Etienne
Balibar
Etienne Balibar, “El Tratado teológico-político: un
manifiesto democrático”, en Spinoza y la
política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 43-66.
Lo que hace a la
dificultad --y al interés-- de la teoría política expuesta en el TTP, es la
tensión que ésta conlleva entre nociones aparentemente incompatibles (y que no
dejan hoy de ser percibidas como tales). Esa tensión nos parece enseguida como
una tentativa de superar los equívocos de la idea de "tolerancia". Lo
analizaremos examinado primero las relaciones entre la soberanía del Estado y
la libertad individual. Lo que nos conducirá, por una parte, a cuestionar la
tesis del fundamento "natural" de la democracia, y por la otra, a discutir
la concepción spinozista de la historia y su original clasificación de los
regímenes políticos (teocracia, monarquía, democracia).
Derecho
de soberanía y libertad de pensamiento
Toda soberanía del
Estado es absoluta, si no ésta no sería tal. Los individuos, nos dice Spinoza,
no podrían substraer su actividad de ésta sin encontrarse en la posición de
"enemigo público", con sus riesgos y peligros (cf. Cap. XVI). Por lo
tanto todo Estado, si quiere asegurar su estabilidad, debe conceder a los
individuos mismos una libertad máxima de pensar y expresar sus opiniones (cf.
Cap. XX). ¿Cómo conciliar estas dos tesis, de las cuales una parece inspirada
en una concepción absolutista, por no decir totalitaria, mientras que la otra
parece expresarnos un principio democrático fundamental? Spinoza nos lo dice él
mismo al final de su libro: aplicando una regla fundamental, que reposa sobre
la distinción de los pensamientos y los discursos por un lado, y las acciones
por el otro:
El verdadero fin del Estado es, pues,
la libertad. Hemos visto, además, que, para construir el Estado, éste fue el
único requisito, a saber, que lodo poder de decisión estuviera en manos de
todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el libre juicio de los hombres es
sumamente variado y que cada uno cree saberlo todo por sí solo; y como no puede
suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que hablen al unísono, no
podrían vivir en paz, si cada uno no renunciara a su derecho de actuar por
exclusiva decisión de su alma (mens).
Cada individuo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero
no de razonar y de juzgar Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho
de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede
pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a
hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con
engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su
decisión, algo nuevo en el Estado. Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba
que una ley contradice a la sana razón y estima, por tanto, que hay que
abrogarla. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema
potestad (la única a la que incumbe dictar y abrogar leyes) y no hace, entre
tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito ante el
Estado, como el mejor de los ciudadanos. Mas, si, por el contrario, obra así
para acusar al magistrado y volverle odioso a la gente; o si, con el ánimo
sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de la voluntad del magistrado, es
un perturbador declarado y un rebelde (TTP, 411-412).
Esta regla plantea
muchos problemas. En primer lugar de interpretación: nos hace
considerar lo que
Spinoza explicaba en el capítulo XVII a propósito de la obediencia. Ésta no
reside en el móvil por el cual se obedece, sino en la conformidad con el acto.
"Por tanto, del hecho de que un hombre haga algo por propia decisión, no
se sigue sin más que obre por derecho propio y no por el derecho del
Estado" (TTP, 351). El estado en este sentido es el autor supuesto de
todas las acciones conformes a la ley, y todas las acciones que no son
contrarias a la ley son conformes a la ley. A continuación, un problema de
aplicación; como Spinoza mismo lo muestra, ciertos discursos son acciones, en
particular aquellos que enuncian juicios sobre la política del Estado y que
pueden serle un obstáculo. Será necesario por lo tanto determinar "hasta
qué punto se puede y debe conceder a cada uno esa libertad" (TTP, 410), o
más aún "qué opiniones son sediciosas en el Estado" (TTP, 413). Ahora
bien la respuesta a esta cuestión no depende solamente de un principio general
(excluye las opiniones que, implícita o explícitamente, tienden a la alteración
del pacto social, es decir los llamados a "cambiar la forma" del
Estado que ponen en peligro su existencia misma), sino del hecho de que el
Estado sea o no "corrupto". Es solamente en un Estado sano donde la
regla, que tiende precisamente a su conservación, es claramente aplicable.
Pero esto nos conduce a
un tercer problema: aquel del sentido teórico de la tesis de Spinoza.
Descartemos
inmediatamente una interpretación que podría parecer ir de suyo: la distinción
operada por Spinoza reproduciría la de lo privado (las opiniones) y de lo
público (las acciones). En la tradición liberal, en efecto, soberanía política
y libertad individual se despliegan en dos esferas diferentes, que normalmente
no se interfieren, pero se "garantizan" recíprocamente. Se puede
entonces inscribir allí, en particular, un arreglo del conflicto de las
autoridades políticas y religiosas, que tomará lógicamente la forma de una
"separación de la Iglesia y el Estado". Ahora bien, esta concepción
(que Locke no tardará en ilustrar) no conviene aquí claramente. Ésta atribuye
muy poco "derecho" tanto al individuo como al Estado. Al individuo,
porque el dominio esencial de su libertad de opinión debe ser la política
misma. Al Estado, porque su control, directamente o indirectamente, debe
extenderse a todas las relaciones que los hombres mantienen entre ellos, por lo
tanto prácticamente a todas sus acciones (esto comprende las acciones piadosas,
puesto que la experiencia muestra que, cuando éstos determinan su conducta
hacia el "conciudadano" o el "prójimo", los hombres no
hacen jamás abstracción de las opiniones religiosas). Aunque la distinción de
lo público y lo privado es una institución necesaria del Estado (TTP, 343),
ésta no puede ser un principio de su constitución. Y la regla enunciada por
Spinoza no puede tener el sentido de una simple separación. De hecho, lo que él
intenta demostrar es una tesis bastante más fuerte (sin dudas bastante más
riesgosa): soberanía del Estado y libertad individual no tienen que ser
separadas, ni propiamente hablando conciliadas, porque ellas no se contradicen.
La contradicción sería oponerlas.
Spinoza no niega que entre estos dos términos
no haya un conflicto posible, pero es de esta misma tensión que es necesario
hacer surgir la solución. Se lo demostrará examinando lo que sucede cuando el
Estado intenta suprimir la libertad de opinión. "Pero supongamos que esta
libertad es oprimida y que se logra sujetar a los hombres hasta el punto de que
no osen decir palabra sin permiso de las supremas potestades" (TTP, 414).
Una práctica tal conduce sin falta al Estado a su ruina, no por injusta o
inmoral en sí, sino porque es psíquicamente insoportable:
Los hombres son, por lo general, de
tal índole, que nada soportan con menos paciencia, que el que se tenga por un
crimen opiniones que ellos creen verdaderas, y que se atribuya como maldad lo
que a ellos les mueve a la piedad con Dios y con los hombres. De ahí que
detesten las leyes y se atrevan a todo contra los magistrados, y que no les
parezca vergonzoso, sino muy digno, incitar a la sedición y planear cualquier
fechoría. Dado, pues, que la naturaleza humana está así constituida, se sigue
que las leyes que se dictan para reprimir a los malintencionados, sino más bien
para irritar a los hombres de bien, y que no pueden ser defendidas sin gran
peligro para el Estado (TTP, 415).
De este modo, por una
"ley de la naturaleza", cuanto más violenta es la coacción ejercida
sobre la libertad individual, más violenta y destructiva es la reacción misma.
Cuando cada individuo es sumido en alguna suerte de pensar como otro, la fuerza
productiva de su pensamiento deviene destructiva. En el límite, se obtiene a la
vez una suerte de locura (furia) de los individuos y una perversión de todas
las relaciones sociales. Esta contradicción se manifiesta evidentemente de
manera aguda cuando el Estado se identifica con una religión, sea que el poder
civil sea absorbido por el poder religioso, sea que se imponga a los individuos
una "visión del mundo" que compite con la de la religión y así, se
quiera o no, de la misma naturaleza que ésta. Un sistema tal no podría durar
más que si todos los individuos pudieran efectivamente creer en el mismo Dios
de la misma manera y en los mismos términos. Pero una uniformidad tal es
imposible e impensable. En toda sociedad, sea esta bárbara o civilizada,
cristiana o "idólatra", se observa un perpetuo resurgir de opiniones
opuestas sobre la divinidad, la piedad y la moralidad, la naturaleza, la
condición humana. Es que, en lo esencial, las opiniones de los hombres son del
orden de la imaginación, y dado que, de manera irreductible, la imaginación de
cada uno (relatos que se elaboran, imágenes que se proyectan sobre el mundo)
depende de su "complexión" propia --lo que Spinoza denomina con un
término difícilmente traducible su ingenium
(en el Tratado político, S. Zac propone
felizmente: "lo natural de cada uno"). Entendemos por esto
(recurriendo a las explicaciones de la Ética
sobre la individualidad: parte II, prop. 10 a 36) una memoria forjada por la
experiencia de la vida y los encuentros, que se inscribe a la vez en el
espíritu (o el alma) y en las disposiciones del propio cuerpo, en función de su
composición singular. Para que las opiniones de los individuos puedan ser
reducidas a una sola visión del mundo, sería necesario no solamente que todos
ellos desearan exactamente !a misma cosa, sino que ellos tuvieran las mismas
experiencias, en pocas palabras que ellos sean indiscernibles y sustituibles
unos por otros. Lo que es una contradicción en los términos.
Así pues, de manera
tendencial, el Estado ideológicamente represivo se destruye a sí mismo. Pero
Spinoza va hasta el final de su argumentación. Sucede lo mismo para el Estado
que deja desarrollarse en frente de él un contra poder ideológico, como lo
demuestra la historia del conflicto entre los reyes y los pontífices en los
antiguos hebreos, la de la Iglesia romana y el Imperio en la Europa medieval, o
la más reciente de la monarquía inglesa y las sectas protestantes. Puesto que
son, lo dijimos, los mismos individuos, con su propio ingenium, mejor, son las
mismas acciones "justas" o "injustas", "piadosas"
o "impías" que conciernen a la obediencia a la ley del Estado y la
obediencia a la ley divina. Sobre un único y mismo terreno -aquel de la
"comunidad" de los hombres- dos soberanías no pueden existir. Por eso
las Iglesias se organizan según el modelo del Estado, como un "Estado
dentro del Estado" (imperium in
imperio) (TTP, 378), en tanto que sus jefes se atribuyen de hecho o de
derecho una función política. Esta situación, a la larga, disuelve el Estado.
Pero no representa ninguna ventaja para los individuos, inmediatamente
transformados en instrumentos de una rivalidad que ellos no controlan. Nada es
más irreal, más miserable, que un hombre que se esfuerza en pensar en el
aislamiento. Pero nada es más intolerante que un poder obligado a luchar contra
otro para manipular la credulidad, los temores y las esperanzas de los hombres.
Es aquí que el sentido
del argumento se invierte: de negativo, deviene positivo. Si el Estado no puede
mantenerse imponiendo opiniones a los individuos, pero menos aún tolerando en
frente de él poder espiritual organizado y autónomo, si una y otra situación
son en última instancia intolerables para los individuos, no existe ninguna
solución posible.
Esta supone en principio
que el Estado se reserva un derecho absoluto sobre la práctica religiosa
--"jus circa sacra"--
delegándolo a las Iglesias solamente en la medida en la cual él controle su
uso. De hecho "la religión no sólo alcanza fuerza de derecho por razón de
aquellos que detentan el derecho estatal y que Dios no ejerce ningún reinado
especial sobre los hombres, sino a través de quienes tienen el poder del
Estado" (TTP, 393). Pero esta soberanía absoluta sancionada por la misma
distinción de la religión interior y la religión exterior hace del soberano
"el intérprete de la religión y la piedad" (TTP, 398), pero le
prohíbe, por su propio interés, prescribir u oficializar las
"opiniones", es decirlos modelos de pensamiento y virtud, más allá de
las "nociones comunes" de caridad y justicia hacia el prójimo. En
esas condiciones, si las Iglesias y los profesionales de la fe aislados se
muestran autónomos, es que reina un consenso implícito (mucho más eficaz) sobre
los valores fundamentales, gracias al cual los ciudadanos se sentirán
"obligados por el amor" más que "coaccionados por el temor a un
mal" (TTP, 351-352).
A partir de esta
liberación inicial, que condiciona prácticamente todas las otras, el Estado
debe abrir por sí mismo un campo lo más amplio posible para la expresión de las
opiniones particulares. La "complexión" propia de los individuos no
aparece entonces más como un obstáculo para el poder (potestas) del soberano,
sino como un elemento activo, constitutivo de la potencia (potentia) del
Estado. Cuando los individuos contribuyen conscientemente a la constitución del
Estado es que éstos desean naturalmente su autoridad y su conservación. El
Estado, que por la libertad de opinión, maximiza sus posibilidades de tomar
decisiones racionales, coloca al mismo tiempo a los individuos mismos en la
posición de escoger la obediencia como la única conducta ventajosa. De aquí
entonces, los pensamientos y los discursos se vuelven acciones, en un sentido
fuerte. Y si es necesario que los individuos obedezcan a una ley dada, incluso
absurda (puesto que el peligro que resultaría de la desobediencia es siempre
mayor que el de un error, incluso el de una locura del soberano) (TTP,
388-339), es aún más importante para el Estado favorecer la expresión de todas
las opiniones, incluso absurdas y riesgosas, puesto que su utilidad es mayor
que el inconveniente de su represión. Considerado de una manera no formal, en su
aplicación efectiva, la soberanía se revela como una construcción colectiva
continua, un proceso de "transferencia" de potencias individuales a
la potencia pública y de estabilización de las fluctuaciones ideológicas, que
se da por la palabra. El límite que implica la existencia de un Estado
(subordinación de los actos a la ley, y prohibición de las opiniones
"subversivas") no expresa en sí misma otra cosa que la eficacia de
ese proceso constitutivo.
El
Estado "más natural": la democracia
Por esta limitación
recíproca, tanto más eficaz que cada uno de los términos --el Estado, el
individuo-- "interioriza" más la utilidad del otro, un máximo de
potencia real substituye al fantasma de una potencia ilimitada (Spinoza habla
de "moderación", TTP, 410). Es pues una auto-limitación. Para emplear
una categoría de la metafísica spinozista, decimos que ésta expresa una
causalidad inmanente a la construcción del Estado.
El lector, sin embargo,
no puede eludir la cuestión de saber si esta argumentación vale para todo
Estado (o para el Estado "en general"). ¿No está ella en realidad ya
implícitamente exigida en la hipótesis de un Estado democrático? Si el
argumento negativo (la violencia ejercida contra las opiniones se vuelve contra
el Estado mismo) tiene un alcance universal, su contraparte positiva (la
expresión de las opiniones divergentes libera el interés común y construye la
potencia del Estado) no parece aplicable más que a una democracia, donde los
individuos pensantes conforman ellos mismos el soberano:
Así, pues, se puede formar una
sociedad y lograr que todo pacto sea siempre observado con toda fidelidad, sin
que ello contradiga al derecho natural, a condición que cada uno transfiera a
la sociedad todo el derecho que él posee, de suerte que ella sola mantenga el
supremo derecho a la naturaleza a todo, es decir, la potestad suprema, a la que
todo el mundo tiene que obedecer, ya por propia iniciativa, ya por miedo al
máximo suplicio. El derecho de dicha sociedad se llama democracia; ésta se
define, pues, como la asociación general de los hombres, que posee
colegialmente el supremo derecho todo lo que puede (TTP, 338).
¿No hay entonces como un
círculo del pensamiento spinozista? Circulo teórico: el Estado democrático
finalmente no aparece como e! más estable, sólo porque, desde el principio, los
postulados implícitamente democráticos fueron investidos en la definición de
todo Estado. Círculo práctico: los Estados no democráticos, los más ignorantes
del hecho de que potencia y libertad se implican necesariamente, tienen muy
pocas posibilidades de controlar su propio arbitrio, así pues de escapar a las
disensiones, revueltas y revoluciones, cuando ellos tendrían la mayor necesidad
de hacerlo. Mientras que el Estado que verdaderamente efectuara el cálculo
racional de las ventajas de la libertad y se anticipara acerca de la violencia
que induciría la censura ideológica, es el que de hecho funciona ya según ese
principio. En la perspectiva política de Spinoza, como vimos, un círculo tal
sólo dejaría un margen de intervención muy estrecho en período de crisis:
conjurar una deriva aún más limitada, o reducir una distancia provisoria entre
la esencia democrática de la "libre República" y las dificultades de
su práctica...
Se comprendería el tono
patético de ciertas frases del TTP, donde parece expresarse el temor de que no
sea demasiado tarde ya, es decir que la "forma" republicana no haya
ya de hecho cambiado secretamente de contenido.
La dificultad es real.
Es difícil, sin jugar con la palabra "naturaleza" misma (que algunas
veces incluye necesariamente la violencia, y algunas veces se opone a ésta),
sostener a la vez que todas las formas de Estado existentes son el efecto de
causas naturales, y que la democracia es el Estado "más natural", el
que "se acerca más al Estado de Naturaleza" (TTP, 417). En el
capítulo XVI ("De los fundamentos del Estado; del derecho natural y civil
del individuo; y del derecho de las supremas potestades") Spinoza parece
hallarse claramente enfrentado al problema, al juzgar por la manera en la cual
su texto oscila entre una definición del Estado en general (o una descripción
de los "orígenes" de toda sociedad civil) y un análisis de las formas
propias de la democracia. Todo sucede entonces como si el concepto de
democracia recibiera una doble inscripción teórica. Es un régimen político
particular, efecto de causas determinadas. Pero es también la
"verdad" de todos los regímenes, a partir de la cual se puede medir
la consistencia interna de su constitución, determinar las causas y las
consecuencias tendenciales.
Ese privilegio teórico
de la democracia se expresa en el uso estrechamente solidario de los conceptos de
"pacto social" y de "razón".
Toda sociedad civil
puede ser considerada como resultante de un pacto, "tácito o
expreso", porque es racional huir de la miseria y la inseguridad del
"estado de naturaleza" en el cual los hombres sólo siguen su deseo (o
apetito) particular. En efecto, "es una ley universal de la naturaleza
humana, que nadie desprecia algo que considera bueno, si no es por la esperanza
de un bien mayor o por el miedo de un mal mayor; y que no sufre ningún mal, si
no es por evitar un mal mayor o por la esperanza de un bien mayor" (TTP,
335). Pero es la democracia la que pone en evidencia el resorte de todo pacto:
la "puesta en común" de las potencias individuales o la
"transferencia integral" de la cual resulta la obediencia cívica. Y
es esta que hace la razón un principio práctico:
(...) tales absurdos son menos de
temer en un Estado democrático; es casi imposible, en efecto, que la mayor
parte de la asamblea, si ésta es numerosa, se ponga de acuerdo en un absurdo.
Lo impide, además, su mismo fundamento y su fin, el cual no es otro, (...) que
evitar los absurdos del apetito y mantener a los hombres, en la medida de lo
posible, dentro de los límites de la razón, a fin de que vivan en paz y
concordia (TTP, 339).
La democracia aparece
así como la exigencia inmanente de todo Estado. Esta tesis crea lógicamente un
problema, pero ella tiene una significación política muy clara. Todo Estado
instituye una dominación y, correlativamente, una obediencia, la cual asujeta a
los individuos a un orden objetivo. Pero la condición de sujeto no se
identifica por lo tanto a la del esclavo. Una esclavitud generalizada no es un
Estado. El concepto de Estado incluye a la vez el imperium y la res publica. En
otros términos, la condición del sujeto presupone la ciudadanía, es decir la
actividad (así pues la igualdad, en la medida que esta es proporcional a la
actividad) a la cual el Estado democrático presta su pleno desarrollo:
"(...) nadie transfiere a otro su derecho natural, hasta el punto de que
no se le consulte nada en lo sucesivo, sino que lo entrega a la mayor parte de
toda la sociedad, de la que él es una parte. En este sentido, siguen siendo todos
iguales, como antes en el estado natural" (TTP, 339). Ahora bien esta
adecuación máxima de la forma y el contenido es a lo que tiende ya el
consentimiento sobre el cual reposa la fuerza real de los Estados. La forma
puede permanecer en la de la pasividad, el contenido no implica siempre más que
una actividad mínima, una actualización y una expresión del interés de los
individuos. Antes incluso de que la soberanía pueda ser definida como
"soberanía nacida del pueblo", un "pueblo" existe ya,
irreductible a la multitud de una plebe o de una muchedumbre pasiva.
Se comprende por esto
mismo en qué sentido es necesario mantener unidos los atributos
"teóricos" y "prácticos" de la soberanía, que aparecían
como contradictorios:
• "la potestad suprema no está sometida
a ninguna ley (TTP, 338)
• "(...) la salvación del pueblo
es la suprema ley, a la que deben responder todas las demás, tanto humanas como
divinas" (TTP, 398)
• "(...) muy rara vez puede
acontecer que las supremas potestades manden cosas muy absurdas, puesto que les
interesa muchísimo velar por el interés común y dirigirlo todo conforme al
dictado de la razón. Pues, como dice Séneca, nadie mantuvo largo tiempo gobiernos
violentos" (TTP, 339)
• "Pues yo concedo que las
supremas potestades tienen el derecho de reinar con toda la violencia o de
llevar a la muerte a los ciudadanos por las causas más baladíes. Pero todos
negarán que se pueda hacer eso sin atentar contra el sano juicio de la razón.
Más aún, como no pueden hacerlo sin gran peligro para todo el Estado, incluso
podemos negar que tengan un poder absoluto para estas cosas y otras similares;
y tampoco, por tanto, un derecho absoluto, puesto que hemos probado por qué el
derecho de las potestades supremas se determina por su poder" (TTP,
409-410)
Lo que define la
"fuerza" de un Estado sea cual sea éste, es su capacidad de durar
conservando la fuerza de sus instituciones. Pero desde el momento en que los
ciudadanos ignoran los mandatos del soberano (esto incluye echarse culpas los
unos a los otros), el germen de una disolución se ha creado. Un Estado fuerte
es así pues, concretamente, aquel en el cual los súbditos no desobedecen jamás
al soberano en lo que éste decreta como interés general, tanto en tiempos de
paz como en tiempos de guerra (TTP, 341-343). Pero esta definición no tiene más
sentido que si se pregunta en qué condiciones un resultado tal puede ser
logrado. A falta de explicación, una política sea la que sea sería sólo una
ficción. "Por consiguiente, tendrá el supremo derecho sobre todos, quien
posea el poder supremo, con el que puede obligarlos a todos por la fuerza o
contenerlos por el miedo al supremo suplicio, que todos temen sin excepción"
escribe Spinoza. Pero enseguida agrega: "Y sólo mantendrá ese derecho en
tanto y en cuanto conserve ese poder de hacer cuanto quiera; de lo contrario,
mandará en precario, y ninguno que sea más fuerte, estará obligado a
obedecerle, si no quiere" (TTP, 338). Y luego: "(...) las supremas
potestades sólo poseen este derecho de mandar cuanto quieran, en tanto y en
cuanto tienen realmente la suprema potestad; pues si la pierden, pierden, al
mismo tiempo, el derecho de mandarlo todo, el cual pasa a aquel o aquellos que
lo han adquirido y pueden mantenerlo" (TTP, 339). La idea es fuerte y
paradójica. El carácter absoluto de la soberanía es un estado de hecho. Las
revoluciones son por definición ilegales e ilegítimas --su proyecto mismo es un
crimen: (TTP, 344)... ¡aunque éstas no se hayan llevado a cabo! En cuanto estas
tuvieron lugar, llevando a la instauración de un nuevo poder, ellas instauran
incluso un nuevo derecho que no es menos --o más-- indiscutible que el
precedente. Lo que vuelve, no a proclamar un "derecho de resistencia"
(contra los regímenes "tiránicos"), sino a tomar nota, en la teoría
misma, del hecho de que los regímenes precarios se desmoronan, comenzando por
aquellos en los cuales la fuerza aparente expresa sólo la impotencia provisoria
de sus súbditos, y que las órdenes jurídicas sancionan una relación de
potencias. Pero entonces, la máxima según la cual "la forma de cada
Estado debe ser necesariamente mantenida" (TTP, 391) no puede presentarse
como un principio incondicional. Esta tiene también un significado práctico (de
"prudencia"), y obtiene su validez de la experiencia que muestra que,
muy a menudo, el derrocamiento de un soberano o de un régimen no lleva más que
a una situación parecida o peor (Spinoza toma el ejemplo de la revolución inglesa).
Es solamente en un Estado que sea el más libre y que reine así "sobre las
almas (animus) de los súbditos" (TTP, 352), que ésta se volvería una
verdad necesaria. Pero entonces no haría más que expresar en el modo normativo
la consecuencia natural de su constitución.
¿Una
filosofía de la historia?
Todas las nociones que
venimos enlazando fueron pensadas en el terreno de la naturaleza. Spinoza no
cesa de insistir sobre el hecho de que ellas constituyen los desarrollos del
"derecho natural", que él define como equivalente a la potencia de
actuar (TTP, 331 y s.). En este sentido, si es necesario marcar una diferencia
entre la condición hipotética de individuos aislados y la construcción política
-que se puede presentar como un pasaje del estado de naturaleza a la sociedad
civil- esta diferencia no corresponde a ninguna "salida" del mundo
natural para entrar en otro (no tiene nada que ver, por ejemplo, con el pasaje
de la animalidad a la humanidad), contrariamente a lo que tiene lugar en otros
teóricos del derecho natural. Los mismos elementos se encuentran en una parte y
en la otra redistribuidos de diferente modo por una causalidad inmanente.
Se podría creer que un
naturalismo bastante radical priva a la noción de historia de todo significado.
La lectura del TTP demuestra que esto no es así. Más aún, la
"naturaleza" de la cual tratamos aquí no es otra cosa que una manera
nueva de pensar la historia, según un método de explicación racional que apunta
a la explicación por las causas. Al respecto, no sería abusivo decir que, en el
TTP, conocer a "Dios" de manera adecuada, es esencialmente conocer la
historia de manera incluso inmanente. El lenguaje teórico
"naturalista" debe de este modo poder traducirse a cada instante en
el de una teoría de la historia. Se lo ve bien cuando Spinoza desplaza la
cuestión tradicional de la comparación de los regímenes políticos hacia la
tendencia democrática inherente a todo orden social. Pero se lo ve también
cuando él analiza las nociones de origen histórico, como la de "nación":
"¿Por naturaleza acaso? Pero ésta no crea las naciones, sino los
individuos, los cuales no se distribuyen en naciones sino por la diversidad de
las lenguas, de leyes y de costumbres practicadas; y sólo de estas dos, es
decir, de las leyes y las costumbres, puede derivarse que cada nación tenga un
talante especial, una situación particular y, en fin, unos prejuicios
propios" (TTP, 375). El concepto que expresa aquí la diferencia entre la
singularidad individual y la singularidad de un grupo constituido en la historia
es el mismo que el que expresaba ya la esencia de la singularidad individual
(ingenium). Pero el hecho de pasar de un punto de vista al otro puede atribuir
la verdadera implicancia de las dificultades que se nos presentaron, sin
resolverlas definitivamente.
La constitución de un
discurso histórico no va de sí mismo. Una parte entera del TTP (los capítulos
VII al X) está consagrada a discutir sus condiciones. En el centro de la
discusión figura la noción de relato. El relato histórico es fundamentalmente una
práctica social de escritura, que toma sus elementos de la imaginación de la
masa, y que tiende recíprocamente a producir un efecto sobre ésta. Es por ello
que la ciencia histórica debe ser un relato de segundo grado --Spinoza dice:
una "historia crítica" (TTP, 193, 211)-- que toma a la vez por objeto
el encadenamiento necesario de los hechos, en la medida en la que se lo pueda
reconstituir, y la manera en la cual los actores históricos, inconscientes de
la mayoría de las causas que los afectan, imaginan el "sentido" de su
historia. Pero un método tal no puede permanecer aislado de su aplicación. A lo
largo de todo el TTP, Spinoza se convierte a sí mismo en historiador tomando
por objeto la relación existente entre la manera en la cual sus contemporáneos perciben
su propia historia, y el modelo de interpretación por excelencia, el gran
relato del destino de la Humanidad, que constituyen para ellos las Sagradas
Escrituras. De allí que él encuentra necesario afrontar las cuestiones del
profetismo (cap. I-II), del mesianismo (cap. III), del clericalismo (cap. VII,
XII). Veremos que él saca también de allí los elementos de comparación para
comprender lo que, substancialmente, se repite en la vida de los pueblos, y lo
que, al contrario, es quizás irreversible. Si todos los aspectos de esta
investigación condujeran hada un esquema de explicación unívoca, se podría
decir que se tiene enfrente a una filosofía de la historia. El caso quizás no
es tal.
El aspecto principal del
análisis de Spinoza constituye lo que, según Matheron, podemos denominar una
teoría histórica de las "pasiones del cuerpo social". Una nueva
dimensión del problema político, hasta entonces implícito, surge ahora para
nosotros: el movimiento de masas que determina la suerte de los Estados. (cf. en
particular los capítulos XVII y XVIII).
"(...) su Estado
(el de los hebreos) pudo ser eterno", a juzgar por la perfección formal del
mecanismo de obediencia y cohesión social de la cual éste había sido dotado por
Moisés (TTP, 379-380). Pero precisamente no lo fue, y ningún otro Estado más
que él lo puede ser. La disolución de los Estados no tiene fijado un término
con anterioridad, pero ésta no tiene nada de accidental. Incluso cuando resulta
del "encuentro" con un adversario exterior más potente, lo que la
explica en última instancia es el desarrollo de los antagonismos interiores que
corrompen las instituciones y el desencadenamiento de las pasiones de la masa (multitudo). (TTP 70-72, 352, 381-388) En
tanto sus antagonismos no fueron irreconciliables, el Estado Hebreo pudo
reconstituirse más allá de las peores pruebas. Éste murió por su degeneración
hacia el fanatismo. Pero ¿de dónde provienen éstos? Ante todo de las
instituciones mismas, en la medida de que éstas yuxtaponen los poderes que
suscitan ambiciones enfrentadas, sancionan las desigualdades de derechos y
riqueza, identifican la justicia y la obediencia con un género de vida fijado
de una vez por todas, lo que lo puede satisfacer indefinidamente el deseo
humano. En este sentido, las instituciones son siempre ambivalentes: según las
condiciones corrigen sus propias debilidades internas, o precipitan a los
pueblos y los Estados hacia la violencia.
De hecho, esta
fluctuación inevitable no cuestionaría la existencia de los Estados (y por su
intermedio de las naciones) si toda la historia no se desarrollase en el ámbito
del temor de las masas: el que sufren, el que inspiran. Inicialmente, un
sistema de instituciones políticas constituye el medio de contener el temor que
inspiran la fortuna y la violencia. Pero este resultado no se obtiene más que
utilizando el temor mismo como resorte de la autoridad de los gobernantes, y en
consecuencia dirigiéndolo hacia otros objetos. Es suficiente con que éste
devenga recíproco, que los gobernantes aterrorizados por la potencia latente de
las masas busquen ellos aterrorizarlos (o maniobralos para aterrorizar a sus
rivales), y que el encadenamiento de pasiones hostiles (odio de clases y de
partidos, de religiones) conduzca irreversiblemente a la guerra civil. La
degeneración de las instituciones, la transformación del pueblo en una
"multitud feroz" incapaz de percibir su propio interés son las dos
fases del mismo proceso. La tiranía hace de la masa una combinación explosiva
de temor e ilusiones revolucionarias, pero la impotencia y la división de la
masa crea la aspiración de "hombres providenciales", que tienen todas
las posibilidades de transformarse en tiranos. Por ejemplo: Cromwell (TTP,
389-390).
No debe decirse, sin
embargo, que la "ley" de la historia es la guerra de todos contra
todos, que sólo la fuerza de los Estados impediría que ésta se declare a cada
instante. Fundamentalmente, el exceso de pasiones antagónicas no representa más
que una perversión del deseo de conservación, presente hasta en el temor, y
manifiesto en el hecho de que éste siempre está acompañado de una esperanza
(incluso dirigida hacia objetos imaginarios). En algunos pasajes, Spinoza
parece sugerir también que la existencia de las sociedades civiles proporciona
las condiciones para un progreso del conocimiento y del género de vida --de la
"barbarie" hacia la civilización--, sea en la historia de cada
nación, sea incluso para la humanidad en su totalidad (TTP, 165-166, 379-380).
Reduciendo la ignorancia, se debilita el temor y la superstición, por lo tanto
las pasiones de la multitud. Pero esta indicación es hipotética.
El verdadero problema
del TTP, es el del significado del Cristianismo. Se ve que éste no
"moralizó" la historia, es decir que no cambió nada en la naturaleza
de las fuerzas presentes. Más bien se sumó él mismo al juego natural de los
antagonismos sociales (TTP, capítulo XIX). Su nacimiento sólo corresponde al
cumplimiento de una promesa o a una intervención providencial. No determinó al
menos, luego, una ruptura decisiva. ¿Por qué?
Lo que hay de enigmático
--pero no de "misterioso"-- en la persona misma de Cristo, es su
capacidad extraordinaria de "comunicarse (communicare) con Dios de alma a alma" (TTP, 84), es decir de
percibir el mandamiento del amor al prójimo como una verdad universal, y de
expresarlo no en el lenguaje propio de una nación tal, o tal "complexión"
individual, sino en el de las "opiniones y convicciones de todo el género
humano, es decir, a las nociones comunes y verdaderas" (TTP, 145). Pero
este conocimiento no es ilimitado puesto que, confrontado a la ignorancia y a
la resistencia del pueblo, éste produjo también una confusión entre el lenguaje
de la necesidad y el de la ley. (TTP, 145). En realidad todos estos aspectos de
la revelación de Cristo no se comprenden si se niega el hecho de que, como
ciertos profetas cuya enseñanza prefigura la suya (Jeremías), él vivió en un
periodo de disolución del Estado (TTP, 183, 398-402). Ninguna seguridad
pública, ninguna solidaridad subsistente, le fue necesario extraer de la
tradición bíblica (ligada a la historia nacional de los hebreos y su Estado)
las enseñanzas morales comunes a toda la especie humana y presentarías como una
ley divina universal que se dirige a cada uno en particular, de manera
"privada". Por profundamente verdadera que sea la idea que hubiera
tenido Cristo, implica por sí un elemento de abstracción y de ficción: el de
creer que la religión concierne a los "hombres en tanto que hombres",
no solamente como iguales sino abstraídos de toda vinculación política y
viviendo como "en el estado de naturaleza". De allí la posibilidad de
una perversión: que el mandamiento de una caridad universal (todo hombre mi
prójimo) se transforme en un mandamiento de humildad (ama a tu enemigo,
"brinda la otra mejilla"). E incluso de una inversión: los primeros
discípulos de Cristo (Pablo en particular) viviendo ellos mismos un período de
crisis política en una escala aún mayor (la crisis del Imperio romano que se
identificaba según ellos con la humanidad civilizada), codificaron aquella
representación de una "ley" independiente de la existencia de una sociedad
civil, y por consiguiente superior a su propia ley (TTP, 348, 411). Ellos le
dieron un contenido espiritualista (condenación de la "carne") y la
legitimaron divinizando a la persona de Cristo. Desde entonces, en un tercer
momento, se abría la posibilidad de utilizar la enseñanza de Cristo contra los
Estados históricos, construyendo una "Iglesia universa!" con su
propio aparato de ceremonias, dogmas y ministros, quedando expuesta a sus
propias divisiones. (TTP, 153-155) Lo mismo que el "error" inicial de
Moisés -haber conferido a los Levíticos un monopolio hereditario de funciones
sacerdotales (TTP, 375-378)- había pesado sobre toda la historia del Estado
hebreo, el de Cristo se paga con conflictos indisolubles a largo plazo.
Sin embargo, a pesar de
o en razón de sus contradicciones, el cristianismo imprime a la historia de la
humanidad un giro irreversible. Tenemos un indicador esencial de esto en el
hecho de que no hay más profetas después de Cristo (TTP, 293-297), es decir
hombres excepcionalmente virtuosos, dotados de una imaginación suficientemente
viva como para representarse los eventos naturales o sus propios pensamientos
como "signos" de Dios, y capaces de comunicarla evidencia de esta
revelación a sus conciudadanos para corregir sus costumbres y animar su fe.
(TTP, capítulos I y II). Se comprende fácilmente porque, todas las naciones
tuvieron profetas, pero la vocación de los Profetas de Israel traduce una
configuración histórica singular: Moisés había anunciado la ley divina bajo la
forma de un mandamiento acompañado de amenazas "aterradoras" y
recompensas de las cuales la principal era la prosperidad de la nación.
Identificada de manera exclusiva con el derecho del Estado hebreo, la ley
estaba materialmente inscripta sobre las tablas conservadas en el Templo. La
piedad consistía por definición en la observancia rigurosa de sus
disposiciones. Más aún era necesario que ellas sean comprensibles y conserven
su poder apremiante. Los Profetas son esos mediadores vivientes que recuerdan
la existencia de la ley en el lenguaje mismo del pueblo, que reactivan sus
amenazas y sus promesas interpretando la historia nacional, disponiendo el
corazón (animus) de los hebreos a la obediencia, en particular en los momentos
de prueba donde resulta difícil tener fe en la "elección" de Israel.
Su función es pues necesaria a causa de la exterioridad de la ley, la que exige
una constante reanimación, una verificación actualizada de su sentido, ya que
el legislador que la enunció no está más allí para testimoniar su revelación
(la Ética teorizará sobre la fuerza
superior de las impresiones presentes en relación a las impresiones pasadas, y
del "reforzamiento" de éstas por aquéllas: parte IV, prop. 9 a la
13).
Pero con la prédica de
Cristo, la situación se invierte. No solamente la ley no es más enunciada para
una sola nación, sino que ella es interiorizada, y en consecuencia siempre
actualizada. Así como Cristo no concibió la revelación como la audición de un
mensaje físico, sino como una iluminación intelectual, igualmente él la
"inscribió en el fondo de sus corazones" (TTP, 146.) A partir de aquí
el fiel no tiene que buscar fuera testimonios de la promesa divina, que
garanticen su permanencia, sino descubrir en sí mismo las disposiciones
actuales de las cuales Cristo brindó el modelo, las señales interiores de
"la vida verdadera" (TTP, 305). La salvación se le aparece como una
consecuencia de su virtud (que se puede llamar una gracia). Y --como se lo ve
enseguida con el cambio de estilo que caracteriza la prédica de los Apóstoles
(TTP, cap. XI)-- las cuestiones que se plantean a propósito del sentido de la
revelación no pueden encontrar una respuesta más que por los razonamientos
accesibles al entendimiento, en lugar de ser zanjados por los milagros que lo
contradicen. A partir de aquí cada uno es en última instancia su propio
mediador, pero en contrapartida ninguno puede ser realmente el mediador
religioso de los demás. Por esta razón "cada uno está obligado, como ya
hemos dicho, a adaptar estos dogmas de fe a su propia capacidad e interpretados
para sí del modo en que, a su juicio, pueda aceptarlos más fácilmente, es decir,
sin titubeos y con pleno asentimiento interno, de suerte que obedezca a Dios de
todo corazón" (TTP, 316). Cualquiera que se diga, o se crea. Profeta, no
sería más que un "falso profeta" (por el contrario nada impide pensar
que haya otros Cristos).
La
herencia de la Teocracia
Así, sin darles la forma
de un esquema sistemático, Spinoza bosqueja en el TTP los temas de ima
filosofía de la historia. Resta preguntarse en que modifican éstos nuestra
comprensión del problema de la libertad, y si permiten superar las dificultades
del mismo.
Haga lo que se haga, no
impedirá al lector experimentar un sentimiento de contradicción al confrontar
la letra de ciertos textos. Así, cuando en el capítulo VII Spinoza concluye su
crítica al modo en el cual las Iglesias y los filósofos se apropiaron de las
Escrituras, este excluye todo "pontificado" religioso. Puesto que la
verdadera Religión, universal, "no consiste tanto en las acciones
externas, cuanto en la sencillez y en la sinceridad del ánimo, no constituye
ningún derecho ni autoridad pública (...) Puesto que cada uno tiene el derecho
de pensar libremente, incluso sobre la religión, y no se puede concebir que
alguien pueda perderlo, cada uno tendrá también el supremo derecho y la suprema
autoridad para juzgar libremente sobre la religión y, por tanto, para darse a
sí mismo una explicación y una interpretación de ella (...) la autoridad
suprema para explicar la religión y emitir un juicio sobre ella, residirá en
cada uno (...) la norma de interpretación de ser nada más que la luz natural,
común a todos, y no una luz superior a la naturaleza ni ninguna autoridad
externa". (TTP, 218) Por lo tanto, cuando Spinoza demuestra (en el
capítulo XIX) que la Religión no adquiere fuerza de ley (ni enuncia
"mandamientos") sino que por la decisión del Soberano, la situación
se invierte: "es de incumbencia exclusiva de la suprema potestad
determinar qué es necesario para la salvación de todo el pueblo y la seguridad
del Estado, así como legislar lo que estime para ello necesario. Por tanto,
sólo a la potestad suprema incumbe determinar en qué sentido debe cada uno
practicarla piedad con el prójimo, esto es, en qué sentido está obligado a
obedecer a Dios. A partir de ahí entendemos claramente en qué sentido las
supremas potestades son los intérpretes de la religión. Entendemos, además, que
nadie puede obedecer adecuadamente a Dios, si él (...) no obedece, por tanto, a
todas las decisiones de la potestad suprema. Pues, como estamos obligados por
precepto divino a practicar la piedad con todos (sin excepción alguna) y no
inferir daño a nadie, se sigue que a nadie le es lícito ayudar a uno, si ello
redunda en perjuicio de otro o, sobre todo, de todo el Estado, y que nadie, por
tanto, puede practicar la piedad con el prójimo según el precepto divino, a
menos que adapte la piedad y la religión a la utilidad pública" (TTP,
398-399).
Sin duda se dirá que el
primero de estos textos apunta a la religión interior, o la fe, y el segundo a
la religión exterior, o el culto. No se suprimirá de este modo toda
contradicción ya que lo que está en juego principalmente: los actos (es decir
las "obras", las "acciones piadosas para con el prójimo")
están incluidos a la vez en una y en la otra. Hay que reconocer que al imponer
su ley -en el mejor de los casos aquella de la "salvación pública"- a
toda religión exterior, el Estado interfiere necesariamente con las obras, por
lo tanto con la fe, ya que "la fe sin las obras está muerta", lo cual
expresan precisamente las nociones de "justicia y caridad". Por lo
tanto no es abolida del todo, y no puede serlo, la unidad que existió en otro
tiempo entre la soberanía política y la comunidad religiosa. No sería este el
mismo caso, si al cristianismo histórico, viniera a substituirlo una
"religión natural" impartiendo la misma enseñanza fundamental que
éste, pero independiente del hecho de la revelación (TTP, 343-347).
Así la concepción
spinozista de la relación entre la religión y la política parece condenada a
permanecer "impura" e inestable --lo que se podría expresar diciendo
que subsiste siempre, a pesar de su identidad de principio, una brecha entre el
punto de vista de la naturaleza y el de la historia. ¿No sería éste por lo
tanto, en otro sentido, el punto fuerte de la reflexión de Spinoza? Y ¿si la
contradicción, antes de residir en los textos, en las palabras que la ponen en
evidencia, fuera en primer lugar una realidad (ella misma histórica), para la
cual sería necesario forjar un nuevo instrumento de análisis? Se lo puede
verificar examinando la articulación de los conceptos de teocracia, monarquía y
democracia, que substituyen en el TTP a las clasificaciones tradicionales de
los regímenes políticos.
Spinoza no inventó el
término "teocracia", que toma prestado del historiador antiguo
Flavius Joseph, principal fuente no bíblica concerniente a la historia y las
instituciones del pueblo judío. No es para menos, parece ser el primero en
hacer de éste un uso sistemático. En todo caso el primero en hacer de éste un
concepto teórico:
(...) una vez que los hebreos salieron
de Egipto, ya no estaban sujetos al derecho de ninguna otra nación (...)
Estando, pues, en este estado natural, decidieron, por consejo de Moisés, en
quien todos confiaban plenamente, no entregar su derecho a ningún mortal, sino
sólo a Dios; y, sin apenas discusión, prometieron todos al unísono obedecer
totalmente a Dios en todos sus preceptos y no reconocer otro derecho aparte del
que él estableciera por revelación profética. (...) Sólo Dios, pues, gobernaba
sobre los hebreos, y sólo su Estado se llamaba, con derecho, reino de Dios en
virtud del pacto, y con derecho también se llamaba Dios rey de los hebreos. Por
consiguiente, los enemigos de este Estado eran enemigos de Dios y los
ciudadanos que intentaran usurparlo eran reos de lesa majestad divina, y, en
fin, los derechos del Estado eran derechos y mandatos de Dios. El derecho civil
y la religión, que, como hemos demostrado, se reduce a la obediencia a Dios,
eran, pues, una y la misma cosa en este Estado. Es decir, los dogmas de la
religión no eran enseñanzas, sino derechos y mandatos; la piedad era tenida por
justicia, y la impiedad por crimen e injusticia. Quien faltaba a la religión,
dejaba de ser ciudadano y era tenido ipso facto por enemigo; quien moría por la
religión, se consideraba que moría por la patria; y, en general, no se
establecía diferencia alguna entre el derecho civil y la religión. Por eso,
pudo este Estado recibir el nombre de teocracia (...) (TTP, 356-358).
El capítulo XVII en su
conjunto desarrolla esta definición en un cuadro completo de las instituciones
del Estado hebreo teocrático (hasta el establecimiento de la realeza), pero
también de su "economía" y de su "psicología social", para
obtener de allí una explicación de las tendencias de su historia. Por un lado,
en consecuencia la "Teocracia" no designa más que una singularidad
histórica, aparentemente única en su género. Pero esta "esencia
singular" se caracteriza también por las consecuencias a largo plazo que
ésta supone en la historia del pueblo judío, y más aún, por la marca,
constantemente reactivada por las circunstancias, que ésta deja en toda la
historia de la humanidad a través del cristianismo. En este sentido, se puede considerar
metafóricamente que la herencia de la teocracia manifiesta la imposibilidad,
para las sociedades políticas modernas de ser totalmente contemporáneas con
ellas mismas: el "retraso" o el desfasaje interior que no cesa de
afectarlas. En efecto, por otro lado, --muchísimas indicaciones de Spinoza van
en este sentido-- el análisis de la Teocracia tiene una implicancia general;
ésta constituye un tipo (se está tentado de decir: "un tipo ideal")
de organización social, de comportamiento de la "multitud" y de
representación del poder en el cual se puede encontrar el equivalente, al menos
aproximado, en los otros Estados o en las tendencias políticas que éstos
presentan. Quizás en todo Estado real. De allí la importancia que conlleva el
TTP al elucidar la dialéctica misma de la teocracia.
De hecho, lo que la
caracteriza es una profunda contradicción interna. Por un lado las
instituciones mosaicas representan una realización casi perfecta de la unidad
política. Esta tiende en primer lugar al equilibrio sutil de poderes y
derechos, que produce ya en la práctica una "autolimitación" del
Estado (de este modo en la designación de los jueces y los jefes militares, o
en la distribución de competencias religiosas entre los sacerdotes y profetas o
en las reglas que declaran la propiedad del suelo inalienable). Sobre todo,
ésta hace al principio mismo del Estado, es decir la identidad de la ley civil
y de la ley religiosa, puesto que supone una ritualización integral de la
existencia, que prohíbe a los individuos cualquier duda y cualquier desviación
de su deber, y una identificación completa de la salvación individual con la
salvación colectiva. La elección de todo el pueblo condiciona el amor que se
tengan los ciudadanos. Es por esto que la teoría de la teocracia es al mismo
tiempo una teoría del nacionalismo en tanto que es el resorte pasional más
potente del patriotismo (TTP, 370-373). Es verdad que todos estos caracteres
tienen por condición material una cierta "barbarie" o primitivismo de
la cultura de los hebreos (Spinoza habla de su "infantilismo": TTP,
111). Y con ello encontramos la contrapartida de esta excepcional solidaridad.
La cultura política de la obediencia es una cultura de la superstición. Esta no
puede identificar soberanía y autoridad divina más que presuponiendo o
imponiendo la percepción de toda la naturaleza (y de la "fortuna")
como un orden acabado concebido por Dios. Y es una cultura del temor bajo su
forma más incoercible: el temor de Dios, temor obsesivo de la impiedad (así
pues de la tristeza permanente: la teocracia es esencialmente triste). La
solidaridad, ya que reposa sobre la identificación de los individuos, cambia a
su contrario: una amenazante soledad. Cada uno, temiendo a cada instante el
juicio de Dios, proyecta esta angustia sobre el otro y vigila su conducta, que
es sospechosa de atraer sobre la comunidad la cólera de Dios, termina por
considerarla como un "enemigo interior" en potencia. El "odio
teológico" puede entonces investir todos los conflictos de opiniones y
ambiciones y volverlos inconciliables.
Esta contradicción se
aclara si admitimos que la teocracia, bajo la apariencia unitaria de su
principio, recubre de hecho (y contiene en germen) dos tendencias políticas
antitéticas. En seguida Spinoza nos advierte: "toda esta" (es decir
la transferencia de la soberanía a Dios solamente) "era más una opinión
que una realidad" (TTP, 358). Lo que no quiere decir que se trataba de una
pura ficción sin efectos prácticos, o lo que mejor dicho quiere decir, que en
la teocracia la ficción misma determina la práctica, actúa como una causa
inmanente a la realidad. Sus efectos no pueden ser más que ambivalentes. En
efecto, por un lado, la teocracia equivale a una democracia: poniendo el poder
en Dios, los hebreos no se lo remiten a ningún hombre, todos partes igualmente
beneficiarias de la "alianza" con Dios, éstos se constituyeron, a
pesar de su barbarie, en ciudadanos, fundamentalmente iguales ante la ley, los
cargos públicos, el deber patriótico, la propiedad. El templo, "casa de
Dios" fue una casa común, compartida por el pueblo y símbolo de su derecho
colectivo (TTP, 361). Pero esta modalidad imaginaria de institución de la
democracia -¿única forma bajo la cual ésta puede comenzar a existir?- supone
precisamente una figuración, un desplazamiento de la soberanía colectiva hacia
"otro" escenario; el lugar de Dios (vicem Dei) (TTP, 359) debe ser materializado y ocupado por una
autoridad que metamorfosee las reglas de la vida social en obligaciones
sagradas. ¿Este lugar no puede ser ocupado por "alguien"? En
principio, lo fue por Moisés en tanto que profeta legislador, hablando en el
nombre de Dios y a quien el pueblo entregó voluntariamente todos los poderes.
Luego éste quedó "vacío", pero no desaparece: los diferentes
individuos que ejercen los cargos civiles y sacerdotales se dirigen hacia él
para determinar su punto de acuerdo, confirmar mutuamente su legitimidad (y
también para discutirla). Finalmente, debe ser de nuevo ocupado --a pedido del
pueblo mismo-- por un individuo que será "el ungido del Señor", es
decir, un individuo a la vez real y simbólico. A partir de allí, toda monarquía
histórica deberá conllevar un elemento de origen teocrático, lo que traduce la
noción de "derecho divino" de los reyes. En efecto, los monarcas, en
tanto que individuos, no poseen por naturaleza más que un poder ínfimo en
relación con el de la masa, y éstos son fácilmente sustituibles unos por otros.
Además son mortales y su sucesión no está siempre asegurada. Se les hace
necesario, por lo tanto, reactivar a su favor la memoria de la soberanía
divina, redoblar la obediencia que exigen, el temor y el amor que inspiran, en
temor y amor a Dios, y aparecer como sus representantes sobre la tierra.
Cerrando así toda posibilidad de quebrantar la superstición. Pero esto no
impedirá, al contrario, que surjan en contra de ellos, sostenidos por las
esperanzas o las revueltas populares, otros representantes de Dios:
usurpadores, conquistadores, pontífices, profetas o reformadores...
Volvamos ahora a la
democracia propiamente dicha; ¿se puede decir que a partir de que los
individuos se muestran capaces de ejercer directamente la soberanía colectiva,
sin recurrir a la ficción de una alianza con Dios (es decir sin desplazamiento
imaginario de la soberanía), por un "pacto social" explícito, el
problema desapareció? No es éste manifiestamente el caso, incluso
independientemente de la superstición de las masas. El Estado democrático,
constituido sobre la base de la reciprocidad de deberes y la igualdad de
derechos, es gobernado según la ley de la mayoría, que es la resultante de las
opiniones individuales. Para que ésta se imponga efectivamente, no es
suficiente que el soberano disponga de un derecho absoluto de mandar las
acciones que conciernen al interés público, y los medios para hacerla respetar.
Es necesario además que reine un consenso en cuanto a la necesidad de hacer
prevalecer el amor al prójimo sobre las ambiciones, es decir "amar al
prójimo como a sí mismo". Es incluso más necesario aún que la libertad de
opinión y expresión sea mejor reconocida como la base y la finalidad del
Estado. Pero, lo vimos, sería contradictorio e inoperante querer imponer ese
consenso por la autoridad del Estado. Puesto que depende completamente de la
"complexión" (ingenium) y
del "corazón" (animus) de
cada uno. Éste no puede ser logrado más que indirectamente. Es lo que se
producirá (o se produciría), si el Estado asegurase por su parte un control
formal de todas las manifestaciones religiosas (reprimiendo en caso de
necesidad sus excesos), y los individuos adoptasen por su parte, como principio
regulador de sus opiniones y su comportamiento recíproco, los
"dogmas" de una "fe universal" tal como Spinoza la describe
en el capítulo XIV del TTP. Es decir una "verdadera Religión" con la
cual el Cristianismo tiende a identificar su enseñanza moral esencial. Entonces
Dios no será más representado en ninguna parte, pero lo será también por
doquier, "en los corazones" de cada individuo, prácticamente
indiscernible de su esfuerzo por vivir virtuosamente.
Así, los dos temas del
TTP --la "verdadera Religión" y el "derecho natural del
soberano", y sus correlatos: la libertad de conciencia religiosa y la
libertad de opinión pública-- no se confunden pero forman necesariamente un
sistema. Cada uno limita al otro en sus posibles perversiones. Cada uno
constituye para el otro una condición de su efectividad. Una brecha subsiste sin
embargo entre el "pacto" social y la "ley divina" interior,
aunque los individuos en tanto que fieles no sean otros que los individuos en tanto
que ciudadanos. En esa brecha no hay lugar para imaginar un Dios trascendental,
pero debe haber allí lugar para el discurso de la filosofía, o de un filósofo.
Y también para la aspiración de la multitud a la paz civil. A condición de que
éstos coincidan.
2 comentarios:
saludos desde venezuela, me preguntaba si " el ya mencionado prólogo “Spinozisti gioiosi” de Antonio Negri." estara disponible en castellano, de ser asi, podrian darnos señas de ubicacion?
saludos excelente blog!!
Hola Robert,
Te ofrezco disculpas por la dilación en responder a tu amable mensaje. Otras ocupaciones me han alejado del blog. La más reciente reedición de 'La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza' de Laurent Bove (Buenos Aires, Cruce, 2014), publica el prólogo (Spinozisti Gioiosi) de Negri a la edición italiana. Si me concedes unos días más, con gusto puedo escanearlo y enviártelo a tu correo electrónico. Saludos.
Publicar un comentario