Jonathan I.
Israel, La Ilustración radical. La
filosofía y la construcción de la modernidad, 1650-1750, trad. Ana Tamarit,
FCE, México, 2012, 1004 pp.
¿Alguna vez
fuimos modernos? ¿O filosóficos? ¿O ilustrados? Hoy muchos empezamos a dudarlo,
especialmente si vivimos en el lugar que se veía a sí mismo como el mejor fruto
de la Ilustración y la modernidad: los Estados Unidos de América.
Con
presidentes que buscan una guía divina, científicos que atacan la evolución y
gobiernos que destinan fondos públicos a asociaciones de caridad sectarias, es
cada vez más difícil reconocer en nuestra vida pública aquella república que
crearon Franklin y Jefferson; al mismo tiempo, la cultura popular está
transformando a algunos de los alegres filósofos, padres de nuestra bella
nación, en inverosímiles caballeros, cristianos y muy devotos. También en las
universidades, aunque de forma distinta, la modernidad y la Ilustración ahora
son insultos técnicos: constituyen un código para referirse a las enormes
prisiones estilo Piranesi que hoy habitamos o al Estado vigilante que registra
nuestras conversaciones y conoce cada uno de nuestros movimientos (aunque,
tristemente, no lo suficiente como para prevenir que algunos de nosotros
ataquemos el orden cultural en el que estamos inmersos).
Ninguno de
estos acontecimientos parece alterar a Jonathan Israel. La Ilustración de la
que él habla es buena y moderna. Democrática, igualitaria y secular, se opone
al dominio de la monarquía sobre sus súbditos, del hombre sobre la mujer, del
clero sobre los laicos y de los amos sobre los esclavos. Su embestida cambió el
mundo y terminó con estructuras sociales, políticas e intelectuales que se habían
mantenido casi sin cambios a pesar del Renacimiento y la Reforma. Es cierto que
la Reforma había derribado a la iglesia occidental europea —única, sagrada e
indivisible— de la Edad Media, pero Aristóteles aún reinaba en las
universidades, fueran luteranas, calvinistas o católicas, así como en las
jerarquías sociales.
Para derribar
a Aristóteles y a las jerarquías, al sacerdocio y a la opresión, fue necesario
—como pasó con las colosales estatuas de Ramsés— un sismo como el que provocó
la Ilustración; y más importante aún, desde el restringido punto de vista del
historiador, Israel sabe con precisión dónde acumuló fuerza esta aplastante
nueva ola: en los Países Bajos durante la segunda mitad del siglo xvii.
El movimiento
filosófico fundado por Baruch de Spinoza fue la raíz de la Ilustración y se
convirtió en su núcleo; esta “Ilustración radical”, como Israel la llama,
comenzó como la razonada discrepancia de un atento judío holandés en contra de
las estructuras de autoridad que todos a su alrededor aceptaban, y se convirtió
en un mensaje revolucionario que fue ganando adeptos y movilizándolos hasta
formar células de activistas en todas partes, desde la Nápoles de Vico hasta el
Londres de Toland. Tradicionalmente los historiadores anglosajones han descrito
la Ilustración en términos similares a los de Voltaire: un movimiento francés
que surgió, en su mayoría, de raíces inglesas. Israel se propone demoler esta
concepción y remplazarla con algo completamente distinto: su Ilustración se
inició en los Países Bajos y en ocasiones prosperó con más vehemencia en
Alemania y Escandinavia que en la Francia absolutista dominada por sacerdotes.
Según Israel,
la Ilustración radical echó raíces y floreció dentro de una nueva matriz
cultural, la cual pudo surgir sólo a finales del siglo xvii. Durante esos años,
la República de las Letras era un Estado imaginario que se extendía por toda
Europa; sus ciudadanos trataban, de forma más sistemática que cualquiera de sus
predecesores, de asimilar todo el conocimiento no sólo a sus sistemas, sino
también a sus bibliotecas, como en la magnífica rotonda de Wolfenbüttel donde
Leibniz desarrolló una de sus numerosas y barrocas máquinas para procesar
información. Concibieron nuevas formas para mantenerse al tanto de la
producción de libros en un momento de increíble proliferación de obras, así
como de teorías y debates que provenían de todos los frentes. Por ejemplo,
escritores, editores y sociedades de eruditos crearon periódicos que examinaban
a detalle las nuevas publicaciones, mientras que en las universidades las
cátedras de “historia literaria” ofrecían a los estudiantes una visión general
del universo del conocimiento, una visión aderezada con chismes sobre los
mismos eruditos, al estilo de una lingua franca de la temprana edad
moderna. Por encima de todas las cosas, debatían: lo hacían a través de una
correspondencia interminable, o en las academias, bibliotecas y en esas nuevas
salas para el debate público, los cafés, donde los hombres leían y discutían
los manuscritos o los boletines con noticias, ya impresos, que no hacía mucho
habían comenzado a circular de forma regular, una o dos veces por semana; y los
salones, donde hombres y mujeres desarrollaron un nuevo estilo de conversación
y una nueva clase de vida intelectual.
Los ciudadanos
de esta república imaginaria discrepaban en numerosos e importantes aspectos,
desde las bases de la metafísica hasta la identidad de la iglesia verdadera,
pasando por la estructura del sistema planetario. Sin embargo, coincidían en un
punto importante que minimizaba sus diferencias: sólo la razón determinaría el
resultado de sus debates (y no el apoyo de alguna autoridad política o
eclesiástica). En la República de las Letras los luteranos se encontrarían con
los calvinistas, los franceses con los alemanes, los hombres con las mujeres,
no como amalecitas dignos de escarnio, ni como creaturas inferiores a las
cuales dominarían, sino como seres racionales, iguales a ellos y con pleno
derecho a ser escuchados.
Siguiendo a
Jürgen Habermas —aunque de forma menos crítica que la mayoría de los
historiadores lo hacen ahora—, Israel trata las décadas alrededor de 1700 como
la época en que surgió una esfera pública europea: un mundo en el que las
cuestiones más apremiantes, tanto públicas como privadas, se convirtieron en
tema de debates sin restricciones que cruzaron fronteras lingüísticas y políticas,
un espacio libre en el que el ciudadano común reclamó el derecho a criticar las
acciones de sus gobernantes.
Según Israel,
las peligrosas ideas de Spinoza se expandieron como cultivos de penicilina en
un medio rico en nutrientes. Si bien la censura formal continuaba en su apogeo
—y no sólo en tierras de católicos, apunta el autor con razón, sino también en
la Holanda calvinista—, los afanosos copistas reproducían a mano obras
demasiado peligrosas, ya fuera temporal o permanentemente, como para ser llevadas
a la imprenta; la Ética del mismo Spinoza es un ejemplo. Los editores
hábiles encontraron formas ingeniosas de empaquetar libros condenados: usaban
falsas identidades editoriales y portadas engañosas para ocultar —pero también
para insinuar— el verdadero contenido de las bombas literarias que lanzarían
contra la realeza y el clero.
El manual
radical de hermenéutica de Lodewijk Meyer, Philosophia S. Scripturae
Interpres [Filosofía, intérprete de las sagradas escrituras] —cuya
portada se distinguía por consignar a Eleutheropolis como lugar de impresión—,
sostenía que sólo la filosofía sería capaz de aclarar los pasajes “oscuros e inciertos”
de la Biblia; por ejemplo, señalaba que la creación ex nihilo era
imposible y que cualquier debate acerca de la trinidad carecía de sentido.
Inspiradas en los textos de Spinoza, las novelas de Denis Vairesse y Symon
Tissot evocaban felices sociedades deístas que sabían, al igual que Spinoza y
Meyer, que Dios había dirigido la Biblia a judíos primitivos y supersticiosos,
no a hombres sabios. Las esporas llegaron aún más lejos gracias a sermones
audaces, fieros debates teológicos, pequeños panfletos y tratados de múltiples
volúmenes sobre Moisés.
Israel rastrea
el avance del radicalismo de Spinoza igual que un Sam Spade de la historia,
siempre dispuesto a entrar en los más peligrosos callejones hacia donde lo
lleve su investigación. Al parecer rastreó todos los manuscritos de cada uno de
los heterodoxos clásicos, desde Bodin hasta Boulainvilliers, y mucho más, y
demuestra que algunos textos que nunca llegaron a la imprenta, o que no
llegaron sino hasta los siglos xix y xx, también suscitaron animados debates
durante este periodo. Israel descubre nidos de libros perversos y ponzoñosos en
lo que parecerían ser respetables bibliotecas de toda Europa, como la del
ministro de literatura del príncipe Federico —que a partir de 1736 se
convertiría
en Federico II
el Grande—, Étienne Jordan, quien en público profesó su creencia en una deidad
y registró hasta el último rincón de Europa en busca de textos filosóficos
clandestinos. Israel resume las carreras de docenas de radicales olvidados, a
los que conoce por haberlos leído directamente en las fuentes y de los que
traza vívidos perfiles que se convierten en uno de los mayores placeres de este
libro. Aunque algunos materiales provienen de fuentes secundarias, Israel les
ha sacado el máximo provecho posible, consultándolos en bibliotecas de Europa
oriental o del sur de California, así como en una sobresaliente variedad de
archivos. Su erudición políglota es digna de respeto. Durante los últimos
veinte años numerosos académicos —entre los que sobresalen nombres como Anne
Goldgar, Dena Goodman y Françoise Waquet— han realizado nuevos mapas y
recuentos de la República de las Letras; sin embargo, la topografía de Israel
es la más exhaustiva y la mejor informada de todas.
Los buenos
historiadores británicos saben que “la geografía se encarga de los mapas
mientras que la historia se encarga de las personas” e Israel, un magnífico historiador
británico, está de acuerdo. Su propósito no es trazar el mapa del mundo
intelectual como si éste hubiera sido una entidad coherente y estable, sino
mostrar que sus fronteras y contornos se movían y cambiaban conforme Spinoza y
sus aliados las invadían. La Ilustración radical se mueve tanto en el
tiempo como en el espacio y busca descubrir cómo fue que el pensamiento
occidental se volvió moderno en el lapso de unas cuantas décadas. Para sostener
su argumento Israel primero debe aclarar una serie de puntos secundarios. Para
empezar, afirma que Spinoza llegó por sí mismo a su posición radical con
respecto a la Biblia y a la supremacía de la razón sin ayuda alguna de
estímulos externos, como podría haber sido el libro de Isaac La Peyrere de 1655
sobre los preadamitas. Israel reconstruye una larga serie de remotos debates en
torno a Spinoza y las interrogantes planteadas por él; gracias a su dominio de
la historia holandesa,
alemana y
escandinava, demuestra que algunas controversias —cuyos protagonistas resultan
mucho menos conocidos por los estudiosos de la Ilustración que, por ejemplo, el
caso de Calas— en realidad obligaron a las autoridades políticas y
eclesiásticas a emprender enérgicos y a menudo contradictorios esfuerzos de
intervención.
Polémicas como
la que produjo la crítica de Louis Wolzogen en contra de Meyer (un trabajo
cartesiano demasiado racionalista para muchos teólogos ultraortodoxos), o la
serie que desató el panfleto del —a fin de cuentas bien intencionado— Johannes
Bredenburg, desembocaron en una guerra de panfletos que involucró a muchas
partes, las cuales generaron un sinfín de réplicas, contestaciones y refutaciones.
Israel rastrea
la influencia de Spinoza en escritores tanto importantes como secundarios;
afirma, así, que su radicalismo sistemático proporcionó los cimientos
intelectuales indispensables para el ataque de Balthasar Bekker en contra de
las creencias en las brujas, la nueva hermenéutica y la nueva filosofía de la
historia de Giambattista Vico, los ataques de John Toland contra la
superstición y el Traité des trois imposteurs [Tratado de los tres
impostores], un best-seller clandestino del que han sobrevivido
cerca de doscientos ejemplares.
Jonathan
Israel despliega la misma erudición sobre los enemigos del nuevo radicalismo
como sobre sus defensores. Uno de los aspectos más ingeniosos de este
interesantísimo libro es su demostración de que numerosos observadores críticos
y enemigos de la Ilustración radical, como Johann Franz Buddeus, uno de los
precursores de la historia de la filosofía, describen a los radicales en
términos similares a los que él utiliza: según Israel, lo que esos
historiadores vieron eran vectores de un contagio intelectual que se remontaría
hasta Spinoza. El autor concluye —de forma breve pero elocuente— que el
concepto moderno de la Ilustración tomó forma mucho después del periodo mismo,
durante ese parteaguas que fue la revolución francesa y como parte de un
esfuerzo sistemático por crear un canon de héroes nacionales; así, su
recreación de la primigenia Ilustración radical constituye un intento por
demoler los mitos históricos que, en parte, surgieron por motivos políticos. La
Ilustración radical, igual
que otras de
sus obras, se desborda de fascinantes materiales de todo tipo, tan ricos y variados
que ninguna reseña podría hacerle justicia.
Sin embargo,
la tesis principal del libro no provocará la aceptación de todos los lectores.
La forma en que se presenta el material plantea ciertos inconvenientes: Israel
adopta un agudo tono polémico sin identificar —con excepción de algunos casos—
al destinatario de su ira. Aunque discute brevemente La crisis de la
conciencia europea, de Paul Hazard, no somete a ese clásico a un análisis y
una crítica sistemáticos, ni trata abiertamente y con detalle —lo cual para un
lector inexperto podría representar un problema— sus desacuerdos con otros
especialistas del periodo, desde pioneros como el mismo Hazard, Erich Haase y
Hugh Trevor-Roper, pasando por autoridades académicas como Richard Popkin, Frank
Manuel y Margaret Jacob —estudiosos que hace tiempo insisten en la importancia
de estas décadas—, hasta llegar a jóvenes historiadores no británicos como
Silvia Berti y Winfred Schroder —cuyas ediciones críticas de textos y análisis
exhaustivo de fuentes han sido de suma importancia—.
En ocasiones
Israel deja ver que después del trabajo de Hazard ningún tratamiento general de
la Ilustración le ha hecho justicia suficiente a los datos con los que él
trabaja. Sin duda esto es verdad; sin embargo, sus parcas referencias a los
estudios modernos dan la extraña impresión de que nadie los ha estudiado en lo
absoluto. Sólo un lector experimentado, capaz de seguir las abundantes notas al
pie de Israel, sabrá a qué tesis se refiere y en qué debates está participando.
Además, Israel
no siempre se resiste al peligro —común en su oficio— de “la gran tesis”, esa
tendencia de los historiadores a exagerar la importancia de los materiales en
que se basan sus ideas y a restársela a otros textos y problemas. Por ejemplo,
muestra más interés en la filosofía que en la filología; en consecuencia, rara
vez hace mención a los precursores de la erudición bíblica en los siglos xv y
xvi, así como tampoco considera lo radical de los métodos humanistas cuando se
aplicaban a textos que merecían autoridad absoluta. En forma más general,
considera de reciente creación la República de las Letras francesa, así como
sus provincias alemana y escandinava, y no como una descendiente directa de la respublica
litterarum, de habla latina, propia de los humanistas —y que Paul Dibon,
Marc Fumaroli y Peter Miller ya analizaron con mucho detalle—. Cuando Israel
insiste en que la obra de Spinoza dio forma a la de Vico, en realidad ignora la
amplia gama de textos históricos y situaciones que —según han demostrado otros
estudiosos, como Paolo Rossi, Gianfranco Cardini y Joseph Levine— interesaban
profundamente al maestro napolitano de las ciencias humanas. El siglo xvii de
Israel deja poco espacio para debates sobre la cronología histórica y bíblica o
para la célebre Querelle des Anciens et des Modernes [Debate de los
antiguos y los modernos], mientras que el siglo xvii de Vico, por el
contrario, sí ofrece amplio espacio para ambos temas.
En este caso
debo admitir que este reseñista habla pro domo. Sin embargo, puedo
anticipar que un buen número de lectores cuyo mayor interés sean los autores
considerados tradicionalmente como parte de la Ilustración —Locke, en
particular— sentirán que Israel presenta interpretaciones cuestionables, sin
considerar en profundidad la evidencia en contra de sus argumentos.
Este libro,
polémico y rico, presenta una perspectiva y erudición que sólo podemos
envidiar. Provocará que muchos dix-huitiemistes miren con más cuidado al
norte y al occidente. Probablemente provocará discusiones y debates
interminables, en especial sobre las virtudes de la Ilustración, un punto en el
que concuerdo absolutamente con el autor. Pondrá, asimismo, las décadas
alrededor de 1700 en un lugar más cercano al corazón de la historia intelectual
angloamericana. No creo que el libro demuestre la tesis de Israel, ni por lo
que toca a Spinoza ni por lo que toca a la unidad y el impacto de la
Ilustración radical, pero, como bien decía A. J. P. Taylor, la perfección es
estéril.
El entusiasmo
de Jonathan Israel, su erudición y su disposición para enfrentarse a nociones
históricas ampliamente aceptadas convierten este libro en un gran logro, un
logro que lo hace merecer —como sus protagonistas podrían haber dicho— la
gratitud de todo el mundo intelectual.
Fuente: La gaceta del FCE
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