Etienne
Balibar
Etienne Balibar, “El Tratado político: una ciencia del
Estado”, en Spinoza y la política,
Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 67--90.
Algunos años separan el Tratado político, inconcluso a la muerte
de Spinoza, del Tratado
teológico-político. Sin embargo tenemos la impresión de cambiar de
universo. No se trata más de una extensa argumentación exegética, tampoco de
una estrategia persuasiva destinada a hacer comprender poco a poco al lector
las causas de una crisis inminente y los medios para conjurarla, sino más bien
de una exposición sintética --sino "geométrica" como en la Ética-- que reenvía explícitamente a los
principios racionales y presenta todos los rasgos de la ciencia.
La diferencia no es
solamente de estilo: se apoya también sobre articulaciones teóricas, y sobre el
sentido político de la argumentación. Más de un lector se habrá confundido con
ella. De una obra a la otra relevamos ciertos elementos esenciales de continuidad:
ante todo la "definición" de derecho natural del poder, a la cual,
veremos, Spinoza confiere ahora un significado radical. Igualmente encontramos
la tesis del TTP la cual propone que la libertad de pensar es incoercible y así
queda pues fuera del alcance del soberano (TP, III, 8). Sin embargo ya no está
atada indisociablemente a la libertad de expresión de las opiniones, al menos
explícitamente. Pero los contrastes no son menos impresionantes: Spinoza no
hace más referencia al "pacto social" como un momento constitutivo de
la sociedad civil. La tesis contundente --casi una prescripción-- según la cual
"la finalidad del Estado es la libertad" no es más enunciada. Por el
contrario, encontramos allí: "La finalidad de la sociedad civil no es
ninguna otra que la paz y la seguridad" (TP, V, 2). Por último, aunque
Spinoza nos reenvía varias veces a los análisis del TTP referidos a la
religión, el lugar de ésta en la construcción política aparece subordinado, si
no marginal, y su concepto incluso parece profundamente modificado. La
"teocracia" no tiene derecho más que a una alusión, y no designa más
que un modo de elección del rey entre otros. (TP, VII, 25). La noción de una
"verdadera Religión" no juega ningún rol; por el contrario Spinoza
introduce, a propósito de la aristocracia, la de una "religión de la
patria", que suena más bien como un eco de la tradición de las ciudades
antiguas.
Todo esto perfila
finalmente cualquier otra relación con la historia. Por este hecho, incluso el
concepto de historia no puede ser exactamente el mismo. Subordinada a la
teoría, la historia constituye para ésta un campo de ilustración e
investigación, no un marco orientado en el cual los "momentos"
irreversibles impondrían sus obligaciones a la política. En consecuencia, la
Biblia no tiene que jugar más un rol central, más que como historia
"santa", incluso sometida a una refundación crítica, no es una fuente
de enseñanzas políticas privilegiadas. Más que un desplazamiento de ciertos
conceptos, parece más bien que nos enfrentásemos con una problemática nueva.
Después
de 1672: nueva problemática
¿Por qué estas
transformaciones? Sin duda éstas corresponden al género diferente de la obra.
En lugar de una intervención militante, obligada a tener en cuenta los
cuestionamientos y el lenguaje de aquellos que debe combatir o convencer, el TP
se presenta como un libro de teoría que tiene por objeto, más allá de tal o
cual coyuntura, los "fundamentos de la política" --estos fundamentos
que el TPP había evocado aplazando su elaboración completa para más tarde. Sin
duda éste recalca enseguida que la teoría y la práctica (praxis) son indisociables, pero para agregar de inmediato --demarcándose
de la Política de Aristóteles-- que
"la experiencia (experientia) ya
mostró todos los tipos de Estado (Civitas)
que pueden concebirse, para asegurar la concordia entre los hombres" (TP,
III, 1).
Pero esta razón es aún
demasiado formal. Ella recubre, me parece, una causa más decisiva: la
conjunción de las dificultades internas del TTP (de las cuales intenté de dar
una idea) y del acontecimiento histórico que sobrevino entre tanto, la
"revolución" orangista marcada por la derrota del Partido de los
Regentes y por la irrupción efímera de la violencia de masas en la política de
las Provincias Unidas. Encontramos indicadores inequívocos de ésta en los
pasajes donde Spinoza se interroga sobre las causas de disolución de los
regímenes aristocráticos, a los cuales asimila ahora a la República holandesa
(TP, IX, 14; XI, 2). Y más en general en su búsqueda verdaderamente obsesiva de
los medios para "contener a la multitud" (TP, I, 3; VII, 25; VIII,
4-5; VIII, 13; IX, 14).
¿Podemos, según el
contenido mismo que él da a su teoría, reconstruir la manera en la cual ese
acontecimiento se le apareció? Pasada la primera reacción de dolor y de
indignación causada por el asesinato de sus amigos y la caída del régimen que
le parecía como el mejor; no es cierto que Spinoza haya visto en la
"revolución" de 1672 la realización exacta de los temores que él compartía
con los adversarios del partido monárquico. El hecho es, en principio, que el
príncipe de Orange defiende victoriosamente la patria (contra la invasión
francesa). Por otra parte, el poder personal que se le atribuye no es
institucionalmente una monarquía hereditaria. Forzada a someterse a la
"dictadura" del jefe militar, la clase de los Regentes no es
completamente desplazada del poder: un compromiso interviene. Finalmente, es
verdad que el nuevo régimen satisfacía ciertas reivindicaciones del partido
calvinista en materia de censura de opiniones (es en 1674 que los Estados prohíben
oficialmente el TTP y la obra del cartesiano Louis Meyer amigo de Spinoza sobre
la interpretación de las Escrituras, al mismo tiempo que el Leviatán de Hobbes y la selección de
textos de la "herejía" sociniana: abanico completo de todo lo que los
predicadores juzgan peligroso para la fe; Spinoza renuncia entonces a publicar
la Ética). Pero de esto no resulta
sin embargo una sujeción completa del Estado a las autoridades religiosas. Más bien
se ve disociarse el "frente" heterogéneo de adversarios de la
República. Por una parte, el partido "teocrático" frustró sus
esperanzas y la unidad de la clase dirigente se recompone en torno de un nuevo
equilibrio, que puede parecer bastante más inestable que el precedente.
La cuestión de la
libertad permanece así pues planteada. Mejor: ella debe ser planteada respecto
de cada régimen, no como una cuestión incondicional, sino como un problema
práctico de los efectos de su funcionamiento. (TP VII, 2; VII, 15-17; VII, 31;
VIII, 7; VIII, 44; X, 8, etc.) Si no son todos equivalentes, ningún régimen es
formalmente más incompatible con la afirmación de la individualidad, con lo que
el TP (V, 7) llama una "vida humana". Se trata de descubrir las
condiciones de ésta para cada uno. Por el contrario, lo que se vuelve más
enigmático, es el sentido que se acuerda conferir a la noción de absolutismo.
Es necesario aquí traer
a la memoria el largo debate contemporáneo en torno a esta noción del cual no
evocaremos más que algunos aspectos. Es sabido que en esa época, tanto en
Holanda como en Francia o Inglaterra, frente a los teóricos del absolutismo del
derecho divino (como Bossuet, quien había leído detenidamente el TTP), otra
concepción del absolutismo se nutría de la lectura de Maquiavelo, de la cual
los "libertinos" sacaron la doctrina de la razón de Estado. No es una
casualidad que, a partir de su primer párrafo, el TP nos presente una antítesis
entre dos tipos de pensamiento político. Uno es denunciado como "utópico"
(según el título del famoso libro de Thomas Moro): el de los filósofos
platónicos que buscan deducir la constitución ideal de la Ciudad de la Idea de
Bien y de la hipótesis de una naturaleza humana racional, atribuyendo los
defectos de las constituciones reales a sus "vicios" y perversiones.
El otro, realista (y potencialmente científico), sería el de los
"prácticos", los "políticos", de los cuales Maquiavelo es
el caso. Aunque Spinoza remarca que el propósito de éste no está totalmente
claro (TP, V, 7), lo defiende y lo discute (cf. también, TP X, 1). Él saca de
allí la idea de que el valor de las instituciones no tiene nada que ver, ni con
la virtud, ni con la piedad de los individuos. Este debe poder manifestarse
independientemente de esta condición. La regla fundamental sobre la que basa el
TP es enunciada muchas veces:
Por consiguiente, un Estado cuya
salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien
administrados si quienes los dirigen quieren hacerlo con fidelidad, no será en
absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos
públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto
si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser
desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa
qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal que sean bien
administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud
privada, mienuas que la virtud del Estado es la seguridad. (TP, I, 6)
Si la naturaleza humana estuviese
constituida de suerte que los hombres desearan con más vehemencia lo que les es
más útil, no haría falta ningún arte para lograr la concordia y la felicidad.
Pero, como la naturaleza humana está conformada de modo muy distinto, hay que
organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan, como los
que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común
(...) (TP, VI, 3).
De estas formulaciones ¿concluiremos
que Spinoza retoma por su cuenta el pesimismo antropológico que la tradición
conservó de Maquiavelo ("Los hombres son malvados": El príncipe, capítulo 18)? Encontraremos
esta cuestión más adelante. La confrontación que se impone más de inmediato, es
la del TP y el pensamiento de Hobbes, aquella de las dos obras mayores, la De Cive (Tratado del Ciudadano, 1642) y el Leviatán (1651) que habían sido rápidamente introducidas y
discutidas en Holanda. Hobbes considera en primer lugar que las nociones de
"derecho" y de "ley" son antitéticas, "como la
libertad y la obligación". El derecho natural del hombre, es decir su
libertad individual originaria, es por lo tanto en sí misma ilimitada. Pero es
también autodestructor, puesto que cada derecho invade sobre todos los demás,
en una "guerra de todos contra todos", en la cual su vida misma está
amenazada. Lo que engendra una contradicción insostenible, puesto que el
individuo busca ante todo su propia conservación. Así pues, es necesario salir
de la misma. Para que se establezca la seguridad, es necesario que el derecho
natural ceda el lugar a un derecho civil, a un orden jurídico que no puede
resultar más que de una obligación superior absolutamente indiscutible. AI
estado de naturaleza (es decir a los individuos independientes) lo substituye
entonces un individuo "artificial", un "cuerpo político",
en el cual la voluntad de los individuos está completamente representada por la
del soberano (la ley). Por el "contrato social" se supone que los
individuos instituyen por sí mismos esta representación. Al mismo tiempo el
cuerpo político aparece indivisible (tanto tiempo como él subsista), del mismo
modo que la voluntad del soberano. La equivalencia del poder y del derecho está
establecida (o restablecida), pero ésta no vale más que para el soberano mismo,
excluyendo a los ciudadanos privados a quienes les son concedidos espacios de
libertad condicional, más o menos grandes según lo exijan las circunstancias.
Es verdad que se encuentra siempre incluida en ésta como mínimo la propiedad
privada, cuya garantía por el Estado es la contrapartida del contrato. Tal es,
esquemáticamente, el absolutismo de Hobbes, fundado sobre lo que se puede
llamar un "individualismo posesivo".
A partir del año 1660,
los teóricos del partido republicano holandés (uno de ellos Lambert de
Velthuysen, corresponsal de Spinoza: cf. cartas XLII-XLIII y LXIX) habían
utilizado la teoría hobbesiana a su vez contra la idea del "derecho
divino" y contra la de un "equilibrio" de poderes entre el Estado
y los cuerpos de magistrados municipales o provinciales. No sin paradojas:
puesto que el absolutismo jurídico en Hobbes, es de hecho indisociable de una
toma de posición por la monarquía; solamente la unidad de la persona del
soberano garantiza la unidad de su voluntad, así pues la indivisibilidad del
cuerpo político contra las facciones.
Spinoza, ya lo veremos,
comparte el objetivo de un "Estado fuerte" y la exigencia de
indivisibilidad que se asignaban los teóricos republicanos. Reconoce la
conveniencia del principio propuesto por Hobbes: el Estado cumple con su
finalidad cuando, concentrado todo el poder, asegura al mismo tiempo su
seguridad y la de los individuos. Pero él rechaza explícitamente la distinción
de "derecho natural" y "derecho civil" (cf. carta L a
Jelles y nota XXXIII agregada al TTP) y con esta, los conceptos de
"contrato social" y de "representación". Además, no
contento con afirmar que la democracia puede, ella también, ser
"absoluta", sostiene-contra todos sus contemporáneos- que el Estado
"absolutamente absoluto" (omnino
absolutum) sería, en ciertas condiciones, la democracia (TP, VIII, 3; VIII,
7; X, 1). Pero se pregunta al mismo tiempo porqué la "República
libre" de los grandes burgueses de Ámsterdam y de La Haya no era y no
podía sin duda volverse "absoluta" en este sentido. Lo que lo conduce
a una cuestión que no se planteaban ni Hobbes ni incluso Maquiavelo; y que el
TTP no había tratado más que de una manera unilateral: la de los fundamentos
populares de la fuerza de los Estados, en los movimientos de la
"multitud" misma. Cuestión inédita, al menos en tanto que objeto de
análisis teórico, de la cual se podría decir que obligaba a mostrarse más
"político" aún que los "políticos" mismos...