Cecilia Abdo Ferez
La teoría del
conocimiento en Spinoza puede interpretarse como una teoría de la producción
de efectos que intenta romper con la relación entre subjetivismo y error
que estaba presente en la tradición moderna –sobre todo, en la obra de René
Descartes--. La tradición moderna pensaba al error como la sombra de la verdad,
como su defecto y su carencia. Para esa tradición era irrelevante
analizar el contenido del error o preguntarse por su lógica, porque lo falso
era aquello que sería desechado o diluido --una vez develado--, frente a la
evidencia de la presencia de la verdad. Spinoza, por el contrario, no obstante
traza una ruptura entre lo verdadero y lo falso, otorga a ambos necesidad (1). Lo falso no es una
pérdida, ni debe cesar de existir, sino que es efecto necesario de un proceso
de producción de conocimiento, que se distingue del proceso de producción del
conocimiento verdadero por tener fuentes y normas de producción
distintas (2). Spinoza concibe entonces al conocimiento como varios y no
unificados procesos de producción de efectos –predominantemente, las ideas,
pero también otros modi cogitandi--, efectos que son producidos desde
fuentes diversas y que, al ser fuerzas, pueden incluso contraponerse entre sí.
Las ideas falsas son producidas necesariamente también y por ello puede conocerse
su lógica de producción (la lógica de producción necesaria de lo falso), su
contenido y su fuerza de existir; algo que, como bien dirá Pierre-François
Moreau, abre la puerta a la formulación de una teoría de la ideología como proceso
autónomo y real (aunque no verdadero) de discurso social (3).
Para formular
una teoría de la producción necesaria de lo falso, Spinoza deconstruye en
el libro II de la Ética el modelo cartesiano de conocimiento. Ese modelo
implicaba, a grandes rasgos, tres fuerzas: el entendimiento, los sentidos y la
voluntad. Lo falso no tiene en Descartes causas objetivas, porque no hay error en
el conocimiento natural. El error surge cuando la voluntad sobrepasa los
límites del entendimiento. Si nos restringiéramos a observar lo que es simple en
un problema y lo que podemos comprender intelectualmente, y además afirmáramos
lo que esta visión del entendimiento nos presenta, el error se vería diluido y
los prejuicios, apartados. Como dirá Moreau, otra vez, en relación a Descartes:
“En última instancia, el error no tiene otra causa que la misma voluntad: es
el gesto radical de un Sujeto, que conduce el discurso a la verdad o lo lleva
por un camino falso. En las cosas o en nuestra naturaleza no hay nada que nos pudiera
conducir al error” (4).
La teoría de
la imaginación en Spinoza se destina a combatir esta relación entre voluntad y
error, que hace del error, el gesto de un Sujeto. En primer lugar,
Spinoza dirá que la suposición de que una idea precisa, para afirmarse, de una volición,
de una aprobación o de un rechazo subjetivos, hace de las ideas imágenes sin
fuerza, concepción que rechaza, porque una idea no es inerte, como sería “una
pintura muda sobre un lienzo” (5). Por lo tanto, el error no es algo que precisa
de la volición subjetiva, sino que aparece necesariamente y coerciona al que
conoce, porque está anclado en la estructura de su cuerpo. No imaginamos el sol
a una distancia de 200 pies voluntariamente, sino porque esa imaginación de la
distancia del sol se desprende necesariamente de nuestra estructura corporal y
aún cuando conociéramos la distancia verdadera, esa imagen seguiría
produciéndose. En segundo lugar, la idea verdadera no desplaza a la idea falsa,
como el sol despeja las nubes cuando clarea, sino que la sojuzga, porque es más
fuerte y real y conquista nuestra aprobación, como se conquista una fortaleza (6).
Como Spinoza dice en el Tratado Breve (KV), nunca somos nosotros los que
afirmamos o negamos algo de una cosa, sino que es la cosa misma la que en nosotros
afirma o niega algo de ella. Lo falso y la lógica necesaria de su producción
permanecen y su efecto continúa presente en nosotros, pero deja el centro de la
escena, porque fue retrotraído de ella por una necesidad más fuerte --la de la idea
verdadera--, que la conquistó.