G. A. Cohen, On the Currency of Egalitarian Justice, and Other Essays in Political Philosophy, Michael Otsuka, ed., Princeton: Princeton University Press, 2011, pp. 288.
Gerald A. Cohen (1941-2009) fue uno de los filósofos más comprometidos y rigurosos en la filosofía política contemporánea. En el momento de su fallecimiento, preparaba la compilación de sus trabajos más significativos. Este es el primero de tres volúmenes en la realización de aquel proyecto, que reúne sus ensayos escritos a lo largo de tres décadas de trabajo, tanto aquellos que han dado forma a muchos de los debates centrales en la filosofía política, como los trabajos publicados aquí por primera vez. En estos trabajos, Cohen reflexiona sobre el criterio igualitario que debe fundarse en razones para alcanzar una sociedad posible, sobre la relación entre libertad y propiedad, y sobre la teoría ideal y la práctica política.
Aquí se incluyen los ensayos clásicos 'Equality of What?' y 'Capitalism, Freedom, and the Proletariat', junto con trabajos más recientes como 'Fairness and Legitimacy in Justice', 'Freedom and Money', y el inédito 'How to Do political Philosophy'. La colección nos ofrece la claridad y el rigor, la lucidez y la pasión, que siempre se le han reconocido a Cohen. En su conjunto, estos ensayos muestran cómo su trabajo articula una concepción de la libertad y la igualdad que lo coloca a la izquierda de John Rawls, Ronald Dworkin y Amartya Sen. Aquí el primer capítulo 'On the Currency of Egalitarian Justice'.
Nuestro autor ocupó la cátedra Chichele de Teoría Política y Social en el All Souls College, de la Universidad de Oxford (1985-2008) y publicó cinco libros en vida: Karl Marx’s Theory of History. A Defence (1978), History, Labour, and Freedom (1988), Self-ownership, Freedom, and Equality (1995), If You’re an Egalitarian, How Come You’re So Rich? (2000), Why Not Socialism? (2009).
01 febrero, 2011
25 enero, 2011
Evelyne Pieiller: En la caverna de Alain Badiou
Mientras el ideal comunista parece caduco, un filósofo que se define como tal encuentra un eco sorprendente, incluso en el extranjero. Alain Badiou, quien analiza las condiciones para una verdadera igualdad, afirma la necesidad de una ruptura radical con el consenso democrático.
Del Philosophie Magazine a los cafés-filo, hace ya algún tiempo que la filosofía abandonó su torre de marfil para devolverle sentido a la empresa de vivir. Convocada en primer lugar en el ámbito raramente comprometedor de la moral, hoy lo es también en el campo político. Es un signo de los tiempos: se intentan abrir brechas en la melancólica impotencia suscitada por el famoso dúo ley de mercado-fin de las ideologías.
Por lo tanto, nada tiene de asombroso el regreso de la cuestión del compromiso, que corrobora la renovada curiosidad por Jean-Paul Sartre o Albert Camus. En cambio, más allá de la seducción que ejerce el vigor panfletario del breve De quoi Sarkozy est-il le nom? [¿Qué representa el nombre de Sarkozy?] (1), la repercusión de las obras recientes de Alain Badiou era poco previsible: no porque allí se expresara una crítica al capitalismo –ya no es una anomalía en nuestros perturbados tiempos–, sino porque esta crítica está ligada a un elogio del comunismo, “esa magnífica vieja palabra”, que la historia parecía haber convertido en sinónimo de fracaso y despotismo. La actual proyección de Badiou atestiguaría entonces que las invocaciones a la moralización del sistema ya no bastan y que el combate contra la resignación busca sueños y armas. Queda por examinar cuál es el fundamento de esta alternativa radical de la cual el reconocido enunciador es hoy, junto con Slavoj Žižek, su gran interlocutor.
Una herramienta revolucionaria
Badiou no espera definir un programa, sino usar la filosofía como una “potencia desestabilizadora de las opiniones dominantes” e imponerle una “pertinencia revolucionaria” (2), demostrando en primer lugar el “vínculo interno entre el capitalismo ampliado y la democracia representativa” (3). Puesto que ésta admite “adversarios, pero no enemigos”, nadie puede “ser portador de otra visión de las cosas, de otra regla de juego que no sea la que domina” (4): es decir el respeto de las libertades individuales, entre ellas la de ser empresario, propietario, etc. Inscribirse en la discusión democrática es aceptar sus limitaciones intrínsecas, que prohíben pensar fuera de esos valores –ahora bien, esos valores son también los del capitalismo–. Por lo tanto, el único programa político que puede haber es “la definición gestora de lo posible”, lo posible encerrado en los límites de la propiedad privada… Con total lógica, partidos y sindicatos están condenados a ser colaboradores del capital-parlamentarismo, y así la izquierda revela su “bajeza constitutiva” (5). La libertad de pensamiento y de elección que ofrecen tanto el liberalismo como el reformismo es ilusoria, hasta –e incluso– en su expresión mediante el sufragio universal. Dado que el individuo está sometido a las influencias, los egoísmos y las ignorancias, la “recurrente estupidez del número” –o dicho de otro modo, la ley de la mayoría– sólo puede ser una tiranía de la opinión.
Nada tiene de revolucionario ese banal desprecio de las “elites”, convencidas de que sólo ellas están dotadas de inteligencia. Salvo que Badiou lo justifique en el propio nombre de un ideal revolucionario, el de la verdadera igualdad, que implica que “los otros existen exactamente como yo”. Lo que lo obstaculiza es lo que llama “la animalidad”: el apego a sí mismo, a la propia identidad, ese mal fondo que espontáneamente lleva a preferirse, y que se desarrolla en la posesión. Sufragio universal, sufragio de egos…
Aptitud para la trascendencia
Allí se encuentra una constante del pensamiento de derecha que, para “naturalizar” el capitalismo, se basa en esa misma definición de la naturaleza humana como ávida y egocéntrica. A pesar de todo Badiou salva a esa pobre “especie animal que intenta superar su animalidad” (6), dotándolo de aptitud para la trascendencia, es decir, de capacidad para subordinar las necesidades egoístas a los principios, verdades que valen para todos. Por otra parte, allí se encuentra el fundamento mismo de la democracia, que postula que todo hombre está dotado de razón, a cargo de la sociedad –en especial a través de la enseñanza– y de brindarle los medios (para aprender a usarla) para emanciparse de la confusión de las pulsiones y de otros provocadores de opinión. Sin embargo, Badiou considera que la salida de la caverna del ego no es ni progresiva ni programable. Tiene lugar en el choque de un encuentro con lo que llama “el acontecimiento”. Un acto histórico, artístico o amoroso, de repente hace “aparecer una posibilidad que era invisible o incluso impensable” (7), rompiendo el consenso del valor soberano atribuido a lo que singulariza al individuo, más que a lo que tiene de universal. Ese descubrimiento súbito permite arrancarse de “la finitud animal de las identidades” y, por último, saludar la igualdad fundamental de los humanos: entrar en la trascendencia.
Esta fulgurante apertura de posibilidades plantea varias preguntas. ¿De dónde viene eso de que uno se desprende súbitamente del error para saludar a la verdad? ¿Por qué azar uno es “elegido”? La activación de la trascendencia se parece extrañamente a la “gracia”, y el efecto transfigurador de la verdad no existe sin aludir a una conversión. No podemos sino aprobar a Žižek, gran conocedor de la obra de Badiou, cuando subraya que “la revelación religiosa constituye su paradigma inconfesado” (8). ¿La “hipótesis comunista” sería pues el otro nombre del amor, esa “experiencia personal de la universalidad posible” (9), a la que el filósofo platónico, tras haber escrito sobre San Pablo, consagró un libro de entrevistas?
Así, se comprende mejor por qué Badiou no se interesa por la clase obrera sino por el último pobre, simbolizado por los obreros inmigrantes, y más todavía por los indocumentados, quienes “deben ser honrados porque organizan en nombre de todos nosotros la afirmación de un pensamiento diferente de la vida humana” (10). También se comprende mejor por qué, para existir, el comunismo debería proveerse de los medios para “controlar la influencia de la identidad” siempre amenazadora, so pena de no poder mantener una sociedad realmente igualitaria. Pero ¿quién sabría juzgar que tal elección, tal propósito, es portador de desigualdad, si no es una aristocracia de ilustrados –los filósofos ¿poseedores de la verdad?–. “Sin Idea, la desorientación de las masas populares es ineluctable” (11). Por cierto, debería llegar el día, “quizás dentro de mil o dos mil años, en que la sociedad esté educada, en el sentido de Platón” (12): es decir que todos sean filósofos.
Pero a la espera de ese Edén, habría que imponer el bien común. Esto no espanta a quien siempre recordó que “nuestra deuda con la Revolución Cultural sigue siendo inmensa”, y aprueba la pregunta de Saint-Just: “¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror”, si no es la democracia no igualitaria?…
La “hipótesis” de Badiou provoca, a largo plazo, un cierto estremecimiento. En lo inmediato, en cambio, ese “comunismo” poco perturba el orden existente. Los ataques contra un sufragio universal “populista” sólo pueden satisfacer a los adeptos a la “gobernanza”, que rara vez son revolucionarios; el rechazo de cualquier acción en el marco de un partido o de un sindicato no puede sino alegrar a los defensores del sistema. Pero sobre todo, la afirmación espiritualista de una revelación de la Verdad Absoluta parece que sólo ofrece un comunismo desprovisto de marxismo, tan abstraído de la Historia que se lo engalana con el encanto poético de las utopías inofensivas.
NOTAS
1. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, Circonstances, 4, Lignes, París, 2007.
2. Alain Badiou, Segundo Manifiesto por la filosofía, Manantial, Buenos Aires, 2010.
3. Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication. Conversation avec Aude Lancelin, Lignes, París, 2010.
4. France Culture, 27-2-10.
5. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
6. “L’hypothèse communiste – interview d’Alain Badiou par Pierre Gaultier” (www.legrandsoir.info).
7. Alain Badiou, L’hypothèse communiste, Circonstances, 5, Lignes, 2009. Véase también en español Analía Hounie (compiladora), Sobre la idea del comunismo, Paidós, Buenos Aires, febrero de 2010.
8. Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.
9. Alain Badiou (con Nicolas Truong), Eloge de l’amour, Flammarion, Colección “Café Voltaire”, París, 2009.
10. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
11. Alain Badiou, L’ hypothèse communiste, op. cit.
12. Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication, op. cit.
Traducción: Teresa Garufi
Fuente: Le Monde diplomatique, París, enero de 2011.
Del Philosophie Magazine a los cafés-filo, hace ya algún tiempo que la filosofía abandonó su torre de marfil para devolverle sentido a la empresa de vivir. Convocada en primer lugar en el ámbito raramente comprometedor de la moral, hoy lo es también en el campo político. Es un signo de los tiempos: se intentan abrir brechas en la melancólica impotencia suscitada por el famoso dúo ley de mercado-fin de las ideologías.
Por lo tanto, nada tiene de asombroso el regreso de la cuestión del compromiso, que corrobora la renovada curiosidad por Jean-Paul Sartre o Albert Camus. En cambio, más allá de la seducción que ejerce el vigor panfletario del breve De quoi Sarkozy est-il le nom? [¿Qué representa el nombre de Sarkozy?] (1), la repercusión de las obras recientes de Alain Badiou era poco previsible: no porque allí se expresara una crítica al capitalismo –ya no es una anomalía en nuestros perturbados tiempos–, sino porque esta crítica está ligada a un elogio del comunismo, “esa magnífica vieja palabra”, que la historia parecía haber convertido en sinónimo de fracaso y despotismo. La actual proyección de Badiou atestiguaría entonces que las invocaciones a la moralización del sistema ya no bastan y que el combate contra la resignación busca sueños y armas. Queda por examinar cuál es el fundamento de esta alternativa radical de la cual el reconocido enunciador es hoy, junto con Slavoj Žižek, su gran interlocutor.
Una herramienta revolucionaria
Badiou no espera definir un programa, sino usar la filosofía como una “potencia desestabilizadora de las opiniones dominantes” e imponerle una “pertinencia revolucionaria” (2), demostrando en primer lugar el “vínculo interno entre el capitalismo ampliado y la democracia representativa” (3). Puesto que ésta admite “adversarios, pero no enemigos”, nadie puede “ser portador de otra visión de las cosas, de otra regla de juego que no sea la que domina” (4): es decir el respeto de las libertades individuales, entre ellas la de ser empresario, propietario, etc. Inscribirse en la discusión democrática es aceptar sus limitaciones intrínsecas, que prohíben pensar fuera de esos valores –ahora bien, esos valores son también los del capitalismo–. Por lo tanto, el único programa político que puede haber es “la definición gestora de lo posible”, lo posible encerrado en los límites de la propiedad privada… Con total lógica, partidos y sindicatos están condenados a ser colaboradores del capital-parlamentarismo, y así la izquierda revela su “bajeza constitutiva” (5). La libertad de pensamiento y de elección que ofrecen tanto el liberalismo como el reformismo es ilusoria, hasta –e incluso– en su expresión mediante el sufragio universal. Dado que el individuo está sometido a las influencias, los egoísmos y las ignorancias, la “recurrente estupidez del número” –o dicho de otro modo, la ley de la mayoría– sólo puede ser una tiranía de la opinión.
Nada tiene de revolucionario ese banal desprecio de las “elites”, convencidas de que sólo ellas están dotadas de inteligencia. Salvo que Badiou lo justifique en el propio nombre de un ideal revolucionario, el de la verdadera igualdad, que implica que “los otros existen exactamente como yo”. Lo que lo obstaculiza es lo que llama “la animalidad”: el apego a sí mismo, a la propia identidad, ese mal fondo que espontáneamente lleva a preferirse, y que se desarrolla en la posesión. Sufragio universal, sufragio de egos…
Aptitud para la trascendencia
Allí se encuentra una constante del pensamiento de derecha que, para “naturalizar” el capitalismo, se basa en esa misma definición de la naturaleza humana como ávida y egocéntrica. A pesar de todo Badiou salva a esa pobre “especie animal que intenta superar su animalidad” (6), dotándolo de aptitud para la trascendencia, es decir, de capacidad para subordinar las necesidades egoístas a los principios, verdades que valen para todos. Por otra parte, allí se encuentra el fundamento mismo de la democracia, que postula que todo hombre está dotado de razón, a cargo de la sociedad –en especial a través de la enseñanza– y de brindarle los medios (para aprender a usarla) para emanciparse de la confusión de las pulsiones y de otros provocadores de opinión. Sin embargo, Badiou considera que la salida de la caverna del ego no es ni progresiva ni programable. Tiene lugar en el choque de un encuentro con lo que llama “el acontecimiento”. Un acto histórico, artístico o amoroso, de repente hace “aparecer una posibilidad que era invisible o incluso impensable” (7), rompiendo el consenso del valor soberano atribuido a lo que singulariza al individuo, más que a lo que tiene de universal. Ese descubrimiento súbito permite arrancarse de “la finitud animal de las identidades” y, por último, saludar la igualdad fundamental de los humanos: entrar en la trascendencia.
Esta fulgurante apertura de posibilidades plantea varias preguntas. ¿De dónde viene eso de que uno se desprende súbitamente del error para saludar a la verdad? ¿Por qué azar uno es “elegido”? La activación de la trascendencia se parece extrañamente a la “gracia”, y el efecto transfigurador de la verdad no existe sin aludir a una conversión. No podemos sino aprobar a Žižek, gran conocedor de la obra de Badiou, cuando subraya que “la revelación religiosa constituye su paradigma inconfesado” (8). ¿La “hipótesis comunista” sería pues el otro nombre del amor, esa “experiencia personal de la universalidad posible” (9), a la que el filósofo platónico, tras haber escrito sobre San Pablo, consagró un libro de entrevistas?
Así, se comprende mejor por qué Badiou no se interesa por la clase obrera sino por el último pobre, simbolizado por los obreros inmigrantes, y más todavía por los indocumentados, quienes “deben ser honrados porque organizan en nombre de todos nosotros la afirmación de un pensamiento diferente de la vida humana” (10). También se comprende mejor por qué, para existir, el comunismo debería proveerse de los medios para “controlar la influencia de la identidad” siempre amenazadora, so pena de no poder mantener una sociedad realmente igualitaria. Pero ¿quién sabría juzgar que tal elección, tal propósito, es portador de desigualdad, si no es una aristocracia de ilustrados –los filósofos ¿poseedores de la verdad?–. “Sin Idea, la desorientación de las masas populares es ineluctable” (11). Por cierto, debería llegar el día, “quizás dentro de mil o dos mil años, en que la sociedad esté educada, en el sentido de Platón” (12): es decir que todos sean filósofos.
Pero a la espera de ese Edén, habría que imponer el bien común. Esto no espanta a quien siempre recordó que “nuestra deuda con la Revolución Cultural sigue siendo inmensa”, y aprueba la pregunta de Saint-Just: “¿Qué desean los que no quieren ni la Virtud ni el Terror”, si no es la democracia no igualitaria?…
La “hipótesis” de Badiou provoca, a largo plazo, un cierto estremecimiento. En lo inmediato, en cambio, ese “comunismo” poco perturba el orden existente. Los ataques contra un sufragio universal “populista” sólo pueden satisfacer a los adeptos a la “gobernanza”, que rara vez son revolucionarios; el rechazo de cualquier acción en el marco de un partido o de un sindicato no puede sino alegrar a los defensores del sistema. Pero sobre todo, la afirmación espiritualista de una revelación de la Verdad Absoluta parece que sólo ofrece un comunismo desprovisto de marxismo, tan abstraído de la Historia que se lo engalana con el encanto poético de las utopías inofensivas.
NOTAS
1. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, Circonstances, 4, Lignes, París, 2007.
2. Alain Badiou, Segundo Manifiesto por la filosofía, Manantial, Buenos Aires, 2010.
3. Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication. Conversation avec Aude Lancelin, Lignes, París, 2010.
4. France Culture, 27-2-10.
5. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
6. “L’hypothèse communiste – interview d’Alain Badiou par Pierre Gaultier” (www.legrandsoir.info).
7. Alain Badiou, L’hypothèse communiste, Circonstances, 5, Lignes, 2009. Véase también en español Analía Hounie (compiladora), Sobre la idea del comunismo, Paidós, Buenos Aires, febrero de 2010.
8. Slavoj Žižek, El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.
9. Alain Badiou (con Nicolas Truong), Eloge de l’amour, Flammarion, Colección “Café Voltaire”, París, 2009.
10. Alain Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom?, op. cit.
11. Alain Badiou, L’ hypothèse communiste, op. cit.
12. Alain Badiou y Alain Finkielkraut, L’Explication, op. cit.
Traducción: Teresa Garufi
Fuente: Le Monde diplomatique, París, enero de 2011.
24 enero, 2011
Carlos Pereyra: 'Filosofía, historia y política. Ensayos filosóficos (1974-1988)'
Carlos Pereyra, Filosofía, historia y política. Ensayos filosóficos (1974-1988), Gustavo Ortiz Millán y Corina Yturbe, comps., FCE, UNAM, FFyL y IIF, México, 2010, pp. 648.
El título de la compilación corresponde a los tres principales campos de reflexión del filósofo mexicano Carlos Pereyra, cuya obra intelectual buscó con rigor reformular un proyecto socialista. Con una visión crítica de vicios y dogmas de la izquierda, así como con un viraje dentro del pensamiento marxista hacia la construcción de un proyecto democrático y socialista, Pereyra escribió tres libros en vida: Política y violencia, Configuraciones: teoría e historia y El sujeto de la historia. Ahora reunidos en este libro, la edición incluye además sus ensayos publicados de 1974 a 1988 en revistas filosóficas o como capítulos de libros.
19 enero, 2011
Luis Villoro: Democracia
Luis Villoro, filósofo mexicano, reflexiona en este ensayo que “frente a la democracia de corte liberal, que es la que se supone que existe en nuestros países, habría otro tipo de democracia. Varios autores la llamarían “democracia republicana o comunitaria”.
¿Cuál democracia? Porque podría haber dos tipos de democracia: la democracia “liberal” y la que algunos autores llamarían democracia “republicana” o “comunitaria”. Una y otra podrían juzgarse por sus resultados.
La democracia liberal, expresión del capitalismo, moderno actual, es la que ha causado los males que padece la actualidad, como declaran tres filósofos occidentales: Jurgen Habermas, David Held y Will Kimlicka. La “globalización capitalista” – señalan- ha conducido a Occidente a una explotación inicua de los trabajadores”, a “amenazas sobre el medio ambiente natural” y a “injusticias globales” en una “sociedad mal estructurada”. Ante estos males se suele reaccionar – prosiguen los autores- “con el refugio en las tradiciones que conducen a la intolerancia y al fundamentalismo religioso”.
Su opinión, correcta en lo que se refiere a los males causados por el capitalismo occidental. ¿Pero lo es también en su remedio? No. Creo que éste es totalmente insuficiente. No bastarían las buenas intenciones como tal vez piensan los tres autores para lograr este nuevo orden basado en los derechos humanos universales cuyo cumplimiento se ha visto tantas veces conculcado.
¿No es ingenuo pensar que, frente a los males del capitalismo mundial que señalan los autores, bastaría apelar a los derechos universales del hombre? La vigencia de los derechos apela a la voluntad; ignora, en cambio, las causas reales, económicas y sociales que imposibilitan la realización de esos derechos en todas las sociedades.
Frente a los males del capitalismo, me parece que el único remedio sería caminar hacia un orden diferente, y aún opuesto, al capitalismo mundial.
Porque la hegemonía del capitalismo se ha acompañado de efectos nada deseables, tales como la depredación de la naturaleza por la tecnología, la primacía de una razón instrumental frente a la ciencia teórica y, en el orden social y político, el individualismo egoísta contra la primacía del bien común.
¿Cuál podría ser la alternativa? Cualquiera que fuere tendría que ser una que eliminara o, al menos, aminorara los males causados por el capitalismo moderno.
“Democracia” etimológicamente significa “poder del pueblo” pero hay dos tipos del poder real del pueblo que responderían a dos espacios diferentes del poder del pueblo: la que podemos denominar democracia “liberal” y la democracia “republicana”.
La democracia “comunitaria” o “republicana”, no existe en la mayoría de los países occidentales modernos pero tiene antecedentes en algunos autores renacentistas italianos quienes, a su vez, tratan de revivir el espíritu que atribuyen a la república romana. En Rousseau podemos encontrar fundamentos de esa doctrina, que se desarrolla sólo en las primeras etapas de las revoluciones democráticas, la norteamericana (en su corriente antifederalista) y la francesa (en el partido jacobino). La democracia republicana presenta rasgos comunes con la democracia comunitaria.
Las primeras ideas republicanas trataban de mantener o recuperar la vida de comunidades pequeñas de carácter agrario. Recordemos la defensa, tanto de Thomas Jefferson como de John Adams, de una organización agraria de la economía opuesta a la industralización, por ser garante, en su opinión, de preservar la pureza y la simplicidad propias de las virtudes republicanas o comunitarias.
En la Revolución francesa, Hannah Arendt ha destacado la idealización de la vida comunitaria del campo francés, que subyace en la ideología de Robespierre y el club de los jacobinos.
Ligada a esta remisión a las comunidades locales se encuentra, también en los inicios del republicanismo, la idea del necesario control de los gobernantes por el pueblo real. El gobierno mixto, con control popular, que propone Maquiavelo, autor de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pretende restaurar la vigilancia popular que él cree ver en la antigua república romana. La rotación en los cargos públicos y la posibilidad de revocación de los mandatos se manejaron en la tradición comunitaria inglesa como procedimientos para evitar la consolidación de un estrato de poder sobre los ciudadanos y propiciar una democracia directa. Algunos estados norteamericanos llegaron a consignar medidas semejantes en sus constituciones, la más notable la de Virginia, de Jefferson. Los epígonos de Rousseau, en sus críticas a la democracia puramente representativa, tomaron una dirección semejante.
Desde sus inicios, la mentalidad republicana difiere de la liberal en subordinar los intereses personales al interés del todo social. El historiador de la revolución de independencia norteamericana, George Wood, destaca en el republicanismo el siguiente rasgo: “El sacrificio de los intereses individuales en beneficio del bien mayor de la totalidad -escribe- constituyó la esencia del republicanismo, viniendo a representar para los norteamericanos, el objetivo idealista de su revolución”.
Así, frente a la democracia de corte liberal, que es la que se supone que existe en nuestros países, habría otro tipo de democracia. Varios autores la llamarían “democracia republicana o comunitaria”. Esta sería una forma de democracia diferente a la democracia liberal que se supone existe en los países desarrollados modernos.
Se trataría, por lo tanto, de una alternativa que puede justificar posiciones políticas distintas. En ese sentido, me parece correcta la formulación de MacIntyre: “la oposición moral fundamental es la que se da entre el individualismo liberal, en una u otra versión, y la tradición aristotélica, en una u otra versión”.
En efecto, como indica MacIntyre, frente al individualismo del liberalismo puede oponerse otra concepción que tendría su antecedente lejano en la tradición aristotélica. Es justamente en esa tradición en la que podemos encontrar las concepciones contrarias al liberalismo, a saber, el comunitarismo y el republicanismo.
Ahora bien, esa confrontación entre el liberalismo y las concepciones que se le oponen, podría resumirse en dos ideas distintas sobre el sujeto moral y su relación con las normas.
El concepto de la personal moral, en su relación con el orden normativo, es distinto en uno y otro modelo teórico, el liberal y el comunitario. En la concepción liberal, el sujeto moral debe ser un agente libre no coaccionado, que debe estar voluntariamente sujeto a reglas en cuya formulación no haya participado, su principal característica es la autonomía. En cuanto sujetos morales todas las personas son iguales y, tienen, por lo tanto, los mismos derechos y deberes. Esta idea de la persona en cuanto sujeto moral se expresará de manera diferente en las distintas doctrinas filosóficas. En la metáfora del “contrato social”, la racionalidad y la libertad caracterizan a los miembros que lo acuerdan, la vigencia universalizable de la ley exige la igualdad de esos sujetos.
La idea de la persona moral autónoma tuvo su expresión más rigurosa en la filosofía de Kant, pero tuvo sus continuadores en los dos siglos posteriores. En la época contemporánea, consideramos actualmente a John Rawls como principal exponente de una idea de la justicia en la línea liberal. Hasta aquí la teoría liberal, basada en el individualismo.
Pero, frente al liberalismo puede presentarse otra corriente filosófica que obedece a antiguas voces. Así en la filosofía contemporánea actual, Alasdair MacIntyre, recupera ideas de la tradición aristotélica. La elección y persecución del bien es lo que determina a la persona moral. Y el bien está ligado al fin (telos). “Llamar a x bueno… es decir que es la clase de x que escogería cualquier que necesitara un x para el propósito que busca característicamente en los x”. Es el concepto de la vida humana completa, concebida como una unidad, el que presenta identidad y sentido a la persona, en cuanto sujeto capaz de ejercer virtudes. Pero el hombre es un ente social y su fin no puede separarse de los papeles que desempeña en su comunidad. “Lo que sea bueno para mí debe ser bueno para quien habite esos papeles. Como tal, heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral. Confieren en parte a mi propia particularidad moral”.
Ante esta concepción de la persona concreta, en sociedad, identificable por su noción del bien y por los fines que hace suyos, ligada a su papel en su comunidad, la idea de un sujeto puro, de elección, como el kantiano, anterior a sus fines y abstraído de su situación social aparece como la de un ente vacio. Al tratar de cernir al sujeto moral se le despoja de todas las características que lo constituyen. La concepción de Rawls, quien sigue la concepción kantiana, es un ejemplo de la estrategia para concebir los principios universales que eligiría un sujeto imparcial mediante la abstracción de lo que constituye un sujeto real, individual, con la elección de sus propios fines y valores. Ese sujeto es el “hombre sin atributos” intercambiable por cualquier otro, para ser un sujeto universal, ha perdido su identidad.
Sin embargo, como indica MacIntyre, frente al individualismo del liberalismo puede oponerse otra concepción que tendría su antecedente lejano en la tradición aristotélica. Es justamente en esa tradición en la que podemos encontrar las concepciones contrarias al liberalismo, a saber, el comunitarismo y el republicanismo.
Estas dos ideas de la persona moral dan lugar a dos concepciones que subrayan uno u otro sentido de la justicia. La primera privilegia la justicia como igualdad, la que no hace distinción entre las personas, pues todas están revestidas de la misma dignidad y tienen los mismo derechos. La segunda destaca la justicia como reconocimiento de la identidad de cada quien, pues las personas son insustituibles y cada una tiene necesidades diferentes, que deben ser atendidas.
Ambas ideas de la justicia pueden aducirse para justificar, en la práctica, sendos programas políticos. La justicia como igualdad exige el trato imparcial, bajo la ley, a todos los grupos e individuos, a todos les son debidos los mismos derechos y obligaciones, sin aceptar ninguna situación privilegiada. Por ello fué ideal ético de las luchas contra el antiguo régimen, un arma ideológica radical en la destrucción de una sociedad basada en jerarquías sociales y privilegios, y es todavía presupuesto de la democracia liberal moderna. La justicia como reconocimiento de las identidades exige, en cambio, el respeto de las diferencias y la atención a las desigualdades reales que necesitan ser reparadas. Por eso ha sido reivindicación de grupos excluidos del consenso imperante y es actualmente una justificación ética de los movimientos de grupos marginados, que reivindican sus derechos particulares frente a una igualdad legal que los ignora. Una y otra noción de la justicia obliga a políticas distintas. “Con la política de la igual dignidad de todos- escribe Charles Taylor-, se establece lo que se supone que es universalmente lo mismo, una canasta idéntica de derechos e inmunidades, con la política de la diferencia, lo que nos pide reconocer es la indentidad única de este individuo o grupo, su carácter distintivo de cualquier otro”.
Se trata, en suma, de dos concepciones del sujeto moral y político. Habría que ir más allá de esas dos concepciones del sujeto moral: la de un sujeto puro, abstracto, universalizable, en la tradición kantiana y la de una persona situada, que sigue sus propios fines en una sociedad, en el republicanismo y el comunitarismo. En el debate actual sobre la justicia, subyace una nueva forma de oposición entre dos concepciones sobre la manera en que los individuos pertenecen al todo social.
Subrayemos sus diferencias entre esas dos concepciones:
La concepción liberal, en sus variadas versiones, puede caracterizarse por la siguientes notas:
1. La persona individual es el único agente moral. En realidad, sólo él existe como sujeto independiente.
La sociedad se explica por los individuos. Es el resultado de su acción concertada. Los individuos se conciben como previos a la sociedad, en el “estado de naturaleza”. Por sus acciones recíprocas originan la sociedad y, por un convenio libre, el Estado. La libertad individual se pone límites a sí misma por el convenio que crea la sociedad política.
1. Si el individuo es el origen de la sociedad política, también es su fin. La sociedad es un medio para la realización de la persona. Por ello ningún fin colectivo puede sobreponerse a la libertad del individuo.
2. La sociedad política cumple ese fin al garantizar los derechos básicos, condición de la libertad. Estos son inviolables por la sociedad.
3. El espacio público ofrece un ámbito para la actuación de las libertades individuales. Es, por lo tanto, el lugar de la competencia entre individuos y grupos de personas.
4. La competencia debe darse en el marco de la tolerancia y del respeto a los derechos básicos, lo que permite la cooperación en beneficio mutuo.
Las concepciones comunitarias, en sus distintas versiones, presentarían, en cambio, notas contrarias. En un exceso de concisión, podríamos resumirlas en las siguientes:
1. La sociedad preexiste al individuo. El individuo nace y transcurre en el marco de un horizonte social que lo antecede. La persona moral lo presupone. Hay un sujeto colectivo, histórico, al que pertenece el individuo.
2. La sociedad explica características del individuo, éste no puede concebirse previo a la sociedad. Por lo tanto, la sociedad no surge de un contrato entre individuos. Hay un convenio tácito, previo, que precede a toda persona individual.
3. Los fines del individuo se realizan en la comunidad. El fin personal incluye la persecución de un bien común. Por eso, el fin de la comunidad es el bien común en el que se realiza el bien de los individuos.
4. Junto a los derechos individuales existen derechos colectivos, condición de la realización de bienes comunes.
5. En la comunidad, la competencia entre individuos debe remplazarse por la persecución de un fin propio de todos.
6. En la comunidad, la solidaridad va más allá de la tolerancia recíproca. No hay justicia plena sin solidaridad.
Hay así dos concepciones de una democracia. Porque la concepción de la democracia de tipo liberal no es la única. Hay otra especie de democracia que muchos juzgamos superior: la democracia comunitaria o republicana.
La oposición entre estas posturas (la liberal y la republicana y comunitaria) no sólo tiene consecuencias teóricas sino que puede repercutir también en programas políticos.
El liberalismo, en filosofía y en política, es una expresión de individualismo moderno. El republicanismo y comunitarismo, expresan el proyecto futuro de una posible comunidad renovada. Una y otra postura teórica tienen consecuencias efectivas en el derecho.
Fuente: Revista electrónica Desinformémonos, número 15, enero de 2011.
¿Cuál democracia? Porque podría haber dos tipos de democracia: la democracia “liberal” y la que algunos autores llamarían democracia “republicana” o “comunitaria”. Una y otra podrían juzgarse por sus resultados.
La democracia liberal, expresión del capitalismo, moderno actual, es la que ha causado los males que padece la actualidad, como declaran tres filósofos occidentales: Jurgen Habermas, David Held y Will Kimlicka. La “globalización capitalista” – señalan- ha conducido a Occidente a una explotación inicua de los trabajadores”, a “amenazas sobre el medio ambiente natural” y a “injusticias globales” en una “sociedad mal estructurada”. Ante estos males se suele reaccionar – prosiguen los autores- “con el refugio en las tradiciones que conducen a la intolerancia y al fundamentalismo religioso”.
Su opinión, correcta en lo que se refiere a los males causados por el capitalismo occidental. ¿Pero lo es también en su remedio? No. Creo que éste es totalmente insuficiente. No bastarían las buenas intenciones como tal vez piensan los tres autores para lograr este nuevo orden basado en los derechos humanos universales cuyo cumplimiento se ha visto tantas veces conculcado.
¿No es ingenuo pensar que, frente a los males del capitalismo mundial que señalan los autores, bastaría apelar a los derechos universales del hombre? La vigencia de los derechos apela a la voluntad; ignora, en cambio, las causas reales, económicas y sociales que imposibilitan la realización de esos derechos en todas las sociedades.
Frente a los males del capitalismo, me parece que el único remedio sería caminar hacia un orden diferente, y aún opuesto, al capitalismo mundial.
Porque la hegemonía del capitalismo se ha acompañado de efectos nada deseables, tales como la depredación de la naturaleza por la tecnología, la primacía de una razón instrumental frente a la ciencia teórica y, en el orden social y político, el individualismo egoísta contra la primacía del bien común.
¿Cuál podría ser la alternativa? Cualquiera que fuere tendría que ser una que eliminara o, al menos, aminorara los males causados por el capitalismo moderno.
“Democracia” etimológicamente significa “poder del pueblo” pero hay dos tipos del poder real del pueblo que responderían a dos espacios diferentes del poder del pueblo: la que podemos denominar democracia “liberal” y la democracia “republicana”.
La democracia “comunitaria” o “republicana”, no existe en la mayoría de los países occidentales modernos pero tiene antecedentes en algunos autores renacentistas italianos quienes, a su vez, tratan de revivir el espíritu que atribuyen a la república romana. En Rousseau podemos encontrar fundamentos de esa doctrina, que se desarrolla sólo en las primeras etapas de las revoluciones democráticas, la norteamericana (en su corriente antifederalista) y la francesa (en el partido jacobino). La democracia republicana presenta rasgos comunes con la democracia comunitaria.
Las primeras ideas republicanas trataban de mantener o recuperar la vida de comunidades pequeñas de carácter agrario. Recordemos la defensa, tanto de Thomas Jefferson como de John Adams, de una organización agraria de la economía opuesta a la industralización, por ser garante, en su opinión, de preservar la pureza y la simplicidad propias de las virtudes republicanas o comunitarias.
En la Revolución francesa, Hannah Arendt ha destacado la idealización de la vida comunitaria del campo francés, que subyace en la ideología de Robespierre y el club de los jacobinos.
Ligada a esta remisión a las comunidades locales se encuentra, también en los inicios del republicanismo, la idea del necesario control de los gobernantes por el pueblo real. El gobierno mixto, con control popular, que propone Maquiavelo, autor de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pretende restaurar la vigilancia popular que él cree ver en la antigua república romana. La rotación en los cargos públicos y la posibilidad de revocación de los mandatos se manejaron en la tradición comunitaria inglesa como procedimientos para evitar la consolidación de un estrato de poder sobre los ciudadanos y propiciar una democracia directa. Algunos estados norteamericanos llegaron a consignar medidas semejantes en sus constituciones, la más notable la de Virginia, de Jefferson. Los epígonos de Rousseau, en sus críticas a la democracia puramente representativa, tomaron una dirección semejante.
Desde sus inicios, la mentalidad republicana difiere de la liberal en subordinar los intereses personales al interés del todo social. El historiador de la revolución de independencia norteamericana, George Wood, destaca en el republicanismo el siguiente rasgo: “El sacrificio de los intereses individuales en beneficio del bien mayor de la totalidad -escribe- constituyó la esencia del republicanismo, viniendo a representar para los norteamericanos, el objetivo idealista de su revolución”.
Así, frente a la democracia de corte liberal, que es la que se supone que existe en nuestros países, habría otro tipo de democracia. Varios autores la llamarían “democracia republicana o comunitaria”. Esta sería una forma de democracia diferente a la democracia liberal que se supone existe en los países desarrollados modernos.
Se trataría, por lo tanto, de una alternativa que puede justificar posiciones políticas distintas. En ese sentido, me parece correcta la formulación de MacIntyre: “la oposición moral fundamental es la que se da entre el individualismo liberal, en una u otra versión, y la tradición aristotélica, en una u otra versión”.
En efecto, como indica MacIntyre, frente al individualismo del liberalismo puede oponerse otra concepción que tendría su antecedente lejano en la tradición aristotélica. Es justamente en esa tradición en la que podemos encontrar las concepciones contrarias al liberalismo, a saber, el comunitarismo y el republicanismo.
Ahora bien, esa confrontación entre el liberalismo y las concepciones que se le oponen, podría resumirse en dos ideas distintas sobre el sujeto moral y su relación con las normas.
El concepto de la personal moral, en su relación con el orden normativo, es distinto en uno y otro modelo teórico, el liberal y el comunitario. En la concepción liberal, el sujeto moral debe ser un agente libre no coaccionado, que debe estar voluntariamente sujeto a reglas en cuya formulación no haya participado, su principal característica es la autonomía. En cuanto sujetos morales todas las personas son iguales y, tienen, por lo tanto, los mismos derechos y deberes. Esta idea de la persona en cuanto sujeto moral se expresará de manera diferente en las distintas doctrinas filosóficas. En la metáfora del “contrato social”, la racionalidad y la libertad caracterizan a los miembros que lo acuerdan, la vigencia universalizable de la ley exige la igualdad de esos sujetos.
La idea de la persona moral autónoma tuvo su expresión más rigurosa en la filosofía de Kant, pero tuvo sus continuadores en los dos siglos posteriores. En la época contemporánea, consideramos actualmente a John Rawls como principal exponente de una idea de la justicia en la línea liberal. Hasta aquí la teoría liberal, basada en el individualismo.
Pero, frente al liberalismo puede presentarse otra corriente filosófica que obedece a antiguas voces. Así en la filosofía contemporánea actual, Alasdair MacIntyre, recupera ideas de la tradición aristotélica. La elección y persecución del bien es lo que determina a la persona moral. Y el bien está ligado al fin (telos). “Llamar a x bueno… es decir que es la clase de x que escogería cualquier que necesitara un x para el propósito que busca característicamente en los x”. Es el concepto de la vida humana completa, concebida como una unidad, el que presenta identidad y sentido a la persona, en cuanto sujeto capaz de ejercer virtudes. Pero el hombre es un ente social y su fin no puede separarse de los papeles que desempeña en su comunidad. “Lo que sea bueno para mí debe ser bueno para quien habite esos papeles. Como tal, heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral. Confieren en parte a mi propia particularidad moral”.
Ante esta concepción de la persona concreta, en sociedad, identificable por su noción del bien y por los fines que hace suyos, ligada a su papel en su comunidad, la idea de un sujeto puro, de elección, como el kantiano, anterior a sus fines y abstraído de su situación social aparece como la de un ente vacio. Al tratar de cernir al sujeto moral se le despoja de todas las características que lo constituyen. La concepción de Rawls, quien sigue la concepción kantiana, es un ejemplo de la estrategia para concebir los principios universales que eligiría un sujeto imparcial mediante la abstracción de lo que constituye un sujeto real, individual, con la elección de sus propios fines y valores. Ese sujeto es el “hombre sin atributos” intercambiable por cualquier otro, para ser un sujeto universal, ha perdido su identidad.
Sin embargo, como indica MacIntyre, frente al individualismo del liberalismo puede oponerse otra concepción que tendría su antecedente lejano en la tradición aristotélica. Es justamente en esa tradición en la que podemos encontrar las concepciones contrarias al liberalismo, a saber, el comunitarismo y el republicanismo.
Estas dos ideas de la persona moral dan lugar a dos concepciones que subrayan uno u otro sentido de la justicia. La primera privilegia la justicia como igualdad, la que no hace distinción entre las personas, pues todas están revestidas de la misma dignidad y tienen los mismo derechos. La segunda destaca la justicia como reconocimiento de la identidad de cada quien, pues las personas son insustituibles y cada una tiene necesidades diferentes, que deben ser atendidas.
Ambas ideas de la justicia pueden aducirse para justificar, en la práctica, sendos programas políticos. La justicia como igualdad exige el trato imparcial, bajo la ley, a todos los grupos e individuos, a todos les son debidos los mismos derechos y obligaciones, sin aceptar ninguna situación privilegiada. Por ello fué ideal ético de las luchas contra el antiguo régimen, un arma ideológica radical en la destrucción de una sociedad basada en jerarquías sociales y privilegios, y es todavía presupuesto de la democracia liberal moderna. La justicia como reconocimiento de las identidades exige, en cambio, el respeto de las diferencias y la atención a las desigualdades reales que necesitan ser reparadas. Por eso ha sido reivindicación de grupos excluidos del consenso imperante y es actualmente una justificación ética de los movimientos de grupos marginados, que reivindican sus derechos particulares frente a una igualdad legal que los ignora. Una y otra noción de la justicia obliga a políticas distintas. “Con la política de la igual dignidad de todos- escribe Charles Taylor-, se establece lo que se supone que es universalmente lo mismo, una canasta idéntica de derechos e inmunidades, con la política de la diferencia, lo que nos pide reconocer es la indentidad única de este individuo o grupo, su carácter distintivo de cualquier otro”.
Se trata, en suma, de dos concepciones del sujeto moral y político. Habría que ir más allá de esas dos concepciones del sujeto moral: la de un sujeto puro, abstracto, universalizable, en la tradición kantiana y la de una persona situada, que sigue sus propios fines en una sociedad, en el republicanismo y el comunitarismo. En el debate actual sobre la justicia, subyace una nueva forma de oposición entre dos concepciones sobre la manera en que los individuos pertenecen al todo social.
Subrayemos sus diferencias entre esas dos concepciones:
La concepción liberal, en sus variadas versiones, puede caracterizarse por la siguientes notas:
1. La persona individual es el único agente moral. En realidad, sólo él existe como sujeto independiente.
La sociedad se explica por los individuos. Es el resultado de su acción concertada. Los individuos se conciben como previos a la sociedad, en el “estado de naturaleza”. Por sus acciones recíprocas originan la sociedad y, por un convenio libre, el Estado. La libertad individual se pone límites a sí misma por el convenio que crea la sociedad política.
1. Si el individuo es el origen de la sociedad política, también es su fin. La sociedad es un medio para la realización de la persona. Por ello ningún fin colectivo puede sobreponerse a la libertad del individuo.
2. La sociedad política cumple ese fin al garantizar los derechos básicos, condición de la libertad. Estos son inviolables por la sociedad.
3. El espacio público ofrece un ámbito para la actuación de las libertades individuales. Es, por lo tanto, el lugar de la competencia entre individuos y grupos de personas.
4. La competencia debe darse en el marco de la tolerancia y del respeto a los derechos básicos, lo que permite la cooperación en beneficio mutuo.
Las concepciones comunitarias, en sus distintas versiones, presentarían, en cambio, notas contrarias. En un exceso de concisión, podríamos resumirlas en las siguientes:
1. La sociedad preexiste al individuo. El individuo nace y transcurre en el marco de un horizonte social que lo antecede. La persona moral lo presupone. Hay un sujeto colectivo, histórico, al que pertenece el individuo.
2. La sociedad explica características del individuo, éste no puede concebirse previo a la sociedad. Por lo tanto, la sociedad no surge de un contrato entre individuos. Hay un convenio tácito, previo, que precede a toda persona individual.
3. Los fines del individuo se realizan en la comunidad. El fin personal incluye la persecución de un bien común. Por eso, el fin de la comunidad es el bien común en el que se realiza el bien de los individuos.
4. Junto a los derechos individuales existen derechos colectivos, condición de la realización de bienes comunes.
5. En la comunidad, la competencia entre individuos debe remplazarse por la persecución de un fin propio de todos.
6. En la comunidad, la solidaridad va más allá de la tolerancia recíproca. No hay justicia plena sin solidaridad.
Hay así dos concepciones de una democracia. Porque la concepción de la democracia de tipo liberal no es la única. Hay otra especie de democracia que muchos juzgamos superior: la democracia comunitaria o republicana.
La oposición entre estas posturas (la liberal y la republicana y comunitaria) no sólo tiene consecuencias teóricas sino que puede repercutir también en programas políticos.
El liberalismo, en filosofía y en política, es una expresión de individualismo moderno. El republicanismo y comunitarismo, expresan el proyecto futuro de una posible comunidad renovada. Una y otra postura teórica tienen consecuencias efectivas en el derecho.
Fuente: Revista electrónica Desinformémonos, número 15, enero de 2011.
03 enero, 2011
Ronald Dworkin: 'Justice for Hedgehogs'
En Justice for Hedgehogs (Cambridge: Havard University Press, 2011, pp. 506), Ronald Dworkin defiende la unidad del valor y se opone a "varias causas engañosas": el escepticismo sobre el valor, el pluralismo de los valores, el conflicto de valores y, en particular, la supuesta oposición entre los valores del interés propio y los de la moral personal y política. Dworkin defiende una integración de la ética (los principios que le dicen a los hombres cómo vivir bien) y la moral (los principios que les diga cómo deben tratar a los demás), y así como una moral de autoafirmación frente a una moral de la auto-abnegación. De este modo, desarrolla las condiciones indispensables de una vida buena --dignidad, autoestima y autenticidad-- y de nuestros deberes morales hacia los otros. También sostiene que el derecho es una rama de la moral política que es a su vez una de la moral en sentido amplio.
Aquí la conferencia del autor ('Keynote Address'), que inaugurara el simposio dedicado a Justice for Hedgehogs, organizado en septiembre de 2009 por la Boston University School of Law.
Aquí la conferencia del autor ('Keynote Address'), que inaugurara el simposio dedicado a Justice for Hedgehogs, organizado en septiembre de 2009 por la Boston University School of Law.
01 enero, 2011
Julio Boltvinik: Homenaje a G. A. Cohen (1929-2009) / I-V
I
Me enteré de la muerte de este gran filósofo muchos meses después de que ocurriera y me dolió mucho a pesar de que mi contacto con su obra intelectual (casi) se limitaba a su lúcida crítica del enfoque de capabilities de Amartya Sen (1), ya que su obra alrededor del pensamiento de Marx (casi) no la había leído. Aunque tenía su gran obra de ‘juventud’, publicada en 1978: La teoría de la historia de Marx. Una defensa (2) que ha sido considerada como la insignia del marxismo analítico, había leído solamente, con gran asombro y admiración, el primer capítulo titulado 'Imágenes de la historia en Hegel y Marx'. Al enterarme de su muerte hace unos seis meses adquirí algunos de sus otros libros y los he estado leyendo con avidez, aumentando mi admiración por su gran capacidad y rigor analíticos. En la introducción a la nueva edición de esta obra juvenil explica qué es el marxismo analítico y cómo él ingresó en esta corriente. Señala (p. xvii):
La operación decisiva que creó el marxismo analítico fue el rechazo de la pretensión de que el marxismo posee valiosos métodos intelectuales propios, lo que permitió la apropiación de una rica corriente metodológica que éste, en su detrimento, había rehuido.
Éste es un asunto central y que merece un tratamiento detallado que dejo para futuras entregas. Debo adelantar que mi admiración por Cohen no evita que tenga fuertes desacuerdos con él incluso en temas centrales. Hoy me interesa presentar a este gran filósofo. Empecemos por algunos extractos autobiográficos:
Me considero muy judío, pero no creo en el Dios del Antiguo Testamento. Fui criado tanto para ser judío como para ser anti-religioso y sigo siendo muy judío y bastante ateo. Mi madre estaba orgullosa de haberse vuelto proletaria en Montreal después de haber nacido en una familia burguesa de Ucrania. Mi padre, obrero también, pertenecía a una organización judía anti-religiosa, anti-sionista y fuertemente pro-soviética. Mi primera escuela, manejada por esta organización, era muy política y anti-religiosa. En las tardes el lenguaje de instrucción era el yidish. Judíos y judías izquierdistas nos enseñaban historia judía (y de otros pueblos) y la lengua y la literatura yidish. Incluso cuando narraban historias del Antiguo Testamento las impregnaban de marxismo vernacular. Una de las materias en yidish era Historia de la Lucha de Clases. Cuando los estadunidenses matan vietnamitas, los soviéticos siegan checos, los serbios asesinan bosnios, me siento enojado, frustrado y triste. Pero cuando los israelíes destruyen casas y matan hombres, mujeres y niños en los territorios ocupados, hay sangre en mis propias manos y lloro con vergüenza. ¿Por qué me siento tan judío? Parte de la respuesta es que la tradición judía fue bombeada en mi alma en la infancia. Pero otra razón es el anti-semitismo. Sartre exageró cuando dijo que es el antisemita el que crea al judío. ¿Pero quién podría negar que el antisemita refuerza el sentimiento judío en el judío? (If you’re an Egalitarian, How Come You’re so Rich?, Harvard University Press, 2000, pp. 20-34.)
Cohen escribió varios libros. Su último gran libro tiene una importancia, y es de una complejidad, similar al primero: Rescuing Justice and Equality (Harvard University Press, 2008). Como buen marxista (creo que lo fue a pesar de sus propias dudas y las de muchos), Cohen trata de explicar por qué en la última etapa de su vida (lo que se refleja en este libro) abordó temas de filosofía moral y política que los marxistas solían desdeñar. Empieza con una anécdota. Viaja en 1964 a Checoslovaquia a casa de su tía paterna, cuyo esposo (Norman Freed) era editor de World Marxist Review. Una noche, dice, plantee la pregunta sobre la relación entre, por un lado la justicia y los valores morales, y del otro la práctica política comunista. Su tío político le respondió sardónicamente No me hables de moralidad. No estoy interesado en la moral. Cohen explica que esto significaba que la moralidad es puro cuento. Ante la insistencia de Cohen que dijo que lo que Freed hacía reflejaba un compromiso moral, éste contestó: No tiene nada que ver con moral. Estoy luchando por mi clase. En su desprecio de la moralidad, el tío Norman estaba expresando, en forma vernacular, una venerable, profunda y desastrosamente engañosa auto-concepción marxista, dice Cohen. La razón más importante de la exclusión de las cuestiones morales es que el marxismo se presentaba a sí mismo, ante sí mismo, como la conciencia de la lucha en el mundo, y no como un conjunto de ideales propuestos al mundo para que se ajustara a ellos. El marxismo, explica, en contraposición con el socialismo utópico era científico: se basaba en los duros hechos históricos y en el duro análisis económico. Esa auto-descripción era en parte una bravata, añade, porque los valores de igualdad, comunidad y autorrealización humana eran sin duda parte integral de la estructura de creencias marxistas. Pero los marxistas no examinaban los principios de igualdad, o de hecho ningún otro valor o principio. En cambio, señala, dedicaron su energía intelectual al duro caparazón factual que rodeaba dichos valores, a las audaces tesis explicativas de la historia y del capitalismo. (Ibíd. pp.101-103). Cohen continúa:
Pero ahora el marxismo ha perdido la mayor parte de su caparazón, su dura concha de supuestos hechos. Casi nadie lo defiende en la academia. En la medida en la que el marxismo esté vivo todavía –y se puede decir que una suerte de marxismo está vivo en, por ejemplo, el trabajo de académicos como Roemer en EU y Van Parijs en Bélgica– se presenta a sí mismo como un conjunto de valores y un conjunto de diseños para realizar dichos valores. Es ahora, por tanto, mucho menos diferente del socialismo utópico de lo que alguna vez pudo anunciar que era. Su concha está cuarteada y se derrumba, su débil panza ha quedado expuesta (p.103).
Cohen describe cómo ha ocurrido la pérdida del caparazón factual relacionado con la igualdad. En el pasado actuaban dos tendencias irresistibles que juntas garantizaban un futuro de igualdad material. Por una parte la ampliación de una clase social organizada (convertida en mayoría), cuya ubicación social, en el lado perjudicado por la desigualdad, la dirigía en su lucha a favor de la igualdad. Por el otro, el desarrollo de las fuerzas productivas llevaría a un mundo en que todos podríamos tener todo lo que quisiéramos, lo que haría desaparecer la desigualdad. Cohen dice que esto segundo ya no es cierto porque el planeta se ha rebelado y ha puesto límites naturales a lo que puede producirse. Por otra parte, el proletariado está dejando de ser lo que era: la mayoría explotada y carenciada de la población, lo que llevaba a que la doctrina del derecho del trabajador al fruto de su trabajo y la doctrina igualitaria, coincidieran. Pero los explotados y los carenciados han dejado de ser los mismos y han dejado de ser mayoría (incluso en el tercer mundo, donde predomina el ejército industrial de reserva). Por ello, los valores socialistas han dejado de tener un amarre en la estructura social capitalista y, por tanto, los temas de filosofía política y moral se han vuelto ahora importantes para el marxismo. Por ello Cohen se ocupa de ellos. Sin embargo, la desigualdad mundial es brutal y está aumentando.
NOTAS
1. Cuando edité dos números temáticos sobre pobreza en 2003 de la extinta revista Comercio Exterior (volumen 53, números 5 y 6, de mayo y junio) incluí extractos de su ensayo '¿Igualdad de qué?' Sobre el bienestar, los bienes y las capacidades, en el cual hace pedazos el enfoque de Sen y propone una ruta para reconstruirlo. Este material lo he utilizado, durante muchos años, en mis cursos sobre pobreza en El Colegio de México.
2. Hasta donde estoy enterado, no hay edición en español. La edición que cito es Karl Marx’s Theory History. A Defence, Clarendon Press, Oxford, 2000.
II
Aunque se trata de un pequeño libro de bolsillo (Why not socialism?, Princeton University Press, 2009, 83 pp.), el último que publicó en vida, y aunque en 2001 había ya publicado un ensayo con el mismo nombre, del cual el volumen es una versión modificada, simbólicamente es muy interesante que su último tomo sea sobre el socialismo, cerrando así el círculo iniciado en su primer libro que, como comenté en la entrega anterior fue La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa. Varios amigos y lectores me escribieron para informarme que sí existe una edición en español (publicada en España), pero no he podido encontrarla en Internet. El socialismo ¿por qué no? comprende cinco capítulos. En el primero Cohen muestra que en los viajes de campamento (campamento de aquí en adelante) casi todos preferimos una forma de vida socialista. En el segundo hace explícitos los principios de igualdad y comunidad que prevalecen en él. En el tercero plantea si esos principios llevados a escala social, hacen deseable el socialismo. En el cuarto, si el socialismo es viable. El libro termina con una pequeña coda.
Cuando vamos de campamento no hay jerarquías entre nosotros y nuestro propósito común es pasarla bien. Las instalaciones y equipos de que disponemos (aunque algunos sean privados) están bajo control colectivo. Hay alguna forma de división del trabajo. En estos contextos, la mayor parte de las personas, incluso la mayor parte de los anti-igualitaristas aceptan y dan por sentadas normas de igualdad y reciprocidad, dice Cohen. Añade que, aunque podríamos imaginar un campamento basado en reglas de mercado, la mayor parte de la gente lo repudiaría, lo que ejemplifica con eventos hipotéticos: a) Harry es muy bueno pescando, pero exige, por su contribución, comer sólo del mejor pescado. Los demás reaccionan airadamente y le señalan que no tienen por qué compensar la buena fortuna que lo hizo buen pescador. B) Sylvia encuentra un manzano y solicita ser recompensada con menos trabajo o más espacio en la tienda de campaña. Los demás rechazan su actitud. Cohen añade otros dos ejemplos similares. En todos ellos, los demás rechazan y se burlan de la codicia de los involucrados. Se pregunta entonces si no es la forma socialista obviamente la mejor para organizar un campamento.
Los principios que según Cohen prevalecen en el campamento son los de igualdad radical (o socialista) de oportunidades y el de comunidad. El segundo restringe la operación del primero que tolera algunas desigualdades de resultado. Distingue tres tipos de igualdad de oportunidades: a) La igualdad burguesa de oportunidades que caracteriza (al menos en las aspiraciones) a la era liberal: elimina restricciones socialmente construidas (formales e informales) de status, como el de ser siervo, negro o, podríamos añadir, mujer. b) Igualdad liberal de izquierda que elimina, además de los anteriores, los obstáculos de las circunstancias sociales de nacimiento y crianza de los individuos que los sitúan en desventaja (no elegida). Un ejemplo de políticas para crear este tipo de igualdad, son las orientadas a compensar, desde temprana edad, a los niños en condiciones carenciadas. c) Igualdad socialista de oportunidades, corrige además de las anteriores, las desventajas innatas de los individuos que, como las anteriores, no fueron elegidas por ellos. Por ello, si prevalece esta forma de igualdad de oportunidades, las diferencias de resultado reflejarán solamente, dice, diferencias de gusto y elección (especialmente entre trabajo y ocio) que no constituyen desigualdades porque suponen un disfrute similar de la vida.
Sin embargo, más adelante añade un largo e interesante pasaje, que parece contradecir lo que acaba de señalar, y en el cual explica que hay tres formas de desigualdad consistentes con el principio de igualdad socialista de oportunidades. El primer tipo es el que había referido antes, sólo refleja diferencias de gusto/elección, y no es problemático. El segundo es lo que llama elección lamentable en las que por descuido o poco esfuerzo se llega a una situación de desventaja y el individuo se arrepiente de sus elecciones previas. Cohen piensa que esta forma de desigualdad generaría, por sí misma, relativamente poca desigualdad. La verdaderamente preocupante forma de desigualdad es la tercera, que refleja lo que los filósofos llaman suerte de opción. Aparte de la apuesta directa, de la cual el jugador no se arrepentiría, la más importante es el elemento de suerte de opción presente en las desigualdades de mercado que reflejan apuestas de dónde poner su dinero o su trabajo [....] Cohen enfatiza que, mientras uno puede abstenerse de hacer apuestas directas, uno no puede evadir las apuestas de mercado en una sociedad de mercado, pues el mercado, uno podría decir, es un casino del cual es difícil escapar, y las desigualdades que produce están contaminadas, por ello, con la injusticia. Aunque las desigualdades segunda y tercera no serían condenadas por la justicia, son, sin embargo, repugnantes para los socialistas cuando ocurren en una escala suficientemente grande, dice Cohen, pues contradicen el principio de comunidad. Por tanto, el principio socialista de igualdad de oportunidad tiene que ser suavizado por el de comunidad, si la sociedad ha de desplegar el carácter socialista que hace atractivo el campamento, añade.
Explica el sentido de comunidad que usa: comunidad es que a la gente le importen los otros, y si es necesario y posible, que cuide de ellos. Nuestro autor desarrolla en detalle las diferencias entre la reciprocidad comunitaria y la reciprocidad de mercado. La primera es un principio anti-mercantil de acuerdo con el cual yo te sirvo, no por lo que puedo obtener a cambio al hacerlo, sino porque tu necesitas o quieres mi servicio, y tu, por la misma razón me sirves a mí. En cambio, en el mercado el motivo inmediato de la actividad productiva es típicamente una mezcla de codicia y miedo, en proporciones que cambian con la posición de la persona en el mercado y el carácter personal. En el mercado, sirvo a otros ya para obtener algo de ellos que deseo –esa es la motivación de la codicia– o para asegurarme que algo que busco evitar sea evitado –esa es la motivación del miedo.
En la comunidad se niega el carácter instrumental de las relaciones de mercado. Se me ha agotado el espacio y los capítulos 3 y 4 y la coda del libro de Cohen son muy interesantes, por lo que dedicaré a ellos la siguiente entrega. Vaya como adelanto una frase ahí citada de una canción que Cohen cantaba en Yidish de niño en la escuela: Si nos consideráramos uno al otro un vecino, un amigo, un hermano, sería un mundo maravilloso, maravilloso.
III
En los capítulos 3 y 4 de Why not socialism? (Princeton University Press, 2009) Cohen pone a prueba los principios de igualdad socialista de oportunidades y comunidad, que derivó (capítulo 2) como los principios constitutivos del socialismo de la práctica de los viajes de campamento (en lo sucesivo, campamento), al enfrentarlos a las preguntas de si son deseables y viables a escala macrosocial y permanente. Muchos, señala, notarían los rasgos especiales del campamento para distinguirlo de la vida normal de la sociedad moderna, y dudarían sobre la deseabilidad y viabilidad de aplicar en ella los principios apuntados: se trata de una actividad recreativa en la que no hay grupos que compitan y en el que uno conoce personalmente a todos y en la cual no hay tensión entre las responsabilidades familiares y sociales. Cohen piensa que las diferencias apuntadas no minan la deseabilidad de la ampliación a escala social de los valores del campamento:
No pienso que la cooperación y la ausencia de egoísmo desplegada en el campamento sean adecuados sólo entre amigos o al interior de una pequeña comunidad. En la provisión mutua de una sociedad de mercado, uno es esencialmente indiferente del destino del agricultor cuyos alimentos come. Sigo encontrando atractivo el sentimiento de una canción de izquierda que aprendí en mi infancia y que comienza así: ‘Si nos consideráramos uno al otro un vecino, un amigo, un hermano, podría ser un mundo maravilloso, maravilloso.’
Pasando al asunto de la viabilidad del socialismo y contra la idea de que sólo en actividades recreativas se vuelven atractivos los principios del mismo, Cohen recuerda que en emergencias como una inundación o un incendio, la gente actúa con base en los principios del campamento. Los mexicanos recordamos con gran emoción la explosión de solidaridad, sentimiento que creíamos casi inexistente, después del sismo de 1985. La viabilidad del socialismo que discute Cohen no se refiere a si podemos llegar a él desde donde estamos ahora, si no a si el socialismo funcionaría y si sería estable. Cohen señala dos posibles razones por las cuales se puede pensar que el socialismo a escala social es inviable: 1) los límites de la naturaleza humana: seríamos insuficientemente generosos y cooperativos; y 2) incluso si la gente es, o puede volverse, en la cultura adecuada, suficientemente generoso, no sabemos cómo hacer (a través de estímulos y reglas apropiados) que la generosidad haga marchar las ruedas de la economía, en contraste con el egoísmo humano que sabemos conducir muy bien para tal fin. Cohen piensa que el principal problema del socialismo no es el egoísmo, sino que no sabemos cómo diseñar la maquinaria que lo haría funcionar, nuestra carencia de una tecnología organizacional adecuada; nuestro problema es de diseño. Después de todo, añade, propensiones egoístas y generosas residen en (¿casi?) todos y, en el mundo real, mucho depende de la generosidad o, para decirlo de manera más general y más negativa, de incentivos no mercantiles. Por ejemplo, no se necesitan señales de mercado para saber qué enfermedades curar o qué materias enseñar, sino que nos guiamos por una concepción de las necesidades humanas. Sin embargo, una vez que se trascienden los bienes que todos quieren porque están ligados a las necesidades, y nos ubicamos en la esfera de las mercancías opcionales, resulta más difícil saber qué producir y cómo producirlo sin las señales del mercado. Añade que muy pocos economistas socialistas estarían en desacuerdo con esta aseveración. Tengo la impresión de que Cohen, influido por economistas muy metidos en la corriente principal (ortodoxa) de esta disciplina, tenía una idea del funcionamiento de los mercados que se parece más a los modelos de competencia perfecta neoclásicos que a los mercados realmente existentes. Un mundo sin oligopolios y sin el tsunami de la publicidad, que terminan por crear la demanda para los bienes que ellos deciden producir. Un mundo en el que prevalece la soberanía del consumidor. Por ello afirma que las señales del mercado revelan lo que vale la pena producir (véase lo marcado en cursivas en la siguiente cita). En cambio, habla de los padecimientos de la planificación comprehensiva: “Sabemos que la planificación central, al menos como fue practicada en el pasado, es una mala receta para el éxito económico, al menos una vez que una sociedad se ha proveído a sí misma con los elementos esenciales de una economía moderna”. Compara el modelo ideal del mercado (y su supuesta eficiencia, véase gráfica que prueba que no es así) con la planificación realmente existente. Intenta combinar, por tanto, los principios socialistas con esta imagen del mercado:
A la luz de los padecimientos de la planificación comprehensiva, por un lado, y de la injusticia de los resultados de mercado y de la despreciable moral de las motivaciones mercantiles, por el otro, es natural preguntarse si sería viable mantener los beneficios de información que provee el mercado con respecto a lo que debe ser producido, mientras se eliminan sus presupuestos motivacionales y consecuencias distributivas. ¿Podemos tener la eficiencia de mercado en la producción, sin sus incentivos y su distribución de recompensas?
Hay maneras, dice, de introducir fuertes elementos de comunidad e igualdad en un sistema económico en el cual prevalece la elección basada en el interés egoísta: una, el Estado de Bienestar que saca fuera del mercado una gran parte de la provisión para las necesidades; otra, el socialismo de mercado. Se le llama socialismo porque elimina la división entre capital y trabajo: toda la población es la propietaria del capital de las empresas que, poseídas por los trabajadores o por el Estado, se enfrentan en mercados competitivos. Cohen es agudamente conciente de que el socialismo de mercado reduce sin eliminar el énfasis socialista en la igualdad económica. Y perjudica también la comunidad, pues en el mercado no hay reciprocidad comunitaria. No es un fan del socialismo de mercado:
El socialismo de mercado no satisface plenamente los estándares socialistas de justicia distributiva y, aunque lo hace mejor que el capitalismo, está en deficiencia porque hay injusticia en un sistema que confiere altas recompensas a las personas muy talentosas que organizan cooperativas altamente productivas. Es también un socialismo deficiente, porque el intercambio mercantil que se sitúa en su centro, actúa en contra del principio de comunidad... La historia del siglo XX estimula la idea que la manera más fácil de generar productividad en una sociedad moderna es alimentando los motivos de codicia y miedo. Pero no debemos nunca olvidar que codicia y miedo son motivos repugnantes. Los socialistas de viejo estilo con frecuencia ignoran, en su condena moral de la motivación mercantil, la justificación instrumental de la misma realizada por Adam Smith. Algunos súper-entusiásticos socialistas de mercado tienden, de manera opuesta, a olvidar que el mercado es intrínsecamente repugnante.
Y citando, en la Coda del libro, a Einstein remata su bello libro así:
Concuerdo con Albert Einstein que ‘el socialismo es el intento de la humanidad para ir más allá de la fase depredadora del desarrollo humano’. Todo mercado, incluso un mercado socialista, es un sistema de depredación. Nuestro intento de ir más allá de la depredación ha fallado hasta ahora. No creo que la conclusión correcta sea darse por vencido.
IV
La nueva edición en inglés (2000) de La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, de Gerald Alan Cohen (la original es de 1978), incluye una nueva introducción y cuatro capítulos añadidos al final. Hoy me referiré al capítulo 13 en el cual pone en duda la conclusión básica de su libro: la teoría de la historia de Marx es verdadera. (1) Así lo expresa:
(...) he llegado a preguntarme si la teoría que el libro defiende es verdadera. No creo ahora que el materialismo histórico sea falso, pero no estoy seguro cómo saber si es o no verdadero. Esto es opaco porque tenemos una concepción burda de qué tipo de evidencia lo confirmaría o lo rechazaría. Aunque traté en KMTH (así abrevia Cohen el título de la obra que hoy comento) de hacer la teoría más precisa y clarificar sus condiciones de confirmación, resultará evidente de los retos descritos en este capítulo que se requiere clarificación adicional. (p.341)
Contrástese esta visión del materialismo histórico como teoría científica sujeta a comprobación empírica, con la postura de György Márkus:
La teoría del progreso humano no es la ‘ciencia positiva’ de la historia. Sólo tiene sentido como un elemento del esfuerzo histórico práctico para darle a la historia humana el sentido de progreso, es decir, para crear condiciones bajo las cuales todos los individuos puedan participar de manera efectiva e igual en las decisiones que determinan cómo darle forma al marco social e institucional de sus vidas para vivir mejor, de acuerdo a sus propios valores y necesidades. ('Sobre la posibilidad de una teoría crítica', Desacatos, no. 23, p. 186)
Cohen advierte, acercándose a Márkus cuya obra, al parecer, no conoció (2), que “sus reservas sobre la teoría no debilitan su creencia de que es deseable y posible extinguir las relaciones sociales capitalistas y reorganizar la sociedad sobre una base justa y humanitaria”, puesto que la apreciación de los principales males del capitalismo no depende de tesis ambiciosas sobre el conjunto de la historia humana. Tampoco la posibilidad de establecer una sociedad sin explotación y acogedora de la plenitud humana, requiere ni quizás se derive, de dichas tesis.
Cohen identifica cuatro doctrinas, todas materialistas, formuladas por Marx que además tienen en común el énfasis en la actividad productiva: antropología filosófica, que concibe a los humanos como seres esencialmente creativos; teoría de la historia, en la cual el crecimiento de los poderes productivos es la fuerza que determina el cambio social; ciencia económica en la cual el valor es explicado en términos del tiempo de trabajo; y una visión de la sociedad futura: el bien supremo del comunismo es que permite un prodigioso florecimiento del talento humano.
Cohen sostiene que la antropología de Marx sufre severamente de unilateralidad: tiene un énfasis exclusivo en el lado creativo de la naturaleza humana [olvida Cohen el papel central de las necesidades en dicha antropología] pero desatiende la relación del sujeto consigo mismo y la relación con otros que es una forma mediada de relación con uno mismo. Dice que Marx (casi) dejó fuera la necesidad humana de auto-identificación o identidad y sus manifestaciones sociales. Argumenta que las agrupaciones humanas que no tienen carácter económico, como las comunidades religiosas y las naciones, son tan fuertes y durables en parte porque ofrecen satisfacción de la necesidad individual de auto-identificación. Al adherirse a colectividades tradicionales, añade, las personas tienen un sentido de quienes son. Cohen está pensando más en lo que Abraham Maslow llama necesidad de pertenencia que en la de identidad. Maslow dijo:
Solemos subestimar la profunda importancia del barrio, del territorio propio, del clan, de los nuestros, de nuestra clase, nuestra pandilla. Hemos olvidado nuestras profundas tendencias animales a la manada, a unirnos, a pertenecer. Cualquier sociedad buena debe satisfacer esta necesidad, de una u otra manera, si ha de sobrevivir y ser sana.
Por eso Cohen señala que “el interés en definirse o ubicarse uno mismo no es satisfecho por el desarrollo de los poderes humanos. E incluso cuando una persona gana en entendimiento de sí mismo a través de la actividad creativa, porque se reconoce a sí mismo en lo que ha hecho, entones típicamente se entiende a sí mismo como ser que posee un cierto tipo de capacidad, y no por ello es capaz de ubicarse a sí mismo como miembro de una comunidad”. La persona, añade, necesita saber quién es y como ello se conecta con otros; tiene que identificarse con alguna parte de la realidad social objetiva. Cohen introduce aquí dos advertencias: 1) no sostiene que haya una necesidad de religión o nacionalismo, sino que éstos han sido satisfactores históricos de la necesidad de identidad; 2) al hablar de la necesidad de entenderse a sí mismo, dice Cohen, quien al parecer reinterpreta así la necesidad de identidad, uso entendimiento en un sentido que incluye el falso entendimiento. Las formas más comunes de la religión y el nacionalismo constituyen medios inmaduros de satisfacción de la necesidad de identidad, apropiados para un estadio menos que plenamente civilizado del desarrollo humano. (3)
En cuanto a la visión del futuro, Cohen pone en duda tanto la idea de Marx de la desaparición de los roles (a los que veía como restricciones al desarrollo humano) en el comunismo, como el ideal del multilateralismo en el desarrollo de las capacidades. Marx insistía en que todos realizaran la gama plena de capacidades, pero Cohen, se pregunta, ¿qué tiene de malo que alguien se dedique a una o a pocas actividades y que queden muchos talentos de cada individuo sin desarrollar? Anota que hay una elección frecuente entre un modesto desarrollo de varias habilidades o el desarrollo virtuoso de una o pocas, y no hay base para afirmar la superioridad general de una opción. El pleno desarrollo no se sigue necesariamente del libre desarrollo. Termina el capítulo abordando la pregunta sobre si la unilateralidad de la antropología filosófica (a la que califica de falsa) es el origen de la falta de atención del materialismo histórico a los fenómenos del nacionalismo y las religiones, y la implicación que esto puede tener en la posible falsedad del materialismo histórico, pero el espacio se me ha agotado y no he podido criticar la limitada visión de Cohen de la antropología filosófica de Marx.
NOTAS
1. Hay una edición en español que traduce la obra original de 1978, de Siglo XXI Editores España (agradezco esta información a Paulette Dieterlen y a dos lectores). En inglés la obra es: Karl Marx’s Theory of History. A Defence, Clarendon Press, Oxford, 2000, 442 páginas. Como se aprecia, las dudas (véase adelante) surgieron en Cohen muy pronto.
2. Hacia el final del capítulo Cohen expresa su insuficiente dominio del concepto de esencia humana, lo cual corresponde con su desconocimiento de Marxismo y Antropología de György Márkus, sistematización única del concepto de esencia humana en Marx. Esto se refleja en su superficial tratamiento, como veremos, de la antropología filosófica de Marx.
3. Compárese con las siguientes ideas de Erich Fromm expresadas en Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea: “A escala de la humanidad, el grado en el cual el hombre se percata de sí mismo como un yo separado depende del grado en que haya salido del clan y del grado en el cual el proceso de individuación se haya desarrollado. El miembro de un clan primitivo podría expresar su sentido de identidad en la fórmula yo soy nosotros; él no puede concebirse a sí mismo como un individuo que existe independientemente de su grupo. A pesar de que el desarrollo de la cultura occidental se orientó en la dirección de crear las bases para la experiencia plena del individualismo, para la mayoría éste no ha sido más que una fachada detrás de la cual se esconde el fracaso en adquirir un sentido individual de identidad, que ha sido sustituido por nación, religión, clase y ocupación. En lugar de la identidad pre-individualista, se desarrolla una identidad gregaria, en la cual el sentido de identidad depende de una pertenencia incuestionable a la muchedumbre”.
V
En la entrega anterior (07/01/11) dejé pendiente la respuesta a la tesis de Cohen (expresada en el capítulo 13 de Teoría de la Historia de Karl Marx. Una Defensa, THKM) que la antropología filosófica de Marx es unilateral puesto que deja fuera la necesidad humana de identidad y, por tanto, resta importancia a fenómenos como el nacionalismo y la afiliación a grupos religiosos. Señalé, sin embargo, que Cohen no cita (por lo que supongo que no conoció) el libro de György Márkus Marxismo y Antropología (Grijalbo, 1973 y 1985) que contiene la sistematización plena (y única) de la antropología filosófica de Marx, cuyo examen (aunque sea parcial y sucinto) puede ayudar a discernir si Cohen tiene razón.
En primer lugar, Fromm ha señalado que la mayor parte de los individuos de las sociedades modernas son incapaces de asumir una identidad individual y se refugian en una forma modificada de la identidad del ser humano primitivo (yo soy nosotros): yo soy la muchedumbre (véase nota al pie Nº 3 de la entrega anterior). En segundo lugar, debo señalar que ni Marx ni Márkus formularon una lista o un esquema de necesidades humanas, por lo cual señalar la omisión de alguna de ellas y, sobre todo, convertir dicha omisión en algo que vuelve falsa la antropología filosófica de Marx, resulta desacertado y desproporcionado. Tampoco en el esquema de necesidades de Maslow se incluye la necesidad de identidad, pero sí la de pertenencia (grupal). En cambio en las concepciones de necesidades de Fromm y de Max Neef y coautores, la identidad o sentido de identidad es una necesidad explícita. (1) En tercer lugar, es necesario afirmar claramente que las personas necesitamos pertenecer a un grupo social pero que ello no necesariamente conlleva que nuestra identidad (que también, en mi opinión, es una necesidad universal) no pueda ser individualista-universalista. Maslow dice que las personas autorrealizadoras (las que han logrado realizar sus potencialidades centrales): “Se identifican con toda la humanidad. Tienen un profundo sentimiento de identificación, simpatía y afecto por los seres humanos en general, como si todos fuesen de una sola familia. Sin embargo, pocos los entienden: son como extranjeros dondequiera que vivan”. Nadie clasificaría como falsa la teoría de necesidades de Maslow por omitir la necesidad de identidad. A pesar de que Marx y Márkus no elaboran una lista de necesidades humanas, encontramos en la antropología filosófica del primero, sistematizada por el segundo, una serie de elementos que, en mi opinión, apuntan hacia la necesidad identidad grupal (cito juntando extractos no necesariamente literales de la obra de Márkus y los voy comentando entre corchetes):
Ante todo, el hombre es un ente genérico, esto es, un ser social y comunitario. (2) Esta descripción del ser humano como comunidad significa, por una parte, que el hombre no puede llevar una vida humana, no puede ser hombre como tal más que en su relación con los demás y a consecuencia de esa relación. Por otra parte, significa que el individuo no es individuo humano más que en la medida en que se apropia de las capacidades, las formas de conducta, las ideas, etcétera, originadas y producidas por los individuos que le han precedido o que coexisten con él, y las asimila (más o menos universalmente) a su vida y a su actividad. Así pues, el individuo humano concreto como tal es un producto en sí mismo histórico-social. La historia de un individuo singular, dice Marx, no se puede en modo alguno arrancar de la historia de los individuos precedentes y coetáneos, sino que está determinada por ésta (Ideología Alemana). La individualidad concreta específicamente humana no se origina sino a través de la participación activa en el mundo producido por el hombre, a través de una determinada apropiación de éste. [Hasta aquí queda claro que el hombre, independientemente de sus percepciones, está inserto objetivamente en la comunidad –y parcialmente determinado por ésta– y cambia al cambiar ésta]. Pero, por otra parte, las interrelaciones entre los individuos no son nunca relaciones naturales inmediatas, tienen siempre como presupuesto las de tráfico [intercambio] material y espiritual que encuentran dadas dichos individuos. La socialidad del hombre no se reduce al acto de producción. Marx atribuye una particular función en el proceso genético de la sociedad a la humanización de las relaciones naturales entre los sexos y entre las generaciones. La socialidad es un rasgo esencial del individuo entero y penetra en todas las formas de su actividad vital. [Por tanto, la socialidad es también un rasgo esencial de su conciencia, que incluye su sentido de pertenencia e identidad]. La vida colectiva, social, produce también nuevas necesidades individuales, ante todo la necesidad de trato humano. La producción adquiere carácter social en el sentido concreto que los individuos empiezan a producir los unos para los otros, sus productos se complementan recíprocamente, su trabajo se convierte en auténtico componente integrante de un trabajo total social, y los productos se convierten en producto común del trabajador colectivo. [Con la división ampliada del trabajo la comunidad o sociedad empieza a cambiar]. La actividad del individuo se hace objetivamente dependiente de la actividad de un ámbito de individuos cada vez más amplio; al mismo tiempo se constituyen para los individuos las condiciones históricas más elementales, en las cuales pueden apropiarse de las experiencias, el saber y la riqueza del mundo acumulados por la humanidad entera, y utilizarlos. Proceso en el cual el hombre deviene ente social universal. La historia de las hordas, las tribus y las etnias origina paulatinamente la historia universal, y el individuo mismo se convierte en un ente universal, en un ser histórico-universal. Esa ampliación del tráfico entre los hombres produce las condiciones de la autonomía del hombre individual respecto de su propio entorno y, sobre la base de esa autonomía, las condiciones del despliegue de la interioridad humana, de la individualidad humana real. El hombre no deviene realmente individuo, sino en el curso de la evolución histórica, precisamente porque a través del tráfico cada vez más universal, dicha evolución disuelve aquellas pequeñas comunidades. [Marx ve la posibilidad de un nuevo sentido de identidad, que rebasa al comunitario, al de la nación, similar a la de los autorrealizadores de Maslow antes citada]. En este sentido la universalización y la individualización del hombre son un proceso unitario, aunque esa unidad no se realice, durante toda una gigantesca época histórica, sino a través de contraposiciones (la universalización es en la era de la alienación la unidad de la individualización y la despersonalización).
La antropología filosófica marxista contiene todos los elementos, aunque no están explícitos, como se aprecia, para fundar la necesidad de identidad. Pero visualiza ésta en un sentido dinámico: de la identidad de la familia y el clan, pasando por la de la tribu y la nación, hasta llegar a la identidad de la especie, la identidad genérica. Creo que Cohen no apreció esta tendencia positiva a superar lo parroquial. En todo caso, podemos concederle a Cohen que Marx subestimó las resistencias y las dificultades que supone el tránsito del yo soy nosotros al “yo soy yo, miembro de la especie Homo sapiens, pero plenamente individualizado”.
NOTAS
1. En los capítulos 3, 4 y 5 de mi tesis doctoral (consultable en mi página web que anuncio al final de la entrega) se analizan las teorías de necesidades de Maslow, Fromm y Max Neef et al.
2. El término ser genérico aparece como species being (ser de la especie) en las traducciones al inglés de los manuscritos de 1844. Eso hace más claro su significado. En español, el sustantivo especie no admite adjetivo, ya que específico se usa en un sentido mucho más amplio.
Fuente: La Jornada,
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/17/index.php?section=opinion&article=034o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/24/index.php?section=opinion&article=024o1eco, http://www.jornada.unam.mx/2010/12/31/index.php?section=opinion&article=025o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/07/index.php?section=opinion&article=024o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/14/index.php?section=opinion&article=030o1eco
Me enteré de la muerte de este gran filósofo muchos meses después de que ocurriera y me dolió mucho a pesar de que mi contacto con su obra intelectual (casi) se limitaba a su lúcida crítica del enfoque de capabilities de Amartya Sen (1), ya que su obra alrededor del pensamiento de Marx (casi) no la había leído. Aunque tenía su gran obra de ‘juventud’, publicada en 1978: La teoría de la historia de Marx. Una defensa (2) que ha sido considerada como la insignia del marxismo analítico, había leído solamente, con gran asombro y admiración, el primer capítulo titulado 'Imágenes de la historia en Hegel y Marx'. Al enterarme de su muerte hace unos seis meses adquirí algunos de sus otros libros y los he estado leyendo con avidez, aumentando mi admiración por su gran capacidad y rigor analíticos. En la introducción a la nueva edición de esta obra juvenil explica qué es el marxismo analítico y cómo él ingresó en esta corriente. Señala (p. xvii):
La operación decisiva que creó el marxismo analítico fue el rechazo de la pretensión de que el marxismo posee valiosos métodos intelectuales propios, lo que permitió la apropiación de una rica corriente metodológica que éste, en su detrimento, había rehuido.
Éste es un asunto central y que merece un tratamiento detallado que dejo para futuras entregas. Debo adelantar que mi admiración por Cohen no evita que tenga fuertes desacuerdos con él incluso en temas centrales. Hoy me interesa presentar a este gran filósofo. Empecemos por algunos extractos autobiográficos:
Me considero muy judío, pero no creo en el Dios del Antiguo Testamento. Fui criado tanto para ser judío como para ser anti-religioso y sigo siendo muy judío y bastante ateo. Mi madre estaba orgullosa de haberse vuelto proletaria en Montreal después de haber nacido en una familia burguesa de Ucrania. Mi padre, obrero también, pertenecía a una organización judía anti-religiosa, anti-sionista y fuertemente pro-soviética. Mi primera escuela, manejada por esta organización, era muy política y anti-religiosa. En las tardes el lenguaje de instrucción era el yidish. Judíos y judías izquierdistas nos enseñaban historia judía (y de otros pueblos) y la lengua y la literatura yidish. Incluso cuando narraban historias del Antiguo Testamento las impregnaban de marxismo vernacular. Una de las materias en yidish era Historia de la Lucha de Clases. Cuando los estadunidenses matan vietnamitas, los soviéticos siegan checos, los serbios asesinan bosnios, me siento enojado, frustrado y triste. Pero cuando los israelíes destruyen casas y matan hombres, mujeres y niños en los territorios ocupados, hay sangre en mis propias manos y lloro con vergüenza. ¿Por qué me siento tan judío? Parte de la respuesta es que la tradición judía fue bombeada en mi alma en la infancia. Pero otra razón es el anti-semitismo. Sartre exageró cuando dijo que es el antisemita el que crea al judío. ¿Pero quién podría negar que el antisemita refuerza el sentimiento judío en el judío? (If you’re an Egalitarian, How Come You’re so Rich?, Harvard University Press, 2000, pp. 20-34.)
Cohen escribió varios libros. Su último gran libro tiene una importancia, y es de una complejidad, similar al primero: Rescuing Justice and Equality (Harvard University Press, 2008). Como buen marxista (creo que lo fue a pesar de sus propias dudas y las de muchos), Cohen trata de explicar por qué en la última etapa de su vida (lo que se refleja en este libro) abordó temas de filosofía moral y política que los marxistas solían desdeñar. Empieza con una anécdota. Viaja en 1964 a Checoslovaquia a casa de su tía paterna, cuyo esposo (Norman Freed) era editor de World Marxist Review. Una noche, dice, plantee la pregunta sobre la relación entre, por un lado la justicia y los valores morales, y del otro la práctica política comunista. Su tío político le respondió sardónicamente No me hables de moralidad. No estoy interesado en la moral. Cohen explica que esto significaba que la moralidad es puro cuento. Ante la insistencia de Cohen que dijo que lo que Freed hacía reflejaba un compromiso moral, éste contestó: No tiene nada que ver con moral. Estoy luchando por mi clase. En su desprecio de la moralidad, el tío Norman estaba expresando, en forma vernacular, una venerable, profunda y desastrosamente engañosa auto-concepción marxista, dice Cohen. La razón más importante de la exclusión de las cuestiones morales es que el marxismo se presentaba a sí mismo, ante sí mismo, como la conciencia de la lucha en el mundo, y no como un conjunto de ideales propuestos al mundo para que se ajustara a ellos. El marxismo, explica, en contraposición con el socialismo utópico era científico: se basaba en los duros hechos históricos y en el duro análisis económico. Esa auto-descripción era en parte una bravata, añade, porque los valores de igualdad, comunidad y autorrealización humana eran sin duda parte integral de la estructura de creencias marxistas. Pero los marxistas no examinaban los principios de igualdad, o de hecho ningún otro valor o principio. En cambio, señala, dedicaron su energía intelectual al duro caparazón factual que rodeaba dichos valores, a las audaces tesis explicativas de la historia y del capitalismo. (Ibíd. pp.101-103). Cohen continúa:
Pero ahora el marxismo ha perdido la mayor parte de su caparazón, su dura concha de supuestos hechos. Casi nadie lo defiende en la academia. En la medida en la que el marxismo esté vivo todavía –y se puede decir que una suerte de marxismo está vivo en, por ejemplo, el trabajo de académicos como Roemer en EU y Van Parijs en Bélgica– se presenta a sí mismo como un conjunto de valores y un conjunto de diseños para realizar dichos valores. Es ahora, por tanto, mucho menos diferente del socialismo utópico de lo que alguna vez pudo anunciar que era. Su concha está cuarteada y se derrumba, su débil panza ha quedado expuesta (p.103).
Cohen describe cómo ha ocurrido la pérdida del caparazón factual relacionado con la igualdad. En el pasado actuaban dos tendencias irresistibles que juntas garantizaban un futuro de igualdad material. Por una parte la ampliación de una clase social organizada (convertida en mayoría), cuya ubicación social, en el lado perjudicado por la desigualdad, la dirigía en su lucha a favor de la igualdad. Por el otro, el desarrollo de las fuerzas productivas llevaría a un mundo en que todos podríamos tener todo lo que quisiéramos, lo que haría desaparecer la desigualdad. Cohen dice que esto segundo ya no es cierto porque el planeta se ha rebelado y ha puesto límites naturales a lo que puede producirse. Por otra parte, el proletariado está dejando de ser lo que era: la mayoría explotada y carenciada de la población, lo que llevaba a que la doctrina del derecho del trabajador al fruto de su trabajo y la doctrina igualitaria, coincidieran. Pero los explotados y los carenciados han dejado de ser los mismos y han dejado de ser mayoría (incluso en el tercer mundo, donde predomina el ejército industrial de reserva). Por ello, los valores socialistas han dejado de tener un amarre en la estructura social capitalista y, por tanto, los temas de filosofía política y moral se han vuelto ahora importantes para el marxismo. Por ello Cohen se ocupa de ellos. Sin embargo, la desigualdad mundial es brutal y está aumentando.
NOTAS
1. Cuando edité dos números temáticos sobre pobreza en 2003 de la extinta revista Comercio Exterior (volumen 53, números 5 y 6, de mayo y junio) incluí extractos de su ensayo '¿Igualdad de qué?' Sobre el bienestar, los bienes y las capacidades, en el cual hace pedazos el enfoque de Sen y propone una ruta para reconstruirlo. Este material lo he utilizado, durante muchos años, en mis cursos sobre pobreza en El Colegio de México.
2. Hasta donde estoy enterado, no hay edición en español. La edición que cito es Karl Marx’s Theory History. A Defence, Clarendon Press, Oxford, 2000.
II
Aunque se trata de un pequeño libro de bolsillo (Why not socialism?, Princeton University Press, 2009, 83 pp.), el último que publicó en vida, y aunque en 2001 había ya publicado un ensayo con el mismo nombre, del cual el volumen es una versión modificada, simbólicamente es muy interesante que su último tomo sea sobre el socialismo, cerrando así el círculo iniciado en su primer libro que, como comenté en la entrega anterior fue La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa. Varios amigos y lectores me escribieron para informarme que sí existe una edición en español (publicada en España), pero no he podido encontrarla en Internet. El socialismo ¿por qué no? comprende cinco capítulos. En el primero Cohen muestra que en los viajes de campamento (campamento de aquí en adelante) casi todos preferimos una forma de vida socialista. En el segundo hace explícitos los principios de igualdad y comunidad que prevalecen en él. En el tercero plantea si esos principios llevados a escala social, hacen deseable el socialismo. En el cuarto, si el socialismo es viable. El libro termina con una pequeña coda.
Cuando vamos de campamento no hay jerarquías entre nosotros y nuestro propósito común es pasarla bien. Las instalaciones y equipos de que disponemos (aunque algunos sean privados) están bajo control colectivo. Hay alguna forma de división del trabajo. En estos contextos, la mayor parte de las personas, incluso la mayor parte de los anti-igualitaristas aceptan y dan por sentadas normas de igualdad y reciprocidad, dice Cohen. Añade que, aunque podríamos imaginar un campamento basado en reglas de mercado, la mayor parte de la gente lo repudiaría, lo que ejemplifica con eventos hipotéticos: a) Harry es muy bueno pescando, pero exige, por su contribución, comer sólo del mejor pescado. Los demás reaccionan airadamente y le señalan que no tienen por qué compensar la buena fortuna que lo hizo buen pescador. B) Sylvia encuentra un manzano y solicita ser recompensada con menos trabajo o más espacio en la tienda de campaña. Los demás rechazan su actitud. Cohen añade otros dos ejemplos similares. En todos ellos, los demás rechazan y se burlan de la codicia de los involucrados. Se pregunta entonces si no es la forma socialista obviamente la mejor para organizar un campamento.
Los principios que según Cohen prevalecen en el campamento son los de igualdad radical (o socialista) de oportunidades y el de comunidad. El segundo restringe la operación del primero que tolera algunas desigualdades de resultado. Distingue tres tipos de igualdad de oportunidades: a) La igualdad burguesa de oportunidades que caracteriza (al menos en las aspiraciones) a la era liberal: elimina restricciones socialmente construidas (formales e informales) de status, como el de ser siervo, negro o, podríamos añadir, mujer. b) Igualdad liberal de izquierda que elimina, además de los anteriores, los obstáculos de las circunstancias sociales de nacimiento y crianza de los individuos que los sitúan en desventaja (no elegida). Un ejemplo de políticas para crear este tipo de igualdad, son las orientadas a compensar, desde temprana edad, a los niños en condiciones carenciadas. c) Igualdad socialista de oportunidades, corrige además de las anteriores, las desventajas innatas de los individuos que, como las anteriores, no fueron elegidas por ellos. Por ello, si prevalece esta forma de igualdad de oportunidades, las diferencias de resultado reflejarán solamente, dice, diferencias de gusto y elección (especialmente entre trabajo y ocio) que no constituyen desigualdades porque suponen un disfrute similar de la vida.
Sin embargo, más adelante añade un largo e interesante pasaje, que parece contradecir lo que acaba de señalar, y en el cual explica que hay tres formas de desigualdad consistentes con el principio de igualdad socialista de oportunidades. El primer tipo es el que había referido antes, sólo refleja diferencias de gusto/elección, y no es problemático. El segundo es lo que llama elección lamentable en las que por descuido o poco esfuerzo se llega a una situación de desventaja y el individuo se arrepiente de sus elecciones previas. Cohen piensa que esta forma de desigualdad generaría, por sí misma, relativamente poca desigualdad. La verdaderamente preocupante forma de desigualdad es la tercera, que refleja lo que los filósofos llaman suerte de opción. Aparte de la apuesta directa, de la cual el jugador no se arrepentiría, la más importante es el elemento de suerte de opción presente en las desigualdades de mercado que reflejan apuestas de dónde poner su dinero o su trabajo [....] Cohen enfatiza que, mientras uno puede abstenerse de hacer apuestas directas, uno no puede evadir las apuestas de mercado en una sociedad de mercado, pues el mercado, uno podría decir, es un casino del cual es difícil escapar, y las desigualdades que produce están contaminadas, por ello, con la injusticia. Aunque las desigualdades segunda y tercera no serían condenadas por la justicia, son, sin embargo, repugnantes para los socialistas cuando ocurren en una escala suficientemente grande, dice Cohen, pues contradicen el principio de comunidad. Por tanto, el principio socialista de igualdad de oportunidad tiene que ser suavizado por el de comunidad, si la sociedad ha de desplegar el carácter socialista que hace atractivo el campamento, añade.
Explica el sentido de comunidad que usa: comunidad es que a la gente le importen los otros, y si es necesario y posible, que cuide de ellos. Nuestro autor desarrolla en detalle las diferencias entre la reciprocidad comunitaria y la reciprocidad de mercado. La primera es un principio anti-mercantil de acuerdo con el cual yo te sirvo, no por lo que puedo obtener a cambio al hacerlo, sino porque tu necesitas o quieres mi servicio, y tu, por la misma razón me sirves a mí. En cambio, en el mercado el motivo inmediato de la actividad productiva es típicamente una mezcla de codicia y miedo, en proporciones que cambian con la posición de la persona en el mercado y el carácter personal. En el mercado, sirvo a otros ya para obtener algo de ellos que deseo –esa es la motivación de la codicia– o para asegurarme que algo que busco evitar sea evitado –esa es la motivación del miedo.
En la comunidad se niega el carácter instrumental de las relaciones de mercado. Se me ha agotado el espacio y los capítulos 3 y 4 y la coda del libro de Cohen son muy interesantes, por lo que dedicaré a ellos la siguiente entrega. Vaya como adelanto una frase ahí citada de una canción que Cohen cantaba en Yidish de niño en la escuela: Si nos consideráramos uno al otro un vecino, un amigo, un hermano, sería un mundo maravilloso, maravilloso.
III
En los capítulos 3 y 4 de Why not socialism? (Princeton University Press, 2009) Cohen pone a prueba los principios de igualdad socialista de oportunidades y comunidad, que derivó (capítulo 2) como los principios constitutivos del socialismo de la práctica de los viajes de campamento (en lo sucesivo, campamento), al enfrentarlos a las preguntas de si son deseables y viables a escala macrosocial y permanente. Muchos, señala, notarían los rasgos especiales del campamento para distinguirlo de la vida normal de la sociedad moderna, y dudarían sobre la deseabilidad y viabilidad de aplicar en ella los principios apuntados: se trata de una actividad recreativa en la que no hay grupos que compitan y en el que uno conoce personalmente a todos y en la cual no hay tensión entre las responsabilidades familiares y sociales. Cohen piensa que las diferencias apuntadas no minan la deseabilidad de la ampliación a escala social de los valores del campamento:
No pienso que la cooperación y la ausencia de egoísmo desplegada en el campamento sean adecuados sólo entre amigos o al interior de una pequeña comunidad. En la provisión mutua de una sociedad de mercado, uno es esencialmente indiferente del destino del agricultor cuyos alimentos come. Sigo encontrando atractivo el sentimiento de una canción de izquierda que aprendí en mi infancia y que comienza así: ‘Si nos consideráramos uno al otro un vecino, un amigo, un hermano, podría ser un mundo maravilloso, maravilloso.’
Pasando al asunto de la viabilidad del socialismo y contra la idea de que sólo en actividades recreativas se vuelven atractivos los principios del mismo, Cohen recuerda que en emergencias como una inundación o un incendio, la gente actúa con base en los principios del campamento. Los mexicanos recordamos con gran emoción la explosión de solidaridad, sentimiento que creíamos casi inexistente, después del sismo de 1985. La viabilidad del socialismo que discute Cohen no se refiere a si podemos llegar a él desde donde estamos ahora, si no a si el socialismo funcionaría y si sería estable. Cohen señala dos posibles razones por las cuales se puede pensar que el socialismo a escala social es inviable: 1) los límites de la naturaleza humana: seríamos insuficientemente generosos y cooperativos; y 2) incluso si la gente es, o puede volverse, en la cultura adecuada, suficientemente generoso, no sabemos cómo hacer (a través de estímulos y reglas apropiados) que la generosidad haga marchar las ruedas de la economía, en contraste con el egoísmo humano que sabemos conducir muy bien para tal fin. Cohen piensa que el principal problema del socialismo no es el egoísmo, sino que no sabemos cómo diseñar la maquinaria que lo haría funcionar, nuestra carencia de una tecnología organizacional adecuada; nuestro problema es de diseño. Después de todo, añade, propensiones egoístas y generosas residen en (¿casi?) todos y, en el mundo real, mucho depende de la generosidad o, para decirlo de manera más general y más negativa, de incentivos no mercantiles. Por ejemplo, no se necesitan señales de mercado para saber qué enfermedades curar o qué materias enseñar, sino que nos guiamos por una concepción de las necesidades humanas. Sin embargo, una vez que se trascienden los bienes que todos quieren porque están ligados a las necesidades, y nos ubicamos en la esfera de las mercancías opcionales, resulta más difícil saber qué producir y cómo producirlo sin las señales del mercado. Añade que muy pocos economistas socialistas estarían en desacuerdo con esta aseveración. Tengo la impresión de que Cohen, influido por economistas muy metidos en la corriente principal (ortodoxa) de esta disciplina, tenía una idea del funcionamiento de los mercados que se parece más a los modelos de competencia perfecta neoclásicos que a los mercados realmente existentes. Un mundo sin oligopolios y sin el tsunami de la publicidad, que terminan por crear la demanda para los bienes que ellos deciden producir. Un mundo en el que prevalece la soberanía del consumidor. Por ello afirma que las señales del mercado revelan lo que vale la pena producir (véase lo marcado en cursivas en la siguiente cita). En cambio, habla de los padecimientos de la planificación comprehensiva: “Sabemos que la planificación central, al menos como fue practicada en el pasado, es una mala receta para el éxito económico, al menos una vez que una sociedad se ha proveído a sí misma con los elementos esenciales de una economía moderna”. Compara el modelo ideal del mercado (y su supuesta eficiencia, véase gráfica que prueba que no es así) con la planificación realmente existente. Intenta combinar, por tanto, los principios socialistas con esta imagen del mercado:
A la luz de los padecimientos de la planificación comprehensiva, por un lado, y de la injusticia de los resultados de mercado y de la despreciable moral de las motivaciones mercantiles, por el otro, es natural preguntarse si sería viable mantener los beneficios de información que provee el mercado con respecto a lo que debe ser producido, mientras se eliminan sus presupuestos motivacionales y consecuencias distributivas. ¿Podemos tener la eficiencia de mercado en la producción, sin sus incentivos y su distribución de recompensas?
Hay maneras, dice, de introducir fuertes elementos de comunidad e igualdad en un sistema económico en el cual prevalece la elección basada en el interés egoísta: una, el Estado de Bienestar que saca fuera del mercado una gran parte de la provisión para las necesidades; otra, el socialismo de mercado. Se le llama socialismo porque elimina la división entre capital y trabajo: toda la población es la propietaria del capital de las empresas que, poseídas por los trabajadores o por el Estado, se enfrentan en mercados competitivos. Cohen es agudamente conciente de que el socialismo de mercado reduce sin eliminar el énfasis socialista en la igualdad económica. Y perjudica también la comunidad, pues en el mercado no hay reciprocidad comunitaria. No es un fan del socialismo de mercado:
El socialismo de mercado no satisface plenamente los estándares socialistas de justicia distributiva y, aunque lo hace mejor que el capitalismo, está en deficiencia porque hay injusticia en un sistema que confiere altas recompensas a las personas muy talentosas que organizan cooperativas altamente productivas. Es también un socialismo deficiente, porque el intercambio mercantil que se sitúa en su centro, actúa en contra del principio de comunidad... La historia del siglo XX estimula la idea que la manera más fácil de generar productividad en una sociedad moderna es alimentando los motivos de codicia y miedo. Pero no debemos nunca olvidar que codicia y miedo son motivos repugnantes. Los socialistas de viejo estilo con frecuencia ignoran, en su condena moral de la motivación mercantil, la justificación instrumental de la misma realizada por Adam Smith. Algunos súper-entusiásticos socialistas de mercado tienden, de manera opuesta, a olvidar que el mercado es intrínsecamente repugnante.
Y citando, en la Coda del libro, a Einstein remata su bello libro así:
Concuerdo con Albert Einstein que ‘el socialismo es el intento de la humanidad para ir más allá de la fase depredadora del desarrollo humano’. Todo mercado, incluso un mercado socialista, es un sistema de depredación. Nuestro intento de ir más allá de la depredación ha fallado hasta ahora. No creo que la conclusión correcta sea darse por vencido.
IV
La nueva edición en inglés (2000) de La teoría de la historia de Karl Marx. Una defensa, de Gerald Alan Cohen (la original es de 1978), incluye una nueva introducción y cuatro capítulos añadidos al final. Hoy me referiré al capítulo 13 en el cual pone en duda la conclusión básica de su libro: la teoría de la historia de Marx es verdadera. (1) Así lo expresa:
(...) he llegado a preguntarme si la teoría que el libro defiende es verdadera. No creo ahora que el materialismo histórico sea falso, pero no estoy seguro cómo saber si es o no verdadero. Esto es opaco porque tenemos una concepción burda de qué tipo de evidencia lo confirmaría o lo rechazaría. Aunque traté en KMTH (así abrevia Cohen el título de la obra que hoy comento) de hacer la teoría más precisa y clarificar sus condiciones de confirmación, resultará evidente de los retos descritos en este capítulo que se requiere clarificación adicional. (p.341)
Contrástese esta visión del materialismo histórico como teoría científica sujeta a comprobación empírica, con la postura de György Márkus:
La teoría del progreso humano no es la ‘ciencia positiva’ de la historia. Sólo tiene sentido como un elemento del esfuerzo histórico práctico para darle a la historia humana el sentido de progreso, es decir, para crear condiciones bajo las cuales todos los individuos puedan participar de manera efectiva e igual en las decisiones que determinan cómo darle forma al marco social e institucional de sus vidas para vivir mejor, de acuerdo a sus propios valores y necesidades. ('Sobre la posibilidad de una teoría crítica', Desacatos, no. 23, p. 186)
Cohen advierte, acercándose a Márkus cuya obra, al parecer, no conoció (2), que “sus reservas sobre la teoría no debilitan su creencia de que es deseable y posible extinguir las relaciones sociales capitalistas y reorganizar la sociedad sobre una base justa y humanitaria”, puesto que la apreciación de los principales males del capitalismo no depende de tesis ambiciosas sobre el conjunto de la historia humana. Tampoco la posibilidad de establecer una sociedad sin explotación y acogedora de la plenitud humana, requiere ni quizás se derive, de dichas tesis.
Cohen identifica cuatro doctrinas, todas materialistas, formuladas por Marx que además tienen en común el énfasis en la actividad productiva: antropología filosófica, que concibe a los humanos como seres esencialmente creativos; teoría de la historia, en la cual el crecimiento de los poderes productivos es la fuerza que determina el cambio social; ciencia económica en la cual el valor es explicado en términos del tiempo de trabajo; y una visión de la sociedad futura: el bien supremo del comunismo es que permite un prodigioso florecimiento del talento humano.
Cohen sostiene que la antropología de Marx sufre severamente de unilateralidad: tiene un énfasis exclusivo en el lado creativo de la naturaleza humana [olvida Cohen el papel central de las necesidades en dicha antropología] pero desatiende la relación del sujeto consigo mismo y la relación con otros que es una forma mediada de relación con uno mismo. Dice que Marx (casi) dejó fuera la necesidad humana de auto-identificación o identidad y sus manifestaciones sociales. Argumenta que las agrupaciones humanas que no tienen carácter económico, como las comunidades religiosas y las naciones, son tan fuertes y durables en parte porque ofrecen satisfacción de la necesidad individual de auto-identificación. Al adherirse a colectividades tradicionales, añade, las personas tienen un sentido de quienes son. Cohen está pensando más en lo que Abraham Maslow llama necesidad de pertenencia que en la de identidad. Maslow dijo:
Solemos subestimar la profunda importancia del barrio, del territorio propio, del clan, de los nuestros, de nuestra clase, nuestra pandilla. Hemos olvidado nuestras profundas tendencias animales a la manada, a unirnos, a pertenecer. Cualquier sociedad buena debe satisfacer esta necesidad, de una u otra manera, si ha de sobrevivir y ser sana.
Por eso Cohen señala que “el interés en definirse o ubicarse uno mismo no es satisfecho por el desarrollo de los poderes humanos. E incluso cuando una persona gana en entendimiento de sí mismo a través de la actividad creativa, porque se reconoce a sí mismo en lo que ha hecho, entones típicamente se entiende a sí mismo como ser que posee un cierto tipo de capacidad, y no por ello es capaz de ubicarse a sí mismo como miembro de una comunidad”. La persona, añade, necesita saber quién es y como ello se conecta con otros; tiene que identificarse con alguna parte de la realidad social objetiva. Cohen introduce aquí dos advertencias: 1) no sostiene que haya una necesidad de religión o nacionalismo, sino que éstos han sido satisfactores históricos de la necesidad de identidad; 2) al hablar de la necesidad de entenderse a sí mismo, dice Cohen, quien al parecer reinterpreta así la necesidad de identidad, uso entendimiento en un sentido que incluye el falso entendimiento. Las formas más comunes de la religión y el nacionalismo constituyen medios inmaduros de satisfacción de la necesidad de identidad, apropiados para un estadio menos que plenamente civilizado del desarrollo humano. (3)
En cuanto a la visión del futuro, Cohen pone en duda tanto la idea de Marx de la desaparición de los roles (a los que veía como restricciones al desarrollo humano) en el comunismo, como el ideal del multilateralismo en el desarrollo de las capacidades. Marx insistía en que todos realizaran la gama plena de capacidades, pero Cohen, se pregunta, ¿qué tiene de malo que alguien se dedique a una o a pocas actividades y que queden muchos talentos de cada individuo sin desarrollar? Anota que hay una elección frecuente entre un modesto desarrollo de varias habilidades o el desarrollo virtuoso de una o pocas, y no hay base para afirmar la superioridad general de una opción. El pleno desarrollo no se sigue necesariamente del libre desarrollo. Termina el capítulo abordando la pregunta sobre si la unilateralidad de la antropología filosófica (a la que califica de falsa) es el origen de la falta de atención del materialismo histórico a los fenómenos del nacionalismo y las religiones, y la implicación que esto puede tener en la posible falsedad del materialismo histórico, pero el espacio se me ha agotado y no he podido criticar la limitada visión de Cohen de la antropología filosófica de Marx.
NOTAS
1. Hay una edición en español que traduce la obra original de 1978, de Siglo XXI Editores España (agradezco esta información a Paulette Dieterlen y a dos lectores). En inglés la obra es: Karl Marx’s Theory of History. A Defence, Clarendon Press, Oxford, 2000, 442 páginas. Como se aprecia, las dudas (véase adelante) surgieron en Cohen muy pronto.
2. Hacia el final del capítulo Cohen expresa su insuficiente dominio del concepto de esencia humana, lo cual corresponde con su desconocimiento de Marxismo y Antropología de György Márkus, sistematización única del concepto de esencia humana en Marx. Esto se refleja en su superficial tratamiento, como veremos, de la antropología filosófica de Marx.
3. Compárese con las siguientes ideas de Erich Fromm expresadas en Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea: “A escala de la humanidad, el grado en el cual el hombre se percata de sí mismo como un yo separado depende del grado en que haya salido del clan y del grado en el cual el proceso de individuación se haya desarrollado. El miembro de un clan primitivo podría expresar su sentido de identidad en la fórmula yo soy nosotros; él no puede concebirse a sí mismo como un individuo que existe independientemente de su grupo. A pesar de que el desarrollo de la cultura occidental se orientó en la dirección de crear las bases para la experiencia plena del individualismo, para la mayoría éste no ha sido más que una fachada detrás de la cual se esconde el fracaso en adquirir un sentido individual de identidad, que ha sido sustituido por nación, religión, clase y ocupación. En lugar de la identidad pre-individualista, se desarrolla una identidad gregaria, en la cual el sentido de identidad depende de una pertenencia incuestionable a la muchedumbre”.
V
En la entrega anterior (07/01/11) dejé pendiente la respuesta a la tesis de Cohen (expresada en el capítulo 13 de Teoría de la Historia de Karl Marx. Una Defensa, THKM) que la antropología filosófica de Marx es unilateral puesto que deja fuera la necesidad humana de identidad y, por tanto, resta importancia a fenómenos como el nacionalismo y la afiliación a grupos religiosos. Señalé, sin embargo, que Cohen no cita (por lo que supongo que no conoció) el libro de György Márkus Marxismo y Antropología (Grijalbo, 1973 y 1985) que contiene la sistematización plena (y única) de la antropología filosófica de Marx, cuyo examen (aunque sea parcial y sucinto) puede ayudar a discernir si Cohen tiene razón.
En primer lugar, Fromm ha señalado que la mayor parte de los individuos de las sociedades modernas son incapaces de asumir una identidad individual y se refugian en una forma modificada de la identidad del ser humano primitivo (yo soy nosotros): yo soy la muchedumbre (véase nota al pie Nº 3 de la entrega anterior). En segundo lugar, debo señalar que ni Marx ni Márkus formularon una lista o un esquema de necesidades humanas, por lo cual señalar la omisión de alguna de ellas y, sobre todo, convertir dicha omisión en algo que vuelve falsa la antropología filosófica de Marx, resulta desacertado y desproporcionado. Tampoco en el esquema de necesidades de Maslow se incluye la necesidad de identidad, pero sí la de pertenencia (grupal). En cambio en las concepciones de necesidades de Fromm y de Max Neef y coautores, la identidad o sentido de identidad es una necesidad explícita. (1) En tercer lugar, es necesario afirmar claramente que las personas necesitamos pertenecer a un grupo social pero que ello no necesariamente conlleva que nuestra identidad (que también, en mi opinión, es una necesidad universal) no pueda ser individualista-universalista. Maslow dice que las personas autorrealizadoras (las que han logrado realizar sus potencialidades centrales): “Se identifican con toda la humanidad. Tienen un profundo sentimiento de identificación, simpatía y afecto por los seres humanos en general, como si todos fuesen de una sola familia. Sin embargo, pocos los entienden: son como extranjeros dondequiera que vivan”. Nadie clasificaría como falsa la teoría de necesidades de Maslow por omitir la necesidad de identidad. A pesar de que Marx y Márkus no elaboran una lista de necesidades humanas, encontramos en la antropología filosófica del primero, sistematizada por el segundo, una serie de elementos que, en mi opinión, apuntan hacia la necesidad identidad grupal (cito juntando extractos no necesariamente literales de la obra de Márkus y los voy comentando entre corchetes):
Ante todo, el hombre es un ente genérico, esto es, un ser social y comunitario. (2) Esta descripción del ser humano como comunidad significa, por una parte, que el hombre no puede llevar una vida humana, no puede ser hombre como tal más que en su relación con los demás y a consecuencia de esa relación. Por otra parte, significa que el individuo no es individuo humano más que en la medida en que se apropia de las capacidades, las formas de conducta, las ideas, etcétera, originadas y producidas por los individuos que le han precedido o que coexisten con él, y las asimila (más o menos universalmente) a su vida y a su actividad. Así pues, el individuo humano concreto como tal es un producto en sí mismo histórico-social. La historia de un individuo singular, dice Marx, no se puede en modo alguno arrancar de la historia de los individuos precedentes y coetáneos, sino que está determinada por ésta (Ideología Alemana). La individualidad concreta específicamente humana no se origina sino a través de la participación activa en el mundo producido por el hombre, a través de una determinada apropiación de éste. [Hasta aquí queda claro que el hombre, independientemente de sus percepciones, está inserto objetivamente en la comunidad –y parcialmente determinado por ésta– y cambia al cambiar ésta]. Pero, por otra parte, las interrelaciones entre los individuos no son nunca relaciones naturales inmediatas, tienen siempre como presupuesto las de tráfico [intercambio] material y espiritual que encuentran dadas dichos individuos. La socialidad del hombre no se reduce al acto de producción. Marx atribuye una particular función en el proceso genético de la sociedad a la humanización de las relaciones naturales entre los sexos y entre las generaciones. La socialidad es un rasgo esencial del individuo entero y penetra en todas las formas de su actividad vital. [Por tanto, la socialidad es también un rasgo esencial de su conciencia, que incluye su sentido de pertenencia e identidad]. La vida colectiva, social, produce también nuevas necesidades individuales, ante todo la necesidad de trato humano. La producción adquiere carácter social en el sentido concreto que los individuos empiezan a producir los unos para los otros, sus productos se complementan recíprocamente, su trabajo se convierte en auténtico componente integrante de un trabajo total social, y los productos se convierten en producto común del trabajador colectivo. [Con la división ampliada del trabajo la comunidad o sociedad empieza a cambiar]. La actividad del individuo se hace objetivamente dependiente de la actividad de un ámbito de individuos cada vez más amplio; al mismo tiempo se constituyen para los individuos las condiciones históricas más elementales, en las cuales pueden apropiarse de las experiencias, el saber y la riqueza del mundo acumulados por la humanidad entera, y utilizarlos. Proceso en el cual el hombre deviene ente social universal. La historia de las hordas, las tribus y las etnias origina paulatinamente la historia universal, y el individuo mismo se convierte en un ente universal, en un ser histórico-universal. Esa ampliación del tráfico entre los hombres produce las condiciones de la autonomía del hombre individual respecto de su propio entorno y, sobre la base de esa autonomía, las condiciones del despliegue de la interioridad humana, de la individualidad humana real. El hombre no deviene realmente individuo, sino en el curso de la evolución histórica, precisamente porque a través del tráfico cada vez más universal, dicha evolución disuelve aquellas pequeñas comunidades. [Marx ve la posibilidad de un nuevo sentido de identidad, que rebasa al comunitario, al de la nación, similar a la de los autorrealizadores de Maslow antes citada]. En este sentido la universalización y la individualización del hombre son un proceso unitario, aunque esa unidad no se realice, durante toda una gigantesca época histórica, sino a través de contraposiciones (la universalización es en la era de la alienación la unidad de la individualización y la despersonalización).
La antropología filosófica marxista contiene todos los elementos, aunque no están explícitos, como se aprecia, para fundar la necesidad de identidad. Pero visualiza ésta en un sentido dinámico: de la identidad de la familia y el clan, pasando por la de la tribu y la nación, hasta llegar a la identidad de la especie, la identidad genérica. Creo que Cohen no apreció esta tendencia positiva a superar lo parroquial. En todo caso, podemos concederle a Cohen que Marx subestimó las resistencias y las dificultades que supone el tránsito del yo soy nosotros al “yo soy yo, miembro de la especie Homo sapiens, pero plenamente individualizado”.
NOTAS
1. En los capítulos 3, 4 y 5 de mi tesis doctoral (consultable en mi página web que anuncio al final de la entrega) se analizan las teorías de necesidades de Maslow, Fromm y Max Neef et al.
2. El término ser genérico aparece como species being (ser de la especie) en las traducciones al inglés de los manuscritos de 1844. Eso hace más claro su significado. En español, el sustantivo especie no admite adjetivo, ya que específico se usa en un sentido mucho más amplio.
Fuente: La Jornada,
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/17/index.php?section=opinion&article=034o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/24/index.php?section=opinion&article=024o1eco, http://www.jornada.unam.mx/2010/12/31/index.php?section=opinion&article=025o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/07/index.php?section=opinion&article=024o1eco,
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/14/index.php?section=opinion&article=030o1eco
01 diciembre, 2010
The Idea of Communism
The Idea of Communism, Slavoj Žižek and Costas Douzinas, eds. Londres: Verso, 2010, pp. 224.
The Idea of Communism es la compilación de las conferencias del encuentro internacional On the Idea of Communism organizado, en Marzo de 2009, por el Birkbeck Institute for the Humanities - University of London, en el que participaron los intelectuales de izquierda americanos y europeos más sobresalientes: Alain Badiou, Judith Balso, Terry Eagleton, Peter Hallward, Michael Hardt, Antonio Negri, Jacques Rancière, Alessandro Russo, Alberto Toscano, Gianni Vattimo, Slavoj Žižek, entre otros.
20 noviembre, 2010
Adolfo Gilly: El águila y el sol. Genealogía de la rebelión, política de la revolución*
1. La repetición, o el eterno retorno de la revuelta
Durante un siglo la historia de México fue una historia de revueltas y rebeliones campesinas enmarcadas por dos revoluciones: la revolución de Independencia en 1810, la Revolución Mexicana en 1910.
Hoy el México institucional celebra las dos revoluciones y sus cambios políticos. Olvida, oculta o deja en la penumbra del pasado a las rebeliones que les dieron cuerpo y destino. Éstas, a diferencia de las revoluciones y sus programas, no soñaban con instituciones y políticas. Nomás querían justicia.
Las dos revoluciones, a un siglo de distancia entre una y otra, fueron por supuesto diferentes. La de 1810 se proponía la independencia de México del poder colonial, cuando las guerras y las invasiones napoleónicas habían puesto en crisis a España y su inmenso imperio americano. La de 1910 se propuso en su inicio una trasformación democrática del régimen político. En éste la oligarquía terrateniente había consolidado su poder y su riqueza a través del despojo de tierras y aguas a las comunidades y pueblos agrarios y la inserción de México en el luciente mercado mundial de la Belle Époque.
Ambas revoluciones, cada una en su tiempo, cambiaron la estructura del Estado y sus instituciones políticas. Pero ambas preservaron intacta la fractura sobre la cual se había fundado México desde la Conquista: la línea de fractura racial que la República siempre se negó a reconocer en sus leyes, pero nunca abandonó en sus prácticas.
En uno de los lados de esa línea, el de abajo, se gestaron y organizaron las rebeliones sin las cuales ninguna revolución es posible. En el otro lado, el de arriba, se fueron formando los programas y las conspiraciones que llevaron a las rupturas en el régimen político que trasforman a las rebeliones en revoluciones.
Así México conoció en un siglo, entre 1810 y 1910, dos revoluciones. Pero después de la primera, entre ambas se sucedieron incontables rebeliones indígenas, grandes y pequeñas, todas ellas por antiguas demandas negadas por el régimen republicano: tierra, justicia, derechos y libertades; todas llevando en su núcleo una antigua demanda inmaterial: el fin de la humillación, la dignidad de cada uno y de todos como esencia de la relación humana.
En su sustancia corporal la revolución de Independencia de 1810 había sido una extensa rebelión de los pueblos y comunidades indias en defensa de sus derechos comunales, su modo de existir y sus mundos de la vida, que las reformas borbónicas en el orden colonial les arrebataban desde la segunda mitad del siglo XVIII.
Así lo documentan tantos cuantos han excavado en los archivos las razones, los motivos y los modos de los pueblos insurrectos. Así lo dibujaba en un escorzo Octavio Paz, a la mitad del siglo XX, en El laberinto de la soledad:
La guerra de Independencia fue una guerra de clases y no se comprenderá bien su carácter si se ignora que, a diferencia de lo ocurrido en Suramérica, fue una revolución agraria en gestación.
El cambio resultante en la organización política del país –Independencia y República– pasó el poder a la nueva elite dominante criolla, blanca, culta y propietaria. Pero poco o nada cambió en el contenido y las formas de la dominación contra la cual se habían rebelado los pueblos indios y campesinos de México. El dominio criollo incluso desmanteló derechos consuetudinarios de los pueblos. [1] Poco o nada cambió, para los indios, en la sustancia de la humillación como rasgo constitutivo de la dominación racial de los antiguos y los nuevos señores de la tierra.
Aquí rebelión y revolución bifurcaron sus caminos, sus contenidos y sus significados.
El resultado fue que esa guerra de clases, esa revolución agraria en gestación, se prolongó a lo largo del siglo XIX en la lucha soterrada o abierta de los pueblos indios para defender sus tierras, sus mundos y sus vidas del despojo material y la opresión racial bajo el régimen republicano. Era una guerra india intermitente, dispersa, sin centro ni periferia, que a fines del siglo XIX se agudizó y en 1910 estalló en una nueva revolución agraria, la que se conoce como Revolución Mexicana.
Esta Revolución de 1910, tan diversa en sus inicios y en sus propósitos de aquella otra, la de Independencia, vivió la misma dicotomía. Pero ahora ésta se presentó nítida, aguda y encarnada en programas y ejércitos diferentes dentro de la revolución.
Una fue la rebelión de las comunidades y los campesinos del norte y del sur que se hizo revolución del pueblo en los ejércitos de Emiliano Zapata y de Pancho Villa. Otra fue la revolución política de los jefes y dirigentes liberales que culminó en la Constitución de 1917 y en los sucesivos gobiernos mexicanos desde 1920, una vez derrotados los campesinos en armas y absorbidas sus rebeldías radicales en reformas agrarias y democráticas legales.
Las proclamas y los objetivos políticos de las elites dirigentes de las dos revoluciones eran también diferentes, tanto como lo era la nación que cada una de ellas imaginaba. Pero las acciones de las partidas de campesinos indios sublevadas al llamado de esas proclamas eran en cambio sorprendentemente similares. Un siglo después, los métodos de acción –el repertorio de confrontación, según el lenguaje de otros historiadores– se repetían.
Eric Van Young, en La otra rebelión, [2] describe el patrón de conducta de los rebeldes de la guerra de Independencia cuando tomaban una población:
Invariablemente echaban las mercancías a la calle o a la plaza para que la gente del pueblo se las llevara, dinero y ganado lo guardaban para sí, liberaban a los prisioneros de las cárceles y secuestraban a los españoles y a los oficiales blancos de la localidad.
Felipe Ávila, en Entre el porfiriato y la revolución, refiere lo que sucedió desde los inicios de la revolución mexicana, en 1911, en los territorios zapatistas:
enfrentamientos armados, tomas de poblaciones, saqueos, quema de oficinas y archivos públicos, imposición de préstamos, liberación de presos y ejecución de autoridades, comerciantes, empleados de haciendas y fábricas, y de residentes extranjeros. [3]
Esta violencia plebeya, como la llama Ávila, era descrita por la prensa de la época como violencia india. Aunque este uso del término indio venía cargado de contenido racista, en los hechos decían verdad: la revolución zapatista de 1911 en su raíz agraria, en la composición de su tropa y de sus dirigentes y en sus acciones era en lo esencial una revuelta de los indios, aun cuando en las proclamas y los programas de sus jefes nacionales la revolución iniciada en 1910 fuera una revolución política democrática.
Si a un siglo de distancia proclamas, programas y fines de los dirigentes de las revoluciones de 1810 y 1910 eran tan diversos, ¿de dónde viene la extraña repetición de los gestos y las acciones de los protagonistas de las dos rebeliones, los pueblos indios de México?
Es que las imaginaciones de aquellos jefes respondían a una política renovada con los tiempos y sus circunstancias, una política a la cual identificaban muchas veces con la palabra progreso. En cambio los modos de estos otros, su violencia plebeya, provenían de una genealogía trasmitida por las generaciones sucesivas como experiencia y como herencia inmaterial: sentimientos, maneras de estar juntos, imaginaciones, costumbre, mundos de la vida.
Los programas de las elites revolucionarias apuntaban hacia una sociedad y una organización política futuras. Los gestos, las acciones, los métodos de lucha de los pueblos indígenas respondían a los agravios, las humillaciones, los despojos sufridos por ellos y sus ancestros en el pasado y se nutrían de esas experiencias heredadas y repetidas hasta el presente de sus propias vidas.
La rebelión surge de ese pasado y de él toma sus razones, sus motivos y sus métodos. Es herencia y es genealogía. La revolución que resulta de ella derriba las antiguas instituciones y establece otras nuevas. Es programa y es política. Pueden los motivos de la rebelión no ser antagónicos con los objetivos políticos de la revolución. Son ciertamente diferentes. Esta diferencia tomó forma material en la Revolución Mexicana de 1910, cuando los ejércitos campesinos de Zapata y de Villa terminaron enfrentados armas en mano con el Ejército Constitucionalista.
Cuando estalla una revolución, el momento de la rebelión es aquel que la cubre por completo, la llena de significados, se confunde con ella. El historiador entonces no se pregunta sólo qué pasó, sino cuál era el sentido de eso que había estado pasando. Son momentos que E. P. Thompson describió en un pasaje clásico acerca de las preguntas del historiador a esos pasados plebeyos sin registros:
Estas cuestiones, cuando examinamos una cultura de costumbres, a menudo tienen que ver menos con los procesos y lógicas de cambio que con la recuperación de precedentes estados de conciencia y texturas de las relaciones sociales y domésticas. Tienen que ver menos con devenir que con ser. A medida que algunos de los principales actores de la historia se alejan de nuestra atención –los políticos, los pensadores, los empresarios, los generales– un inmenso reparto secundario, que creíamos eran tan sólo figurantes en el proceso, avanzan hasta ocupar todo el proscenio. Si sólo nos preocupa el devenir, entonces hay periodos completos de la historia en los cuales un entero sexo ha sido descuidado por los historiadores, porque las mujeres rara vez son vistas como actores de primer orden en la vida política, militar o incluso económica. Si nos preocupa el ser, la exclusión de las mujeres reduciría entonces la historia a futilidad.
Vista desde este mirador, la rebelión es una irrupción del ser dominado en el acontecer político de la dominación, en su devenir. Para acercarse a aquélla el historiador necesita mirar y considerar lo que con su hacer expresan los cuerpos antes que cuanto con su decir trasmiten las palabras. Ninguna proclama de las dos revoluciones decía de abrir las cárceles, repartir los víveres, quemar los archivos de la justicia y de la propiedad y ajusticiar a los odiados. Eso hicieron sin embargo en ambos casos los rebeldes. Al historiador no le toca juzgar si estuvo bien o estuvo mal, sino registrar que así fue como fue. [4]
Develar esos momentos en la historia tiene que ver no sólo con registrar las ideas del conocer propias del tiempo y del lugar, sino también con indagar y recuperar los modos del hacer y del estar.
Aquellas ideas son ciertamente necesarias para organizar los objetivos de una revolución. Pero las formas, los lazos humanos y las imaginaciones a través de los cuales toma cuerpo esa organización vienen desde más atrás. Están en la memoria de los sublevados, en sus historias vividas y heredadas, en ese entramado que en los lugares de trabajo y de vida se trasmite de una generación a otra. Se trata de una historia de lugares y regiones y de los seres humanos que allí viven, trabajan, disfrutan y dan sentido a sus vidas.
Ese sentido es lo que E. P. Thompson nos propone indagar cuando nos dice que esos oscuros y verdaderos protagonistas de estas historias están preocupados por el ser antes que por el devenir. Es la sutil línea que, aun cuando sean partes de un mismo proceso histórico, distingue a la rebelión de la revolución.
2. El corte en el tiempo
La revuelta es un corte en el tiempo homogéneo de la historia, dice Walter Benjamin. Ella se nutre de la imagen de los antepasados oprimidos, no de la visión de los descendientes liberados. Los programas políticos proponen un futuro que será inaugurado por el devenir de la revolución. Pero la fuerza de la revuelta sin la cual ninguna revolución existe, proviene del cúmulo de despojos, agravios y humillaciones acumulados por las sucesivas generaciones. Forse una rabbia antica, generazioni senza nome, gli urlarono vendetta [Quizá una rabia antigua, generaciones innombrables, clamaron por venganza], decía una canción del italiano Francesco Guccini para explicar el sentido del gesto sin sentido de un maquinista ferroviario que a principios del siglo XX, allá en Bolonia, lanzó su locomotora loca contra un tren de lujo que corría en sentido opuesto. Teatros y estadios llenos de jóvenes coreaban esas estrofas en la Italia de los años setenta del siglo pasado.
La rebelión no habla del futuro, habla de la abolición de los agravios del pasado. Su violencia exasperada, en apariencia sin sentido y hasta a veces contraria a sus fines, viene de otro origen que las imaginaciones del porvenir. Viene de una interminable cadena de humillaciones y despojos, humillaciones propias y de los padres y de los abuelos. La revolución puede culminar en la Declaración de los Derechos del Hombre y ésta prolongarse en la proclama de Olympe de Gouges, pero la rebelión que la desencadena se iba organizando en aquellos ánimos de donde surgían los Cahiers de Doléances, los memoriales de agravios de la Revolución Francesa.
La revuelta quiere detener –o al menos interrumpir– el tiempo de la humillación y del desprecio. En sus Tesis sobre la historia, Walter Benjamin dibuja esta ruptura en una curiosa anécdota sobre la revolución de julio de 1830 en París:
Concluido el primer día de combates, sucedió que al caer de la noche la multitud, al caer la oscuridad, en diferentes barrios de la ciudad y al mismo tiempo, comenzó a atacar los relojes. Un testigo, cuya percepción se debió tal vez al azar de las rimas, escribió:
¡Quién podría creerlo! Se dice que, en furia con la hora, / unos nuevos Josués, al pie de cada torre / tiroteaban cuadrantes para parar el día. [5]
De ese corte en el tiempo homogéneo de la dominación reconocida y la obediencia aceptada puede resultar –o no– una revolución, un cambio en las leyes, las instituciones, la propiedad, las formas y los contenidos de la dominación misma. Tal ha sucedido en todas las revoluciones victoriosas: la francesa, la haitiana, la rusa, la china, la argelina, la vietnamita, la cubana, la boliviana, las dos revoluciones mexicanas.
Estos cambios vienen preparados por otros anteriores en las sociedades y se anuncian en los programas, las críticas y las actividades de las elites políticas. Pero no son esas elites, aun las radicales, las que dan cuerpo a la ruptura del antiguo orden y abren paso al nuevo. Son otros, los humillados y ofendidos, los protagonistas del acto material y corporal de la revuelta sin el cual no hay revolución sino, cuando más, cambio en el mando político establecido. Son aquellos a quienes la vida se les ha vuelto intolerable y para quienes la ruptura entre las elites –la del Antiguo Régimen y la revolucionaria– abre un espacio para irrumpir en el primer plano de la escena.
Tal vez en esa dicotomía espacial entre protagonistas y figurantes se encierra el secreto de lo que Benjamin, también en sus tesis, llamó una aporía fundamental:
La historia de los oprimidos es un discontinuum. La tarea de la historia consiste en apoderarse de la tradición de los oprimidos. [...] El continuum de la historia es el de los opresores. Mientras la representación del continuum conduce a la nivelación, la del discontinuum está en la base de toda tradición auténtica. La conciencia de la discontinuidad histórica es propia de las clases revolucionarias en el momento de su acción. [6]
Uno de los dirigentes de la revolución rusa de 1917, León Trotsky, desterrado desde 1929, pudo escribir su Historia de la revolución rusa, obra de escritor, protagonista, historiador y cronista de los acontecimientos. En el prólogo de este trabajo presentó su propia visión sobre la preservación de tradiciones del pasado en la génesis de las rupturas revolucionarias y sobre la relación entre la rebelión del pueblo y la política de sus dirigentes:
Las masas no van a una revolución con un plan preconcebido de sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de su clase tiene un programa político, el cual, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. [...] Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos, que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante de este proceso. Sin una organización dirigente la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. [7]
Su propuesta para explicar el proceso es, entonces, guiarse primero por el hacer de los insurrectos y sólo después por el decir de sus dirigentes. La línea divisoria entre aquel hacer y este decir es la que separa también rebelión y revolución.
Aunque en la realidad aparezcan confundidas –no hay revolución sin rebelión, decíamos–, en la tarea del historiador es fundamental reconocer esa línea. No pocas historias de las revoluciones mexicanas son historias de las políticas de los dirigentes, incluidos los más radicales, antes que de los motivos profundos de los oprimidos para rebelarse y de cuáles fueron los sentimientos y los procesos en sus conciencias que los decidieron a correr los riesgos de una rebelión.
Aquélla es hoy la tendencia dominante en las conmemoraciones oficiales de las dos revoluciones mexicanas. Habla en ellas la voz y la memoria de las instituciones estatales, es decir, la voz del orden surgido de las revoluciones y no las múltiples voces de la ruptura del orden precedente que fue la esencia de cada una de esas rebeliones. Son relatos del “continuum de la historia”, diría Benjamin, y no de la discontinuidad histórica encarnada en las revoluciones. Así la conmemoración estatal de las revoluciones mexicanas se convierte en un discurso del poder y de sus instituciones, como si la tarea y la misión de las rebeliones hubiera sido la de fundar ese poder y no la de destruir los poderes antes dominantes.
En esos discursos la continuidad ocupa el lugar de la discontinuidad y la permanencia desplaza a la impermanencia que es la esencia misma de cada rebelión.
3. Un tiempo fuera del tiempo
Nadie puede ignorar los cambios en la economía, las modificaciones en las normas y formas de la dominación o las crisis y rupturas en las elites dominantes que pueden estar en el origen de cada rebelión. Pero una tarea es el estudio de sus causas y otra la investigación de las formas que toma, de cuanto sucede en el seno mismo de la rebelión, de aquellos modos de hacer y de sublevarse que se repiten y renuevan a través de los tiempos.
Una rebelión, una huelga, una ocupación de espacios físicos o simbólicos es un modo de estar juntos y entre iguales, libres del mando extraño, y de establecer el lazo solidario más allá de los lazos de sangre familiares y de los lazos de los intercambios mercantiles, incluido el vínculo salarial.
Los lazos de una rebelión vienen del pasado y se han establecido en las regiones del trabajo en común (plantación, barco, mina, hacienda, industria, estudio) o de la vida en común (aldea, pueblo, barrio, ciudad). Llevan consigo cierto orgullo de los lugares nuestros, esos que nosotros, los que ahora nos rebelamos, hicimos con nuestro trabajo y con nuestras vidas. Son los lugares donde se fue creando en el pasado el sentimiento de comunidad propio de toda rebelión. De ellos surgió la consigna de los Industrial Workers of the World: “An injury to one is an injury to all” - Un agravio a uno es un agravio a todos.
Ese sentimiento de comunidad, propio de la historia subalterna, tiene sus sitios sagrados y sus lugares simbólicos. Este orgullo de los lugares nuestros suele trasmitirse entre generaciones aunque no esté registrado en las historias. Pasa por las narraciones, las canciones, los relatos de los antiguos a los modernos y de los viejos a los jóvenes, aunque después modernos y jóvenes los adapten a sus nuevos usos. Pero en una fábrica, un barrio del trabajo, una aldea campesina, una comunidad indígena, en esa trasmisión los relatos del tiempo fuera del tiempo perduran y se renuevan como organizadores de los sentimientos.
De esas narraciones y de sus auras se nutrirán las futuras rebeliones, o protestas, o desafíos, aunque sus motivos y razones serán tan diferentes como los nuevos tiempos. Esas narraciones, sin embargo, tienen algo en común. Recuerdan, repiten, recrean aquellos momentos discontinuos en que se rompió la continuidad de la humillación impuesta por el poder a sus dominados, mucho más cuando ese poder se afirma en la línea de la distinción racial.
Por eso los relatos y los mitos de las rebeliones pasadas, en vez de registrar en primer lugar los cambios económicos destacados en tantas historias, recuerdan y celebran ante todo los momentos y los lugares de la ruptura de la humillación y del mundo puesto al revés. No es que aquéllos no importen. Es que son éstos los momentos míticos de la revuelta.
El triunfo de la Revolución se propone perpetuarlos. Pero ellos tienden a disolverse, aun cuando no desaparezcan del todo, en el nuevo orden que por necesidad establece la revolución triunfante. Si ese orden se congela en un puro mando autoritario o despótico, como ha sido recurrente en las revoluciones del siglo pasado, aquellos relatos y aquellos mitos vuelven a sus lugares subalternos y se recrean bajo nuevas e insólitas formas.
Esta distinción entre revolución y rebelión, aun cuando ambos acontecimientos se presentan confundidos, es capital para la tarea del historiador. Pues una revolución no es sólo lo que dicen los libros o lo que proponen los programas de sus dirigentes, sino sobre todo lo que hace el pueblo que se rebela.
La genealogía de este hacer es un objeto de estudio prioritario para el investigador de las revoluciones y rebeliones, sus programas políticos, sus acciones y sus imaginaciones.
4. El otro sol
En su manuscrito Sobre el concepto de historia, Walter Benjamin anotó esta tesis:
La lucha de clases, que nunca deja de estar presente para el historiador formado en el pensamiento de Marx, es un enfrentamiento en torno a cosas toscas y materiales sin las cuales no pueden subsistir las cosas finas y elevadas. Sin embargo, sería un error pensar que, en la lucha entre las clases, estas últimas sólo aparecen como botín destinado al vencedor. Para nada es así, puesto que ellas se afirman precisamente en el corazón mismo de ese enfrentamiento. Allí aparecen y se mezclan entre sí tomando las formas de la fe, la valentía, la astucia, la perseverancia y la decisión. Y la irradiación de estas fuerzas, lejos de ser absorbida por la lucha misma, se prolonga en las profundidades del pasado humano. Toda victoria que alguna vez haya sido conquistada por los poderosos, aquéllas jamás han cesado de disputarla. Como esas flores que se mueven hacia el sol, las cosas pasadas, movidas por un heliotropismo misterioso, se vuelven hacia ese otro sol que está surgiendo en el horizonte de la historia. Nada hay menos visible que este cambio. Nada más importante, tampoco. [8]
Revuelta y revolución, el águila y el sol. Será historiadora de una revolución quien sepa ver en su seno la revuelta, sin confundirlas en una y sin separarlas en dos.
* Conferencia magistral en el centenario de la Revolución Mexicana - Université du Québec à Montréal, 12 octubre 2010; y University of California, Berkeley, 23 octubre 2010.
NOTAS
1. Indios e indígenas actuaron en los conflictos de 1808 a 1821, de diversas maneras participando en la creación de la nación mexicana. Pero sus participaciones raramente unieron una búsqueda de derechos de indios y la promoción de la nación. El derecho indígena, las Repúblicas de Indios, los Juzgados de Indios eran invenciones coloniales, políticas de la monarquía española. La nación y el liberalismo que muy pronto llegaron a guiar la nación nacieron en oposición al derecho indígena. No es de sorprender que por décadas muchos indígenas negociaran para limitar la nación y el liberalismo, luchando en momentos clave en contra del poder nacional y los programas liberales. (John Tutino, "Indios e indígenas en las guerras de Independencia y en las revoluciones zapatistas", ponencia presentada en el coloquio Miradas sobre la historia, FCPS-Colmex, noviembre 2009).
2. Eric Van Young, La otra rebelión – La lucha por la independencia de México, 1810-1821, FCE, México, 2006, p. 260.
3. Felipe Arturo Ávila Espinosa, Entre el porfiriato y la revolución – El gobierno interino de Francisco León de la Barra, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, p. 21.
4. Edward P. Thompson, History and Anthropology, en Making History – Writings on History and Culture, The New Press, New York, 1995, ps. 204-205.
5. Walter Benjamin, Écrits français, Gallimard, París, 1991, p. 346.
6. Ibid., p. 352.
7. León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Juan Pablos Editor, México, 1972, vol. I, p. 15.
8. Walter Benjamin, op. cit., p. 341.
Fuente: La Jornada, http://www.jornada.unam.mx/2010/11/20/index.php?section=opinion&article=004a1pol
Durante un siglo la historia de México fue una historia de revueltas y rebeliones campesinas enmarcadas por dos revoluciones: la revolución de Independencia en 1810, la Revolución Mexicana en 1910.
Hoy el México institucional celebra las dos revoluciones y sus cambios políticos. Olvida, oculta o deja en la penumbra del pasado a las rebeliones que les dieron cuerpo y destino. Éstas, a diferencia de las revoluciones y sus programas, no soñaban con instituciones y políticas. Nomás querían justicia.
Las dos revoluciones, a un siglo de distancia entre una y otra, fueron por supuesto diferentes. La de 1810 se proponía la independencia de México del poder colonial, cuando las guerras y las invasiones napoleónicas habían puesto en crisis a España y su inmenso imperio americano. La de 1910 se propuso en su inicio una trasformación democrática del régimen político. En éste la oligarquía terrateniente había consolidado su poder y su riqueza a través del despojo de tierras y aguas a las comunidades y pueblos agrarios y la inserción de México en el luciente mercado mundial de la Belle Époque.
Ambas revoluciones, cada una en su tiempo, cambiaron la estructura del Estado y sus instituciones políticas. Pero ambas preservaron intacta la fractura sobre la cual se había fundado México desde la Conquista: la línea de fractura racial que la República siempre se negó a reconocer en sus leyes, pero nunca abandonó en sus prácticas.
En uno de los lados de esa línea, el de abajo, se gestaron y organizaron las rebeliones sin las cuales ninguna revolución es posible. En el otro lado, el de arriba, se fueron formando los programas y las conspiraciones que llevaron a las rupturas en el régimen político que trasforman a las rebeliones en revoluciones.
Así México conoció en un siglo, entre 1810 y 1910, dos revoluciones. Pero después de la primera, entre ambas se sucedieron incontables rebeliones indígenas, grandes y pequeñas, todas ellas por antiguas demandas negadas por el régimen republicano: tierra, justicia, derechos y libertades; todas llevando en su núcleo una antigua demanda inmaterial: el fin de la humillación, la dignidad de cada uno y de todos como esencia de la relación humana.
En su sustancia corporal la revolución de Independencia de 1810 había sido una extensa rebelión de los pueblos y comunidades indias en defensa de sus derechos comunales, su modo de existir y sus mundos de la vida, que las reformas borbónicas en el orden colonial les arrebataban desde la segunda mitad del siglo XVIII.
Así lo documentan tantos cuantos han excavado en los archivos las razones, los motivos y los modos de los pueblos insurrectos. Así lo dibujaba en un escorzo Octavio Paz, a la mitad del siglo XX, en El laberinto de la soledad:
La guerra de Independencia fue una guerra de clases y no se comprenderá bien su carácter si se ignora que, a diferencia de lo ocurrido en Suramérica, fue una revolución agraria en gestación.
El cambio resultante en la organización política del país –Independencia y República– pasó el poder a la nueva elite dominante criolla, blanca, culta y propietaria. Pero poco o nada cambió en el contenido y las formas de la dominación contra la cual se habían rebelado los pueblos indios y campesinos de México. El dominio criollo incluso desmanteló derechos consuetudinarios de los pueblos. [1] Poco o nada cambió, para los indios, en la sustancia de la humillación como rasgo constitutivo de la dominación racial de los antiguos y los nuevos señores de la tierra.
Aquí rebelión y revolución bifurcaron sus caminos, sus contenidos y sus significados.
El resultado fue que esa guerra de clases, esa revolución agraria en gestación, se prolongó a lo largo del siglo XIX en la lucha soterrada o abierta de los pueblos indios para defender sus tierras, sus mundos y sus vidas del despojo material y la opresión racial bajo el régimen republicano. Era una guerra india intermitente, dispersa, sin centro ni periferia, que a fines del siglo XIX se agudizó y en 1910 estalló en una nueva revolución agraria, la que se conoce como Revolución Mexicana.
Esta Revolución de 1910, tan diversa en sus inicios y en sus propósitos de aquella otra, la de Independencia, vivió la misma dicotomía. Pero ahora ésta se presentó nítida, aguda y encarnada en programas y ejércitos diferentes dentro de la revolución.
Una fue la rebelión de las comunidades y los campesinos del norte y del sur que se hizo revolución del pueblo en los ejércitos de Emiliano Zapata y de Pancho Villa. Otra fue la revolución política de los jefes y dirigentes liberales que culminó en la Constitución de 1917 y en los sucesivos gobiernos mexicanos desde 1920, una vez derrotados los campesinos en armas y absorbidas sus rebeldías radicales en reformas agrarias y democráticas legales.
Las proclamas y los objetivos políticos de las elites dirigentes de las dos revoluciones eran también diferentes, tanto como lo era la nación que cada una de ellas imaginaba. Pero las acciones de las partidas de campesinos indios sublevadas al llamado de esas proclamas eran en cambio sorprendentemente similares. Un siglo después, los métodos de acción –el repertorio de confrontación, según el lenguaje de otros historiadores– se repetían.
Eric Van Young, en La otra rebelión, [2] describe el patrón de conducta de los rebeldes de la guerra de Independencia cuando tomaban una población:
Invariablemente echaban las mercancías a la calle o a la plaza para que la gente del pueblo se las llevara, dinero y ganado lo guardaban para sí, liberaban a los prisioneros de las cárceles y secuestraban a los españoles y a los oficiales blancos de la localidad.
Felipe Ávila, en Entre el porfiriato y la revolución, refiere lo que sucedió desde los inicios de la revolución mexicana, en 1911, en los territorios zapatistas:
enfrentamientos armados, tomas de poblaciones, saqueos, quema de oficinas y archivos públicos, imposición de préstamos, liberación de presos y ejecución de autoridades, comerciantes, empleados de haciendas y fábricas, y de residentes extranjeros. [3]
Esta violencia plebeya, como la llama Ávila, era descrita por la prensa de la época como violencia india. Aunque este uso del término indio venía cargado de contenido racista, en los hechos decían verdad: la revolución zapatista de 1911 en su raíz agraria, en la composición de su tropa y de sus dirigentes y en sus acciones era en lo esencial una revuelta de los indios, aun cuando en las proclamas y los programas de sus jefes nacionales la revolución iniciada en 1910 fuera una revolución política democrática.
Si a un siglo de distancia proclamas, programas y fines de los dirigentes de las revoluciones de 1810 y 1910 eran tan diversos, ¿de dónde viene la extraña repetición de los gestos y las acciones de los protagonistas de las dos rebeliones, los pueblos indios de México?
Es que las imaginaciones de aquellos jefes respondían a una política renovada con los tiempos y sus circunstancias, una política a la cual identificaban muchas veces con la palabra progreso. En cambio los modos de estos otros, su violencia plebeya, provenían de una genealogía trasmitida por las generaciones sucesivas como experiencia y como herencia inmaterial: sentimientos, maneras de estar juntos, imaginaciones, costumbre, mundos de la vida.
Los programas de las elites revolucionarias apuntaban hacia una sociedad y una organización política futuras. Los gestos, las acciones, los métodos de lucha de los pueblos indígenas respondían a los agravios, las humillaciones, los despojos sufridos por ellos y sus ancestros en el pasado y se nutrían de esas experiencias heredadas y repetidas hasta el presente de sus propias vidas.
La rebelión surge de ese pasado y de él toma sus razones, sus motivos y sus métodos. Es herencia y es genealogía. La revolución que resulta de ella derriba las antiguas instituciones y establece otras nuevas. Es programa y es política. Pueden los motivos de la rebelión no ser antagónicos con los objetivos políticos de la revolución. Son ciertamente diferentes. Esta diferencia tomó forma material en la Revolución Mexicana de 1910, cuando los ejércitos campesinos de Zapata y de Villa terminaron enfrentados armas en mano con el Ejército Constitucionalista.
Cuando estalla una revolución, el momento de la rebelión es aquel que la cubre por completo, la llena de significados, se confunde con ella. El historiador entonces no se pregunta sólo qué pasó, sino cuál era el sentido de eso que había estado pasando. Son momentos que E. P. Thompson describió en un pasaje clásico acerca de las preguntas del historiador a esos pasados plebeyos sin registros:
Estas cuestiones, cuando examinamos una cultura de costumbres, a menudo tienen que ver menos con los procesos y lógicas de cambio que con la recuperación de precedentes estados de conciencia y texturas de las relaciones sociales y domésticas. Tienen que ver menos con devenir que con ser. A medida que algunos de los principales actores de la historia se alejan de nuestra atención –los políticos, los pensadores, los empresarios, los generales– un inmenso reparto secundario, que creíamos eran tan sólo figurantes en el proceso, avanzan hasta ocupar todo el proscenio. Si sólo nos preocupa el devenir, entonces hay periodos completos de la historia en los cuales un entero sexo ha sido descuidado por los historiadores, porque las mujeres rara vez son vistas como actores de primer orden en la vida política, militar o incluso económica. Si nos preocupa el ser, la exclusión de las mujeres reduciría entonces la historia a futilidad.
Vista desde este mirador, la rebelión es una irrupción del ser dominado en el acontecer político de la dominación, en su devenir. Para acercarse a aquélla el historiador necesita mirar y considerar lo que con su hacer expresan los cuerpos antes que cuanto con su decir trasmiten las palabras. Ninguna proclama de las dos revoluciones decía de abrir las cárceles, repartir los víveres, quemar los archivos de la justicia y de la propiedad y ajusticiar a los odiados. Eso hicieron sin embargo en ambos casos los rebeldes. Al historiador no le toca juzgar si estuvo bien o estuvo mal, sino registrar que así fue como fue. [4]
Develar esos momentos en la historia tiene que ver no sólo con registrar las ideas del conocer propias del tiempo y del lugar, sino también con indagar y recuperar los modos del hacer y del estar.
Aquellas ideas son ciertamente necesarias para organizar los objetivos de una revolución. Pero las formas, los lazos humanos y las imaginaciones a través de los cuales toma cuerpo esa organización vienen desde más atrás. Están en la memoria de los sublevados, en sus historias vividas y heredadas, en ese entramado que en los lugares de trabajo y de vida se trasmite de una generación a otra. Se trata de una historia de lugares y regiones y de los seres humanos que allí viven, trabajan, disfrutan y dan sentido a sus vidas.
Ese sentido es lo que E. P. Thompson nos propone indagar cuando nos dice que esos oscuros y verdaderos protagonistas de estas historias están preocupados por el ser antes que por el devenir. Es la sutil línea que, aun cuando sean partes de un mismo proceso histórico, distingue a la rebelión de la revolución.
2. El corte en el tiempo
La revuelta es un corte en el tiempo homogéneo de la historia, dice Walter Benjamin. Ella se nutre de la imagen de los antepasados oprimidos, no de la visión de los descendientes liberados. Los programas políticos proponen un futuro que será inaugurado por el devenir de la revolución. Pero la fuerza de la revuelta sin la cual ninguna revolución existe, proviene del cúmulo de despojos, agravios y humillaciones acumulados por las sucesivas generaciones. Forse una rabbia antica, generazioni senza nome, gli urlarono vendetta [Quizá una rabia antigua, generaciones innombrables, clamaron por venganza], decía una canción del italiano Francesco Guccini para explicar el sentido del gesto sin sentido de un maquinista ferroviario que a principios del siglo XX, allá en Bolonia, lanzó su locomotora loca contra un tren de lujo que corría en sentido opuesto. Teatros y estadios llenos de jóvenes coreaban esas estrofas en la Italia de los años setenta del siglo pasado.
La rebelión no habla del futuro, habla de la abolición de los agravios del pasado. Su violencia exasperada, en apariencia sin sentido y hasta a veces contraria a sus fines, viene de otro origen que las imaginaciones del porvenir. Viene de una interminable cadena de humillaciones y despojos, humillaciones propias y de los padres y de los abuelos. La revolución puede culminar en la Declaración de los Derechos del Hombre y ésta prolongarse en la proclama de Olympe de Gouges, pero la rebelión que la desencadena se iba organizando en aquellos ánimos de donde surgían los Cahiers de Doléances, los memoriales de agravios de la Revolución Francesa.
La revuelta quiere detener –o al menos interrumpir– el tiempo de la humillación y del desprecio. En sus Tesis sobre la historia, Walter Benjamin dibuja esta ruptura en una curiosa anécdota sobre la revolución de julio de 1830 en París:
Concluido el primer día de combates, sucedió que al caer de la noche la multitud, al caer la oscuridad, en diferentes barrios de la ciudad y al mismo tiempo, comenzó a atacar los relojes. Un testigo, cuya percepción se debió tal vez al azar de las rimas, escribió:
¡Quién podría creerlo! Se dice que, en furia con la hora, / unos nuevos Josués, al pie de cada torre / tiroteaban cuadrantes para parar el día. [5]
De ese corte en el tiempo homogéneo de la dominación reconocida y la obediencia aceptada puede resultar –o no– una revolución, un cambio en las leyes, las instituciones, la propiedad, las formas y los contenidos de la dominación misma. Tal ha sucedido en todas las revoluciones victoriosas: la francesa, la haitiana, la rusa, la china, la argelina, la vietnamita, la cubana, la boliviana, las dos revoluciones mexicanas.
Estos cambios vienen preparados por otros anteriores en las sociedades y se anuncian en los programas, las críticas y las actividades de las elites políticas. Pero no son esas elites, aun las radicales, las que dan cuerpo a la ruptura del antiguo orden y abren paso al nuevo. Son otros, los humillados y ofendidos, los protagonistas del acto material y corporal de la revuelta sin el cual no hay revolución sino, cuando más, cambio en el mando político establecido. Son aquellos a quienes la vida se les ha vuelto intolerable y para quienes la ruptura entre las elites –la del Antiguo Régimen y la revolucionaria– abre un espacio para irrumpir en el primer plano de la escena.
Tal vez en esa dicotomía espacial entre protagonistas y figurantes se encierra el secreto de lo que Benjamin, también en sus tesis, llamó una aporía fundamental:
La historia de los oprimidos es un discontinuum. La tarea de la historia consiste en apoderarse de la tradición de los oprimidos. [...] El continuum de la historia es el de los opresores. Mientras la representación del continuum conduce a la nivelación, la del discontinuum está en la base de toda tradición auténtica. La conciencia de la discontinuidad histórica es propia de las clases revolucionarias en el momento de su acción. [6]
Uno de los dirigentes de la revolución rusa de 1917, León Trotsky, desterrado desde 1929, pudo escribir su Historia de la revolución rusa, obra de escritor, protagonista, historiador y cronista de los acontecimientos. En el prólogo de este trabajo presentó su propia visión sobre la preservación de tradiciones del pasado en la génesis de las rupturas revolucionarias y sobre la relación entre la rebelión del pueblo y la política de sus dirigentes:
Las masas no van a una revolución con un plan preconcebido de sociedad nueva, sino con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de su clase tiene un programa político, el cual, sin embargo, necesita todavía ser sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las masas. [...] Sólo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los caudillos, que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante de este proceso. Sin una organización dirigente la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor. [7]
Su propuesta para explicar el proceso es, entonces, guiarse primero por el hacer de los insurrectos y sólo después por el decir de sus dirigentes. La línea divisoria entre aquel hacer y este decir es la que separa también rebelión y revolución.
Aunque en la realidad aparezcan confundidas –no hay revolución sin rebelión, decíamos–, en la tarea del historiador es fundamental reconocer esa línea. No pocas historias de las revoluciones mexicanas son historias de las políticas de los dirigentes, incluidos los más radicales, antes que de los motivos profundos de los oprimidos para rebelarse y de cuáles fueron los sentimientos y los procesos en sus conciencias que los decidieron a correr los riesgos de una rebelión.
Aquélla es hoy la tendencia dominante en las conmemoraciones oficiales de las dos revoluciones mexicanas. Habla en ellas la voz y la memoria de las instituciones estatales, es decir, la voz del orden surgido de las revoluciones y no las múltiples voces de la ruptura del orden precedente que fue la esencia de cada una de esas rebeliones. Son relatos del “continuum de la historia”, diría Benjamin, y no de la discontinuidad histórica encarnada en las revoluciones. Así la conmemoración estatal de las revoluciones mexicanas se convierte en un discurso del poder y de sus instituciones, como si la tarea y la misión de las rebeliones hubiera sido la de fundar ese poder y no la de destruir los poderes antes dominantes.
En esos discursos la continuidad ocupa el lugar de la discontinuidad y la permanencia desplaza a la impermanencia que es la esencia misma de cada rebelión.
3. Un tiempo fuera del tiempo
Nadie puede ignorar los cambios en la economía, las modificaciones en las normas y formas de la dominación o las crisis y rupturas en las elites dominantes que pueden estar en el origen de cada rebelión. Pero una tarea es el estudio de sus causas y otra la investigación de las formas que toma, de cuanto sucede en el seno mismo de la rebelión, de aquellos modos de hacer y de sublevarse que se repiten y renuevan a través de los tiempos.
Una rebelión, una huelga, una ocupación de espacios físicos o simbólicos es un modo de estar juntos y entre iguales, libres del mando extraño, y de establecer el lazo solidario más allá de los lazos de sangre familiares y de los lazos de los intercambios mercantiles, incluido el vínculo salarial.
Los lazos de una rebelión vienen del pasado y se han establecido en las regiones del trabajo en común (plantación, barco, mina, hacienda, industria, estudio) o de la vida en común (aldea, pueblo, barrio, ciudad). Llevan consigo cierto orgullo de los lugares nuestros, esos que nosotros, los que ahora nos rebelamos, hicimos con nuestro trabajo y con nuestras vidas. Son los lugares donde se fue creando en el pasado el sentimiento de comunidad propio de toda rebelión. De ellos surgió la consigna de los Industrial Workers of the World: “An injury to one is an injury to all” - Un agravio a uno es un agravio a todos.
Ese sentimiento de comunidad, propio de la historia subalterna, tiene sus sitios sagrados y sus lugares simbólicos. Este orgullo de los lugares nuestros suele trasmitirse entre generaciones aunque no esté registrado en las historias. Pasa por las narraciones, las canciones, los relatos de los antiguos a los modernos y de los viejos a los jóvenes, aunque después modernos y jóvenes los adapten a sus nuevos usos. Pero en una fábrica, un barrio del trabajo, una aldea campesina, una comunidad indígena, en esa trasmisión los relatos del tiempo fuera del tiempo perduran y se renuevan como organizadores de los sentimientos.
De esas narraciones y de sus auras se nutrirán las futuras rebeliones, o protestas, o desafíos, aunque sus motivos y razones serán tan diferentes como los nuevos tiempos. Esas narraciones, sin embargo, tienen algo en común. Recuerdan, repiten, recrean aquellos momentos discontinuos en que se rompió la continuidad de la humillación impuesta por el poder a sus dominados, mucho más cuando ese poder se afirma en la línea de la distinción racial.
Por eso los relatos y los mitos de las rebeliones pasadas, en vez de registrar en primer lugar los cambios económicos destacados en tantas historias, recuerdan y celebran ante todo los momentos y los lugares de la ruptura de la humillación y del mundo puesto al revés. No es que aquéllos no importen. Es que son éstos los momentos míticos de la revuelta.
El triunfo de la Revolución se propone perpetuarlos. Pero ellos tienden a disolverse, aun cuando no desaparezcan del todo, en el nuevo orden que por necesidad establece la revolución triunfante. Si ese orden se congela en un puro mando autoritario o despótico, como ha sido recurrente en las revoluciones del siglo pasado, aquellos relatos y aquellos mitos vuelven a sus lugares subalternos y se recrean bajo nuevas e insólitas formas.
Esta distinción entre revolución y rebelión, aun cuando ambos acontecimientos se presentan confundidos, es capital para la tarea del historiador. Pues una revolución no es sólo lo que dicen los libros o lo que proponen los programas de sus dirigentes, sino sobre todo lo que hace el pueblo que se rebela.
La genealogía de este hacer es un objeto de estudio prioritario para el investigador de las revoluciones y rebeliones, sus programas políticos, sus acciones y sus imaginaciones.
4. El otro sol
En su manuscrito Sobre el concepto de historia, Walter Benjamin anotó esta tesis:
La lucha de clases, que nunca deja de estar presente para el historiador formado en el pensamiento de Marx, es un enfrentamiento en torno a cosas toscas y materiales sin las cuales no pueden subsistir las cosas finas y elevadas. Sin embargo, sería un error pensar que, en la lucha entre las clases, estas últimas sólo aparecen como botín destinado al vencedor. Para nada es así, puesto que ellas se afirman precisamente en el corazón mismo de ese enfrentamiento. Allí aparecen y se mezclan entre sí tomando las formas de la fe, la valentía, la astucia, la perseverancia y la decisión. Y la irradiación de estas fuerzas, lejos de ser absorbida por la lucha misma, se prolonga en las profundidades del pasado humano. Toda victoria que alguna vez haya sido conquistada por los poderosos, aquéllas jamás han cesado de disputarla. Como esas flores que se mueven hacia el sol, las cosas pasadas, movidas por un heliotropismo misterioso, se vuelven hacia ese otro sol que está surgiendo en el horizonte de la historia. Nada hay menos visible que este cambio. Nada más importante, tampoco. [8]
Revuelta y revolución, el águila y el sol. Será historiadora de una revolución quien sepa ver en su seno la revuelta, sin confundirlas en una y sin separarlas en dos.
* Conferencia magistral en el centenario de la Revolución Mexicana - Université du Québec à Montréal, 12 octubre 2010; y University of California, Berkeley, 23 octubre 2010.
NOTAS
1. Indios e indígenas actuaron en los conflictos de 1808 a 1821, de diversas maneras participando en la creación de la nación mexicana. Pero sus participaciones raramente unieron una búsqueda de derechos de indios y la promoción de la nación. El derecho indígena, las Repúblicas de Indios, los Juzgados de Indios eran invenciones coloniales, políticas de la monarquía española. La nación y el liberalismo que muy pronto llegaron a guiar la nación nacieron en oposición al derecho indígena. No es de sorprender que por décadas muchos indígenas negociaran para limitar la nación y el liberalismo, luchando en momentos clave en contra del poder nacional y los programas liberales. (John Tutino, "Indios e indígenas en las guerras de Independencia y en las revoluciones zapatistas", ponencia presentada en el coloquio Miradas sobre la historia, FCPS-Colmex, noviembre 2009).
2. Eric Van Young, La otra rebelión – La lucha por la independencia de México, 1810-1821, FCE, México, 2006, p. 260.
3. Felipe Arturo Ávila Espinosa, Entre el porfiriato y la revolución – El gobierno interino de Francisco León de la Barra, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2005, p. 21.
4. Edward P. Thompson, History and Anthropology, en Making History – Writings on History and Culture, The New Press, New York, 1995, ps. 204-205.
5. Walter Benjamin, Écrits français, Gallimard, París, 1991, p. 346.
6. Ibid., p. 352.
7. León Trotsky, Historia de la revolución rusa, Juan Pablos Editor, México, 1972, vol. I, p. 15.
8. Walter Benjamin, op. cit., p. 341.
Fuente: La Jornada, http://www.jornada.unam.mx/2010/11/20/index.php?section=opinion&article=004a1pol
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