25 febrero, 2013

Cómo abordar la extraña forma (ordine geometrico) de la Ética de Espinosa

Vidal Peña

Una manera muy impresionante de abordar la Ética consiste en considerarla como si se tratase de un lenguaje expresivo. Unamuno, empeñado en hablarnos del «hombre Espinosa», lo encontraba palpitante bajo las áridas fórmulas de su obra fundamental. «Si se lee la Ética como lo que es: un desesperado poema elegíaco...», decía en El sentimiento trágico de la vida. Tras la serenidad ordine geometrico, tras la olímpica posición de quien afecta contemplar las cosas sub quadam specie aeternitatis, hallaba Unamuno la agonía de un hombre («de carne y hueso») que se debate contra el terror de la finitud. Alguien que necesita demostrar que «un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte», y que pretende establecer el concepto («¡el concepto, y no el sentimiento!», se escandaliza Unamuno) de «felicidad». Pero —sobreentiende Unamuno — una demostración no es un consuelo definitivo: de ahí que la Ética sea una obra trágica. Su distanciada grandeza se resuelve, a la postre, en el gesto desesperado de quien pretende aliviar la incurable enfermedad de su finitud con el miserable remedio de una infinitud impersonal que a nadie puede satisfacer, empezando por el autor. La cadena de proposiciones que conducen a nuestra «salvación» tiene, en todo caso, la sublimidad de las cimas inhabitables: para ningún hombre de carne y hueso son accesibles.

De un modo muy distinto, puede abordarse la Ética —y ello ocurre con frecuencia— como si consistiese, más bien, en un lenguaje apelativo. La Ética sería algo muy distinto de lo que nos ofrece esa visión trágico-estética, según la cual puede en todo caso conmover, pero nunca convencer. La Ética contendría, muy al contrario, un pensamiento sobre todo terapéutico, una verdadera consolatio philosophiae. Propondría, más que nada, una actitud moral, de difícil acceso quizá, pero transitable. Citemos, por citar algo, un texto de G. Friedmann, escrito en el contexto de la comparación «Espinosa-Leibniz». «A pesar de la soberana indiferencia de la Ética hacia nuestras pequeñas necesidades humanas, hacia nuestras finalidades subjetivas ...el espinosismo nunca ha dejado de ejercer atracción y de otorgar fortaleza, y sigue siendo un hogar al que los hombres han venido, vienen y vendrán en busca del rudo aliento de un pensamiento honrado (¡honrado si los ha habido!), perfectamente sereno y apaciguador. Pero ¿quién se dirigiría para ello al Discurso de Metafísica o a la Teodicea? Leibniz, que podía jugar en todos los tableros ...ha perdido; Spinoza rehusando jugar, ha ganado» [1].

Estas dos versiones —expresiva y apelativa— del lenguaje de la Ética no carecen de interés, pero podría pensarse que no recogen lo que hay en ella de específicamente filosófico. Es cierto que la sospecha «psico-analítica» de Unamuno, acerca del carácter trágico de la Ética, siempre puede rondarnos (por remota que sea la posibilidad de su comprobación); es cierto también que declaraciones como la citada de Friedmann reflejan lo que a mucha gente le ha pasado con la Ética. Pero, por una parte, cabe decir que la «significación trágica» de una filosofía (aun cuando no se trate ya de psicoanálisis, sino de socioanálisis, como el que justificó para Goldmann hablar de la «tragicidad» de Pascal o de Kant) no es concepto que pueda agotar la significación de esa filosofía. Y, por otra parte, tampoco puede agotarla su significación «consoladora».

Al decir que una filosofía es «trágica» (viéndola como lenguaje expresivo), esa filosofía es vista desde fuera; sus contenidos teóricos son puestos en relación con otra cosa: sean las aspiraciones subjetivas del filósofo, sean las de la clase social que representa. Aquellos contenidos teóricos —vistos así, desde fuera— intentarían vanamente representar un orden conceptual, cuando lo que harían sería expresar la distancia entre unas aspiraciones y unos resultados de hecho. La verdad de la teoría —verdad de la que sería inconsciente la teoría misma — residiría en el desajuste entre ella y la realidad (entendiendo por «realidad», ya la psicológica, ya la social). Ahora bien: Espinosa puede haber sido un vasto abismo de desesperación, o la burguesía alemana el lugar del «quiero y no puedo»: no por ello la filosofía de Espinosa o la de Kant han de ser diagnosticadas como «trágicas» (dejamos de lado a Pascal y la cuestión de la noblesse de robe francesa, porque lo primero discutible es que el pensamiento de Pascal sea filosofía). ¿Por qué no serían «trágicas»? Hay una razón fundamental: porque, desde dentro de esas filosofías, están previstas ya las categorías que permiten luego pensarlas desde «fuera»: ese «fuera» reductor queda él mismo reducido por conceptos filosóficos que están dentro. Así, el psicoanálisis unamuniano de Espinosa no sería un astuto desvelamiento de algo absolutamente inconsciente para Espinosa mismo; Espinosa habría reconocido que el conocimiento es, en el hombre, una manifestación del conatus que constituye la esencia de todo ser. Para decirlo de un modo llamativo: Espinosa habría reconocido que el conocimiento se da en función de la vida, y no la vida en función del conocimiento (cfr. Eth., III, Def. 1 de los afectos). Cierto que el conocimiento está en lo más alto, pero, si lo está, es porque produce la salvación: siempre una función práctica. Que Espinosa elabore su filosofía porque «quiere perseverar en el ser» no sería, pues, un descubrimiento de Unamuno; Espinosa habría estado totalmente de acuerdo con semejante explicación, e incluso podría haber dicho: «¿y por qué, si no, iba yo a elaborar una filosofía?». (Digamos que lo mismo ocurre con la «tragicidad», ahora social, de Kant: reconocer que la filosofía —y en su momento más alto: el sistemático— está ligada a una realidad mundana de problemas que la rodean y que la preceden, es algo que hace Kant ya desde la arquitectónica de la razón pura; el propio concepto de «filosofía mundana» de Kant es uno de los fundamentos que hacen posible, precisamente, la interpretación que Goldmann hará de él... en términos «mundanos».) Tanto en Espinosa como en Kant, la reducción «expresiva» se encuentra con que en esas filosofías hay materiales que permitirán construir la posibilidad misma de tal reducción: ahí está la ironía del asunto. En cieno sentido, cuando se «descubren» esas cosas se descubren Mediterráneos, aunque —desde luego— siempre pueda ser interesante precisar, en la medida de lo posible, los componentes de eso que los filósofos han reconocido más bien en general (pero que han reconocido).

18 febrero, 2013

Spinoza y el pescador rebelde

Nicolás González Varela

Nuestra reflexión parte de una anécdota... toda anécdota existencial puede ser entendida como experiencias axiomáticas que pueden inducir o constituir efectivamente la convicción en que se base toda una filosofía práctica. Cuenta un conocido: "en un álbum de retratos suyo encontré, en la cuarta página, a un pescador dibujado en camisa con una red de pescar sobre su hombro derecho, exactamente como en los cuadros históricos se representa al notable líder rebelde napolitano Masaniello. El señor Henryk van der Spyk, su último casero, decía de él que se parecía al mismo Spinoza hasta en los más mínimos detalles y que sin duda él mismo se había tomado como modelo". El objeto de devoción era Tommaso Aniello d'Amalfi (detto "Masaniello"), uno de los líderes de las insurrecciones napolitanas en 1647-1648, levantamientos espontáneos, de masas, urbanos y potencialmente derivables a una lucha mortal entre ricos y pobres. Nápoles, un virreinato español, se había transformado en un Behemoth urbano, descontrolado en su densidad demográfica, un crisol de clases diferentes y sede de instituciones de un gobierno despótico. Y en el medio del descontento de la multitud, la Guerra de los Treinta Años. Los protagonistas más destacados de estos tumultos fueron las clases afectadas por la política fiscal estatal (baronaggio), los trabajadores y los marginados, pero nunca alcanzaron una convergencia revolucionaria decisiva. El motín fue el más agudo de su época, tanto en su caracter antifeudal, antiestatal y autónomo, y fueron "los diez días que conmovieron al mundo" barroco. Masaniello deviene el primer día un orador furioso, un gran tribuno, que conjuga la protesta con formas horizontales de organización, con una representatividad social insuperable, un antipolítico consumado, que desarma el mecanismo del gobierno vicerreal: mediación aristocrática, lúmpenes y provocadores paramilitares, estructuras populistas, ritos de honor y religión. Su brevísima "Reppubblica" popular, que reclamaba derecho iguales, reforma fiscal y representación de la plebe en las cámaras de gobierno, enfrentada al modelo barroco, es una contradicción en carne viva, que culminará con su asesinato.

¿Spinoza se veía como un Masaniello holandés?... seguramente. Las huellas de la lucha de ricos y pobres halla eco entre líneas: "La verdadera felicidad, la beatitud, consiste sólo en el goce del bien y no en la satisfacción de que disfruta un hombre porque goza de él con exclusión de todos los demás hombres. Si alguno se juzga feliz porque tiene privilegios de que están privados sus semejantes y porque se vio más favorecido de la fortuna, ignora la verdadera felicidad". El programa mínimo de los insurrectos: el fin del estado es la felicidad colectiva y la democracia es la forma más cercana al estado de naturaleza del ser humano. Las huellas del pescador subversivo se encuentran a lo largo de su obra, como cuando nos descubre su admiración oculta: "los hombres de conciencia clara no temen a la muerte ni piden clemencia como los criminales, pues sus espíritus no se ven atormentados por los remordimientos que produce la comisión de hechos vergonzantes; consideran un mérito, no un castigo, morir por una noble causa, y un honor morir por la libertad. Y puesto que dan sus vidas por una causa que es incomprensible para los holgazanes y los idiotas, odiosa para los sediciosos y querida por los buenos, ¿qué les enseña a los hombres su muerte? Sólo emularles, o al menos a reverenciarles".

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=31901

11 febrero, 2013

La democracia, según Spinoza

Diego Tatián

El spinozismo rompe con la idea clásica de buen gobierno como gobierno de la virtud, a la vez que con la política como un puro dispositivo de producir orden e impedir conflictos; la condición civil no es un artificio contra natura que despoja al cuerpo social de su derecho natural, sino una extensión, una radicalización, una composición y una colectivización de ese derecho. Vale decir que el derecho público no suprime al derecho natural; es este derecho natural mismo que adopta un estatuto político y de este modo se incrementa y deviene concreto como “potencia de la multitud”.

A la vez, Spinoza se interroga por las condiciones de permanencia de un estado, para anticipar que la libertad es una de ellas. La libertad spinozista es fuerza productiva de comunidad que no admite ser sacrificada a la seguridad, y la política que de ella resulta no exige a los hombres nada que vaya contra su naturaleza: ni ocultar sus ideas, ni ser desapasionados, ni ser puramente racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para la autoinstitución política en formas no alienadas de la potencia común. El nombre spinozista de esa “república libre” es democracia.

Democracia no designa aquí un conjunto de formas definitivas fundadas en el orden del concepto, sino el desbloqueo, la autoinstitución, la generación de cosas nuevas, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva de significados, de instituciones, de mediaciones por las que se mantiene e incrementa; el efecto de un trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación. La pregunta por lo común, la comunidad y el comunismo es uno de sus grandes legados, un legado “tan difícil como raro”.

Con Spinoza es posible pensar una política emancipatoria no sometida a la idea del “hombre nuevo”, a la idea de que los seres humanos debieran ser diferentes de como realmente son; por el contrario, lo que los seres humanos son capaces de ser y de hacer es siempre la revelación de un trabajo paciente y sin garantías que se mantiene en la inmanencia de su existir como seres naturales, apasionados y finitos. Un trabajo que cada generación deberá emprender una y otra vez porque no hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido lugar puede ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso unitario de acontecimientos que lleve por necesidad a una reconciliación de los hombres consigo mismos.

04 febrero, 2013

Spinoza, el labrador de infinitos

Jorge Luis Borges

El 1º. de abril de 1985, Jorge Luis Borges, un portentoso spinozista por connaturalidad afectiva, pronunció una conferencia en la Sociedad Hebraica Argentina (Buenos Aires) sobre Baruch Spinoza con el título “El más adorable de los filósofos”. He aquí la transcripción.


Señoras, señores. En una novela de Joseph Conrad, que para mí es el novelista, un navegante, que es el narrador, ve desde la proa de su nave algo. Una sombra, una claridad en los confines del horizonte. Y se dice que esa claridad, esa sombra, es de la costa de África. Y que más allá hay fiebres, imperios, ruinas, Sahara, los grandes ríos que exploraron Stanley, Livingstone, y luego palmeras, y lo que queda de Cartago, que Roma borró con el fuego y con la sal. Y luego la historia de portugueses, de holandeses, de zulúes, de bantúes, y también los compradores de esclavos, y ruinas, y pirámides. Es decir, un vastísimo mundo. De selvas, desde luego, de leopardos, de pájaros.

Bueno, a mí me sucede algo parecido. Me he comprometido a hablar de Spinoza. Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, qué puedo decir de él. Puedo decir de él lo que dice el narrador de la novela de Conrad. Ha vislumbrado algo. Sabe que eso que vislumbra es vastísimo. Yo me propuse alguna vez un libro sobre Spinoza. Tengo en casa, bueno, varias ediciones de la Ethica, en alemán, en francés, en inglés. Y muchos estudios sobre Spinoza, y biografías. Sin embargo, qué puedo confesar ahora sino mi ignorancia, mi deslumbrada ignorancia. Pero tengo la impresión de algo no solo infinito sino esencial también. Algo que de algún modo me pertenece. Yo pensaba escribir un libro sobre Spinoza. Junté los materiales, y luego descubrí que no podía explicar a otros lo que yo mismo no puedo explicarme. Pero hay algo que puedo sentir, misterioso como la música, misterioso como su Dios.

Pero pensé en estos días que Spinoza había consagrado su vida a construir dos imágenes. Una es la que conocemos todos. Recuerdo aquellas palabras que en la presentación acaba de recitar un amigo mío: “un hombre engendra a Dios...”. Ese fue Spinoza, que dedicó su vida no sólo a pulir lentes sino también a pulir lo que yo he llamado en un soneto ese otro claro laberinto de la Divinidad, ese ser infinito, que viene a ser el más complejo de los dioses.

Una de las tareas de la humanidad ha sido imaginar a Dios. Pero, de los casi infinitos dioses que se han imaginado, ninguno, ni siquiera el Dios de la Escolástica, el Dios de Santo Tomás, por ejemplo, puede competir en variedad, en insondabilidad (si se me permite el barbarismo), con el Dios de Spinoza. Bueno, esa imagen ha quedado y será parte de la memoria de todos los hombres. Más allá de los otros dioses del panteísmo, por ejemplo la esfera infinita de Parménides, por ejemplo el Brama de la India, que crea el mundo, Visnú, que lo conserva, y Siva, que lo destruye. Salvo que Siva es, a la vez, el que destruye y el que engendra, ya que la muerte y el acto sexual vienen a ser lo mismo, porque uno es causa del otro.

Bueno, Spinoza dedicó su vida a imaginar a Dios con amor, con lo que él llamó amor intelectual, una expresión que tomó de Moisés Maimónides. Dedicó su vida a imaginar a Dios con imaginación, con amor y con una rigurosa razón que suele llamarse razón cartesiana. Salvo que Spinoza fue mucho más riguroso que Descartes, su maestro. Ya que si Descartes parte del rigor cartesiano y concluye en el Vaticano y en la Trinidad, no mucho podemos esperar de ese rigor. En cambio Spinoza llevó su voluntad, no diré de engendrar, sino de erigir a Dios, ese cristalino laberinto, hasta el fin.

Pero, mientras él se dedicaba a ese propósito, estaba creando otra imagen. Esa otra imagen no es menos inmortal que la de Dios. Es la imagen que ha dejado en cada uno de nosotros. La imagen de su propia vida. Recuerdo una expresión latina, vita umbratiles, vida en la sombra. Es la que buscó Spinoza y la que no ha logrado ciertamente, ya que ahora, tantos siglos después, estamos aquí, en el extremo de un continente que casi ignoró, estamos aquí pensando en él, yo tratando de hablar de él, y todos extrañándolo. Y, curiosamente, queriéndolo, lo cual es lo más importante.

Bueno, veamos primero esa imagen de la vida de Spinoza que sin duda ustedes conocen mejor que yo.