16 septiembre, 2016

Filosofía como meditación de la vida

Diego Tatián

Tatián, Diego. “Filosofía como meditación de la vida”, La lámpara de Diógenes, nos. 12-13, 2006, pp. 194-201.

S. Kortholt, de cuyo nombre tenemos sólo la inicial, viajó a La Haya en 1695 para obtener noticias de primera mano acerca de la vida del célebre filósofo Baruch Spinoza, que hacía algunos años había muerto en la ciudad. Seguramente, la curiosidad tuvo origen en un libro que su padre, Christian Kortholt, teólogo renombrado de la universidad de Kiel, había publicado en 1680 bajo el título De tribus impostoribus –donde los impostores no son, como sostiene la tradición libertina en libros homónimos, Moisés, Cristo y Mahoma, sino Hobbes, Herbert de Chersbury y Spinoza.

Entre otras personas, el intrigado viajero entrevistó al pintor Van der Spyck, último hospedero del filósofo, en cuya casa lo encontró la muerte. El Spinoza que resulta de esas notas de viaje es un “ateo malvado”, un “hombre ávido de gloria y ambicioso”, “padre de monstruosísimas opiniones”, y sus obras son descriptas como “engendros de una fantasía errática y espectros repugnantes de la puerta infernal, dignos de ser devueltos al orco, del que habían venido, a fin de que no pudiesen arrastrar a sus lectores a las inextinguibles llamas”.

En un pasaje del horrorizado relato, el joven Kortholt proporciona su argumento mayor y más contundente contra tan monstruosa filosofía y tan pernicioso filósofo: “Demasiado diligente –escribe-- [Spinoza] se entregaba al estudio incluso en plena noche y la mayor parte de sus tenebrosos libros fueron elucubrados entre las diez de la noche y las tres de la madrugada... [Así] comenzó a ponerse enfermo, agotado por el trabajo nocturno. Siempre pensaba, sin embargo, en la vida, y ni le venía en mente la muerte inminente...”. [1] Meditatio vitae contra timor mortis. En efecto, no encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de pensadores que hayan concebido a la filosofía como una “meditación de la vida”; sin duda, en lo que concierne a esto es posible marcar una sintonía muy especial con la tradición epicúrea y con Lucrecio en particular --a la que más adelante vamos a referirnos. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una articulación explícita en el llamado “neospinozismo” del siglo XVIII, sobre todo en la obra de La Mèttrie. La crítica de los remordimientos, de la tristeza y del carácter melancólico en general, [2] los revela como formas derivadas del “culto de la muerte” que, desde muy antiguo, la filosofía reconoce ser su ejercicio más eminente. De cuño platónico, la idea de la filosofía como un “ejercitarse para morir” [3] tiene tal vez su estación más significativa en el estoicismo romano, desde la afirmación de Cicerón (autor que no podría ser considerado como un estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta sin duda una matriz estoica importante), según la cual “la vida de los filósofos... es un comentario de la muerte (comentatio mortis est)”, [4] hasta Epicteto (“Que la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la muerte...”), [5] Marco Aurelio (“La perfección moral es esto: pasar cada día como el último”), [6] y --sobre todo-- Séneca. El estoicismo y el cinismo romanos son sabidurías de vida --y de muerte-- a la vez que filosofías de resistencia a la tiranía de los Césares.

Si bien es a la filosofía estoica como meditatio mortis que Spinoza pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual “El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte sino de la vida (non mortis, sed vitae meditatio est)”, [7] la demostración subsiguiente matiza la oposición. “Un hombre libre --dice Spinoza allí--... no se deja llevar por el miedo a la muerte (Homo liber... mortis Metu non ducitur)”, lo cual es también una idea eminentemente estoica. [8] La liberación del miedo a la muerte --mediante la meditatio vitae en Spinoza; a través de la meditatio mortis en el estoicismo-- es el objetivo común --y acaso lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un ars moriendi, lo es sólo en la medida en que coincide con un ars vivendi. Por esto habla Epicteto, respecto a las promesas de la filosofía, de una téchne perí bíon, [9] esto es de un “arte de la vida”, y también de una epistéme perí bíon, [10] de una “sabiduría de la vida”. El ars moriendi estoico no es una libido moriendi, ni tiene vinculación alguna con el “muero porque no muero” teresiano, fascinación por la muerte que en la cultura filosófica contemporánea tiene acaso su exponente mayor en el pensamiento de Georges Bataille. La meditación estoica de la muerte deberá más bien ser comprendida como un ejercicio de libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos hallamos sometidos, esto es, como una condición para desatemorizar la vida.

03 septiembre, 2016

Ontología de la generosidad

Diego Tatián

Fragmento de Diego Tatián, “Ontología de la generosidad”, en Diego Tatián (comp.), Spinoza. Cuarto coloquio, Córdoba, Brujas, 2008, pp. 455, 462-467.

Una reflexión filosófica sobre la generosidad que busque poner de manifiesto su múltiple relevancia ética, política, ontológica, comenzará por constatar su casi total inexistencia en el léxico filosófico contemporáneo, así como su rareza en la historia del pensamiento. ¿Hay una dimensión práctica de la generosidad --como la hay de la fraternidad, la solidaridad, la piedad o la clemencia- capaz de revestirla de una cierta importancia filosófica? ¿Se trata de una pasión, de un afecto, de una virtud, acaso de una decisión o una conducta estrictamente racional?

[…]

En las tres últimas partes de la Ética Spinoza invoca la generosidad (generositas) y la firmeza (animositas), como dos afectos activos definidos en tanto formas de la fortaleza (fortitudo). Seguramente, el vocablo generositas es tomado aquí de la traducción de Les passions de l’âme al latín realizada por Henri Desmarets, libro que constaba en la biblioteca de Spinoza. Hasta entonces, la lengua filosófica latina remite a la tradición ciceroniana --que no era desconocida por el autor de la Ética-- con términos tales como magnanimitas, liberalitas, benignitas, largitas o amplitudo [17].

El tránsito de la générosité cartesiana a la generositas spinozista registra la diferencia entre dos teorías de los afectos con presupuestos muy distintos, a su vez indicio del hiato que separa dos antropologías. Mientras Descartes considera que la admiración es la primera de todas las pasiones, Spinoza postula que el afecto primitivo es el deseo. Por un lado, una filosofía de la conciencia que explica la pasión en virtud de una inadecuación entre ella y su objeto: “cuando el primer encuentro de algún objeto nos sorprende, y juzgamos que es nuevo o muy diferente de lo que conocíamos con anterioridad o bien de lo que suponíamos que debía ser, esto hace que nos admiremos y quedemos asombrados. Y porque esto puede suceder antes de que conozcamos en absoluto si ese objeto nos resulta conveniente o no, me parece que la admiración es la primera de todas las pasiones” (Les passions de l’âme, art. 53). Por otro lado, una filosofía del deseo que abandona los dualismos entre el sujeto y el objeto, el alma y el cuerpo, etc., en favor de la unidad de la sustancia cuya potencia infinita es expresada por los modos en tanto fuerzas productivas: “El deseo (cupiditas) es la esencia misma del hombre, en cuanto que se concibe determinada por cualquier afección suya a hacer algo” [18]. Lo que este “pasaje de la admiración al deseo” pone en juego son dos ideas de libertad; el tránsito de “una libertad concebida como capacidad de dominio, a una libertad concebida como potencia y expansión de los afectos. Al hombre cartesiano, ser de cultura, le seguiría el hombre spinociano, ser de naturaleza” [19].