Jacques
Rancière, uno de los pensadores de la izquierda radical vivos más interesantes,
elabora una teoría estética como desarrollo de su trabajo de filosofía
política. La emancipación es el hilo conductor fundamental del discurso de
Rancière. La emancipación entendida como el desarrollo de las capacidades de
cualquiera. Todos somos iguales en nuestras capacidades básicas y nuestra
creatividad. La política, la pedagogía y la estética son los terrenos
entrelazados a partir de los cuales articula sus análisis y propuestas.
Rancière no es un escritor fácil ni tampoco sistemático. Su filosofía es una
búsqueda, una aventura intelectual que quiere compartir, no unos saberes que
quiere transmitir. En esto es consecuente con su teoría pedagógica, expuesta en
El
maestro ignorante (1987): no se trata de enseñar al que no sabe sino
de proporcionar al que no sabe instrumentos para que aprenda por sí mismo. Pero
su camino es complejo porque el camino y el rigor intelectual lo exigen. Hay
que ir desgranando en un trabajo paciente esta elaboración de Rancière. Lo que
nos importa a nosotros, lo que le importa a Rancière es que lo que nos dice nos
sirva. No para repetirlo sino para integrar estos materiales en nuestra propia
experiencia.
Las
entrevistas publicadas de Rancière son un material complementario útil para la
comprensión conceptual de Rancière. El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre
política y estética (2009) nos permite hacerlo de una forma muy
interesante. En estos diálogos nos explica que el paso de su interés de la
política a la estética no es un desplazamiento de intereses o de temáticas. Es
una derivación natural de su reflexión política. El hilo conductor es la lucha
de los humanos por la emancipación, es decir, por la igualdad. La igualdad no es
un ideal sino el punto de partida. La igualdad es lo que nos ha sido
arrebatado. ¿Cómo? : a través de la policía. Esta es la teoría de la que parte:
la diferencia entre policía y la política (El desacuerdo, 1995). La
policía es la que ordena y mantiene este orden: desigualdad de funciones y de
lugares de los cuerpos. Cada cuerpo está en el lugar establecido por esta
policía: es el consenso establecido. La política, es decir la democracia,
aparece como un suplemento, como un desacuerdo. Alguien, algunos, luchan por
salirse del lugar que se les ha asignado. Es el pueblo, comunidad
política heterogénea frente a la comunidad homogénea que establece la policía.
Esta
reflexión política le llevará a interesarse por la estética. Lo hace
inicialmente a partir de dos libros de literatura: Mallarmé (1996) y La
palabra muda (1998). Después escribirá sobre cine: La fábula
cinematográfica (2001). Sus producciones teóricas más importantes serán El
reparto de lo sensible. Estética y política (2000), El inconsciente
estético (2001), El destino de las imágenes (2003) y El
espectador emancipado (2008).
Me
centraré en dos de sus libros (El reparto de lo sensible. Estética y política
y El espectador emancipado) para explicar algunas de las ideas de
Jacques Rancière que me resultan más interesantes en esta relación de la
estética, entendidas como dos maneras de emancipación de cualquiera, como
formas de recuperar la igual que nos ha quitado la policía que ha impuesto la
desigualdad. Partimos de la definición de Rancière de la estética como
configuración del mundo sensible común. La estética es lo que tiene que ver con
la percepción de los cuerpos. Hay que plantear otro marco de lo visible, lo
enunciable y lo factible. Pero sabiendo que los efectos son imprevisibles, no
son manipulables. Lo que sí hay que hacer es desplazar el equilibrio de los
posibles y la distribución de las capacidades. Es la acción y no sus efectos
futuros lo que debe ser transformador. Rancière se refiere a la propia
experiencia del movimiento obrero para señalar cómo esto fue posible en algunos
momentos.
El reparto de lo
sensible. Se trata de una evidencia sensible común que distribuye
jerárquicamente en partes y funciones exclusivas los cuerpos, que quedan
encerrados determinadas lugares. La policía y la política son dos maneras de
reparto de lo sensible. La policía identifica lo común de una comunidad con
esta manera de discriminar lo que es visible e invisible y con esta ordenación
de los cuerpos: lo que cada grupo puede ver, pensar y hacer. Se reparten los
espacios, los tiempos y las formas de actividad. La política surge cuando
alguien, los sin-parte, cuando
algunos desarrollan percepciones y prácticas diferentes que las que les son
asignadas. La política es la indeterminación de las identidades, la
desligitimación de las posiciones de palabra, de las desregulaciones de espacio
y de tiempo: es el régimen estético la democracia. Aquí no hay repartos de lo sensible.
Tenemos como ejemplo la democracia novelesca, donde se rompen las
clasificaciones de las artes poéticas y de su público.
El
régimen estético del arte. Las prácticas artísticas son maneras de hacer. La
política del arte consiste en romper los consensos en la construcción de
paisajes sensibles y maneras de percibir. Se trata de construir cosas nuevas,
de romper el consenso y abrir nuevas posibilidades y capacidades desde la
igualdad. Rancière analiza el cine, la fotografía, el teatro y el video a través
de ejemplos concretos que nos permiten visualizar su discurso, muy denso
conceptualmente y con una retórica a veces difícil. Reivindica una vez más el
desacuerdo, ya que el consenso introduce una manera falsa de solucionar
antagonismos irresolubles a partir de la negociación y el arbitraje. Al mismo
tiempo homogeneiza discursos que son radicalmente heterogéneos. Ahora bien,
plantea Rancière, hay dos cosas que no debemos olvidar. La primera es que no
podemos intentar llevar al arte al mundo real, porque éste sencillamente no
existe. Nos movemos, en el arte y fuera de él, en construcciones en el espacio,
con unos cuerpos que ven, sienten y actúan de una determinada manera.
La
emancipación del espectador. Rancière recurre a su propia experiencia generacional
para analizar el gran error que cometieron al querer emanciparse manteniendo la
frontera entre el intelectual y el obrero. Era la relación entre un supuesto
poseedor del saber teórico (el estudiante-intelectual) y un supuesto del saber
empírico (el obrero). Muchos jóvenes estudiantes franceses del mayo del 68
vivieron este fracaso, el de intentar aprender con los obreros lo que era la
explotación mientras pretendían enseñarles lo que sería la revolución. La
cuestión, dice Rancière, era más sencilla: eliminar la frontera entre
estudiantes y obreros y plantear que es cada cual el que habla desde su
experiencia, sin clasificaciones previas. ¿Y por qué no eliminar también la
frontera entre actor y espectador, entre narrador y traductor? Porque todos somos
traductores, ya que lo que hacemos es transformar lo que nos viene dado en
experiencia propia. Hay que empezar cuestionando las diferentes maneras que
han sistematizado para hacerlo, desde el teatro de la distancia de Bretch,
hasta su contrario, el de la identificación de Artaud. ¿Porqué no dejamos en
paz al espectador? sugiere Rancière, ¿Por qué considerar que su posición es
inmóvil? ¿Por qué considerar que el espectador del teatro debe hacer algo
interactivo y no considerarlo igual que al espectador de la televisión? ¿No
será también un prejuicio considerar a éste pasivo y acrítico? Hay que romper
la dicotomía entre la palabra y la imagen, de clara influencia lacaniana. Las
imágenes comportan siempre figuras retóricas y poéticas, es decir lingüísticas.
Y el lenguaje comporta imágenes y la misma fonética lo es. Hay muchas preguntas
interesantes como estas: ¿Cuándo una imagen es intolerable? ¿Cuándo una es
imagen pensable? Cuestionemos la superioridad intelectual de los que desprecian
las imágenes en nombre de las palabras. ¿No será justamente el problema
atribuir la palabra y la lectura al ciudadano crítico y las imágenes a la masa
consumista? El sistema, continúa Rancière, no nos proporciona imágenes para
anular la capacidad crítica que encierran las palabras, como nos advertía hace
unos años de manera apocalíptica Giovanni Sartori. Lo que hacen los mass
media es reducir, seleccionar y manipular imágenes en el marco de un
discurso que les da sentido. Aparece, junto con el odio a la democracia, el
odio a un régimen común del arte. Es el mismo discurso: unas masas idiotizadas
por las imágenes y una élite ilustrada separada de ellas. Aunque las imágenes
tampoco son armas para el combate, como ingenuamente pensábamos al considerar
que algunas imágenes impulsarían a la acción combativa. Pero si pueden ser
maneras de trastocar lo visible.
Sería
un error considerar a Rancière un postmodernista porque justamente forma parte
del grupo de filósofos que como Badiou o Žižek quiere recomponer el espacio
crítico para un proyecto político emancipatorio. Porque el problema de la
tradición crítica, dice Rancière, es que ha sido fagocitada por su propia
dinámica. El mismo arte crítico, por ejemplo, se ha desmantelado a sí mismo
como proyecto transformador, Porque los artistas críticos han acabado
presentando a los revolucionarios como si formaran parte del espectáculo de la
sociedad que critican. Surge así la izquierda melancólica que denuncia tanto al
sistema como a la ilusión de transformarlo. Esto lleva a un callejón sin salida
porque el trabajo crítico queda así anulado, integrado en un discurso nihilista
que como tal es inofensivo porque no tiene capacidad transformadora. Hay que
volver a una concepción del arte como proyecto transformador dirigido a todos,
a cualquiera. Pero no un arte militante sino un arte que permita romper este
consenso que reparte lo sensible en un orden policial, sea éste autoritario o
liberal.
Fuente: Materiales para pensar