Diego
Tatián
Tatián, Diego. “Filosofía como
meditación de la vida”, La lámpara de
Diógenes, nos. 12-13, 2006, pp. 194-201.
S. Kortholt, de cuyo
nombre tenemos sólo la inicial, viajó a La Haya en 1695 para obtener noticias
de primera mano acerca de la vida del célebre filósofo Baruch Spinoza, que
hacía algunos años había muerto en la ciudad. Seguramente, la curiosidad tuvo
origen en un libro que su padre, Christian Kortholt, teólogo renombrado de la
universidad de Kiel, había publicado en 1680 bajo el título De tribus impostoribus –donde los
impostores no son, como sostiene la tradición libertina en libros homónimos,
Moisés, Cristo y Mahoma, sino Hobbes, Herbert de Chersbury y Spinoza.
Entre otras personas, el intrigado
viajero entrevistó al pintor Van der Spyck, último hospedero del filósofo, en
cuya casa lo encontró la muerte. El Spinoza que resulta de esas notas de viaje
es un “ateo malvado”, un “hombre ávido de gloria y ambicioso”, “padre de
monstruosísimas opiniones”, y sus obras son descriptas como “engendros de una
fantasía errática y espectros repugnantes de la puerta infernal, dignos de ser
devueltos al orco, del que habían venido, a fin de que no pudiesen arrastrar a
sus lectores a las inextinguibles llamas”.
En un pasaje del
horrorizado relato, el joven Kortholt proporciona su argumento mayor y más
contundente contra tan monstruosa filosofía y tan pernicioso filósofo: “Demasiado
diligente –escribe-- [Spinoza] se entregaba al estudio incluso en plena noche y
la mayor parte de sus tenebrosos libros fueron elucubrados entre las diez de la
noche y las tres de la madrugada... [Así] comenzó a ponerse enfermo, agotado
por el trabajo nocturno. Siempre pensaba, sin embargo, en la vida, y ni le
venía en mente la muerte inminente...”. [1] Meditatio
vitae contra timor mortis. En
efecto, no encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de pensadores
que hayan concebido a la filosofía como una “meditación de la vida”; sin duda,
en lo que concierne a esto es posible marcar una sintonía muy especial con la
tradición epicúrea y con Lucrecio en particular --a la que más adelante vamos a
referirnos. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una articulación
explícita en el llamado “neospinozismo” del siglo XVIII, sobre todo en la obra
de La Mèttrie. La crítica de los remordimientos, de la tristeza y del carácter
melancólico en general, [2] los revela como formas derivadas del “culto de la
muerte” que, desde muy antiguo, la filosofía reconoce ser su ejercicio más
eminente. De cuño platónico, la idea de la filosofía como un “ejercitarse para
morir” [3] tiene tal vez su estación más significativa en el estoicismo romano,
desde la afirmación de Cicerón (autor que no podría ser considerado como un
estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta sin duda una matriz estoica
importante), según la cual “la vida de los filósofos... es un comentario de la
muerte (comentatio mortis est)”, [4]
hasta Epicteto (“Que la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen
terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la muerte...”), [5]
Marco Aurelio (“La perfección moral es esto: pasar cada día como el último”), [6]
y --sobre todo-- Séneca. El estoicismo y el cinismo romanos son sabidurías de
vida --y de muerte-- a la vez que filosofías de resistencia a la tiranía de los
Césares.
Si bien es a la
filosofía estoica como meditatio mortis
que Spinoza pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual “El
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una
meditación de la muerte sino de la vida (non
mortis, sed vitae meditatio est)”, [7] la demostración subsiguiente matiza
la oposición. “Un hombre libre --dice Spinoza allí--... no se deja llevar por
el miedo a la muerte (Homo liber...
mortis Metu non ducitur)”, lo cual es también una idea eminentemente
estoica. [8] La liberación del miedo a la muerte --mediante la meditatio vitae en Spinoza; a través de
la meditatio mortis en el estoicismo--
es el objetivo común --y acaso lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un
ars moriendi, lo es sólo en la medida
en que coincide con un ars vivendi.
Por esto habla Epicteto, respecto a las promesas de la filosofía, de una téchne perí bíon, [9] esto es de un
“arte de la vida”, y también de una epistéme
perí bíon, [10] de una “sabiduría de la vida”. El ars moriendi estoico no es una libido
moriendi, ni tiene vinculación alguna con el “muero porque no muero”
teresiano, fascinación por la muerte que en la cultura filosófica contemporánea
tiene acaso su exponente mayor en el pensamiento de Georges Bataille. La
meditación estoica de la muerte deberá más bien ser comprendida como un
ejercicio de libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos
hallamos sometidos, esto es, como una condición para desatemorizar la vida.