17 agosto, 2022

EL BINOMIO NECESIDAD-LIBERTAD EN SPINOZA

Alfredo Lucero Montaño

Resumen

El objetivo de este trabajo es mostrar el fundamento ontológico y ético de la conjugación de necesidad y libertad en la metafísica de Spinoza, esto es, mostrar que los conceptos de necesidad y libertad son uno y lo mismo en su potencia, en su acción, y que constiuyen una unidad necesidad-libertad.

Palabras clave: necesidad, libertad, potencia, conatus.

Abstract

The objective of this work is to show the ontological and ethical foundation of the conjugation of necessity and freedom in Spinoza's metaphysics, that is, to show that the concepts of necessity and freedom are one and the same in their power, in their action, and that constitute a unity necessity-freedom.

Keywords: necessity, freedom, power, conatus.

 

El objetivo de este trabajo es mostrar el fundamento ontológico y ético de la conjugación de necesidad y libertad en la filosofía de Spinoza, esto es, mostrar que los conceptos de necesidad y libertad son uno y lo mismo en su potencia, en su acción, y develar consiguientemente la unidad del binomio necesidad-libertad.

1. La Ética de Spinoza es un proyecto de ética determinista. Así, podemos presentar su filosofía como una doctrina de la necesidad. Pero, ¿es posible para el hombre actuar libremente en un mundo estrictamente determinista? ¿Puede haber libertad en un universo regido por leyes de pura causalidad necesaria? ¿No es un oximorón ontológico el binomio necesidad-libertad?

Ahora bien, Spinoza utiliza, en la Ética, un conjunto de categorías modales de actividad: esfuerzo, potencia, libertad, virtud, perfección, enre otros. Steven Nadler articula con asombrosa concisión la relación entre estos conceptos de actividad: “Varios conceptos en Spinoza son correlativos y se refieren a la misma condición humana ideal. Así podemos establecer la siguiente ecuación en Spinoza: virtud = conocimiento = actividad = libertad = potencia = perfección. Necesariamente, cuanto más virtuosa es una persona, más conocimiento tiene, más libre, activa y potente es, y más alcanza la perfección humana".[1]

Aquí, nos referiremos en particular a dos conceptos básicos de actividad que Spinoza utiliza con frecuencia: ser-causa-adecuada y esfuerzo-por-perseverar-en-su-ser (conatus).


Primeramente, ¿qué entiende Spinoza por actividad? Dado que las cosas singulares son activas, es decir, poseen conatus, deberíamos comenzar por considerar su concepto de acción. Spinoza define "agere" (actuar) como una causa adecuada: “Digo que nosotros actuamos, cuando en nosotros o fuera de nosotros se produce algo de lo que somos causa adecuada, esto es, cuando de nuestra naturaleza se sigue algo, en nosotros o fuera de nosotros, que puede ser entendido clara y distintamente por ella sola. Y, al contrario, digo que padecemos, cuando en nosotros se produce algo o de nuestra naturaleza se sigue algo, de lo que no somos causa sino parcial” (E3def2)
[2] Previamente, Spinoza define "causa adecuada": “Llamo causa adecuada a aquella cuyo efecto pude ser percibido clara y distintamente por ella misma. Llamo, en cambio, inadecuada o parcial a aquella cuyo efecto no puede ser entendido por ella sola”. (E3def1) Este ser-causa-adecuada es justamente la actividad que llamamos libertad.

La otra noción de actividad es el conatus o el esfuerzo-por-perseverar-en-su-ser, esto es, la potencia por la cual todas las cosas singulares o los modos finitos, “expresan de cierta y determinada manera la potencia de Dios”, (E3p6dem). Spinoza identifica esta potencia como la “esencia actual” de todas las cosas singulares (E3p7), y describe justamente esta potencia esencial como el esfuerzo-por-perseverar-en-su-ser (E3p6). El conatus es, en y por sus efectos, un esfuerzo en acto, una potencia activa de afirmación y resistencia de una cosa frente a cualquier otra cosa externa que pudiere vulnerar su perseverancia indefinida. Es el impulso de afirmación y resistencia inmanente que juega en la relación de potencias. En este sentido, el esfuerzo de perseverancia de la cosa está siempre en conformidad con los efectos que expresan su grado de potencia.

Así mismo, Spinoza concibe este esfuerzo-por-perseverar-en-su-ser o potencia esencial como necesariamente determinado: “De la esencia dada de una cosa cualquiera se siguen necesariamente algunas cosas, y las cosas no pueden más que aquello que necesariamente se sigue de su naturaleza determinada” (E3p7dem) Al hacer esta afirmación, Spinoza no quiere decir que el esfuerzo de una cosa sea necesariamente productivo, es decir, eficaz para producir ciertos efectos, pues reconoce que el esfuerzo de una cosa puede verse abrumado por poderes externos, opuestos. Más bien, Spinoza quiere decir que el esfuerzo de una cosa necesariamente ejerce su potencia causal para producir ciertos efectos. De ello se deduce que el esfuerzo es necesariamente activo, ya que "actividad" se refiere, en el nivel más básico, a causar, es decir, ejercitar la potencia causal del ser singular. Spinoza reconoce que esforzarse necesariamente implica actividad cuando equipara nuestro esfuerzo con nuestro "poder de actuar [potentia agendi]": “el conato o la potencia de pensar del alma es igual y simultánea en naturaleza al conato o potencia de actuar del cuerpo” (E3p28dem).

Entonces, ¿cuál es la relación entre estas dos formas de ser activo, entre ser-causa-adecuada y esfuerzo-en-perseverar-en-su-ser o potencia? Claramente, están estrechamente relacionados. Spinoza sostiene que una causa adecuada produce un efecto que se sigue de su naturaleza: “somos causa adecuada… cuando de nuestra naturaleza se sigue algo, en nosotros o fuera de nosotros, que puede ser entendido clara y distintamente por ella sola” (E3def2). Spinoza entiende, como sabemos, la naturaleza de todas las cosas singulares como la potencia por hacer o esforzarse por hacer algo (E3p7), aquí afirma que una causa adecuada produce un efecto que se sigue enteramente de su esfuerzo. Esto implica que ser una causa adecuada es una forma de esforzarse de manera independiente, es decir, de esforzarse de tal manera que el efecto se produzca por el solo esfuerzo de la cosa. Por tanto, la actividad de adecuación es una especie de actividad de esfuerzo. Sin embargo, debemos distinguir diferentes tipos de actividad porque las cosas pueden esforzarse sin ser una causa adecuada, cuando son causas parciales de efectos, como lo deja claro Spinoza:


De la esencia dada de una cosa cualquiera se siguen necesariamente algunas cosas (por 1/36), y las cosas no pueden más que aquello que necesariamente se sigue de su naturaleza determinada (por 1/29). De ahí que la potencia de cualquier cosa o el conato con el que ella, sola o con otras, hace o se esfuerza por hacer algo (E3p7dem).

El pasaje afirma que una cosa se esfuerza cuando "hace algo" "con otras", es decir, cuando se esfuerza en cooperación con otras cosas externas. En este caso, la cosa está esforzándose activamente, pero no puede ser causa sola, causa adecuada.

En breve, las cosas singulares son causas adecuadas pues de su naturaleza se sigue necesariamente algún efecto, pero también causas parciales pues interactúan con otros individuos para producir conjuntamente un efecto. Por ello, las cosas singulares se definen por un doble nivel de actividad. Una cosa singular puede pensarse como un todo o causa adecuada (si se deduce el efecto que necesariamente se sigue de su naturaleza y se pone en relación activa con la naturaleza de otras cosas) y como parte o causa parcial (si se articula la concurrencia de individuos que necesariamente la producen).

2. “Spinoza es la anomalía” –Negri dixit. Una de esas anomalías decisivas en su sistema --la que mejor expresa la lucidez y el vigor de su pensamiento-- es justamente cuando reconoce la implicación de libertad y necesidad[3].

La ontología de Spinoza es una concepción determinista donde no hay lugar para la indeterminación en el universo. A partir de esta posición Spinoza produce una original concepción de la necesidad y, en consecuencia, de la libertad. La necesidad ya no es sinónimo de coacción externa, sino de autoafirmación y autodespliegue de la propia potencia.

La implicación de libertad y necesidad se sigue de la dinámica de la naturaleza y de la exigencia racional de conocer adecuadamente las relaciones causales entre las que actúa la propia potencia (E1ax). Libertad-adecuación y necesidad-potencia son actividades correlativas.

Spinoza se propone pues naturalizar la libertad y racionalizar la necesidad del hombre, es decir, integrar su libertad y su necesidad en la estructura de la realidad y de su conceptualización racional. Se trata de una libertad radical constituida por la potencia de su naturaleza y el conocimiento adecuado de las relaciones causales y su capacidad de acción, su capacidad de producir efectos. Una libertad que es lo opuesto a todo finalismo, ausencia de libre albedrío y límite de la contingencia abstracta, ciega.

Spinoza se propone pues instaurar la libertad en medio de la realidad, la única posible. Libertad que, leemos en el Tratado Político, “no suprime, sino que pone la necesidad de actuar” (TP 2, 11), necesidad que a su vez se transforma en una libertad, ciertamente difícil, conflictiva, pero activa. La unidad necesidad-libertad permite vislumbrar la complejidad de su contenido: por una parte, la necesidad como despliegue de la potencia infinita que produce todo lo posible y pone la necesidad, escribe Negri, como “efecto y medida de la libertad”; por la otra, la libertad como constituyente de la actividad de la potencia singular de los hombres. En su dimensión ontológica, ética y política, la necesidad es acción.

Según una interpretación usual, Spinoza reduce la libertad a la conciencia de la necesidad; según otra interpretación, la libertad necesita como condición un horizonte propio, autónomo, exento de la determinación y la ley común de la naturaleza donde el hombre construye “un imperio en un imperio” (E3pref).

En el Tratado Breve [TB], Spinoza define justamente la libertad humana:


es una existencia firme, que nuestro entendimiento alcanza mediante la unión inmediata con Dios, a fin de poder producir en sí mismo pensamientos y fuera de sí efectos bien acordes con su naturaleza, sin que por ello, sin embargo, estén sometidos a ninguna causa externa, por la que puedan ser cambiados o transformados. (TB II, 26, 9)

 

Aquí libertad significa la capacidad de acción adecuada en conformidad a la propia naturaleza, sin que esté sometida a causas externas.

Ahora bien, la cuestión de la relación libertad-necesidad de las cosas singulares aparece en la Ética en tres tiempos.

En el primero, Spinoza ofrece inmediatamente su definición:

 

Se llamará libre aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se determina por sí sola a obrar. Necesaria, en cambio, o más bien coaccionada, aquella que es determinada por otra a existir y a obrar según una razón cierta y determinada (E1def7).

 

La definición está compuesta de dos partes contrapuestas: la libertad se define por lo que es y, al tiempo, por la oposición a su contrario. El binomio libertad-necesidad no es equivalente al binomio indeterminación-determinación, tampoco el término opuesto de libertad es necesidad sino coacción. En ese movimiento se disuelve la necesidad extrínseca contraria a la libertad y emerge una necesidad intrínseca a la propia naturaleza y constituyente de la libertad. La necesidad no es coacción externa sino que se opone a ella y se conjuga con la libertad.

En el segundo tiempo, escribe Spinoza: “En la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera” (E1p29).

Y en el tercero, Spinoza postula la unidad de esencia y potencia de cada cosa: “El conatus con el que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, no es nada más que la esencia actual de la misma” (E3p7), como consecuencia de la afirmación que «en la naturaleza no hay nada contingente», deduce que las cosas no pueden más que aquello que necesariamente se sigue de su naturaleza determinada. Si la naturaleza de las cosas es absolutamente necesaria, lo que de ella se siga, esto es, lo que las cosas puedan, será necesario en el mismo grado. La esencia y la potencia de una cosa son absolutamente necesarias: el universo en su totalidad se expresa en ellas haciendo que perseveren en la existencia. Y refuerza la tesis con: “No existe nada de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (E1p36). Necesariamente, todo lo que existe, en tanto que existe de una manera determinada, tiene una determinada potencia capaz de producir efectos. Así, la potencia se despliega, necesariamente, en virtud de la naturaleza de la cosa. Y en esa necesidad libre, está la libertad necesaria de cada cosa singular: su potencia, enteramente suya, su esencia.

Este giro conceptual exige la explicación del concepto de potencia. Escribe Spinoza:

 

como poder existir es potencia, se sigue que, cuanta más realidad compete a la naturaleza de una cosa, tantas más fuerzas tiene por sí misma para existir; y que, por tanto, el ser absolutamente infinito o Dios tiene por sí mismo una potencia absolutamente infinita de existír (E1p11e).

 

En virtud de la potencia de Dios, que es su misma esencia, se sigue que Dios es causa de sí (E1p34) y causa eficiente de la existencia y la esencia de todas las cosas singulares (E1p25e). Causalidad inmanente que implica el carácter necesario del proceso de producción de todo lo posible: “De la necesidad de la naturaleza divina deben seguirse infinitas cosas en infinitos modos” (E1p16-17), y que permite concluir que “Dios es causa libre” (E1p17c2), es decir, que Dios obra con la misma necesidad y libertadcon la que existe. De lo anterior, nos permite afirmar que el hombre es libre “en cuanto tiene potestad de existir y obrar según las leyes de la naturaleza humana” (TP III, 7).

Aquí Spinoza se propone transformar la noción de infinita naturaleza, explicándola de la manera siguiente: “de la suprema potencia de Dios, o sea, de su infinita naturaleza han fluido necesariamente infinitas cosas de infinitos modos… que se siguen siempre con la misma necesidad” (E1p17e).

Pero, ¿qué es esta naturaleza infinita? Ella puede entenderse de dos maneras. En un sentido, es la totalidad que no se puede enumerar. En otro sentido, designa la vida interna de esta totalidad, su productividad propia y el movimiento que, sin otro origen que la naturaleza infinita, asegura su eterna perseverancia y regula desde el interior su sobreabundancia infinita.

Se trata de un proceso necesario que produce todo lo posible, todo lo real, lo que su entendimiento infinito puede concebir (E1p12). En la afirmación simultánea de la potencia que actúa necesariamente, y sin limitaciones, y la potencia finita de los modos que necesariamente existen y actuán (E1p29), e esta concepción de necesidad  que es el núcleo de su ontología: todo se sigue necesariamente de la naturaleza de Dios en un infinito proceso de determinaciones. (E1p26-28) En ella no hay nada arbitrario, indiferente.

La necesidad intrínseca constituye el movimiento de perfección de la potencia infinita expresada en las cosas mismas: “De lo anterior se sigue claramente que las cosas han sido producidas por Dios con la máxima perfección, puesto que se han seguido necesariamente de una naturaleza perfectísima dada” (E1p33e2).

Para esa potencia que no elige ni excluye, que no está sujeta a ningún supuesto o ley, todo es simultáneamente posible y necesario. Su necesidad es la posibilidad que reside en la intensidad de su potencia. Afirmar la potencia absoluta es afirmar la posibilidad absoluta. Decir que todo es posible significa que nada está predeterminado, sino interdeterminado.

Todo puede suceder, pero no cualquier cosa indiferentemente. En la potencia absoluta la necesidad no se distingue de la contingencia, del azar –Morfino dixit.[4] En la constitución de los espacios, los tiempos, las conexiones de la realidad todo está en juego cual fractal.

Esta reestructuración ontológica permite redefinir la necesidad como categoría modal. La necesidad vertebra el sistema de Spinoza. La necesidad que se sigue de la esencia es intrínseca, se identifica con la propia naturaleza y se opone a la casualidad y la arbitrariedad. La necesidad que se sigue de la causa presenta dos vectores: necesidad vertical y necesidad horizontal.

La necesidad vertical es inmanente, produce las cosas singulares y las dota de potencia propia. Para comprenderla hay que referirla a la causalidad que produce naturalmente efectos –“de una determinada causa dada se sigue necesariamente un efecto” (E1ax3)--, que no puede dejar de producirlos y su potencia deviene realmente causa, de manera que la potencia de sus efectos constituye su propia potencia –“no existe nada de cuya naturaleza no se siga algún efecto” (E1p36).

La necesidad horizontal, por su parte, estructura el juego de las relaciones modales y construye así una comunidad ontológica universal, que hace de cada individuo un núcleo determinado y determinante.

El sentido de la necesidad ha cambiado. Ha pulido el lenguaje usual y usado para explicar la naturaleza de las cosas. Necesidad no es equivalente a dependencia, sino determinación de la existencia y a actividad necesaria en un horizonte donde todo lo pensable es real, posible. El Deus sive Natura es el funndamento de esa necesidad constituyente en virtud de la cual vivir, desear, razonar son en el hombre acciones necesarias.

La transformación culmina en la afirmación de una libertad necesaria, crítica, activa:

 

nuestra libertad no reside ni en cierta contingencia ni en cierta indiferencia, sino en el modo de afirmar y de negar, de suerte que cuanto menos indiferentemente afirmamos o negamos una cosa, más libres somos. (Carta 21)

 

La libertad se construye en un proceso que consiste en actuar más que en padecer, en devenir en causa adecuada de la propia acción --el hombre es libre… en cuanto tiene potestad de existir y de obrar según las leyes de la naturaleza humana. (TP II, 7)

 En este punto Jacobi entendió bien a Spinoza: “La libertad del hombre es la esencia misma del hombre, es el grado de su potencia o de la fuerza con la que él es lo que es. En tanto él actúa según las solas leyes de su ser, actúa con una libertad perfecta”.[5]

En la esencia actual del hombre, en el deseo, donde necesidad y libertad se constituyen como uno y lo mismo y se conjugan para comprender la naturaleza del hombre. La lógica de la libertad es la acción, la actividad por adecuación, que se realiza en condiciones difíciles, conflictivas --padecemos cuando en nosotros surge algo… que no puede ser deducido de las solas leyes de nuestra naturaleza (E4p2). Y su dinámica lleva no a negar o sufrir la necesidad, sino a afirmarla y ejercerla como causa adecuada de la propia acción, la actividad por la potencia. La potencia por la que el hombre conserva y perfecciona su ser es la misma potencia de Dios o Naturaleza en cuanto que puede ser explicada por la esencia humana actual (E4p4dem).

Pero el prejuicio que más pervierte la necesidad es aquel que supone que la determinación viene de fuera, determinación extrínseca que vacía la identidad y la actividad propia de las cosas singulares. Ese determinismo cerrado, abstracto, olvida el carácter natural e inmanente de la necesidad, carácter en virtud del cual la necesidad eterna de Dios o Naturaleza es la misma necesidad de las cosas singulares y, por tanto del hombre:

 

es propio de la naturaleza de la razón contemplar las cosas como necesarias y no como contingentes… y esta necesidad de las cosas las percibe como verdad, esto es, tal como es en sí. Ahora bien, esta necesidad de las cosas es la misma necesidad de la naturaleza eterna de Dios (E2p44c2dem).

 

En el orden de la acción humana, la necesidad es correlativa a la contingencia y la posibilidad que cumplen es una función organizadora de espacios y tiempos. En efecto, cuando el hombre asume su posición de esencia singular activa y se refiere a las cosas singulares resulta pertinente hablar de contingencia y posibilidad. ¿En qué sentido? Posibilidad y contingencia designan la naturaleza de la cosa singular finita que no se da a sí misma su existencia ni su esencia, sino que la recibe de causas próximas, pero lejos de permanecer indiferente a su naturaleza, la afirma aumentando su potencia. Cuando el hombre considera sus acciones como posibles y parcialmente dependientes de sus causas próximas, la idea de necesidad como adecuación con su naturaleza se realiza, se concreta (TP IV, 58). La paradoja necesidad-libertad expresa justamente la dinámica de la acción: afirmar lo posible, lo nuevo. He aquí la unidad necesidad-libertad en Spinoza.

Reflexiones Marginales 70, 2022

Bibliografía

Fernández García, Eugenio (1997),  “Necesidad libre, libertad necesaria. E. Giancotti in memoriam”, en La encrucijada de los afectos. Ensayos spinozistas, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 2018, pp. 121-151.

Jacobi, F. H., “Sobre la doctrina de Spinoza”, en Cartas a Mendelssohn y otros textos, Prólogo, traducción y notas de José Luis Villacañas, Círculo de Lectores, Barcelona,1996.

Morfino, Vittorio, “Spinoza y la contingencia”, trad. Sebastián Torres, en Diego Tatián (comp.), Spinoza. Octavo Coloquio, Brujas, Córdoba, 2012, pp. 23-39.  

Nadler, Steven, Spinoza’s Ethics: An Introduction. Cambridge University Press, Cambridge, 2006.

Sainz Pezonaga, Aurelio, “Naturaleza y libertad en Spinoza”, en Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVI, no. 1, 2021, pp. 65-82.

Spinoza, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico; Tratado Breve; Tratado Político; Correspondencia (varias ediciones).

Notas

[1] Steven Nadler, Spinoza’s Ethics: An Introduction. Cambridge, Cambridge University Press, 2006, p. 256. En general, véase los artículos de Eugenio Fernández García (1997), “Necesidad libre, libertad necesaria. E. Giancotti in memoriam”, en La encrucijada de los afectos. Ensayos spinozistas, Cuenca,  Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2018, pp. 121-151 y Aurelio Sainz Pezonaga, “Naturaleza y libertad en Spinoza”, en Contrastes. Revista Internacional de Filosofía, vol. XXVI, no. 1, 2021, pp. 65-82.

[2] Utilizo la nomenclatura interna de la Ética de Spinoza.

[3] Véase la Carta 58 a G. H. Schuller donde Spinoza reconoce la necesidad como libertad y muestra cómo el hombre puede devenir libre reconociendo la potencia de lo necesario (varias ediciones).

[4] Véase Vittorio Morfino, “Spinoza y la contingencia”, trad. Sebastián Torres, en Diego Tatián (comp.), Spinoza. Octavo Coloquio, Brujas, Córdoba, 2012, pp. 23-39.  

[5] F. H. Jacobi, “Sobre la doctrina de Spinoza”, en Cartas a Mendelssohn y otros textos, Prólogo, traducción y notas de José Luis Villacañas, Círculo de Lectores, Barcelona, 1996, p. 127.

 

04 mayo, 2022

¿QUÉ ES UNA MANERA SPINOZISTA DE VIVIR?


 “¿QUÉ ES UNA MANERA SPINOZISTA DE VIVIR? –se pregunta Diego Tatián--. Seguramente no un modo de vida "filosófico", especulativo, sustraído; acaso un arte de producir encuentros -con seres, ideas, obras de arte, libros, cosas- que generen o prolonguen una potencia intelectual-amorosa de inventar comunidades abiertas, comunidades inconfesables, comunidades de resistencia, comunidades revolucionarias, comunidades irrecíprocas, microcomunidades invisibles... Generación de afectos comunes y nociones comunes capaces de prosperar por acumulación hacia lo que aún no conocemos, y de resistencia a lo que envilece, entristece y bloquea. Acaso un arte de la enmienda ("emmendatio" es la palabra que usaban los artesanos tipógrafos cuando debían corregir un error sin dañar la página, una intervención delicada y precisa sobre una materia frágil que acoge un sentido en construcción); acaso una tarea de detección de todo lo que no forma parte de lo que Calvino llamaba "el infierno de los vivos". O simplemente un deseo abierto a la experiencia, atento y agradecido a lo que hay y no se resigna a lo que se impone”.

09 febrero, 2022

SPINOZA Y EL PODER

 Alexandre Matheron

 I. Introducción

¿Qué es el poder? ¿Por qué deseamos ejercerlo sobre los otros? ¿Por qué deseamos que los otros lo hagan sobre nosotros? ¿Qué formas toman estas relaciones de poder en las diferentes esferas de nuestra existencia? ¿Cuán lejos se extienden sus efectos? ¿Son estos efectos insuperables? Todos estos asuntos, que se plantean de nuevo hoy, estaban, en cierto sentido, en el propio centro de la problemática antropológica del siglo XVII: generalmente eran tratados bajo la rúbrica de una “teoría de las pasiones”. Es cierto que, cuando se trataba del poder político, tendía a pasar al primer plano un tipo de investigación totalmente diferente: la que se sostiene sobre sus fundamentos jurídicos (el “derecho de los soberanos” y los “deberes de los súbditos”), y en relación a la cual el análisis de las modalidades de su ejercicio real (los “medios de contención de la multitud”) parece tan solo un familiar lejano. En la medida en que también allí se buscaban respuestas por el lado de una antropología, se desprendían todo tipo de aporías – como, por ejemplo, en la prodigiosa obra de Hobbes. Pero Spinoza, por su parte, cortó el nudo gordiano: al identificar, a través de Dios, derecho y hecho, él abolió toda distancia y todo conflicto entre la problemática de la legitimidad y la del funcionamiento real; la primera se resolvió pura y simplemente en lo última, lo cual ya nada podía impedir que ocupase, en todos los niveles, la totalidad del terreno. De aquí se sigue una teoría general del poder – tanto del poder político como del poder no político, de los “micro-poderes” así como también de los “macro-poderes”, tanto de sus desplazamientos como de sus interacciones – todo lo cual, y esto es lo menos que se puede decir, está lejos de haber perdido su interés. Nos proponemos proporcionar aquí sólo un breve esbozo de esta teoría.


II. El poder es la alienación de la potencia, y la potencia de un ser es la productividad de su esencia

El poder (potestas) es una derivación, en parte real y en parte imaginaria, de la potencia (potentia). Por lo tanto, debemos comenzar con la potencia para comprender al poder ¿Deberíamos, por ende, empezar por la potencia del ser humano? Sin duda, pero no lo humano en cuanto humano, como si algún privilegio particular lo distinguiese radicalmente de los otros seres: la originalidad de la “antropología” spinozista, si se le puede llamar así por conveniencia, yace en que no tiene nada de específicamente antropológica. La potencia de un ser, cualquiera que este sea, es la productividad de su esencia: es este ser sí mismo en la medida en que está necesariamente determinado a producir las consecuencias que se siguen de su naturaleza. (Ética III parte, proposición 7) Así, todo en la naturaleza es potencia. Dios es potencia causal absoluta: produce en sí misma (ya que nada es externo a él) todo lo que no es lógicamente contradictorio. (E I, pp. 16, 35) Todo ser finito, en la medida en que él mismo es parcialmente Dios, tiene una potencia causal que es una parte de la de Dios: produce, dentro o fuera de ella, efectos que se siguen de su propia naturaleza; (E I, p. 36) y como estos efectos no pueden estar en contradicción con tal naturaleza, (E III, p. 4) tienen como resultado, dejando de lado las interferencias externas, su mantenimiento en existencia a la manera de una estructura autorregulada. Pero hay interferencias externas; porque una cosa finita solo puede existir al lado de otras cosas finitas, que actúan sobre ella y constituyen un obstáculo para el pleno despliegue de sus efectos; debido a que permanece, a pesar de todo, determinada para producir estos efectos, podemos decir, sin antropomorfismo alguno, que se opone a todo lo que se le oponga. (E III, pp. 5, 6, demostraciones) De aquí obtenemos la conocida fórmula: cada cosa, en la medida de su potencia causal, se esfuerza (conatur) por perseverar en su ser. (E III, p. 6) Esta afirmación es muy diferente de la de Hobbes, a pesar de las apariencias. Este último distingue entre conservación orgánica, que es su propio fin, y una potencia que consiste en el conjunto de medios que potencialmente podría ponerse a trabajar para lograrlo; que, en la medida en que los otros aparezcan como un medio más, conduce muy directa y simplemente a una teoría instrumental de las relaciones de poder; y que, al mismo tiempo, hace de estas relaciones un atributo propio de una naturaleza humana definida por el cálculo racional. Nada por el estilo en Spinoza: la conservación y la potencia son idénticas. Todo ser, en cada momento, hace necesariamente todo lo que puede y, mientras puede hacer algo, se conserva a sí mismo. Este esfuerzo, o conato, es el deseo. El deseo es siempre legítimo: dado que nuestra potencia es la potencia misma de Dios, tenemos derecho a hacer todo lo que estamos decididos a hacer, nada más y nada menos. (Tratado Teológico Político, capítulo XVI; Tratado Político, capítulo II, parágrafos § 3–4)

Es imposible, en estas condiciones, relacionar inmediatamente poder con potencia; ni la piedra ni el sabio, que sin embargo tienen su propio conato, desean dominar nada. Por lo tanto, debemos introducir aquí una hipótesis mínima: si bien el ser humano tiene un cuerpo lo suficientemente complejo (E II, postulados posteriores a la p. 13); como para que su mente pueda imaginar, con relativa claridad, los cuerpos externos y ciertos eventos que le suceden, (E II, p. 17), inicialmente no es tan potente que el determinismo de su propia naturaleza prevalezca en él por encima de las influencias del exterior; (E IV, p. 6) y esto, por supuesto, también aplica a otras especies biológicas, de hecho, a una infinidad de especies concebibles. Por lo tanto, a través de la mediación de una relación con las cosas y la representación de esta relación, se posibilita el dar cuenta tanto de la demanda de poder como de la oferta de poder.

III. La demanda de poder

La demanda de poder podría deducirse, hablando en sentido estricto, de la consideración de un ser humano aislado, cara a cara con la naturaleza, suponiendo (que, por supuesto, no es el caso) que su existencia fuera posible. Tan pronto como nuestro cuerpo, dada una combinación de factores, termina en un estado que capacita la producción de más efectos que antes (esto es la alegría), (E III, p. 11) necesariamente nos esforzamos en producir estos nuevos efectos y, en consecuencia, permanecer en este nuevo estado; si este último está asociado en nosotros con la representación de una cosa externa como su causa (esto es el amor), (E III, p. 13) entonces nos esforzamos por percibir la presencia de esta cosa, (E III, p. 12) para mantenerla a nuestra disposición, para conservarla o para reproducirla a cualquier costo: (E III, p. 13) ponemos la totalidad de nuestra potencia, incondicionalmente, a su servicio, la alienamos de nosotros mismos, en el sentido cuasi-jurídico del término. Se trata de una alienación económica, tradicionalmente expresada en la fórmula según la cual somos poseídos por los bienes que poseemos. Y el proceso es el mismo para la alienación negativa hacia lo que pensamos que es la causa de una disminución de nuestra potencia (es el caso del odio). (E III, p. 13 y su escolio) Pero las cosas no nos dicen por sí mismas lo que debemos hacer para asegurar su preservación. Y, sin embargo, deseamos saberlo, tanto más ardientemente cuanto que la fortuna se lleva rápidamente lo que nos ha dado; oscilamos entre la esperanza y el miedo, y, cuando éste último raya en la desesperación, atendemos con ansiedad a los signos. (TTP, prefacio)

Estos signos sí aparecen. Porque nuestra alienación económica necesariamente se desdobla como una alienación ideológica. Conscientes de nuestro apego a las cosas, ignorantes de sus causas, nos tomamos como sujetos libres cuyas elecciones están motivadas por la perfección intrínseca de su objeto: nuestra conducta, así lo creemos, se explica por la atracción de un fin y por nuestra decisión de consentirlo. Pero, ¿por qué están estas cosas a nuestra disposición? Dado que el “por qué”, para nosotros, significa “en vistas a lo cual”, la respuesta está implícita en la pregunta misma: debido a que estas cosas nos satisfacen, han sido hechas para nosotros, por otro sujeto libre que persigue fines análogos a los nuestros; nace la divinidad. (E I, apéndice) Cuando la fortuna oscurece y nos preguntamos desesperados qué hacer, es a esta divinidad antropomórfica a la que nos dirigimos en primer lugar. Y enseguida nos imaginamos, porque así lo deseamos, que nos responde indicándonos qué condiciones necesitan ser satisfechas para satisfacernos. De esta manera forjamos una superstición personal, cuyo contenido depende estrictamente de nuestros traumas personales: la creencia en una divinidad con un rostro particular, que se nos revela en circunstancias particulares, que exige de nosotros un culto particular, y en la que, de ahí en adelante, alienamos todas nuestras capacidades con el fin de obtener los objetos que ansiamos. (TTP, prefacio) Si la fortuna vuelve a sonreírnos, nuestra fe se fortalece. ¿Y si las cosas vuelven a salir mal? Cambiamos, si es necesario, de superstición. (Ibídem) Después de numerosos fracasos, sin embargo, tendremos que dudar de nuestra capacidad de comunicarnos con el más allá. Entonces buscaremos signos de segundo grado: signos que nos indiquen qué signos manifiestan la auténtica revelación, cuál es la divinidad verdadera y qué es lo que quiere. Absortos por el pánico, nos entregaremos al primero que llegue. (Ibíd.)

IV. La oferta de poder

Ahora, el primero que llegue nos aceptará. Una oferta de poder responde necesariamente a una demanda de poder. Para demostrar esto, no hay necesidad de agregar nada a nuestra hipótesis mínima: no necesitamos invocar un cálculo utilitario. Si algún ser imagina un aumento o una disminución de potencia en otro ser cuya naturaleza tiene algo en común con la propia, su potencia aumentará o disminuirá del mismo golpe; así resulta entonces indirectamente afectado por la causa de lo que le sucede a lo que es semejante a él, y en la medida en que su naturaleza es la misma, esta causa producirá en él el mismo efecto (E III, p. 27) Para el ser humano, en particular (y sólo en particular), imaginar los afectos de otro ser humano es, pues, ipso facto experimentarlos. De un punto de partida tan exiguo, se siguen consecuencias cruciales.

1. Supongamos, en primer lugar, que por casualidad nos encontramos con un ser humano que está sufriendo. Participamos de su sufrimiento (esto es la conmiseración), (E III, p. 27, escolio) nos esforzamos en aliviarlo para librarnos de ello (esto es la benevolencia): (E III, p. 27, escolio al corolario 3) le ayudamos a satisfacer sus deseos, y le aconsejamos, como así lo quiere, sobre los medios para alcanzarlos. Si nuestra ayuda es efectiva, se alegra.

2. Ahora su alegría, por la misma razón, se convierte en la nuestra, y deseamos mantenernos en este estado. Ahora bien, creyendo que sabemos lo que agrada a los que son similares a nosotros, nos esforzamos, perpetuamente, para complacerlos realmente (esto es, en su primera forma, la ambición). (E III, p. 29 y su escolio) Si lo logramos por un tiempo, el otro, en deuda con nosotros, nos considera como la sola causa de la que depende, para ellos, la consecución de todo aquello a lo que están apegados: nos aman, (E.III, p. 29, escolio) y ponen a nuestra disposición toda su potencia, se alienan en nosotros; ¡Por fin, han encontrado lo que estaban buscando! Esto, de nuevo, repercute en nosotros: nos amamos a nosotros mismos por el amor que inspiramos a los demás (esto es la gloria) (E.III, p. 30 y su escolio). Y, para perseverar en este apasionante estado, queremos a toda costa perpetuar la situación que la genera: con total desinterés, aseguramos los fines de la otros para aparecer a sus ojos como la providencia misma.

3 Pero no podemos permanecer ahí. Porque nosotros mismos tenemos nuestras propias alienaciones, que generalmente no son las mismas que las alienaciones de aquellos que están en deuda con nosotros. De aquí se sigue la inevitable contradicción: es imposible dejar de amar lo que amamos, imposible no gozar de lo que los demás gozan, imposible que gocemos de dos cosas a la vez que sabemos que son incompatibles. (E III, p. 31)   La solución es obvia: nos aprovechamos de tener la ventaja sobre quien ha confiado en nosotros, para tratar de convertirlo; hacemos todo lo posible para que lo que nos parece bien les parezca bien a ellos (E III, escolio de la p. 31), de allí que podamos trabajar por su felicidad sin ningún motivo ulterior. Ahora bien, esto va mucho más lejos, porque nunca sabemos con total certeza lo que sucede en la conciencia. Como lo que cada uno juzga bueno está ligado a su ideología, exigimos que los demás asuman, con todos sus detalles, nuestra superstición personal, y que nos lo prueben confesando nuestra fe y practicando nuestro culto; lo que cada uno juzga bueno se manifiesta en sus elecciones económicas, en todos los detalles de la vida material de los otros a los que pretendemos gobernar, y de quienes queremos constante gratitud por gobernarlos. Todo esto solo por su propio bien; todavía no hay “interés”. Decir que el poder quiere ser amado es una tautología, ya que ésta es su única razón de ser; pero ejercerlo equivale a coaccionar a otros seres humanos –para poder hacer lo que ellos aman– a amar lo que hacemos y a exhibirlo haciendo lo que amamos: la ambición de gloria se convierte en ambición de dominación. Iremos tan lejos como podamos en esta dirección: mientras los demás esperen algo de nosotros, todo marchará suavemente; luego, más allá de cierto umbral de resistencia, recurriremos al miedo. (TP II, §10)

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06 febrero, 2022

SPINOZA: DE ELLA QUEDA ALGO QUE ES ETERNO

Alfredo Lucero Montaño

La tesis de Spinoza que afirma que “[…] la mente humana no puede destruirse absolutamente con el cuerpo, sino que de ella queda algo que es eterno” (E5p23),[1] y antes nos anuncia que tratará de “la duración de la mente, considerada ésta sin relación con el cuerpo” (E5p20e), ha sido un enigma y un rompecabezas para los estudiosos. Debido a la complejidad y opacidad de la explicación de Spinoza sobre la eternidad de la mente mucho se ha debatido qué significa. Lo que sobrevive después de la muerte, Spinoza argumenta en las siguientes proposiciones, es de carácter intelectual (vis intellectualis), concluyendo que el grado de eternidad de la mente es proporcional a su conocimiento. Spinoza identifica fundamentalmente la eternidad de la mente con el tercer grado de conocimiento (scientia intuitiva), y afirma que el conocimiento claro y distinto “engendra el amor hacia una cosa inmutable y eterna” (E5p20e), esto es, Dios o Naturaleza. El amor basado en el conocimiento “puede ser siempre cada vez mayor” (E5p15) y “ocupar la mayor parte de la mente” (E5p16), y “afectarla ampliamente” (E5p20e). Spinoza afirma que “sentimos y experimentamos que somos eternos” tw(E5p23e), y su célebre frase “amor intelectual de Dios” (amor Dei intellectualis) captura la simultaneidad afectiva y cognitiva de la experiencia humana. Ahora bien, la tesis mente-eternidad en Spinoza presenta tres problemas. 

1. La eternidad es “la existencia misma, en cuanto se la concibe como siguiéndose necesariamente de la sola definición de una cosa eterna” (E1def8). Sin embargo, “la esencia del hombre no implica la existencia necesaria” (E2a1) ¿Cómo entonces algo de la esencia de la mente humana puede ser eterno y expresar la esencia del cuerpo humano bajo una especie de eternidad? 

2. La eternidad “no puede explicarse por la duración o el tiempo” (E1def8). Sin embargo, dice Spinoza: “Esa idea que expresa la esencia del cuerpo desde la perspectiva de la eternidad, es… cierto modo de pensar que pertenece a la esencia de la mente y es necesariamente eterna” (E5p23e). Así, afirma Spinoza que (a) “de ella queda algo que es eterno” (E5p23); (b) “sentimos y experimentamos que somos eternos” (E5p23e); y (c) concebimos la mente humana como actual en cuanto que está contenida en Dios y se sigue de la necesidad de la naturaleza divina (E5p23e). ¿Si lo eterno es (a) algo que permanece, (b) que puede ser sentido y experimentado, y (c) y se da según una necesidad eterna, tiene alguna relación con la duración? 

3. Spinoza atribuye a la esencia de la mente la eternidad, pero la esencia del cuerpo se concibe bajo una especie de eternidad. ¿Por qué esta diferencia en la manera que se expresa de la mente y el cuerpo? ¿Qué significa entonces que “un modo de la extensión y la idea de dicho modo son una sola y misma cosa, pero expresada de dos maneras”? (E2p7e). 

Las claves para desentrañar los problemas señalados residen en cómo interpretemos la teoría de la esencia en Spinoza. Aquí podemos deslindar dos vertientes predominantes de interpretación entre los spinozistas: una, que comprende la esencia como idea o concepto (vis intellectualis), y la otra, que comprende la esencia como potencia o actividad (vis existentia). 

Spinoza concibe la existencia de la mente bajo dos formas: sub specie durationis seu temporis y sub specie aeternitatis, que son relaciones que se conciben de dos maneras distintas, ya en su relación con el orden común de la naturaleza bajo el atributo de extensión, ya en su relación con el intelecto infinito divino bajo el atributo de pensamiento. Así, también, Spinoza explica la distinción entre concebir la mente en relación con el cuerpo y concebir la mente sin relación con el cuerpo. Nos proponemos analizar el orden de la argumentación en ambas líneas de interpretación.

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09 enero, 2022

EL DIOS DE SPINOZA II

Sergio Espinosa Proa

En realidad no hace falta imaginar un Creador Todopoderoso -ni Platón ni Aristóteles tuvieron necesidad de hacerlo- si fue o era posible garantizar la sumisión de las cosas singulares a su Idea. De ahí deriva por fuerza una noción inadecuada de la perfección y la imperfección. Porque sólo existen propiamente las cosas en su particularidad, y sólo en ellas y para ellas es aplicable el principio de causalidad. La relación de la Idea con su referente real, con el individuo concreto, arrojado al tiempo y su erosión, es la de lo perfecto con lo imperfecto, pero, y esto lo sabe Spinoza acaso demasiado bien, la Idea universal es un ente de razón: no tiene existencia real. Otorgar no sólo existencia, sino excelencia y derecho a gobernar y regir a aquello que no existe más que en la mente es exactamente la operación que más tarde identificará Nietzsche con el nihilismo. Esta decisión irá rodando a lo largo de los siglos. Conocerá ascensos y descensos, enriquecimientos y angostamientos, pero no se extinguirá hasta el día de hoy. El holandés era una persona educada y bondadosa, así que tildará de prejuicio a la manía, extremadamente sospechosa para nuestra sensibilidad actual, de explicar el mundo a partir de una presuposición sobre el propósito final de su existencia. Daría la impresión de ser inextirpable. Según Spinoza, no hay tal cosa como una causa final; lo que puede observarse, abriendo bien los ojos, es sólo una causa eficiente, y ella no es otra cosa que el apetito, que el filósofo define como conatus. Desde aquí, resulta decididamente desafortunado establecer normas ideales de perfección. Todas las cosas son, en sí mismas, perfectas, porque no hay un patrón exterior de medida. El problema surge cuando creemos que buscar el bien, lo útil, es una meta final, lógica, de todo cuanto existe: las cosas fueron hechas pensando en nosotros. Hay multitudes -y no pocos filósofos- que dan esto por descontado. Para un filósofo como Spinoza, es únicamente un prejuicio producto de la ignorancia. Tal vez, ¡pero vaya si ese prejuicio se halla enconado! El Dios de esas muchedumbres se antoja imbatible. Viene a ser una especie de Papá Noel, con su trineo cargado de regalos. Su felicidad consiste en llevar la felicidad, gratuitamente, a nuestros hogares. Evidentemente, es una deidad pensada en los niños, pero no estaría mal que también estuviera ahí para la gente mayor. Muchos dioses, de muchas regiones del planeta, se ruborizarían ante conducta tan humillante. Cualquier cosa menos ponerse al servicio de estos micos. Pero bueno, estos son algunos efectos inevitables de la imperiosa necesidad de creer que se es especial, y, más todavía, que debemos aproximarnos a la perfección diseñada por un ideal. Creer en ese tipo de Dios no deja de tener grotescas consecuencias. Ya no es un simple prejuicio: se convierte primero en una superstición, y enseguida en una religión hecha y derecha. No la inventan los hebreos, pero son increíblemente diestros en depurarla y hacerla verosímil. Por caso, su Dios no es pura bondad, sino cólera; no es puro amor, sino también el aguijón de los celos. Es exactamente como un padre: tierno y severo, justo y arrebatado. Con la creencia de que todo existe por y para algo, el mundo se invierte: lo que es causa aparece como efecto, lo perfecto como imperfecto, lo anterior como posterior, y viceversa. En ese orden de cosas, ni siquiera Dios permanece indemne: si crea el mundo, es porque -diga lo que diga la teología- carecía de algo esencial. La única alternativa es suponer que, siendo perfecto, creó el mundo para que sus creaturas le canten motetes (lo cual, hablando con franqueza, no me parece de entero mal gusto).

Advertimos que, sea como sea, se trata aquí de un prejuicio muy serio. Que todo remita, racionalmente, a un para qué, es una convicción que no se elimina con una pequeña o mediana reprimenda. Es fácil quedar estupefacto incluso por acontecimientos ínfimos. Y si, como es lo que ocurre, hay algunas personas interesadas en perpetuar y propagar la estupefacción, el camino se volverá pronto intransitable (o será el único transitable). Esas personas se han encargado de la educación, o de la cultura, así que nunca se han visto privadas de condiciones para medrar. Su fuerza ha llegado a ser descomunal; hoy mismo es omnímoda e innegable, hasta en la llamada educación pública. A la Teología no le molesta la razón -excepto cuando ésta se imagina con mayor poder que la Revelación. Descartes se cuidó muy mucho de incomodar a tan venerable institución. Ni siquiera el Cogito soñó con liberarse totalmente de su tutela. Para Spinoza, es diáfana la diferencia entre la filosofía y la Teología: aquélla persigue la verdad, ésta busca asegurar la obediencia. Aquélla se dirige a un asentimiento o un rechazo racional, ésta a una emoción nacida de la imaginación. El desnivel es palmario. Lo segundo lleva siempre las de ganar, si no por ignorancia, sí por comodidad o inercia: por hábito, cuando no por pereza. Pero, para el filósofo, no se trata de repudiar a la Teología, sino de mostrarle que no debería sobrepasar sus límites. Ella -al menos, la judía- se forma en el cruce de ocho elementos: 1) Es un saber profético, revelado a unos cuantos. 2) Se reveló a esos pocos hombres mediante imágenes (auditivas y visuales), es decir: mediante signos. 3) La revelación no es exclusiva del pueblo judío. 4) La ley divina no se concibe como algo natural, sino como algo positivo. 5) Se basa en el milagro, aunque Spinoza lo rechaza sin apelación. 6) Se apoya en una "luz sobrenatural", que así mismo descarta el filósofo. 7) No busca un conocimiento de las cosas, sino un camino para alcanzar la virtud; son lecciones morales, no una verdadera sabiduría. Bien entendido que no hay conflicto alguno entre teología y filosofía, pero la primera no cesa nunca en su empeño por subordinarse a la segunda. Las palabras de Spinoza son casi definitivas, pero parecen caer siempre en oídos sordos: "Pues, como no podemos percibir por luz natural que la simple obediencia es el camino hacia la salvación, sino que sólo la revelación enseña que eso se consigue por una singular gracia de Dios, inalcanzable por la razón, se sigue que la escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo. Porque todos sin excepción pueden obedecer, pero son muy pocos, en comparación con todo el género humano, los que consiguen el hábito de la virtud bajo la sola guía de la razón" (Tratado teológico-político, cap. XV). ¿De qué tienen miedo los teólogos, por qué no dejan que los filósofos hagan su trabajo, que de sencillo no tiene un ápice? 

Por lo demás, deberá insistirse: Baruch Spinoza no defiende sólo la libertad formal o de expresión a la hora de interpretar las Escrituras; como vemos, es toda una idea de Dios la que aquí se halla en liza. En ella, lo desconocido forma parte inescindible de lo real (la sustancia, o la naturaleza, o Dios). "Nunca se insistirá bastante en que (...) lo infinito desconocido es tan relevante para el concepto de Dios como lo conocido" (Vidal Peña, "Introducción", Ética, Alianza, Madrid, 1987, p. 33). Por lo pronto, este concepto es crítico, no dogmático -como más tarde, lamentablemente, arguirá Schelling-, porque incluye en sí el límite mismo de la razón. A despecho de algunas palabras poco amables hacía Gilles Deleuze (también critica, con precipitación, a Borges y a Negri), la Introducción de Vidal Peña se encuentra bastante cerca de la lectura del filósofo francés. Ambos se encargan de deshacer los prejuicios más inveterados: que es panteísta, que es racionalista absoluto, que es dogmático. Ya se ha adelantado por qué no es lo último; el concepto de Dios es como el del Cogito: esencialmente problemático. En modo alguno se parte de una creencia o de un sentimiento (ya que ambos serían racionalmente inobjetables). No es, en modo alguno, racionalista a ultranza porque revienta desde dentro el concepto de razón; y no es panteísta dado que Dios es -aparte de potencia infinita- pluralidad e indeterminación. Con estas tres consideraciones, que no siempre -más bien nunca- son debidamente captadas, dada su índole radical, que choca contra un automatismo muy arraigado, Spinoza altera con decisión nuestra imagen habitual del mundo. A sus propios ojos, esta imagen, según hemos dicho, procede de un prejuicio fundamental: creer que Dios se conduce como una persona (vulgar, pero infinita) lo haría. No hacerlo, ¿torna inútil -o superflua- su existencia?

Tomado de Planeta Posmetafísico

07 enero, 2022

EL DIOS DE SPINOZA I

Sergio Espinosa Proa

¿Qué significa y qué alcance tiene el que Albert Einstein -y en ello no fue, por cierto, el primero, ni, en definitiva, será el último- haya dicho que su Dios no podría ser otro que el que concibe Spinoza (Einstein aseveró esto cuando le preguntó el rabino Herbert Goldstein, de la Sinagoga Institucional de Nueva York, si creía en Dios, el 24 de abril de 1921)? Entender a ese Dios -Einstein sólo agregó que en Él se revelaba un Orden Inteligible que nunca interfería en los asuntos humanos- no es imposible si procedemos cuidadosamente a desarmarlo para volver a armarlo. Son cinco partes.

1) Dios es sustancia absolutamente infinita.

Spinoza: el ojo de Dios
De semejante definición se siguen consecuencias positivas y negativas. La concepción de Spinoza se distingue en esto de la de Descartes y de la de la Escolástica, que -por otra parte- mantienen sus respectivas diferencias. Rechaza la idea de analogía, tan importante para Descartes; no es causa de las cosas como si lo fuera de sí mismo. No, porque Dios se produce a sí mismo produciendo todas las cosas: hay que entenderlo unívocamente; esto significa que es inmanente a ellas, no exterior (o Trascendente). Y esta productividad infinita significa también que no hay cabida para la negación. Absolutamente infinito equivale a rechazar la idea de que haya atributos a los que Dios se opone, o que se oponga a sí mismo; no es "relativamente" infinito. Se afirma en todos sus atributos, aunque ellos no sean, por sí mismos, absolutamente infinitos (por ejemplo, el Entendimiento no es Extensión). En este primer aspecto, pues, Dios aparece como Inmanente y como Afirmación absoluta e incondicional de sí. Es casi inaudito que esto se halla propuesto en el siglo XVII.

2) Dios está formado o consta de infinitos atributos.

Esto quiere decir, sobre todo, que está constituido por los atributos, sin aceptar ni presuponer que los precede. No "crea" el Mundo: Es el Mundo. Cada atributo es lo que el entendimiento sabe o predica de la sustancia, porque ella se expresa en los atributos. No tiene nada que ver con algo oculto, misterioso o secreto. Dios no se esconde de nadie ni de nada. La sustancia se manifiesta, se abre, se revela. Lo que se manifiesta al entendimiento como una esencia infinita y eterna de la sustancia es el atributo. Pero no son lo mismo: la sustancia está formada por un número infinito de atributos, pero ellos mismos sólo son relativamente -no absolutamente- infinitos. Podemos comprender esta diferencia como la que va del espectro electromagnético a los colores visibles. Del infrarrojo al ultravioleta abarcan una parte finita de una radiación infinita. El azul es relativamente, no absolutamente infinito. El espectro no es azul; el azul es una sección del espectro. Por otra parte, se ha señalado (J. L. Fernández R., El Dios de los filósofos modernos, EUNSA, Pamplona, 2008, p. 175) que pensar que sólo percibimos una porción del espectro -de la sustancia- es efecto de la experiencia, no de la deducción. Además, este autor observa que la definición del atributo como la expresión de una esencia eterna e infinita plantea dificultades no resueltas por Spinoza.

3) Dios necesariamente existe.

Porque nada se opone a ello, ni interior ni exteriormente. No es el ser opuesto a la nada, ni Dios ante su Adversario, el Diablo. No es cuestión de ver quién gana, ni producto de un volado. Si nada se opone, Dios existe necesariamente, porque ser es poder-ser. La existencia de Dios no supone la existencia del Diablo. Al contrario, si existe -es Dios. Que, por ello mismo, no tiene nada que ver con el Mal.

4) Dios es indivisible, único e inmanente, y su acción es necesaria, libre e inmanente.

Esta distinción aplica cuando se considera la diferencia entre los atributos (como sustantivos) y las propiedades (como adjetivos). Indivisible significa que es impropio pensar en un (misterioso) Dios trino, Único que no es hipócrita ni está dividido en muchos dioses, Inmanente que no crea el mundo y se echa a dormir. Si es Uno, no necesita desdoblarse, multiplicarse, disimularse, esconderse... o encarnarse. No necesita salvar a nadie de ser lo que es y como es. A esto debe añadirse que es Eterno e Inmutable. Lo primero no significa que permanezca existiendo siempre, sino que su existencia es necesaria, no contingente. Lo segundo, que no es un día Dios y otro no. Además, esto no es, en rigor, panteísmo, porque no todo es Dios: los modos son producidos por Dios, pero no coinciden con su esencia. Ello remite a la diferencia entre natura naturans y natura naturata. En modo alguno hay lugar para lo sobrenatural. ¿Ateo o panteísta, pues? Dios es libre, no "tiene" libre albedrío ni está separado del mundo.

5) Dios consiste en sus modificaciones, que son infinitas y finitas.

No basta con decir que la sustancia consta de un número infinito de atributos; también éstos se dividen en un número infinito de modos. No hay un Dios de espaldas al Devenir. Tampoco puede, por la misma razón, considerarse como un Dios personal, con lo cual es igualmente impensable una revelación. Dios no es entendimiento ni voluntad, sino que es su causa -sin confundirse con ellos. Las cosas particulares le son radicalmente distintas. Nada hay contigente; nada, en la naturaleza, pudo no haber existido. Es una negación inapelable del milagro. Pero son libres desde el punto de vista de Dios, no desde sí mismas. Todas las cosas, no sólo (pero también, por supuesto) los seres humanos. "Los seres finitos gozan de esa libertad en la medida en que se identifican con Dios" (p. 213). ¿Podrían no hacerlo? Esta es una pregunta realmente lancinante. Nos pone frente a la extrañeza radical del ser humano.

Con estas cinco características, la idea de Dios que se propone en la filosofía de Spinoza -contenida básicamente en la Ética, pero también en otros textos y en su correspondencia- socava en profundidad la idea de una Creación Divina y de una Religión Revelada. Podemos preguntar por qué motivos es tan importante defender esta última concepción, pues no parece ser solamente debido a exigencias lógicas. No se trata de que Spinoza no convenza con suficiencia, sino, precisamente, de que su razonamiento parece, desde cualquier punto de vista, inobjetable. Para el judaísmo, tanto como para el cristianismo, y para sus respectivas teologías (o ideologías), la filosofía de Spinoza es, por más que se le admire, francamente intolerable. ¿Por qué? Porque hace de Dios un ser que es cualquier cosa menos humano. Con Él simplemente no se puede negociar. Borra de la concepción tradicional cinco rasgos importantísimos: no es inteligente, ni desea objetos, ni pudo no haber creado el mundo, ni creó imperfectas a las cosas, ni se formuló y atuvo a un fin en obediencia al cual inventarlo. Afirmarlo es, en cambio, no sólo incoherente, sino infame. La cuestión es la siguiente: es muy probable que un Dios así exista, pero, ¿de qué nos serviría cuando las cosas no salgan como querríamos que lo hicieran? Podemos agradecer al cielo, pero, ¿suplicar? Pues no; en definitiva, Dios no está ahí para servir de algo. En ese rasgo se asemeja, paradójicamente, al Demonio, su eterno adversario. Spinoza declara que un Dios como el de la Teología es fruto de la ignorancia, pero no es excesivo ver ahí una ignorancia interesada. Nada bajo el cielo merece el menor respeto. Y el daño que esta valoración ha ocasionado es verdaderamente incalculable.

Tomado de Planeta Posmetafísico

02 enero, 2022

SPINOZA Y SU ILUSTRACIÓN II

Sergio Espinosa Proa

Un ser humano es incapaz de comprender, mediante el solo uso de la razón, el Todo del que es parte. El tiempo no puede pensarse propiamente: sólo es posible -hacia atrás y hacia adelante- efectuar conjeturas. Estamos dirigidos hacia el futuro, pero nadie, nadie sabe qué hay ahí, qué nos depara el mañana. Queremos saberlo, pero la razón es claramente insuficiente para otorgarnos tal conocimiento. En consecuencia, cada uno de nosotros es un hervidero de pasiones. Las dos más importantes, de las que derivan las demás, son el temor y la esperanza. Ambas son modalidades inconstantes de la tristeza y de la alegría. Spinoza estima que apoyarse en ellas es lo propio de instituciones y doctrinas esclavizadoras. Manipulan a las muchedumbres; las excitan y someten alternativamente. Es el caso, flagrante, de la religión judeocristiana; vive de despertar en el individuo la promesa de una vida eterna y de temer un castigo igualmente perpetuo. Y también del Estado represor, que se sustenta en el terror. Ya desde su siglo, el filósofo entiende que cada día es más inaplazable la sustitución de la Teología por la Antropología. No se trata de un cambio meramente teórico; apunta al reemplazo de una estructura autoritaria fundada en el temor por una más flexible que conceda la libertad del individuo y que vea en ella la condición sin la cual no habría ni seguridad ni estabilidad. En esto, Spinoza difiere diametralmente de Hobbes; el crecimiento de la sociedad no conduce necesariamente a la guerra de todos contra todos; no hace falta erigir a un Leviatán para mantenerla. La sociedad moderna abre la posibilidad de un aumento de poder del individuo, no de su decremento. El Estado no tiene por qué suprimir las pasiones, sino solamente limitarse a intentar modificar sus efectos. Su papel es convertir las pasiones negativas en positivas y en acrecentar el poder de la colectividad. Pero todo depende del resuelto y completo abandono de la Teología; construir un pensamiento que parta de lo que es, no de lo que debería ser. Y lo que es, respecto del hombre, es la realidad de la imaginación y del deseo. Se despide de la idea del pecado y procura comprender la formación del prejuicio y el mecanismo de las pasiones. Para garantizar dicha comprensión es preciso despojarse de la noción de un Dios personal y creador ex nihilo del mundo. Las cosas no funcionan así. Es necesario, si no queremos rechazar toda idea de una causa absoluta, pensar a Dios como productividad infinita, no como creación a partir de la nada. Sólo de esa manera puede evitarse la idea de Dios como un ser dotado de entendimiento y de voluntad. No hay nada como eso. Antes de la existencia de las cosas no pueden existir ni el entendimiento ni la voluntad. "De una manera general, todos los modos del pensar pertenecen a la naturaleza naturada, de modo que queda excluida una idea preexistente a las cosas" (p. 182). La Teología se precipita por fuerza en este tipo de errores, que son lógicos para su forma de enfocar las cosas. Necesita a un Dios al cual el Hombre debe someterse. Y bien, ese Dios no está muerto; simplemente nunca ha existido. Sólo lo hemos imaginado, y los sacerdotes, acompañados por el grueso de los funcionarios públicos, se han servido de Él para asegurar la sumisión y la obediencia. "Esa absoluta necesidad, esa infinita productividad inmutable en su eternidad, presente en todo y siempre más allá, sumamente perfecta y, sin embargo, cognoscible, fundamentan en el Ser mismo el determinismo universal, la posibilidad de una ciencia rigurosa de toda la naturaleza y destruyen ineluctablemente las pretensiones de todas las doctrinas filosóficas, teológicas y políticas del libre albedrío divino y humano" (Ibid.). Si Dios es una infinita productividad, ser humanos consiste en conocer y actuar, no en lamentarse y caer en constantes actos de contrición y autoflagelamiento. Nada tan triste como eso.

Tal vez no haya mucha necesidad de entrar en el detalle de la operación; pues basta con señalar que de Dios nos conformamos con retener no su verdadera esencia, sino algunas propiedades extrínsecas. Son "signos", que, como sabemos, en Spinoza poseen una connotación específica: manifiestan la forma en que imaginamos a Dios, no como éste realmente es. Advertencias, mandamientos, reglas, modelos de vida... No tienen nada que ver con la esencia divina, sino con las impresiones que marcan al individuo, compelido tan sólo a obedecer. Los teólogos han impuesto su perspectiva a los filósofos, que, como Descartes, piensan que la naturaleza de Dios es lo infinitamente perfecto. Pero esa es una propiedad, no un atributo. Los atributos no son nada misterioso ni oculto: se hallan a la vista, y es probable que por tal razón hayan pasado completamente desapercibidos para filósofos dotados, por lo demás, de enorme talento. La principal explicación de ese fallo la descubre Spinoza en la carencia de un método crítico para interpretar las Escrituras. Lo asevera explícitamente en el Tratado teológico-político: "Con una sorprendente precipitación, todo el mundo se ha persuadido que los profetas han tenido la ciencia de todo lo que el entendimiento humano puede aprender" (Alianza, Madrid, 1990, p. 116). Esto es excesivo. La Biblia no revela la naturaleza de Dios, sólo que existe, que es Uno, que lo ve todo, que está en todas partes y, lo más importante, que debemos prosternarnos ante Él. Un Dios para asustar a los niños, nada más. Vaya si la filosofía ha sufrido por ello. Ha correspondido a Gilles Deleuze insistir en este punto: "De manera que la 'Palabra de Dios' tiene dos sentidos muy diversos: una Palabra expresiva que no tiene necesidad de palabras ni de signos, sino solamente de la esencia de Dios y del entendimiento del hombre. Una palabra impresa, imperativa, operante por signo y mandamiento: ella no es expresiva sino que golpea nuestra imaginación y nos inspira la sumisión necesaria" (Spinoza y el problema de la expresión, Muchnik, Barcelona, 1975, p. 50). Los profetas no entienden ni quieren entender la naturaleza de Dios; tal vez, de hacerlo, se quedarían sin trabajo. Para nuestro filósofo, Dios se expresa en la forma del universo; no se manifiesta como una serie de mandamientos. ¿Quién quiere el misterio? No Dios. Sería absurdo; quizá monstruoso. Lo inventan los profetas, individuos -como se afirma en el segundo capítulo del Tratado teológico-político- de imaginación fuerte y entendimiento débil. El fin del mundo se toma como su principio. Todo aparece así distorsionado. Pero la filosofía de Spinoza es la de una afirmación pura, que, para corresponder a la esencia divina, espera de cada individuo no su autolimitación, no su ab-negación, por los motivos que fueren -siempre serán morales- sino, todo lo contrario, su plena expresión. ¿Qué se precisa para lograrlo? ¡Salir de la infancia en la que nos mantienen ciertas instancias y creencias, ciertos sujetos y costumbres! Porque la filosofía de la afirmación pura es cualquier cosa menos jerárquica: nada en el universo es inferior o superior a nada. La noción de un Dios distante y mayestático, de un Dios que premia-y-castiga, de un Dios personal y a la vez trascendente, cae por su propio peso. "... el mayor de los errores sería el de creer que lo infinitamente perfecto basta para definir la 'naturaleza' de Dios. Lo infinitamente perfecto es la modalidad de cada atributo, es decir, lo 'propio' de Dios. Pero la naturaleza de Dios consiste en una infinidad de atributos, es decir en lo absolutamente infinito" (p. 63). Que el universo sea infinito es la prueba de que Dios existe, al tiempo que señala su auténtica naturaleza: una Sustancia cuya perfección se da en sus atributos, no por encima de ellos. Allí se abren una visión y una experiencia que el temor mantenía adormecidas.

Tomado de Planeta Posmetafísico


01 enero, 2022

SPINOZA Y SU ILUSTRACIÓN I

Sergio Espinosa Proa

En el siglo XVII, Holanda era un ejemplo de modernidad: próspera y libre. Encontró a su filósofo: Spinoza. Y tuvo su principal porqué social y político: sacudirse el yugo de España, aferrada -por múltiples razones- a sus tradiciones. Desde Spinoza, Descartes, francés, no se aprecia tan decidido a abandonar el pasado; está atado a él por lazos más o menos sutiles, pero no por ello menos rígidos y violentos. Uno de ellos salta a la vista: que el alma se halla unida al cuerpo no lo sabe el entendimiento, sino -¡en plena Edad Clásica!- el sentimiento. Pero, según el holandés, el sentimiento no nos informa de otra cosa que de aquello que nos sucede, no de lo que realmente es; no es posible confiar en él para saberlo. Hacerlo equivale a deslizarse irreflexivamente en el prejuicio, de los cuales el mayor de todos es el de presuponer una causa final; Aristóteles se equivocó de modo rotundo al explicar casi todo en virtud de ella. Para Spinoza, es la forma simple y elemental del antropocentrismo: dar por hecho que cuanto acontece ocurre por algo. No se ha despertado todavía suficientemente del sueño si pensamos de esa manera. Es dudoso que Hegel, un siglo después, lo haya logrado, pues el Espíritu procede, según él, como si obedeciera a causas finales. Que puede evitarse este prejuicio lo muestran principalmente las matemáticas: ellas tratan con esencias, no con fines. Descartes no da el paso decisivo, pero es cierto que entreabre la puerta: pensar es, para empezar, expulsar lo oscuro y lo confuso. "Desterrando una finalidad heterogénea a las leyes universales de la naturaleza, la situación del hombre cambia de significación; todo antropocentrismo resulta desterrado. Despojado de todo privilegio, el ser humano no es ya un 'imperio en un imperio', ya no es algo mixto cuya composición original sobrepasa nuestro entendimiento, sino naturaleza en la naturaleza, y, como tal, objeto de ciencia" (Marianne Schaub, "Spinoza, o una filosofía política al modo de Galileo", Ibid., p. 159). En términos más fuertes, desterrar a lo humano es exactamente lo mismo que desterritorializar -como dirá Deleuze- a Dios, considerado en la Ética como un "asilo de ignorancia" (Apéndice a la primera parte). Ateología y antihumanismo en un solo, certero y contundente, golpe; con razón se escandalizó el respetable. Pero es importante hacer notar que aquí no se está anulando la relevancia de lo imaginario; sólo se trata de evitar que resuelva problemas que no le corresponde a él ni siquiera plantear. Desde la subjetividad, las cosas aparecen de cabeza; hasta Dios se conduce como si el pobre fuera un hombre. Todo, desde nuestro punto de vista, ocurre por algo, para nosotros. La razón -lo que Spinoza denomina el segundo género de conocimiento- corrige este defecto. Pero, ojo, sólo es un defecto si quiere organizar nuestro conocimiento del mundo tal como éste es. El prejuicio no está "mal" en sí mismo; solamente deforma o distorsiona nuestra imagen del mundo para adecuarse a cuanto de él, con o sin razón, esperamos. Es lo mismo que Descartes concedía al sentido común; concierne a la posición natural y espontánea del hombre. Pero para Spinoza no es tan sencillo desembarazarse de ella; uno prefiere abrazarse a lo común, así sepamos que se está flagrantemente equivocado. ¿Por qué habría de ocurrir cosa semejante? Porque no soportamos el peso del mundo. Quisiéramos ser omnipotentes, o que Alguien (un Dios, un Mesías, un Führer o una clase social y su vanguardia) para el cual seamos lo más valioso, lo fuera por nosotros. No salimos de la infancia (de una idea ciertamente rudimentaria de la infancia: no la de Nietzsche, por caso). Spinoza supone por contra que esa es precisamente la función de la razón: hacernos madurar. Ser maduros consiste, desde este punto de vista, en saber adaptarse a un mundo que no puede utilizarse como sería ideal.

Esto es prácticamente lo mismo que saber distinguir entre la realidad (externa) y el deseo: las cosas no están ahí, graciosa y dócilmente, para garantizar nuestra satisfacción. Persistir en ello, persuadidos de su verdad, no sólo deforma al mundo, sino que nos hace sufrir -y, de ahí, deplorarlo y calumniarlo- sin ninguna justificación y ninguna necesidad. Es decir: ser niños no está mal; pero seguir siéndolo toda la vida es una reverenda y literal estupidez. Con todo, perseveramos puerilmente en ello. Nos detenemos en la maduración; queremos todo aquí y ahora, y por el solo hecho de ser. Y los efectos son terribles; las cosas se confunden. Hay aquí una crítica subliminal al cristianismo: toda esa cosmovisión consiste en permanecer niños -¡la religión del Hijo!- hasta el final. Es decir: hasta el día de hoy. Que el mundo no existe para cumplir nuestros sueños significa, sin ir más lejos, que es trágico. No es exagerado decir que esta es la principal constatación filosófica de nuestro tiempo. Spinoza advierte, a este respecto, una correlación necesaria entre el antropocentrismo, el oscurantismo y la monarquía. Equivale a considerar la realidad humana y extrahumana -y así actuar sobre ella- desde un punto de vista eminentemente instrumental. Se lee en el mismo Apéndice: "Refiriéndose todos a su propio carácter, inventaron diversos medios de rendir culto a Dios, a fin de ser amados por Él más que los demás, y de que dirija a la naturaleza entera en beneficio de su ciego deseo y de su insaciable avidez". La irrupción de una metodología matemática permitirá salir de ese fango; sin ella esto no sería posible. No hay nada como el Bien o el Mal, el Orden o la Confusión, la Belleza o la Fealdad; no hay nada positivo en la idea de Pecado o en la de Mérito. ¿Qué hay entonces? Sólo grados de potencia. Se adivina, o, mejor dicho, se percibe el desmantelamiento de todo un Orden querido y sustentado por un Dios Todopoderoso. Si no existe el Bien, existe en cambio lo bueno para los seres, consistente en la afirmación incondicional de su naturaleza particular. Esto es veneno puro para la teología, incluso aquella que troca la Bondad por la Belleza. La naturaleza no existe para algo, ni siquiera para que Dios contemple, extasiado, su presunta belleza. Ella, caso de haberla, procede de una conexión necesaria, dada la homogeneidad de las cosas, no de una Voluntad de Orden. Por las mismas razones Spinoza excluye la hipótesis de una "Armonía Cósmica". Las matemáticas desustancializan al mundo y con ello lo liberan de nuestros caprichos y prejuicios más inveterados. Su método es constructivo, no deductivo. Ella no parte de Ideas Generales, que son sólo palabras, sino de definiciones válidas. Éstas no son artificios más o menos ad hoc, sino aplicaciones de un entendimiento enraizado en la naturaleza de las cosas. Comprender cómo opera el entendimiento es lo mismo que comprender el Ser. Se verifica así una continuidad entre la naturaleza naturante y la naturaleza naturada, lo cual significa que un entendimiento finito está capacitado para proceder como si fuera infinito. No precisa de signos externos para saber si es o no es verdad, cosa que ocurre en el primer género de conocimiento. La imaginación sustantiva nociones abstractas y construye a partir de signos, del significado adjudicado a lo real, pero lo real no significa nada: las cosas están encadenadas unas a otras, punto. La razón no requiere signos para entender, señales que vengan de otra parte. No necesita pruebas extraídas de algo radicalmente ajeno, provenientes de un horizonte sacro, misterioso en sí mismo. La imaginación sí trabaja de ese modo, articulando las cosas con vistas a su utilidad. Cree que vuela, pero no se despega un milímetro de la superficie de las cosas. Cree, aún peor, que es libre, pero sólo posee la libertad de un reflejo condicionado. ¡Y seguimos pensando que describe al mundo tal y como es!

Tomado de Planeta Posmetafísico

 

 

04 agosto, 2021

CLES - CONSTRUIR UNA RED

Diego Tatián

El Centro Latinoamericano de Estudios Spinozistas (CLES) se propone construir una red extensa e intensa de conversaciones y debates, en el futuro no solamente sobre la filosofía spinozista sino también sobre las urgencias y los dilemas sociales y políticos de América Latina. Para ello, la Cátedra Libre Baruch Spinoza del CLES se ofrece como un espacio de seminarios, talleres, presentaciones de libros, mesas de trabajo fraterno sobre ideas y cosas que seguir pensando, o que empezar a pensar.

El jueves próximo será la segunda conferencia del CLES, con Alfredo Lucero Montaño, de la Universidad de Baja California (México). Ahí nos vemos!