14 marzo, 2012

Luis Roca Jusmet: El tiempo de la igualdad de Jacques Rancière

Jacques Rancière, El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética (Traducción e introducción de Javier Bassas Vila), Barcelona, Herder, 2011.


Nos encontramos aquí con un libro extraordinario, tanto para iniciarse como para profundizar en la teoría filosófica de Jacques Rancière. El pensador francés, nacido en Argel en 1940, es sin duda uno de los filósofos vivos más potentes. Su punto de vista sobre la política, la estética y la educación es absolutamente original e innovador. Su hilo fundamental, la emancipación humana, pero planteada a partir de la siguiente pregunta: ¿Cómo alguien en un lugar preciso, puede percibir y pensar su mundo? Es lo que llama el reparto de lo sensible: la organización en un espacio dado desde el que tenemos una percpeción del propio mundo. De esta manera vinculamos nuestra experiencia sensible, es decir la de nuestro cuerpo, a una determinada inteligibilidad. Inteligibilidad que no se basa en la ideología que nos la oculta ( Althusser) o en el desconocimiento (Bordieu) pero que tampoco aparece espontáneamente. Rancière se interesa por la configuración de un sujeto a partir de la manera cómo se constituye una ontología, es decir una experiencia sensible con un sistema de significaciones. La pregunta también la formula de otra manera: ¿Cómo se anudan el pensamiento del tiempo y la cuestión de la igualdad y la desigualdad? Se trata de entender las formas de dominación y de consenso y su cuestionamiento en el arte y en la política.

El tema es complejo, lleno de matices y hemos de trasladarnos a la realidad concreta para ver como se articula. Rancière inició un estudio, sin ningún prejuicio ideológico, de los movimientos obreros emancipadores en el siglo XIX en Francia. Quería entender y aprender que es lo que nos enseñaba este movimiento en su dinámica real. Encontró lo que tenían de creativo, de búsqueda de otras maneras de ver y sentir las cosas. Se trata por tanto de entender la emancipación como la apertura del campo de lo posible en un grupo de sujetos que emprenden una acción colectiva. Porque la emancipación no se basa ni en un sujeto colectivo ni tampoco en sujetos individuales, sino en esta acción colectiva de sujetos singulares. Pero no la economía (clase obrera, precarios...) la que determina estos sujetos. Tampoco lo es la conciencia de la propia explotación. Es el sentimiento de otra vida posible de aquellos que no se conforman con el lugar que les ha sido asignado.

La política va contra la policía, que es el establecimiento de un determinado reparto sensible en los que cada cuerpo tiene un lugar y una función. La policía gobierna distribuyendo los espacios, los lugares, los papeles, lo que se puede pensar, sentir, decir y hacer. La política no es la expresión natural de nuestra naturaleza (como diría Aristóteles) pero tampoco es un espacio claramente diferenciado de lo social (Hanna Arendt). La política es algo contingente, algo que puede pasar cuando no se acepta el orden policial. La política aparece cuando hay desacuerdo, cuando se universaliza el conflicto. El consenso es el fin de la política, la postdemocracia y es lo que provoca reacciones como el auge de la extrema derecha. Lo que vivimos actualmente en Europa no es una democracia sino una oligarquía liberal en la que dominan los que detentan el poder económico, institucional e ideológico.

La política es la democracia como movimiento para emancipar la capacidad de cualquiera. La democracia no es sólo una forma de gobierno o un modo de vida social, es sobre todo la práctica que plantea una ruptura con la estructuración simbólica de la vida en común. Es la búsqueda de una comunidad política heterogénea de sujetos singulares frente a una comunidad homogénea cultural donde hay unos papeles y unas funciones orgánicamente establecidos. Esta comunidad política se basa únicamente en la igualdad de los seres hablantes. Igualdad de la partimos, no que buscamos. Aquí Ranciére es radical y se desmarca de los que luchan por una supuesta igualdad partiendo de la desigualdad de las inteligencias, de las capacidades. La política no es el gobierno de los intereses comunes. El bien común no existe, es una ficción.

Todo ello llevó a Rancière a la estética, no como teoría de la belleza y el arte, sino como una análisis de como se configura un campo sensible, un campo de la experiencia que rompe con los anteriores. Aquí hay muchas ideas interesantes, pero me limitaré a las dos que me han parecido más sugerentes. La primera se refiere a la novela, que según Rancière va ligada a la democracia porque es la literatura de cualquiera y sobre cualquiera. Es la forma democrática de la palabra que rompe con las clasificaciones clásicas de las artes. La segunda es su teoría del espectador emancipado, que quiere romper con la dicotomía entre artista activo/espectador pasivo. Pero que al mismo tiempo critica la intervención del artista para provocar una acción del espectador, ya que no deja de ser una manipulación del primero. Es el espectador el que subjetivamente integra la obra en su campo de experiencia.

El libro de que nos ocupa recoge interesantes entrevistas de Rancière realizadas entre 1981 y 2007. Únicamente dos de ellas ("Universalizar las capacidades de cualquiera" y "El nuevo discurso antidemocrático" habían sido traducidos al español y publicadas en la desgraciadamente desaparecida revista Archipiélgo. Cuadernos de crítica de la cultura). Las entrevistas tienen un gran interés por diversas razones. La primera es que a través de inteligentes entrevistas aclara los temas fundamentales expuestos anteriormente. Rancière lo hace con claridad, precisión y rigor. Demostrando lo que da un segundo interés a las entrevistas que es su reflexión crítica sobre multitud de pensadores anteriores y contemporáneos sobre los cuales Rancière demuestra un conocimiento profundo. Así van pasando gente como Lacan, Castoriadis, Nancy, Badiou, Deleuze, Negri , Agamben, Derrida. Hay análisis más en profundidad de sus afinidades y diferencias con Hanna Arendt, Michel Foucault o Pierre Bordieu. O una formulación de su polémica con la teoría democrática de Habermas o su lúcido análisis de Guy Debord y su “sociedad del espectáculo”. El tercer interés es que Rancière demuestra que no es una maximalista sino que tiene una capacidad crítica para pronunciarse sobre los acontecimientos más significativos y concretos del mundo que le rodea, sobre todo de su país, Francia, que es el que conoce mejor y le permite ejemplificar de manera más concreta. Finalmente encontramos una biografía intelectual y política muy detallada de Rancière, sobre todo de su relación con Althusser o de su militancia en el grupo maoísta Gauche Prolétarianne. Aquí comprobamos una vez más la elegancia de Rancière, que aunque mantiene una distancia crítica con lo anterior nunca tiene el resentimiento del converso.

Hay que agradecer el esfuerzo y la brillantez de Javier Bassas Vila, excelente traductor y compilador de este libro, del que ya tuvimos la fortuna de disfrutar de su edición de El espectador emancipado. La presentación que hace Bassas de El tiempo de la igualdad me parece una invitación tan lúcida como densa a la lectura de Rancière.

La emancipación, hilo conductor de la reflexión de Rancière, a través de su propuesta poética del saber que devuelve los métodos de la ciencia a un territorio común, a un pensamiento compartido. Jacques Rancière es un filósofo y define con claridad lo que hace. No es un discurso sobre (el arte, la ciencia, la política) sino un discurso entre, que cuestiona precisamente el reparto de los saberes, las disciplinas de los expertos. Su trabajo teórico consiste en confundir rompiendo las líneas fronterizas entre política, literatura, cine, educación, historia... Todo ello bajo una pregunta central ¿Cómo definir, como ejercer la capacidad de cualquiera?

12 marzo, 2012

Enrique Díaz Álvarez: Entrevista a Chantal Mouffe

Chantal Mouffe (Charleroi, Bélgica, 1943) es profesora de teoría política en la Universidad de Westminster. Obras emblemáticas como Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia (1985) –que escribió junto con Ernesto Laclau–, El retorno de lo político (1993), La paradoja democrática (2000) o En torno a lo político (2005), la han convertido en un referente imprescindible de la filosofía política contemporánea.
En contraste con el paradigma liberal-democrático dominante, Mouffe propone una reformulación del proyecto socialista a través de un modelo de democracia radical y plural. Este nuevo imaginario político no gira alrededor del consenso racional, sino en torno a un pluralismo agonístico que se caracteriza por reconocer que la política nunca podrá prescindir del antagonismo, ya que todo “nosotros” implica la existencia de un “ellos”.
Mouffe defiende que la tarea democrática no debe consistir en excluir o negar un conflicto que es inerradicable, sino en lograr su “domesticación”. En consecuencia, plantea transformar el antagonismo en agonismo, es decir, procurar una relación “nosotros/ellos” en la que los oponentes ya no se traten como “enemigos”, sino que se perciban y reconozcan a sí mismos como “adversarios” que comparten un espacio simbólico común.
La presente entrevista se realizó en febrero de 2010, con motivo de una conferencia que Chantal Mouffe impartió en La Pedrera, como parte del ciclo “Retos socioculturales del siglo XXI”, organizado por Dinámicas Interculturales - CIDOB y la Obra Social de Caixa Catalunya.
Parte importante de su modelo de democracia y confrontación agonística es el papel que otorga a la dimensión afectiva. Usted señala que “la principal tarea de la política democrática no es eliminar las pasiones ni relegarlas a la esfera privada para hacer posible el consenso racional, sino movilizar dichas pasiones de modo que promuevan formas democráticas”. Apelar hoy en día a dicha movilización me parece muy sugerente o llamativo, porque desde hace tiempo, quizá desde los terribles excesos del fascismo y del nazismo por todos conocidos, la teoría política ha estigmatizado o menospreciado el papel que ocupan las pasiones en la política.
Estoy de acuerdo. Básicamente está ligado a lo que pasó con el nazismo. Por ejemplo, si uno piensa en la obra de Jürgen Habermas, que es uno de los principales representantes del modelo deliberativo de la democracia que yo critico, está claro que pretende pensar la política de un modo que impida el regreso de movimientos de masas del tipo del fascismo. Por eso insiste en que la política tiene que pensarse en términos racionales. Habermas piensa que las pasiones únicamente pueden ser movilizadas como lo hicieron Hitler y el nazismo, por eso dice que hay que evitar la posibilidad de que desempeñen un papel importante en política. Pero yo creo que ahí hay un error fundamental, porque si bien es cierto que las pasiones pueden ser movilizadas de una manera muy preocupante y peligrosa para la democracia, tampoco se pueden eliminar.
Dejar el terreno de las pasiones abierto solo a la derecha populista o a la extrema derecha es terriblemente peligroso. Estoy convencida de que hay una relación muy clara entre ese modelo racionalista aceptado por los partidos democráticos tradicionales –que no deja lugar para una movilización de las pasiones hacia objetivos democráticos–, y el éxito del populismo de derecha. Las pasiones no son eliminables de la política, están ahí. Forman parte del make-up de los individuos. Elias Canetti lo subraya de manera muy interesante en su libro Masa y poder, donde muestra que los seres humanos estamos atraídos por dos fuerzas opuestas: por un lado la afirmación de la individualidad, y por otro una pulsión a formar parte de una masa. Lo que quiero denotar con el término “pasiones” son todas las fuerzas afectivas que están en juego en la creación de identidades colectivas. No estoy de acuerdo en llamar a eso afectos o sentimientos. No se trata de una pasión individual, son pasiones colectivas. Hoy en día está creciendo mucho la investigación sobre el papel de las emociones…
Pensadoras contemporáneas como Judith Butler o Marta C. Nussbaum han profundizado en tiempos recientes sobre el papel del duelo, la vulnerabilidad, la compasión o la empatía en política. ¿Es tiempo de reconsiderar moral y políticamente las emociones?
Sí, pero no quiero ir por ese camino. No digo que no pueda ser interesante, pero no es lo que tengo en mente. Por eso yo les llamo pasiones, porque es una fuerza colectiva, aquello que lleva a la gente a ser parte de un “nosotros”. Hace algunos años tuve esa discusión con Richard Rorty, quien me dijo que lo que yo llamaba pasiones en realidad eran sentimientos. Le contesté que no, porque en verdad existe una diferencia teórica importante.
Claro que a mí también me parece importante la cuestión sentimental. Por ejemplo, Rorty, como crítica a Habermas, mencionó algo con lo que estoy absolutamente de acuerdo. Consideraba que libros como La cabaña del tío Tom –al crear formas de identificación y simpatía– habían desempeñado un papel mucho más importante en la lucha contra el racismo y la esclavitud en EE.UU. que todos los tratados filosóficos sobre la igualdad de las razas. Estoy de acuerdo con Rorty en ese punto de crear empatía, pero creo que tanto él como Nussbaum tienen una visión demasiado individualista. Lo que quiero es ligar siempre la pasión con el conflicto, un elemento que me parece que no está presente en esos autores.
En el prólogo de su libro Desconstrucción y pragmatismo critica los modelos democráticos de Rorty y Habermas porque “ninguno de los dos es capaz de comprender el papel crucial del conflicto y la central función integradora que desempeña para una democracia pluralista”.
Mi punto de partida tiene que ver con el concepto de pluralismo. Una cuestión muy importante a considerar, por su gran impacto sobre las discusiones actuales, es que todo el mundo habla del pluralismo, pero en realidad hay dos maneras de entenderlo. Una es la forma liberal, que se encuentra en Rawls, Habermas o en Arendt, quienes reconocen que existen una multiplicidad de valores y perspectivas. Arendt, por ejemplo, retomando el pensamiento ampliado de Kant, insiste mucho en que la política tiene que ver con esa pluralidad y con la posibilidad de ponerse en los zapatos de los demás. El objetivo, para ella, sería ocupar todas esas perspectivas, tender a la creación de una armonía. Pero junto a esta concepción del pluralismo hay otra, la defendida por Max Weber –y también por Nietzsche–, que es el politeísmo de los valores. Ellos defienden que el pluralismo necesariamente implica conflicto porque es imposible que todos esos valores puedan algún día –aun en un mundo ideal– ser reconciliados, porque hay valores que se definen necesariamente en contra de otros. Así es como considero que hay que entender el pluralismo: un pluralismo que va ligado al reconocimiento de un conflicto inerradicable. Una vez aceptado este concepto, la cuestión es saber cómo puede existir la democracia pluralista, cómo va a funcionar, y es ahí donde viene mi propuesta.
¿Pero a qué clase de conflicto se refiere? ¿Se trata de construir una cultura del disenso?
Para mí los conflictos realmente importantes son los que llamo antagónicos, es decir, cuando realmente no hay posibilidad de una reconciliación racional. Para la visión pluralista liberal no hay conflictos antagónicos, porque todos pueden encontrar una solución, mientras que en la visión weberiana que yo sigo hay conflictos por fuerza antagónicos. Entonces, ¿qué hacer con ellos? Mi propuesta es ver cómo se puede transformar el antagonismo en agonismo. El objetivo fundamental de la democracia es crear las instituciones que permitan que, cuando el conflicto emerja, adopte una forma agonística y no antagónica.
Como parte de esta confrontación agonística, usted plantea “el adversario” como una categoría crucial para la política democrática. Esto es, que debe existir cierto reconocimiento o vínculo común entre las partes en conflicto, de tal modo que no se trate al “otro” como enemigo a erradicar. En este sentido, ¿qué clase de virtudes o disposiciones individuales serían fundamentales en su modelo adversarial? ¿Cómo piensa o se imagina el sujeto agonístico?
Un requisito fundamental para el desarrollo de una democracia agonística sería el abandono de la idea de que hay una verdad y de que nosotros la poseemos. Creo que en la izquierda –y aquí hago una autocrítica– hemos tendido demasiado a pensar que nosotros teníamos la verdad y que los demás estaban equivocados. Esa actitud es incompatible con la concepción agonística, que consiste precisamente en reconocer que hay puntos de vista enfrentados, diversas “verdades” que siempre estarán en conflicto. Tener como objetivo imponer tu verdad es muy problemático, y justamente lo que hay que reconocer es la legitimidad de los oponentes.
Uno de los problemas de hoy en día –y que desarrollo en mis trabajos– es que la política se juega en un nivel moral. Ya no se piensa en términos de izquierda o derecha, sino de bueno y de malo; “nosotros somos los buenos”, “los otros son los malos”. Si se piensa en esos términos, está claro que no hay posibilidad para una lucha agonística, porque si los malos son enemigos, no puedes tener un diálogo aunque sea agonístico con ellos, no puedes reconocer su legitimidad. La posición agonística –y esto es tal vez lo más complicado– implica reconocer la contingencia de tus creencias, pero sin embargo tener la voluntad de luchar para defenderlas. La política democrática implica aceptar la legitimidad de los otros, y al mismo tiempo estar dispuesto a luchar para transformar las relaciones de poder y crear otra hegemonía.
La gente opina que para tener fuerza y luchar hay que estar absolutamente convencido de que se tiene la verdad, y que abandonar eso conduce a la apatía. No me parece un punto de vista acertado, pero ahí radica la posición difícil de crear: tener al mismo tiempo un sentimiento de relatividad y de contingencia de tus creencias, y no obstante querer luchar por ellas. En cierto modo, cuando Kant habla del entusiasmo se refiere a un fenómeno semejante; una especie de entusiasmo para la lucha, pero que no esté basado sobre la convicción de que uno tiene la verdad. Esta es la cualidad fundamental.
Desde hace algunos años, más de la mitad de la población mundial ya vive en centros urbanos. Toco el tema porque la ciudad siempre ha estado relacionada justamente con el conflicto, la convivencia entre extraños y la pluralidad de perspectivas. ¿Qué papel tiene el espacio público en su postura agonista? ¿Cree que es nostálgico preocuparse por las calles, las plazas o el ágora en la época de Internet?
No debería ser nostálgico; ahí entramos en el terreno de Internet, que también es muy interesante discutir. La manera como se evalúa la cuestión depende mucho de la visión que se tiene sobre qué es un espacio público. Para Habermas, por ejemplo, el espacio público es aquel que permite la deliberación que va a llevar a la solución. Idealmente, espera que a través de esa deliberación se va a crear el consenso. Para mí, el espacio público no es donde uno va a tratar de llegar al consenso, sino donde va a darse la posibilidad de expresión del conflicto, del disenso.
Desde ese punto de vista, Internet, en realidad, es un terreno neutro; pensar que por sí mismo crea ese espacio agonístico me parece un error. Lo puede crear, pero se debe tener una visión desde detrás, desde una posición no inscrita en la misma tecnología. Hoy en día, desgraciadamente, Internet no desempeña una función muy positiva en la creación del espacio agonístico. La gente tiende a leer solo los blogs de aquellas personas con quienes está de acuerdo, o a encerrarse en una serie de pequeñas comunidades con las que se identifica. No es un lugar donde se acude a leer opiniones no coincidentes con las propias. Este hecho lo encuentro realmente preocupante. Internet evidentemente puede ser utilizado como técnica para crear un espacio agonístico, pero para eso hay que tener una visión política clara de qué es lo que se pretende hacer.
Para regresar a su pregunta sobre lo que ocurre en el espacio de la ciudad, lo plantearía en términos similares; pensar que no necesitamos más espacios públicos porque tenemos Internet es un error, porque Internet no los reemplaza. Aun en el caso de que se desarrollara de forma más agonística, es muy importante mantener, crear y desarrollar los espacios públicos –públicos y físicos–, porque el contacto directo entre las personas es fundamental. Me preocupa que, con el auge de Internet, la gente ni siquiera se ponga frente a frente con otras personas. Hay una especie de encerramiento personal, de falta de contacto físico con los otros, de falta de contacto con las ideas distintas.
Este énfasis en tener la disposición y la posibilidad de confrontarnos con aquellos que no piensan como “nosotros” me parece muy sugerente. Pero dentro de su modelo de democracia agonística, ¿cómo deliberar o discutir con aquellos que de entrada no quieren participar en ese espacio simbólico común que plantea el juego democrático? Pienso en la extrema derecha, el fundamentalismo religioso, el terrorismo, el narcotráfico…
No estoy defendiendo un pluralismo sin fronteras, ni que todas las demandas puedan formar parte de ese espacio agonístico. Insisto mucho en que entre los adversarios se necesita –y esa es la diferencia entre enemigo y adversario– lo que llamo un consenso conflictual, es decir, una base de consenso. Si no hay ningún terreno simbólico común, entonces no hay posibilidad de entrar en ningún tipo de diálogo agonístico en el discurso.
El consenso conflictual lo entiendo como un acuerdo sobre los principios ético-políticos que son los que caracterizan la democracia pluralista –libertad e igualdad para todos–, pero como un desacuerdo sobre en qué consisten su interpretación y su terreno de aplicación. Mucha gente puede estar de acuerdo en la igualdad y la libertad para todos, pero cada uno va a entender de manera completamente distinta qué tipo de libertad, qué tipo de igualdad y también ese “todos”, porque el “todos” siempre es limitado, con fronteras. Está claro que hay personas que se sitúan definitivamente fuera del espacio agonístico, porque no aceptan los principios ético-políticos: los terroristas, los fundamentalistas –como el pequeño grupo que quiere establecer una república islámica en Inglaterra– o algunos grupos neonazis. Esos son enemigos, no son adversarios. Cuando digo enemigos quiero decir que no vamos a reconocer su derecho a defender su posición en el interior del marco democrático. Simplemente no, no hay lugar. A diferencia de los que no ponen en cuestión la base misma del pluralismo democrático, los enemigos no pueden ser reconocidos en nombre del pluralismo.
Escuchándola me ha venido a la mente una frase célebre de Manuel Vázquez Montalbán, un escritor catalán que fue todo un referente de la izquierda…
Lo conozco, el escritor de novelas policíacas…
Exactamente. La frase es “contra Franco vivíamos mejor”. Vázquez Montalbán la escribió ya en plena transición democrática pensando en que parte de los males de la izquierda española era que no había superado esa situación de vivir contra el franquismo. En este sentido, ¿cuál consideraría que es actualmente el enemigo y el adversario de la izquierda en Europa?
Siguiendo el razonamiento que he planteado hasta ahora, el enemigo no será un enemigo de la izquierda, sino del sistema pluralista democrático. Es decir, los enemigos de la izquierda tendrían que ser también los enemigos de la derecha; los grupos terroristas, por ejemplo, son enemigos tanto del PSOE como del PP. En un régimen democrático, los partidos deben tratarse como adversarios, no como enemigos. La misma aceptación de la elecciones es una muestra de que tú aceptas que tus oponentes defiendan su punto de vista. El sistema democrático funciona sobre la base de reconocer al otro como adversario.
En realidad, hay tres formas de concebir la manera de relacionarse con el conflicto; hasta ahora hemos hablado de dos, que son el antagonismo y el agonismo, pero también está la concepción liberal, que simplemente entiende la política como un juego entre competidores, como un terreno neutral en el que no se acepta o reconoce que todo orden es un orden hegemónico que está estructurado por relaciones de poder. Para la concepción liberal, la política simplemente es una competición entre elites –un término de Schumpeter–, que consiste en tratar de ver quién ocupa los lugares del poder. Ése es el modelo de la democracia que se ha vuelto dominante después de la Segunda Guerra Mundial; llegas, ganas las elecciones y ocupas, y después viene otro….
En general, la gente piensa que la democracia implica la posibilidad de alternance, un partido gobierna y después gobierna el otro, y otro. Para mí una verdadera democracia implica la posibilidad de alternatif, cuando optar por un partido puede cambiar las cosas. Ésa es la diferencia entre alternancia y alternativa. El problema de la izquierda es que ha llegado a aceptar e interiorizar esa concepción liberal de la política, y por eso finalmente no hay diferencia fundamental entre los proyectos de centro-derecha y de centro-izquierda. Me acuerdo de que durante la campaña presidencial de Francia en 2002 bromeaba con mis estudiantes sobre el hecho de que la diferencia entre el programa de Lionel Jospin –que había declarado que no defendía el proyecto socialista– y Jacques Chirac era la misma que entre Coca-Cola y Pepsi-Cola. A mí, como a todo el mundo, me produjo un shock ver aparecer en televisión la cara de Le Pen como el segundo candidato más votado. Pero, en realidad, no me extrañó, porque era una justificación de todo lo que yo había dicho en un plano teórico; cuando los partidos democráticos no ofrecen una posibilidad real de escoger, y no tratan de movilizar a través de proyectos realmente distintos, son los partidos populistas de derecha los que ganan.
En efecto, la democracia pluralista exige la presencia de partidos e instituciones a través de las cuales puedan manifestarse las discrepancias e intereses en conflicto, pero ¿cómo se puede ser receptivo a la multiplicidad de voces, valores y concepciones del bien que confluyen cotidianamente en una ciudad multicultural como Barcelona, en la que alrededor del 15% de la población es inmigrante y conviven más de 110 nacionalidades?
No puedo contestar esa pregunta. Habría que conocer exactamente el estatuto de esos inmigrantes, y esto depende mucho de cada país. Mi posición con respecto al multiculturalismo, en un plano abstracto o general, es que debería haber más reconocimiento de las diferencias y costumbres de tipo cultural. No hay que imponer una homogenización, la diversidad aquí no solamente es legítima, sino positiva. Lo que no acepto es la posición de quienes declaran que implementar realmente el multiculturalismo implicaría adoptar unas formas de pluralismo legal. El caso de Canadá es particularmente interesante desde ese punto de vista; algunos señalan que cada comunidad debería tener derecho a un sistema judicial propio, es decir, que no haya una constitución o sistema jurídico que valga para todo el mundo. Ahí ya no estoy de acuerdo. Para que funcione la democracia es necesario respetar la adhesión a los principios ético-políticos. Nuestro orden democrático pluralista no es compatible con la existencia de principios de legitimidad en conflicto, porque en realidad lo que está en juego con respecto de esa multiplicidad de sistemas legales es el principio de legitimidad. No creo que en una asociación política quepan principios de legitimidad situados en posiciones enfrentadas, porque eso llevaría a la destrucción, a la disolución de la asociación política. También aquí veo límites al pluralismo. Hacen falta unos principios de legitimidad, los que se definen en la Constitución, que sean aceptados por todo el mundo.
Pasando a cuestiones de la actual coyuntura política, me gustaría preguntarle si cree que el colapso financiero de 2008 y el intervencionismo estatal que lo secundó son claros indicios que confirman que el modelo neoliberal está en crisis. ¿Es tiempo de hablar ya de un orden posneoliberal?
Desgraciadamente no lo creo. A pesar de lo que se hubiera podido esperar, las cosas ya han vuelto prácticamente a la situación anterior a la crisis. Hubo una oportunidad que no se aprovechó y es realmente una lástima, porque con la crisis financiera, el Estado –que había sido demonizado durante toda la época neoliberal– súbitamente apareció como el salvador. El Estado podía actuar de dos maneras. Una era exactamente como lo hizo: intervenir para salvar los bancos, sin ni siquiera imponer nuevas reglas de regulación muy importantes. La otra era intervenir de manera mucho más radical, por ejemplo, utilizando esa oportunidad para desarrollar medidas más redistributivas, algo así como las medidas de Roosevelt con el New Deal.
Había una oportunidad, pero para eso hubiera sido necesario que en los países, hablo en el caso europeo, hubiera existido una izquierda realmente en condiciones de aprovecharla. Lo terrible es que, hoy en día, después de la crisis financiera, son los partidos de derecha y centro derecha los que de algún modo han sacado provecho. Después de las elecciones de Gran Bretaña el único país importante en el que se mantiene un gobierno socialista es la España de Zapatero.
La crisis no ha favorecido a la izquierda, como hubiera sido lo normal tratándose de una crisis del modelo liberal. Aquí hay dos cuestiones a tener en cuenta. En primer lugar, que los partidos de izquierda están en crisis prácticamente en todas partes, y la segunda –y tal vez la más importante– que hubiera sido muy difícil para esos partidos socialistas aprovechar la situación porque, en gran parte, también fueron corresponsables de la crisis al haber implementado el modelo neoliberal. Tony Blair, por ejemplo, privatizó cosas que Margaret Thatcher nunca se hubiera atrevido a privatizar. La izquierda estaba en una posición muy difícil para criticar o denunciar el modelo neoliberal; en realidad, ellos eran parte del problema.
La izquierda latinoamericana es otro espectro, otro contexto. Pero parece evidente que, en muchos sentidos, se han enfrentado con mayor firmeza al neoliberalismo. Pienso en el llamado eje bolivariano, o incluso en versiones más moderadas de la izquierda como Lula o el peronismo de Cristina Kirchner, que por cierto es admiradora confesa de su obra...
A mí me llama mucho la atención, y me preocupa, la manera como la izquierda europea en general y periódicos como El País o Libération presentan la situación latinoamericana. He llegado a la conclusión de que tiene mucho que ver con el problema del eurocentrismo. Los teóricos liberales, como Habermas, piensan que el modelo liberal democrático, tal como está implementado, es el modelo más racional, más moral y que tendría que ser universalizado. Creen que en Occidente tenemos un privilegio respecto a la manera de concebir la democracia.
La izquierda europea también tiende a considerar que tiene esa especie de privilegio en la manera de concebir la lucha de la izquierda en un país democrático. Es muy interesante, por ejemplo, que Chile sea el único país latinoamericano que en general ha sido bien visto por la izquierda europea. ¿Por qué?, porque evidentemente Bachelet es la que más se parece a la socialdemocracia europea, forma parte de la “buena izquierda” porque actúa “como nosotros”. De ahí que a Chávez no se le considere de izquierda, sino populista, porque es distinto de su modelo.
En La paradoja democrática trato de demostrar que la democracia occidental es una articulación entre dos tradiciones bien distintas, una liberal y otra democrática, y que esas dos tradiciones siempre están luchando por la hegemonía en el interior mismo del sistema democrático. Hoy en día la manera como se entiende la democracia en los países europeos, aun por la izquierda, está marcada definitivamente por la ideología liberal dominante, y la tradición democrática está cada vez menos presente. En América Latina hay una articulación distinta; ahí el elemento democrático llegó a ser dominante porque sufrieron de manera terrible los excesos del neoliberalismo. Debido a esta diferencia, para los europeos eso no es democracia, sino populismo, porque enfatiza el elemento democrático respecto al elemento liberal.
Parece que la forma de pensar la Unión Europea sigue basada en cierto esencialismo heredado de la comunidad e identidad nacional –de ahí la bandera, el himno…– , y uno piensa si en lugar de insistir en ese “nosotros” monolítico, no habría que partir de una identidad europea o imaginarla reconociendo lo mestizo, lo híbrido, pensar ya un “nosotros” plural…
Se puede concebir Europa de manera plural, pero de todas maneras soy partidaria y defiendo lo que llamo un mundo multipolar, multicéntrico, en el que haya una pluralidad de bloques regionales. En este sentido, estoy en desacuerdo absoluto con lo que mencionan Hardt y Negri en su último libro, Commonwealth, cuando dicen que hay que acabar con la familia, el Estado y la nación.
Me parece muy positivo lo que está pasando en Latinoamérica, donde, a pesar de las diferencias existentes entre los países, existe la aspiración de crear una identidad latinoamericana por parte de instituciones como el Unasur o el Banco del Sur. También es importante que China empiece a ser un poder que contrarreste a los EE.UU., y que haya esas unidades globales. En este sentido, la Unión Europea podría desempeñar un papel decisivo, pero no tiene por qué hacerlo sobre la base de negar las diferencias entre los distintos países europeos.
¿Eso sería un intento de trasladar el modelo agonístico al campo europeo y de las relaciones internacionales?
Justo ahora estoy empezando a trabajar o a preguntarme sobre lo que sería una Europa considerada de manera agonística. Creo en la importancia de una Europa política, pero –y aquí de nuevo estoy en desacuerdo con Habermas– que no implique abandonar las identidades nacionales, ni suponga tener únicamente una identidad europea, que cree un demos europeo. Es fundamental reconocer la diversidad de los países europeos –porque hay muchas cosas en común, pero otras diferentes– y veo la diversidad como una cuestión positiva. Hay teóricos políticos que, trabajando sobre el campo europeo, han propuesto una idea que me parece muy interesante: pensar la democracia europea como una demoicracy demoi como demos en el plural–. Una democracia que reconozca la multiplicidad de los demoi. Esta me parece en verdad la dirección interesante en que encaminar nuestras reflexiones.

Fuente: Generacción

10 marzo, 2012

La definición de amor y deseo


La definición de la esencia del amor: "el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior". E3d6

El deseo es "el apetito acompañado de la conciencia del mismo". E3p6s

07 marzo, 2012

Carlos Gómez Camarena: Badiou. Pensar la política desde el acontecimiento

En Marzo de 2007, Alain Badiou visitó México, por primera vez, invitado por la Universidad Iberoamericana (ciudad de México) a través  de la Red Analítica Lacaniana y el Foro Psicoanalítico Mexicano. A propósito de la visita, Carlos Gómez Camarena, profesor-investigador de la misma universidad,  preparó un trabajo a manera de resumen para acercar a los lectores de Iberoforum al pensamiento de nuestro autor. De ahí he tomado el apartado ‘Pensar la política desde el acontecimiento', que reproduzco enseguida:

Alain Badiou no es el primero ni el único en pensar a la política como una
discontinuidad. ¿Qué se quiere decir con esto? Que la política no tienen nada que ver
con el Estado, y aquí Badiou juega con el significante Estado (estatal) y Estado (de la
situación ontológica, es decir, el ser). Por ejemplo, para la teórica de la política Chantal
Mouffe hay que hacer una distinción entre la política y lo político. La política trataría
acerca de aquello que establece el orden y lo político mostraría el antagonismo
inherente de ese orden. Para Mouffe lo político desborda a la política porque mientras la
última tiene vínculos con la legalidad, el Estado y la gubernamentalidad, el primero de
ellos es lo que perfora el orden al cuestionar la legitimidad y es el lugar de donde surgen
los movimientos políticos que no se ciñen a un orden institucional o estatal (como lo
serían sindicatos, partidos políticos o alguna institución gubernamental). Por eso lo
político se alinearía del lado de la continuidad. Hay otros autores que hacen estas
distinciones de maneras muy parecidas (sin negar las diferencias y sus consecuencias en
el pensamiento político) como por ejemplo Antonio Negri (la potentia como democracia
de la masa y la potestas como el poder que produce el resentimiento en la potentia) o
Rancière (la política y la policía, el desacuerdo y la filosofía política que pretende
suprimir el escándalo del desacuerdo, la parte que no es parte y el todo).

Es así como Badiou piensa a la política como un procedimiento de verdad, por lo que
detesta la posición postideológica (que está del lado de la relatividad y la opinión) y la
democracia parlamentaria (que se sustenta en la opinión y no en la verdad). Para Badiou
todo lo que normalice y reproduzca la lógica del Estado es lo contrario a la política de la
verdad (por eso los partidos políticos, los sindicatos, los derechos humanos y las
instituciones políticas en la medida en que reproducen la lógica de lo dado están en
contra de la política de la verdad, en la política del acontecimiento). La política del
acontecimiento, como procedimiento genérico de una verdad, es el desgarramiento de lo
dado por lo inédito que reconfigura el orden del ser. Para que esta reconfiguración de lo
dado ocurra es necesario un acontecimiento y un sujeto fiel a ese acontecimiento que
llamaremos militantes. Es por este motivo que para Badiou el multiculturalismo, la
política de la diferencia y los derechos humanos en la medida que reproducen la lógica
del mercado (nichos de mercado, productos diversificados) y la moralización de la
política (pensar que los problemas sociales se resuelven con buenas intenciones o
superación personal). Podemos citar a Lévi-Strauss cuando dice “la ideología resuelve
en lo imaginario lo que no puede en lo real”. Esta frase debe entenderse en el contexto
del psicoanálisis lacaniano: lo imaginario pretende la unidad, la comunicación y la
armonía que únicamente se da en la imagen. Por este motivo la política de la verdad está
más del lado de lo real, de ahí que la política para Badiou sea una política de la
incomunicación, de la discontinuidad o incluso de lo disruptivo. Lo ideológico para
Badiou es pensar que ya no hay ideología (que hay armonía y unidad).

La política del acontecimiento de ninguna manera es un programa social y tampoco es
un plan a futuro. Es una apuesta en el presente por algo que no se sabe qué producirá.
Este es el escándalo que produce Badiou en el pensamiento político: no hay garantías de
lo que va a suceder ¿sabía Lenin, Robespierre, Mao Tse Tung o Ernesto Guevara lo que
iba a ocurrir después de sus intervenciones? Es por eso que lo único que se repite en la
diferencia de cada procedimiento de verdad política es la declaración de un axioma:
todos podemos pensar. A este axioma se le llama igualdad política. Para la revolución
francesa cualquier ciudadano era capaz de pensar (“atrévete a pensar” era la consigna
ilustrada) y para los maoístas los campesinos se podían educar ellos solos. Este axioma
de igualdad política, debemos recordar que un axioma es una apuesta desde la teoría de
conjuntos de Zermelo-Fraenkl, no es lo que deseamos o proyectamos sino que es lo que
declaramos y lo que prescribimos en el lugar y el momento del acontecimiento. Por eso
dice Badiou que la justicia no puede ser un programa de Estado (implicaría la lógica de
lo dado y el tributo a los intereses de lo que el Estado puede representar ya que no le es
posible responder a las demandas de lo irrepresentable) para Badiou la justicia es “la
calificación de una política en acto”. De aquí se desprende que la utopía no es un
programa o un ideal al cual llegar sino el acto propio que disloca el orden del ser
generalmente por la situación desesperada de los militantes. La utopía no es futuro sino
declaración presente en acto que pretende desplegar las consecuencias de un
acontecimiento.

Si la política es singular y hay un procedimiento genérico de verdad ¿cómo es posible
que sea general y particular simultáneamente? Porque la política es la repetición de un
general en la diferencia de lo particular: repetición de la diferencia que crea una
secuencia política. La acumulación de las intervenciones políticas singulares son las que
muestran en retrospectiva qué es la política porque la política siempre se reconfigura, de
otra manera no sería otra cosa que una política del orden del ser, es decir, del Estado. Es
así que la política es una apuesta militante, es de la verdad porque es inédita y
únicamente se puede identificar a través de las “torsiones sintomáticas”, en otras
palabras, por los síntomas que el Estado dice que son accesorios, secundarios y deben
eliminarse. Para lo que el Estado (el orden de lo dado) debe eliminarse y es secundario
para el militante es la verdad que sostiene el orden de lo dado (el ejemplo por excelencia
son los inmigrantes que aunque se les quiera desaparecer no son otra cosa que lo que
posibilita el orden del país en cuestión). Pero estas torsiones sintomáticas apuntan al
acontecimiento que después debe ser nombrado. De ahí la importancia para Badiou de
la nominación positiva de los nuevos sujetos políticos (y no definirse negativamente a
partir de lo dado, véase la reseña de la conferencia).

Badiou se aparta de la teoría política y a la filosofía política. De la primera por su
pragmatismo y de la segunda porque considera que la política es un dato objetivo e
invariante de experiencia universal y es así que la filosofía debe pensar en esa
objetividad y darle un estatuto de universalidad. Si esto es así la tarea de la filosofía
política es analizar y pensar la realidad objetiva y confusa para determinar los principios
de lo que es la política (o los principios éticos de su práctica) y así evitar involucrarse en
un proceso político genuino. Para decirlo en palabras de Badiou “la operación central de
la filosofía política es principalmente reestablecer la política y no la realidad subjetiva
de los procesos militantes organizados”, nuevamente el reestablecimiento de lo dado,
del Estado (porque el Estado no es únicamente el Estado sino la lógica del Estado). La
metapolítica, tal como la concibe Badiou, es un pensamiento genuino porque incluye
pensar la novedad mientras que la filosofía política no piensa, porque para Badiou
pensar incluye la apuesta y no la descripción de lo dado o el reestablecimiento de lo
dado (esta idea de pensar como apuesta la sustenta tanto en la teoría de conjuntos de
Cohen y Zermelo-Fraenkel así como en textos de Mallarmé sobre el azar). Por este
motivo la política para Badiou es una toma de posición subjetiva y una apuesta, en
contraposición a la teoría y la filosofía política que tratarían de las certezas, la
objetividad y el prometer a otros que si se sabe lo que sucederá en un futuro (que por
otro lado es del orden de lo imaginario pues nadie puede asegurar lo que sucederá en
realidad). Para Badiou las certezas y la objetividad en la política es lo que posibilitaría
el marketing de la política ¿no es eso lo que prometen los políticos en campaña y sus
asesores de marketing? ¿No es esto lo que se les pide a los analistas políticos y que
finalmente producen efectos políticos en la opinión pública? ¿No es la opinión de las
encuestas la que reproduce el orden de lo dado en su supuesta búsqueda de objetividad?

Son muchos supuestos los que cuestiona Badiou acerca de la política y muchas las
discusiones que se dan con diferentes filósofos políticos (Maquiavelo, Hobbes,
Rousseau, Marx, Foucault, Rawls, Habermas, Rorty, Tocqueville, Kant, entre otros).

La propuesta del francés sin duda es compleja e inquietante, la primera tentación es
pensarla de manera reduccionista y evitar las diferentes aristas que cuestionan las
certezas del saber político. Pero cuando un autor es inquietante o incluso molesta al
lector puede ser señal de que lo que habla mueve las certezas de lo que se ha pensado
hasta hoy, si no ¿qué es lo que produciría este malestar? Faltaría espacio para presentar
la profundidad y novedad del pensamiento político de Badiou (especialmente las
preguntas que se producen, los pensadores con los que discute y las variadas fuentes de
donde se nutre) por lo que remitimos al lector leer a la letra al autor que presentamos.

05 marzo, 2012

Luis Roca Jusmet: Spinoza y Nietzsche. Ética y política

Los manuales de historia de la filosofía tienen normalmente un efecto negativo. Lo que debería ser una reconstrucción de problemas y de ideas se convierte en un repertorio de tópicos. Los filósofos se encasillan y pierden así su fuerza y sus matices. Si tomamos como ejemplo a Spinoza y a Nietzsche comprobamos que al primero se le considera panteísta y racionalista y al segundo irracionalista y ateo. Pero si somos capaces de leer más allá de lo superficial podemos captar secretas afinidades entre ambos. Lo primero que hemos de hacer es contextualizar su lenguaje, propio de sus respectivas épocas : el siglo XVII y el S.XIX . Así podemos interpretar el vocabulario que utilizan y ver las ideas que se esconden tras él.

Nietzsche se refiere a Spinoza de manera ambivalente, que no es poco. No es poco porque Nietzsche quiere derribar ídolos y no perdona a nadie: normalmente lo descuartiza. Que reconozco lo que tiene de bueno es ya un síntoma de respeto por parte de Nietzsche. A veces se ríe de Spinoza porque no soporta su ideal de conocimiento basado en el Amor de Dios. Aquí Nietzsche, cegado por su agresividad contra cualquier forma de deísmo cae en la trampa y no es capaz de una lectura más sutil. Pero en su correspondencia Nietzsche señala lo mucho que le une a Spinoza. Deleuze fue el primero en unirlos.

En primer lugar lo que une a Nietzsche y a Spinoza es su ética afirmativa de la vida. Para Nietzsche es la voluntad de poder que se expande, para Spinoza es la alegría de vivir siguiendo el conatus de querer ser. Los dos denuncian el supuesto Orden Moral del Mundo: el Bien y el Mal no existen, son inventos para someternos al poder sacerdotal. Bueno es lo que proporciona placer y alegría y malo lo que nos produce sufrimiento y tristeza. Pero hay más: Nietzsche defiende la acción contra la reacción: hay que actuar por el propio impulso y no como respuesta a la acción del otro. Hay que ser creativo. Spinoza dice en esta línea que hay que hacer y no padecer: lo primero es poder y lo segundo impotencia. Ambos critican la ficción del libre albedrío. Estamos determinados pero la libertad es autodeterminación: ser capaces de decidir por nosotros mismos y no por la presión de los otros. Es una determinación interna contra la determinación externa. Spinoza considera igualmente, con Nietzsche, que la culpa y la compasión son pasiones tristes, negativas, inútiles. No hay voluntad libre: hay voluntad fuerte y voluntad débil. Spinoza no es racionalista: es el deseo lo que mueve y debe mover al hombre. Pero hay que distanciarse serenamente de los condicionamientos externos e internos. En esto me parece mejor que Nietzsche, que hace una especie de apología de la vida como exceso.

Podríamos hacer una analogía, algo arriesgada pero posible entre el Eterno Retorno de Niezsche y el Amor a Dios de Spinoza. El Eterno Retorno de Nietzsche es un misterio, una especie de visión global de la Naturaleza como un proceso. Pero el Amor a Dios de Spinoza es lo mismo. Spinoza es tan materialista como Nietzsche pero lo dice en el lenguaje que le permite su época. Si Dios es la Naturaleza quiere decir que no hay nada más que ella. La Naturaleza es infinita. Los dos son deterministas y Schopenhauer quizás sea aquí su enlace: todo es necesario porque las cosas ocurren de la única manera que pueden suceder. Podrían suceder de otra manera si el mundo fuera otro. El mundo es lo que es y no puede ser otra cosa. Amor Fati decía Nietzsche: hemos de querer las cosas como son porque es lo que hay. Pero la Naturaleza es un proceso abierto y creativo, es un encadenamiento en el que nuestra acción participa.

Pero la gran diferencia entre Nietzsche y Spinoza es política. Nietzsche tiene una concepción jerárquica y antidemocrática, es antiigualitario. Spinoza, en cambio, defendía la democracia radicalmente. Es el sistema político que desarrolla todas las capacidades, todas las potencias. El hombre es un esclavo cuando se somete a sus pasiones o cuando lo hace a una Autoridad. La democracia conduce a seguir las leyes que la comunidad como conjunto ha decidido. Es desde la libertad que asumimos la obediencia a las leyes, es desde el reconocimiento y el respeto del otro.

Anticipa aquí lo que en la filosofía política decía hace poco Castoriadis. Obedecer las leyes en las que hemos participado nos hace libres, no esclavos.

Spinoza es, en este sentido, muy superior a Nietzsche. Su ética de los límites le conduce a la democracia. La ética sin límites de Nietzsche le conduce a la jerarquía, al dominio de uno sobre el otro. El reconocimiento de Nietzche es como la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel. Conduce al exceso. Walter Benjamín ya advirtió de los peligros de una apología del exceso en la figura del nietzscheano Georges Bataille: conduce al fascismo.

El poder del que habla Spinoza es el poder de cada uno que confluye en la sociedad. Es el desarrollo de las capacidades de todos, como decía Marx y hoy dice Rancière. No es el poder del amo sobre el esclavo, como decía Nietzsche.

De la ética de Nietzsche podemos aprender, pero no de su política. Spinoza, en cambio, nos da grandes lecciones de ética y de política.

Fuente: Rebelión

02 marzo, 2012

Badiou: La democracia electoral está pre-codificada

Tomo prestada esta cita del libro Circunstancias de Alain Badiou (Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2004, p. 20) que viene al caso de las elecciones federales en México que tendrán lugar el próximo 1 de julio. Desde luego, la cita requiere una paráfrasis a la luz de la democracia electoral mexicana.

"Esto equivale a decir que ese lugar está pre-codificado. Está destinado exclusivamente a un 'demócrata', a un auténtico 'republicano'. Si a él llega alguien sospechoso de no serlo, alguien que es representado como heterogéneo a la codificación del lugar, entonces se desencadena, como cuando un infiel toca una reliquia sagrada, la emoción pública de los guardianes del templo. Es, pues, simplemente falso, al menos para el afecto, para la opinión masiva, que el voto sea la expresión de la libertad de las opiniones. En realidad, está dominado por lo que llamaré el principio de lo homogéneo: todo el mundo puede ser candidato, pero sólo pueden llegar a los lugares precodificados del poder posible aquellos que se adecuan a una norma. En verdad, aquellos de quienes se sabe a ciencia cierta que no harán nada esencialmente diferente de quienes lo precedieron. El principio de lo homogéneo garantiza en realidad el conservadurismo del voto, encarnado en la alternancia".