Diego
Tatián
Tatián, Diego. “Filosofía como
meditación de la vida”, La lámpara de
Diógenes, nos. 12-13, 2006, pp. 194-201.
S. Kortholt, de cuyo
nombre tenemos sólo la inicial, viajó a La Haya en 1695 para obtener noticias
de primera mano acerca de la vida del célebre filósofo Baruch Spinoza, que
hacía algunos años había muerto en la ciudad. Seguramente, la curiosidad tuvo
origen en un libro que su padre, Christian Kortholt, teólogo renombrado de la
universidad de Kiel, había publicado en 1680 bajo el título De tribus impostoribus –donde los
impostores no son, como sostiene la tradición libertina en libros homónimos,
Moisés, Cristo y Mahoma, sino Hobbes, Herbert de Chersbury y Spinoza.
Entre otras personas, el intrigado
viajero entrevistó al pintor Van der Spyck, último hospedero del filósofo, en
cuya casa lo encontró la muerte. El Spinoza que resulta de esas notas de viaje
es un “ateo malvado”, un “hombre ávido de gloria y ambicioso”, “padre de
monstruosísimas opiniones”, y sus obras son descriptas como “engendros de una
fantasía errática y espectros repugnantes de la puerta infernal, dignos de ser
devueltos al orco, del que habían venido, a fin de que no pudiesen arrastrar a
sus lectores a las inextinguibles llamas”.
En un pasaje del
horrorizado relato, el joven Kortholt proporciona su argumento mayor y más
contundente contra tan monstruosa filosofía y tan pernicioso filósofo: “Demasiado
diligente –escribe-- [Spinoza] se entregaba al estudio incluso en plena noche y
la mayor parte de sus tenebrosos libros fueron elucubrados entre las diez de la
noche y las tres de la madrugada... [Así] comenzó a ponerse enfermo, agotado
por el trabajo nocturno. Siempre pensaba, sin embargo, en la vida, y ni le
venía en mente la muerte inminente...”. [1] Meditatio
vitae contra timor mortis. En
efecto, no encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de pensadores
que hayan concebido a la filosofía como una “meditación de la vida”; sin duda,
en lo que concierne a esto es posible marcar una sintonía muy especial con la
tradición epicúrea y con Lucrecio en particular --a la que más adelante vamos a
referirnos. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una articulación
explícita en el llamado “neospinozismo” del siglo XVIII, sobre todo en la obra
de La Mèttrie. La crítica de los remordimientos, de la tristeza y del carácter
melancólico en general, [2] los revela como formas derivadas del “culto de la
muerte” que, desde muy antiguo, la filosofía reconoce ser su ejercicio más
eminente. De cuño platónico, la idea de la filosofía como un “ejercitarse para
morir” [3] tiene tal vez su estación más significativa en el estoicismo romano,
desde la afirmación de Cicerón (autor que no podría ser considerado como un
estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta sin duda una matriz estoica
importante), según la cual “la vida de los filósofos... es un comentario de la
muerte (comentatio mortis est)”, [4]
hasta Epicteto (“Que la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen
terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la muerte...”), [5]
Marco Aurelio (“La perfección moral es esto: pasar cada día como el último”), [6]
y --sobre todo-- Séneca. El estoicismo y el cinismo romanos son sabidurías de
vida --y de muerte-- a la vez que filosofías de resistencia a la tiranía de los
Césares.
Si bien es a la
filosofía estoica como meditatio mortis
que Spinoza pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual “El
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una
meditación de la muerte sino de la vida (non
mortis, sed vitae meditatio est)”, [7] la demostración subsiguiente matiza
la oposición. “Un hombre libre --dice Spinoza allí--... no se deja llevar por
el miedo a la muerte (Homo liber...
mortis Metu non ducitur)”, lo cual es también una idea eminentemente
estoica. [8] La liberación del miedo a la muerte --mediante la meditatio vitae en Spinoza; a través de
la meditatio mortis en el estoicismo--
es el objetivo común --y acaso lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un
ars moriendi, lo es sólo en la medida
en que coincide con un ars vivendi.
Por esto habla Epicteto, respecto a las promesas de la filosofía, de una téchne perí bíon, [9] esto es de un
“arte de la vida”, y también de una epistéme
perí bíon, [10] de una “sabiduría de la vida”. El ars moriendi estoico no es una libido
moriendi, ni tiene vinculación alguna con el “muero porque no muero”
teresiano, fascinación por la muerte que en la cultura filosófica contemporánea
tiene acaso su exponente mayor en el pensamiento de Georges Bataille. La
meditación estoica de la muerte deberá más bien ser comprendida como un
ejercicio de libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos
hallamos sometidos, esto es, como una condición para desatemorizar la vida.
El solitario filósofo de
Amsterdam, por su parte, tiene como blanco la existencia supersticiosa y las
formas múltiples de su funcionalidad política: la promoción del temor, la
melancolía, la tristeza, la inseguridad, que convergen en una inhibición de la
potencia --siempre susceptible de ser considerada y ejercida en un sentido
político-- merced a un poder cuya eficacia no deriva tanto de su propia
materialidad como del miedo, la ignorancia, la impotencia y el consentimiento
de aquéllos sobre los que se ejerce. Liberarse es meditar la vida porque, en
última instancia, es dejar de temer la muerte. Meditar la vida no significa
aquí otra cosa sino un amor mundi
manifestado en un conocimiento que obtiene su forma plena cuando se atiene a
las res singulares; así, “cuantas más
cosas conoce el alma conforme al segundo y al tercer género de conocimiento,
tanto menos teme a la muerte”. [11]
A la pregunta ¿cómo ser
libre ante el poder de otro, ante los poderes exteriores que nos someten o nos
destruyen?, Spinoza responde: meditando la vida, conociendo y amando el mundo,
incrementando la potencia para anteponerla a lo que la amenaza y resistir a lo
que la destruye. A la misma pregunta, Séneca confiere una respuesta altamente
impolítica: “´Medita la muerte´; quien dice esto, manda que se medite la
libertad. Quien aprendió a morir, deja de saber cómo se sirve; está por encima
de todo poder. ¿Qué le importan la guardia, la cárcel, los encierros? Tiene
abierta la puerta. La única cadena que nos mantiene atados es el amor a la
vida”, [12] también: “...hasta tal punto no ha de temerse la muerte, que
gracias a ella nada ha de ser temido. Así que oye tranquilo las amenazas de tu
enemigo”. [13] Esta notable idea senequiana --que por lo demás obtuvo
verificación en su propia existencia-- de la muerte como desrealización de la
tiranía, como límite a su expansión omnímoda y totalitaria, que desborda el
espacio público --en realidad inexistente como tal-- para intervenir sobre
todos los aspectos de la vida, es impolítica en la medida en que antepone a
esto no una reacción estrictamente política sino ética o existencial: todo el
poder del tirano resultará impotente frente a quien no teme la muerte, como
también sobre quien no está afectado por la esperanza de los beneficios que se
presume redundan de su proximidad o adulación.
El desapego de la vida,
la indiferencia respecto a castigos y premios abren así el (no-) lugar de
desmoronamiento de cualquier poder. Sin embargo, la libertad estoica no hace
ostentación de sí, consciente de que provoca la ira de quien no ha sabido dejar
de servir, así como también la de los poderosos a quienes esa misma libertad
revela su impotencia. El sabio estoico hace uso de una cautela que ha de
concebirse en similares términos a la cautela spinozista. “Esforcémonos pues --escribe
Séneca-- en abstenernos de las ofensas... el sabio nunca provocará la ira de
los poderosos, más aún la evitará como se hace al navegar con tormenta... El
marinero más prudente pregunta a los prácticos qué es aquel hervor del mar, qué
señales dan las nubes, y toma otro rumbo alejado de aquella región, célebre por
sus remolinos. Lo mismo hace el sabio: evita el poder que ha de dañarle, cuidando ante todo de no parecer que lo
evita”. [14] Vencer el temor de la muerte, que es el origen de la
servidumbre política, es lo que enseña la meditatio
mortis estoica. Exactamente a lo mismo apunta la meditación spinozista de
la vida. En uno y otro caso, se aprende la libertad a la vez que se prescribe
la cautela. [15]
La meditación de la vida
es el efecto inmediato del amor intelectual de Dios; a la vez, el principal
conocimiento del amor es que no somos sino una parte del todo y que la causa
primera de lo que hacemos no somos nosotros mismos, sino Dios. Este
conocimiento “nos libera de la tristeza, la desesperación, la envidia, el miedo
y otras malas pasiones” (TB, II, XVIII, §6), al tiempo que se traduce en una
ética de la desapropiación. [16] El análisis spinozista de las pasiones deja al
hombre completamente despojado de cualquier idea de mérito y demérito: queda
sólo un viviente que se sustrae a las representaciones de la vanidad, a la
burla, a la admiración, a la competencia, a la alabanza, al desprecio; también
honra y vergüenza, reconocimiento y gratitud son desestimados junto a la
“opinión” --de la que dependen-- según la cual somos la causa primera de lo que
hacemos, es decir sujetos de nuestra potencia. [17] Queda pues un viviente que
procura más bien promover el mayor incremento posible de la potencia que lo
especifica, desarrollar su capacidad de afectar y ser afectado, su capacidad de
encuentro y de composición. Consiguientemente, la representación de castigos y
premios no ejerce motivación alguna sobre el hombre libre, que desactiva su
instrumentalización --sólo eficaz respecto a una existencia regida por la
imaginación-- tanto religiosa [18], como política [19] y ética. [20]
Según Spinoza, no lleva el hombre la muerte dentro suyo como el fruto
lleva la semilla --según apuntaba Hegel--, ni está desde su nacimiento maduro
para la muerte, como leemos en Ser y
Tiempo. Ni,
dialécticamente, enemigo de sí mismo, ni ser-para-la-muerte, ni ser muriente
sino, el hombre, un ser viviente en el curso inocente de las criaturas que han
llegado a ser, y con cuya existencia es compatible la nuestra --hasta que deja
de serlo. Sin patetismo alguno, como una forma más de su amor fati, Spinoza lo dice en el único axioma que hay en la parte
cuarta de la Ética: “En la
naturaleza, no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más
fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla
puede ser destruida” --por la que a fin de cuentas, agrego, será destruida
efectivamente. Esto es lo que sucede, apenas esto, y sería todo si no fuera
porque un poco más adelante encontramos una línea que, como al pasar, enuncia
lo más radical y maldito: “Quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas, tiene
un alma cuya mayor parte es eterna” (E, V, 39). Esta eternidad, la eternidad de
la que habla Spinoza aquí, nada tiene que ver con la muerte (no es ni siquiera
in-mortalidad), sino, siempre, con la vida.
De Platón a Heidegger, la filosofía se
ha concebido como un aprendizaje de la muerte y como una preparación para ella
--como un largo duelo. En oposición a casi toda esa historia, la sustracción
del pensamiento y la existencia a esta dimensión tanatológica es la sintonía
mayor, el más elevado punto de convergencia de Spinoza y el epicureísmo.
Los más grandes daños,
dirá Epicuro en la Carta a Meneceo
una permanente turbación del alma presa del terror y la esperanza es lo que
resulta de una “mala interpretación” de los dioses, del deseo de inmortalidad y
de un apetito inmoderado de placeres; la vida y el placer sometidos a la mala
infinitud, son la fuente misma de la desgracia que se corrobora en los hombres
de todos los tiempos. No se trata de aprender a morir, sino de aprender que la
muerte “no tiene nada que ver con nosotros” --pues o está ella, o estamos
nosotros--, de manera que deja de vivir con temor quien comprende que no hay
nada temible en no vivir. Para Epicuro no es el dolor --que, o es prolongado
pero sutil, o intenso pero corto-- lo que anula el placer, sino antes bien es
el miedo; igualmente, no la muerte en sí misma sino las ansias de inmortalidad
es lo que impide una “gozosa mortalidad terrena”. Sometidos a un círculo de
temores y esperanzas --algo muy semejante a lo que Spinoza llamará fluctuatio animi--, “el común de la
gente unas veces huye de la muerte por considerarla la más grande de las
calamidades y otras veces la añora como solución a las calamidades de la vida”.
[21] Lo mismo dirá Lucrecio en uno de los pasajes más impresionantes del De rerum natura: “...el temor a morir
inspira a los humanos un odio tal a la vida y a la vista de la luz, que con
pecho afligido se dan ellos mismos la muerte” (III, vv. 79 y ss.).
La transmutación del
miedo a la muerte en una añoranza suya se verifica así en las vidas sometidas a
la superstición y la desgracia, una cosa por la otra, y distrae a los seres de
la felicidad que siempre y únicamente es posible alcanzar en la vida con lo que
la vida otorga. En otras palabras, “un hombre libre en nada piensa menos que en
la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.
El pensamiento no concede negatividad alguna, denuncia la creencia de que las
criaturas están afectadas de muerte, disipa los dispositivos
teológico-políticos que separan a los hombres de lo que son y de lo que pueden
ser inhibiendo su vis existendi y anulando la potencia de la que están dotados
en cuanto vivientes. La muerte, Lucrecio lo repetirá una y otra vez, viene de
fuera; [22] aunque morimos, no somos seres para la muerte sino para la
felicidad en esta vida. En cuanto a Spinoza, tampoco en su filosofía morimos
porque seamos para la muerte; antes bien, la destrucción es el cumplimiento de
un “axioma” que rige el juego de las criaturas cuya íntima ley es, sin embargo,
siempre la perseverancia. La cesación que afecta a la existencia modal es
siempre una desavenencia de la parte con el todo, o con otras partes más
potentes y contradictorias con su existencia, mas nunca, entonces, podrá
decirse de un ser que está “maduro para la muerte”.
Como el estoicismo, como
el epicureísmo, también el spinozismo es una filosofía de la cautela que, ante
todo, busca pensar y cumplir una forma de vida. No encontraremos en ella ni
provocación, ni confrontación con el entorno adverso, ni nada que pueda activar
las malas pasiones de los poderosos o de quienes se hallan sometidos a la
superstición. “Vive de tal modo que pases desapercibido”, dice Epicuro en un
fragmento que tal vez pueda vincularse con la consigna spinozista de hablar ad captum vulgi, según la capacidad del
vulgo, y de “imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro
objetivo”. [23] Resulta extraño que todos los testimonios acerca de la vida de
Epicuro y de Spinoza hablen de sencillez, temperancia, continencia, honestidad
y amabilidad en el trato, a la vez que la voz “epicureísmo” haya sido empleada
siempre como sinónimo de cualquier desenfreno, imaginario o real --y adjudicada
en ese sentido a Spinoza mismo--, [24] en tanto que se ha llamado spinozistas
“a todos aquellos que apenas si tienen religión y no lo ocultan demasiado”,
según decía Pierre Bayle en su artículo del Dictionnaire
donde, por lo demás, hace célebre la imagen --escandalosa y casi contradictoria
en los términos en el siglo XVII-- del “ateo virtuoso”.
Una vida epicúrea tiene
dos grandes principios: el conocimiento y la amistad. Por primera vez es
pensada una forma de comunidad entre los hombres que prescinde de todo lazo
religioso, social o político. [25] “La amistad recorre el mundo entero
reclamando a todos nosotros que despertemos a la felicidad” (SV, 52), pero para
ello hay que “liberarse de la cárcel de la rutina y de la política” (SV, 58).
Una vida spinozista, una existencia que incrementa al máximo su potencia de
vivir, de pensar y de afectar, tiene igualmente esos dos principios, el
conocimiento y la amistad, [26] sólo que aquí el de amistad no es un concepto
contrapuesto a la política sino más bien el principio de posibilidad de una
existencia civil. En Spinoza será la política una de las vías maestras hacia
una forma de vida en la que las potencias singulares obtienen su intensidad mayor
como potencia común, como potentia
democratica.
Notas
1. Cfr. Domínguez, Atilano, Biografías
de Spinoza, Alianza, Madrid, 1995, pp. 91-95.
2. “...los
remordimientos --escribe La Mèttrie-- son un vano remedio para los accidentes
que amenazan y afligen a la sociedad; ellos no pueden paliar nuestros males ni
volver más dulces a las personas crueles de nuestra especie; incluso turban,
por así decirlo, las aguas más claras sin volver más claras las que están
turbias... Destruyamos, en fin, los remordimientos, que de ahora en más sean
los necios los que los tengan, que no se mezcle la maleza con el buen grano de
la vida, y que este cruel veneno sea expulsado para siempre, sobre todo del
espíritu de esas personas amables que sólo se entregan a la más sabia
voluptuosidad” (“Anti-Sénèque”, en De la
volupté, Desjonquères, Paris, 1996, pp. 57-58; trad. castellana, Discurso sobre la felicidad, El cuenco
de plata, Buenos Aires, 2005, p.71). Para su crítica de los remordimientos --que,
al igual que la crítica spinozista del arrepentimiento y las pasiones tristes,
se inscribe en una más amplia desmitificación de lo que Nietzsche llamará
“ideal ascético”--, La Mèttrie remite a uno de los mayores exponentes del
neoepicureísmo libertino del siglo XVII y uno de los introductores de Spinoza
en Francia, esto es Charles de Saint-Evremond, así como también a Montaigne.
(Sobre el spinozismo de Saint-Evremond, cfr.
el trabajo de Paul-Laurent Assoun, “Spinoza, les libertins francais et la
politique (1665-1725)”, en Cahiers
Spinoza, núm. 3, Réplique, 1980, pp. 171-207; sobre la influencia de
Spinoza en La Mèttrie, cfr. André
Comte-Sponville, “La Mèttrie: un Spinoza moderne?”, en Spinoza au XVIII siècle, Méridiens Klincksieck, Paris, 1990, pp.
133-150).
3. Platón, Fedón, 64a.
4. Cicerón, Tusculanas, I, 74.
5. Epicteto, Enquiridión, cap. XXI.
6. Marco Aurelio, Meditaciones, VII, 69.
7. Para todas las citas
de la Ética remitimos a la versión de
Vidal Peña (Editora Nacional, Madrid, 1983).
8. Shlomo Pinès dirige la célebre prop. 67 de E, IV a Filón de
Alejandría –-cuya influencia estoica es por lo demás manifiesta--, en
particular a un pasaje del Tratado Quod
Omnis Probus Liber Sit, donde Filón el Judío escribe: “Algunos alaban al
autor de estos versos: ‘¿Cuál es el
esclavo que no piensa en la muerte?’, ¿pero quién piensa en haber
comprendido bien la idea que esto implica? Porque él creía que nada era más calculado para escandalizar
al espíritu que el temor a la muerte a causa del deseo de vivir. Pero es
necesario meditar sobre el hecho de que ser liberado de este temor es posible
no solamente a quien no piensa en absoluto en la muerte, sino a quien tampoco
piensa en el poder, el desprecio, el sufrimiento y todas las otras cosas que la
masa de los hombres llama el mal” (Shlomo Pinès, “Note sur la conception
spinoziste de la liberté humaine, du bien et du mal”, en La liberté de philosopher. De Maïmonide a Spinoza, Desclée de
Brouwer, Paris, 1997, pp. 460 y ss.).
9. Epicteto, Diatribas, I, 15, 3.
10. Idem., IV, 1, 118.
11. Spinoza, Ética, V, 38, p. 386; O, II, p. 304.
12. Séneca, Epistulae ad Lucilium, XXVI.
13. Ibid., XXIV.
14. Ibid., XIV; el subrayado es nuestro.
15. El pensamiento de
Spinoza tiene seguramente en Séneca una fuente importante, más allá de la
manera opuesta de comprender las pasiones y comportarse frente a ellas, de la
crítica spinozista a la vita solitaria
prescrita por el sabio estoico, etc. En la biblioteca de La Haya que Spinoza
dejó al morir, pudieron ser inventariadas una edición de las Tragoediae (Basilea, 1541) y dos
ediciones de las Cartas: una latina
editada por Justo Lipsio, Epistolae
(1659) y una holandesa traducida por Jan Glazemaker, Alle de Brieven... (Amsterdam, 1654). De hecho, Spinoza alude a
Séneca en dos pasajes de su obra: en E, IV, 20, esc. se ejemplifica con el
suicidio de Séneca inducido por Nerón --mostrando que el filósofo de Córdoba no
iba contra su naturaleza sino que buscaba evitar un mal mayor a través de otro
menor-- que “nadie deja de apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su
ser, como no sea vencido por causas exteriores...”. La otra mención tiene lugar
en el capítulo V del Tratado teológico
político: “No obstante --escribe Spinoza allí--, tampoco la naturaleza
humana soporta ser coaccionada sin límite, y, como dice Séneca, el trágico,
nadie ha mantenido largo tiempo estados de violencia, mientras que los
moderados son estables”.
Una originaria vinculación de Spinoza al estoicismo fue realizada por W.
Dilthey: “die ganze eigentliche Ethik Spinozas, das Ziel seines Werkes auf dir
Stoa gegründet ist...” (Gesammelte Schriften, Bd. II: Weltanschauung und Analyse des Menschen seit
der Renaissence und Reformation, 1970, p. 285). En lo que respecta a la
filiación estoica de algunos conceptos fundamentales de la ontología
spinozista, ver el trabajo de Marc Narbonne, “La notion de puissance dans son
rapport à la causa sui chez les stoïciens dans la philosophie de Spinoza”, en Archives de Philosophie, t. 58, 1, 1995,
pp. 35-53.
16. “Por otra parte,
este conocimiento [que somos parte de un todo] hace que, después de realizar
algo excelente, no presumamos de ello..., sino que, por el contrario, todo
cuanto hacemos lo atribuimos a Dios, ya que él es la primera y única causa de
todo cuanto realizamos y ejecutamos” (TB, II, XVIII, §3).
17. Véase TB, II, XII,
§2, y también ibid., II, XIII, §2.
Con respecto a la consideración de la gratitud es posible advertir una
reformulación importante, pues si en el pasaje indicado del TB Spinoza escribe:
“Bien sé que la mayor parte de los hombres juzgan que estas pasiones
[reconocimiento y gratitud] son buenas. Mas eso no impide que yo me atreva a
decir que no deben tener lugar alguno en el hombre perfecto”, en la Ética se hace de la gratitud una
capacidad propia de la libertad, de manera que “Sólo los hombres libres son
entre sí muy agradecidos” (E, IV, 71). Más aún, en E, IV, 70 se recomienda “en
la medida de lo posible” (quantum potest)
evitar el beneficio de los ignaros, puesto que, debido a su ingenium, éstos procurarán siempre una
devolución de tal beneficio con otro beneficio que ellos juzguen (ex eorum affectu) equivalente; no
obstante, el escolio explicita la restricción (Dico quantum potest...): con frecuencia se reciben beneficios de
los homines ignari; en ese caso --dice
Spinoza-- es necesario agradecerles dichos beneficios según su índole propia (ex eorum ingenio congratulari). Por
consiguiente, en la Ética la gratitud
plena es propia de la amistad que relaciona a los hombres libres, en tanto que
la gratitud por relación a los ignorantes cuando prestan un beneficio debe
practicarse ex eorum ingenio, para no
ser odiados por ellos.
18. E, V, 41, esc.,
donde Spinoza denuncia la esclavización y la pasividad a la que conduce la
imaginación de una trascendencia que administra castigos y premios, según lo
cual “los más” conciben todo lo relacionado con la fortaleza de ánimo y las
formas de la vida buena como una “carga” y una “esclavitud” de la que esperan (sperant) liberarse tras la muerte para
recibir el premio de su tristeza, y que asumen por miedo a ser castigados con
crueles suplicios, etc. Asimismo, en la carta 43 a Ostens, en la que Spinoza
responde a un panfleto de Velthuysen contra el TTP (seguramente se trata del
primer escrito --que inaugura una serie interminable-- redactado contra el TTP,
pues la carta data de 1671) encontramos una crítica del miedo inspirado por la
religión: “Mas creo ver en dónde está empantanado este hombre. En efecto, como
no encuentra en la virtud misma ni en el entendimiento nada que le agrade,
preferiría vivir según el impulso de sus afectos, si no se lo impidiera una
sola cosa: que teme el castigo (paenam timet).
Por consiguiente, se abstiene de las malas acciones y cumple los preceptos
divinos como un esclavo... De ahí que él crea que todos aquellos que no se
contienen con ese miedo, viven desenfrenadamente y dejan toda religión” (Correspondencia, carta 43, pp. 287-289;
también TTP, cap. IV, pp. 139-140; y E, II, 49, esc.).
19. El “hombre que se
guía por la razón”, en cuanto aspira a una vida libre y a conservar su ser se
sujeta a las reglas y a la utilidad comunes; esto es, no observa las leyes
comunes del Estado por miedo a los castigos que implicaría su desobediencia, ni
en virtud de alguna esperanza de lograr un premio que no sea la libertad misma
inmanente a la vida política que se atiene al derecho natural de los hombres
(ver E, IV, 73).
20 La última proposición
de la Ética concentra la más elevada
implicancia práctica de la inmanencia ontológica spinozista: “La felicidad (beatitudo) no es el premio a la virtud (virtutis praemium), sino la virtud
misma; y no gozamos de ella porque reprimimos nuestras concupiscencias (libidines), sino que podemos reprimir
nuestras concupiscencias porque gozamos de ella” (E, V, 42).
21. Epicuro, “Carta a
Meneceo”, 125, en Obras completas,
versión de José Vara, Cátedra, Madrid, 1996,
p. 88.
22. “...cuando a un animal cualquiera lo hiere un golpe más fuerte de lo
que su naturaleza soporta... se disuelve la disposición de los átomos, y en lo
íntimo del ser se suspenden los movimientos vitales” (II, vv. 944-948); también
III, vv. 806 y ss. (donde los “agentes destructores” no sólo conciernen al
cuerpo sino también al alma, y en este caso son los tormentos por el futuro, el
miedo, la culpa, etc.); V, vv. 364-379, etc. Se recordará también, en Epicuro, Sentencias vaticanas, 14: “Nacemos una sola vez y dos, no nos es
dado nacer... Pero tú, que no eres dueño del día de mañana, retrasas tu
felicidad y, mientras tanto, la vida se va perdiendo lentamente por ese
retraso, y todos y cada uno de nosotros, aunque por nuestras ocupaciones no
tengamos tiempo para ello, morimos” (op.
cit., p. 99).
23. Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento,
op. cit., p. 81; G, II, p.9.
24. Ver el trabajo de
Jacqueline Lagrée, “Spinoza ‘athée & épicurien’”, en Archives de philosophie, 57, 1994, pp. 541-558.
25. Cfr. Carlo Viano, “Épicure: la philosophie du plaisir et la société
des amis”, en Les études philosophiques,
42, 1967, pp. 173-186.
26. El concepto de amicitia es significativo en la estructura
de la parte IV de la Ética y, sobre
todo, en el Epistolario.
1 comentario:
Pero el ideal ascético adopta un aire diferente en Foucault. No es el ideal ascético sino su derivación cristiana el que va contra la vida. El ascetismo, propio de las escuelas alejandrinas y romanas, es un medio al servicio de la vida hasta que el cristianismo lo transforma al servicio de los ideales cristianos.
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