Vidal Peña
Una manera muy impresionante de abordar la Ética consiste en
considerarla como si se tratase de un lenguaje expresivo. Unamuno, empeñado en hablarnos del «hombre Espinosa»,
lo encontraba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental. «Si
se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema
elegíaco...», decía en El sentimiento
trágico de la vida. Tras la
serenidad ordine geometrico, tras la olímpica posición de quien afecta
contemplar las cosas sub quadam
specie aeternitatis, hallaba
Unamuno la agonía de un hombre («de carne y hueso») que se debate contra el
terror de la finitud. Alguien que necesita demostrar que «un hombre libre en nada piensa menos
que en la muerte», y que pretende establecer el concepto («¡el concepto, y no
el sentimiento!», se escandaliza Unamuno) de «felicidad». Pero —sobreentiende
Unamuno — una demostración no es un consuelo definitivo: de ahí que la Ética sea una obra trágica. Su distanciada grandeza se resuelve, a la postre,
en el gesto desesperado de quien pretende aliviar la incurable enfermedad de su
finitud con el miserable remedio de una infinitud impersonal que a nadie puede
satisfacer, empezando por el autor. La cadena de proposiciones que conducen a
nuestra «salvación» tiene, en todo caso, la sublimidad de las cimas
inhabitables: para ningún hombre de carne y hueso son accesibles.
Estas dos versiones —expresiva y apelativa— del lenguaje de la Ética no carecen de interés, pero podría pensarse que no recogen lo que hay
en ella de específicamente filosófico. Es cierto que la sospecha
«psico-analítica» de Unamuno, acerca del carácter trágico de la Ética, siempre puede rondarnos (por remota que sea la posibilidad de su comprobación);
es cierto también que declaraciones como la citada de Friedmann reflejan lo que
a mucha gente le ha pasado con la Ética.
Pero, por una parte, cabe decir que la
«significación trágica» de una filosofía (aun cuando no se trate ya de psicoanálisis,
sino de socioanálisis, como el que justificó para Goldmann hablar de la «tragicidad»
de Pascal o de Kant) no es concepto que pueda agotar la significación de esa
filosofía. Y, por otra parte, tampoco puede agotarla su significación
«consoladora».
Al decir que una filosofía es «trágica» (viéndola como lenguaje
expresivo), esa filosofía es vista desde fuera; sus contenidos teóricos son
puestos en relación con otra cosa: sean las aspiraciones subjetivas del
filósofo, sean las de la clase social que representa. Aquellos contenidos
teóricos —vistos así, desde fuera— intentarían vanamente representar un orden
conceptual, cuando lo que harían sería expresar la distancia entre unas
aspiraciones y unos resultados de hecho. La verdad de la teoría —verdad de la
que sería inconsciente la teoría misma — residiría en el desajuste entre ella y
la realidad (entendiendo por «realidad», ya la psicológica, ya la social). Ahora
bien: Espinosa puede haber sido un vasto abismo de desesperación, o la burguesía
alemana el lugar del «quiero y no puedo»: no por ello la filosofía de Espinosa
o la de Kant han de ser diagnosticadas como «trágicas» (dejamos de lado a Pascal
y la cuestión de la noblesse
de robe francesa,
porque lo primero discutible es que el pensamiento de Pascal sea filosofía).
¿Por qué no serían «trágicas»? Hay una razón fundamental: porque, desde dentro
de esas filosofías, están previstas ya
las categorías que permiten luego pensarlas desde «fuera»: ese «fuera» reductor
queda él mismo reducido por conceptos filosóficos que están dentro.
Así, el psicoanálisis unamuniano de Espinosa no sería un astuto desvelamiento
de algo absolutamente inconsciente para Espinosa mismo; Espinosa habría
reconocido que el conocimiento es, en el hombre, una manifestación del conatus que constituye la esencia de todo ser. Para decirlo de un modo
llamativo: Espinosa habría reconocido que el conocimiento se da en función de
la vida, y no la vida en función del conocimiento (cfr. Eth., III, Def. 1 de los
afectos). Cierto que el conocimiento está en lo más alto, pero, si lo está, es porque
produce la salvación: siempre
una función práctica. Que Espinosa elabore su filosofía porque «quiere perseverar en el ser» no sería, pues, un
descubrimiento de Unamuno; Espinosa habría estado totalmente de acuerdo con
semejante explicación, e incluso podría haber dicho: «¿y por qué, si no, iba yo
a elaborar una filosofía?». (Digamos que lo mismo ocurre con la «tragicidad»,
ahora social, de Kant: reconocer que la filosofía —y en su momento más alto: el
sistemático— está ligada a una realidad mundana de problemas que la rodean y que la preceden, es algo que hace Kant ya
desde la arquitectónica de la razón pura; el propio concepto de «filosofía mundana»
de Kant es uno de los fundamentos que hacen posible, precisamente, la interpretación
que Goldmann hará de él... en términos «mundanos».) Tanto en Espinosa como en
Kant, la reducción «expresiva» se encuentra con que en esas filosofías hay
materiales que permitirán construir la posibilidad misma de tal reducción: ahí
está la ironía del asunto. En cieno sentido, cuando se «descubren» esas cosas
se descubren Mediterráneos, aunque —desde luego— siempre pueda ser interesante
precisar, en la medida de lo posible, los componentes de eso que los filósofos
han reconocido más bien en general (pero que han reconocido).