Diego Tatián
Un sábado de 1640, el hombre entró en la Sinagoga llena de gente –‘que
había ido como para un espectáculo’--, subió a un estrado, y leyó el escrito
redactado por las autoridades rabínicas. En él confesaba que era ‘digno mil
veces de muerte’ y se comprometía a no reincidir en las iniquidades y crímenes
que había cometido, como la violación del Sabbat y la inobservancia de la Ley.
Acabada la lectura lo hicieron desnudarse. ‘Hícelo hasta la cintura, me até
entonces un lienzo en torno a la cabeza, quitéme los zapatos y extendí los
brazos, agarrándome con las manos en una especie de columna’. Un portero
procedió a atárselas con una cuerda, y luego a propinarle treinta y nueve
azotes en la espalda (‘pues está en la Ley y que no debe excederse el número de
cuarenta’). Entre azote y azote se cantaban salmos. Tras el castigo, el hombre
debió postrarse en la puerta del templo para que todos salieran ‘levantando un
pie por la parte inferior de mis piernas; y esto hicieron todos, tanto niños
como ancianos’. El final del relato es lacónico: ‘acabado todo, cuando ya no
quedaba nadie, me quité el polvo, salí y volví a casa’.
A los pocos días de este hecho y luego de haberlo relatado en su Exemplar humanae vitae, Uriel da Costa
–cuyo nombre de cristiano nuevo había sido Gabriel—se pegó dos tiros. En el
primero falló. En el segundo, no.
Uno de los niños que ese sábado salió de la Sinagoga levantando su
piecito por encima del humillado, tenía ocho años y se llamaba Baruch. Aunque
cantaba, como todos, los salmos aprendidos en Ets Haim, habrá visto lo que sucedía con un dejo de angustia,
extrañando el brazo de Hannah Deborah. Además de liturgia, en Ets Haim el pequeño Baruch aprendía
hebreo. Llegaba ahí todas las mañanas a pie, desde su casa frente al canal de
Houtgraecht en el barrio de Waterlooplen [….]
Muchas cosas sucederían en la intensa vida breve de Spinoza, pero jamás
olvidaría el hebreo aprendido en la infancia con los mismos maestros que lo
excomulgaron pocos años después. Dos obras para siempre inconclusas escribía al
momento de morir; una de ellas, el Tratado
Página del Escamoth, libro de los reglamentos y ordenanzas, de la comunidad judío-portuguesa Ets Haim donde aparece la anulación del nombre de Baruch Espinoza (1656). |
Quizá Spinoza tampoco olvidó, nunca, la humillación de Uriel en la que
tomó parte siendo niño. Y quizá también hay un secreto vínculo entre esa
infancia, la memoria vaga de un rostro al que vio por última vez aquel sábado
de 1640, ya desvanecido por el tiempo, y la piedad por una lengua amenazada. Reliquia
de esa encrucijada de la muerte y la lengua –reliquia, también, de la muerte en
la lengua--, una gramática puede haber sido ofrenda de amistad, o tardío
estallido en el final de la vida de un pasaje (está en Jueces, 12, 5-6) en el que alguna vez pudo haberse detenido con
tembloroso asombro el precoz aprendiz de hebreo: ‘Y los galaaditas tomaron los
vados del Jordán a los de Efraín; y aconteció que cuando decían los fugitivos
de Efraín: Quiero pasar, los de Galaad le preguntaban: ¿Eres tú efrateo? Si él
respondía: No, entonces le decían: Ahora, pues, dí Shibolet. Y él decía
Sibolet, porque no podía pronunciarlo correctamente. Entonces le echaban mano y
lo degollaban junto a los vados del Jordán. Y murieron entonces cuarenta y dos
mil efrateos’.
Spinoza nunca fue viejo. Cuando se ocupaba en la gramática del hebreo ya
había escrito sin embargo todos sus libros, y pensaba en los muchos dialectos
perdidos para siempre en los que fueron redactadas las Escrituras –tal vez
pensaba también en los cuarenta y dos mil efrateos degollados apenas por la
pronunciación de una consonante, que había leído en ese desolador pasaje del
Antiguo Testamento hacía mucho tiempo. ‘La letra es el signo de un movimiento
de la boca que provoca que se oiga cierto sonido’, dice en el comienzo la
gramática spinozista. Y aclara que para los hebreos las vocales no son letras
sino las ‘almas de las letras’, y en cambio las letras sin vocales –como la que
dificulta la pronunciación de la palabra shibolet--
son ‘cuerpos sin alma’.
Siempre en la primera página de su Compendium,
Spinoza escribe –para que todo sea ’más fácilmente comprendido’—que la lengua
hebrea es como una flauta donde las vocales son la música misma y las
consonantes los agujeros pulsados por los dedos. Las muchas generaciones que
habían hablado hebreo como si se tratara del sonido de una flauta no tomaron
los recaudos que requiere la muerte. Esto sin embargo no lo escribió; en cambio
sí escribió abruptamente: ‘Pero de esto ya es suficiente’ (Sed de his fatis), como si se hubiera forzado a abandonar el tema
para no sucumbir a la melancolía [….]
Diego Tatián, Baruch, La
Cebra, Buenos Aires, 2012, pp. 27-30.