Diego Tatián
Uno de los principios a los que el nombre de Spinoza
se halla inexorablemente unido es el que, tal vez como una traspolación del
principio de inercia (1), se formula lacónicamente en la proposición 6 de Ética
III: “Cada cosa, en cuanto está en ella, se esfuerza por perseverar en su
ser” (Unaquaeque res, quantum in se est, in suo esse perseverare conatur).
Esto significa: nada hay en una cosa singular que pueda suprimir su existencia,
y nada resulta más alejado del spinozismo que el aserto hegeliano según el cual
toda cosa es enemiga de sí misma y quiere dejar de ser lo que es para devenir lo
que no, lo otro de sí. En efecto, “que el hombre se esfuerce, por una necesidad
de su naturaleza, en no existir o en cambiarse en otra forma, es tan imposible
como que de la nada surja algo” (E4p20esc). La destrucción de una cosa singular
se debe sólo a su incompatibilidad actual con una causa exterior –o un conjunto
de causas exteriores-- cuyo poder de destruirla es necesariamente mayor que el
suyo de resistir esa destrucción y, por tanto, perseverar en el ser. O, para
decirlo con las palabras a la vez sencillas y trágicas del axioma que preside
la parte IV de la Ética sobre la “fuerza de los afectos”: “En la
naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte.
Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquella puede ser
destruida”. Por consiguiente, el conatus o la existencia actual de una
cosa singular –que no es sino un poder de perseverar, de afectar y de producir
efectos-- no implica la finitud sino una duración indefinida. Asimismo, es
afirmación de la potencia sustantiva, presencia inmanente de la causa en el
efecto que puede ser así experimentado, sentido y (auto)concebido in Deo bajo
la especie de la eternidad, y en cuanto tal no implica la duración ni es
posible derivar su existencia de sí mismo –antes bien, la existencia y la
perseverancia en ella de las cosas singulares no se hallan implícitas en su naturaleza
sino que resultan de la infinita productividad y potencia de Dios (E1p24cor). Spinoza
pareciera emplear los términos conservatio y perseverantia de
manera indistinta como virtud primaria del conatus. ¿Debemos entender la
perseverancia en el sentido de una pura autoconservación, entendida ésta como
preservación biológica del cuerpo en la duración, y como “estrategia” de
supervivencia entre los demás cuerpos que, por la actividad que les es propia o
por mera existencia pueden eventualmente interrumpir la perseverancia en la
existencia de una cierta y determinada cosa singular? De otro modo: la
expresión in suo esse perseverare conatur, ¿debe ser comprendida de
manera exclusivamente cuantitativa? Si así fuera, nada impediría reducir la
virtud a la longevidad. El perseverar sería pues primariamente comprendido como
la implementación de una estrategia que evita lo que daña –o destruye-- la
propia vida, y busca articularse a todo lo que la conserva y favorece. La vida
en sentido biológico establece sin duda una dimensión primaria del conatus y
su relación con los demás seres: “El cuerpo humano necesita, para conservarse, muchísimos
otros cuerpos con los que es, por así decirlo, continuamente regenerado” (E2p4).
Y lo que Spinoza llama appetitus [es decir el conatus mismo, en
la medida en que se refiere a la vez al cuerpo y al alma, y que adopta el
nombre de cupiditas cuando es consciente de sí] es aquello de cuya
naturaleza se sigue todo lo que contribuye a la conservación del ser humano (E3p9).
El vínculo entre virtud y conservación –también entre
razón, amor de sí mismo y utilidad propia—se encuentra descripto en las
proposiciones 18-22 de Ética IV (2). El propósito de este importante
grupo de proposiciones pareciera ser afirmar el deseo de existencia como
fundamento primario de la virtud y la felicidad. En efecto, “nadie puede ser
feliz, obrar bien y vivir bien, sin que al mismo tiempo desee ser, obrar y
vivir, esto es, existir actualmente”. Es otra manera de decir que la felicidad y
la vida buena no exigen nada contra la naturaleza, pero también de decir que
una “vida humana” no se define por el simple hecho de ser, ni por su sola
conservación biológica, ni tampoco –en palabras de Aristóteles-- por la
“urgencia del vivir” (3).
La vida buena, así, es una forma de la vida
desnuda, a la que por tanto presupone y a las que únicamente por abstracción
podemos concebir separadas, al igual que la felicidad no es pensada por Spinoza
en ruptura con la naturaleza sino en continuidad, y en contigüidad, con ella. Sin
embargo, ¿es la conservación en sentido biológico la dimensión única de la
perseverancia, o bien el in suo esse perseverare conatur se inscribe,
asimismo, en una duración no biológica, e incluso en la eternidad? Concebida
como una pars naturae –esto es, despojada de toda exclusividad-- la vida
humana sigue los mismos principios que cualquier otra criatura, y la razón,
dice Spinoza, nada enseña que vaya contra ellos –no “perturba” la naturaleza de
la que forma parte y en la que toma parte. Ni prescribe adecuación a un fin que
sería exterior al conatus mismo –e.d. no impone un conjunto
preestablecido de deberes conforme el derecho natural clásico--, ni se reduce a
un ejercicio puramente instrumental sólo determinado por la conservación del
cuerpo orgánico a cualquier costo. Por el contrario, la clave de la comprensión
ética reside en la expresión de una intensidad productiva en una capacidad en
acto de afectar que no siempre ni necesariamente tiene por propósito una supervivencia
a la acción de causas exteriores adversas. “… por perfección en general
–escribe Spinoza en el Praefatio de E, IV-- entenderé, como he dicho, la
realidad, esto es, la esencia de una cosa cualquiera, en cuanto existe y obra
de cierto modo, sin tener para nada en cuenta su duración. Pues ninguna cosa
singular se puede llamar más perfecta por el solo hecho de haber perseverado más
tiempo en la existencia, ya que la duración de las cosas no se puede
determinar por su esencia, puesto que la esencia de las cosas no implica ningún
tiempo cierto y determinado de existir, sino que una cosa cualquiera, sea más
perfecta o menos, siempre podrá perseverar en la existencia con la misma fuerza
con la que comenzó a existir, de tal suerte que en esto todas son iguales” (el
subrayado es mío). Hay en este pasaje una cierta ambigüedad terminológica que
requiere una precisión. El principio de perseverancia que afecta a todas las
cosas no se halla formulado con el artículo determinado el sino con el
pronombre posesivo su: in suo esse perseverare conatur. La
comprensión del significado implicado aquí remite a la distinción spinozista
central entre tiempo, duración y eternidad (4).
Duración (5) y tiempo conciernen a la existencia no
necesaria –es decir no implicada necesariamente en la esencia sino producida
por otro--, en tanto que el concepto de eternidad concierne a la esencia, tanto
a la que se identifica con la existencia (e.d. la sustancia
infinita) como a las esencias finitas que no implican su existencia en la
medida en que se hallan inmediatamente implicadas en la esencia infinita (6).
De manera que en tanto las existencias finitas son concebidas como duración indefinida,
las esencias de esas existencias son en cierto modo eternas. Spinoza desmantela
así la oposición entre eternidad y finitud, que las filosofías tradicionales
consideraban irreconciliables: hay una eternidad de (en) la finitud, una
inmanencia de la eternidad a la experiencia humana. Como se tratará de
sugerir, esto no tiene únicamente un alcance teórico sino también una
implicancia práctica.
Si la existencia de una cosa finita, indefinida en su
duración, puede ser destruida por la acción de causas exteriores (y sólo puede
ser destruida de ese modo), en cuanto implicada inmediatamente en la esencia
infinita de Dios, su esencia, en cambio, no puede serlo.
El tiempo, por su parte, es considerado como una
representación imaginaria de la duración; en cuanto tal es origen de los
futuros contingentes y de la fortuna, que a su vez engendran el miedo y las supersticiones.
Si en sus primeros escritos (particularmente en los Pensamientos metafísicos)
Spinoza consideraba al tiempo en la misma categoría que el número y la medida,
y como un modo de pensar que permite determinar la duración (7), la Ética
–no sin vaivenes y ambigüedades- desvincula tiempo y duración; opera una
destemporalización de la duratio. Chantal Jaquet (8) ha mostrado que, a diferencia
de su comprensión cartesiana, en su concepción definitiva la duración
spinozista es indivisible y, en cuanto tal, inexplicable por el tiempo.
Perseverancia no es perseverancia en el tiempo sino en la duración, reencuentro
con la duración inexplicable por el tiempo –puesto que en sí misma indefinida e
indivisible.
La razón no enseña nada que vaya contra la naturaleza de
las cosas. Toda existencia tiende a buscar su utilidad propia y a perseverar en
el ser y nadie deja de apetecer su conservación a no ser que se encuentre
determinado a ello por causas externas [Más aún: “Nadie… rechaza los alimentos
o se suicida, por necesidad de su naturaleza, sino coaccionado por causas
externas” (E4p20esc)]. La perfección de una cosa no es equivalente a su
duración.
Estas ideas forman un conjunto paradójico –por ahora
incompleto- con el que quisiéramos interrogar una extrema experiencia humana
que, en el marco de la tragedia revelada por y a la condición judía
contemporánea, Imre Kertész refiere en su relato Kaddisch por el hijo no
nacido.
Allí, Kertész revoca la muy difundida idea del
carácter inexplicable de Auschwitz –donde había pasado su infancia--, para
sostener que el bien, y no el mal, es lo verdaderamente inexplicable. “El mal
siempre tiene explicación racional… igual que una fórmula matemática; se deriva
de algún interés, del afán de lucro, de la pereza, del deseo de poder y del
placer, de la satisfacción de este o aquel instinto, y si no, pues de alguna
locura al fin y al cabo, de la paranoia, de la manía depresiva, de la
piromanía, del sadismo, del asesinato sexual, del masoquismo, de la megalomanía
demiúrgica o de otro tipo, de la necrofilia…” (10). En efecto, afirma el autor,
lo verdaderamente sin explicación no es el mal sino el bien; no los dictadores
sino “las vidas de los santos”, y a continuación relata la siguiente historia:
durante un traslado de enfermos al Lager en vagones de ganado,
repartieron una sola ración de comida para los inciertos días que duraría el
viaje. Las raciones fueron a parar a un hombre (“o, mejor dicho, un esqueleto”)
al que denominaban “señor maestro”. Se produce una confusión, gritos, patadas,
empujones, y el “señor maestro” se pierde de la vista del niño, cuyas
posibilidades de sobrevivencia se disipaban completamente debido a la desaparición
de su ración de comida, que a su vez duplicaba la posibilidad de sobrevivir del
“señor maestro”. Al cabo de unos minutos, sucede que el “señor maestro” se
abría paso buscándolo con angustia para dejarle, con un gesto rápido, su ración
de comida sobre la barriga, y volver corriendo a su sitio, pues ese paso de
vagones podía costarle la muerte. “Y he aquí la pregunta –dice Kertész--: explicadme,
si podéis, por qué lo hizo?”.
Problema que es el centro mismo del relato. ¿Cómo es
que, en la situación extrema de un Lager donde rige “la atrofia casi
patológica de la capacidad de juicio” y la sobrevivencia es lo único que cuenta,
alguien rehúsa posibilidades para su autoconservación? ¿Cómo es posible que
alguien sacrifique sus intereses vitales por un desconocido? Es también el
interrogante central que, desde una perspectiva sociológica, plantea el notable
libro de Zygmunt Bauman, Modernidad y holocausto. Su conclusión es que
la experiencia del holocausto ha puesto en cuestión la comprensión dominante
del hecho moral –que en la tradición sociológica tiene origen en Durkheim-,
según la cual la moral es un producto social, la introyección de imperativos
sociales, un conjunto de principios vinculantes socialmente aceptados, en tanto
que, por inversión, inmoral será todo inobservancia de los valores, reglas y
pautas de comportamiento establecidos por el conjunto social.
A partir del holocausto –afirma Bauman- la práctica
jurídica y la teoría moral debieron incluir la posibilidad de que, bajo
determinadas circunstancias, actuar moralmente es actuar contra los principios
instituidos por consenso social. La práctica sociológica común, que concibe la socialización
como moralizante, humanizante, racionalizante, etc., no atribuye al “otro”, al
“ser con otro”, una relevancia particular; su significado más bien será
disuelto en conceptos como el de “ambiente”, “contexto de la acción”,
“situación del actor”. Buscando hallar el hecho moral fuera del orden
societario, más allá –o más acá- del funcionamiento de las instituciones
sociales, Bauman remite al pensamiento de Emmanuel Levinas, para quien la ética
se instituye como filosofía primera y la responsabilidad moral como la
estructura primaria y fundamental de la subjetividad. La interpelación del otro
atraviesa perpendicularmente la totalidad de los intereses que insertan a los seres
humanos en la estructura social, por lo que “las raíces de la moral se unen muy
por debajo de los órdenes sociales, de la cultura, de las estructuras de
dominio. Cuando los procesos sociales comienzan, la estructura de la moral ya
existe. La moral no es un producto de la sociedad, sino más bien algo que la
sociedad manipula”.
Por lo demás, la experiencia del holocausto ha puesto
de manifiesto –dice Bauman- la facilidad con la que la mayor parte de los
individuos, absteniéndose de gestos irreflexivos o imprudentes, persiguiendo
exclusivamente sus intereses racionales y siguiendo comportamientos dictados
por la autoconservación, queda sumida en la indiferencia moral, cumpliendo de
manera estricta y obediente con el deber impuesto sin interrogar el sentido de
lo que hace. Pero al mismo tiempo, la mayor enseñanza del holocausto –enseñanza
antisociológica si se quiere- es que esto no es de ningún modo inevitable, pues
“no importa cuántas personas hayan elegido el comportamiento moral en
detrimento de la autoconservación. Lo que importa es que alguno lo haya hecho.
El mal no es omnipotente. El testimonio de quienes lo han resistido sacude la
validez de la lógica de la autoconservación; muestra lo que ella es en última
instancia: una elección” (11).
La respuesta de Kertész a este interrogante, de
decisiva importancia, es que en los seres humanos hay “algo”, es decir, “la
resistencia de un concepto inmaterial que desecha incluso los intereses vitales…
una prueba sumamente importante que aducir en el gran metabolismo de los
destinos que es, en el fondo, la vida”. Ese algo inexplicable, sustraído al
todopoderoso principio de autoconservación, hizo que el “señor maestro”
rehusara la posibilidad adicional de supervivencia –el “misterio de la
supervivencia”, como la llama Kertész (12)- que el azar le había deparado.
[Creo que eso mismo es lo que Vasili Grossman nombra –en ese libro
extraordinario que es Vida y destino- con la expresión “pequeña bondad”,
una “bondad sin ideas” de hombres comunes; bondad carente de discurso y de
sentido, analfabeta, irreductible a cualquier idea religiosa o política de
Bien, cuyo secreto –cuya potencia- no es otro que su impotencia].
Aventurarse en las más oscuras regiones de la
condición humana con la lumbre spinozista redunda siempre en una inesperada
inteligencia de las cosas, en el sereno hallazgo de la razón que jamás se aparta
de un realismo estricto a la vez que adopta por principio nunca maldecir los
asuntos humanos ni burlarse de ellos. Pero no es esto lo que quisiéramos hacer
ahora, sino más bien interrogar esa enigmática ruptura con los intereses de la
conservación puramente biológica, de la que –según testimonian Grossman,
Kertész, Bauman y otros-- somos capaces los seres humanos.
En primer término, hay un pasaje protokantiano de
Spinoza a tener en cuenta, en el que el argumento se presenta como
estrictamente lógico; es el siguiente: “Si ahora se pregunta, en el supuesto de
que un hombre, mediante la perfidia, pudiera librarse de un inminente peligro
de muerte, ¿acaso la regla de la conservación de su ser no le aconsejaría, sin
duda alguna, que fuese pérfido? Se responderá de la misma manera: que, si la
razón aconsejase eso, lo aconsejaría a todos los hombres; y, de esta suerte, la
razón aconsejaría absolutamente a los hombres no contraer más que pactos dolosos
en orden a unir sus fuerzas y contar con leyes comunes, lo cual es absurdo” (E4p71esc).
La razón enseña el carácter autocontradictorio de la máxima que postularía la
perfidia como recurso válido para la “regla de conservación”, a la vez que
impide hacer una excepción de sí mismo. Sin embargo, no es esta la vía que nos
permite acceder a la comprensión que buscamos, cuyo objeto no es sino esa
extraña condición del conatus cuando subordina su mera conservación a
otra cosa que excede su individualidad biológica, no coaccionado por causas
exteriores, ni por deber (no es un Spinoza kantiano el que queremos presentar
aquí –ni, menos aún, levinasiano), sino por una complejidad y una especie de
paradoja que afectan la vis existendi.
El motivo de la supervivencia, la continuidad, la
autopreservación –que por lo demás está en el centro de la experiencia
histórica del pueblo judío-, adopta en la filosofía de Spinoza el carácter de
un principio ontológico. Toda cosa quiere perseverar. Afirmación de la
existencia en el occursus, que se halla siempre investida de una
“estrategia” –término explicitado en todas sus dimensiones por el libro de
Laurent Bove (13). Ese principio, desde luego, adjudica a causas exteriores la
muerte por mano propia (14) y, en lo que al hambre se refiere, nadie –dice
Spinoza- rechaza los alimentos por necesidad de su naturaleza, sino coaccionado
por causas externas (E4p20esc) (15).
El “señor maestro” –designación que permite presumir
no se trata de un ignorante, aunque seguramente tampoco un filósofo spinozista-
evocado por el relato de Kertész, pudiendo no hacerlo, entrega a un desconocido
el alimento que multiplicaría sus escasas posibilidades de sobrevivir. También
aquí, podemos pensar, es posible que lo haya hecho motivado por pasiones
tristes como el remordimiento, el miedo a la culpa, o bien por causas
exteriores que ignora. O también por simple obediencia a mandamientos que sumen
su acto en una pura heteronomía, y lo vuelven pasivo y carente de interés
filosófico.
No obstante, este aparente conflicto que una situación
límite plantea entre las dos dimensiones de la Fortitudo que son la
“firmeza” y la “generosidad” encuentra también una resolución que no recurre al
martirio ni al sacrificio; no obtiene su explicación por el credo mínimo de la vera
religio que prescribe el amor del prójimo, tampoco por el deber de obedecer
una Ley. En otros términos, no se trata de una coacción, de una pasividad, de
una heteronomía o de una determinación del hombre sensible por el hombre
inteligible, sino de una acción.
Ante todo, el conatus no es una identidad
cerrada ni se halla definido por una clausura, sino siempre una complejidad
cruzada de tensiones; en otros términos, el conatus es el lugar del otro
–la exterioridad y la alteridad son intrínsecas a su naturaleza. Y a la
inversa, todo individuo está continuamente inscripto en una composición mayor.
Por ello, una investigación de “las raíces psíquicas y sociales” de la
generosidad involucraría, en el caso de Spinoza, una dimensión política y una
dimensión ética [en sentido spinozista del término] implicadas en la ontología
misma.
El cuerpo humano es un individuo compuesto de otros
individuos compuestos, pero a la vez su definición no se reduce a la
intra-corporalidad sino que depende de su relación con otros cuerpos con los
que compone individuos más complejos, conforme procesos que no son independientes
ni están separados de cada individuo singular sino que intervienen en su
constitución como tales. En cuanto “efectos” o “momentos de un proceso de
individuación”, los individuos forman siempre parte de individualidades
mayores, para cuya designación Balibar ha propuesto el concepto de
“transindividual” (16). Un tren de desgraciados al borde de la muerte es
también un individuo compuesto, y es posible aprehender allí una dimensión
política –una “afirmación” y una “resistencia” colectivas-, que motiva las
acciones de quienes forman parte de él. La simple solidaridad entre quienes
comparten la misma condición en un caso límite como el invocado por Kertész
podría presentar la explicación más inmediata de que alguien se arriesgue en
favor del conjunto y sea capaz de subordinar el hambre a una más extensa
lucidez de la situación.
¿Puede llamarse a “eso” (designado de este modo, con
la simple forma de pronombre demostrativo, por el propio Kertész), puede
llamarse a “eso” amor intelectual? En primer lugar sería necesario explorar
esta expresión –sin duda una de las más misteriosas del spinozismo-,
considerándola de manera más extensa que su definición como género de conocimiento.
Haciendo uso de la misma libertad que Althusser cuando sugiere que el primer
género de conocimiento no es sólo eso sino sobre todo el mundo mismo en tanto
imaginario inmediatamente dado, podríamos ensayar una comprensión del tercer
género que no lo reduce a ser una forma de conocimiento –cosa que es evidentemente-,
e interrogarnos por la posibilidad de una revelación y una experiencia de la
eternidad (lo irreductible mismo a ese cúmulo de imágenes en el tiempo que
llamamos “mundo”) surgida de otro modo. En esta perspectiva, el acento estaría
puesto más sobre el sustantivo que sobre el adjetivo, pero sería radicalmente
transformado por él. En efecto, no es amor pasional el que puede motivar una suspensión
del propio interés vital a favor de un desconocido, ni alguna variedad de lo
que los filósofos del siglo XVIII llamaban “simpatía”. Tampoco un simple
razonamiento, ni un cálculo, ni principios adquiridos que rigen la vida normal
pero se desvanecen en la situación extrema donde sólo impera el mandato de
sobrevivir.
Como resulta claro para el lector de su quinta parte,
el acceso a la scientia intuitiva (expresión que únicamente aparece en E2p40esc2)
se produce según la Ética por vía filosófica, aunque no implica un
abandono de la imaginación ni de la razón, sino más bien una integración de
estos dos primeros géneros en una perspectiva más extensa e intensa, que no
concierne solamente al conocimiento sino también a la vida práctica. Paolo
Cristofolini (17) ha sugerido que la política es el objeto propio de la ciencia
intuitiva, en la medida en que se presenta como instrumento de comprensión de
las transiciones que el hombre es capaz de producir en sí mismo en tanto
naturaleza abierta y determinada –en efecto, no sabemos lo que puede un cuerpo
colectivo--, y en tanto ser pensante, cuerpo que tiene ideas --homo cogitat.
La teoría del derecho natural no implica que los seres
humanos estén condenados a las pasiones en sus formas más elementales –que el
estricto realismo de Spinoza toma como ineluctable punto de partida. Por ello
es que el mundo político, la sociabilidad humana en tanto ámbito de pasiones, afectos
y acciones regido por las utilitates no es adecuada ni suficientemente
aprehendido por el conocimiento universal de segundo género, sino que requiere
una comprensión de su singularidad, que no es exclusivamente teórica. Esto no
hace de la sociedad humana un imperium in imperio pero toma en cuenta su
radical indeterminación desde el punto de vista del conatus colectivo;
en otros términos: la ontología de la necesidad no es traducible en
determinismo político ni en fatalismo histórico.
En ese sentido, Cristofolini propone que el Tractatus
politicus –cuyo propósito luego de haber escrito la Ética de otro
modo sería inexplicable-- debe entenderse como una explicación de la ciencia intuitiva
(18). Pero la “ciencia nueva” que sería apropiada para comprender la
experiencia humana en común, en cuanto singularidad en cada caso, no es sólo
una ciencia política sino una política a secas. Igual vale decir ciencia intuitiva
que práctica intuitiva. Se trataría de un pensamiento que es acción –o a la
inversa, la acción y la política misma como pensamiento- inmanente a los dramas
singulares de la historia. Más aún, se trataría de una “ciencia” cargada de una
afectividad propia, que designan los conceptos de acquiescentia,
generositas, amor. En la medida en que “remiten al alma en cuanto
entiende”, se trata de afectos intelectuales –no equiparables a pasiones
tristes como la misericordia o la conmiseración--, y por consiguiente no son
ajenos a la ciencia intuitiva. Así concebida –como derrumbe de la polaridad
egoísmo / altruismo--, la generosidad (en realidad deberíamos hablar de
firmeza-generosidad como de un único afecto) no se comprende como una acción
para o por otros sino como una acción con otros –donde lo central es el
conjuntivo, en cuando expresa “el deseo… de unirse a ellos [los demás hombres]
por amistad” (E4p37esc1). Lo que hay en juego no es tanto un tránsito de las
pasiones a una razón instrumental regulada por una ciencia especulativa como
una transición de las pasiones a afectos activos que dotan la experiencia
política de una intensidad no divorciada de la razón –una razón no moralista,
e.d. que no “vitupera” la naturaleza humana que realmente existe. El propósito
último de la vida común no ha de ser negativamente comprendido como una
organización orientada a satisfacer las necesidades que impone el carácter
finito de la condición humana, sino como desalienación de todo sentido trascendente,
reapropiación de la potencia por vía colectiva, producción de transiciones
hacia afectos activos que dotan a las vidas de su calidad más alta.
No obstante, el asunto que quisiéramos interrogar es
el siguiente: ¿es posible concebir un acceso a ese amor intelectual por vía
exclusivamente práctica, una vía que prescinda del segundo género de conocimiento,
y de la misma filosofía? ¿Hay un amor intelectual de sentido puramente
práctico, un amor intelectual de los simples –incluso bajo situaciones adversas
e inmensamente tristes como una guerra, una opresión social o una persecución
política? ¿Hay una eternidad por la práctica? No creo que la Ética permita
aprehender de manera inmediata un concepto semejante, pero tal vez podamos
tomarlo prestado de allí para designar con él una experiencia humana extrema
como la antes evocada, y luego tornar a la Ética para interrogarla con
su propio concepto, su mayor concepto, enriquecido por el mundo. “El esfuerzo o
el deseo de conocer las cosas según el tercer género de conocimiento, no puede
surgir del primer género pero sí del segundo (non potest ex primo, at quidem
ex secundo cognitionis genere)” (E5p28). Es claro, el tercer género puede
surgir del segundo. Ahora bien, ¿puede, también, surgir de otra
forma –que no sea el conocimiento?
En primer lugar, resulta necesario distinguir el amor
intellectualis Dei de lo que, en la proposición 15 de E V Spinoza llama amor
erga Deum –donde Dios, considerado como naturaleza o conjunto infinito de
causas, es el origen de un afecto activo que acompaña al segundo género y, por consiguiente,
presupone la razón. El conocimiento de Dios, dice Spinoza, es “común a todos
los hombres (ommibus hominibus commune est), y puede ser poseído
igualmente por todos los hombres en cuanto que son de la misma naturaleza” (E4p36dem).
“Común” no significa aquí que existe de hecho actualmente en todos los seres
humanos; más bien significa que no es privado ni excluyente, es decir que, por
el contrario, se incrementa “mientras más hombres imaginamos (imaginamur)
que están unidos con Dios por el mismo vínculo de amor”, incluso es la afección
más común. La conquista de afectos comunes y afecciones comunes, al igual que
la formación de nociones comunes, tiene un efecto práctico y una implicancia
política. El poder de la Mens sobre las pasiones no requiere de la
“ciencia intuitiva” sino sólo de un conocimiento adecuado que permite formar
una idea clara y distinta de los afectos, a la vez que ordenarlos y
concatenarlos entre sí (E5p20esc). En otros términos, “para determinar lo que
la razón dicta como útil –escribe Spinoza- no hemos tenido para nada en cuenta
la eternidad del alma” (E5p41dem).
La Mens se vuelve apta para conocer según el
tercer género (es decir, apta para pasar del conocimiento adecuado y universal
de los atributos de Dios al conocimiento adecuado de las cosas singulares(19))
sólo en la medida en que concibe la esencia del cuerpo bajo la perspectiva de
la eternidad; y sólo así experimenta que su ser no puede definirse por el
tiempo ni explicarse enteramente por la duración. Pero Spinoza no presenta esa
revelación de algo que no está bajo la forma del tiempo como si se tratara de
una intelección individual, sino como una experiencia y un sentimiento
expresados en plural: “sentimos y experimentamos que somos eternos (sentimos,
experimurque, nos aeternos esse)” (E5p23esc). La experiencia de la
eternidad involucra la pluralidad humana.
Si el spinozismo como ética de la alegría y la
felicidad en la lucidez y la acción tiene sentido, lo tiene con los ojos bien abiertos
frente a la realidad de un mundo sumido en la destrucción y el sometimiento de
seres humanos, en deportaciones y en desapariciones de personas y culturas, en
el desprecio de los otros; contra toda ideología de la alegría, tiene sentido
en cuanto conciencia del inimaginable dolor. Es precisamente allí donde el amor
intelectual –en la acepción que buscamos conferirle, en la dimensión que
procuramos encontrar en él-- tiene su origen paradójico. Paradójico, pues la
alegría más alta y constante a la que son capaces de acceder el pensamiento y
la acción –y que puede por ello mismo ser llamada beatitudo--, hunde sus raíces, por así
decirlo, en la devastación. No se trata, desde luego, de una alegría perversa
por la devastación; ni, mucho menos, de una evocación impotente del sufrimiento
y la tristeza. Nadie como Spinoza ha sido capaz de denunciar de manera tan
aguda la morbosidad en cualquiera de sus formas: intelectual, política o teológica.
Amor erga Deum; amor Dei intellectualis no como indiferencia por “lo que
el hombre le hace al hombre” ni a pesar del sufrimiento humano sino
precisamente debido a ello, en medio de ello. Es allí que la filosofía
mantiene su afirmación –no una promesa-: somos in Deo, lo que quiere
decir que somos eternos. El conocimiento del tercer género no produce la
eternidad misma, sino una experiencia de esa eternidad inmanente a la vida
humana –como la producen asimismo el arte y la política.
El spinozismo tiene sentido como filosofía de los
humildes, como instrumento de su liberación política y también, sobre todo,
como confianza en su liberación espiritual –quizás es esto lo que nombra la
expresión communisme des esprits, que Matheron emplea en la última
página de su libro (20), o el “comunismo de las singularidades” del que hablaba
Sartre hacia el final de su vida.
La liberación del miedo a la muerte que la ciencia
intuitiva implica por añadidura, permite a los seres humanos acceder a una
comprensión de sí mismos y de sus acciones que no puede reducirse al solo esfuerzo
de conservarse, a cualquier precio, en la duración. “Nuestra salvación o
felicidad, o sea nuestra libertad” se obtiene –dice Spinoza-- en la experiencia
de esa forma amante de conocimiento, inconvertible al racionalismo, que
misteriosamente se vuelve equivalente a un “amor de Dios hacia los hombres”.
También aquí, el sive –la “operación del sive”, sobre la que ha
llamado la atención André Tosel- desencadena toda su potencia: amor erga
Deum, sive amor Dei erga homines (E5p36esc). Esta equivalencia ha sido
vista como una dimensión práctica que aloja la ciencia intuitiva. A la que
podríamos llamar “práctica intuitiva”.
A falta de una respuesta mejor, Kertész había invocado
la palabra “algo” (“algo en los seres humanos”), ante a la pregunta que indaga
el comportamiento de quien renuncia a su interés mayor, que es el de su
conservación, a favor de un desconocido (y que desborda lo que admite ser
designado con la palabra “generosidad”). Spinoza, a su vez, escribe: “como, de
todas maneras, eso que se concibe con una cierta necesidad eterna por medio de
la esencia misma de Dios es algo (aliquid), ese algo que pertenece a la
esencia del alma, será necesariamente eterno” (E5p23dem)
Tal vez en ese pronombre indefinido al que se recurre
para aludir a una cosa que no se quiere o no se puede nombrar, tal vez allí, en
lo más neutro, el filósofo y los simples encuentran su lugar común, la
eternidad.
Notas
1.
Esta comprensión del conatus como generalización metafísica del
principio de inercia es afirmada por Victor Delbos en su curso de 1912-1913 en
la Sorbona (Le spinozisme, París, 1950, pp.117-119).
2.
“Puesto que la razón no pide nada contra la naturaleza, pide, pues, que cada
uno se ame a sí mismo, que busque su propia utilidad –la que es verdaderamente
tal-- y apetezca todo aquello que conduce realmente al hombre a una mayor perfección,
y, en general, que cada uno se esfuerce, en cuando de él depende, en conservar
su ser. Lo cual es sin duda tan necesariamente verdadero como que el todo es
mayor que su parte. Además, dado que la virtud no es otra cosa que actuar según
las leyes de la propia naturaleza y que nadie se esfuerza en conservar su ser
sino en la virtud de las leyes de su naturaleza, se sigue 1º) que el fundamento
de la virtud consiste en que el hombre pueda conservar su propio ser; 2º) se
sigue que la virtud debe ser apetecida por sí misma, y que no existe nada que
sea más digno o que nos sea más útil que ella, por lo que ella debiera ser
apetecida; 3º) se sigue, en fin, que los que se suicidan son de ánimo impotente
y han sido totalmente vencidos por causas exteriores, que repugnan a su
naturaleza” (E4p18esc).
3.
Continuando en otro orden este mismo argumento, el Tratado político precisará
una teoría de la paz que se halla en las antípodas de cualquier biopolítica; allí,
escribe Spinoza: “Cuando decimos pues que el mejor Estado es aquel en el que los
hombres llevan una vida pacífica, entiendo por vida humana aquella que se
define, no por la sola circulación de la sangre y otras funciones comunes a
todos los animales, sino, por encima de todo, por al razón, verdadera virtud y
vida del alma” (TP, cap. V, § 5).
4.
Para esta distinción, cfr. el estudio de Erica Marie Itokazu, Tempo, duracão
e eternidade na filosofia de Espinoza, Universidade de São Paulo, 2008
(inédito), del que nos hemos servido para las consideraciones que siguen.
5.
“Duración es la continuación indefinida de la existencia. Explicación:
Digo ‘indefinida’ porque no puede ser limitada en modo alguno por la naturaleza
misma de la cosa existente, ni tampoco por la causa eficiente, la cual, en
efecto, da necesariamente existencia a la cosa, pero no se la quita” (E2def5).
6.
“Por eternidad entiendo la existencia misma, en cuanto se concibe que se sigue
necesariamente de la sola definición de una cosa eterna. Explicación: Pues
tal existencia se concibe como una verdad eterna, lo mismo que la esencia de la
cosa; y, por tanto, no se puede explicar por la duración o el tiempo, aunque se
conciba que la duración carece de principio y de fin” (E1def8). “…la eternidad
es la esencia misma de Dios en cuanto implica la existencia necesaria” (E5p30dem).
7.
La única definición del tiempo que dá Spinoza es la que consta en PM, I, IV:
“El tiempo no es, pues, una afección de las cosas sino un simple modo de
pensar, o, como dijimos, un ente de razón; en efecto, es el modo de pensar que
sirve para explicar la duración” (Pensameintos metafísicos, versión de
Atilano Domínguez, Alianza, Madrid, 1988, p.243). También PM, II, X: “En
efecto, el tiempo es la medida de la duración o, mejor dicho, no es nada más
que un modo de pensar” (íbid., p.271).
8.
Jaquet, Chantal, Sub specie aeternitatis. Étude des concepts de temps, durée
et eternité chez Spinoza, Kimée, Paris, 1997 (cit. por Erica M. Itokazu, op.
cit.).
9.
Imre Kertész, Kaddish por el hijo no nacido, versión de Adan Kovacsics,
El Acantilado, Barcelona, 2001.
10.
Ídem, p.53.
11.
Zygmunt Bauman, Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, 1997, p. 282.
12.
“En esos años conocí mi existencia, de un lado como hecho y de otro como forma
de vida espiritual o, para ser preciso, como forma de vida de la
supervivencia que no sobrevive, que no quiere ni puede, probablemente,
sobrevivir a una determinada supervivencia que, no obstante, exige lo suyo, que
exige, concretamente, ser moldeado como un objeto redondo y duro cual
cristal, con el fin de mantenerse, no importa para qué, no importa para
quién, para todos y para nadie…; como forma de vida de la supervivencia
que, sin embargo, eliminaré y liquidaré en cuanto hecho, en cuando mero hecho
de la supervivencia, incluso –y sólo entonces ocurrirá de veras- aunque ese
hecho sea casualmente yo” (op. cit., p. 146).
13.
La stratégie du conatus. Affirmation et résistence chez Spinoza, Vrin,
Paris, 1996.
14.
Cfr. Diana Cohen, El suicidio: deseo imposible, Ediciones del Signo,
Buenos Aires, 2003.
15.
Este sería pues el caso del artista kafkiano que se abstiene de comer y exhibe
su delgadez, si sólo lo hiciera por honor, por dinero o simplemente para
brindar un espectáculo. Sin embargo, la desconcertante confesión final del
ayunador revela su motivación profunda: “no pude encontrar ninguna comida que
me gustara”, dice, antes de morir. Acaso sea también este el secreto de la
inapetencia de Bartleby, ese otro gran artista del hambre. Ambos se sustraen misteriosamente
de la autoconservación, a favor, tal vez, de una afirmación distinta
–aunque siempre sea posible pensar (la cuestión es en el fondo indecidible) que
lo hacen coaccionados por una causalidad exterior que permanece inconsciente.
16.
Balibar, Étienne, “Individualité et transindividualité chez Spinoza”, en P. F.
Moreau (ed.), Architectures de la raison, Fontenay-aux-Roses, ENS Ed.,
1986.
17.
Cfr. Cristofolini, Paolo, La scienza intuitiva di Spinoza, Morano,
Firenze, 1987, pp. 185 y ss.
18.
Íbid., p. 189.
19.
En un pasaje de su curso de 1980-1981 en la Universidad de Vincennes, Deleuze
propone la natación más bien que las matemáticas como modelo del segundo género
de conocimiento –que por tanto no debe ser considerado como una forma abstracta
de conocimiento sino como un savoir faire. Saber nadar es haber
“conquistado un elemento” que permite componer mi cuerpo con el agua; un saber
de la regla de composición entre dos relaciones, o más bien un arte, que no
podría nunca obtenerse por el conocimiento físico-químico del agua (Deleuze,
Gilles, En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008, pp. 425-428).
Ahora bien, Deleuze no proporciona un ejemplo tan concreto del tercer género de
conocimiento –no tendría ya que ver con la composición entre dos o más
relaciones, sino con la esencia de un ser singular-, que podría encontrarse en
la política y el arte, actividades definidas por su potencia productiva más que
por la adecuación o correspondencia pasiva a un estado de cosas dado.
20. Individu
et communauté chez Spinoza, op. cit.,
p.613.
Diego
Tatián, “Aliquid. Conjetura sobre una eternidad por la práctica”, en
Diego Tatián (comp.), Spinoza. Quinto Coloquio, Brujas, Córdoba, 2009,
pp. 353-370.
3 comentarios:
El artículo me parece muy interesante.
Solo quería añadir otra pregunta :
¿ se equivoca Freud cuando habla de la pulsión de muerte cuando afirma que todo lo vivo tiende a la nada, es decir a su desaparición ( principio del nirvana ?
Saludos
Luis
Hola Luis,
No sé si Freud se equivoca, quizá lo interesante sería señalar el contraste, mientras Freud ve en la condición humana una tendencia originaria a la destrucción o la muerte --'Lo viviente muere por fundamentos internos... la meta de toda vida es la muerte'--, Spinoza sostiene que la muerte es externa o extrínseca --'Ninguna cosa puede ser destruida sino por una causa externa'. La apuesta de Spinoza es pues: 'El [conatus] es la esencia misma del hombre, esto es, el esfuerzo con que el hombre se esfuerza por perserverar en su ser'. Saludos.
Hola Alfredo,
estoy de acuerdo, lo importante es el contraste, que da que pensar. Personalmente pienso que Freud se equivoca en su especulación sobre la pulsión de muerte como tendencia a la despararición. Schopenahauer, cursisoamente, ve las dos tendencias pero su pesimismo le lleva a ainterpretar de manera negativa la pulsión de vida y la pulsión de muerte.
La pulsión de muerte cmo tendencia destructiva puede entenderse, sin esta especulación final, como el odio de Spinoza, odio a sí mismo u odio al otro por ser la causa de la trsiteza. Sería una posibilidad a trabajar.
Un abrazo
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