José
Ezcurdia
Deleuze, al cerrar el segundo
capítulo de ¿Qué es la filosofía? 'El plano de inmanencia', establece el lugar de la doctrina spinoziana
dentro de la biblioteca filosófica como aquella que logra desprenderse de forma
cabal de la perniciosa manía de
la trascendencia, para fincar un pensamiento libre, que al instalarse de lleno
en el plano precisamente de inmanencia, puede asir y expresar lo real como un
infinito despliegue intensivo, un despliegue abierto y plural, que de ningún
modo es reductible a una forma una y totalizante, idéntica a sí misma, que
castre su forma productiva, heterogénea y dinámica. Spinoza, según Deleuze,
viene a dar feliz cumplimiento a la formulación de una noción de inmanencia,
que ya en la filosofía presocrática, y en autores renacentistas como Bruno y
Nicolás de Cusa, había encontrado un amplio espacio de articulación, aunque
limitado, sobre todo en el caso de estos últimos, por la perspectiva misma de
trascendencia, sostenida por la Iglesia. Para Deleuze, Spinoza radicaliza y
transforma de manera sustantiva las nociones de emanación y creación de los
autores del Renacimiento, para acuñar una noción de inmanencia que viene a dar
efectiva densidad ontológica al devenir, en tanto plexo productivo en el que la
fuente y la figura, la materia y la forma, resultan interiores entre sí, pues
aparecen como momentos del propio plano de inmanencia o vida, que se constituye
en su propio despliegue creativo.
Deleuze señala en relación a la
filosofía presocrática, en particular sobre la doctrina de Anaximandro:
Tenemos de todos modos que los
primeros filósofos establecen un plano que recorre incesantemente unos
movimiento ilimitados, en dos facetas, de las cuales una es determinada como Physis, en tanto que confiere una materia
al Ser, y otra como Nous, en tanto que da una imagen al pensamiento. Anaximandro lleva hasta el
máximo rigor la distinción entre ambas facetas, combinando el movimiento de las
cualidades con el poder de un horizonte absoluto, el
Apeiron
o lo Ilimitado, pero siempre en el
mismo plano. El filósofo efectúa una amplia desviación de la sabiduría, la pone
al servicio de una inmanencia pura. Sustituye la genealogía por una geología
[i].
En relación al arrojo de los autores
de Renacimiento subraya:
Con la filosofía cristiana, la
situación empeora. La posición de inmanencia sigue siendo la instauración
filosófica pura, pero al mismo tiempo sólo es soportada en pequeñas dosis, está
severamente controlada y delimitada por las exigencias de una trascendencia
emanativa y sobretodo creativa. Cada filósofo tiene que demostrar, arriesgando
su obra y a veces su vida, que la dosis de inmanencia que inyecta en el mundo y
en el espíritu no compromete la trascendencia de un Dios al que la inmanencia
sólo debe ser atribuida secundariamente (Nicolás de Cusa, Eckhart, Bruno) [ii].
Para Deleuze, Spinoza, toda vez que
derrumba la metafísica escolástica ordenada en función del principio de la
trascendencia, retoma el cause del quehacer filosófico que los presocráticos
habían iniciado, a partir de la vertebración de una serie de nociones que no se
despegan del plano de la inmanencia, sino que aparecen como vectores intensivos
de su condensación: Spinoza, según Deleuze, como los presocráticos, hace de la
filosofía una creación de conceptos, entendida dicha creación tanto como
el vínculo del pensamiento con un plano de inmanencia que lo atraviesa, como
expresión de dicho plano precisamente en la formación de nociones que dan
cuenta de su carácter plural y dinámico.
Spinoza, según Deleuze, es el
príncipe de los filósofos, pues comprende que la filosofía se gana como
filosofía, en la medida que se nutre de lo que no es ella: el plano de
inmanencia, en tanto una matriz en el que lo uno y lo múltiple, lo simple y lo
heterogéneo, se engendran recíprocamente dando lugar a una totalidad abierta y
productiva, es la fuente viva de la que los conceptos spinozianos abrevan para
expresar no una imagen del mundo tutelada por la categoría de lo uno, sino sus
registros de composición, los gradientes intensivos en los que se constituye,
sus velocidades finitas dentro de sus velocidades infinitas, la distribución de
las potencias y los cruces de potencias que tejen los abanicos cualitativos que
son su plano peculiar de determinación. Para Deleuze Spinoza es el príncipe de
los filósofos, ya que acorrala una noción de trascendencia que al impedir
rastrear la vida que hay en lo vivo y lo vivo que hay en la vida, constituye
toda intensidad y toda potencia como malas copias y falsos pretendientes de una
unidad una, verdadera, bella y buena, que aparece como patrón y molde
fundamental de lo real.
Deleuze señala al respecto:
Quien sabia plenamente que la inmanencia sólo pertenecía a sí misma, y
que por lo tanto era un plano recorrido por los movimientos del infinito,
rebosante de ordenandas intensivas, era Spinoza. Por eso es el príncipe de los
filósofos. Tal vez el único que no pactó con la trascendencia, que le dio caza
por doquier. Hizo el movimiento infinito, y le confirió al pensamiento
velocidades infinitas en el tercer tipo de conocimiento, en el último libro de
la Ética. Alcanzó en él velocidades
inauditas, atajos fulminantes que ya sólo cabe hablar de música, de tornado, de
vientos y de cuerdas. Encontró la única libertad en la inmanencia. Llevó a buen
puerto la filosofía, porque cumplió su supuesto prefilosófico. No se trata de
que la inmanencia se refiera a la sustancia y a los modos spinozistas, sin que,
al contrario, son los conceptos spinozistas de sustancia y de modos los que se
refieren tanto al plano de inmanencia como a su presupuesto [iii].
La crítica spinoziana a los nociones
de trascendencia, eminencia, causa final, creación a partir de la nada,
participación, a la lógica de géneros y especies… en fin, el conjunto de la
crítica spinoziana a la filosofía escolástica, tiene su fundamento según
Deleuze no sólo en la ordenación de una serie de conceptos que se oponen
puntualmente a la arquitectura lógica de la trascendencia, sino en la
satisfacción y el desenvolvimiento interior de un plano de inmanencia que es su
presupuesto y su motor. La filosofía spinoziana consigue vincularse a un plano
de inmanencia donde brotan los conceptos –la sustancia, los atributos, la
noción misma de inmanencia– que plantan cara a la metafísica de la
trascendencia. La filosofía spinoziana según Deleuze, cumple con la exigencia
que plantea la filosofía misma en tanto creación de conceptos: devenir no
filosofía, es decir, un plano intensivo que nutre a los propios conceptos filosóficos,
y les otorga una consistencia y un sentido que no escamotea en ningún momento
una función vital. La filosofía spinoziana es para Deleuze un espacio de
libertad, pues introduce la vida que recorre el plano de inmanencia en un
concepto que le da densidad y una velocidad que se constituye como un umbral de
experiencia definido… una experiencia justo de vida, opuesta a la
desustancialización y la merma vital de lo múltiple que implica la noción de
trascendencia. Para Deleuze, Spinoza es el príncipe de los filósofos, pues
purifica por completo al pensamiento de una noción de trascendencia que se
había constituido como principio inagotable de pasiones tristes.
Pero veamos más de cerca. Un
problema se nos plantea. Deleuze apunta que Spinoza no sólo es el príncipe de
los filósofos, sino el Cristo de los filósofos. ¿Qué sentido tiene que
Deleuze haga de Cristo una seña para identificar el sentido del spinozismo?
¿Acaso Deleuze reintroduce una figura asociada al motivo de la trascendencia en
la determinación misma de la forma del pensamiento de Spinoza?
Deleuze señala al respecto:
Tal vez sea éste el gesto supremo de
la filosofía: no tanto pensar EL plano de inmanencia, sino poder de manifiesto
que está ahí, no pensado en cada plano. Pensarlo de este modo, como el afuera y
el adentro del pensamiento, al afuera no exterior o el adentro no interior. Lo
que no puede ser pensado y no obstante debe ser pensado fue pensado una vez,
como Cristo, que se encarnó una vez, para mostrar esta vez la posibilidad de lo
imposible. Por ello Spinoza es el Cristo de los filósofos, y los filósofos más
grandes no son más que apóstoles, que se alejan y se acercan de este misterio.
Mostró, estableció, pensó el plano de inmanencia “mejor”, es decir el más puro,
el que no se entrega a lo trascendente ni vuelve a conferir trascendencia, el
que inspira menos ilusiones, menos malos sentimiento y percepciones erróneas… [iv].
¿Por qué Deleuze se vale de la
imagen de Cristo para determinar la orientación del spinozismo? ¿Acaso Spinoza
y Deleuze mismo no combaten toda forma que promueva la asfixia del pensamiento
al castrar su vínculo con el plano de inmanencia? ¿Por qué Deleuze introduce en
la determinación misma de la orientación del spinozismo la figura de Cristo,
cuando ésta es patrimonio simbólico de la propia escolástica y la metafísica y
la teología de la trascendencia? ¿Por qué Deleuze hace de Cristo la regla para
medir los alcances de Spinoza, cuando Spinoza mismo tiene en el plano de
inmanencia el resorte interior de la singularidad de su pensamiento,
precisamente en tanto una formidable máquina conceptual que hace efectivo el
carácter productivo y emancipador de la inmanencia misma?
Nos parece que estas preguntas deben
ser planteadas recurriendo no sólo a la obra de Deleuze, sino a la del propio
Spinoza. El filósofo de Ámsterdam, toda vez que acuña la noción de causa
inmanente y establece una noción de conato que desarbola los trazos mayores de
la metafísica de la trascendencia, lleva a cabo una recuperación de la figura
misma de Cristo, al identificarlo con el Entendimiento Infinito de Dios, en
tanto la Idea de Dios o la sustancia como poder de pensar y como poder de
existir… La introducción de la figura de Cristo para asir la forma de la
metafísica de Spinoza no está dada sólo por Deleuze, sino por el propio Spinoza
que identifica a Cristo con el Entendimiento Infinito de Dios, en tanto Idea
por la cual y en la cual Dios o la sustancia se conoce como siendo causa de sí
y se ama a sí mismo.
Spinoza nos dice en su Correspondencia:
Y para expresar más claramente mi
opinión […] digo finalmente que para salvarse no es en absoluto necesario
conocer a Cristo según la carne; de forma muy distinta, sin embargo, hay que
opinar sobre aquel hijo eterno de Dios, a saber, la sabiduría eterna de Dios,
que se manifestó en todas las cosas y, sobre todo, en el alma humana y, más que
ninguna otra cosa, en Jesucristo. Pero sin esta sabiduría nadie puede llegar al
estado de beatitud, ya que sólo ella enseña qué es lo verdadero y lo falso, lo
bueno y lo malo. Y cómo, según he dicho, esa sabiduría se manifestó, ante todo,
en Jesucristo, por eso sus discípulos la predicaron tal como les fue revelada
por él y mostraron que podrían gloriarse más que nadie del espíritu de Cristo
[v].
Deleuze sigue a Spinoza al hacer de
Cristo una vía de la determinación de una filosofía –la del propio Spinoza– que
se afirma como tal al nutrirse del plano de inmanencia. El Entendimiento
Infinito de Dios tiene un emblema en la figura de Cristo, en tanto realización
de lo imposible, es decir, en tanto lo Totalmente Otro que deviene radical
interioridad de lo múltiple y fuente de una experiencia que otorga al hombre
vida, que hace del hombre vida: la inmanencia se afirma en Cristo, pues Cristo
no traiciona el plano de inmanencia, sino que se constituye como un Hombre-Dios
que ensancha y enriquece la experiencia del hombre en tanto conato y
afirmación. ¿Spinoza termina por hincarse ante lo altares de la Iglesia, pues a
la vez que reconoce en Cristo la vara para medir su propia doctrina, reconoce
en éste la vía de la plenificación del propio conato humano?
Spinoza apunta en su
correspondencia:
Pero no podrá negar de ningún modo,
a menos que con la razón también haya perdido la memoria, que en cualquier
Iglesia se encuentran muchos hombres honestísimos que veneran a Dios con
justicia y caridad […] Y puesto que por esto conocemos (para hablar con el
apóstol Juan, Epíst. 1, cap. 4, vers.13) que permanecemos en Dios y que Dios
permanece en nosotros, se sigue que todo aquello que distingue a la Iglesia
Romana de las otras es completamente superfluo y, por consiguiente, establecido
por mera superstición. En efecto, como he dicho con Juan, la caridad y la
justicia son el único y ciertísimo signo de la verdadera fe católica y el fruto
del verdadero Espíritu Santo, y donde quiera que estas se encuentran, allí está
realmente Cristo y dondequiera que faltan, falta Cristo. Porque sólo por el
Espíritu de Cristo podemos ser conducidos al amor de la justicia y la caridad
[vi].
En una primera instancia, parecería
que Spinoza se mueve dentro de la órbita cristiana, pues Cristo simboliza la
realización de una causa inmanente que toda vez que en el Entendimiento
Infinito de Dios encuentra su satisfacción como Infinito poder de pensar e
Infinito poder de existir, es el corazón de un Individuo Superior, fundado en
los buenos encuentros, en la justicia y la caridad, que es el dominio de la
adecuada expresión del hombre mismo como conato.
En una aproximación inicial,
pensaríamos que una revisión de la figura de Cristo en la doctrina del propio
Spinoza, sugiriera la posibilidad de concebir a Spinoza como un renovador
radical del cristianismo, con un pensador inmanentista, panteísta, pero en
última instancia cristiano. El cristianismo encontraría en Spinoza una vía de
rejuvenecimiento que en el inmanentismo panteísta tendría su fundamento.
Carl Gebhart sugiere una
interpretación como la precedente:
Pero el paso de la Edad Media a la
Edad Moderna se caracteriza por el hecho de que los valores y el mundo se
acercan, hasta que finalmente el centro del mundo se halla en él mismo. La
mística alemana busca la divinidad dentro y no fuera del mundo. El nominalismo
deroga la trascendentalidad de los conceptos. Renacimiento y Reforma dan su
propio valor a la vida activa en este mundo. Esta evolución es la que corona
Spinoza al crear la religión de la inmanencia [vii].
Asimismo apunta:
Que Spinoza pertenece a los grandes
maestros de la humanidad lo han comprendido todos aquellos que han aceptado su
doctrina: Lessing, Lichtenberg, Herder, Goethe y Schleiermacher. Y entre sus
discípulos justamente los teólogos tenían conciencia de que esta vida
consagrada a Dios encarnaba las cateogías que caracterizan al santo. “Spinoza y
Cristo, sólo ellos muestran un conocimiento puro de Dios” [viii].
Spinoza, desde la perspectiva de
Gebhart, constituye el perfeccionamiento del cristianismo, gracias a una noción
de la inmanencia que asegura el vínculo inmediato del hombre con su principio y
la afirmación y la realización de ese principio en el hombre. El Dios
crucificado es para Gebhart el eje de una inmanentismo panteísta, por el que la
ecuación Dios/Naturaleza/mundo otorga al hombre una efectiva sustancialización,
al vincularse y afirmar su principio en una intuición que florece como amor y
libertad. Spinoza, en este sentido, sería el primer filósofo cristiano.
Sin embargo, en este punto, podemos
preguntar, ¿es suficiente la concepción de una religión inmanente y panteísta
para explicar la obsesiva y desmedida repulsión que suscita el spinozismo en
los teólogos cristianos? ¿Por qué Spinoza es calificado como ‘el príncipe de
los ateos’? ¿Por qué la rabiosa persecución del spinozismo por todos los
representantes del discurso religioso? ¿Es la sola articulación de un Cristo
heterodoxo la razón por la cual el spinozismo es virulentamente proscrito?
¿Acaso la figura de Cristo en
Spinoza juega otro papel que la de un Dios inmanente, que enciende en sus
detractores una furia que quizá ni siquiera ellos mismos llegan a comprender?
Aquí podemos señalar que Spinoza
realiza una operación política sumamente peligrosa al identificar a Cristo con
el Entendimiento Infinito de Dios: Spinoza toma prestado a Cristo a la Iglesia,
para devolvérselo no sólo cabalmente vivificado, sino totalmente vaciado de
fundamento, de modo que a los esbirros de la trascendencia les estalle entre
las manos, y no lo puedan utilizar y pervertir al convertirlo en vehículo de
las pasiones tristes. La acabada transfiguración de Cristo la concibe Spinoza
al mirar un Dios crucificado por los siervos de la trascendencia, que no tiene
otro Padre más que sí mismo. Spinoza apunta que el verdadero Cristo, es un
Dios-Hijo, que no sólo no tiene Padre, sino que no tiene por qué tener Padre.
La radical orfandad de Cristo, es determinación fundamental de su condición de
Dios de Vida, condición que pone en crisis a la Iglesia y a los tiranos que en
ella se enquistan al arroparse con las figuras mismas del Padre y del Hijo…con
la figura de la trascendencia para sembrar en el corazón de los hombres
pasiones tristes. La muerte de Dios, es la verdad inaceptable que encierra
Cristo, pues la inmanencia misma, es el fundamento de la emergencia de un
hombre-Dios… Spinoza el ateo, Spinoza cien, mil veces maldito…
Spinoza subraya en la Ética:
[…] esto parecen haberlo visto, como
a través de una niebla, algunos hebreos, y son los que sientan que Dios, el
entendimiento de Dios y la cosa por él entendida son uno y lo mismo [ix].
Asimismo apunta:
La potencia de pensar de Dios es
igual a su potencia actual de obrar. Esto es, todo lo que se sigue formalmente
de la naturaleza infinita de Dios, todo ello se sigue objetivamente en Dios en
el mismo orden y con la misma conexión, de la Idea de Dios [x].
Para Spinoza, el Entendimiento
infinito de Dios, la Idea de Dios, Cristo, no aparece como una forma que tenga
fundamento ninguno. Dios-Hijo no tiene su principio en Dios-Padre, como la Natura
naturada, no tiene su causa en la Natura-naturante. Es la Natura-naturada,
el espacio de articulación del Entendimiento Infinito de Dios, en tanto Idea en
la que Dios se determina como causa de sí.
Spinoza señala al respecto:
Pero, en lo que atañe a la cuestión principal,
creo haber demostrado bastante clara y evidentemente, que el entendimiento,
aunque infinito, pertenece a la Natura naturada, no, en verdad, a la
Naturante [xi].
Es la Naturaleza una forma que se
tiene a sí misma como causa. El Entendimiento Infinito de Dios, Cristo, es la
Naturaleza misma. El principio de existencia y de inteligibilidad de lo
múltiple, no está dado por una forma una y trascendente, sino por una forma una
e inmanente, que se nutre de la propia multiplicidad en la que se expresa. Una complicatio
inmanente se encuentra a la base del planteamiento metafísico de Spinoza,
que corta de tajo todo rastro de trascendencia: Cristo le devuelve a los
teólogos y a la Iglesia un Cristo libre, un Cristo-Naturaleza, un
Cristo-Hombre, que desde luego ellos no pueden utilizar para atizar la
perniciosa idea de la separación del hombre respecto de su principio vital.
Ahora bien, llegados a éste punto,
podemos reiterar nuestra pregunta: ¿es suficiente este panteísmo cristiano,
para dar cuenta del irracional odio que Spinoza enciende en sus detractores?
¿No hubiese bastado clasificar su pensamiento como una herejía más entre todas
aquellas que eran proscritas y perseguidas? ¿Por qué es Spinoza ‘el príncipe de
los ateos’? ¿Qué lo distingue del panteísmo renacentista?
Deleuze, aunque en cierto sentido
coincide con Gebhart al ver en Spinoza un pensador inmanentista y panteísta, ve
en él un guiño, una señal, que aunque no culmina en un movimiento acabado,
apunta a una profunda y radical reformulación del propio inmanentismo, que
desemboca en un nuevo ateísmo… en un ateísmo en el que lo múltiple no encuentra
ninguna complicatio, en el que lo Uno gira en función de lo múltiple, en
el que lo Uno se pierde en lo múltiple… En el que no hay más que Multiplicidad.
Según Deleuze, Spinoza, toda vez que
tiene a la vista la forma de una sustancia una, forja una radical expresividad
de lo múltiple a partir de la noción de conato, que abre la puerta de un
pensamiento sin unidad, un pensamiento del devenir, que sólo en Nietzsche
tendrá su completa articulación… Spinoza es la senda hacia la formulación de
los conceptos de Multiplicidad y Diferencia, que sólo el eterno retorno de
Nietzsche podrá conquistar.
Deleuze nos dice en relación a la
progresión Spinoza-Nietzsche:
Spinoza opera un progreso
considerable. En lugar de pensar el ser unívoco como neutro o indiferente, hace
de él un objeto de afirmación pura. El ser unívoco se confunde con la sustancia
única, universal e infinita: está enunciado como
Deus sive Natura […] Toda jerarquía, toda eminencia resulta negada en
la medida en que la sustancia es igualmente designada por todos los atributos
conforme a su esencia, igualmente expresada por todos los modos, conforme a su
grado de potencia. Con Spinoza el ser unívoco deja de ser neutralizado y se
vuelve expresivo, se convierte en una verdadera proposición afirmativa [xii].
Más adelante añade:
Sin embargo, aún subsiste una
indiferencia entre la sustancia y los modos; la sustancia spinozista aparece
independiente de los modos, y los modos dependen de la sustancia, pero como de
otra cosa. [Entendimiento Infinito de Dios, Cristo] Sería necesario que la
sustancia se dijera ella misma de los modos y sólo de los modos. Tal requisito
sólo puede ser cumplido a costa de un vuelo categórico más general, según el
cual el ser se dice del devenir, la identidad de lo diferente, lo uno de lo
múltiple, etc. Que la identidad no es primera, que existe como principio, pero
como segundo principio, como principio devenido, que gira en torno de lo Diferente, tal es la
naturaleza de una revolución copernicana que abre a la diferencia la
posibilidad de su concepto propio, en lugar de mantenerla bajo el dominio de un
concepto en general planteado como idéntico. Con el eterno retorno, Nietzsche
no quería decir otra cosa [xiii].
Spinoza, a decir de Deleuze, muestra
una creciente sustancialización de lo múltiple que apunta a anular a lo Uno: es
éste el desplazamiento que desde la perspectiva deleuziana otorga a Spinoza su
singularidad, de cara a una tradición filosófica anclada en la afirmación de lo
Mismo y lo trascendente. El odio que suscita Spinoza en sus detractores, radica
no sólo en afirmar la identidad de Dios Uno y la Naturaleza múltiple, sino en
dejar ver la posibilidad de pensar exclusivamente
una Naturaleza múltiple, un devenir ciego y sin necesidad de redención,
un eterno retorno de lo mismo, que no se concibe sino como afirmación de una
pluralidad dinámica y no totalizable.
El iracundo e irreflexivo desprecio
al spinozismo de los apologistas de la trascendencia radica, desde esta
perspectiva, en que éstos presienten la posibilidad de pensar una Naturaleza
sin Dios que se prolonga en sí misma en un movimiento infinito, haciendo de
toda forma idéntica a sí misma tan sólo un corte de su despliegue: el Cristo de
Spinoza, de este modo, sería un concepto que aunque expresa el plano de
inmanencia, bien podría no agotarlo. El Cristo de Spinoza, así, sería una
máscara que sostiene de manera efímera el teatro de la vida, un Simulacro que
tiene un efecto de verdad al darle relativa consistencia al plano de
inmanencia, al caos mismo en el que éste se constituye: el Cristo inmanente
haría evidente, por su dimensión transitoria, la terrible impostura de la
metafísica de la trascendencia.
Quizá Nietzsche hubiese querido
encontrar en Spinoza a Dionisos el descuartizado, en lugar del Cristo redentor.
No obstante ello, quizá festejó el hecho de que le devolviera a los teólogos un
Cristo-bomba, que iba a hacer estallar los cartabones de la metafísica de la
trascendencia. Deleuze asume ese deseo y festeja también ese hecho…
En todo caso, la recuperación de la
frase ‘Spinoza es el Cristo de los filósofos’, nos permite realizar un primer
acercamiento a la perspectiva y al análisis deleuzianos del problema de lo Uno y
lo Múltiple, que desde siempre ha ocupado al pensamiento y que en el caso de
Deleuze mismo, resulta una directriz fundamental en su reflexión filosófica.
Notas
i. Deleuze, Gilles., ¿Qué es la
filosofía?, Anagrama, 1993, p. 48.
ii.
Deleuze, Gilles., Op. cit. p.
49.
iii.
Deleuze, Gilles., Ibíd, p.
49.
iv.
Deleuze, Gilles., Ibíd, p. 62
v.
Spinoza, Epistolario, Carta LXXIII, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p.
388.
vi.
Spinoza, Epistolario, Carta LXXVI, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p.
395.
vii.
Gebhart, Carl, Spinoza, Losada, Buenos Aires, 1940, p. 126.
viii.
Gebhart, Carl, Op. cit., p. 104.
ix.
Spinoza, Ética, FCE., México, 1956. II, Prop. VII, Esc.
x.
Spinoza, Op. cit,, II, Prop. VII, Cor.
xi.
Spinoza, Epistolario, Carta IX, Alianza Editorial, Madrid, 1988, p.121
xii.
Deleuze, Gilles, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2002.
p 77.
xiii.
Deleuze, Gilles., Op. cit, p. 78.
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