Remo Bodei
La atmósfera del alma
Al comienzo
del Tratado político, Espinosa establece un paralelismo entre las pasiones
que modifican y sacuden a los seres humanos y los fenómenos, aun desagradables,
que caracterizan la atmósfera:
“He considerado las pasiones humanas, como el amor, el
odio, la ira, la envidia, la vanagloria, la misericordia y todos los demás
sentimientos, no como vicios, sino como propiedades de la naturaleza humana,
pertenecientes a ella del mismo modo que pertenecen a la naturaleza de la
atmósfera el calor, el frio, la tempestad, el trueno y semejantes, los
cuales, aun siendo desgracias, no obstante son necesarios y son efectos de
causas determinadas, a través de las cuales nosotros tratamos de comprender la
naturaleza, mientras nuestra mente goza de su franca contemplación no menos que
de la percepción de las cosas agradables a los sentidos” [1].
No importa
cuán inexplicables, indóciles, caprichosas y perturbadoras puedan parecer a
primera vista, las pasiones --oportunamente observadas-- no sólo revelan una
trama inteligible y una articulación coherente, sino que pueden también
volverse objeto de un espectáculo agradable. Detrás de su caos se descubre un
orden preciso; en el interior de sus imperceptibles o imprevistas desviaciones
y excesos, una lógica convincente; en su aspecto quizás espantoso, una belleza
específica. Para quien pueda penetrar más allá de la envoltura se reserva no
sólo el gozo que el conocimiento tradicionalmente ofrece, sino también la
satisfacción de contemplar, desde el punto de vista de una “ciencia
meteorológica” del ánimo, el paso variado de sus metamorfosis sobre el fondo
del horizonte teórico de la necesidad.
Las pasiones
ofrecen el testimonio más convincente del hecho de que el “hombre” no dispone
libremente de sí mismo, ni, mucho menos, del mundo. Aun cuando ya habituado a
considerarse un “imperio dentro de otro imperio” [2] --ciudadano de un regnum
hominis extraterritorial respecto al resto del universo-- él descubre,
también por medio de ellas, estar en cambio sometido rígidamente a la
naturaleza, la única verdaderamente libre. En efecto, condicionamientos de todo
género lo plasman a la manera de la “arcilla en las manos del alfarero”; [3]
imaginar escapar de ellos, permaneciendo firmes las leyes de este mundo, parece
igualmente absurdo e indeseable como vivir bajo un cielo eternamente sereno. De
por sí, el reconocimiento del inevitable poder de las pasiones (aquel
inconmensurablemente mayor de toda la naturaleza sobre cada hombre) no implica
de todos modos la aceptación presupuesta de una servidumbre irremediable y
siempre igual. Para poderse liberar de la pasividad absoluta respecto a las
pasiones, quizá sea necesario admitir, de manera preliminar, la supremacía: disminuyendo
nuestras exorbitantes pretensiones de control y de autocontrol sobre ellas, se
multiplican paradójicamente las oportunidades de éxito al enfrentarlas y se descubre
en la imaginación también un aspecto de potentia, que consiste en la capacidad
de evocar las cosas ausentes (cfr., E, prop. XVII, schol.).
También el
niño (ser “sumamente dependiente de las causas externas” y “casi incapaz de ser
consciente de sí”) [4] crece de hecho hasta alcanzar estadios en que la subordinación
a las causas externas disminuye, aunque sin dejar de existir, y la conciencia
de sí aumenta, aun sin llegar a ser jamás completa. De manera análoga, es
posible individuar también para los adultos el camino apropiado para un
ulterior “crecimiento” que --levantando la vis existendi o agendi-- modifique
en favor de los individuos y de las colectividades el equilibrio inevitable
frente a las causas externas y ponga un dique a nuestra total ignorancia
respecto a ellas.
Entre el grado
de dependencia de las pasiones y el grado de conciencia alcanzado subsiste una
relación de proporcionalidad inversa (cuanto más éste aumenta, justamente, más
aquél disminuye y viceversa). Sin embargo, semejante incremento de saber - que
es, al mismo tiempo, de felicidad, de “virtud” y hasta de salud --no basta
quererlo o programarlo. Por consiguiente, se engañan cuantos intentan sofocar
las pasiones mediante la intervención enérgica de la voluntad o de la razón,
rechazándolas o suprimiéndolas de la naturaleza humana por la fuerza. Nadie, ni
siquiera el más sabio, podrá quedar exento totalmente o en todo momento.
Aquellos que intentan doblegar la violencia o la tenacidad --imprecando,
maldiciendo, implorando, realizando ademanes propiciatorios, en lugar de
encontrar los medios para reducir su impacto y arraigo o para cambiar
eventualmente las desventajas en ventajas-- se asemejan a quienes pretendiesen
imponerse de manera mágica a los fenómenos atmosféricos, o sea, impedir la
alternancia del frio y del calor, de la humedad y la sequedad o prohibir a los
rayos surcar las nubes y al viento soplar.
El imperio separado
Con Espinosa
termina el modelo renacentista de “hombre” como “microcosmos”, engastado en el
todo y capaz, a pesar de la propia pequeñez, de abarcarlo. Éste habría podido
reflejar en sí, por “simpatía”, algunas alteraciones fundamentales del complejo
orgánico y unitario del mundo, y transformarse --a través de la imaginación y
del pensamiento-- en “camaleón” capaz de imitar todas las formas, mientras su corazón,
tradicionalmente sede de las pasiones, habría representado el “sol del microcosmos”
[5]. Espinosa considera en cambio al género humano y a cada individuo singular
sólo como una parte del universo inseparable de sus procesos, pero carente de
la facilitad de reflejarlo totalmente. El hombre debe, por consiguiente, adecuarse
tanto al papel marginal atribuido por la astronomía moderna al planeta en que
vive, como a la idea de la necesidad ineluctable y anónima que regula todos los
acontecimientos Las ilusiones de una libertad esencialmente incondicionada y de
una providencia que vigila con benignidad sobre el mundo, quedan así resquebrajadas.
El filósofo se dirige a sus reacios lectores como para invitarlos a renunciar a
aquello que aparece ya como un delirio de omnipotencia y de separación que se
alterna con fases depresivas de total inercia y autodenigración. La simple
docilidad a las pasiones y la arrogante voluntad de dominio sobre ellas son
complementarias, y ambas terminan por hacer la esclavitud todavía más gravosa.
La solidaridad --para cada uno en el propio lugar y tiempo-- con la naturaleza
que vive en cada cosa, el saberse insertos en una apretada red de vínculos
causales necesarios, la despedida del finalismo providencialista presentan
aspectos positivos que no muchos están dispuestos a percibir. También la
necesidad aparentemente inexorable de las pasiones se les presenta por ello
sobre todo como signo de dolorosa humillación, de impotencia y de caos. No se
individuan y valoran de inmediato los valiosos recursos ofrecidos a quien sepa
comprender que los individuos pueden intervenir sobre los procesos de la
naturaleza y modificarlos según sus leyes, precisamente en cuanto los hombres forman
parte de la naturaleza o, mejor, ellos mismos son naturaleza.
La opción de
Espinosa consiste en descentralizar ulteriormente al hombre y su conciencia
respecto a la totalidad de este mundo, vaciado de un Dios personal que le
domina y dirige para recuperar (por medio del pensamiento) el sentido para el hombre
de la naturaleza como todo. Para lograr este fin rechaza, simultáneamente, tanto
el antropocentrismo como el teocentrismo, denunciando a cuantos ignoran u ocultan
la relatividad del punto de vista propio y se entregan a entidades superiores como
garantes de un orden físico y moral absoluto [6]. Sin embargo, no existe para Espinosa
ningún orden fijo y carente de relaciones, ni jerarquía alguna
indiscutible e intocable, cuya sacralidad fuese perturbada por los apetitos y
por los deseos humanos. Orden y desorden, bien y mal, justicia e injusticia son
conceptos carentes de valor, si no se consideran desde la perspectiva de quien
los juzga y desde el momento en que esto acontece. Lo que es bien para el lobo,
es mal para el cordero; aquello que es orden para algunos es desorden para
otros; lo que es justicia para quien oprime es poder irracional para quien es
oprimido.
La pregunta,
ingenua y embarazosa al mismo tiempo, que se le podría formular es por qué
razón ha escrito una Ética, si cada punto de vista es para él relativo.
La respuesta provisional se apoya sobre la constatación de que, efectivamente,
existe para nosotros un punto de vista ineludible y no arbitrario (aquel en que
nos encontramos: el del hombre), y un criterio de preferencia moral en línea de
principio se puede compartir por cada uno (escoger aquel que más incrementa el
poder de existir, esto es, conjuntamente, la felicidad, la “virtud” y la
satisfacción de la propia utilitas). Sin embargo, la óptica acostumbrada
cae por tierra, en cuanto por “ninguna cosa nosotros nos esforzamos, ninguna
cosa queremos, apetecemos y deseamos porque la juzgamos buena; antes bien,
nosotros juzgamos buena alguna cosa porque nos
esforzamos por
ella, la queremos, la apetecemos y la deseamos” [7]. Es el deseo, llevado al
máximo de su conciencia, el que produce para el hombre un orden que se renueva
y se formula de nuevo bajo la guía del amor Dei intellectualis.
El “lobo universal”
La distancia
de Espinosa respecto a la tradición se puede determinar con exactitud mediante
una confrontación con algunos textos literarios ilustres, en los cuales confluyen
motivos y temores difundidos apenas una década antes del nacimiento del
filósofo holandés. El Troilo y Cressida de Shakespeare describe, por
ejemplo, con incisividad eficaz, las consecuencias nefastas de la subversión
del orden natural por causa de las pasiones.
Cuando la
jerarquía cósmica y la humana están amenazadas, la rebelión y la anarquía del
mundo se despiertan. De lo alto de los cielos --donde el sol, con su “eje salutífero”,
mitiga normalmente el influjo maligno de los planetas-- la infección del mundo
se transmite a todas las articulaciones de la vida social hasta llegar a las profundidades
del alma:
“Oh, cuando es sacudida la jerarquía, que es medio
para alcanzar los más sublimes proyectos, la empresa languidece. En efecto,
¿cómo podrían las comunidades, los grados en las escuelas, las asociaciones en
las ciudades, el comercio pacífico entre regiones opuestas, la primogenitura y
el derecho de nacimiento, las prerrogativas de la edad, y coronas y cetros y
lauros conservar su legítimo lugar si no es por medio de la jerarquía? ¡Sólo
quitad la jerarquía, alterad aquel acuerdo y oíd qué disonancia se sigue!”
El ciclo del
desorden se cierra en el conflicto generalizado, que ve alineados en campos
opuestos no sólo a los hombres y las instituciones, sino también las facciones
de la voluntad y el hormigueante mundo de las pasiones y de los deseos que se
alojan en los individuos. Si se instaurase esta anarquía de manera estable, llevando
a término la propia obra de destrucción, “todo chocaría en puro antagonismo:
las aguas retenidas no dejarían de inflar su seno por encima de los bordes y de
aniquilar todo este sólido globo; la fuerza la haría de patrona sobre la
debilidad y el hijo embrutecido golpearía al propio padre a muerte”. La
justicia se degradaría entonces en poder y el poder en arbitrio, hasta que éste
sufriera su última metamorfosis, quedando reducido a ”apetito”, el cual,
finalmente, se desgarraría autofágicamente incluso a sí mismo:
La fuerza
ocuparía el lugar del derecho, o más bien derecho o torcido - en medio de cuya
infinita contienda se sienta la justicia - perderían su nombre y la justicia el
suyo; en seguida “todo se resolvería en poder, poder en querer, querer en
apetito, y el apetito, lobo universal, así doblemente secundado por poder y
querer, necesariamente haría una presa universal y, finalmente, se devoraría a
sí mismo” [8]. La degradación, una vez que ha tocado fondo, se disolvería así
en una destructio destructionis.
El miedo del
caos --atribuido al derrumbe de las antiguas y consolidadas jerarquías y
paralelo al surgimiento de una individualidad que se afirma desencadenando las propias
pasiones-- se propaga ampliamente en la Inglaterra de este periodo, atribuido
en parte a la difusión de la new philosophy, en parte proveniente de las
tensiones políticas relacionadas con los comienzos del reinado de Jacobo I. En efecto,
apenas dos años después de la publicación de Troilo y Cressida, en
1611, en un pasaje merecidamente célebre, John Donne declara:
“Todo se desmorona, toda coherencia ha desaparecido; toda
distribución equitativa, toda relación; príncipe, súbdito, padre, hijo son
cosas olvidadas, porque cada hombre piensa haber logrado por sí solo, ser un
Fénix” [9].
Cada quien
prefiere el juicio propio a aquel de las autoridades, así que al final no es posible
ninguna confrontación, porque, en la discord and rude incongruitie de
este universo, viene a faltar cualquier término de comparación.
De las cenizas
de las jerarquias derribadas y de sus residuos dejados por el canibalismo de
los apetitos, los individuos sueñan renacer renovados. Más si miraran la
irreversibilidad del tiempo, el progresivo envejecimiento del mundo y la vanidad
de todas las cosas, quedarían sobrecogidos, como Enrique IV, por un desaliento
melancólico y paralizante:
“¡Oh Dios! ¡Si nos fuese concedido leer en el libro
del destino, y contemplar las revoluciones del tiempo mientras nivelan las
montañas, y mientras la tierra firme, cansada de su sólida consistencia, se
disuelve en el mar!, y por el contrario, ¡hay que sorprenderse de que la
cintura arenosa del océano se ha vuelto demasiado amplia para los flancos de
Neptuno, o que la suerte se ríe de nosotros, y de cómo las transformaciones
llenan la copa de las vicisitudes con diversos licores! Oh, si se pudiese ver
todo esto, aun el más feliz de entre los jóvenes, percibiendo su viaje, todo
entero, desplegado delante de él con los peligros transcurridos así como las cruces
por venir, cerraría el libro y se sentaría a esperar la muerte sin hacer nada más”
[10].
Caída de un
orden jerárquico absoluto (proyección de la imaginación humana), pesar por la
destrucción de las prerrogativas del rango, nostalgia ética por el pasado,
adhesión a la “nueva filosofía” y al desencadenamiento) de los apetitos individuales,
visión melancólica de la caducidad de todas las cosas en el deterioro incontenible
del universo: nada podría ser más diametralmente opuesto a la teoría espinosiana.
Definiciones y límites
Puesto que Espinosa
es un filósofo rigurosamente sistemático, para entenderlo se requiere tomar en
serio las definiciones de algunos conceptos clave aun a costa de partir, casi
pedantemente, de los primeros elementos de su pensamiento.
De los 48
afectos considerados en la Ética de este Linneo de las pasiones, sólo
tres son fundamentales: deseo, tristeza, alegría (cupiditas, tristitia, laetitia) [11]. De ellos se
obtienen todos los demás, según el orden de su delimitación recíproca y de su sucesión
genética [12].
El deseo, en
su continuo variar de intensidad y de orientación, es constitutivo del hombre,
que es impulsado en todo momento por él hacia el futuro. La tristeza y la alegría
son en cambio pasiones por las cuales la mente transcurre, en su transitio a
una menor o mayor “potencia de existir”, respectivamente. En caso de que el
deseo no pueda ulteriormente expandirse, porque encuentre impedimentos
insuperables, puede revertir la propia fuerza contra sí mismo, enredándose en
una espiral descendente de tristitia, o bien estabilizarse en un máximo
relativo de laetitia o de acquiescentia, en que se siente apagado
gracias al amor intelectual [13].
Otra noción
que no se puede mover en derredor es la de conatus, esto es, del esfuerzo,
con el cual cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser” por un tiempo indefinido
[14]. Cuando el conatus
“es referido sólo a la mente se llama voluntad; pero
cuando es referido juntamente a la mente y al cuerpo se llama apetito (appetitus): por consiguiente, esto no
es otra cosa que la esencia misma del hombre, de cuya naturaleza se sigue
necesariamente aquello que sirve a su conservación; así, pues, el hombre está
determinado a hacerlo. No hay, entonces, ninguna diferencia entre el apetito y
el deseo (ca piditas), salvo
que el deseo se refiere en general a los hombres en cuanto sen conscientes de
su apetito, y per ello se puede definir así: el deseo es el apetito con
conciencia de sí mismo” [15].
Tal conatus
se sitúa en el ámbito de un contraste dinámico (y no sólo mecánico) entre
fuerzas de actividad y fuerzas de resistencia internas a la naturaleza de cada ser
individual. En el hombre el crecimiento del conatus expresa los grados
de su poder de autoconservación que, también en el conocimiento, se manifiesta
según tres momentos: imaginativo, racional e intuitivo [16]. Las pasiones no
son sino el reverso de la medalla de la imaginación, aquella que lleva
en el anverso las ideas inadecuadas y mancas, manifestaciones del más
bajo grado de conocimiento, de una mutilata cognitio (E, IV, cap. II).
Las pasiones
como tales no dependen por lo demás de rasgos puramente sicológicos del
carácter, ni pertenecen exclusivamente a la esfera subjetiva y privada (en
cuanto también delimitan, como veremos, el campo de la política). Ellas manifiestan
más bien la preponderancia operante de fuerzas “externas” o “internas” del
individuo, hacia las cuales éste se muestra pasivamente maleable y de las que posee
una idea insuficiente y parcialmente vislumbrada [17]. Sin embargo, las pasiones,
una vez comprendidas, pueden considerarse también como energías naturales virtualmente
a disposición de quien sabe elaborarlas. De esta manera dejan de ser absolutamente
“intratables” [18], porque el conocimiento mismo las modifica y potencia el appetitus [19].
Respecto a la
imagen que se tendrá sucesivamente, no se caracterizan tanto por la espontaneidad,
sino más bien por la necesidad o, para decirlo mejor, por una especie de
paradójica espontaneidad necesaria. Diversamente de le que pensaban y pensarán
muchos filósofos, según Espinosa el alma opera siempre siguiendo leyes ciertas
y se manifiesta quasi aliquod automaton spiritualis [20].
Los poderes de la imaginación
Como vertiente
de la imaginación, la naturaleza de las pasiones no depende de la casualidad.
Si se examina con cuidado, nada en ella resulta arbitrario, pues “las ideas
adecuadas y confusas se suceden con la misma necesidad que las ideas adecuadas,
esto es, claras y distintas” [21].
Derivándose de
conocimientos mutilados, el orden dispuesto por la imaginación avanza mediante
una infatigable obra de restauración y de integración de los fragmentos de
sentido que se le presentan, de tal manera que --con base en conclusiones y
generalizaciones analógicas dictadas por las pasiones-- lo incierto acaba por
volverse cierto y lo oscuro evidente [22]. Por consiguiente, todos en cierto modo
deliramos (esto es, estamos sometidos a perturbaciones del ánimo que
distorsionan lo “verdadero”), una vez que integramos, según nexos conjeturales,
aquel poco de relativamente cierto que conocemos con una enorme cantidad de
ilaciones y de elementos desconocidos.
Sin embargo,
la imaginación o las pasiones no presentan sólo una forma de conocimiento
inferior que culminaría en la ratio. Como ya se ha aludido en la introducción,
esta última no es otra cosa que el segundo nivel de la cupiditas, y es una
expresión todavía parcial e imperfecta del deseo. Perdura en ella una huella
del esfuerzo tendiente a la represión de las pasiones. Dado que la pasión
puede, de acuerdo con Espinosa, ser vencida sólo por una pasión más fuerte, la
razón misma no es (bajo este perfil) sino la más fuerte e iluminada pasión de
mando y de orden. La cumbre del deseo --el deseo realizado-- está representada
por la “ciencia intuitiva” o amor Dei intellectualis, conocimiento de las “cosas
particulares” y máxima expresión de la vis existendi.
Admitida la
imposibilidad de extirpar el orden de la imaginación (porque ella, diría Bachelard,
es toujours jeune y sus productos brotan hasta de las raíces cortadas) y
suponiendo en cambio que exista la oportunidad de reducir su alcance conociéndole,
nace otro problema: ¿se puede sostener que la imaginación, como primer escalón
del conocimiento, corresponda genéticamente al origen del esquema de
concatenación de las ideas racionales, o bien que -apenas formulado un razonamiento-
también la imaginación siga a su vez las huellas? Espinosa acepta esta última
posición [23], sin excluir la anterior. Sólo respecto a un grado más alto de verdad
y a una concatenación ‘objetivamente’ más constringente y explicativa de los nexos
entre las ideas y entre las cosas (que sin embargo se presenta como “subjetivamente”
más libre y creativa) es lícito equiparar el intelecto a las “ideas verdaderas”
y la imaginación a “las ficticias, las falsas, las dudosas” [24].
El mismo
razonamiento podría aplicarse al paso del segundo al tercer género de conocimiento.
En la ciencia intuitiva, que ha abandonado las actitudes hiperdefensivas de la
razón, persisten por lo demás, de manera significativa, contenidos
característicos de la imaginación. Esta no sólo “acompaña” al conocimiento
adecuado o resulta “auxiliar” [25], sino testifica también, a su pesar, el
tranquilo poder del tercer género de conocimiento, tan fuerte y seguro de sí
que deja libre acceso --porque ya no los considera peligrosos-- a aquellos
poderes imaginativos que la razón todavía rechaza como una asechanza a su
capacidad e integridad.
El espectro en el espejo
De este
planteamiento espinosiano se derivan algunas consecuencias importantes: que los
productos de la imaginación --o las pasiones-- [26] pueden ser conocidos con una
necesidad igual a aquella de las ideas racionales; que no debiéndose considerar
las pasiones “como vicios, sino como propiedades de la naturaleza humana”, su
coherencia interna no elimina el carácter conflictivo, así como la individuación
de las leyes que gobiernan las turbulencias atmosféricas o la formación de los
rayos no suprime la peligrosidad para los hombres; que si coherencia y
conflicto atañen a afectos, más que a representaciones (o mejor a representaciones
revestidas afectivamente y afectos comprendidos mediante ideas inadecuadas), se
generan órdenes coherentes y al mismo tiempo conflictivos también de afectos (y
no sólo de representaciones).
Como no son
vicios, así --desde el punto de vista de las ideas inadecuadas—los resultados
de la imaginación no constituyen ni siquiera simples falsedades. En efecto,
imaginar las cosas significa tenerlas realmente presentes, en cuanto las imaginaciones
del espíritu, consideradas en sí y en caso de que no sean desmentidas, no
contienen error [27].
Por
consiguiente, Espinosa no opone la realidad a lo imaginario, sino la realidad
de lo imaginario a la realidad concebida por el conocimiento racional o por el
intuitivo [28]. Se conoce según órdenes diversos, que corresponden a una
diferente potencia de existir, pero no se entra en mundos diferentes; más bien
cada grado sucesivo translitera y reformula, volviendo más convincentes y menos
rígidos los contenidos de los estadios que lo preceden, englobándolos en el
propio orden específico.
La imaginación
es en general tanto más fuerte y despótica cuanto más reducido es el conocimiento
de las cosas. A este nivel, individuos y pueblos se ven obligados a pensar de
manera mitológica o supersticiosa, de tal manera que “pueden fingir muchas
cosas, por ejemplo, que los árboles hablen, que los hombres se conviertan de
manera instantánea en piedras, en fuentes, que en los espejos aparezcan espectros,
que la nada se vuelva algo, también que los dioses se conviertan en bestias y
en hombres y otra infinidad de absurdos de este género” (TIE, 29). Percibiendo fenómenos que fungen come pedernales
de la mente y luego nuevamente de manera vertiginosa con ánimo “perturbado y
conmovido” al estilo de Vico para sacar de ahí un sentido acabado, imaginación
se enciende y relumbra, extendiendo el propio poder y encontrando alimento en
las zonas más o menos amplias de incertidumbre de la vida de los hombres y en
la consecuente ignorancia de las causas de los acontecimientos.
Sin embargo,
al momento que se conciban ideas adecuadas, la imaginación se debilita. Así,
por ejemplo, una vez advertida la naturaleza de cuerpos será imposible imaginarse
“una mosca infinita” (ibid.).
Limitando la
potencia omnívora de la imaginación, los hombres se adaptan mejor al mundo y se
encuentran más frecuentes motivos de satisfacción. Por lo demás, si la palabra
no fuese condicionada por polémicas a las que el mismo Espinosa ha ofrecido su
contribución, se podría decir que el hombre se vuelve más “libre” (si así
llamamos a quien –-habiendo aumentado el propio conocimiento de las cosas, esto
es el número de las ideas adecuadas-- disminuye paralelamente la propia dependencia
de las pasiones y de las causas externas) [29]. Por consiguiente, él no acepta
el mero fatalismo, el abandono perezoso al destino, como se ha expresado repetidamente.
Reconoce que los hombres están a menudo en botín de fuerzas que escapan a su
control (pasiones e ideas inadecuadas, terremotos, enfermedades, etc.), pero
añade que, esforzándose por comprender adecuadamente las causas, pueden también
disminuir la propia dependencia de sus efectos, aun sin poder ciertamente anularlos.
Tal esfuerzo
implica que los individuos --separados y vueltos a menudo enemigos de la
multiplicidad y del entrelazamiento de las pasiones-- puedan avanzar sobre el terreno
del orden común y compartido por la razón, se vuelven conscientemente más
activos y encauzando aquel que ahora aparece con claridad como ímpetu arbitrario
de la imaginación y de las pasiones. En el último y más alto escalón del conocer
y del desear --el amor intelectual-- la razón revela finalmente la propia necesaria
limitación e inadecuabilidad: su orden aparece demasiado obligado y poco elástico
aunque capaz de comprender la universalidad de la ley pero no de hacer justicia
al conocimiento intrínseco de las res particulares, que presupone un
orden abierto y una coherencia innovadora.
La fuerza
victoriosa del deseo que pasa a través de las resistencias metaboliza las pasiones
en afectos, transformándolas en energías que conducen, sin sacrificios inútiles,
hacia una mayor seguridad, alegría y beatitud. Al mismo tiempo libera la rígida
‘musculatura’ de la razón y de la voluntad modificando la actitud sustancialmente
cerrada, todavía marcada Por el miedo frente al desorden de las pasiones. Por
consiguiente, la transitio de una perfección menor a una mayor no acontece
ni a través del recurso a la gracia divina o al hado, ni a través de la
represión, la ascesis y el impulso místico o la pura fuerza de voluntad. En
virtud de la potencia intrínseca de un deseo que aumenta tanto más la propia
lucidez, cuanto más aumenta su poder, en efecto, se pasa sucesivamente de las
ideas confusas y mutiladas de la imaginación a aquellas generales y abstractas
de la razón y, finalmente, de éstas a la claridad y distinción superior de la
ciencia intuitiva (que, sin embargo, no renuncia a las ventajas y a los
instrumentos de las fases recorridas). El mismo proceso aparece, bajo otro
perfil, como “enmendación de las pasiones y del intelecto, esto es, como
reintegración de las lagunas y de las mutilaciones del sentido, eliminación de
las oscuridades y de las confusiones, restablecimiento de cadencias y nexos más
seguros y demostrables. Análogamente a la lectura de un texto ya gravemente
corrompido y luego restaurado, la visión de la dinámica total de los deseos
propios y la comprensión de los posibles caminos de su realización en un
espacio de tiempo no restringido aparece así más evidente. El tumulto de las pasiones
se aquieta, no porque reduzca guardándose en una especie de presa muerta, sino
porque “al contrario” el conato que
la animaba --en vez de dispersarse infructuosamente o de anularse por elisión
en una lucha paralizante y deprimente-- se proyecta hacia lo alto, arrastrando
un diagrama que muestra todavía oscilaciones, pero se consolida para siempre
sobre las crestas elevadas de la vis existendi.
Remo Bodei, “El desorden de las pasiones”, en Geometría de las
pasiones, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 41-53.
Notas
1. TP, I, párr. 4. En los Meteorologica,
Aristóteles ya había hablado de pathe de la
naturaleza a
propósito de trueno, huracán, terremoto y sequía; cfr. Meteor., 363a,
382a y passim,
entendiendo en general por pathos la “cualidad según la cual es
posible la
alteración” (Met., 1022b 15-16).
2. E, III, praef.; TP, III, párr. 6.
3. Cfr., TTP, 388; TP, II, párr. 22;
Ep., LXXV, 295. Se trata de una
imagen paulina:
“¡Oh hombre!
Pero, ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de
barro dirá a
quien la modeló: por qué me hiciste así? O ¿es que el alfarero no es
dueño de hacer
de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para
usos
despreciables?”
(Rm 9, 20-21; me sirvo aquí de la versión de C. Carena en
San Pablo, Le lettere, Turín,
1991, ad loc).
4. E, V, 39, schol. Espinosa había tomado,
a este propósito, una posición todavía más drástica en el juvenil Breve
tratado: de nuestra dependencia y de nuestro ser parte de la naturaleza se
deduce que “somos verdaderamente los servidores, más aún, los esclavos de Dios
y que nuestra más grande perfección consiste en ser tales necesariamente.
Porque si en cambio nos considerásemos por nosotros mismos, independientes de
Dios, sería poco o nada lo que podremos realizar y de esto sacaremos justamente
motivo para entristecernos (KV,
II, 18).
5. Cfr., Giovanni Pico della Mirandola, Oratio de hominis
dignitate, edic. y trad., al cuidado de G. Tognon, prefac. de E. Garin, Discorso
sulla dignitâ dell’uomo, Brescia, 1987, p. 7; y, para el corazón humano sol
Microcosmi, como aquel de los animales, W. Harvey, Exercitatio de motu
cordis et sanguinis in animalibus, Francfort, 1628 (dedicado al rey
Carlos I).
6. No se trata
ya de denunciar los abusos de la imaginación de los hombres, que forjan,
precisamente, los dioses a su imagen y semejanza, sino de mostrar cómo ellos
plasman incesante e inevitablemente todo el mundo a la medida de sus propias
pasiones. El conocimiento presupone este trasfondo ineludible, que puede y debe
ser remodelado, pero no olvidado y abandonado. Esto para evitar que los hombres
se comporten como los hipotéticos gansos de Montaigne:
“De hecho, por
qué un ganso no podría decir así: ‘Todas las partes del universo me atañen; la
tierra me sirve para caminar, el sol para darme luz, las estrellas para
infundirme sus influjos; tengo la tal ventaja de los vientos y aquella otra de las
aguas; no hay cosa que esta bóveda celeste vigile con igual favor que a mí; soy
el benjamín de la naturaleza; ¿no es acaso el hombre el que me alimenta, me
aloja, me sirve? Es por mí que él hace sembrar y moler; si me come, así hace el
hombre también con su compañero, y así hago con los gusanos que lo matan y
comen a él’” [ES, II,
XIV, p. 514 = I, pp. 701-702].
Para algunas
consideraciones sobre tal “universo gansocéntrico”, cfr., F. Cassano, Approssimazione. Esercizi di
esperienza dell’altro Bolonia 1989, p.
37.
7. E, III, prop. IX, schol.
8. W.
Shakespeare, Troilus and Cressida, acto 1, escena tercera (Discurso de
Ulises a Agamenón), trad. it., Troilo e Cressida, en Opere complete, al
cuidado de A. Baldini, Milán, 1963, Vol. III, pp. 34-35. Los últimos versos
(119-125), en el original, publicado en 1609, dicen:
Then everything includes itself in
power,
Power into will will
into appetite,
And Appetite, an
universal wolf,
So doubly seconded withi
will and power,
Must make perforce an
universal prey
And last eat up itself.
Para algunos de los aspectos, cfr., D. Kaula, ”Will and Reason in Troilus and Cressida”,
en Shakespeare Quarterly, XII (1961) pp 271- 283. También
Claudio, el tío de Hamlet, considera que cualquier pasión y sentimiento se
destruyen no sólo por defecto sino también por exceso: “Dentro de la llama del
amor vive un pabilo o pavesa, que antes o después acaba por menguarla; y no hay
nada en el mundo que sea de la misma bondad, porque bondad al volverse plétora (plurusy), muere por su propio
exceso” (W. Shakespeare, Hamlet, acto IV, escena VII, trad. it.: Amleto,
en Opere complete, op. cit., vol. III, p. 780).
9. Cfr., J. Donne, An Anatomy of the
World. The First Anniversary, vv. 213-217, en
Poeoms of John Donne, al cuidado de J. C. Grierson, Oxford,
1963, vol. I, pp. 237-238:
Tis all
in pieces, all coherence gone:
All just
supply and all Relation:
Prince,
Subjet, Father, Sonne are things forgot
For
every man alone thinks he has got
To be a
Phoenix
(Para un comentario, cfr., J. C. Grierson en the Poems of Donne, op. cit., vol.
II, Comentary, p. 190). Sobre
las causas de esta anarquía y el papel de la new philosophy, cfr., C. M.
Coffin, John Donne and the New Philosophy, Nueva York, 1958.
10. W.
Shakespeare, Henry IV, parte II, acto III, escena I, trad. it.: Enrico
IV, 2, en Opere complete, op. cit., vol. II p. 330.
11 Cfr., E. III, prop. XI, schol. III, afect. def.
IV, expl. IV, prop. LIX, dem.
12. Mientras
generalmente las pasiones se sitúan en el interior de un campo conflictivo y se
generan por implicaciones o por reacciones unas de otras (así por ejemplo, el “orgullo”
es el resultado de la humillación, una reafirmación voluntaria, exagerada de sí
mismo”; cfr., C. Gurmiéndez, Tratado
de las pasiones, México-Madrid-Buenos Aires, 1985, pp. 27-28), los
últimos cinco afectos tratados en la Ética carecen en cambio de contrario; cfr., H. A Wolfson, The Philosophy of Spinoza. Unfolding the Latent
Process of His Reasoning, Cambridge, Mass., 1934 (reed.: Nueva
York, 1960), vol. II, p. 208.
13. Sobre
todos estos puntos volveré ampliamente en seguida.
14. E, III, prop. VII-VIII. Sobre el conatus (término que
se puede traducir también como fuerza o “potencia”), cfr., para su relación original con la idea de autoconservación,
las pp. 323 ss. del presente volumen; para su vinculación con la tradición
hilozoísta y las nociones de “actividad” y de “vida”, H. A. Wolfson, The Philosophy
of Spinoza. Unfolding
the Latent Process of his Reasoning, op. cit., vol. II, pp. 195 ss.,
y S. Zac, “Vie, conatus, vertu. Rapports de ces notions dans la philosophie de
Spinoza’, en Archives de Philosophie, XL (1977), pp. 405-428 por su
relación con la física de Galileo (y después de Borelli, Hobbes y Huygens) y
por su naturaleza de “esencia actual” del hombre, P. Jacob, “La politique avec
la physique à l’âge classique. Principe d’inertie et conatus: Descartes, Hobbes
et Spinoza”, en Dialectiques, 6
(1974), pp. 99-121; N. Rotensteich, “Conatus and Amor Dei: the Total and
Partial norm”, en Revue Internationale de Philosophie, XXXI (1977), pp.
117-134; I. Filippi, materia e scienza in B. Spinoza, Palermo, 1985, pp. 82 ss., A. Matheron, individuo
et communautè chez Spinoza, París, 1988 (nouvelle édition), pp. 9 ss., y passim;
y M. Messeri, L’epistemologia di Spinoza. Saggio sui corpi e le menti, Milán, 1990, pp.155-161.
15. E, III,
prop. IX, schol. Sobre el appetitus y la cupiditas en
cuanto “razón que desea” y esencia del hombre, cfr., R. Misrahi, Le désir et la réflexion dans la philosophie
de Spinoza, París-Londres-Nueva York, 1972, pp. 27 ss. Sobre el nexo appetitusconatus, cfr.,
L. C. Rice, Emotion, appetitus and conatus in Spinoza”, en Revue Internationale
de Philosophie, XXXI (1977), pp. 10 1-1 16. Sobre la
identificación de conatus, potentia y virtus, cfr., E, III, prop. LV, cor.
II. Apartándome del uso corriente, intercambiaré cupiditas con
“desiderio” más bien que con “cupidità”.
16. Sobre la
imaginación, en cuanto primer género de conocimiento, cfr., C. de Deugt, The Significance of Spinoza’s First
Kind of Knowledge, Assen, 1968; R. G. Blair, “Spinosa’s Account of
Imagination”, en varios autores, Spinoza. A Collection of Critical Essays, al
cuidado de M. Grene, Notre Dame, EUA, 1979, pp. 318-328; F. Mignini, Ars imaginandi. Apparenza e
rappresentazione in Spinoza, Nápoles, 1981 (también respecto a las imágenes
sensibles y a la nueva ciencia óptica); F. Haddad-Chamakh, Philosophie politique
et système de philosophie politique chez Spinoza, Túnez, 1980, y “L’imagination chez Spinoza”, en Studi
sul Seicento e sull‘immaginazione, al cuidado de P. Cristofolini, Pisa,
1985, pp. 75-94; y M. Bertrand, Spinoza et l’imaginaire, París, 1985.
17. Sobre la
conexión entre pasiones e ideas inadecuadas y, más en general, sobre la naturaleza
de las pasiones, cfr., --además del clásico ensayo de A. Labriola, “Origine e natura
delle passioni secondo Etica di Spinoza”, en Scritti vari editi e
inediti di filosofia e politica, Bari, 1906, y del viejo artículo de G.
Jung, “Die Affektenlehre Spinozas. Ihre
Verflechtung mit dem System und ihre Verbindung mit der Ueberlieferung”, en Kant-Studien,
XXXII (1927), pp. 325 ss.-- R.
Crippa, Studi sulla coscienza etica e religosa del Seicento. Le passioni in
Spinoza, Milán, 1965; M. Guéroult, Spinoza, L’áme (Ethique, 2), París,
1974, pp. 143 ss., y 190-300; M.
Wartopsky, “Action and Passion: Spinoza’s Construction of
a Scientific Psychology”, en varios autores, Spinoza: A Collection of
Critical Essays, op. cit., pp. 329-353; y A. Negri, L’anomalia selvaggia.
Saggio su potere e potenza in Baruch Spinoza, Milán,
1981, pp. 114 ss.
18. Uso la
expresión en el sentido de J. Houssoun, Les passions intraitables, París,
1989.
19. En cuanto patentia
essendi y potentia cognoscendi son en este caso estrictamente adecuadas; cfr.,
P. di Vona, Studi sull ontolagia di Spinaza, Florencia, 1969, vol. II, pp.
142 ss.
20. Espinosa TIE,
en OS, II, 32. Sobre
este aspecto, cfr. en particular S. Cremaschi, Lautomia espirituale.
La teoria della mente e delle passioni in Spinoza, Milán. 1979 (sin embargo
no es necesario creer que Espinosa sea favorable a la reducción del hombre a
autómata: a este se asemejan sólo los ignorantes y cuantos se sujetan pasivamente
al doble despotismo “teológico-político”).
21. E, II., prop. XXXVI.
22. Este
procedimiento de racionalización del ámbito estricto de los conocimientos parciales
que se poseen, se ilustra muy bien por la hipótesis de un gusanito que vive en
la sangre, capaz de distinguir a simple vista las partículas de sangre, de
linfa, etc., y de comprender con la razón de que manera cada partícula al
encontrarse con la otra, o rebota o le comunica parte del propio movimiento,
etc. Él viviría en esta sangre como nosotros en una parte del universo, y
consideraría cada partícula de sangre como en todo y no como una parte, y no
podría saber de qué manera todas las partes estarían gobernadas por la
universalidad de la sangre y serían constreñidas a adaptarse unas a las otras
de acuerdo con las exigencias de la naturaleza universal de la sangre, de tal
manera que estén de acuerdo con ellas según una determinada manera (Ep.,
XXXII, 169). Cfr., para algunas
consideraciones ulteriores, W. Sackstedder, ‘Spinoza on Part and Whole: The
Worm’s Eye View’, en varios autores, Spinoza New perspectves, al cuidado
de R. W. Shanan y J. I. Biro, University on Oklahoma, 1978, pp. 139-159. Una
semejante fijación en un punto de vista limitado caracteriza análogamente también
la naturaleza monomaniaca de la locura o del delirio (cfr., E, IV, prop. XLIV, schol.)
23. Cfr., Ep., XVII, 102 (carta a
Balling del 20 de julio de 1664).
24. Cfr., ibid., XXXVII, 186. El
contraste entre intellectus e imaginatio es atribuido por algunos
a la herencia conceptual de Maimónides; cfr.,
por ejemplo, G. Semerari, “La teoria spinoziana dell’immaginazione”,
en varios autores, Studi in onore di A. Corsano, Bari, 1969, pp.
759-760.
25. Tal
experiencia ha sido observada por M. Bertrand, “Spinoza: le projet éthique et l’imaginaire”,
en Bulletin de l’Association des amis de Spinoza, núm. 14 (1984), pp. 11-12,
a propósito de la gloria (que acompaña la acquiescentia, el
contento de sí, suscitado por la ciencia intuitiva, en cuanto “imaginamos” ser
“alabados por los demás” cfr., E, V,
prop. XXXVI, schol. IV, affect. def., XXV y XXX) o del amor hacia Dios, que es
‘tanto más alimentado, cuanto más numerosos son los hombres que imaginamos
estar unidos a Dios con el mismo vínculo del amor” (ibid., V, prop. XXX). Sin embargo, la
autora considera sólo el proceso “ascendente” del acompañamiento de la
imaginación con la ciencia intuitiva y no el hecho de que la primera esté ya
sometida a la lógica de la segunda e integrada en ella. Como aparece ya por TIE,
39, la imaginación está además afectada por “alguna cosa singular corpórea”,
mientras las res particulares, conocidas por la ciencia intuitiva, han
perdido la característica de ser suscitadas “por cuerpos solos” (cfr., en el
presente volumen, las pp. 306 ss.).
26. Los
productos de la imaginación (que no tienen todos naturaleza “icónica”)
coinciden en general con las pasiones, por lo que se dan también
representaciones (¿aparentemente?) carentes de carga afectiva.
27. Cfr., E, II, prop.XVII.
schol. y, sobre todo, prop. XIIX, schol., en que se presenta como ejemplo la
imagen del “caballo alado”, que se puede considerar verdadera sólo hasta que la
mente no llegue a limitarla a través de otra imagen. Puesto que si la mente,
además del caballo alado, no percibiese nada más, le consideraría como presente
para sí y no habría ningún motivo para dudar de su existencia y ninguna
facultad de disentir, a menos que la imaginación del caballo no esté unida con
una idea que excluya la existencia del mismo caballo, o a menos que la mente no
perciba que la idea que tiene del caballo es inadecuada, y entonces o negará
necesariamente la existencia del caballo, o dudará necesariamente. Sobre este
mismo pasaje, en un contexto y con una perspectiva diferentes, cfr. en este
volumen, la p. 271.
28. Cfr., M. Bertrand, Spinoza: le projet éthique et l’imaginaire,
op. cit., pp. 15 ss.
29. En efecto,
considerando la cuestión en una óptica invertida, “la mente está sujeta a
pasiones tanto más numerosas cuanto más abundantes ideas inadecuadas ella tiene”
(E, III, prop. I, cor.).
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