Antonio Escohotado
Resulta
difícil hallar en la historia de la filosofía una secuencia deductiva tan
brillante, tantos paralogismos reunidos y tanta falta de sentido crítico [como en Descartes]. La
unidad del ser y el pensamiento, la reconciliación con la realidad que es la
conciencia de sí del hombre, desemboca […] en un yo singular que reconoce el
ser real sólo a través de las garantías ofrecidas por un buen Dios. Puede
decirse, en consecuencia, que Descartes sigue aún dentro del tanque de
privación sensorial representado por la famosa estufa donde se metió cuando
andaba guerreando con los católicos bávaros contra infieles y herejes; y que al
abrirse allí de repente un pequeño tragaluz quedó cegado por la súbita claridad
del día, incapaz de discernir sino las sombras de las cosas.
Esto lo vemos
cuando define después la substancia («aquella cosa que no necesita de ninguna
otra para existir») repitiendo a Aristóteles textualmente, aunque extraiga dos
consecuencias nada aristotélicas: a) Que substancia sólo puede haber
una, la divina, espiritual y providente; b) Que absolutamente todo lo
otro o el mundo entero se reduce a dos «cosas» (res) rigurosamente
separadas desde siempre y para siempre: la extensión y el pensamiento. La
síntesis propuesta como «yo» no sólo no representa síntesis real alguna, sino
que para explicar cómo puedo mover un dedo necesito suponer órganos fantásticos
como la glándula pineal, donde burbujas o glóbulos de cosa extensa se
hacen misteriosamente consonantes con burbujas de cosa intelectual, como si
llevar el problema a términos microscópicos pudiese resolver el defectuoso
concepto básico.
Finalmente, la
conciencia de sí desemboca en un dualismo más estrecho aún que el platónico,
donde lo sensible ni siquiera es propiamente corpóreo o material sino pura
extensión regida por leyes geométricas. La unidad inmediata de sí mismo, dicen
las Meditaciones de filosofía primera, significa dar por «evidente» que
«soy distinto de mi cuerpo y puedo existir sin él». La extravagancia de este
“mí mismo” bien podría derivar también del clima inquisitorial, que rodea
siempre a Descartes como una opresiva malla.
A corregir las inconsecuencias de esta construcción, reteniendo lo que tiene de concepto, se aplica Benedictus Spinoza [….] Suele decirse que las influencias más marcadas en Spinoza son la tradición árabe (Avicena, Averroes, Maimónides), la judía (León Hebreo), Descartes y el estoicismo, con Platón y Aristóteles al fondo del cuadro. Pero ninguno de estos pensadores o corrientes llegó a mantener lo que él mantiene, salvo Bruno.
Veamos por qué. Spinoza parece seguir el concepto cartesiano de substancia. «Por substancia entiendo», dice en la Ética, «aquello que es en sí y por sí se concibe, esto es, aquello cuyo concepto, para formarse, no requiere el concepto de otra cosa». Y, al igual que Descartes, considera que sólo puede haber una substancia. La carga de profundidad llega ahora, cuando añade que –por eso mismo- es algo de lo cual nada puede negarse. Ninguna cosa determinada la agota, pero nada llega a ser sin ella, que constituye lo ubicuo, eterno y continuo. La substancia no es «infinita en su género» (con la infinitud «finita» de lo interminable, como la serie de los números naturales, o las divisiones del espacio y el tiempo), sino «absolutamente infinita». Esto produce cierto vértigo, ya que abarca el conjunto de las presencias pasadas, actuales y futuras en cualesquiera medios: nada tiene una existencia independiente de ella. Lógicamente, semejante entidad no puede ser sólo espiritual o sólo material, y «a su esencia pertenece todo lo que expresa una esencia».
Esencia significa para Spinoza afirmación de existencia (“la esencia pone, no quita”), que es un perseverar o «esfuerzo» (conatus) de cualquier cosa real por definir cierto ser propio. El «hacer» de la substancia no permanece en sí (como el Dios trascendente) y da paso a su efecto o mundo real, pero al producir ese efecto —con “indefinidas” esencias que se esfuerzan por perseverar en su realidad— se produce ella misma. A este poner la separación como unidad consigo misma, lo llama Spinoza ser causa de sí. No conocemos panteísmo más perfecto, que identifica Dios y Naturaleza segundo a segundo, milímetro a milímetro. También Aristóteles pudo haber dicho Deus sive Natura, como nuestro filósofo, pero para Spinoza la physis es infinita, mientras Aristóteles permanece en un cosmos finito, vuelto sobre sí como límite. Para Aristóteles toda determinación es perfección, mientras en Spinoza “toda determinación es negación”. No quedándose en una unidad abstracta y vacía, que simplemente lo engloba todo como un cajón de sastre, la Ética expone la substancia como una tensión entre Natura naturans y Natura naturata, energía formadora y material formado. En ese desdoblamiento no se pierde la fluidez de lo mismo en lo mismo, aunque aparece el proceso de lo particular y lo individual determinado, que constituyen el pormenor de lo infinito.
Lo que en Descartes eran substancia extensa y pensante no aparece en Spinoza como algo escindido. El pensamiento y la extensión son atributos de la substancia infinita. La definición de la Ética dice:
«Por atributo
entiendo aquello que el entendimiento percibe como constituyendo la esencia de
la substancia».
No se trata de
que haya sólo estos dos atributos, sino de que nuestro entendimiento únicamente
ha llegado a percibir esos dos. Los atributos son infinitos, como corresponde a
la ilimitación de aquello que determinan, pero sólo infinitos en género.
El tercer
elemento de la substancia es lo que Spinoza llama modos, que define como:
«aquello que
es en otra cosa, por medio de la cual es también concebido».
Los modos son
los accidentes, a los que Spinoza llama «afecciones» o afectos de la
substancia. Fuera de lo absolutamente infinito, y de los reflejos de esa
infinitud en el entendimiento que son los atributos, todo lo demás del universo
son modos, cosas que llegan a ser en cuanto participan de la substancia
o descansan sobre ella. Ser en otro significa así ser en Dios, y estos seres
sólo se distinguen de Dios mismo en el hecho de constituir —además— algo
determinado y por tanto finito. Dentro de los modos aparecen nuevos modos, y
otros dentro de éstos, porque el concepto de la substancia como actividad es
que de ella fluyan «indefinidas cosas, en indefinidos modos».
Aquello que el modo tiene de finito o definido es lo que una cosa tiene de propio y excluyente, como ser gusano, trapecio, globo, árbol, etc. Al conseguir esta definición que las hace ser sólo ellas, distintas de todo lo demás, ponen el principio de su perfección (su «sí mismo») no menos que el de su acabamiento.
Fijémonos en que esta dialéctica indefinido-definido fue objeto del primer texto de la historia de la filosofía, el fragmento donde Anaximandro habla de que las cosas «se pagan unas a otras su injusticia de acuerdo con el orden del tiempo». Para Spinoza sigue siendo claro que diferenciarse significa penetrar en el límite, y penetrar en el límite significa ingresar en la finitud (temporal, espacial). Pero el sentido de que esto suceda así ya no es la «injusticia» de cada individuo con respecto a lo general indeterminado —aquello que en el Antiguo Testamento constituye «La ira de Dios»— sino algo relacionado exclusivamente con los otros individuos.
Librados a sí mismos, el árbol, el hombre, el trapecio, etc. seguirían siendo siempre. Hay en cada individuo y en cada estado una afirmación infinita, que es la presencia de la substancia en ellos. La muerte y la transformación de naturaleza acontecen tan sólo porque unos “esfuerzos” se interponen en el camino de otros, y debido a su variada multitud se atropellan y excluyen entre sí. Unas veces son vivientes que asimilan o parasitan a otros, y otras se trata simplemente de que la existencia de cierta cosa resulta incompatible con la de otra.
El concepto de materia y pensamiento como atributos de una substancia inmanente aniquila el dualismo cartesiano. El alma es la idea de un cuerpo, su unidad reconocida bajo el atributo del pensamiento. El cuerpo es esa misma unidad, reconocida bajo el atributo de la extensión. La excelencia del alma no puede ser otra cosa que la excelencia del cuerpo.
La meta del
obrar ético es desde luego la felicidad, pero lo propio de esta felicidad en el
caso del hombre es la libertad que proporciona el conocimiento de lo verdadero,
que es un conocimiento de lo necesario. Cada cosa constituye el resultado de
una infinita cadena de causas eficientes, y lo casual en sentido estricto —lo
«contingente»— sólo proviene de deficiencias en nuestro conocimiento, que ha
omitido algún eslabón en la genealogía del objeto en cuestión. Por su parte, el
modo de alcanzar conocimientos verdaderos es formarse ideas adecuadas del
objeto, cosa que prácticamente significa no confundir allí lo substancial, lo predicativo
y lo modal.
«La virtud ha de ser su propio premio», afirma la Ética en la más pura línea aristotélica. Cualquier otra recompensa degrada la conducta al autoengaño o la hipocresía. Como la eticidad ha de ser buscada por sí, no por lo que pueda sugerir a otro (y muchos menos a otros imaginarios solamente), es virtuosa la alegría. Spinoza define la alegría como aquello que aumenta la capacidad de obrar de un cuerpo. De la virtud de la alegría se derivan absolutamente todas las otras. A través de ella el esfuerzo por conservar la existencia adquiere un grado de libertad que se convierte en humanidad, firmeza, templanza y, finalmente, idea adecuada de lo que es, cuyo requisito está en superar lo naturalmente confuso de los sentimientos.
A la inversa,
el paradigma del vicio es la tristeza, que reduce la capacidad de obrar; de
ella provienen el odio, la envidia, el miedo a la muerte y los demás
sentimientos característicos de aquello que Spinoza llama «la servidumbre
humana».
No podemos entrar en el detalle de las definiciones que la Ética ofrece de los distintos afectos y sus relaciones. Baste decir que, como en Sócrates, para defendernos de las pasiones el único camino es formar ideas adecuadas sobre ellas. «Un afecto, afirma, “deja de ser pasión cuando nos formamos de él una idea clara y nítida». Nunca podremos alcanzar otra libertad que el conocimiento de lo necesario, pero en el caso de los ánimos la principal causa de padecimiento son los conceptos confusos que el hombre se forma sobre Dios, el mundo y su propio ser.
Al comienzo de un Tratado sobre la reforma del entendimiento que dejó inconcluso, Spinoza veía el fundamento de una vida feliz en permanecer siempre fiel a un objeto no perecedero. En efecto, preferimos amar algo que pueda amarnos, algo que podamos afectar. Pero todo objeto capaz de «corresponder» será limitado, y poner un amor ilimitado en él equivale de alguna manera a apostar por la tristeza y la servidumbre. En vez de eso el entendimiento sensato logra amar realmente cosas como el arte, la ciencia o la tarea de una virtud, que nunca le abandonarán, porque no constituyen entidades perecederas.
El único
objeto absolutamente infinito es la substancia, Natura, y lo que se
puede decir del arte, la ciencia o la virtud es aplicable en grado eminente a
ella. Sucede, sin embargo, que las religiones positivas han corrompido al
hombre con la superstición de que es posible influir sobre Dios con ritos
mágicos o de cualquier otro modo, obteniendo con ello perdones o recompensas, y
esto —dice la Ética— es «querer que Dios no sea Dios» y, por lo mismo,
«querer entristecerse». En la substancia no puede haber persona, al igual que
no puede haber voluntad, signos ambos de una finitud. Nada en el mundo puede
ser tan indiferente a un ánimo virtuoso como influir sobre Dios, y nada puede
hacer al hombre más libre —más alegre— que poner corazón y entendimiento en el
tránsito constante de Natura naturans a Natura naturata.
Se alcanza así
una síntesis de la rectitud ética con una idea clara de lo que es. En ello
consiste el «amor intelectual», donde las cosas —sin dejar de ser tales—
aparecen «bajo una luz de eternidad» (sub especie eternitatis).
Antonio
Escohotado, Postulando la razón, Spinoza, http://www.escohotado.org/
Tomado de La pitxa un lio
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