Etienne
Balibar
Etienne Balibar, “El Tratado teológico-político: un
manifiesto democrático”, en Spinoza y la
política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 43-66.
Lo que hace a la
dificultad --y al interés-- de la teoría política expuesta en el TTP, es la
tensión que ésta conlleva entre nociones aparentemente incompatibles (y que no
dejan hoy de ser percibidas como tales). Esa tensión nos parece enseguida como
una tentativa de superar los equívocos de la idea de "tolerancia". Lo
analizaremos examinado primero las relaciones entre la soberanía del Estado y
la libertad individual. Lo que nos conducirá, por una parte, a cuestionar la
tesis del fundamento "natural" de la democracia, y por la otra, a discutir
la concepción spinozista de la historia y su original clasificación de los
regímenes políticos (teocracia, monarquía, democracia).
Derecho
de soberanía y libertad de pensamiento
Toda soberanía del
Estado es absoluta, si no ésta no sería tal. Los individuos, nos dice Spinoza,
no podrían substraer su actividad de ésta sin encontrarse en la posición de
"enemigo público", con sus riesgos y peligros (cf. Cap. XVI). Por lo
tanto todo Estado, si quiere asegurar su estabilidad, debe conceder a los
individuos mismos una libertad máxima de pensar y expresar sus opiniones (cf.
Cap. XX). ¿Cómo conciliar estas dos tesis, de las cuales una parece inspirada
en una concepción absolutista, por no decir totalitaria, mientras que la otra
parece expresarnos un principio democrático fundamental? Spinoza nos lo dice él
mismo al final de su libro: aplicando una regla fundamental, que reposa sobre
la distinción de los pensamientos y los discursos por un lado, y las acciones
por el otro:
El verdadero fin del Estado es, pues,
la libertad. Hemos visto, además, que, para construir el Estado, éste fue el
único requisito, a saber, que lodo poder de decisión estuviera en manos de
todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el libre juicio de los hombres es
sumamente variado y que cada uno cree saberlo todo por sí solo; y como no puede
suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que hablen al unísono, no
podrían vivir en paz, si cada uno no renunciara a su derecho de actuar por
exclusiva decisión de su alma (mens).
Cada individuo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero
no de razonar y de juzgar Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho
de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede
pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a
hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con
engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su
decisión, algo nuevo en el Estado. Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba
que una ley contradice a la sana razón y estima, por tanto, que hay que
abrogarla. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema
potestad (la única a la que incumbe dictar y abrogar leyes) y no hace, entre
tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito ante el
Estado, como el mejor de los ciudadanos. Mas, si, por el contrario, obra así
para acusar al magistrado y volverle odioso a la gente; o si, con el ánimo
sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de la voluntad del magistrado, es
un perturbador declarado y un rebelde (TTP, 411-412).
Esta regla plantea
muchos problemas. En primer lugar de interpretación: nos hace
considerar lo que
Spinoza explicaba en el capítulo XVII a propósito de la obediencia. Ésta no
reside en el móvil por el cual se obedece, sino en la conformidad con el acto.
"Por tanto, del hecho de que un hombre haga algo por propia decisión, no
se sigue sin más que obre por derecho propio y no por el derecho del
Estado" (TTP, 351). El estado en este sentido es el autor supuesto de
todas las acciones conformes a la ley, y todas las acciones que no son
contrarias a la ley son conformes a la ley. A continuación, un problema de
aplicación; como Spinoza mismo lo muestra, ciertos discursos son acciones, en
particular aquellos que enuncian juicios sobre la política del Estado y que
pueden serle un obstáculo. Será necesario por lo tanto determinar "hasta
qué punto se puede y debe conceder a cada uno esa libertad" (TTP, 410), o
más aún "qué opiniones son sediciosas en el Estado" (TTP, 413). Ahora
bien la respuesta a esta cuestión no depende solamente de un principio general
(excluye las opiniones que, implícita o explícitamente, tienden a la alteración
del pacto social, es decir los llamados a "cambiar la forma" del
Estado que ponen en peligro su existencia misma), sino del hecho de que el
Estado sea o no "corrupto". Es solamente en un Estado sano donde la
regla, que tiende precisamente a su conservación, es claramente aplicable.