Warren Montag
En
Naissance de la biopolitique, el texto de su curso en el Collège de
France durante el año académico 1978-1979, Michel Foucault argumenta que en
los siglos XVII y XVIII surgieron dos formas distintas de subjetividad gobernada:
la primera, el sujeto legal (le sujet de droit), el individuo concebido
en tanto que poseedor de derechos y fundamento de la soberanía legítima, y, la
segunda, el sujeto de interés (le sujet d’intérêt), un sujeto de cálculo
y elección. Al contrario que el sujeto legal, el sujeto de interés no determina
la legitimidad de los estados, sino más bien su habilidad práctica para
subsistir: el estado que no tenga en cuenta el hecho básico de que los individuos
persiguen su propio interés dejará pronto de regir por completo,
independientemente de su condición legal. De hecho, de acuerdo con el modo de
gubernamentalidad que surgió en el siglo XVIII, los individuos, sostiene
Foucault, eran considerados como gobernables sólo en tanto que fueran
categorizados como sujetos de interés. El interés solo, entendido como un
cálculo de ganancias y pérdidas, convierte su conducta, no sólo respecto a lo
que hoy consideramos asuntos económicos, sino incluso en sus decisiones más
íntimas y privadas, en algo a un tiempo inteligible y predecible.
Pero,
¿qué eran? A. O. Hirschman ha mostrado que el afán de poder y posesiones, que
con anterioridad había sido condenado como pecado, pasó a ser entendido como
rasgo inalterable de la naturaleza humana y, por ello, como parte de un
propósito: si los individuos estaban gobernados por el interés, este interés,
que, tal como sugería Mandeville, se mostraba a cierto nivel como vicio (que
podía adoptar las formas del egoísmo, avaricia o falta de caridad), observado desde
un nivel superior, esto es, desde la perspectiva de sus resultados a escala de
la sociedad en su conjunto, podía entenderse como el instrumento de un bien general,
o, al menos, de la prosperidad que por sí misma proporcionaría muchas de las condiciones
de un bien de esa especie. De esta línea de investigación emergió la visión, de
la que todavía no nos hemos liberado, de una utopía mucho más convincente y
duradera que cualquier sueño sobre el comunismo: la de una sociedad cuyo avance
perpetuo en términos materiales y culturales está garantizado por la
persecución, por parte de los individuos autónomos, de su interés libre de
interferencias (provengan estas de los estados o de sombrías asociaciones de
trabajadores o consumidores envidiosos e irracionales, los primeros actuando a menudo
a instancias de las segundas), cuyas acciones se combinan produciendo una
racionalidad que sobrepasa la comprensión o la planificación de los seres humanos.
Se aseguraba, y se nos sigue asegurando, que una sociedad semejante no puede
dejar de ofrecer una estabilidad hasta ahora inimaginable: prosperidad irreversible,
sin crisis o penuria, que proporcionará, a su vez, la base para una política
sin necesidad de revoluciones o represión.
Por
muy tentador que pudiera ser en este punto conectar los temas del gobierno por
consenso y la economía de la elección libre, Foucault introduce una nota de
precaución: mientras que el sujeto legal y el sujeto de interés están
históricamente vinculados, siguen siendo distintos en aspectos importantes. De
hecho, y siguiendo el ejemplo de Hume, postulará, como rasgo del pensamiento
político desde la mitad del siglo XVIII en adelante, una tendencia a otorgar
una primacía permanente al interés sobre el derecho, como si el primero animara
y diera contenido a las, de otra manera, vacías formas del segundo. Mientras
que el interés puede invalidar la ley y el derecho, la ley no puede disipar el
interés, incluso si la fuerza de la ley puede contener sus efectos. En el
momento en que deja de servir a los intereses de una de las partes, el contrato
(privado o público y social) no obliga de modo incontestable. Foucault observa
que, mientras que en las últimas décadas se le ha dedicado mucha atención a la
génesis del sujeto legal, el sujeto de interés y su emergencia histórica ha
sido objeto de mucha menos reflexión, y, por ello, ha permanecido como lo
impensado de la especulación política, tanto liberal como marxista.
Este
tratamiento, que el propio Foucault reconoce como esquemático, de las dos
formas de subjetividad y su relación a lo que llama “gubernamentalidad” suscita
numerosas preguntas, una de las cuales es importante en particular para la
discusión que sigue. Podría ser que Foucault redujera con demasiada rapidez el sujeto
de interés al “modelo de homo economicus”, esto es, a la teoría de la
conducta humana que es posible encontrar, por ejemplo, en La riqueza de las
naciones, el predecesor, no muy distante, del maximizador de utilidad cuyas
elecciones sirven de fundamento para tanta ciencia social contemporánea. El
interés concebido de un modo más amplio (más allá no sólo del interés
económico, sino del “interés propio”) fue objeto de gran cantidad de
especulación y debate todo un siglo antes de la publicación de la obra maestra
de Smith. De hecho, se puede defender que la deducción del derecho a partir del
interés y la afirmación de la primacía permanente del último respecto al
primero se encuentra en El Leviatán de Hobbes. Al mismo tiempo, la
relación de Spinoza con estas discusiones y debates ha quedado en suspenso.
Aparece en The Passions and the Interests de Hirschman como defensor del
interés contra los moralizadores cristianos, pero desaparece por entero de la
extraordinariamente completa e interesante obra de Pierre Force, Self-Interest
Before Adam Smith. La desaparición, o, mejor, invisibilidad, de Spinoza que
ronda estas discusiones, más todavía cuando parece que no tiene cabida en
ellas, es absolutamente típica y por supuesto necesaria: en un cierto sentido,
él representa aquello que debe ser desplazado fuera del marco de visión para
que la discusión se produzca como de hecho lo hace. Se ha dicho lo suficiente acerca
de Spinoza en los últimos treinta años, no sólo por reconocidos estudiosos
franceses e italianos, sino por historiadores como Jonathan Israel, como para
que haya quedado claro que Spinoza se oponía a toda teología de la
trascendencia, así como al moralismo que es el correlato necesario de tales
teologías. De cualquier manera, quisiera preguntar si no es posible, además,
pensar su obra como un todo en relación con lo que Foucault llamó las dos
formas de la subjetividad moderna, el sujeto de la ley o el derecho y el sujeto
de interés. Algunas de las más importantes contribuciones de los estudios
recientes sobre Spinoza han demostrado la crítica de Spinoza a la idea del
sujeto de derecho, su insistencia en que el derecho es en cualquier sentido
coextensivo con el poder y que un contrato no es más que la expresión de una
relación de fuerzas (lo que, aunque no sea necesario decirlo, es bastante
distinto de deducir el derecho del interés). En consecuencia, quiero argumentar
que del mismo modo que podemos leer partes del Tratado teológico-político y
todo el Tratado político como críticas del sujeto legal (y del aparato
de derecho, contrato y consenso en su conjunto), es posible leer la Ética en
tanto que contiene una de las críticas más rigurosas del concepto de sujeto de
interés que jamás se han escrito.
Para
abordar esta crítica, sin embargo, debemos primero reconocer y explicar no sólo
el atractivo que Spinoza posee para los defensores del interés (que son por sí
mismos, aunque involuntariamente, defensores del concepto de sujeto de
interés), sino su incontestable influencia sobre figuras tan diversas como
Mandeville y Von Mises. Ambos se inspiraron en la declaración epigramática con
la que Spinoza concluye el Prefacio de la Parte III de la Ética:
“Trataré, pues, de la naturaleza y las fuerzas de los afectos y del poder de la
mente sobre ellos con el mismo método con que he tratado anteriormente de Dios
y de la mente, y consideraré las acciones humanas y los apetitos como si se
tratara de líneas, planos o cuerpos”. El desplazamiento desde la condena moralista
de los afectos o pasiones al proyecto de comprenderlos como partes necesarias
de la naturaleza abría la posibilidad de juzgarlos por sus efectos en lugar de
hacerlo de acuerdo con prejuicios teológicos. Esto, junto con la idea de que
Dios es la causa inmanente de todas las cosas, dio pie a una especie de
sacralización del esfuerzo por perseverar en el ser. Aquello que preserva el
propio ser es bueno y lo que lo daña o amenaza con dañarlo es malo; somos
conducidos entonces por la naturaleza y por nuestra naturaleza a elegir lo bueno
antes que lo malo, a elegir lo útil antes que lo dañino. Algunos filósofos de
la época se volvieron hacia la tradición estoica para afirmar que el esfuerzo
por conservar el propio ser era el impulso que la providencia ejercía
internamente sobre nosotros, era nuestro deseo que perseguía el fin apropiado
al orden de la naturaleza en su totalidad. El término griego captaba el sentido
en el que los individuos eran impulsados a servir los fines naturales, un
impulso que experimentaban como deseo. Así, el impulso sexual que los individuos
buscan satisfacer serviría al fin natural de la propagación de la especie.
Tales ideas fueron fácilmente adaptadas a la sociedad por pensadores
posteriores. Los efectos de lo que había sido condenado con anterioridad como
pasiones egoístas, entendidos al nivel de la sociedad, producirían un sistema
que aliviaría los sufrimientos de los pobres de manera más efectiva que el
autosacrificio o la denegación implicados en la acciones de caridad (que en
tanto que suponen renuncia y una especie de menoscabo del individuo en cuestión
podrían verse como un rechazo de la Providencia). Por esta vía, la necesidad y
la moralidad podrían hacerse coincidir felizmente y al sujeto de interés se le
haría descansar sobre el fundamento natural de la autoconservación. Esto devino
para Hobbes la base de una sociedad sin conflicto (si, claro está, conseguía
persuadir auténticamente a los individuos para que temieran la muerte física y
renunciaran a sus esperanzas en un mundo por venir) y para pensadores
posteriores como Mandeville y Smith, el fundamento de una teoría del progreso y
la prosperidad social (únicas garantías reales por sí mismas del orden social):
los individuos, entendidos como sujetos de interés, elegirán la vida antes que
la muerte y la prosperidad por encima de la pobreza. Finalmente, aunque
Foucault sin duda acertaba al argumentar que el sujeto de interés en el curso
del siglo XVIII primaba sobre el sujeto de derecho, es de cualquier manera
cierto que el sujeto legal proporcionaba la forma que el sujeto de interés
tendía a adoptar en la especulación filosófica: el individuo esencialmente solitario
que se conserva a sí mismo sin consideración ni responsabilidad con respecto a
los demás.
¿Cuál
era la relación de Spinoza con estas corrientes de pensamiento? Tiene en común
con los estoicos, como los entendió Cicerón, y con Hobbes el uso del término “conatus”
derivado del verbo “conor”, que, como ha observado Macherey, “tiene el doble
sentido de un intento y un compromiso”. Para Cicerón, todo animal busca
conservarse a sí mismo y está dotado de amor propio con el fin de que desee no
sólo su propia persistencia, sino la de su especie (De finibus bonorum et
malorum, IV, vii-viii). De este modo, el conatus es el punto en el
que el amor propio del individuo coincide con los fines establecidos por la
providencia. El conatus deviene
el esfuerzo [striving] hacia un fin y toda la cultura humana puede
entenderse como los medios propios de la humanidad para la consecución de ese fin
natural. Hobbes traduce conatus como “iniciativa [endeavor], el
comienzo interno de un movimiento voluntario del tipo de andar, hablar, luchar
y otras acciones visibles”. Esta iniciativa está gobernada a su vez por una ley
de la naturaleza que Hobbes describe en términos morales y legales, aunque
funciona como las leyes que determinan el movimiento de los cuerpos: “un hombre
tiene prohibido hacer lo que es destructivo para su vida o que aleje de él los
medios para preservarla, y suprimir aquello que él piense que le va ayudar
mejor a preservarse” (189). Por supuesto, la entera teoría de Hobbes de una
comunidad estable descansa en la idea de que los individuos actuarán (y no sólo
deberán actuar) para preservar sus propias vidas y hay, por tanto, que
anticipar que cumplirán sus promesas y obedecerán las leyes de la comunidad en tanto
que haya “un poder visible al que todos teman”: el Leviatán. Los teóricos de la
autoconservación como principio natural que siguieron a Hobbes (en particular Mandeville
y Smith) tendieron a acusarle por no penetrar más allá de la apariencia de la
discordia hasta la armonía subyacente que aquella ocultaba; los individuos egoístas
no sólo realizaban los objetivos de la naturaleza sin quererlo, sin quererlo
igualmente servían a la creación de la armonía social cuyo propósito se mantenía
oculto a sus ojos. Aunque creían actuar sólo con el fin de asegurar su propia
prosperidad, con indiferencia, si no era con una rivalidad activa, respecto a los
demás, cuyas súplicas de ayuda material o incluso de mera compasión eran
recibidas con sorna, de hecho contribuían al bienestar general en mucha mayor medida
que cualquier acción voluntaria de asistencia. De este modo, el interés no era
simplemente el motivo real de la acción, más importante todavía es que era merecedor
de las alabanzas y de la aprobación que el prejuicio le rechazaba.
El
término “conatus” tal como funciona en la Ética (especialmente en
EIII, props. 4-8) tiene tan poco en común con estas ideas como el “Dios o la
naturaleza” de Spinoza tiene con el Dios cristiano. En primer lugar, el conatus
no es algo peculiar del ser humano, ni siquiera de los seres animados; no
es instinto ni movimiento animal o voluntario. No está inscrito en un propósito
providencial, ni describe el modo en que todo individuo de naturaleza animada
actúa con el objetivo de su propia conservación a la vista, un objetivo que a su
vez sirve al objetivo de la conservación de la especie a la que pertenece, que
por sí conserva el delicado equilibrio entre todas las especies de la
naturaleza. El conatus de Spinoza nada tiene que ver con teleología alguna;
no es sino la tendencia de cualquier cosa singular (res singularis), sea
cual sea, animada o inanimada, una piedra o un ser humano, a persistir como es.
El conatus de cada cosa singular “no es otra cosa que su esencia
efectiva” (EIII, prop. 7), una expresión que excluye cualquier finalismo
(inmanente o trascendente); la cosa no se esfuerza por realizar su esencia o su
potencial. La esencia de una cosa coincide enteramente con su existencia
efectiva y no tiene otro sentido fuera de esa existencia (“por realidad y
perfección entiendo lo mismo”). Para complicar más las cosas, una cosa
singular, lejos de exhibir una simplicidad irreductible, es “varios indiviuos (plura
individua) concurriendo (concurrant) en una acción, de modo que son todos
a un tiempo la causa del mismo efecto” (EII, def. 7). Esta definición es
extremadamente importante en muchos aspectos para la comprensión del conatus.
¿Cómo podría una “cosa” que no es más que un conjunto de otras cosas unidas por
el tiempo necesario para producir un efecto estar dotada de algo así como un
“instinto” o un impulso de autoconservación? Es más, si la definición de
Spinoza, tal como ha sido vertida al castellano (o al inglés), parecería
conferir a la cosa una especie de precariedad, el verbo latino que ha escogido
Spinoza aquí para referirse a la “unificación” de los diversos individuos en
uno, subraya todavía más esa precariedad. “Concurro” se deriva del verbo
“curro”, correr. Concurro significa un correr juntos pero en dos
sentidos diferentes: puede significar tanto una rápida reunión como una carrera
para encontrarse en el combate. Es, en otras palabras, la unificación más impredecible,
frágil y efímera que pueda merecer ese nombre. Es más, merece la pena remarcar
que, aunque la discusión de Spinoza en torno a las cosas singulares en este
punto y más adelante en la Parte II deriva de Lucrecio, su descripción de la
unidad tendencial de los cuerpos de los que se compone toda cosa es bastante más
cauta que cualquiera de las que se pueden encontrar en De rerum natura.
Lucrecio argumenta que “formas distintas se reúnen así en una única masa”,
empleando un verbo del que Spinoza se apropia libremente en la Ética, “convenio”,
que significa tanto juntarse como estar de acuerdo, captando la simultaneidad
de cuerpo y mente sobre la que Spinoza insiste repetidas veces. La alusión a
Lucrecio es aquí importante: las cosas singulares se forman por un encuentro
entre cuerpos capaces de unirse y estar de acuerdo simultáneamente. Una vez
compuesta por tal encuentro, la cosa persistirá indefinidamente y sólo puede
ser destruida por una causa exterior. El conatus no es, entonces, nada
más que la tendencia a persistir de esa unión compuesta. Ni los humanos ni los
seres animados están separados de la naturaleza física ni la trascienden en
ningún sentido; estamos sometidos a sus determinaciones como ocurre en
cualquier otra cosa que exista. Estas determinaciones, en tanto que incrementan
o disminuyen el poder del cuerpo para actuar o de la mente para pensar, son
llamados por Spinoza “afectos”. El conatus sólo puede ser entendido en
relación con los afectos. Vivimos nuestra esencia efectiva como apetito, y en
tanto que somos conscientes de este apetito, deseamos.
Aquí
debemos afrontar una posible objeción: ¿no sucede que Spinoza sólo ha
rearticulado el sujeto de interés, retirando del interés su carácter subjetivo,
es cierto, pero concediendo, sin embargo, a cada cosa la tendencia a perseverar
en su ser, una tendencia que, en el caso de los individuos humanos, les
conducirá a elegir aquello que les sirve a su persistencia y a evitar lo que la
amenaza? ¿No ha planteado Spinoza una finalidad interna de acuerdo con la cual
cada cosa tiende, tanto como puede, a buscar el fin de su propia conservación, como
sostuvieron tanto los estoicos como Hobbes? Si semejante lectura se puede
sostener, entonces, Spinoza ha proporcionado el fundamento de una teoría de la
acción humana, entendida como una elección entre alternativas, perfectamente
compatible con las de los teóricos del interés. Incluso si el sujeto de interés
que se pudiera derivar del conatus de Spinoza no es de ninguna manera
reductible al modelo del homo economicus, el individuo humano al modo en
que es entendido en la Ética tiene que enfrentarse constantemente con
las alternativas éticas de lo utile y lo malum.
Como
ha subrayado, sin embargo, Macherey, Spinoza desarrolla la noción de conatus
al comienzo de la Parte III en un estado de aislamiento provisional y
artificial. El conatus en la Ética es, a un tiempo, un principio
de singularización (o de individuación) y un principio de trasindividuación.
Las continuas interacciones con los cuerpos y fuerzas que le son externas son
condición de la misma existencia de cualquier cosa, y en tanto que tales son
inevitables, pero tales encuentros acarrean tanto riesgos como beneficios. Todo
lo que sigue a la exposición del conatus en las proposiciones 4 a 8 de
la Parte III de la Ética sirve para demostrar que la distinción entre el
conatus como causa interna y la infinidad de causas externas es insostenible.
De hecho, en cualquier sentido que podamos considerar relevante, no hay causas
internas, sólo causas externas compatibles con nuestro ser que anteceden nuestra
producción de un efecto, que a su vez devendrá una causa ad infinitum (y
de este modo aumentan el poder y la virtud de un individuo) o, por el
contrario, causas externas incompatibles con nosotros, que debilitan o
descomponen la concurrencia de los cuerpos de los que estamos hechos
(disminuyendo nuestro poder). No es posible salirse de la naturaleza, tampoco
de esa parte de la naturaleza que es el mundo humano: “nunca puede ocurrir que
no necesitemos de lo externo para la conservación de nuestro ser ni que vivamos
sin relación con las cosas que son externas a nosotros” (EIV, prop. 18, esc.).
No deberíamos dejarnos confundir por el uso que Spinoza hace del término “cosas”
(rebus): entre las cosas que necesitamos, como deja claro en la
continuación de la frase, están los demás seres humanos. “Si, por ejemplo, examinamos
nuestra mente, es cierto que sería más imperfecta si la mente estuviera sola y
no pudiera inteligir otra cosa que a sí misma. Hay, entonces, muchas cosas
fuera de nosotros que nos son útiles y que, por ello, deseamos. Y entre ellas
no podemos concebir nada mejor que aquellas que concuerdan (conveniunt)
con nuestra naturaleza. Si, por ejemplo, dos individuos que tienen la misma
naturaleza se juntan (junguntur), componen un individuo doblemente
poderoso que cada uno de ellos tomados por separado. En consecuencia, para el hombre
no hay nada más útil que el hombre” (EIV, prop. 18, esc.).
Pero,
si el mundo humano incrementa tendencialmente el poder de cada individuo,
“disponiendo el cuerpo para ser afectado en una mayor cantidad de modos por los
cuerpos exteriores” en maneras que “lo hacen capaz de afectar a otros cuerpos”,
a su vez, quizás de modo más frecuente, somete al individuo a afectos que
debilitan el cuerpo y la mente. He apuntado en otra parte la fascinación de
Spinoza por los autómatas y los sonámbulos: aquellos que están completamente sometidos
a determinaciones externas y obligados a servir a tiranías que perjudican su
propio bienestar, deseando todo el tiempo únicamente lo que manda el tirano. A
la lista de las figuras de la servidumbre humana, sin embargo, debemos añadir
un carácter todavía más inquietante: el que sueña con los ojos abiertos y, paralizado
por afectos enfrentados, se observa a sí mismo con horror en tanto que “ve lo
mejor y persigue lo peor” (EIII, prop. 2, esc.). Esta expresión, o alguna versión
de la misma, aparece tres veces en la Ética:
1.
“La verdad es que, si no hubieran constatado que hacemos muchas cosas de las
que después nos arrepentimos, y que muchas veces, cuando somos zarandeados por
afectos contrarios, vemos lo mejor y perseguimos lo peor (meliora videre, et
deteriora sequi), nada impediría que creyeran que lo hacemos todo
libremente” (Elll, prop.2, esc.).
2.
“A la impotencia (impotentiam) humana de moderar y reprimir los afectos
le llamo servidumbre; pues el hombre que está sometido (obnoxius)
a los afectos, no está bajo su propio poder, sino bajo el de la fortuna (sui
juris non est, sed fortunae), cuya fuerza es tal que a menudo se ve forzado
a hacer lo peor, aun viendo lo que es lo mejor (quanquam meliora sibi
videat, deteriora tamen sequi). (EIV, Prefacio).
3.
“Con esto creo haber mostrado por qué los hombres se conmueven más por la
opinión que por la razón verdadera y por qué el conocimiento verdadero del bien
y del mal excita la mente y cede muchas veces a todo género de concupiscencias.
De ahí lo del poeta: ‘veo lo mejor y lo apruebo, pero persigo lo peor’ (video
meliora, proboque, deteriora sequo)” (EIV, prop.17, esc.).
Se
pueden hacer muchas observaciones acerca de estos tres pasajes. En el primero,
el hecho de que nosotros, en ciertos casos, sabemos claramente qué es lo útil,
pero perseguimos [pursue] (tal como traduzco “sequor”) lo dañino
para nosotros, lo que disminuirá nuestro poder, nos permite ver lo que nos es
habitualmente invisible: que nuestra voluntad no es más que un efecto de causas
que le son externas y no la causa de nuestras acciones. Y esto no sólo ocurre
en las acciones dañinas para nosotros: un individuo piensa que es la causa del
cuadro que pinta sólo porque es consciente del deseo de pintar un cuadro e
ignorante de las causas de su deseo, las determinaciones que mueven
simultáneamente al cuerpo y a la mente. En el segundo pasaje, que sigue de muy
cerca al primero, la expresión adopta una función más específicamente ética y política:
revela que la naturaleza de la “servidumbre” es actuar o que actúen sobre
nosotros de modos que nos debilitan, incluyendo luchar en una guerra en defensa
de los intereses del tirano que nos oprime. Pero, además sugiere que los seres
humanos son siempre afectados en sentidos contrarios por afectos antagonistas, unos
que nos mueven hacia un mayor poder, otros hacia la debilidad e incluso la
descomposición (y es en la Parte IV donde Spinoza considera las formas por las que
nos destruimos a nosotros mismos lenta e imperceptiblemente, así como el caso
de desear y atraer nuestra propia muerte a instancia de causas externas a nuestra
naturaleza e incompatibles con ella, el del suicidio).
En
el tercer pasaje, Spinoza atribuye la expresión, que ya ha utilizado dos veces
antes sin ninguna indicación de que fuera una cita, al Poeta. De hecho, es una cita
literal de las palabras de Medea en el libro VII de Las metamorfosis de
Ovidio cuando lucha por “arrancarse” (excute) la pasión que ha concebido
inexplicablemente por el enemigo y extranjero Jasón. El enunciado difiere de
las dos versiones anteriores no sólo porque está expresado en primera persona,
en vez de en tercera, sino además porque contiene un elemento adicional que
coloca a la mente en conflicto parcial con respecto a las acciones del cuerpo.
El hablante no sólo ve lo mejor, sino que “aprueba” o “juzga” (provoque)
que lo es. No sólo percibe, sino que sabe por medio de un acto mental o juicio
que, en efecto, es lo mejor y, sin embargo, persigue lo peor. Es aquí donde
Spinoza se pone al descubierto: asumir que los individuos buscan su interés no
sólo en cuanto son concebidos abstractamente de acuerdo con algún sistema
filosófico, sino incluso de un modo que establecen los mismos individuos es
simplemente otra forma de “concebir a los hombres no como ellos son”, sino como
los filósofos quieren y necesitan que sean. El sujeto de interés, en toda su
diversidad, de Hobbes a Smith, descansa en una fantasía acerca del modo en que
la gente debería ser más que en como son, incluso si sus normas divergen de las
del cristianismo. De hecho, Spinoza descarta incluso el concepto de un sujeto
de interés engañado: el problema aquí no es que la gente persiga unos intereses
ilusorios en lugar de los auténticos o los de otro en lugar de los propios, sin
saberlo. El ejemplo de Spinoza conduce a una cuestión bastante más inquietante:
al tiempo que caminamos dormidos movidos por la obediencia hacia lo que nos
debilita y destruye, parte de nosotros está despierta para ver y entender nuestro
completo sometimiento respecto a aquello que sabemos que es lo peor. No es que
lo ignoremos, sino que nuestro conocimiento o nuestro uso de razón es impotente
frente a las determinaciones que nos obligan, contra lo que nosotros sabemos
que ocurre, a buscar lo peor. Inmediatamente después de la cita “del Poeta”,
Spinoza añade otra cita a modo de glosa: “Es lo que el Eclesiastés parecer
haber tenido en mente cuando dijo: quien aumenta la ciencia, aumenta el
dolor” (dolorum: en el texto hebreo del Eclesiastés, que a Spinoza
le era familiar, el verbo significa sentir dolor, sufrir: “mejor, conocerlo y
entenderlo, y simultáneamente verse a uno mismo persiguiendo lo peor, e incluso
de manera más patética, verse forzado por la propia razón a reconocer que una
parte de nosotros desea buscar lo peor, sería suficiente para empujar a
cualquiera, excepto a Spinoza, a apartarse desesperado. Pero, sabiendo que lo
que nos determina y el alcance de su poder aumentan nuestra propia capacidad de
modificarlo: no hay camino más seguro hacia la servidumbre que la creencia de
que sólo nosotros determinamos nuestras acciones por el ejercicio de nuestra voluntad.
En la Parte IV de la Ética, “De la servidumbre humana”, la idea del
individuo como sujeto de interés aparece como un cruel engaño o, mejor, como una
forma de renegación que enmascara las maneras en las que somos “forzados” a
elegir lo que daña y debilita las capacidades de nuestro cuerpo y nuestra mente
(y merece la pena señalar de paso que nada sugiere que la búsqueda de la mayor
riqueza posible aumentará de ninguna manera las potencias de la mente y el cuerpo
o que el mismo modelo del homo economicus no constituirá para Spinoza
una forma de ver lo mejor y hacer lo peor, esto es, de destruirse lentamente a
uno mismo al servicio de causas externas).
Hemos
de entender ahora que nuestro conatus nos lleva a entrar en interacción
con numerosas otras cosas en interés de nuestra propia supervivencia, dejando
de lado el aumento de poder de la mente y el cuerpo, pero que tales encuentros
están tan llenos de riesgos como de oportunidades: podemos llegar a ser más
potentes por los afectos alegres del amor y el deseo mutuo o llegar a
debilitarnos o a ser destruidos por los afectos tristes del odio y del
autodesprecio. De todas las cosas que nos afectan, ninguna tiene una fuerza
mayor que las cosas mismas afectadas por los afectos. “Cuando imaginamos que
algo que amamos es destruido, sentimos tristeza; si imaginamos que se conserva,
sentimos placer” (E III, prop. 19). Pero, más allá de la mera destrucción o
conservación, existe, al menos respecto a ciertas cosas, la posibilidad de
alegrarse con aquello que aumenta su poder y, por ello, tiende a su
conservación y, al contrario, entristecerse con lo que debilita una cosa y la expone
a la destrucción. Si imaginamos una cosa capaz de ser afectada por afectos
alegres y tristes que, además, consideramos semejante a nosotros, seremos
afectados por los mismos afectos que ella (EIII, prop. 27). Spinoza llamará a
esta tendencia “imitación de los afectos” (EIII, prop. 27, esc.).
El
concepto de una imitación de los afectos, aunque es absolutamente central para
el pensamiento social y político de Spinoza, ha recibido poca atención hasta
hace poco tiempo y sigue inexplorado en un alto grado. Genera bastantes
preguntas y problemas, todos ellos relevantes para entender las resistencias a
la categoría de sujeto de interés que encontramos en los filósofos del siglo
XVII y XVIII. Contra la idea de que los individuos son afectados sólo por sus
propias pasiones, respecto a las cuales calculan su interés, Spinoza y varios
de sus contemporáneos desarrollaron un completo vocabulario de la vida afectiva
trasindividual en la que los afectos ni se originan en los individuos aislados ni
se circunscriben a ellos, sino que son “comunicados”, o “trasmitidos” de unos a
otros al margen tanto del conocimiento como del control de los mismos. Una comunicación
semejante podría verse, como ocurrió a menudo, negativamente, como un
“contagio” por el que diversas y peligrosas insensateces se extendían entre un
gran número de gente, pero se entendía también como un medio de influir en las
mentes débiles en interés del bien público. La década de 1670 fue testigo, probablemente
como reacción a la traducción de la obra de Hobbes a varios idiomas europeos
que ocurrió al comienzo de la misma, de la introducción en el discurso filosófico
y político de varios de esos conceptos, de manera notable en la obra de La
Rochefoucauld y Malebranche, además de en la del mismo Spinoza. El alcance de
la convergencia o divergencia de Spinoza respecto a estos pensadores y a otros
similares está todavía por determinar.
Quiero
centrarme en un aspecto de la discusión de Spinoza respecto a la imitación de
los afectos que hasta ahora ha recibido poca atención. Imitamos el afecto que
imaginamos afecta a una cosa semejante a nosotros (res nobis similis).
Ésta podría parecer sólo una manera extravagante de hablar de nuestro vínculo afectivo
con los demás seres humanos, límite que los restantes pensadores de la
afectividad trasindividual asumen sin discusión, sin hacer ninguna concesión a un
humanismo teórico que situara al ser humano fuera de la naturaleza (los seres
humanos son en definitiva cosas entre cosas, etc.). Propongo, entonces, examinar
un pasaje en el que la propensión a “ver lo mejor y hacer lo peor” va unida
directamente con la imitación de los afectos: el escolio de la proposición 68 de
la Parte IV de la Ética, la última palabra de Spinoza sobre la parábola
del primer hombre. Si el hombre naciera libre, esto es, libre de los afectos
tristes que disminuyen su poder de actuar y pensar, y de perseverar en su ser,
no formaría idea alguna de bien y mal. Pero, vive en un mundo de servidumbre,
sujeto a los afectos de cosas semejantes a él que él imita sin querer o sin saber
que lo hace.
“Y
esto, y otras cosas que ya hemos demostrado, parecen haber sido simbolizadas
por Moisés en aquella historia del primer hombre. Pues en ella no se concibe ninguna
otra potencia de Dios que aquella con la que creó al hombre, esto es, la
potencia por la que sólo proveyó a la utilidad humana; y en ese sentido narra que
Dios prohibió al hombre libre que comiera del árbol del conocimiento del bien y
del mal, y que tan pronto como comiera de él, al momento temería la muerte más
bien que desearía la vida. Después que, una vez que el hombre encontró la
mujer, que concordaba totalmente con su naturaleza, conoció que no podía
existir nada en la naturaleza que pudiera serle más útil que ella; pero que,
creyendo que las bestias eran semejantes a él (bruta sibi similia esse
credidit), pronto comenzó a imitar sus afectos (ver EIII, prop. 27) y a
dejar escapar su libertad, que recobraron después los patriarcas, guiados por
el Espíritu de Cristo, esto es, por la idea de Dios, la única de la que depende
que el hombre sea libre y que desee para otros el bien que desea para sí”.
Deleuze
ha descrito con gran precisión la “fascinación” de Spinoza por el problema del
“mal”, una fascinación que superó su cautela y le llevó a expresarse de modo
bastante imprudente ante el calvinista Willem von Blyenbergh. En tres cartas
escritas entre diciembre de 1664 y febrero de 1665, Spinoza regresa sobre la parábola
del primer hombre, una parábola que él discute, además de en su intercambio epistolar
con Blyenbergh, en todas sus obras mayores: el Tratado Breve, el Tratato
teológico-político, la Ética y el Tratado político, cada vez
con un énfasis ligeramente distinto, como si buscara usar el episodio del
Génesis para propósitos diversos. De todas estas discusiones, el pasaje de la Ética
es de lejos el de mayor alcance, además del más elíptico, y plantea
numerosas dificultades. Spinoza comienza reconociendo la oscuridad de “la
historia del primer hombre” en su existencia textual concreta. Afirma no ser
capaz de hacer otra cosa que determinar lo que Moisés “parece haber querido
decir” a través de esta historia, una afirmación que asume la autoría de Moisés
cuando él mismo había argumentado en el Tratado teológico-político, ya
publicado y mucho más accesible, que “es claro, más allá de cualquier sombra de
duda, que el Pentateuco no fue escrito por Moisés, sino por alguien que vivió
muchas generaciones después de él” (TTP, cap. VIII). En lugar de examinar el
pasaje de la Escritura al que se refiere, sin embargo, invoca de un modo
notablemente condensado un conjunto de distintos temas ya desarrollados en las Partes
III y IV. Adán era libre porque no sólo podía sino que, de hecho, se esforzaba
por persistir en su ser y por aumentar el poder de su cuerpo para actuar y de
su mente para pensar. En tanto que expresión particular del poder de Dios,
buscaba sólo lo útil y no pensaba en ninguna otra cosa que no fuera la vida y
vivir: en este sentido Adán es el retrato del homo liber u hombre libre,
de cuya posibilidad se ocupan las proposiciones con las que concluye la Parte
IV de la Ética. En los textos tempranos de Spinoza, la prohibición que
Dios dirige a Adán no era ni legal ni moral, sino causal: “Dios reveló a Adán
que comer de ese árbol le supondría la muerte del mismo modo que nos revela a
nosotros a través de nuestro entendimiento natural que el veneno es letal” (Ep.
19). En la Ética, la descripción de la naturaleza y el contenido de la
“prohibición” cambia de modo sutil pero no insignificante: “en cuanto comiera, temería
la muerte en lugar de desear la vida”. Aunque el hebreo del Génesis carece de
ambigüedad, “tan pronto como comas, morirás (…)“, Spinoza enfatiza las consecuencias
afectivas de comer la fruta del árbol del conocimiento del bien y del mal. El
deseo, que Spinoza ha definido como conciencia del propio conatus, será reemplazado
por el miedo, el presente por el futuro y el ser por la nada. El individuo que
vive de acuerdo con la razón es afectado por “la alegría y el deseo”, mientras que
el que actúa por miedo es gobernado por causas externas que son más poderosas
que él y antagónicas respecto a su naturaleza. El hombre libre es alguien que busca
el bien, “esto es, actuar, vivir, conservar su ser sobre la base de buscar la
propia utilidad. Y, por tanto, en nada piensa menos que en la muerte, sino que
su sabiduría es meditación de la vida” (EIV, prop. 67).
Aquí
Spinoza se aparta del tema de la fruta prohibida, como hace la narración del
Génesis, cuyo orden sigue de cerca. La siguiente frase con la que concluye el escolio
complica extrañamente la temporalidad de la descripción que hace Spinoza del
primer hombre:
“Después
que, una vez que el hombre encontró la mujer, que concordaba totalmente con su
naturaleza, conoció que no podía existir nada en la naturaleza que pudiera
serle más útil que ella; pero que, creyendo que las bestias eran semejantes a
él (bruta sibi similia esse credidit), pronto comenzó a imitar sus
afectos (ver EIII, prop. 27) y a dejar escapar su libertad, que recobraron
después los patriarcas, guiados por el Espíritu de Cristo, esto es, por la idea
de Dios, la única de la que depende que el hombre sea libre y que desee para
otros el bien que desea para sí”.
La
frase comienza con la palabra “después”, como si Spinoza pretendiera continuar
narrando la ingestión de la fruta. En cambio, por el contrario, introduce una cláusula
parentética cuya significación parecería no encajar con la descripción de la
caída en la servidumbre que ocupa el resto de la frase. Es, de hecho, la relación
del conatus de Adán, de su esfuerzo por perseverar en su ser y aumentar
su poder para hacerlo a través de su encuentro fortuito con Eva (debemos
señalar que Spinoza dice que Adán “encontró”, o incluso “se topó con”, Eva -el
verbo es “invenio”- y de ese modo suprime la referencia a la creación
divina de Eva a partir de la costilla de Adán). De hecho, Spinoza ofrece aquí
una especie de lectura alegórica de este pasaje del Génesis, de acuerdo con el
cual la imagen del origen de Eva a partir de Adán significa el hecho de que su encuentro
con ella fue un encuentro con otra cosa singular que concordaba (el verbo es conveno)
“absolutamente” (prorsus) con su naturaleza. Parece que la narración de
Adán y su esposa (Spinoza no la nombra de esta manera), condensada en una frase
parentética, es el paradigma de la proposición antes citada: “Si por ejemplo
dos individuos que tienen la misma naturaleza se juntan, componen un individuo
doblemente poderoso” (EIV, prop. 18, esc.). En efecto, esta frase sigue el
hebreo de Génesis 2:24 de muy cerca: “Un hombre deja a su padre y a su madre y
se junta (… --hebreo exacto equivalente al latín juncto) con su mujer y
devienen un cuerpo (… --a menudo traducido como “carne”). “Nada podría ser más
útil para él” que la mujer que ha encontrado, nada podría aumentar el poder de
pensar de su mente y el de actuar de su cuerpo en mayor medida que el acto de
juntarse con ella. En este punto de la frase, sin embargo, lo que bien podría
haber sido una alegoría del acto de aumentar la virtud y el poder de uno (esto
es, por seguir el hilo de Spinoza, la condición de ser un hombre libre) a
través de una composición de cuerpos y fuerzas, dos individuos formando un
nuevo individuo, se interrumpe, se corta por una relación no de la acción de comerse
la fruta, que aquí ha sido omitida completamente, sino de las causas que
determinaron que el primer hombre viera lo mejor y persiguiera lo peor,
renunciara a su libertad y buscara su propia destrucción.
La
frase resume, “pero a causa de que creyó que las bestias eran semejantes a él (bruta
sibi similia ese crededit), pronto comenzó a imitar sus afectos y dejó escapar
(“amitto”, dejar ir o mandar lejos) su libertad”. Esta frase es
extraordinaria en muchos aspectos, sobre todo, en tanto que remite a la
discusión anterior acerca de la imitación de los afectos. En el pasaje anterior
al que Spinoza se refiere (EIII, prop. 27), se nos dice que imitamos los
afectos que imaginamos afectan “a una cosas semejante a nosotros” (res nobis
similis). La semejanza en EIII, prop. 27 aparece como un hecho objetivo: la
semejanza de la cosa con respecto a nosotros parece ser la condición para que
nosotros imitemos (normalmente sin saberlo y sin quererlo) los afectos que
imaginamos que tiene. Es más, debemos recordar que para Spinoza la imaginación
no es sinónimo de ilusión: la imaginación no es ni más ni menos que la
producción de una imagen en nuestra mente o para ella de una cosa que una vez
estuvo presente, pero ahora se encuentra ausente. La imitación de los afectos es
precisamente la imagen del placer, dolor o deseo del otro que tiende a producir
en nosotros el mismo afecto. En la parábola del primer hombre de la Parte IV,
sin embargo, el hecho de la semejanza es problematizado y, con él, cualquier
demarcación permanente entre lo humano y lo animal; la frontera entre lo semejante
y lo desemejante queda ahora condenado a una fluctuación constante. La
expresión “una cosa semejante a nosotros” (res nobis similis) deja
necesariamente de designar a la humanidad o incluso a la humanidad junto con
las bestias (y Spinoza no usa el término “animalia”, sino “bruta”)
en un universalismo metahumano, sino que podría igualmente funcionar para
reducir la clase de cosas que “creemos” que son semejantes a nosotros, y cuyos
afectos somos, por tanto, propensos a imitar, a una mera porción de lo que
anteriormente entendimos como humanidad. De hecho, en EIII, prop. 46, Spinoza
parece reconocer una tendencia en la existencia afectiva a excluir de la
categoría de lo que experimentamos como semejante a nosotros a aquellos de “una
clase o nación diferente” (classis, sive nationis). En el caso de Adán,
sin embargo, Spinoza parece implicar que la ampliación del límite de lo
semejante a las bestias es no sólo lo que provocó la imitación de Adán de sus
afectos, sino, lo que es más importante, lo que causó que abandonara su libertad,
esto es, que cesara de esforzarse por perseverar en su ser y que su poder fuera
sobrepasado por el de causas externas destructoras de su naturaleza. Su creencia
de que él era semejante a las bestias es, así, no tanto falsa en el sentido de
que no refleje exactamente el verdadero estado de cosas, sino destructora de su
ser, de su poder y su placer.
La
especificidad de lo bestial en esta frase parece, entonces, implicar el poder
no tanto del animal como de lo inhumano, definido así por los efectos de
descomposición y muerte que produce en el hombre. La descripción que Spinoza
hace del génesis (del que Eva no ha desaparecido en absoluto) sugiere que Adán imitó
el deseo de la serpiente en un acto de emulación (la imitación del deseo de
otro) que subordinó a Adán a determinaciones más poderosas que él y
perjudiciales para su ser. En el escolio de EIII, prop. 37 Spinoza argumenta
que no cabe duda de que las bestias sienten y tienen afectos. Los afectos de
los animales, sin embargo, difieren tanto de los afectos humanos como su
naturaleza difiere de la humana: el deseo sexual de un caballo es tan diferente
del de un hombre, como el de un insecto lo es respecto al de un pez. Como podría
esperarse, sin embargo, la Ética somete a toda noción de “clase” o
“especie” a una desestabilización que no es nunca una simple reducción de un
todo secundario a sus partes primarias en el espíritu de un individualismo
metodológico. Una especie debe en lo sucesivo considerarse como una cosa
singular en el mismo sentido exactamente que señalamos antes: no es ni más ni
menos que la concurrencia de cosas singulares en un momento dado. Como tal,
existe en una perpetua recomposición que la puede hacer ser mayor o menor, más
o menos poderosa. Pero, entre la especie y los individuos que la componen hay
una infinidad de composiciones o singularidades intermedias, tales como los dos
individuos que se unen para formar un cuerpo y una mente dos veces más poderosos
que los de cada uno tomados por separado.
Los
individuos humanos son cosas singulares como cualquier otra: “Pedro debe
concordar con la idea de Pedro y no con la idea de hombre” (KV, I, cap. 6, §
9); y Spinoza es llevado a una conclusión idéntica a la alcanzada por su
contemporáneo, el poeta inglés Rochester: “El hombre difiere más del hombre que
de la bestia”. Spinoza señala al final de EIII, prop. 37, esc., que, en materia
de afectos, la felicidad de un filósofo no difiere mucho menos de la de un
borracho, que la de un animal respecto de la de un hombre. Pero esto parece
plantear un serio problema: ¿qué puede significar el término bruta en la
parábola del primer hombre tal como la recapitula en la Parte IV, donde se dice
que Adán perdió su libertad por imitar los afectos de las bestias a las que
creyó semejantes a él, si Spinoza rechaza una distinción categórica entre lo
humano y lo animal? Quizás ni más ni menos que la irrupción de la tendencia de
autodestrucción a instancias de lo que, en nosotros, es más poderoso que
nosotros, una tendencia determinada por una imitación de los afectos para actuar
de maneras que debilitan, entristecen y, finalmente, provocan nuestra propia
desaparición al servicio de otra cosa que ni concuerda ni puede concordar con nuestra
naturaleza, a saber, lo inhumano. La libertad que el primer hombre perdió, la
libertad para perseverar en su ser aumentando su poder, no puede ser para
Spinoza, tal como hemos dejado establecido, una libertad que enemista a un
individuo con otro. El hombre que es libre, de acuerdo con la definición
antedicha y como Spinoza apunta en la conclusión del escolio de la proposición
67 de la Parte IV, “deseará para todos los hombres el bien que desea para sí”.
Y el efecto de actuar así, explica Spinoza en la proposición 37 de la Parte IV,
al que remite al lector al final del escolio de la proposición 67 de la misma
parte, es que “un bien al que un hombre aspira para sí y que él ama, lo amará con
un amor más constante si ve que otros lo aman”. Es en este contexto, el de la
trasindividualización del conatus, la necesidad que nos impulsa a
compartir al mismo tiempo lo bueno y el deseo de lo bueno con el fin de
perseverar y mantener un esfuerzo constante por aumentar nuestro poder, que
Spinoza introduce el concepto de lo inhumano. El principio mismo que nuestra
unión con otros necesita para componer un cuerpo nuevo y mayor exige que ellos
compartan lo bueno que nosotros disfrutamos. Si no ocurre así, su privación,
dolor o tristeza sólo puede debilitarnos y nosotros buscamos necesariamente “librarlos
de su infortunio”, dirigidos no por la razón, sino por el afecto pasivo y
triste que Spinoza llama “compasión”. La compasión, nos dice en EIV, prop. 50,
esc., a menudo mueve a un individuo a aliviar la miseria de los otros por
medios de los que luego se arrepiente. Pero, ¿qué ocurre con los que no se
esfuerzan ni movidos por la razón ni por la pasión por aumentar el poder y el
placer de los otros como hacen para sí? Aquellos que, como si dijéramos,
escuchan a la serpiente, el más astuto de todos los animales, se separan de los
demás, insensibles a sus afectos, sean tristes o alegres, pasivos o activos, y,
pensando apoderarse de un bien que sólo ellos puedan disfrutar, provocan su
propia destrucción? “Aquel que no es movido ni por la razón ni por la compasión
a ayudar a los demás, recibe el correcto nombre de “inhumano”. Pues ya no
parece asemejarse al hombre”.
Desde
el punto de vista de Spinoza, la producción del sujeto de interés, como sucedió
a lo largo del siglo XVIII, no puede ser otra cosa que una deshumanización [inhumanization]
de la política. La deshumanización [inhumanization], en este sentido, no
será una desviación respecto a una humanidad esencial y ya dada; para Spinoza,
en el sentido más relevante, las fronteras de lo humano deben expandirse
constantemente si ha de aumentar su poder. Más bien, lo inhumano sólo puede
definirse coyunturalmente como aquello que en un momento dado disuelve la
composición humana, sometiéndola a una causa externa antagonista cuyas
repercusiones se sienten internamente, la irrupción interna de lo externo, que
trastoca la concurrencia de sus partes de modo que deja de ser lo que era.
Exigir que los individuos separen sus intereses de los intereses de los demás e
ignoren sus afectos es ya en sí mismo una imitación de la muerte y de aquello que
reclama la muerte al servicio de algo ajeno a la vida. Tomar en serio a Spinoza
implica reconocer que la separación de intereses y deseos, de cuerpos y fuerzas
no existe simplemente al nivel de los conceptos filosóficos; debe funcionar al
mismo tiempo también en la dimensión física, corporal. Solo en la acción que resiste
contra esta separación tanto en el cuerpo como en la mente existe la virtud y
la perfección tal como Spinoza las entiende; sólo en una resistencia semejante puede
la vida ser defendida, por ahora o eternamente, contra la muerte.
Traducción de Aurelio Sainz Pezonaga.
Youkali:
revista crítica de las artes y el pensamiento, no. 4,
Madrid, diciembre de 2007, pp. 54-64. PDF
No hay comentarios.:
Publicar un comentario