” (I, 459-461), sin que, sin embargo, lo que
ha de seguir aparezca de manera alguna. Las imágenes de nuestro cuerpo
dolorido, las imágenes de personas difuntas, la imagen del abismo, de la noche,
de la oscuridad y del frío… fabulan la muerte sin representarla. Ese tipo de
imágenes, que llegan a nosotros en los sueños, que pueden ser requeridas
incluso para anticipar la acción en el cálculo de placeres y que son
reconocidas y usadas socialmente a través del imaginario colectivo que
constituyen los mitos, inquietan al ánimo, es decir, lo trastornan, lo sacan de
su sitio, pero no representan la muerte en sentido estricto.
Y nuestra
hipótesis es que la causa principal que explica por qué los simulacros que
fabulan la muerte inquietan al ánimo es precisamente el hecho de que lo que fingen,
la muerte, no sólo no lo representan, sino que es en sí mismo irrepresentable. Entendemos,
así, que la tesis fundamental del epicureísmo que Lucrecio demuestra
detenidamente en el Libro III, esto es, que la muerte no es nada para nosotros
significa sobre todo que no podemos representar nuestra muerte. Esta imposibilidad
de representar la muerte es nuestra herida. No puede haber un simulacro de la
muerte. Las imágenes que fingen la muerte propia, fabulan algo irrepresentable.
La escena en
la que incluso aquellos que descreen de una vida futura se imaginan vivos junto
a su cadáver es un ejemplo donde la imposibilidad de representar la muerte se
ilustra perfectamente.
En efecto, cuando en vida se
imagina que su cadáver ha de ser desgarrado por las aves y las fieras, se
compadece de sí mismo. Porque no se ve distinto de aquél, ni se retira bastante
de su cuerpo caído, y se figura que él es todavía este cuerpo y, de pie a su
lado, le presta su propio sentimiento. (III, 879-883)
Así, sólo
podemos imaginar nuestro cadáver, sólo podemos referirnos a nuestra muerte,
incluso si no nos apoyamos en ninguna leyenda de ultratumba, a condición de
figurarnos a nosotros mismo mirando y siendo mirados, compadeciendo y sufriendo,
esto es, a condición de imaginarnos vivos. El sinsentido puede adquirir otras
formas. Aparece, por ejemplo, cuando lo que imaginamos no es tanto nuestro cadáver,
como la total falta de sensibilidad producida por la muerte, que diría Epicuro.
De forma similar, frente a la alteridad real de nuestra ausencia, dado que no
podemos representarla, nos imaginamos mirando sus “ciegas tinieblas”.
El imaginarnos
vivos ante las ficciones de la muerte no es, entonces, sino la reacción ante la
imposibilidad de representarla. Ya que representar nuestra muerte, si eso fuera
posible, implicaría fantasear nuestra ausencia sin nadie presente ante su simulacro,
imaginar nuestra ausencia como un reflejo especular que nadie está mirando.
Pero no podemos imaginar una imagen que nadie mira. Nuestro
imaginario es limitado, es finito. Aunque puede sonar como un trabalenguas,
hay que decir que imaginar supone siempre imaginarnos mirando la imagen
imaginada. Una imagen que nadie mira es algo irrepresentable. Ahora bien, si no
podemos imaginar una imagen que nadie mira, sea la que sea, es precisamente
porque imaginarla sería una manera de representar la muerte. La imposibilidad
de imaginar una imagen que nadie mira y la imposibilidad de representar la muerte
son una y la misma imposibilidad [12]. Y, por tanto, la reacción ante ambas
imposibilidades es la misma: la necesidad de imaginarnos mirando.
Partiendo de
la tesis de Lucrecio de que la acción de imaginar se integra dentro del proceso
de la acción corporal completa, podemos intentar exponer el modo en que la
imposibilidad de representar nuestra muerte opera en la imaginación. La imagen anticipatoria
nos mueve a actuar y es, por ello, una componente del deseo. La anticipación de
nuestro comportamiento se produce entonces siempre entre las dos vertientes,
por decirlo así, de la acción. Surge entre la acción de representar y la imagen
de la conducta anticipada. Esto es así porque el ánimo presta atención de manera
compulsiva al simulacro de nuestra acción de mirar de modo que éste acompaña siempre
a todo otro simulacro que el ánimo seleccione. O dicho de otra forma, por medio
de esta atención compulsiva, el ánimo “constituye” siempre la acción de representar
como la imagen de una acción particular: como nuestra imagen mirando; transforma
la acción de representar en una representación que nos muestra mirando. Esa
atención compulsiva es el modo en que el ánimo responde al límite de la
imaginación, a su propia incapacidad para imaginar una imagen que nadie mira. Y
la transformación que produce dota de continuidad temporal a la imagen
anticipatoria: el presente y el futuro son reunidos en la misma imagen. Pero,
al excluir la diferencia real entre las dos acciones, al borrar la materialidad
de lo imaginario, al fantasear la acción de imaginar, también provoca la
ficción finalista, aquella que hace parecer que lo imaginado futuro nos atrae o
repugna (a nosotros identificados con nuestra imagen mirando) como causa final,
en lugar de mover nuestro ánimo como causa eficiente.
Ahora bien, al
imaginar las ficciones de la muerte ocurre algo específico. Sucede que la
continuidad lograda al transformar en imagen la acción de imaginar es una
continuidad extremadamente precaria. La imagen que nos muestra mirando y la
imagen que fabula la ausencia de toda sensibilidad se continúan como en toda anticipación
en la línea del ahora y el después, pero al mismo tiempo entre ellas se establece
una incompatibilidad que nunca puede ser enteramente disimulada. Son la imagen
de la vida actual y la imagen que anuncia la muerte futura, la imagen del deseo
y la imagen de la que se sigue su total ausencia: el abismo que separa las dos imágenes
es irrestañable. De ahí la inquietud de la mente, su trastorno, esa herida que
nunca cicatriza. Imaginarnos mirando la ficción de nuestra muerte es una
reacción que tiende un puente ficticio de continuidad entre la imagen del deseo
y la que finge su ausencia, pero es un puente construido sobre basamentos
demasiado frágiles para la altura sobre la que se eleva.
5. La obsesión
por imaginarnos mirando
Nos es
imposible representar nuestra muerte y si imaginamos simulacros que la fabulan,
necesariamente van acompañados de imágenes en las que nosotros aparecemos mirando.
Ahora bien, la dinámica espontánea no se detiene ahí. La precariedad de la
unión entre las imágenes que fingen la muerte y las que nos muestran mirando
adopta una forma de bucle. El ánimo queda “engarzado” en un ciclo iterativo que
reproduce la inquietud del abismo y la esperanza de la continuidad. En efecto,
el ánimo reacciona ante las imágenes que anuncian la muerte irrepresentable prestando
atención a una imagen de nosotros mismos como testigos de esa ficción. Pero, al
reaccionar así, la primera imagen, la que provoca la inquietud, no desaparece.
En lugar de conducir a expulsar la causa de la inquietud, la reacción lleva a
retenerla como objeto de la mirada imaginada. Y, a su vez, retener la imagen que
fabula nuestra muerte provoca que la reacción continúe, esto es, hace que la mente
siga prestando atención al simulacro que nos muestra expectantes. Y así
indefinidamente: la imagen que finge nuestra muerte mueve al ánimo a anticipar
la imagen que nos figura mirando; pero, la acción imaginada de mirar arrastra
consigo la necesidad de que haya algo que sea mirado. Lo mirado entonces es la
ficción de la muerte que, de este modo, es retenida en lugar de expulsada y
desencadena un bucle de inquietud y esperanza que se reproduce por sí mismo. El
efecto que resulta de este ciclo recurrente es esa pulsión inútil por huir de
uno mismo a la que Lucrecio se refiere en varios momentos de la última parte
del libro III, pero con especial énfasis en los versos 1068-1069: “es así como
cada uno huye de sí mismo, pero como esa huida es sin duda imposible, queda a
su pesar encadenado a este sí mismo y lo odia” [13].
Imaginarnos
mirando las imágenes de cosas que fabulan nuestra ausencia (esas cosas que se
parecen a las “que en la oscuridad temen los niños e imaginan inminentes” (III,
89-90) sujeta esas imágenes a un mecanismo iterativo que “enturbia en sus
mismas raíces la vida de los hombres, ensombreciéndolo todo con el negror de la
muerte y sin dejarnos un solo gozo límpido y puro” (III, 37-40). Esa pulsión inútil
por huir de uno mismo que en su mismo escapar reproduce aquello de lo que huye
tiene la misma forma iterativa que los mitos atribuyen a los castigos del
“profundo Aqueronte”. Es, digamos, como “echar agua en un vaso agujereado”
(III, 1009).
Disponemos
ahora ya entonces de todos los elementos para poder explicar cómo la creencia
en el alma separable e inmortal se produce por medio de un mecanismo relativamente
independiente de los cultos religiosos o de las mitologías que históricamente la
han alentado y explotado. El alma separable e inmortal tiene su base material
primera en la transformación de la acción de imaginar en una imagen que nos
muestra mirando. Esa base primera se produce, se constituye como reacción ante
la inquietud que al ánimo le ocasiona toparse con sus propios límites, con la incapacidad
para imaginar la imagen que nadie mira. Pero, cuando el ánimo atiende entonces
a las ficciones de “la imagen que nadie mira”, esto es, de la muerte, la reacción
equilibradora reintroduce la inquietud y queda engarzada en un ciclo iterativo de
imágenes de nuestra acción de mirar y de las ficciones de la muerte miradas, en
un juego de reenvíos infinito en el que ambos extremos se movilizan
incesantemente entre sí. En este segundo momento, la imagen que nos muestra
mirando queda atrapada en un automatismo. La dinámica casi independiente de
este automatismo combinada con la exclusión de la acción real de imaginar que
resulta de su constitución como imagen hace que el simulacro que nos representa
mirando se presente a sí mismo como un fantasma separable de toda corporalidad.
En fin, la estructura formal, el mecanismo que produce el efecto específico de
la creencia en el alma separable e inmortal es la imagen de nuestro mirar
producida como doble reacción: primero, ante la imposibilidad de representar la
muerte o la imagen que nadie mira y, segundo, como reacción que se suma a la
primera, constituyendo un ciclo iterativo al confrontarse con las imágenes que
fingen nuestra ausencia.
Desde esta
perspectiva, el temor a morir sólo puede pensarse como la misma atención
compulsiva del simulacro de nuestro mirar atrapada en la dinámica circular del
ciclo iterativo, ciclo del que los mitos que relatan los horrores del
inframundo son tanto efecto como causa. Y lo que hace que el miedo a la muerte
sea una forma de “mala ansía de vida” [14] es, por tanto, el carácter
automático de ese mismo ciclo. Ahora bien, el miedo a morir no es una forma
cualquiera de deseo desmesurado. Es la forma gracias a la cual es posible
descubrir el principio que rige ese deseo. Es la forma por la que descubrimos
que la pasión primaria es precisamente la obsesión por imaginarnos mirando por
la que se produce la creencia en un alma separable e inmortal.
El
descubrimiento y la explicación de la obsesión por imaginarnos mirando asienta
el conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros al establecer que entre
el temor a morir y la creencia en la inmortalidad existe en todos los casos (tanto
si el temor es a los castigos de ultratumba como si es a la imagen de nuestra ausencia)
una conexión necesaria.
Aurelio Sainza
Pezonaga, ‘Lucrecio y el materialismo de lo imaginario’, Logos. Anales del seminario de metafísica, vol. 46, Madrid, 2013,
pp. 167-181. PDF
Notas
1. Althusser,
L.: “Idéologie et appareils idéologiques d’état”, en Sur la reproduction,
París, PUF, 1995, pp. 306 y 310n148 (trad. esp.: “Ideología y aparatos
ideológicos de estado”, en Posiciones, trad. A. Roies, Barcelona, Anagrama,
1977, pp. 115-6 y 121n23) y “Éléments d’autocritique”, Solitude de Machiavel,
París, PUF, 1998, pp. 184-5 (trad. esp.: Elementos de autocrítica, trad.
M. Barroso, Laia, Barcelona, 1975, pp. 48-50). Es en este último texto donde
Althusser utiliza la expresión “materialismo de lo imaginario” para referirse a
la teoría de la imaginación de Spinoza.
2. Montag, W.: “The soul is the prison of the body:
Althusser and Foucault, 1970-1975”, Yale French Studies, 88, 1995, pp.
53-77 (trad. esp.: “El alma es la prisión del cuerpo: Althusser y Foucault,
1970-1975”, trad. A. Sainz Pezonaga, Youkali, 8, 2009, pp.
155-169).
3. Para un
análisis de la imaginación en Aristóteles, véase el texto de Castoriadis, C.:
“El descubrimiento de la imaginación”, en Los dominios del hombre, trad.
A. L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1998; para una comparación entre el tratamiento
que hace Descartes de la imaginación y la teoría de Spinoza, véase el capítulo
III, “Dynamique de l’imaginaire”, del estudio de Bertrand M.: Spinoza et
l’imaginaire, París, PUF, 1983; el libro clásico para las investigaciones
contemporáneas en torno a la cuestión de la imaginación en Kant es, por
supuesto, el de Heidegger, M.: Kant y el problema de la metafísica, trad.
G. Ibscher Roth, México D.F., FCE, 1986. Sobre La ideología alemana de Karl
Marx y Friedrich Engels, véase el mismo Althusser, L: “Idéologie et appareils
idéologiques d’état”, op. cit., pp. 294-5 (trad. esp.: “Ideología y
aparatos ideológicos de estado”, op. cit., pp. 100-1).
4. La eficacia
del ciclo de servidumbre reside en que reproduce la ignorancia de las causas
que nos mueven a actuar. Esto es, si la ignorancia de tales causas empieza
siendo una consecuencia de la escasa potencia de nuestra mente postnatal e
infantil, acaba sin embargo siendo resultado del ciclo de servidumbre. Sabido
es que, según Spinoza, la creencia en la libre decisión de la mente es
producida por la ignorancia de las causas que nos mueven a actuar y la
conciencia de lo que deseamos. Pues bien, el ciclo de servidumbre como
automatismo de la imaginación se pone en funcionamiento porque cuando nos
imaginamos libres percibimos nuestra potencia de obrar sin las potencias de las
otras cosas y, por tanto, con mayor distinción que si nos imaginamos
determinados, esto es, si imaginamos nuestra potencia unida necesariamente a
las de las otras cosas. Siendo que la mente se esfuerza en imaginar aquello que
afirma su potencia de obrar (EIII, prop. 54) (no otra cosa es el amor), la
mente se esfuerza por imaginarse libre, esto es, se esfuerza por reprimir
cualquier explicación de las causas que la mueven a pensar y querer. Véase
Sainz Pezonaga, A.: “El deseo activo de amar (afecto y materialismo en
Spinoza)”, Youkali, 3, mayo 2007 (www.youkali.net). Para una lectura de
Spinoza que igualmente encuentra funcionando en la Ética una lógica de
la recursividad, véase Bove, L.: La stratégie du conatus. Affirmation et
resistance chez Spinoza, París, Vrin, 1996, cap. 6, subcap. 2 y 3 (trad.
esp.: La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza,
trad. G. Sanz Espinar, Ciempozuelos, Tierradenadie ediciones, 2009). Es de
lamentar sin embargo que Laurent Bove abandone esa lógica cuando en el capítulo
siguiente (cap. 7, subcap. 1) ha de explicar el “deseo de servidumbre” y
recurra, por el contrario, a una, a nuestro juicio muy discutible, supuesta
necesidad vital de orden social y de código, que no de cooperación.
5. Por su
parte, la interpelación es una práctica social regulada por rituales definidos
por aparatos cuyo efecto específico consiste en reproducir el reconocimiento
ideológico, esto es, la obviedad de la vivencia de uno mismo y de los otros
como sujetos. La interpelación sólo funciona, sólo produce un sujeto transparente
para sí mismo, si ese sujeto concreto existe ya de alguna manera desde siempre,
esto es, si es vivida como carente de exterior. La interpelación, por tanto, no
produce esa obviedad de forma ocasional, sino que sólo la puede producir a
condición de reproducirla. O lo que sería decir lo mismo, la interpelación sólo
funciona si reproduce el desconocimiento (méconnaissance) de sí misma
como efecto y como causa dentro de un proceso socio-histórico, a saber, si
reproduce el conocimiento inadecuado de la reproducción de las relaciones de
producción. Véase Althusser, L.: “Idéologie et appareils idéologiques d’état”, op.
cit., p. 312 (trad. esp.: “Ideología y aparatos ideológicos de estado”, op.
cit., pp. 122-3.). El dispositivo que produce el efecto de ausencia de
exterior lo llama Althusser “mecanismo de reconocimiento especular” (Ibíd.,
pág. 311 (trad. esp.: pág.122)). Este mecanismo funciona instituyendo la figura
de un Sujeto (un Ser, Norma, Modelo, Causa) en nombre del cual se movilizan las
interpelaciones. Por mediación de la figura del Sujeto, las interpelaciones
consisten en un redoblamiento especular que sujeta a los sujetos y, al mismo
tiempo, les garantiza su estatuto de seres que actúan por sí mismos (sujetos).
¿Cómo es posible que se den juntas estas dos operaciones (sujetar y garantizar
la iniciativa propia) que en principio parecen incompatibles? Es posible porque
el Sujeto actúa como Origen del origen que debe ser el sujeto. Si el sujeto es
sujeto, esto es, si obedece por sí mismo, lo es a condición de obedecer al
Sujeto, de estar sujeto a él. La paradoja sólo tiene sentido si se entiende que
los mandatos del Sujeto se sitúan a dos niveles. A un nivel fundamental, lo que
el Sujeto manda por encima de cualquier otra cosa es que el sujeto se reconozca
como dotado de iniciativa propia. Y si el sujeto obedece por sí mismo a
cualquier otro mandato de nivel secundario, siempre lo hace estando sujeto al
mandato fundamental del Sujeto. En consecuencia, los sujetos vivencian sus
acciones dentro del “mundo” ideológico establecido alrededor del Sujeto, ya que
la desobediencia a los mandatos secundarios, siempre posible “teóricamente”,
sigue siendo obediencia al mandato fundamental. Y, de una manera o de otra, la
posibilidad para ellos de explicar sus acciones en relación a la reproducción
de las relaciones de producción deviene tabú.
6. Véase Moreau,
P.-F.: Lúcrece. L’âme, París, PUF, 2002, p. 15.
7. Cito a
Epicuro a partir de la numeración interna del libro X de Las vidas de los
filósofos ilustres de Diógenes Laercio. Las citas de Lucrecio van señaladas
por el número del libro de De rerum natura en el que se encuentra el
pasaje, seguido de los números correspondientes a los versos de que se trate. Remito
a la bibliografía final para las ediciones y traducciones consultadas.
8. Véase el
modo en que Spinoza define el amor y el odio en Ética III, prop. 28.
9. Véase la
identificación que Althusser realiza entre ideología y conducta o
comportamiento en Althusser, L.: Pour Marx, La Découverte, París, 1996,
pp. 149 y 242 (trad. esp. La revolución teórica de Marx, trad. M.
Harnecker, Siglo XXI, México D.F., 1999, pp. 123 y 195) y en “Idéologie et
appareils idéologiques d’état”, op. cit., pp. 301 y 311 (trad. esp.:
“Ideología y aparatos ideológicos de estado”, op. cit., pp. 109 y 122). Y véase también Montag, W.: “The soul
is the prison of the body: Althusser and Foucault, 1970-1975”, op. cit.
10. En III,
67, Lucrecio afirma igualmente que el desprecio y la pobreza parecen “demoras
ante las puertas de la muerte”.
11. Seguimos
aquí los análisis y sus conclusiones que sobre este asunto realiza Alain Gigandet.
Como el estudioso francés señala: “Ce sont donc, semble-t-il, les désirs
dominants du sujet, passions, phobies, qui commandent la projection de l’spirit
vers le flux des simulacres disponilbles, l’attention sélective qui lui fait
retenir les images attendues” (Gigandet, A.: Fama deum. Lúcrece et les
raisons du mythe, París, Vrin, 1998, p. 256).
12. Como me
recuerda Alain Gigandet en comunicación personal, cabe igualmente argumentar la
irrepresentabilidad de la propia muerte desde la canónica epicúrea. Dado que
una prolepsis se constituye a partir de experiencias repetidas y que de
mi muerte no tengo ni puedo tener experiencia alguna, es imposible construir
una prolepsis de ella. Toda representación que pueda hacer de mi muerte
es, en consecuencia, falsa y se produce al unir a los simulacros que anuncian
mi fin la imagen imposible de mi mismo como testigo de mi defunción.
13. Véase
también III, 957 y 1082-3.
14. Como
traduce Agustín García Calvo el “mala… uitai tanta cupido”, véase, Lucrecio, De
rerum natura / De la realidad, edición crítica y versión rítmica de A.
García Calvo, Lucina, Zamora, 1997, p. 286.
Referencias
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Pour Marx, París, La Découverte, 1996 (trad. esp. La revolución teórica
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