Diego Tatián
¿Cómo es posible que existir sea una ‘fuerza’ --potencia, una capacidad,
una virtud? ¿No resulta más bien evidente que la existencia está siempre ahí y
que experimentamos su contundencia sin hacer nada, a pesar nuestro? Y sin
embargo, no es nunca una pura perseverancia pasiva, ni una mera conservación,
ni una duratio que simplemente
sucede. Potentia existendi; vis existendi. Se trata de una expresión
misteriosa y fundamental que hace de la existencia una fuerza productiva. Que
algo exista significa: produce efectos --‘que se siguen necesariamente de su
naturaleza’, no de su voluntad. ‘Como poder existir es potencia (Cum posse existere potentia sit)… cuanta
más realidad tiene una cosa, tanta más fuerza tiene por sí misma para existir’
(E1p11). Pero existir no es el ejercicio de una potencia sino una potencia sin
más, en su plenitud y su colmo: enérgeia.
Puro acto de existir que requiere pensar la actualidad como actividad; la
manifestación como producción –de cosas, ideas, acontecimientos, situaciones…
Así concebida, la existencia deja designarse, tal vez, no tanto por la palabra enérgeia como por el antiguo vocablo stásis –término anfibio del que no sólo
deriva ‘estado’ sino también ‘estallido’ (en sentido biológico y en sentido
político). Fuerza que se sustrae y retorna según una temporalidad del imprevisto
(en esto más próxima a la política que a la naturaleza), existentia que rehúsa la circularidad de los días y las estaciones.
Hay un fondo –no manifestado como finitud sino como infinito—del que proviene
el estallido, sin el que nada podría irrumpir en la existencia y ‘conservarla’.
La fuerza de estallar es, pues, discontinua y compleja presupone un revés, un
fondo que no es ‘algo’: ‘…la fuerza, sin embargo, con lo que cada una [cosa
singular] persevera en la existencia (vis,
tamen, quae unaquaeque in existendo perseverat) se sigue de la necesidad
eterna de Dios’ (E2p45esc). Esa fuerza de perseverar no es por tanto nunca
conservadora sino invención de sí y del mundo; la expresión ‘existencia pasiva’
se revela imposible en sus términos. No se padece la existencia sino la
finitud, el límite, la no-existencia, pues ‘la fuerza con la que un hombre
persevera en la existencia (Vis, quae homo existendo perseverat) es
limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores’
(E4p3).
Sin embargo, algo arcaico se aloja en la rutina de los seres como
tempestades, desencadenadas o retenidas. La fuerza de existir que anima a las
criaturas es arcaica y por ello eficaz, cargada de cosas nuevas. Es lo
inapropiable mismo que descentra la soberanía del sujeto, desplaza el tiempo de
su quicio, se renueva una y otra vez e irrumpe en los seres, entre los seres.
Es lo que yace en el fondo del tiempo –no en el sentido de un inicio o un
origen perdidos del que nos hemos alejado, sino en el fondo de cada instante--;
lo que yace, más bien, en el trasfondo del tiempo, lo que el tiempo trae y
carga a su pesar. Pascal Quignard recuerda que ‘según los antiguos japoneses el
origen se capitaliza. Los primeros antiguos son menos antiguos, menos cargados
de lo anterior que los más recientes, ellos son cada vez más eruditos, cada vez
más conocedores, cada vez más concentrados, cada vez más ebrios. En 1340, el
Abad Kenko ha escrito en su diario: ’No es el ocaso de la primavera lo que
anuncia el verano sino algo más fuerte que el declinar’. Hay algo indeclinable.
Hay un empujón que no conoce tregua. Las cosas que comienzan no tienen fin’.
No existe poder, ningún poder, que se halle a salvo de ser vulnerado por
lo arcaico.
Diego Tatián, Baruch, La
Cebra, Buenos Aires, 2012, pp. 17-18.
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