Juan Domingo Sánchez Estop
La
contraposición entre Kant y Spinoza en lo que al pensamiento político se
refiere debe situarse en una marco histórico más amplio, pues cada uno de ellos
representa una de las dos grandes líneas de la filosofía política moderna. Kant
es la culminación de una línea mayoritaria iniciada por Hobbes en la que la
preocupación fundamental es la legitimidad del poder y el propio poder se
presenta bajo la figura de la transcendencia. En esta línea dominante se
inscriben Locke, Rousseau, Hegel e incluso el positivismo jurídico kelseniano.
En la segunda línea en la que se inscribe Spinoza, la preocupación fundamental
no es la legitimidad del poder sino la libertad entendida como potencia, como
capacidad de obrar efectiva del individuo singular y colectivo, denegando toda
trascendencia al poder. En esta línea destacan los nombres de Maquiavelo y de
Marx. Frente a la línea que somete toda libertad a la obediencia legítima,
discurre la línea subterránea de la libertad constituyente.
No es
posible hoy desarrollar esta contraposición, ni siquiera en lo que se refiere a
Kant y a Spinoza. Nos ceñiremos por ello al enunciado que hemos propuesto: «más
allá de la virtud y del terror». Antes de nada, es necesario explicarlo. Virtud
y terror son los dos momentos de toda política republicana
según Robespierre. Citemos el texto en que el dirigente y tribuno
revolucionario mejor define esta polaridad: «Si el resorte del gobierno
popular en la paz es la virtud, el resorte del gobierno popular en revolución
es a la vez la virtud y el terror: la virtud, sin la cual el terror es funesto;
el terror, sin el cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la
justicia pronta, severa, inflexible; es por consiguinte una emanación de la
virtud: es menos un principio particular que una consecuencia del principio
general de la democracia aplicado a la más urgente necesidad de la patria.»
(Sur les principes de morale politique, 18 pluviôse, an II, in
Robespierre, Pour le bonheur et la
liberté, La fabrique éditions, Paris 2000, p. 296) Robespierre expresa aquí
una paradoja que supera el marco de la coyuntura revolucionaria y arroja luz
sobre una de las antinomias fundamentales de la teoría moderna del Estado, pues
para establecer la paz basada en la virtud y en la libertad es necesario pasar
por la violencia y el despotismo. Retomando las palabras de Robespierre: «El
gobierno de la revolución es el despotismo de la libertad contra la tiranía.»
Cabe preguntarse a partir de las palabras de Robespierre por las condiciones
reales del marco aparentemente tranquilo de la política burguesa: ¿Acaso la
libertad burguesa no supone necesariamente un despotismo? ¿No es acaso la
libertad de los modernos -la libertad reducida a libertad contractual y
mercantil- una forma particular y tal vez aguda de despotismo?
Virtud y
terror son los dos polos principales entre los que se mueve la política del
Estado moderno en cuanto son emblemas de su doble fundamento en el derecho
y en la soberanía. Robespierre es perfectamente consciente de ello,
pero ese momento de lucidez no durará. Todo el empeño del normativismo moderno
se ha centrado, a partir de Kant, en intentar conciliar estos dos elementos en
un constructo denominado Estado de derecho, esto es en
evacuar los aspectos no jurídicos de la soberanía procurando subsumirla
plenamente en el derecho. Subsumir el ser efectivo, lo que denomina Maquiavelo
«la verità effettuale» en el deber ser, subsumir la violencia en el
derecho haciendo de ella un tautológico monopolio de la violencia legítima. En
último término, eliminar toda violencia en un orden regido por el consenso en
torno al mercado y a la política repreentativa electoral-parlamentaria. Esta
empresa sólo logra su objetivo con un coste importante en términos de
coherencia racional y de libertad política e incluso, paradójicamente, de
reducción de la violencia, como ha mostrado brillantemente Carl Schmitt a lo
largo de su obra, pues la violencia desplegada en nombre de la paz, de la
humanidad y de la virtud contra sus presuntos enemigos.carece de límites y no
sólo como pretende Carl Schmitt en las relaciones entre Estados, sino ya dentro
de la constitución de cada Estado como un todo social coherente e internamente
pacificado. Esto se condensa en dos fórmulas de Carl Schmitt: «Humanität,
Bestialität» y «Quien dice humanidad quiere engañar» que el jurista italiano
Danilo Zolo ha comentado abundantemente en sus trabajos. Por mucho que se
pretenda reducir el poder soberano a derecho, siempre queda un residuo, un
espacio de la excepción: un resto no jurídico, pero esencial, pues en él tiene
su fundamento el propio derecho. Intentar ignorarlo sólo contribuye a que la
excepción soberana reaparezca en formas aberrantes como el imperialismo, el
terrorismo o, postmodernamente, la guerra de exterminio contra los enemigos de la
paz y del derecho. Intentaremos explorar brevemente el modo intermitente en que
la violencia se oculta y reaparece en la obra política de Kant.
I. Del
derecho a las revoluciones celestes
La obra de
Kant suele colocarse del lado del normativismo, esto es, del programa de
subsunción de la política bajo el ordenamiento jurídico que hace de la
expresión «Estado de derecho» una redundancia. Pocos filósofos han puesto tan
claramente su obra bajo el signo del derecho como Kant para quien el Quid
juris es la clave de una
filosofía transcendental, para la cual los derechos de la razón en su uso
teórico deben compatiblizarse con los derechos que corresponden al uso práctico
de la razón. Lo que corresponde a la naturaleza debe hacerse compatible con la
posibilidad de la libertad y la moralidad. Y si la interrogación inicial de
Kant se plantea en clave jurídica, la coherencia de su propio sistema sólo será
a su vez posible merced al derecho, en el cual llegan a una síntesis posible
naturaleza y libertad, fuerza mecánica y moral.
El derecho,
el avance hacia un orden jurídico es el sentido mismo de la historia humana. En
el derecho, más claramente que en ninguna otra esfera, vemos cómo la libertad
puede ser una causa natural, cómo puede darse una causalidad por libertad sin
conflicto con la necesidad mecánica de la naturaleza. El derecho es a la vez
hecho histórico y politico (esto es natural), y norma fundada en la libertad.
De ahí que su principio se inspire directamente del imperativo categórico,
adaptado a la circunstancia exterior que constituye la existencia de otras
libertades. El principio general del derecho será, por consiguiente: «Es
justa toda acción que por sí o por su máxima, no es un obstáculo a la
conformidad de la libertd del arbitrio de todos con la libertad de cada uno
según leyes universales.» (Doctrina del derecho, Introducción C). La
diferencia entre moral y derecho estriba, en el motivo de la obediencia a la
ley: «La ciencia del derecho y de la moral difieren pues mucho menos por la
diferencia misma de los deberes que les son propios, que por la diversidad del
motivo que una y otra legislación consignan en la ley. La legislación moral es
la que no puede ser externa, aun cuando los deberes pudieran serlo siempre. La
legislación jurídica es la que puede ser externa también.» (Introducción
a la Metafísica de las costumbres, III).
En la Idea
de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita, texto de
1785, Kant verá el avance hacia el orden jurídico como un progreso arduo, lento
e indirecto dependiente del desarrollo de las disposiciones a la moralidad
existentes en el hombre. Estas dispoiciones no se afirman, sin embargo, de
manera simple y directa, sino que tienen que abrirse paso frente a los
obstáculos que junto a estas disposiciones ha establecido la propia naturaleza.
Kant afirmará a este respecto, refiriéndose a un tema ya abordado por San
Agustín y por Lutero que: «En una madera tan curva como aquella de la que el
hombre está hecho, no puede tallarse nada completamente derecho». Por ello
son necesarios medios indirectos, un ardid de la naturaleza, para que el hombre
pueda cumplir su destino de ser racional. La labor de instauración de un orden
jurídico, en términos de Kant, de «una sociedad en la que la libertad, bajo
leyes exteriores, se encontrará vinculada en el mayor grado posible a una
potencia irresistible, es decir una constitución civil perfectamente justa» es
lenta y tal vez incluso irrealizable en su plenitud. Por ello «la naturaleza
sólo nos impone que nos aproximemos a esa idea». La dificultad de alcanzar
el orden jurídico deriva de la dificultad intrínseca de cada una de las tres
condiciones que establece Kant para su logro: «1) conceptos exactos sobre la
naturaleza de una constitución posible, 2) una gran experiencia, fruto de
numerosos viajes a través del mundo, y sobre todo, 3) una buena voluntad
dispuesta a aceptar esta constitución». Así concluye Kant que «estos tres elementos son tales que
sólo con mucha dificultad podrán verse algún día reunidos, y, si ello ocurre,
sólo sucederá muy tardíamente, después de numerosos ensayos inútiles.» De
momento sólo cabe pensar en la posibilidad racional de que se realice ese fin,
posibilidad que Kant compara con las previsiones que pueden hacer los
astrónomos en relación con el movimiento de los cuerpos celestes a partir de
las observaciones ya realizadas. La única revolución que Kant concibe en el
terreno moral y político es la lenta e hipotética revolución de los cuerpos celestes.
«Digo que
la experiencia nos revela poca cosa pues esta revolución parece requerir un
tiempo tan largo para llegar a su término que no se puede, a partir del pequeño
trecho que ya ha recorrido la humanidad con esta intención, determinar con
certeza la forma de su trayectoria y la relación de su parte con el todo, del
mismo modo que no se puede determinar con certeza, a partir de las
observaciones del cielo realizadas hasta ahora el curso que nuestro sol, junto
a su regimiento de satélites sigue en el grans sistema de las estrellas fijas,
por mucho que, a partir del fundamento universal de la constitución sistemática
del edificio y de lo poco que se ha observado de él, podamos inferir, de forma
bastante segura, la realidad de esa revolución». (IH, Octava proposición)
II. La
revolución francesa como acelerador catastrófico
1. La
república de los demonios
La
perspectiva de Kant en 1785 es la de una moderada esperanza racional, que
invita a la paciencia y a la espera de una revolución cuyo tiempo es el de la
física astral. No tardará, sin embargo en operarse un cambio en el sentido del
término «revolución» que pasará de la astronomía como metáfora moral a la idea
de una transformación política radical y brusca. Todo cambiará, pues, con la
Revolución francesa, sobre todo cuando esta atraviese su fase más radical con
el gobierno revolucionario jacobino. En este momento la política irrumpe como
inesperado acelerador de un proceso histórico que, de otro modo, habría tenido
que confiar exclusivamente en el lento despliegue de las disposiciones
racionales del hombre bajo el impulso de la naturaleza. La política
revolucionaria como acontecimiento desmesurado que hace pensar en lo
incondicionado de la libertad permitirá establecer un orden jurídico sin necesidad de
desarrollar los gérmenes de moralidad del hombre. Como se afirma en La
Paz Perpetua (1795) incluso
una sociedad de demonios debería adoptar una constitución republicana siempre
que esos demonios sean racionales. «El problema del establecimiento del
Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, por muy fuerte que
suene (siempre que tengan entendimiento), y el problema se formula así:
«ordenar una muchedumbre de seres racionales que, para su conservación, exigen
conjuntamente leyes universales, aun cuando cada uno tienda en su interior a
eludir la ley, y establecer su constitución de modo tal que, aunque sus
sentimientos particulares sean opuestos, los contengan mutuamente de manera que
el resultado de su conducta pública sea el mismo que si no tuvieran tales malas
inclinaciones». Un problema así debe tener solución. Pues no se trata del perfeccionamiento moral del
hombre sino del mecanismo de la naturaleza; el problema consiste en
saber cómo puede utilizarse este mecanismo en el hombre para ordenar la
oposición de sus instintos no pacíficos dentro de un pueblo de tal manera que
se obliguen mutuamente a someterse a leyes coactivas, generando así la
situación de paz en la que las leyes tienen vigor.» (La Paz Perpetua,
Suplemento primero, Truyol/Abellán, pp. 38-39).
La
posibilidad de una república racional de los demonios fundada en el derecho es
algo que sólo puede resultar pensable tras la entrada en escena de una
política diferenciada de la moral. En ese nuevo contexto, las condiciones
del vigor efectivo de las leyes se distinguen de las de su legitimidad:
la hipótesis de los demonios tiene por finalidad descartar toda
obediencia a la ley por respeto a su principio moral, mostrando así el
funcionamiento de la política en su autonomía. Es una hipótesis límite, que,
como la del Genio Maligno de Descartes, pretende despejar el terreno para una
nueva fundación, en este caso, la de la política como sistema natural acorde
con la libertad. Esto no quiere decir que la política y el derecho no sean
acordes con la libertad y la moralidad, sino que, incluso en ausencia de
moralidad, sería pensable un sistema que produjera por medios naturales efectos
que pudieran imputarse a una causalidad moral y racional en el orden
fenoménico.
2. La
república jacobina
La
revolución no es obra de los demonios, sino de los «moralistas despóticos» con
los que el Kant de la Paz Perpetua identifica probablemente a los jacobinos.
Estos son una variante extremista y entusiasta del político moral, esto es de
aquél que, según afirma la misma obra es «un político que entiende los
principios de la habilidad política de modo que puedan coexistir con la moral»
(PP, ed. Cit. p.48). El «moralista despótico», se opone al moralista político,
pues «Siempre puede ocurrir que los moralistas despotizantes (fallando en la
ejecución) choquen de diferentes maneras con la prudencia política (tomando o
recomendando medidas precipitadas); en ese caso, debe ser la experiencia la que
los encarrile paulatinamente, en este choque contra la naturaleza, por una vía
mejor. Los políticos moralizantes, por el contrario, disculpando los principios
contrarios a derecho con el pretexto de una naturaleza humana incapaz del bien
según la idea que prescribe la razón, hacen imposible la mejora y perpetúan la
conculcación del derecho.» Los moralistas políticos se dejan llevar por el
entusiasmo y yerran desde el punto de vista pragmático, pero no en cuanto a los
principios prácticos, racionales, que los inspiran. La revolución como acto por
excelencia del moralismo despótico hace coincidir la violencia desmedida de una
pasión patológica con un principio moral racional. La revolución como expresión
de la autonomía de la política es ante todo un acelerador histórico, pues
merced a ella pueden quemarse una serie de etapas en el progreso hacia un orden
jurídico: Como afirmará Kant en el Conflicto
de las Facultades: «Un tal fenómeno en la historia de la humanidad no se
olvida puesto que ha revelado en la naturaleza humana una disposición, una
facultad de progresar tal que ningún político habría podido extraerla a fuerza
de sutileza del curso anterior de los acontecimientos.»(CF, II, 7, Weisch.
XI. 361). En el pueblo francés que ha hecho la revolución («un gran pueblo»)
encuentra Kant reunidas las condiciones él mismo establecía en la Idea de una
historia universal para la implantación de una constitución racional: el
pensamiento jurídico-filosófico de la Ilustración, el cosmopolitismo y la buena
voluntad para aceptar esa constitución. Y sin embargo, Kant no propondrá que se
siga su ejemplo. Para él, a pesar de su admiración por el acontecimiento, la
revolución constituye una transgresión demasiado peligrosa y demasiado costosa
del orden político, incluso del orden imperfecto logrado por las demás naciones
europeas y, en particular, por Alemania.
La actitud
de Kant ante la revolución será, por lo tanto, ambigua: por un lado la
revolución es un hecho enteramente exterior al derecho, un crimen en términos
del ordenamiento jurídico existente, incluso el mayor crimen posible, pues
llega incluso a liquidar el contrato social, y, sin embargo, la revolución es
también un hecho natural, una violencia desmedida dirigida contra la fuerza
mecánica de la opresión (Automate couronné- Robespierre), por la que se
constituye, sin embargo, un orden jurídico racional que supone un progreso
irreversible. Hasta la revolución, la naturaleza sólo mostraba de manera
directa los efectos potencialmente esclavizadores del reino de la necesidad
mecánica sobre el hombre, e indirectamente la posibilidad de que el juego de las
peores inclinaciones humanas (guerra, explotación, violencia) contribuyese a un
orden conforme al principio moral. Después del acontecimiento revolucionario,
saludado como un grito de la naturaleza, la propia naturaleza que
se manifiesta como instrumento del derecho adquiere otra dimensión, propiamente
sublime, una dimensión en la que el enlace de la libertad con la naturaleza se
realiza de modo directo: la dimensión de la catástrofe.
«Que la
revolución de un pueblo espiritual que hemos visto realizarse en nuestros días
tenga éxito o fracase; que acumule la miseria y los crímenes atroces hasta tal
punto que un hombre sabio, su puediese esperar al emprenderla una segunda vez
llevar felizmente a término, optaría sin embargo por no intentar nunca la experiencia
a ese precio -esta revolución, digo, encuentra con todo en los espíritus de
todos los expectadores que no se encuentran implicados en este juego una
simpatía de aspiración -eine Teilnehmung dem Wunsche nach- rayana en el entusiasmo y
cuya propia manifestación exponía a un peligro, que por consiguiente no podría
tener otra causa distinta de una disposición moral del género humano.» CF,
II, 6,
La
revolución tal como la describe Kant en el texto que venimos de citar tiene las
características propias de lo sublime, concretamente de lo que la Crítica
del Juicio denomina «sublime dinámico», la sublimidad, no ya del infinito
matemático, sino de la fuerza física: el despliegue de una fuerza natural
desatada que apunta, al superar con mucho nuestra imaginación, hacia una esfera
que trasciende a la naturaleza. "Rocas
audazmente colgadas y, por decirlos así, amenazadoras, nubes de tormenta que se
amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo
su poder devastador, huracanes que van dejando tras sí la desolación, el océano
sin límites rugiendo de ira, una cascada profunda en un río poderoso etc.
reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez comparada
con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con
tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos
sublimes esos objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su
término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de
resistencia de una especie totalmente distinta, que nos da valor para poder
medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza". (Kant, Crítica
del Juicio, ‘De lo sublime dinámico de la naturaleza’, §28) Las
tormentas en el mar, las erupciones volcánicas, los terremotos funcionan para
el observador como signos de la existencia de una esfera que supera las
condiciones de toda representación fenoménica, la esfera suprasensible de la
libertad humana. La libertad humana y lo sublime de la naturaleza coinciden en su
superación del marco normal de la naturaleza, pero también en su carácter
potencialmente terrible.
La
revolución, aún siendo un crimen de rebelión desde el punto de vista jurídico,
es un hecho natural fundador de un orden nuevo a partir del enlace de la libertad
con la naturaleza que se manifiesta en lo sublime revolucionario. El orden
nuevo merece obediencia y respeto: 1) por parte de la población, pero incluso,
2) por parte de un eventual poder político restaurado opuesto a la revolución.
La población TEXTO, Un poder resultante de una restauración TEXTO. El crimen
puede fundar un orden jurídico y una nueva legitimidad, el acto de terror puede
ser así el principio de un orden pacífico fundado en la virtud y el derecho. De
aquí cabe extraer dos conclusiones: 1) que un orden jurídico puede surgir de la
fuerza y 2) que lo único que puede autorizar una revolución es su éxito. Aquí
podríamos parafrasear a Lacan quien afirma que un analista se autoriza por sí
mismo y afirmar con Slavoj Zizek que una revolución se autoriza a sí misma e
incluso se justifica a sí misma retroactivamente.
III. El proton
pseudos del derecho
La relación
de Kant con la revolución francesa no es anecdótica, pues nos introduce a una
perspectiva más general sobre el poder y su fundamento. El origen natural,
violento, por lo demás, del régimen revolucionario no es una excepción. Lo más
probable es que todo orden político naciera de la violencia, o en cualquier
caso del juego de inclinaciones naturales patológicas. La socialidad inicial del
hombre, la que se expresa a través de sus inclinaciones patológicas, lo conduce
a intentar imponerse a la libertad de los demás y «movido por la ambición,
la sed de dominio o de posesión, a hacerse un lugar entre sus compañeros, que
no puede soportar, pero de los que no puede prescindir.» De este modo, los
hombres terminan teniendo un amo, un amo que, sin embargo no es ni más ni menos
que otro hombre. Sin embargo, ningún orden político es mera violencia: también
incluye un mínimo de juridicidad, esto es de respeto a la libertad de los
individuos y es capaz de desarrollo en un sentido racional, con lo cual «un
acuerdo patológicamente arrancado puede transformarse para constituir la
sociedad en una totalidad moral» (IH, Prop. 4).
Por ese
motivo no debe inquirirse el origen del poder político. Hacerlo amenaza la
propia vida civil y retrotrae, al menos a quien pregunta por ese origen, al
estado de naturaleza. Lo único que moralmente es aceptable es dar por supuesta
la moralidad del soberano, incluso cuando las medidas que adopta son
aparentemente injustas. Siempre es preferible a toda rebelión hacer «como si»,
«als ob» existiera el orden jurídico. «El súbdito que no se encuentra en estado
de rebelión debe poder admitir que su soberano no quiere hacerle ninguna injusticia»
(Teoría y práctica, FR 47)
La
prohibición rigurosa de la mentira que defiende Kant, incluso en casos en que
la mentira se pretenda justificar por humanidad tiene, sin embargo tres
excepciones: en la Pedagogía declara Kant que debe ocultarse a los niños todo
lo que tiene que ver con la sexualidad y la reproducción, y deben dismularse
las diferencias de rango social; en la Doctrina del derecho, lo que deberá
ocultarse es el origen del poder. La humanidad del hombre se manifiesta así
como ocultación de la bestia pulsional o violenta. En lo que a la política se
refiere, esta ocultación constituye una primera mentira, un proton pseudos a partir del cual puede establecerse
un discurso coherente que disimula adecuadamente la ocultación inicial. Este proton
pseudos es el contrato social fundador de un orden político racional que,
independientemente de su realidad como hecho histórico, debe funcionar como
ficción, como idea reguladora de un orden político acorde al derecho, en el
cual el soberano debe legislar como sí el contrato social hubiera exisitido.
Noes preciso considerar el contrato social o contrato originario que une las
voluntades particulares en una voluntad «general y pública» como un hecho
«factum»: «Se trata, al contrario, de una simple idea de la razón, pero que
tiene una realidad (Realität) (práctica) indudable en cuanto obliga a cada
legislador a que dé sus leyes como sí éstas pudieran haber emanado de la
voluntad colectiva de todo un pueblo y a que considere a cada súbdito, en tanto
éste quiera ser ciudadano, como si hubiese contribuido a formar con su voto una
voluntad semejante. Pues ésta es la piedra de toque de la legitimidad de toda
ley pública.» (TP, FR, 39 Ak 297).
Detrás del
contrato social se oculta, sin embargo, el origen histórico, natural y violento
del poder, el trauma inicial del Estado moderno. Quien se atreva a
investigarlo, afirma Kant, debe declararse Vogelfrei (1),
homo sacer. «El origen del poder político es inescrutable desde el
punto de vista práctico para el pueblo que está sometido a él; es decir que el
súbdito no debe razonar prácticamente obre este origen, como sobre un derecho
controvertido (jus controversum) con respecto a la obediencia que le debe.
Porque, puesto que el pueblo, para juzgar válidamente el poder soberano de un
Estado (summum imperium) debe ya ser considerado reunido bajo una voluntad
legislativa universal, no puede ni debe juzgar de otra manera más que como
agrade al poder soberano existente.[....] Porque si el súbdito que investiga
hoy este último origen qusiese resitir a la autoridad existente debería ser
castigado con toda razón, expulsado o desterrado (como proscrito- vogelfrei-,
exlex) en nombre de las leyes de esta autoridad. Una ley que e tan santa
(inviolable) que aun es un crimen en la práctica ponerla en duda, y por
consiguiente impedir su efecto por un solo instante, es conebida de tal suerte
que no debe ser mirada como procedente de los hombres, sino de algún legislador
muy grande, muy íntegro y muy santo [...]». (Principios metafísicos del
derecho, Segunda parte, XLIX, Observación general, p. 133, Weischedel, Band
VIII, 437-438).
Como reverso
del orden político, incluso del Estado de derecho, existe siempre una esfera
oscura en la que no sólo se encuentra el pasado, el origen del ordenamiento
político, sino un presente en el que la guerra civil del Estado de naturaleza
puede volver a plantearse entre el Estado y el individuo demasiado curioso. Es
peligroso saber demasiado. Esta vez, vemos los límites del lema que asigna Kant
a la Ilustración Sapere aude. Podemos afirmar que Sapere non ausus
est. La Ilustración política -pero lo mismo podría decirse de la
Ilustración en general- tiene un límite interno en su relación con su propio
fundamento histórico y natural. Sólo la ocultación o la mistificación de este
fundamento hace posible pensar la sociedad capitalista como rgida por una
legialación únicamente jurídica. Del mismo modo que la economía política sólo
es posible ocultando la expropiación originaria del trabajador en la «llamada
acumulación originaria» bajo un halo de misterio o de moralina, la idea
ilustrada de un Estado de derecho exige una ocultación en términos similares de
la acumulación originaria de violencia y terror que sirve de fundamento a un
Estado que dice basarse en el derecho y la virtud.
IV. Spinoza
"vogelfrei"
Frente a
esta alternancia de terror y virtud, de naturaleza y derecho que produce
efectos obscurantistas en cuanto al conocimiento y despóticos en cuanto a la
política, Spinoza indica un camino que nunca fue transitado por la Ilustración
mayoritaria, al atreverse a sostener que ni la comunidad política ni el poder
tienen origen ni justificación. Comprenderemos por qué Spinoza pertenece a la
línea maldita sólo con atender al modo en que declara su principal diferencia
respecto de Hobbes en la Carta L a Jarig Jelles FECHA: TEXTO.
La respuesta
a Jarig Jelles contiene dos elementos:
1) el
mantenimiento del derecho natural (ius naturale) sin que quepa pensar ninguna
superaci ón de éste
2) el hecho,
derivado del anterior de que el poder del soberano sobre sus súbditos sólo se
basa en una correlación de fuerzas.
"Tantum
iuris quantum potentiae": el derecho, entendido como capacidad de obrar
efectiva se extiende hasta donde llega la potencia del individuo. Este
principio por el que se expresa el derecho natural es válido tanto para el
soberano como para el súbdito. A partir de aquí, el conjunto de los conceptos
de la teoría política clásica se ve trastocado:
1. la
obediencia no resulta de la "legitimidad" del poder, sino de la
capacidad del soberano de producirla mediante el temor y la esperanza TEXTO
2. la
palabra dada, en el orden pasional propio de la política, sólo es válida
mientras el pacto por ella establecido siga siendo "útil": "ningún
pacto puede tener vigor sino por el hecho de que es útil, [...]una vez
desaparece su utilidad, pierde toda vigencia; es por consiguiente insensato que
un hombre pida a otro que se comprometa eternamente si no se esfuerza al mismo
tiempo por hacer que la ruptura del pacto suponga para quien lo ha roto, más
daños que beneficios: es éste un aspecto importante en la institución del
Estado". (TTP, cap. XVI, Appuhn p. 265)
Sabemos que
Spinoza utiliza en el TTP -un texto de intervención política- el lenguaje del
contrato social. Sin embargo, las consecuencias del contrato serán muy
limitadas, pues antes y después del contrato se mantendrá el régimen de las
pasiones humanas. en toda su intensidad y la palabra dada sólo tiene valor
mientras el soberano genere obediencia en el súbdito y este siga movido por la
misma esperanza y el mismo temor que le condujeron al pacto de sujeción. La
violencia pasional de un supuesto estado de naturaleza se mantiene para Spinoza
en el estado civil, incluso en las condiciones formales de un supuesto
contrato. En el TP y en la Ética desaparece toda referencia al contrato. La
idea iusnaturalista de un origen siempre ya jurídico del derecho se abandona en
favor de la afirmación, sustentada en la Ética
de que la comunidad política constituye una individualidad de rango superior al
individuo que permite a este alcanzar una mayor capacidad de obrar que una
hipotética vida solitaria. La hipótesis del hombre solitario presocial se
descarta ´y con ella la idea de todo origen de la sociedad y de la unión
política. El hombre, es en efecto, demasiado débil como individuo aislado para
que su derecho natural pase de ser una mera hipótesis abstracta: "Como
en el estado de naturaleza cada uno es dueño de sí mismo mientras pueda evitar
ser oprimido por otro, y que es vano esforzarse solo en defenderse frente a
todos, cuando el derecho natural humano se determina por la potencia de cada
uno, ese derecho será en realidad inexistente o, por lo menos, sólo tendrá una
existencia puramente teórica pues no se tiene ningún medio de conservarlo".
(TP §15) Un estado de naturaleza presocial y prepolítico es así una hipótesis
abstracta y casi mítica. El derecho natural está siempre ya basado en lo común:
"Llegamos, por lo tanto a la siguiente conclusión: que el derecho
natural en lo que se refiere propiamente al género humano difícilmente puede
concebirse salvo cuando los hombres tienen derechos comunes, tierras que pueden
habitar y cultivar juntos, cuando pueden velar por el mantenimiento de su
potencia, protegerse, repeler toda violencia y vivir según una voluntad común a
todos. Efectivamente, cuanto mayor sea el número de quienes así se hayan
reunido en un cuerpo, mayor será también el derecho que tengan en común".
(TP §15)
En la
política spinozista no desaparecen en ningún momento ni las pasiones ni la
violencia, pues estas no caracterizan un origen mítico presocial o prepolítico
de la comunidad humana, sino que caracterizan la propia existencia humana en
cuanto inevitablemente está sometida al régimen de las pasiones. Ciertamente,
también puede exisitir una vida humana sometida al régimen racional, pero ese
modo de vida, si bien puede verse favorecido por una sociedad con mejores
instituciones, y en particular por aquella que se da unas instituciones
democráticas, jamás puede prevalecer. Ningún régimen podrá cambiar la naturaleza
del hombre, pues, como afirma el TTP, los hombres pasionales "no están más
obligados a vivir según las leyes de un alma sana que el gato según las leyes
de la naturaleza del león." (TTP, cap. XVI). Al hacer posible que el
antagonismo aparezca como un elemento constitutivo de la relación política,
Spinoza no necesita ocultar el origen del poder ni tampoco debe declarar ningún
origen preciso para justificarlo. El origen del poder es su ejercicio
cotidiano, su permanente reproducción. Spinoza establece así un jalón en el
programa de una historia y de una política materialistas y tal vez Michel
Foucault se equivocara en los años 70 al afirmar que "il faut couper la
tête du
roi et
on ne l'a pas encore fait dans la théorie politique." Una lectura
atenta de los textos de Spinoza muestra que esta decapitación teórica ya fue
operada hace más tres siglos.
La mayor
blasfemia de Spinoza frente a la teoría política clásica es la de haber
mostrado el carácter imaginario de toda idea de origen de la sociedad y del
orden político. En ese sentido, va más allá del rebelde curioso que indaga el
origen del poder y que, según Kant merece ser declarado proscrito, vogelfrei:
Para Spinoza, la rebeldía que denuncia la violencia originaria en que se basa
todo poder permanece presa en la propia lógica de la legitimidad. Sólo una
concepción de la política que pueda dar un lugar al antagonismo y a la pasión
como la que propone Spinoza evita caer en el peligroso autoengaño de quienes
creen posible una sociedad sin división ni conflictos y permite una real
afirmación de la libertad.
1. „sein leib soll frei und erlaubt
sein allen leuten und thieren, den vögeln in den lüften, -permissus avibus- den
vischen im waßer, so daß niemand gegen ihn einen frevel begehen kann, dessen er
büßen dürfe“. Wigand, Das femgericht Westphalens. Hamm 1825. S. 436 citado en
Jacob Grimm, Andreas Heusler und Rudolf Hübner: Deutsche Rechtsaltertümer. 4.
Auflage Leipzig 1899. Unveränderter Nachdruck. 2 Bde. Darmstadt 1994, p. 59.
Ponencia
presentada en el congreso Respuesta a la
pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784-2010), Universidad Complutenes de
Madrid, Madrid, 29 de abril de 2010: http://iohannesmaurus.blogspot.mx/2013/10/spinoza-frente-kant-mas-alla-de-la.html
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