Plotino C.
Rhodakanaty
Rhodakanaty,
Plotino C., “Médula panteística del sistema filosófico de Spinoza”, en Obras, Carlos Illades (ed.) y Ma. Esther
Reyes Duarte (recop.), México, UNAM, 1998, pp. 205-214. El texto se publicó originalmente
en El socialista, México, 1885.
No puede existir ni concebirse
otra sustancia más que dios.
Spinoza, Ethica, I, 14
I. Dios es por esencia el ser, el ser infinito, el ser perfecto. Es pues
necesario que dios contenga en sí todas las formas de la perfección. Si la
existencia es una perfección, dios encierra en sí la existencia; si el
pensamiento es una perfección, dios encierra en sí el pensamiento; si la…
[extensión] es también una perfección, dios encierra en sí la extensión; y lo
mismo sucede en todas las perfecciones posibles.
El pensamiento de dios, el pensamiento en sí, es perfecto e infinito,
debe pues, encerrar en sí todas las formas, todas las modalidades del
pensamiento. La extensión de dios, la extensión en sí debe, por igual razón,
contener todas las formas, todas las modalidades de la extensión. Y de la misma
manera que repugna decir que dios sea perfecto, y no contenga la perfección del
pensamiento y la pefección de la extensión, repugna decir igualmente que el
pensamiento y la extensión sean perfectos, y que haya fuera de ellos alguna
extensión y algún pensamiento. ¿Qué viene a ser pensamiento perfecto, extensión
perfecta, sin su relación al ser perfecto? Puras abstracciones. Un pensamiento particular,
y una extensión determinada, no serían tampoco sino vanas abstracciones sin su
relación a la extensión en sí y al pensamiento en sí. Pero, las determinaciones
del pensamiento es lo que llamamos almas, y las determinaciones de la
extensión, lo que llamamos cuerpos. Por consiguiente, el ser produce
necesariamente el pensamiento, la extensión y otros infinitos atributos que no
alcanza nuestra ignorancia, y la extensión y el pensamiento producen
necesariamente una variedad infinita de cuerpos y almas, que supera a la
imaginación, y que el entendimiento humano no puede abrazar. El pensamiento
perfecto y la extensión perfecta, en su plenitud y en su unidad, no caen bajo
la condición del tiempo. Dios los produce en la eternidad, son el destello
siempre igual de su ser. Las almas y los cuerpos, cosas limitadas e
imperfectas, no pueden existir sino de una manera sucesiva. Dios, desde el seno
de la eternidad, les marca un orden en el tiempo y, como la variedad de ellos
es inagotable e infinita, este desarrollo, que no ha comenzado, no debe
concluir jamás.
Así todo es necesario; dado dios
una vez, están igualmente dados sus atributos, las deterrninaciones de estos
atributos, las almas y los cuerpos, el orden, la naturaleza, y los progresos
del desarrollo de ellos, todo esto está igualmente dado. En este mundo
geométrico no hay sitio para el acaso, no lo hay para el capricho, no lo hay
para la libertad. En la cumbre, en el medio, y en los extremos, reina una
necesidad inflexible e irrevocable.
No habiendo libertad ni acaso no puede existir el mal. Todo está bien,
porque todo es lo que debe ser. Todo está ordenado, porque cada cosa tiene el
sitio que debe tener. La perfección de cada objeto está en la necesidad relativa
de su ser y, la perfección de dios, está en la absoluta necesidad que le hace
producir necesariamente todas Ias cosas.
¡Qué vengan ahora a hablarnos, dice el insigne maestro Spinoza, de un
dios que crea por su gusto y por… [indiferencia], que elige esto y desecha
aquello, que descansa y se fatiga, que crea para gloria suya, que prosigue un
cierto fin y se afana por alcanzarle! Dios, decís, ha hecho todo lo que existe,
pero hubiera podido hacer lo contrario. ¿Podía, pues, hacer dios que la suma de
los ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos? Dios ha elegido el
universo entre los posibles, ¿hay, pues, posibles que dios no realizará nunca? Porque
si los realizase todos ya no podría elegir y, según vosotros, agotaría toda su
omnipotencia, lo cual es más absurdo y más contrario a la omnipotencia de dios
que cuanto pueda imaginarse. Decís que su creación es obra de su voluntad,
pero, todo efecto, tiene una relación necesaria con su causa, y efectos diferentes
piden causas diferentes. Si, pues el mundo fuera otro, otra sería la voluntad de
dios que lo hubiese creado, pero la voluntad divina no está separada de su
esencia. Suponer que dios puede tener otra voluntad, es suponer que puede haber
otra esencta, lo cual es un absurdo. Si la esencia de dios no puede ser sino lo
que es, la voluntad de dios no puede ser tampoco sino lo que es y, por consiguiente, los
productos de esta voluntad, las cosas, no pueden ser otras sino lo que son.
¿Hay algún filósofo que niegue que en dios todo es necesariamente eterno y está
en acto? Luego, en la eternidad de un acto inmanente, no hay ni antes ni
después ni diferencia, ni mudanza concebibles. Este acto es eternamente lo que
es, e incapaz de inferir de sí, no puede ser sino lo que es. ¿Concederéis, al
menos, que el entendimiento divino no está nunca en poder, sino siempre en
acto? Pero, ¿puede separarse la voluntad del entendimiento y ambos de la
esencta? Cual es la esencta, tal es el entendimiento y tal la voluntad. Ser,
para dios, es pensar, es obrar. Lo que piensa, lo hace, sus ideas son los seres.
Si queréis variar los seres, principiad por variar las ideas de dios, su
pensamaiento, su esencia misma.
El gran maestro concluye de todos estos argumentos contundentes reunidos,
que la idea de la creación, es decir, la de un dios que produce el mundo de la
nada por un acto libre de su voluntad, es un antropomorfismo absurdo, una
quimera de la imaginación, que el análisis metafísico desvanece enteramente.
La razón, en efecto, no puede admitir la creación sin caer en el mayor
absurdo, pues que nuestra filosofía panteísta está fundada en la idea de una
actividad necesaria, infinita, que se desarrolla necesaria e infinitamente, y
atraviesa, sin concluirlos nunca, todos los grados posibles de la existencia.
Esta concepción, como se ve, es eminentemente racional y sensata, pues que se
apoya sobre la ciencia misma, y sobre todas las condiciones del conocimiento mismo,
hallándose, además en perfecto acuerdo con los datos más inmediatos y ciertos de
la certidumbre, suministrada por la ciencia experimental, que se ocupa del
estudio práctico de la naturaleza.
II. Nuestro maestro Spinoza, en la exposición que hace de su sistema de
filosofía, procede a la manera de los geómetras. Antes de principiar la
manifestación regular de estos teoremas, establece axiomas, sienta
definiciones. Éstos son los principios de su filosofía, y contienen en germen
todo el desarrollo de la filosofía alemana que comienza propiamente después de
Fichte, Schelling y Hegel, se modifica en Krause y vuelve a tomar su dirección
legítima en Hartmann. Examinemos
ahora estos principios y admiremos su inexpugnable lógica.
Spinoza no reconoce más que tres formas posibles de existencia: la
sustancia, el atributo y el modo. Veamos su verdadera definición:
"Entiende por sustancia, dice, lo que es en sí, y está concebido por sí,
es decir, aquello cuyo concepto puede formarse sin necesidad del concepto de
ninguna otra cosa." --“Entiendo por atributo lo que la razón concibe en la
sustancia como constituyendo su esencia." --"Entiendo por modo las
afecciones de la sustancia, o lo que hay en otra cosa y es concebido por esta
misma cosa." Busca Spinoza cuáles son las relaciones necesarias de estos
tres términos y llega, por una serie exactísima de raciocinios lógicamente
encadenados, a probar que la sustancia implica necesariamente el atributo y que
el atributo implica necesariamente el modo, que la sustancia es única, que
produce necesariamente multitud de atributos infinitos de los cuales solamente
dos, el pensamiento y la extensión, son accesibles a nuestra inteligencia, en
fin, que cada atributo produce necesariamente una infinidad de modos. Todo esto
se resume en este célebre teorema: "Es propio de la naturaleza de la
sustancia desarrollarse necesariamente por una infinidad de atributos
infinitos, infinitamente modificados".
En cuanto a la individualidad humana de que tanto alarde hace el hombre
se ve, desde luego, que el pretencioso yo, de que tanto nos gloriamos
jactanciosamente, no puede tener lugar en nuestro sistema panteísta: En efecto,
¿es el yo una sustancia? No, porque la sustancia es el ser en sí, el ser
absolutamente infinito. El yo, ¿es un atributo de la sustancia? No, por cierto,
porque todo atributo es también infinito, aunque de una infinidad relativa. El
yo no es pues más que un modo, un puro fenómeno o, a lo más, una colección de
modos unificados por la fuerza virtual de la idea del cuerpo humano, reflejado
en su propio organismo.
Así, pues, resumiendo los argumentes anteriores, podemos formularlos de
esta manera:
1. Si se supone que dios ha hecho libremente el mundo, se sigue que dios
hubiera podido hacer que la suma de los ángulos de un triángulo no fuese igual
a dos rectos.
2. Se dice que el sistema de un dios libre, creador del mundo, supone
que dios eligió entre los posibles y, por consiguiente, que no puede realizar
todos los posibles, lo cual implica contradicción.
3. Se dice que hay una relación necesaria entre la causa y el efecto. Efectos
diferentes suponen causas diferentes, pero el mundo es un efecto cuya causa es
dios. Si el mundo fuese otro del que es, dios sería igualmente otro del que es,
lo cual es un absurdo. Luego, dado una vez el ser perfecto, está dado el modo
de su actividad, por consiguiente, los productos de esta actividad están
igualmente dados.
Nuestra conclusion definitiva, en cuanto al orden metafísico u
ontológico, es que el panteísmo es la única doctrina digna de la razón, por ser
la clave universal que da la solución definitiva a todos los problemas de la filosofía
trascendental.
III. Spinoza al haber intitulado Ethica
a esa obra magistral de la sabiduría de su colosal ingenio filosófico, tuvo por
causa final, no sólo formular la metafísica del panteísmo, sino, también, su
moral, como lo indica él mismo cuando dice “que no duda elevar a todos los
hombres, por medio de la razón, al conocimiento del verdadero dios y, en
consecuencia, el goce de la vida real y de la verdadera felicidad”.
Pero, ¿cuál es esa vida feliz por excelencia cuya posesión nos
proporciona el panteísmo, por órgano de su sabio intérprete Spinoza? Es la vida
bienaventurada, real y positiva ciertamente, pero que, a diferencia de la
inconcebible y fantástica de la teología, no consiste en la visión beatífica de
los místicos, ni se halla tampoco colocada más allá de las nubes, ni fuera de
la actual existencia, pues que ella está en la tierra misma y desde ahora
reside, aunque en germen, en el corazón de todos aquellos que quieren
alcanzarla. De nosotros depende, pues, elaborárnosla desde esta vida, y hacer
descender el cielo a nuestra alma, porque el reino de dios está en el interior
de la conciencia humana. Pero jamás podrá alcanzarla, ni más acá ni más allá de
la tumba, ninguno que la busque en los objetos particulares, en la vida sensible
y en las cualidades objetivas de la existencia. A aquellos que confunden la felicidad
con el goce sensible, Spinoza no concede ni aún los honores de la discusión
pues que, según él, sólo la vida adecuada de la sustancia, es decir, de dios, y
de sus diversos atributos e infinitas modificaciones, una de las cuales es lo
que llamamos nuestro ser indilvidual, es la única que puede proporcionarnos tan
apetecible adquisición. La verdadera felicidad pertenece solamente a aquel, que
elevándose sobre el mundo de la apariencia y de la variedad, abraza con amor la
unidad absoluta de la sustancia, que es el manantial perenne e inagotable de
todo lo verdadero, lo bueno, y lo bello absolutos, que de ella emanan
necesariamente. He aquí el pensamiento profundo moral y religioso del panteísmo,
cuyos principios y desarrollo, según el sistema filosófico de Spinoza, se
encuentran consignados en su Ethica,
y pueden resumirse de esta manera: es preciso tener idea adecuada de la
sustancia para alcanzar la vida feliz por excelencia, que consiste únicamente
en desprenderse uno de los contingentes, para adherirse a lo inmutable,
rechazar lo accidental y la nada, para desprender la eterna y absoluta realidad
que hay en nosotros, concentrarse en la unidad, es decir, en dios, en el bien
absoluto y no esparcirse ni perderse en la variedad de las cosas finitas y
aparentes, es decir, de los falsos bienes. En esto consiste todo el método
pantheosófico para llegar a la posesión de la felicidad absoluta y perfecta.
He aquí la moral sublime del panteísmo, cuyo solo nombre espanta y
aterroriza aún a las inteligencias más ilustradas y bien cultivadas de los
pretendidos sabios de nuestra época. Mas, a todos los adversarios que de buena
fe se atreven a refutar nuestra doctrina, solamente les preguntaremos: ¿De
dónde viene toda la realidad, sino de la realidad suprema? ¿Cómo lo que no
existe por sí puede un solo instante continuar siendo, sin apoyarse sobre lo
que existe por sí? ¿Cómo concebir cualquiera cosa finita que no esté en el seno
de lo infinito? ¿Dónde se podrá encontrar el principio de la distinción
existente, por lo infinito y dentro de lo infinito, sino sólo en la
inteligencia y en las ideas de dios? Nada de esto admite contestación y, sólo
con sofismas, puede sostenerse lo contrario. Pero, ¿sería posible que nuestra
timidez metafísica, iniciada por Bacon, conduzca a nuestro siglo hasta negar la
infinidad de dios y sus más inmediatas consecuencias, o que se las relegue al
olvido, según las doctrinas del positivismo? ¿Se sostendrá que la idea de lo
infinito no es otra cosa que lo indefinido, o el quimérico producto de una
imaginación exaltada, y que no hay nada de necesario y absoluto?
¿Abandonaríamos al gran Spinoza, al profundo Fichte, al erudito Schelling, y al
sabio Hegel, para volver a Locke, Condillac, Hobbes y al barón de Holbach? Esto
no sería racional pero, sin embargo, ésa es por desgracia la tendencia del
espíritu filosófico de nuestro siglo y, si la razón no lo remedia, tiempo llegará
en que pase por ímpio o loco el que diga, con el catecismo del padre Ripalda,
que “Dios está en todo lugar por esencia, presencia y potencia”, o bien, con
san Pablo, que “Dios está en nosotros y que nosotros vivimos en él”. ¡Tan
grande así es el terror que la verdad absoluta del panteísmo ha inspirado a
todos los impostores!
No
os admiréis de que
os hable con energía,
porque la verdad es
libre y energética.
Giordano Bruno
IV. Venís ya demasiado tarde, señores deístas y teólogos, para oponer al
dios-uno-todo de Spinoza, nuestro venerable maestro, el dios antropomórfico de
las antiguas teodiceas. Cuando el gran Leibniz ha fracasado al pretender
derribar al panteísmo, ¿quién será aquel temerario o vanidoso que pueda ahora
jactarse de refutarlo con mayor éxito que aquel extraordinario ingenio? Lo
cierto del caso es que debéis de dejar ya en los abismos del pasado ese dios personal,
pesadilla monstruosa y abominable aborto de vuestra delirante imaginación, a
ese dios que crea por acaso o por bondad, a ese artista solitario y caprichoso,
que sale un día de su reposo y se complace en su obra sacada de la
nada.Creencias piadosas, conmovedores símbolos, no lo negamos, pero, a decir
verdad, puras supersticiones, preciso es convenir en que las más cándidas son
las mejores. Tenéis mucho que sutilizar para sostener vuestro sistema
antropomórfico, señores deístas, pero yo os aseguro que, a pesar de todos
vuestros esfuerzos, no haréis otra cosa más que despojar a las supersticiones
populares de su prestigio, y de su poesía, queriendo imponerle las formas
severas de la ciencia.
Abajo los ojos sobre lo que pasa en el mundo desde hace tres siglos: la
ciencia pantheosófica del insigne Spinoza, que es la ciencia absoluta, ha
destruido completamente para siempre la distinción de dios y el universo, con
su concepción sublime de la sustancia única. Dios es el universo referido a su
principio eterno; el universo es dios viviente, es la evolución necesaria de la
vida divina. He aquí, pues, lo que demuestra la ciencia, todo lo demás no es
sino cuestión de imaginación y de sentilmiento.
Convenid en ello de buena fe con nosotros: vuestro dios personal es un
dios determinado, particular, más poderoso, es cierto, y más inteligente que
los hombres, pero de la misma especie, en una palabra, un hombre idealizado. Tiene
conciencia, dice yo. Pero tener conciencia y decir yo es atestiguar una
existencia particular que se distingue de todo lo que no es ella, que se
comenta en sí y toma posesión de su individualidad. Vuestro dios es un
individuo, es un cualquiera o una cosa particular, pero ése no es el ser, el
ser de los seres, el que es aquel en quien todos nosotros tenemos el ser, la
vida y el movimiento, porque en él estamos y nos movemos y vivimos. Vosotros os
representáis un soberbio y arrogante ídolo que habita las alturas del cielo, y
por esa misma torpe concepción que tenéis de vuestro dios, por eso lo limitáis
en una mansión determinada. En vano lo cargáis de dones espléndidos y de
atributos magníficos, no por eso deja de ser un miserable juguete de niños ante
el ser infinlito que no tiene otro lugar más que la inmensidad, ni otra
duración que la eternidad, que contiene en sí, lejos de ser ahí contenido al
espacio y al tiempo, que no es comparable con nada, no se asemeja a nada, no se
distingue de nada, que envuelve y contiene todo. He aquí al verdadero dios, el
dios de la razón viril y de la ciencia libre y emancipada, el dios del
panteísmo.
Discutimos ahora seriamente se os propone como creando fuera de sí al
universo, cuya hipótesis está llena de mil contradicciones, o vuestro dios crea
el univeerso en sí y, entonces, el universo es él mismo, en su vida, y ya,
entonces, estáis con nosotros.
Ved aquí además otra alternativa u otra forma del mismo raciocilnio si
queréis concebir a dios como viviente en sí, y bastándose plenamente a sí
mismo, os veréis obligados a decir que la obra de la creación es un accidente,
un acaso, un capricho sin importancia, o bien, si reconocéis que semejante modo
de concebir las cosas es pueril y absurdo, sería preciso referir la creación al
creador y confesar que dios concibe y ama eternamente al mundo y, entonces, la
creación es eterna y hace parte de dios, siendo una manifestación necesaria, y
he aquí que ya estáis otra vez de facto con nosotros. Decidíos a escoger porque
entre el dios de la superstición y el dios de la ciencia, no hay medio.
¿Es necesario razonar en forma para establecer que esa idea del dios
personal, saliendo de la esfera de su ser, para manifestarse fuera, creando por
tal o cual motivo un mundo que hubiera podido no crear, es una idea
anti-científica? Pero, si algo hay claro en el mundo, es el que un ser que obra
fuera de sí es un ser finito porque, si fuera verdaderamente infinito, no habría
nada real, ni posible fuera de él. La acción ejercida fuera de sí, o, como dice
la escuela, la acción transitiva, es el hecho de una causa que se extiende más
allá del recinto de su ser propio para obrar sobre un termino exterior, como un
escultor que talla un trazo de mármol. ¿Haréis de vuestro dios un artista que
obra sobre la materia caótica para confeccionarla a su gusto? Aparentemente no,
pues sóis demasiado filósofos para no volver a enviar el caos a la mitología.
Son, enhorabuena, pero tened cuidado: el “nous” de Anaxágoras, imprimiendo un
movimiento regular a la masa inerte de las partes símiles, el “demiurgo” de
Platón, depositado en el seno de la materia, la impresión luminosa de las ideas
de lo bello y del bien, la doctrina también de Aristóteles, más profunda y más
científica, quiero decir, la de un mundo eterno, que se mueve en virtud de su
aspiración secreta hacia un dios, solitario y feliz, que atrae a todos los
seres y que los ignora. Todo eso, decimos, es tan de nuestro tiempo como puede
serlo la vieja teogonía de Hesíodo.
Os es, pues, preciso decir que dios no tiene necesidad de materia para
formar el mundo, eternamente concebido por su divino pensamiento. Pues bien,
admitimos eso, mas notad que, de ese modo, emplazáis la dificultad, pero no la
resolvéis.
Retiráis un poco el obstáculo, que vuelve a caer sobre vosotros con todo
su peso. Dios, decís, piensa eternamente el mundo, pero, ¿qué es el mundo? [Es]
otra cosa distinta de dios. He aquí, cabalmente, el de la dificultad, he aquí
la piedra de escándalo contra la que os hacéis pedazos, pues no es más posible
para dios el pensar que el hacer otra cosa que él, porque fuera de él no hay
nada.
Diremos, enhorabuena, que él es creador, que él es causa, pero entended
causa absoluta, causa inmanente, y no causa transitiva. Él crea al mundo dentro
de él y, desde entonces, es preciso no separar al creador de la criatura,
porque la criatura es el creador mismo, considerado en su acción eterna y
necesaria. Quitad al mundo no queda más que una abstracción, el ser en sí, el
ser en potencia.
En realidad, el ser en potencia pasa al acto; el ser universal viene a
ser sucesivamente todos los seres particulares, que no son más que los momentos
de su vida, las formas inagotables de su esencia. Nada está separado: todos los
seres son los actos de un solo y mismo principio, que es la sustancia única, y
componen una misma tesitura, que es la vida divina. Pero vosotros, señores
deístas y teólogos, ¿de qué modo, decidme, pasaréis de la vida de vuestro dios
personal a la del universo? ¿Os contentaréis, acaso, con ese pensamiento
infantil de que dios se propuso un día crear al mundo? Pero, si dios es
completo sin el mundo, si dios vive en sí una vida perfecta, una vida feliz, si
dios no necesita más que de sí, ¿por qué habría salido dios de tan pacífico y
quieto ensimismamiento? Os es preciso confensar, entonces, que el acto creador
es en dios alguna cosa milagrosa o fortuita. Si no decís que es un milagro, si
no decís que es el acto de una libertad absoluta, si no decís que dios es
indiferente a la creación, que el ser y no ser de las criaturas son idénticos a
su vista, que la creación no añade nada a su felicidad, a su perfección, si no
decís eso, si estrechados por las leyes de la ciencia ensayáis referir el
efecto a su causa por alguna relación inteligible, os será entonces preciso
decir que dios crea por amor o por deber. Pero, sin hablar de lo que hay
visiblemente de humano en esas imágenes, ¿no véis que [si] dios ama no puede
estar privado de lo que ama, que si crear es mejor que no crear, dios no puede
dejar de obedecer a su sabiduría, que le manifiesta lo mejor a su santidad que
le prohíbe el mal? Y, entonces, el mundo es necesario a dios, sea como objeto de
amor, sea como deber cumplido, y, en ese caso, dios, sin el mundo, es un dios
trunco, un dios incompleto, un dios a quien falta alguna cosa esencial, una
potencia sin efecto, una causa sin acción, una sabiduría sin objeto, un amor
sin efusión; y, entonces, el mundo es tan necesario a dios como dios dios es
necesario al mundo. Sin dios no hay mundo, sin mundo no hay dios. Dios y el
mundo se completan y se realizan recíprocamente el uno por el otro. ¡No más
dios personal, señores deístas y teologistas, no más dios viviente en sí, ni
dios distinto del universo! En lugar de ese fantasma antropomórfico, proclamad
al verdadero dios, al dios que no es tal o cual cosa, ni ésta o aquella
persona, sino el principio impersonal, inconsciente y universal de todas las
personas y de todas las cosas, al dios que no habita el cielo, sino en quien la
Tierra y los cielos habita: el inmerso, el eterno, el infinito, el absoluto, el
ser universal de todos los seres, la sustancia única, en fin, de nuestro
venerable maestro, el sapientísimo Spinoza, pudiendo en resumen decir con
Lacano: “¿Tiene dios acaso otra morada que el cielo, el mar, la Tierra, y la
virtud? –Dios es todo cuanto ves, donde quiera que te halles”.
1 comentario:
Tengo muchas dudas sobre la omnipotencia de Dios. Soy bastante maniqueo en esto. Pienso que hay una lucha entre el Bien y el Mal.
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