Jorge Luis Borges
El 1º. de abril de 1985, Jorge Luis Borges, un portentoso
spinozista por connaturalidad afectiva, pronunció una conferencia en la
Sociedad Hebraica Argentina (Buenos Aires) sobre Baruch Spinoza con el título “El
más adorable de los filósofos”. He aquí la transcripción.
Señoras, señores. En una novela de
Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador,
ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del
horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y
que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que
exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago,
que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses,
de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y
ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de
leopardos, de pájaros.
Bueno, a mí me sucede algo parecido.
Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a
Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el
narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra
es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo en casa,
bueno, varias ediciones de la Ethica,
en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y
biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi
deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino
esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un
libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía
explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo
sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.
Pero pensé en estos días que Spinoza
había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos
todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un
amigo mío: “un hombre engendra a Dios...”. Ese fue Spinoza, que dedicó su vida
no sólo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto
ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el
más complejo de los dioses.
Una de las tareas de la humanidad ha
sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado,
ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por
ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el
barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte
de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo,
por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India,
que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que
Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el
acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.
Bueno, Spinoza dedicó su vida a
imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión
que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con
imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón
cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro.
Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en
la Trinidad, no mucho podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su
voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino
laberinto, hasta el fin.
Pero, mientras él se dedicaba a ese
propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que
la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su
propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita
umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha
logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el
extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo
tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo,
lo cual es lo más importante.
En Holanda
Suele leerse que Spinoza era un
judío portugués. En todo caso, su familia se embarcó en Lisboa huyendo del
quemadero inquisitorial y buscó refugio en la más tolerante de las naciones,
Holanda. Y Spinoza fue un buen ciudadano holandés.
Leí hace años en una biografía de
Spinoza un catálogo de su biblioteca. Y, curiosamente, no figuraban libros
portugueses. Pero había ejemplares de Cervantes, y de Quevedo también.
Y leí en la admirable History of Western Philosophy, de
Bertrand Russell, que Spinoza conocía el castellano, el portugués (su familia
se embarcó en Lisboa, y además conocer un idioma es conocer a otros, las
diferencias son mínimas, como yo lo he comprobado muchas veces), y supo también
latín.
Es una lástima que hayamos perdido
el latín. Todos sentimos la nostalgia del latín, y la literatura la siente. En
versos de Quevedo, por ejemplo. “Feroz, de tierra, el débil muro escalas”. El
hipérbaton latino. Quiere decir: feroz escalas el débil muro... Y otro
hipérbaton famoso de Elegía a las ruinas
Itálicas: “Esto, Fabio, ay dolor, que ves ahora...”, que parecen palabras
casi amontonadas al azar, y luego todo se explica al empezar el segundo verso: “campos
de soledad, mustio collado”. Y tendríamos ejemplos de Góngora más forzados y
menos felices...
Pero, en fin. Spinoza llegó no sólo
a escribir en latín, sino, estoy casi seguro, a pensar en latín. Es una lástima
que se haya perdido esa lengua universal. Y todos sentimos esa nostalgia. Es
una característica de las literaturas. De todas. Querer volver al latín, ese
idioma que Browning llamó el idioma de mármol: latin, marble language.
Pues bien. Spinoza conoció desde
luego el holandés. Fue su lengua. Estudió quizás algo de griego, estudió el
hebreo, y algo le habrá alcanzado del italiano, y del francés también. Su
familia era humilde. Mis fechas son vagas, pero espero no equivocarme al hablar
de 1632- 1677, lo cual daría una vida bastante larga, cuarenta y cinco años,
dada la tuberculosis que lo aquejó. Recuerdo haber escrito aquel soneto, donde
me refiero a la tuberculosis, que dice así: “Las traslúcidas manos del judío /
Labran en la penumbra los cristales / Y la tarde que muere es miedo y frío /
(Las tardes a las tardes son iguales)”. Luego explico que esos cristales son
los lentes que él pulía, ya que existe esa buena tradición judía de que el
rabino tenga un oficio manual. Y luego esos otros cristales que constituyen el
laberinto de la Divinidad.
Spinoza estudió el hebreo, estudió
la escritura, estudió el Talmud, estudió la filosofía de Maimónides y estudió
la Cábala. En cuanto a la Cábala, la consideró un delirio. Y en cuanto a todo
lo demás, esa idea de un Dios que es un ser personal, un Dios que elige un
pueblo, un Dios que hace pacto con el pueblo, todo eso le resultó del todo
extraño. Él lo rechazó y divulgó sus dudas entre sus compañeros. Y eso se supo,
y tiene que haber sido bastante importante su influencia, ya que quisieron sobonarlo
con mil florines, que él rechazó, y, según se dice, trataron de asesinarlo.
Pero como él persistía en sus opiniones heréticas, la Sinagoga lo excomulgó. En
las biografías de él están las terribles palabras del Anatema: “Anatema sea
cuando está solo. Anatema sea en la calle. Anatema sea en el lecho. Que ningún
hombre se acerque a él...”.
Una cosa terrible. Bueno, fue
excomulgado, arrojado de Israel, y quizá lo atrajo la Escolástica, quizás habrá
leído algo del teólogo irlandés del siglo IX Escoto Erígena. Escoto quiere
decir irlandés. Erígena nacido en Erín, en Irlanda. Es decir, dos veces
irlandés. Escoto llegó a la corte de Carlos el Calvo desde su monasterio en
Irlanda, perseguido por los sajones, e inventó un sistema según el cual todas
las cosas emanan de la Divinidad, y después del Juicio Final regresan a la
Divinidad. Curiosamente, ese sistema es el mismo que otro irlandés más famoso,
George Bernard Shaw, dramatiza en el pentateuco metabiológico Vuelta a Matusalén, en el cual dice que
no hay hombres adultos, por lo menos en Occidente, y que la edad mínima debe
ser de trescientos años. Ya al final, en el último acto, todas las cosas
vuelven a la Divinidad.
Hay una expresión muy linda,
admirable, de este sistema, en la obra Contemplations,
de Víctor Hugo. El poema se titula hermosamente Ce que dit la bouche d'ombre, Lo que dice la boca de sombra, y al
final todos los seres, sin excluir al demonio, vuelven a Dios, y vuelven
también los dragones, las serpientes, los reptiles que hemos hecho símbolos del
mal, y todos ellos vuelven a la Divinidad y no se sabe qué sucede después.
Pulir, pensar, escribir
Pues bien, Spinoza vive humildemente
en distintas ciudades de Holanda, da pruebas de su valor en alguna
circunstancia patriótica y rechaza dos sobornos. En un caso, le ofrecieron no
sé qué cargo muy importante en Francia a condición de que él dedicara un libro
a Luis XIV, el gran monarca. Pero Spinoza rechazó aquello. Y luego le
ofrecieron también una cátedra de filosofía en Heidelberg, Alemania. Y le prometieron
que tendría plena libertad de expresar su pensamiento. El rechazó este soborno
también y siguió puliendo lentes, pensando y escribiendo. Escribiendo en un
árido latín, como Swedenborg, el místico sueco que fue su contemporáneo.
Tenía muchos amigos. En Inglaterra,
en Holanda, en Alemania. Decidió escribir su libro siguiendo el método
geométrico de Euclides, y eso hace que su lectura sea muy difícil. Goethe dice
que no se atrevió a entrar en ese laberinto que vendría a ser la Ethica de Spinoza porque leyó algunas
páginas y no se sintió mejorado en ningún momento, pero que vio lo bastante de
Spinoza para sentir su grandeza, para sentir que ahí había algo distinto.
Spinoza recibió la visita de
Leibniz, y, según he leído, Leibniz habría tomado de él la doctrina de la
armonía preestablecida, pero luego negó haberlo conocido. No se condujo bien
con él. Pues bien, Spinoza llevaba su vida. Era una vida muy sencilla. Creo que
le gustaba la sopa de lentejas, se retiraba muy temprano y su ocupación
principal era el pensamiento.
Ilustre vida. Ahora, ese modo de
escribir, en el cual sigue la geometría de Euclides, no es arbitrario, ya que
veía todo el Universo como lógicamente justificable. Y. Si creía que la
geometría podía justificarse lógicamente, no es un capricho (y además Descartes
ya había hecho algo parecido) que explicara su filosofía de ese modo, mediante
axiomas, definiciones, proposiciones, corolarios. En los Estados Unidos, tuve
ocasión de manejar un libro titulado On
God (De Dios), que es el nombre
de otra obra de Spinoza, pero ese libro está construido de este modo: se
suprime todo el incómodo andamio geométrico y está el texto de Spinoza. Y se
han combinado la Ethica y el Tractatus con las cartas de él a sus
amigos en las cuales explica sin aparato geométrico el sistema.
Pues bien, Spinoza llevó esa vida.
Bertrand Russell dijo que quizá no es el más riguroso de los filósofos, pero, y
esto es mucho más importante, sí the most
lovely, el más querible de todos los filósofos, ya que otros pueden ser
admirados, pero no queridos. Y es más importante ser querido que admirado.
Él, quizá tomando esa idea de
Maimónides, predicó el amor intelectual de Dios. Pero dice (y esto no lo
entendió bien Goethe) que ese amor no espera ser correspondido. Debemos querer
a Dios, pero no debemos esperar que él nos quiera. Dios se quiere infinitamente
a sí mismo y no tiene por qué querernos a nosotros, que somos atributos o modos
muy parciales, casi infinitesimales, de la Divinidad.
Sabemos, entonces, que Spinoza vivió
solo, que se retiraba temprano. Pero hay un rasgo un tanto ingrato que, sin
embargo, no tengo por qué ocultar, ya que nos ayuda a tener una imagen suya.
Ese rasgo es que le gustaba organizar y presenciar riñas de arañas. Veía en
esos duelos símbolos de la maldad y las pasiones de los hombres. Siento haber
tenido que recordar eso.
Bueno, ya tenemos esa vida que pasa
de una ciudad a otra en Holanda, que rechaza honores ofrecidos en Heidelberg,
ofrecidos también, creo, por La Sorbona, en París, y que prefiere el placer
intelectual a cualquier otro.
Parece que siendo muy joven se
enamoró, que su amor no fue correspondido, que él volvió a ese otro amor, el
amor de Dios. Vivió cuarenta y cinco años, murió tísico, e inmediatamente se
dijo que había sido ateo. Lo cual parece un castigo injusto para un hombre que
pensaba que sólo Dios existe.
Hay un verso de Amado Nervo que
vendría a ser una suerte de síntesis, quizás involuntaria, de la filosofía de
Spinoza. Ese verso, si no me engaño, dice: “Dios existe / nosotros somos los
que no existimos”.
He llegado a pensar que la filosofía
de Spinoza puede llegar a desaparecer, pero que quedará su imagen. John Toland,
unos cuarenta años después de la muerte de Spinoza, acuñó una palabra que
parece imprescindible ahora y que él no conoció: la palabra panteísmo. Es lo contrario a ateísmo.
Ateísmo quiere decir que no hay Dios, y panteísmo, que todo es Dios. Spinoza
usa la frase Deus sive natura, (Dios
o la Naturaleza). Es decir, ambas cosas son iguales. Dios o el Universo. Salvo
que el universo no es sólo el Universo material, el del espacio astronómico,
sino lo que llamamos el proceso cósmico. Es decir, el Universo comprende todo
lo que existe. Nos comprende, por ejemplo, a cada uno de nosotros, comprende
esta tardía tarde posterior a la muerte de Spinoza, comprende toda nuestra
vida, lo que soñamos, lo que entre soñamos, lo que hemos hecho, comprende la
historia universal, y todo eso también es Dios.
Ahora, el panteísmo como sistema es
antiguo. Lo encontramos por ejemplo en Parménides. Creía que solo existe una
esfera, infinita, pero esa esfera es material. Y en la filosofía de la India,
tenemos a Brama, que es también el Universo. Y luego hubo otras filosofías
panteístas posteriores. Pero la más extraña es la de Baruch Spinoza, o Benedictus
Spinoza. Para él hay un solo ser, y ese ser es Dios. Pero ese Dios es harto más
complejo que las otras divinidades que nos han propuesto los teólogos de todas
las sectas y de todas partes del mundo. La definición, creo, está en la primera
página de la Ethica, aunque es de
difícil comprensión y no estoy seguro de haberla entendido. Pero quizá podamos
adelantar algo en la infinita exploración de esa frase. Él define a Dios como
una sustancia infinita, dotada de infinitos modos o atributos. Y agrega que esa
sustancia es su propia causa. Eso es lo más difícil, o en todo caso me resulta
a mí lo más difícil. Pero podemos pensar en la definición ontológica de la
Divinidad que da el escolástico San Anselmo. Según parece, era un italiano,
arzobispo de Canterbury, y creía en Dios, y le pidió que, ya que había tanta
gente que no creía en Él, le diera una prueba, y descubrió así lo que se ha
dado en llamar la prueba ontológica, la prueba del Ser. Hay otras pruebas que
dicen que Dios existe ya que en este mundo se observa un orden. Por ejemplo,
las diversas edades del hombre, las diversas estaciones, el orden de los
astros, el hecho de que las cosas se dividan en animales, minerales, vegetales.
Ese vendría a ser el orden cosmológico, pero el ontológico es más raro. Voy a
decirlo con las mismas palabras de San Anselmo, que quizá lo hagan más fácil,
aunque no convincente. Empieza por preguntar: ¿Puedes tú concebir un ser
perfecto? Y para seguir el juego tenemos que decir que sí. Entonces sigue:
¿Puedes concebir un Ser absolutamente poderoso, absolutamente omnisciente,
absolutamente justo? Tenemos que contestar que sí. Luego San Anselmo nos
pregunta: ¿Ese Ser existe o no? Entonces, si somos sinceros, contestamos que no
sabemos. Y San Anselmo nos dice: Entonces, no has imaginado al Ser más
perfecto, ya que le falta el atributo de existir. Y podemos imaginar otro más
perfecto, que además exista. Luego, Dios existe.
Ahora, no entiendo esta prueba,
porque me parece muy raro que una combinación de palabras pueda determinar la
existencia de Dios. Porque al fin, lo que San Anselmo ha dicho, y Spinoza
también, no son más que combinaciones de palabras dichas en latín, o en
castellano, o en la lengua que ustedes quieran, en cierto orden.
Luego, Hegel toma ese argumento de
un modo insolente que no puede convencer a nadie. Empieza por preguntarnos si
una hormiga existe. Le contestamos, previsiblemente, que sí. Entonces, Hegel
dice: Bueno, si una hormiga, que es un ser mínimo que podemos aniquilar de un
pisotón, existe, cómo no va a existir Dios, que es un ser todopoderoso.
No sé si este es un juego de
palabras o mucho más. A mí, personalmente, esto no me convence.
Pues bien, Spinoza nos propone ese ser
que es causa de sí mismo, y luego se dedica a explorarlo. Y ya que ese ser es
Dios, tiene que ser infinito. Y Spinoza piensa en una sustancia infinita,
dotada de infinitos modos o atributos. Y aquí viene quizá lo más sorprendente
de su concepto de Dios. Sé que todo esto es raro, para ustedes y para mí, pero
tengo que explicarlo de algún modo. Pues bien, Spinoza imagina esa sustancia
infinita, dotada de infinitos atributos. Y al decir infinito no quiero decir
múltiple, quiero decir estrictamente infinito. Por ejemplo, si pensamos en el
tiempo, el tiempo es estrictamente infinito, ya que no podemos concebir ni un
principio ni un fin. Ya lo mismo ocurre con la idea de Spinoza. Pero dos de los
atributos, y aquí prepárense para algo muy asombroso también, son lo que él
llama la extensión y el pensamiento. Pero quizá más fácil para nosotros sea
decir el espacio y el tiempo. Esos vendrían a ser dos de los atributos de Dios.
Ahora, Leibniz tomó su idea de la armonía preestablecida de Spinoza, y esto
podría explicarse así: imaginemos dos cosas tan distintas como la materia y el
espíritu. ¿Cómo puede una influir en la otra? Por ejemplo: alguien clava una
aguja en mi carne. Ese es un hecho físico. Yo siento dolor. Ese es un hecho
mental, o espiritual. ¿Cómo puede ser que uno esté causado por el otro? O, por
ejemplo, en este momento alguien saca una fotografía. Yo, a pesar de mi
ceguera, veo el flash. ¿Cómo puede ese flash, que es meramente físico, ser
percibido por mi mente, que es espiritual? Todos tendemos a pensar, quizá sea
imposible no pensar, que lo inmaterial influye en lo físico. Por ejemplo, yo
estoy pronunciando estas palabras. Ustedes las oyen. Es difícil suponer que mi
pronunciación de estas explicativas y torpes palabras no sea la causa de lo que
ustedes oyen. Pero, según Leibniz, y según Spinoza, el hecho no es ese. El
hecho vendría a ser que son dos cosas paralelas, pero no una causa de la otra.
El ejemplo que da Leibniz es este: él imagina dos relojes. Los dos funcionan
perfectamente. Les dan cuerda. En el mismo momento en que uno marca las siete
de la tarde, el otro marca las siete. Pero ninguno de esos dos relojes ejerce
una influencia en el otro. Los dos han sido condicionados para ese hecho. Pues
bien, según Leibniz, y según Spinoza, cada uno de nosotros ha sido condicionado
por la Divinidad para una serie de hechos. Y esos hechos son paralelos. En el
momento en que yo golpeo la mesa, ustedes oyen el golpe. Pero no se trata de
que el golpe haya producido esa impresión en ustedes. Se trata de que cada uno
de nosotros ha sido condicionado inconcebiblemente para ese fin.
Yo tengo 85 años. Posiblemente, me
he muerto hace unos días, y ustedes han sido condicionados para seguir
escuchándome. O ustedes no han venido, han ido todos a oír la conferencia sin
duda muy superior de Octavio Paz, pero yo he sido condicionado para oírlos a
ustedes y sentir que están aquí.
No sé si ustedes pueden aceptar eso.
Pero eso no es nada. Yo creo que la filosofía y la teología son las formas más
extravagantes y más admirables de la literatura fantástica. Ahora viene algo
aún más raro que las muchas cosas raras que he dicho.
Atributos infinitos
Según Spinoza, Dios es una sustancia
infinita que consta de un número infinito de atributos. Uno de ellos es el
espacio, o lo que llama la extensión, y el otro el tiempo, o lo que llama el
pensamiento. Pero, además, hay un número infinito de otros atributos. A
nosotros sólo se nos ha dado sentir dos: el espacio y el tiempo. Entonces, yo
decido abrir los dedos de esta mano, y eso es el pensamiento. Luego, yo abro
lentamente los dedos, y esa es la extensión, el espacio. Pero, paralelamente,
en otra serie ocurren infinitas otras cosas que ni siquiera podemos concebir. Y
eso vendría a ser el Universo.
Si eso es así, cada uno de nosotros
ha sido condicionado, y ninguno de nosotros merece ser castigado, o premiado.
Con eso se borra la idea de un establecimiento penal, el Infierno, y un
establecimiento premial, el Cielo. Somos autómatas condicionados para un fin, y
nuestro arduo deber es el amor de Dios, que vendría a ser no el amor de un Ser,
sino el amor de todo este sistema.
Ahora, en cuanto a Dios, Spinoza le
concede la imaginación, Dios imagina hasta el más ínfimo detalle de nuestras
vidas, que además conciernen a todos los atributos infinitos. Pero,
curiosamente, le niega dos posibilidades. Una, la de comprender, ya que, si yo
comprendo algo, el instante anterior fue de incomprensión. Yo, de golpe,
comprendo que estoy hablando demasiado tiempo, o que no he hablado bastante,
pero hay un momento anterior. Y luego, Spinoza le niega también a Dios la
voluntad, ya que querer algo es carecer de algo. Si yo quiero salir de aquí, si
yo quiero haber llegado, quiere decir que hubo un momento en que no estuve
aquí, un momento en el cual decidiré irme. Y Dios, que es todas las cosas,
Dios, que agota todas las posibilidades, no puede desear nada y no puede
comprender nada. El es todas las cosas.
Un consejo
Y entonces Spinoza aconseja a los
hombres, si es que cabe aconsejar algo a alguien que ha sido condicionado, no
arrepentirse, porque el arrepentimiento es un error, ya que obrar mal es un
error, y arrepentirse es agregar una tristeza también. De modo que él
aconsejaría la serenidad, si es que depende de nosotros la serenidad.
Y recuerdo aquí inesperadamente una
estrofa de un gran poeta español, de origen judío también como su nombre lo
indica, Fray Luis de León (los toponímicos corresponden a apellidos judíos),
que dice: “Vivir quiero conmigo / gozar quiero del bien que debo al Cielo / a
solas sin testigo / libre de amor, de celo / de odio, de esperanza, de recelo”.
Libre de amor, ya que el amor es una
pasión, una pasión que nos inquieta, y puede aniquilarnos. Luego, de celos, de
odio, de esperanza, de recelo. Pero, como esos atributos son de algún modo
imaginarios, ya que no agotan la sustancia divina, Spinoza dice que los hombres
deben tratar de liberarse de la esperanza y del temor, que se parecen tanto. El
que espera desespera. Además, ambas cosas se refieren al tiempo. Esperar algo
es esperar algo del tiempo, suponer que mañana puede suceder algo. Temer algo
es, de algún modo, lo mismo, y todo eso está contra la idea de Spinoza de que
el tiempo es ilusorio, como lo es el espacio. Son dos de los atributos de la
Divinidad, pero los dos, y queda un número estrictamente infinito de otros.
Bueno... cuando vine aquí me recordaron una frase de Spinoza que dice algo así
como no llorar, no esperar, no temer. Sí tratar de comprender, ya que es tan
vasto ese territorio que llamamos la Divinidad que no acabaremos de recorrerlo.
No sé si he logrado darles a ustedes
una idea de ese querible ser humano Baruch Spinoza. Fue anatemizado, la
Sinagoga lo rechazó, ahora ha vuelto póstumamente a anexarlo, no sé si eso
puede importarle a él... Él no creía en la inmortalidad personal. Spinoza
escribió: sentimos, experimentamos ser inmortales. Pero no se refería a su yo,
sino a esa sustancia que somos. De algún modo sentimos la inmortalidad de esa
sustancia anterior en el tiempo a nuestro nacimiento, posterior a nuestra
muerte en el tiempo.
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