Diego Tatián
¿De qué habla
la Ética? ¿Cuál es la revolución que trae la filosofía contenida en este
libro respecto de toda la tradición filosófica y teológica?
Lo primero y
tal vez lo más escandaloso es que se desmonta, se deconstruye absolutamente, el
viejo Dios de la tradición, el Dios judeo-cristiano: un Dios-persona, sujeto de
una voluntad y de un entendimiento, que puede ser definido como Inteligencia
Infinita, Bondad, Amor; que es omnisciente, omnipotente, juez que castiga y
premia y, sobre todo, en esta tradición, un Dios que crea al mundo a partir de
la nada.
Esta idea del
Dios creador habría sido completamente incomprensible para la mentalidad griega.
Porque los griegos eran filósofos por antonomasia, y no se puede entender
filosóficamente que de la nada salga algo, así como tampoco se puede entender
filosóficamente
que algo pase a no ser nada. Este es el perímetro trazado por Parménides, la
demarcación entre lo que es pensable y aquello que no lo es. Por eso lo que vemos,
la vida y la muerte, el devenir constante, son --según esta tradición
parmenídea-- ilusiones, lo que no puede ser pensado, lo que únicamente se
obtiene por los sentidos --un mundo falso. Y la filosofía, para ser filosofía,
tiene que suspender lo que los sentidos proveen. Porque pensar significa saber
que el ser es y que el no ser no es. Este es el núcleo duro de la tradición
parmenídea, eleática, platónica (el núcleo más original del pensamiento
griego). La posibilidad de que el mundo sea creado a partir de la nada es un
escándalo filosófico.
A la pregunta
si la Ética podía rescribirse sin usar la palabra “Dios”, teniendo en
cuenta la fórmula Deus sive natura podríamos perfectamente contestar que
sí, que se podría reescribir la Ética utilizando solamente la palabra
“naturaleza”. Lo cual nos lleva a preguntar por qué Spinoza persiste en usar
una palabra tan connotada, tan cargada como la palabra “Dios”. Lo primero que
viene a la mente es: por cautela. Habla de Dios para mostrar que no hay Dios
–no hay Dios
en el sentido del Dios judeo-cristiano. ¿Y cómo sería otro Dios? Porque los
dioses paganos también son completamente antropomórficos. Y lo que hace Spinoza
es, justamente, desmontar, punto por punto, todo antropomorfismo, toda
adjudicación a Dios de propiedades humanas (esa inclinación tan humana, según Feuerbach,
de crear a Dios como superlativa imagen y semejanza de sí mismos). Maimónides
hace teología negativa: no se puede decir nada positivamente de Dios; porque es
un Dios que es vida, pero que no vive, que es existente, pero que no existe. Es
decir, tachar, siempre tachar. En el caso de Maimónides, Dios es trascendencia absoluta.
Ni siquiera se lo puede imaginar; sólo se lo puede pensar como lo otro absoluto
de esto. En Spinoza no hay trascendencia de ningún tipo. No hay una teología
negativa, sino que hay afirmación pura de Dios como inmanencia estricta. En el
caso de la teoría cabalística del zim zum, no hay inmanencia sino
retiro, diferencia, ausencia absoluta, vacío y nada.
Si “Dios” es
igual a “naturaleza”, ¿qué hemos cambiado? Hemos cambiado mucho respecto de la
tradición judeo-cristiana-cartesiana. La tradición judeo-cristiana implica una
desdivinización de la naturaleza. La naturaleza, el mundo, son profanos. Y hay
un Dios que está fuera del mundo, que es lo único divino y lo único sagrado. La
naturaleza y Dios son dos cosas completamente distintas. Spinoza va a decir que
no hay una trascendencia de Dios, que no hay nada fuera de esto que llamamos
naturaleza, y que esta naturaleza es divina, es Dios mismo (en Spinoza no tiene
sentido la distinción entre sagrado y profano). ¿Qué cambia con esto? ¿Cuál es
la diferencia entre una naturaleza divina y otra que no lo es?
Aquí se
presenta un problema de lenguaje. Spinoza podría haber prescindido perfectamente
de la palabra “Dios”, a lo largo de todo el texto de la Ética, y no
hubiera cambiado en nada su filosofía. Cuando en filosofía se habla de
“naturaleza”, en general, no se habla meramente de la naturaleza sensible, sino
de lo que es, de lo real, de la realidad. Y a la realidad se accede, desde una
perspectiva empirista, únicamente a través de percepciones; y, desde una
perspectiva racionalista --y Spinoza, en este punto, es un racionalista--, a través
del pensamiento. La naturaleza puede y debe ser pensada.
En la
filosofía de Spinoza no hay misterio. Spinoza es un filósofo que llega a
decirnos que todo puede ser pensado. Y ahí está la Ética, la prueba más
contundente del poder de la filosofía para pensar el mundo, para decir lo que
el mundo es. Es mala fe utilizar en filosofía la palabra “misterio”. Esa
palabra la han utilizado siempre los que no piensan en Dios sino como “asilo de
la ignorancia”. Cada vez que se llega a un límite para el pensamiento, se
invoca el misterio de la voluntad divina; eso -desde una perspectiva como la de
Spinoza, pero también como la de Hegel- es hacer trampa, es no jugar limpio
filosóficamente.
Resulta
evidente en Spinoza una enorme voluntad de claridad. Por supuesto, todavía hay
cosas que no conocemos y que no hemos pensado, pero no porque se trate de un
“misterio” sino más bien a causa de nuestra fi nitud, porque no hay nada
esencialmente incognoscible ni impensable.
Una de las
grandes revoluciones filosóficas que trae el pensamiento de Spinoza tiene que
ver con que, si conservamos la palabra “Dios” al leer la Ética, allí
encontramos que la esencia de Dios, además del Pensamiento, es la Extensión
(esto ya lo había dicho el filósofo judío medieval Hasdai Crescas). La relación
cuerpo-alma, problema cardinal en el siglo XVII (que Descartes no pudo
resolver, que preocupó a Malebranche y a Leibniz, entre otros), tiene en la filosofía
de Spinoza una resolución muy concreta, que es lo que se conoce como “doctrina
del paralelismo” (desarrollada sobre todo en la segunda parte de la Ética),
aunque este concepto nunca aparece en la obra de Spinoza. Básicamente, postula
una correspondencia absoluta entre lo que pasa en el cuerpo y lo que pasa en la
mente. Pero no porque se influyan mutuamente, sino porque hay una misma
sustancia que expresa las mismas cosas bajo atributos diferentes, dos de los
cuales, los que conocemos, son el Pensamiento y la Extensión. Sin embargo, tal
vez la noción de “paralelismo” no sea la más indicada para dar cuenta de lo que
en realidad es una identidad --pues la metáfora del paralelismo
restituye la pluralidad y el dualismo, precisamente lo que Spinoza procura
superar.
En efecto, la
célebre proposición de E, II, 7, sostiene que “el orden y la conexión de las
cosas es el mismo que el orden y la conexión de las ideas”. Las ideas y las
cosas, el cuerpo y el alma, designan una misma cosa y no realidades
superpuestas o paralelas; son estrictamente lo mismo, ya sea considerado
bajo el atributo Pensamiento, ya sea bajo el atributo Extensión.
El Dios de
Spinoza no es Amor, ni Inteligencia, ni Omnipotencia, ni Omnisciencia; no es un
Dios juez que tenga el poder, no es una potestas de la que quepa temer
un castigo o esperar un premio; en suma, no es un Dios revelado, que se revele
en la historia y que revele a los hombres una moral. Es contra el Dios de la
revelación que piensa la Ética. ¿Cuáles son, entonces, las propiedades
del Dios de Spinoza? En primer lugar, la naturaleza es absolutamente infinita
(“infinita” no quiere decir solamente “indeterminada” o “ilimitada”, sino
también que no puede concebirse nada fuera de ella). El hombre no es el centro
ni el fi n de esa naturaleza, sino que es una modificación de ella, un modo.
En segundo
lugar, existe necesariamente. No se puede pensar que no exista. Si se piensa la
esencia filosóficamente, no se puede pensar de otro modo que como implicando la
existencia. Como en el argumento ontológico de San Anselmo, si uno piensa a
Dios, lo tiene que pensar como necesariamente existente. Para Spinoza, Dios no
es creador del mundo, sino causa del mundo. El Dios creador también es una
causa, pero es una causa trascendente, esto es, separada, independiente y sin
relación con su efecto. El Dios judeo-cristiano es una causa trascendente del
mundo. Esto quiere decir: ni el mundo tiene nada que ver con Dios ni Dios con
el mundo. Se trascienden mutuamente por completo. En cambio, el Dios de Spinoza
es una causa inmanente de todas las cosas, una causa que permanece en
las cosas mismas que produce. Dios es causa de todas las cosas en el mismo sentido
en que es causa de sí mismo (causa sui).
En alguna
parte decía Deleuze que la grandeza de ciertas filosofías reside en la
invención de conceptos que permiten pensar cosas que antes no podían pensarse.
El concepto de causa sui es uno de esos conceptos, que estrictamente no
es inventado por Spinoza pero alcanza en él un significado pleno. Para
comprender el concepto de causa sui, debemos evitar pensar la causa y el
efecto en sentido cronológico, debemos dejar el tiempo (y la imaginación) de lado
para poder pensarlo ontológicamente. Causa sui quiere decir que hay una
plenitud ontológica, una potencia ontológica infinita tal que produce infinitas
cosas de infinitos modos. Y esa producción de infinitas cosas en infinitos
modos no es más que la producción de Dios mismo. Porque Dios no es otra cosa
que está afuera; es eso mismo. Por eso se dice que Dios es causa de todas las
cosas en el mismo sentido en que es causa de sí. Y que es causa inmanente quiere
decir que no es creador, que la palabra “nada” no tiene sentido. No es posible
pensar la “nada” (aquí hay una diferencia central con la tradición cabalista).
El principio
de razón suficiente, uno de los cuatro grandes principios de la filosofía,
sistematizado por Leibniz, dice: Nihil est sine ratione, nada es sino en
virtud de una causa o una razón que lo hace ser lo que es, que lo pone en el
mundo. La razón no puede funcionar si no presupone que todo lo que es tiene una
causa o fundamento para ser. La razón suficiente del mundo, en la tradición judeo-cristiana,
es Dios. Es muy impresionante de ver lo que hace Spinoza con este principio,
una operación tan sutil como radical. En la proposición 36 de la primera parte
de la Ética, dice: Nada existe en la naturaleza de lo que no se siga
algún efecto. Si observamos esta idea de cerca, vemos que Spinoza no se
detiene en el efecto, para decir “este efecto tiene que tener alguna causa”;
más bien lo que le interesa es el hecho de que las cosas son capaces de producir
efectos; las cosas como capaces de afectar, como fuerzas productivas. Todas las
cosas producen efectos, emiten significados, intervienen sobre las otras cosas.
A la fórmula “nada es sin causa”, Spinoza le antepone la fórmula “nada es sin
efectos”. Procede no analítica sino sintéticamente. Rompe con Descartes, porque
Descartes se remonta de los efectos a las causas: parte de la mente del hombre
para llegar problemáticamente a Dios, parte de lo finito para llegar a lo infi
nito. En cambio, Spinoza, en la Ética, parte de Dios. Porque para él la
existencia no es un problema (aquí se puede hacer una vinculación con la
tradición judía, para la cual Dios no es un problema), como sí lo es para
Descartes. La existencia, para Spinoza, no necesita estar justificada, ni dar
razones de sí, ni ser explicada. Se afirma. Se revela aquí su “inocencia” filosófica.
Consiguientemente,
en la demostración de la proposición 11 de la parte primera, se lee: existe
necesariamente aquello de lo cual no se da razón ni causa alguna que impida su
existencia. No se está diciendo aquí que toda cosa, para existir, tiene que
tener una causa. Se está diciendo que todo existe, a menos que se dé una causa
que impida su existencia. Por lo tanto, se parte, no de la no existencia, sino
de la existencia. Para que algo no exista, no es suficiente que no se den las
razones por las cuales debiera existir, sino que tiene que haber razones
positivas, o bien inherentes a la esencia de la cosa o bien exteriores, por las
cuales debe no existir. Es una diferencia que puede sonar demasiado abstracta
pero que no es menor y, además, tiene consecuencias muy concretas.
Por ejemplo,
un círculo cuadrado no existe porque hay una causa inherente a la esencia que
lo vuelve imposible. La inexistencia del círculo cuadrado no se debe al hecho
de que la serie causal de los acontecimientos no haya producido un círculo
cuadrado; esa no existencia se debe a que esencialmente no puede haber
un círculo cuadrado. Hay, positivamente, una razón que lo impide. Spinoza (como
ha señalado Pierre Macherey) [1] nos está diciendo que debemos desvincularnos
del mal hábito de pensar y preguntarnos “¿por qué existe algo y no más bien
nada?” (esta era para Heidegger la pregunta filosófica fundamental, el asombro
filosófico más grande –una pregunta que, al menos desde una perspectiva
filosófica, es imposible de responder). Esta pregunta debe ser tachada, porque no
debemos preguntarnos como si la nada fuese más inteligible que el ser, como si
no existir fuera más natural y más obvio que existir.
Lo obvio, lo
dado, es la existencia, no la nada. Se parte de la afirmación de la sustancia,
de la afirmación de la producción infinita de todas las cosas por parte de una
sustancia que posee, ontológicamente, una generosidad infinita de producción.
Por lo tanto, no hay lugar para la nada ni privilegio alguno para la no
existencia. No hay lugar lógico, ni tampoco ético. Porque esta preeminencia de la
existencia sobre la no existencia, del ser sobre la nada, tiene una correlación
muy importante, en el pensamiento de Spinoza, con la preeminencia de la vida
sobre la muerte y de la filosofía como manera de vivir sobre la filosofía como
manera de morir. El hombre vive, y el filósofo hace lo mismo. En nada piensa
menos que en la muerte. Y su filosofía es una filosofía de la vida y no una filosofía
de la muerte. Al afirmar esto, Spinoza rompe con toda una tradición, que
se remonta hasta Platón, para quien la filosofía es aprender a morir. Los
estoicos decían que la filosofía es “un comentario de la muerte”; Montaigne,
que filosofar es prepararse para morir. Para Hegel, la muerte es la negatividad
máxima, que libera al espíritu encerrado en la naturaleza; el hombre es la
muerte misma, la cólera de Dios sobre lo dado, la violencia sobre lo existente
para dialécticamente realizar el espíritu. En fi n, toda una tradición que hace
de la filosofía un coloquio con la muerte -y que llega hasta Heidegger y su
manera de concebir al hombre como un “ser para la muerte”.
El epicureísmo
es, quizá, la única excepción a esta regla. Epicuro decía: ¿Por qué ocuparme
de la muerte? Cuando yo estoy, ella no está. Cuando ella está, yo no estoy. Y
Spinoza, haciéndose eco de esta anomalía, romperá con la tradición tanatológica
de la filosofía, que
sin duda fue y
es hegemónica.
El Dios de
Spinoza es un Dios inocente (en sentido nietzscheano del término). Es
Pensamiento, pero no es un sujeto que piensa. Dios no sabe lo que hace, no
tiene conciencia de sí ni voluntad. Es una producción infinita que no va hacia
ninguna parte (a diferencia, por ejemplo, de la sustancia teleológica
hegeliana, que tiene como fin el autoconocimiento absoluto de sí).
Hay en la
naturaleza infinitas cosas que, o bien son compatibles entre sí en su
existencia, o bien son incompatibles. Pero esto es existencial; no hace que las
cosas sean unas buenas y otras malas. Como ha insistido Deleuze, la Ética es
el opuesto exacto de una moral. No hay una moral que revele el bien y el mal al
cual los hombres deban adecuar su conducta. La Ética es una ética
naturalista, un arte de vivir teniendo en cuenta lo que existe. Casi una
física. Así consideradas las cosas, lo importante es conocer nuestra
naturaleza, porque dada la naturaleza que somos, nos son compatibles ciertas
cosas e incompatibles ciertas otras. Entonces, hay ciertas cosas que, no es que
no debamos hacerlas, sino que no es razonable hacerlas,
simplemente porque hacerlas va en contra de nuestro principio ontológico
fundamental, que es el de perseverar en el ser. No hay aquí ni rastro del
pecado. Nada es pecado. Spinoza solamente dice: si usted hace ciertas cosas --si
usted odia, asesina, se arrepiente, se deja arrastrar por la ambición o la
avaricia, etc.--, las consecuencias son contradictorias con una buena manera de
existir, es decir con una existencia ética. Haga usted lo que haga no comete
pecado --sí puede incurrir en una ilegalidad jurídica y entonces ser pasible de
sanciones, pero esto es otra cosa--, simplemente estropea su vida y la de los
demás.
Entonces, de
lo que se trata es de pensar lo que hay. Y eso es la ética: combinar los
encuentros de una manera tal que se incremente nuestra potencia de vivir y
evitar aquellos que la merman.
Este principio
ontológico, “que cada cosa busca perseverar en el ser”, es probablemente --como
ha sugerido Martial Gueroult-- una traslación del principio de inercia a la
filosofía, y se opone la tradición dialéctica hegeliana según la cual toda
criatura lleva en sí misma la muerte (hay una relación dialéctica entre la vida
y la muerte). Hegel decía que “los hombres llevan dentro de sí mismos la muerte
como el fruto lleva la semilla”. Los hombres, aquí, son seres murientes más que
seres vivientes. Para Spinoza, en cambio, no hay nada dentro de nuestra
naturaleza que inhiba o que impida la vida. La muerte viene de fuera. La muerte
es un conjunto de malos encuentros exógenos que descomponen las relaciones
vitales constitutivas de un ser.
La cuarta
parte de la Ética contiene un único axioma, que dice: En la
naturaleza no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte.
Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser
destruida. La naturaleza es un flujo de cosas singulares que componen su
existencia unas con otras, o que se descomponen entre sí. No hay bien ni mal;
antes bien, hay encuentros, seres, cosas, circunstancias “convenientes” o
“inconvenientes”. Respecto de cada naturaleza hay cosas buenas, que son las que
se componen con ella, las que incrementan su potencia de vivir, las que sirven
a esa voluntad de perseverar en el ser; y hay cosas malas que, en cambio, son
contradictorias con la vitalidad, con la fuerza de existir, de esa naturaleza.
Por eso dice Spinoza que no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos
algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es
bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos. Lo que se hace
aquí es subordinar el bien y el mal al deseo, a lo útil, y no al revés.
Inversión perfecta de una frase de la Metafísica de Aristóteles, donde
se afirma: queremos una cosa porque es buena y la rechazamos porque es mala [2].
Spinoza
confiere a la ética el giro subjetivista que se produce en la ciencia con
Kepler y la nueva teoría de los colores. El bien y el mal, como las cualidades
secundarias, suceden en nosotros y no en las cosas. Las cosas no son ni buenas
ni malas. Algunas se componen con nosotros y otras no. Y nuestra voluntad de
perseverar se da una estrategia: evitar, resistir, destruir lo que nos
destruye, huir de lo que nos amenaza; buscar, adoptar y componernos con todo lo
favorable a la vida que somos. La ética no es más ni menos que esa estrategia.
Los seres
humanos son tales que adoptan maneras de existir, “formas de vida” (parece
pertinente aquí la vieja idea griega del bíos). Entre esas formas de
vida hay dos que Spinoza considera como las dos grandes vías hacia la libertad
y la vida buena: la vida del conocimiento y la vida política. Spinoza invertirá
la antropología hobbesiana en virtud de la cual el hombre es un lobo para el
hombre, y dirá que “el hombre es un dios para el hombre”, que la mejor manera
de vivir que tienen los seres humanos es en comunidad --en la medida en que no
haya superstición, persecución y guerra; en la medida en que se alcance a
construir una forma de vida política razonable--, porque los seres humanos son
tales que se convienen entre sí. La política como política republicana, como
política democrática, es una de las grandes maneras por las que esa estrategia
de la potencia individual, del conatus, de la esencia, alcanza su máxima
perfección, su realidad más compuesta, el extremo de lo que puede.
Otra gran
transformación que opera la filosofía de Spinoza respecto de la tradición filosófica
es la idea de que hay una única sustancia. La filosofía, en general, ha
concebido que el mundo se compone de una pluralidad de sustancias. Spinoza
muestra (o demuestra), en las primeras once definiciones de la Ética,
que no hay cómo justificar una pluralidad numérica de sustancias, y mucho menos
si son infinitas. Porque si son muchas (o más de una), se limitarán entre sí;
entonces, no serán infinitas. Por tanto, sólo puede haber una única sustancia.
Esa sustancia es lo que es en sí y lo que se concibe por sí, esto es, lo que no
necesita de otra cosa para ser ni para concebirse. Se produce a sí misma siendo
causa de infinitos modos, es decir, modificándose a sí misma infinitamente.
Cada cosa singular no es más que una modificación o un modo de esa sustancia infinita.
Por tanto, los seres humanos no somos sustancias. Que no somos sustancias
quiere decir que no podemos concebirnos por nosotros mismos ni ser causa de
nosotros mismos, sino que somos y nos concebimos en otro. No tenemos la razón
de nuestro ser en nosotros mismos, nuestra esencia no implica la existencia. Estando
en el mundo, existiendo, producimos efectos, modificaciones, y somos modificados.
Estar en el mundo significa afectar y ser afectados.
Toda cosa es
causa y efecto. Pero Spinoza, para pensar, se instala en lo positivamente dado,
en la existencia, en lo que es capaz de suscitar efectos. Le da más importancia
a esto que al hecho de que toda cosa tenga una causa. No dice que las cosas
salgan de la nada. Toda cosa tiene una causa. Pero Spinoza le da importancia al
hecho de que produce efectos.
Se trata de
llegar a ser máximamente causa de nosotros mismos. Nunca un hombre podría
llegar a ser completamente causa de sí mismo --el único ser que es
absolutamente causa sui es Dios-- pero sí llegar a ser mucho más activo
que pasivo. Y la pregunta de Spinoza, la pregunta ética, no es “¿cómo cumplir
adecuadamente los deberes morales?”, sino “¿cómo llegar a ser activos, cómo
ganarle terreno a la pasividad, a las causas exteriores que provocan en
nosotros efectos que no entendemos, a las pasiones?”. Y “ser activo” significa pensar
y obrar de manera tal que nos modificamos a nosotros mismos; ser –relativamente--
la causa de nosotros mismos (de la manera en que vivimos, de las cosas en las
que pensamos, de las creencias que tenemos, en fin, realizar el antiguo ideal
de autonomía). Y la ética consiste básicamente en esto. Porque siendo causa de
nuestras afecciones incrementamos nuestra potencia de existir. Y según Spinoza nos
hacemos causa de nosotros mismos (de las afecciones que nos colman en un
momento dado, nunca de nuestra existencia) de la manera más plena a través del
pensamiento.
En el sistema
spinozista hay tres dimensiones o aspectos. Hay una sustancia. Hay
infinitos atributos que expresan la sustancia. Hay infinitos modos,
expresiones de la sustancia.
El concepto de
“expresión” es muy importante; la sustancia no crea ni se aliena
dialécticamente, sino que se expresa. Es una fuerza productiva cuya esencia no
es otra cosa que una potencia, que se expresa en infinitos atributos --de los
que sólo conocemos dos, el Pensamiento y la Extensión-- de infinitos modos,
que son cada una de las cosas singulares y lo que sucede en ellas. Entonces,
los tres términos del sistema de Spinoza son: sustancia, atributos y modos. Nuestro
cuerpo es una modificación de la sustancia en el atributo Extensión. Nuestra
mente es una modificación de la sustancia en el atributo Pensamiento. Spinoza
dice que el orden y la razón de lo que se produce en un atributo es el mismo
orden y razón de lo que se produce en el otro, lo que no significa tanto que
hay un “paralelismo”, sino una igualdad. El cuerpo y la idea del cuerpo
son iguales, sólo que considerados bajo dos aspectos.
Hay una
sustancia única, Dios o la Naturaleza, que, puesto que es infinita, se expresa
(porque tiene una esencia que es infinita potencia infinita capacidad de
expresión) de infinitos modos (que son las cosas singulares), siguiendo
infinitos atributos, dos de los cuales son el Pensamiento y la Extensión.
Una
implicancia de esta manera de excluir todo dualismo ontológico es que una idea
no puede ser concebida como causa de un cuerpo ni un cuerpo puede ser pensado
como causa de una idea; únicamente una idea puede ser causa de una idea y un
cuerpo puede ser causa de un cuerpo (dicho en otro modo: una modificación del
atributo “Extensión” sólo puede ser causa de una modificación del atributo
“Extensión”). Son dos automatismos independientes, autónomos. Hay
interpretaciones de Spinoza, bastante plausibles, llamadas “idealistas” (la
primera es la de Hegel), que dicen que los atributos en realidad no son
objetivos, que no pertenecen objetivamente a la sustancia, sino que son maneras
bajo las cuales el entendimiento percibe la sustancia.
Notas
1. Macherey, Pierre, Hegel ou Spinoza, Maspero, Paris, 1979, pp.
71 y ss. [hay edición española, Hegel o Spinoza, versión de María del
Carmen Rodríguez, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006].
2. “Se apetece la belleza aparente, y lo que primariamente se quiere es
lo esencialmente bello. Deseamos algo porque nos parece bueno, en vez de
parecernos bueno porque lo deseemos. El principio es la intelección”
(Aristóteles, Metafísica, versión de Hernán Zucchi, Libro XII, 1072a,
Sudamericana, Buenos Aires, 1978, p. 503). Pero, sobre todo, la inversión
spinozista tiene por objeto la teoría cartesiana de la voluntad: “…pues nuestra
voluntad no se resuelve a perseguir una cosa, ni a evitarla, sino porque
nuestro entendimiento se la representa como buena o mala” (Discurso del
método, ed. bilingüe, versión de Mario Caimi, Colihue, Buenos Aires, 2004,
p. 49).
Diego Tatián, Spinoza: Una introducción, Quadrata,
Buenos Aires, 2012, pp. 47-57.
1 comentario:
Excelente artículo! Muy bien escrito y rico en referencias. Gracias por colgarlo y enhorabuena :)
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