Diego Tatián
El
spinozismo rompe con la idea clásica de buen gobierno como gobierno de la
virtud, a la vez que con la política como un puro dispositivo de producir orden
e impedir conflictos; la condición civil no es un artificio contra natura que
despoja al cuerpo social de su derecho natural, sino una extensión, una
radicalización, una composición y una colectivización de ese derecho. Vale
decir que el derecho público no suprime al derecho natural; es este derecho
natural mismo que adopta un estatuto político y de este modo se incrementa y
deviene concreto como “potencia de la multitud”.
A la
vez, Spinoza se interroga por las condiciones de permanencia de un estado, para
anticipar que la libertad es una de ellas. La libertad spinozista es fuerza
productiva de comunidad que no admite ser sacrificada a la seguridad, y la
política que de ella resulta no exige a los hombres nada que vaya contra su
naturaleza: ni ocultar sus ideas, ni ser desapasionados, ni ser puramente
racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para la autoinstitución
política en formas no alienadas de la potencia común. El nombre spinozista de
esa “república libre” es democracia.
Democracia
no designa aquí un conjunto de formas definitivas fundadas en el orden del
concepto, sino el desbloqueo, la autoinstitución, la generación de cosas
nuevas, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva de
significados, de instituciones, de mediaciones por las que se mantiene e
incrementa; el efecto de un trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el
comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación. La
pregunta por lo común, la comunidad y el comunismo es uno de sus grandes
legados, un legado “tan difícil como raro”.
Con
Spinoza es posible pensar una política emancipatoria no sometida a la idea del
“hombre nuevo”, a la idea de que los seres humanos debieran ser diferentes de
como realmente son; por el contrario, lo que los seres humanos son capaces de
ser y de hacer es siempre la revelación de un trabajo paciente y sin garantías
que se mantiene en la inmanencia de su existir como seres naturales,
apasionados y finitos. Un trabajo que cada generación deberá emprender una y
otra vez porque no hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido
lugar puede ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso
unitario de acontecimientos que lleve por necesidad a una reconciliación de los
hombres consigo mismos.
Ante
todo, una política spinozista no deja lugar a ningún lamento por la adversidad
de las cosas, ni promueve una ruptura reaccionaria con las situaciones
efectivas desde un moralismo que se arroga la función de juzgar los avatares de
la vida colectiva a partir de una presunta sociedad ideal --perdida o por
venir--; una política spinozista, más bien, es potenciación de los embriones
emancipatorios que toda sociedad aloja en su interior para su extensión
cuantitativa y cualitativa. Una confianza en lo que hay como punto de partida
de una intervención.
El
spinozismo alienta asimismo una responsabilidad por el estado, por sus
fragilidades, por sus condiciones de estabilidad y los riesgos a los que se
halla expuesto --cuando ese estado se constituye como “lugar común” y como
precipitado de una potencia instituyente. Por ello la contribución de Spinoza a
la actual experiencia latinoamericana es mucha. En particular la necesidad de
concebir la democracia como contrapoder que puede tener en el estado su
expresión y no necesariamente su bloqueo --siempre que la distancia entre el
poder constituyente y las instituciones por él producidas sea mínima.
No
sabemos lo que puede un cuerpo colectivo. Este es el punto de partida de una
política emancipatoria, que lleva el nombre de democracia, si la entendemos
como algo más que como pura vigencia de la ley y de los procedimientos (sin
duda imprescindibles), si la concebimos también como “salvaje” (la expresión
“democracia salvaje” es de Claude Lefort), es decir, continua irrupción de
derechos que provienen de un fondo irrepresentable y no previsto por las formas
institucionales dadas.
Democracia
es así la existencia colectiva que tiene su inscripción en una excedencia del
derecho concebido como potencia (fondo inagotable de la vida humana y por tanto
inmanente a ella) respecto de la ley, que como tal es negativa y limita al derecho
natural pero también puede convertirse en su expresión, en su protección y ser
hospitalaria con novedades que se gestan en la fragua anómica de la imaginación
radical y de la vida común.
Bajo
una inscripción que podría animar las militancias libertarias de todos los
tiempos --“no ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino
entenderlas”--, Spinoza ayuda a pensar el enigma democrático conforme un
realismo radical que no supone exigencias sacrificiales, y que atesora una
potencia común ejercida como afirmación pública y resistencia a los poderes que
acechan la vida humana con su carga de superstición y de tristeza. La
democracia spinozista está lejos de ser una pura tolerancia indiferente: es
potencia ejercida, virtud (en el sentido estricto de vir, fuerza, que resuena
en la palabra maquiaveliana virtù).
El
deseo, por tanto, es un componente democrático fundamental de la vida
republicana, cuando se abre a tensiones que pueden ser de gran fecundidad. No
hay contradicción entre democracia y república (palabra esta última apropiada
por las derechas en Latinoamérica, que es necesario disputar y concebir a la
manera antigua, desmarcándola de su reducción a una mera máquina procedimental
de impedir transformaciones, para su determinación como conflicto del que nace
la libertad); más bien la democracia debe hacerse republicana y la república
volverse democrática.
En el
siglo XVII como ahora el enigma de la dominación nos confronta a dispositivos
de sumisión que separan a los hombres de lo que pueden, inhiben su potencia
política y capturan su imaginación en la tristeza y la “melancolía” --pasión
antipolítica extrema que afecta la totalidad de un cuerpo. Lo que hoy llamamos
“apatía” para referirnos a cierto retiro de lo público y a cierta pasividad
civil sería pensado por Spinoza como una melancolía social cuya hegemonía
designaba con la expresión “estado de soledad”.
Lo
contrario es la hilaritas, palabra de difícil traducción que refiere a la
alegría integral que un cuerpo alcanza cuando se halla en plena posesión de su
potencia de afectar. Tal vez sea posible interrogarnos qué sería una hilaritas
colectiva. En mi opinión podría ser pensada como un ejercicio pleno y extenso
de los derechos; la capacidad productiva de derechos nuevos e imprevistos; la
alegría común de un sujeto complejo que se experimenta como causa de sus
propios efectos emancipatorios; una determinación social del deseo como deseo
de otros y no ya deseo de soledad.
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