El abrupto cierre de los programas de filosofía en la Universidad de Middlesex es un tema de interés no sólo para los británicos, sino también para la comunidad filosófica internacional. Esta decisión no sólo contradice el compromiso expreso de la Universidad de Middlesex de promover la 'excelencia en la investigación', sino que además representa el estadio inicial del paulatino empobrecimiento del quehacer filosófico en la Gran Bretaña.
Es bien sabido que el Centro de Investigación en Filosofía Moderna Europea (CRMEP, por sus siglas en inglés) de Middlesex realiza una importante y valiosa contribución a la enseñanza de la filosofía en la Gran Bretaña. Además, el programa de filosofía es la disciplina más prestigiada y la más altamente evaluada en el campo de la investigación de la propia universidad (Middlesex ofrece el conjunto de programas de maestría más grande en Gran Bretaña).
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29 abril, 2010
26 abril, 2010
Peter Hallward: 'Badiou: A Subject to Truth'
Con respecto al libro de Peter Hallward [Badiou: A Subject to Truth, Minneapolis: Minnesota University Press, 2003], uno está otra vez tentado a recurrir a las propias categorías de Badiou: si la obra reciente de Badiou es el acontecimiento de la filosofía contemporánea, el libro de Hallward guarda la mayor fidelidad a este acontecimiento –fidelidad, no lealtad dogmática ni ciego resumen repetitivo. Fidelidad filosófica no es fidelidad a todo lo que un autor ha escrito, sino fidelidad a lo que es el autor más allá del autor mismo (más allá de sus innumerables escritos), fidelidad al impulso que mantiene viva la infinitud de la obra del autor. Así, Hallward traza, con gran aliento, las consecuencias del acontecimiento Badiou, no sólo señalando los enormes logros de Badiou, sino también sus inconsistencias particulares, los callejones sin salida por resolver, las tareas que esperan una posterior elaboración.
[…]
Además, el hecho de que un autor de habla inglesa haya escrito un libro sobre un filósofo francés ha tenido ese excepcional, milagroso, resultado de hacer converger lo mejor de la filosofía analítica y la tradición filosófica ‘continental’: lo que aquí tenemos es la casi imposible intersección de la claridad del pensamiento analítico y la reflexión especulativa de la filosofía ‘continental’. El único temor que tengo acerca del libro de Hallward es que, debido a su excelencia, contribuya a la reciente deplorable tendencia de preferir los textos introductorios a los trabajos originales de los propios autores. Si bien estoy seguro de que el libro de Hallward gozará de un bien merecido éxito entre filósofos, matemáticos y lógicos, teóricos políticos y estetas, espero que su éxito contribuya a aumentar el interés en los trabajos del propio Badiou.
Slavoj Žižek
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Además, el hecho de que un autor de habla inglesa haya escrito un libro sobre un filósofo francés ha tenido ese excepcional, milagroso, resultado de hacer converger lo mejor de la filosofía analítica y la tradición filosófica ‘continental’: lo que aquí tenemos es la casi imposible intersección de la claridad del pensamiento analítico y la reflexión especulativa de la filosofía ‘continental’. El único temor que tengo acerca del libro de Hallward es que, debido a su excelencia, contribuya a la reciente deplorable tendencia de preferir los textos introductorios a los trabajos originales de los propios autores. Si bien estoy seguro de que el libro de Hallward gozará de un bien merecido éxito entre filósofos, matemáticos y lógicos, teóricos políticos y estetas, espero que su éxito contribuya a aumentar el interés en los trabajos del propio Badiou.
Slavoj Žižek
25 abril, 2010
Oliver Feltham: 'Alain Badiou: Live Theory'
El libro de Oliver Feltham, Alain Badiou: Live Theory (London: Continuum, 2008), ofrece una introducción clara y concisa al pensamiento del autor, trazando los temas centrales tanto de su obra mayor El ser y el acontecimiento como de su segunda parte Lógicas de los mundos. Feltham explora las cuestiones fundamentales de la evolución del pensamiento de Badiou, así como expone la coherencia y singularidad de su vigoroso pensamiento y, en particular, sus análisis de las situaciones políticas. Igualmente, Feltham examina a los pensadores con los que Badiou ha debatido, mostrando que el interés por la obra de Badiou se debe a su capacidad de crear nuevas genealogías en el campo de la filosofía. El libro incluye una entrevista con Badiou (2007), donde expone sus actuales preocupaciones intelectuales y sus proyectos futuros. Este es un libro ideal para aquellos estudiantes y lectores interesados en abordar, por primera vez, a este fascinante pensador, pues bosqueja un marco teórico de orientación muy útil.
15 abril, 2010
Judith Butler y la situación filosófica
¿Qué es una situación filosófica? ¿Qué de las circunstancias justifica la intervención de la filosofía? –se pregunta Alain Badiou en su libro Filosofía del presente. No todo, por cierto, no cualquier discurso. En este texto, Badiou nos sugiere una definición provisional: ‘una situación es filosófica, o ‘para’ la filosofía, cuando impone la existencia de una relación entre términos que, en general, o para la opinión establecida, no pueden tener relación. Una situación filosófica es un encuentro. Un encuentro entre dos términos esencialmente extraños, uno respecto del otro.’
Según Badiou, las tareas de la filosofía en relación con las situaciones son:
En primer lugar, iluminar las decisiones o elecciones fundamentales de la existencia o del pensamiento. Su tarea es clarificar la elección. Debemos decidir entre dos tipos de pensamiento, por ejemplo, entre el miedo y la libertad, entre la opresión y la libertad.
En segundo lugar, iluminar la distancia entre el pensamiento y el poder, la distancia entre el poder y el valor. Medir esa distancia, por ejemplo, entre la razón de Estado y la idea de justicia. Aquí no hay discusión verdadera. El poder significa violencia, mientras la justicia no conoce otros imperativos que sus propios principios. Porque el tiempo propio de la justicia no puede integrar los intereses del poder, se ejerce la violencia, mostrando así que entre el poder y la justicia no hay medida común. Sin embargo, esta situación ilumina un valor universalizable, común, la búsqueda del no-poder, esto es, rechazar y resistir el poder.
En tercer lugar, iluminar el valor de la excepción. El valor del acontecimiento. El valor de la ruptura. Y esto, contra la repetición de un pasado de exclusiones e injusticias.
De todo esto se trata el discurso que Judith Butler dirigiera, ayer miércoles 14 de abril, a los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley convocando a la universidad a rechazar selectivamente las inversiones en compañías responsables de crímenes de guerra en Israel y otras partes del mundo. El 18 de marzo próximo pasado, los estudiantes del Senado de la universidad votaron un acuerdo, por 16 votos a favor y 4 en contra, que rechazaba las inversiones en las empresas transnacionales General Electric y United Technologies por ser responsables de crímenes de guerra en la ocupación ilegal de la franja de Gaza por parte de Israel. Una semana después, el presidente del Senado vetó el acuerdo.
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Según Badiou, las tareas de la filosofía en relación con las situaciones son:
En primer lugar, iluminar las decisiones o elecciones fundamentales de la existencia o del pensamiento. Su tarea es clarificar la elección. Debemos decidir entre dos tipos de pensamiento, por ejemplo, entre el miedo y la libertad, entre la opresión y la libertad.
En segundo lugar, iluminar la distancia entre el pensamiento y el poder, la distancia entre el poder y el valor. Medir esa distancia, por ejemplo, entre la razón de Estado y la idea de justicia. Aquí no hay discusión verdadera. El poder significa violencia, mientras la justicia no conoce otros imperativos que sus propios principios. Porque el tiempo propio de la justicia no puede integrar los intereses del poder, se ejerce la violencia, mostrando así que entre el poder y la justicia no hay medida común. Sin embargo, esta situación ilumina un valor universalizable, común, la búsqueda del no-poder, esto es, rechazar y resistir el poder.
En tercer lugar, iluminar el valor de la excepción. El valor del acontecimiento. El valor de la ruptura. Y esto, contra la repetición de un pasado de exclusiones e injusticias.
De todo esto se trata el discurso que Judith Butler dirigiera, ayer miércoles 14 de abril, a los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley convocando a la universidad a rechazar selectivamente las inversiones en compañías responsables de crímenes de guerra en Israel y otras partes del mundo. El 18 de marzo próximo pasado, los estudiantes del Senado de la universidad votaron un acuerdo, por 16 votos a favor y 4 en contra, que rechazaba las inversiones en las empresas transnacionales General Electric y United Technologies por ser responsables de crímenes de guerra en la ocupación ilegal de la franja de Gaza por parte de Israel. Una semana después, el presidente del Senado vetó el acuerdo.
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12 abril, 2010
Raúl Cerdeiras: La atmósfera filosófica de 'Lógicas de los mundos' de Alain Badiou
La idea que la apertura de una obra está en relación con una cierta atmósfera proviene de Kierkegaard. El pensador danés disponía esa atmósfera en referencia a una cierta modulación existencial, a la relación que el texto abría con el lector, a situar el momento y el lugar del análisis y, en especial, a instituir un punto de referencia constante. En el prefacio de Lógicas de los mundos (Ediciones Manantial, Buenos Ares, 2008) Alain Badiou también se interroga sobre esta cuestión y lo hace en el preciso momento en que decide ponerle un nombre al “ideal teórico bajo el cual se hace este examen”. ¿Qué se examina?: a la convicción natural y cotidiana que nos envuelve para atornillarnos en un mundo que declara una y otra vez que “no hay más que cuerpos y lenguajes”. A esta doxa contemporánea el autor la denomina materialismo democrático, y como su pensamiento va dirigido a desmontar este complejo andamiaje de impotencia que hoy domina al planeta anuncia que “después de muchas dudas decidí llamar a la atmósfera ideológica en la que mi empresa filosófica alienta su más extrema tensión una dialéctica materialista”.
Una primera reflexión me hace reparar lo siguiente: que el “ideal teórico” se transforma en una “atmósfera ideológica”; que el nombre no nombra a su filosofía sino a la atmósfera en que se produce; finalmente, que en su filosofía palpita una “extrema tensión”. La pregunta inmediata será: ¿en qué consiste esa tensión? Pero vayamos por parte.
Lógicas de los mundos lleva como subtítulo: El ser y el acontecimiento, 2 (El ser y el acontecimiento, Ediciones Manantial, Buenos Aires, segunda edición 2007) y ambos libros forman la arquitectura fundamental de una renovada filosofía que sin duda funcionará como una bisagra entre dos siglos. Tomando una distancia radical respecto a la “posmodernidad” que anuncia el fin de la filosofía, de las verdades, y de cualquier universalidad, Badiou afirma la posibilidad del hombre para intervenir en procesos de verdad que hagan venir a la existencia (política, científica, artística o amorosa) novedades anteriormente impensables en la lógica de los mundos en donde aparecieron y, yendo más allá de la particularidad histórica en que fue forjada, con capacidad para inscribirse en una eternidad dispuesta y donada para cualquiera. Por eso, a la consigna reaccionaria con la que se cerró el pasado siglo y se abrió el presente, y que tan bien sintetiza el enunciado: no hay más que cuerpos y lenguajes, la filosofía de Badiou interrumpe y desestabiliza esa hegemonía precipitando una inquietante afirmación que dice: sino que hay verdades. De tal manera que la atmósfera que preside la obra está reunida en el siguiente sintagma: No hay más que cuerpos y lenguajes, sino que hay verdades. Ese “sino que”, que suena tan bizarro a la sintaxis, es la marca gramatical que denuncia a la extrema tensión que recorre su filosofía.
Y es el momento de decir que esa tensión se derrama en el interior de un libro que tiene la estructura y el formato de las grandes obras de la filosofía. Su coherencia interna, su rigor argumental, su despliegue arquitectónico, inscribe una diferencia notable respecto al mundo filosófico contemporáneo que, sobre todo después de Heidegger, se ha dedicado a hablar más sobre la filosofía que a hacerla, condenando así a su escritura a la forma del ensayo aislado, cuando no al paper académico en donde el número de páginas ocupadas por el texto se igualan a las dedicadas a explicitar las fuentes “consultadas”. Por el contrario, esta obra tiene la potencia propia de la Crítica de la Razón Pura, de Kant, La ciencia de la lógica, de Hegel, o los tratados de Leibniz, o Descartes. Es una necesaria confrontación creativa con los temas decisivos de la filosofía desde sus orígenes, en especial con aquellas ontologías que han debido, cada una a su manera, resolver cómo el ser aparece en los mundos reales.
La obra está compuesta por un prefacio y VII Libros, con sus correspondientes divisiones internas: introducciones, secciones, escolios y apéndices, finalizando en una conclusión y cerrado con una síntesis condensada en 66 proposiciones y un diccionario de conceptos. En el Libro primero se aborda una Teoría formal del sujeto. En el interior del dispositivo de los tres Libros siguientes se tratan las grandes cuestiones que forman el núcleo de lo que el autor denomina La Gran Lógica y que son: una teoría de lo Trascendental, el Objeto y la Relación. Finalmente, en los tres Libros restantes se despliega una meditación acerca de Las cuatro formas del cambio, una Teoría de los puntos y una respuesta a la pregunta ¿Qué es un cuerpo? Además de los filósofos anteriormente mencionados, en el surco que va abriendo su pensamiento Badiou dialoga, concuerda y confronta con pensadores como Kierkegaard, Deleuze, Lacan, etc. acerca de las cuestiones que se van exponiendo.
Pues bien, este es el “paquete” filosófico que se nos ofrece, y que nadie sueñe con una reseña o un resumen de estilo académico: imposible, si no se quiere traicionar este extraordinario esfuerzo del pensamiento. Sólo queda, es mi modo de ver, el paciente, lento y profundo andar que va cincelando un recorrido que al final muestra una llamativa consistencia y un sinfín de posibilidades abiertas para recorrer. En el mundo de la velocidad vertiginosa que impone la circulación del dinero y de los bienes a consumir, es decir, en la vorágine del tiempo del mercado, el andar lento puede marcar una diferencia apreciable. De eso se trata.
Quiero centrarme en la atmósfera que alienta la más extrema tensión. Por más que la tensión sea “extrema” no asoma de una manera evidente. Y no sólo eso, sino que es necesario ubicarla en una cuestión y referirla a una lucha contra un enemigo siempre solapado en el pensamiento filosófico: las religiones.
La posmodernidad (otro nombre posible para el materialismo democrático) crea la ficción de ser una empresa atea. Proclama su lucha contra el Todo, la Universalidad, el Fundamento, y contra cualquier tipo de substancialismo sobre el que sostener una visión totalizadora del mundo y su destino. Su adhesión a un relativismo extremo, cuyo resultado es un escepticismo estéril, y su fuerte apuesta a la diseminación constante y sin fin de toda obra humana, le da un marco lo suficientemente seguro para sentirse a cubierto de cualquier compromiso regresivo con las teologías. Incluso, para reafirmar esta convicción, proclama a los cuatro vientos su pasión por el régimen político menos malo que son las democracias representativas basadas en el consenso, y su lucha sin cuartel contra los totalitarismos, terrorismos e integrismos de cualquier especie.
Lógicas de los mundos permite pensar que esta visión recubre un núcleo teológico esencial. Más aún, expresamente anuncia que este entramado teórico-ideológico con aroma y efectos reaccionarios es lo suficientemente complejo como para cobijar una variante de “izquierda” o “progresista” cuyos nombres serían, nada más y nada menos, que Deleuze y Foucault. Creo que Alain Badiou nos advierte que la valiente lucha filosófica que el vitalismo deleuziano lleva adelante contra esta ideología dominante puede fracasar en su empresa por causa de no haberse desembarazado lo suficiente de una matriz decisiva para el pensamiento. Esta matriz es lo finito y la muerte. En Deleuze estaría presente un serio intento de cortar con esa dupla pero su abordaje del infinito no puede abandonar al Uno que finalmente lo recubre y su idea de eternidad no es afirmativa, sino que se sostiene en la negación de la vida que es la muerte. Tanto para la fenomenología como para el vitalismo, la muerte y la precariedad de todo lo que aparece da testimonio de la existencia finita, la cual es una “simple modalidad de una superexsistencia infinita o de una potencia de lo Uno que sólo experimentamos en su reverso: en la limitación pasiva de todo lo que le satisfizo constituir” (pág. 302) En consecuencia, esa superexsistencia que se constituye en función de la precariedad de todo lo que instituye, repone un infinito subyacente -de cuño teológico- “cuya escritura terrestre es la muerte” (pág. 302).
Ya podemos intuir el lugar en donde situar la extrema tensión: es el asalto a la guarida religiosa para rescatar y producir una nueva idea del infinito y de la eternidad para inscribirla en la existencia y arrancarla de la trascendencia religiosa. “Pensar la existencia sin finitud. Tal es el imperativo liberador, que disocia el existir de su atadura al significante último de la sumisión, que es la muerte.”(pág.302). La tarea es gigantesca por eso la tensión es extrema. A esta altura ¿debo aclarar expresamente que la atmósfera tiene que ver con una emancipación?
Cuando el matemático Cantor, a fines del siglo XIX, inventó el “paraíso” del infinito actual, produjo una enorme mutación en el pensamiento. Sus efectos resplandecen en El ser y el acontecimiento en donde se desarrolla una ontología matemática que se sostiene sobre la idea de que el ser en tanto ser se despliega en una multiplicidad de multiplicidades, sin Uno, es decir, una multiplicidad inconsistente o pura. Es allí en donde el infinito devenido en pensamiento laico, formulado matemáticamente y perfectamente transmisible para todos, emancipa al ser infinito de la tutela religiosa ya que la afirmación: Dios es infinito y el mundo creado por él es finito, es uno de los núcleos duros de la doctrina eclesiástica que aún subyace en la ideología del materialismo democrático ya que sus postulados reposan sobre un pensamiento finitista. Y toda vez que esa finitud hace la experiencia de sus “límites” siempre evoca y convoca a un más allá “indecible”, un infinito claramente teológico pero con otro ropaje. Concluyamos entonces que la ontología matemática pensando el infinito en acto, y asentando sobre él al pensamiento acerca del ser en tanto ser, realiza el primer rescate de esta idea de la guarida teológica.
Pero el imperativo liberador tiene otro desafío que es afrontado en Lógicas de los mundos. Porque esta obra trata no del ser sino de las formas en que el ser aparece en los mundos. No habla del ser sino del existir. Es el turno de poner en movimiento un pensamiento de la existencia que proclame su eternidad. ¿Será el hombre, que la ideología reaccionaria del materialismo democrático lo reduce a su mera condición de animal viviente (ya que ese es el significado profundo de la sentencia posmoderna: “las Ideologías han muerto”), capaz de hacer venir a los mundos que habita fragmentos de eternidad? ¿Puede aquello que es creado aspirar al mismo tiempo a ser eterno? Sí, es la tensa afirmación del filósofo. Aquí tenemos que obviar el desarrollo y fundamentación de esta respuesta pues es el núcleo mismo de la obra. No nos queda otro camino que deslizarnos por el lógico tembladeral de los ejemplos y las intuiciones rápidas. Afortunadamente está la obra que restablecerá las precisiones necesarias respecto a todo aquello que aquí se pueda desbordar. Intentémoslo.
La afirmación de Badiou se inscribe en la tradición cartesiana ya que Descartes afirmaba que las verdades eternas de la pura razón que Dios creó no las hizo obligado por una necesidad de la que no pudiera escapar, sino que él las creó libremente, de tal manera que hubiera podido afirmar, por ejemplo, que un triángulo es una figura que tiene menos de tres lados y hacer de esta afirmación una verdad y una geometría tan racional como la que contamos actualmente. Leibniz, su contrincante, afirmaba algo diferente, sostenía que Dios finalmente estaba al servicio de lo que le permitiera una razón que lo trascendía y que su poder consistía en elegir, entre los infinitos mundos posibles, el mejor. Para
esta visión Dios reunía en el intelecto divino la infinitud de todo lo que es posible y ejecutaba la mejor elección, pero no hubiera podido elegir lo que la razón le prescribía como imposible. En su momento Sartre tomó partido por Descartes intuyendo que muerto Dios su libertad absoluta para crear sería heredada por los hombres.
Entonces el principio es claro: precisamente porque las ideas verdaderas son creadas es que son eternas, y su consecuencia es la siguiente: la eternidad para ser debe aparecer. Ahora hay que destruir la guarida religiosa porque desde su interior se afirma que Dios crea a partir de la nada, y Lógicas de los mundos se encarga de demostrar que la creación de una eternidad siempre se realizada en un mundo ya que el ser, al negar toda posibilidad de ser al Todo (lo Uno no es), prescribe que el ser no puede aparecer sino en situaciones locales llamadas mundos.
Sabemos que esta eternidad es la de las verdades, que ellas son llamadas procedimientos de verdad y que para nuestro autor hay cuatro (pero la lista está abierta…): la política, la ciencia, el arte y el amor. Es en su interior en donde advienen novedades nunca antes pensadas que se desencadenan a partir de la irrupción contingente de una excepción a los mundos constituidos que se llama acontecimiento. La huella de un acontecimiento se objetiva en un cuerpo y permite que este abra una doble posibilidad: la de comenzar la creación de un nuevo presente y que ese cuerpo sea capaz de soportar una subjetividad fiel, que es la disposición subjetiva de una vida singular de componerse con ese cuerpo, llamado sujeto, para trabajar en dirección de la invención de un presente inédito.
Pero este advenimiento no proviene de la nada. Todo comienzo es un re-comienzo. Es comienzo porque hace venir a la existencia lo anteriormente inexistente, y es recomienzo porque esta nueva aparición hace percibir en el presente a la eternidad como su pasado. En el campo de las verdades incorporar una vida a un nuevo presente me permite experimentar el pasado de la eternidad misma. Badiou pone el ejemplo de los caballos pintados hace 30.000 años en las grutas de Chauvet y los cuadros de Picasso también sobre el motivo de los caballos. El ejemplo es intencionadamente extremo para hacer nacer en el lector la idea de que los mundos del pintor de las cavernas y el del creador del cubismo son absolutamente diferentes. Sin embargo, si el arte es la creación sensible de una idea, entonces la eternidad de la idea de caballo está ahí presente desde siempre en tan dispares circunstancias. Pero es esencial tener en cuenta que esa invariante no envuelve a sus propias variaciones. Cito a Badiou: “La eterna Verdad que, al final de una trayectoria, Picasso cita con su habitual virtuosismo se enuncia simplemente: el animal es en pintura la ocasión de señalar, por la sola seguridad del trazo que separa, que entre la Idea y la existencia, entre el tipo y el caso, puedo crear, y por lo tanto pensar, el punto que permanece indiscernible” (pág. 37). En esta invariante ninguna variación ya esta contenida de en su interior de tal manera que los distintos presentes puedan ser leídos como su despliegue. Por el contrario, en cada presente nuevo, se hace existir a la eternidad.
En definitiva no todo lo que existe es efecto de condiciones históricas determinadas, sólo relativas a una particularidad. Por eso el “sino que hay verdades”, porque ese es el campo en el que la existencia humana puede participar activamente en la creación de eternidades que, como las pinturas de la gruta de Chauvet, (y antes que él hubo otros, por que no hay origen) atraviesan lo específico del mundo en que nacieron y están destinadas a la humanidad en su conjunto para siempre. El genio de Marx había percibido esta circunstancia que se le planteaba como una “dificultad”, por cuanto el Materialismo Histórico hacía depender lo que sucedía en la “superestructura” -y allí se ubicaba al arte- de las condiciones históricas particulares del momento de su producción, un verdadero historicismo radical. Decía Marx en 1857 en la Introducción a la Crítica de la economía política: “Pero la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aun proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos
aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”.
Igual se podría decir, dentro de las verdades políticas, de la idea de emancipación llevada a la existencia por el cuerpo político del ejército de Espartaco en su lucha contra la tiranía del Imperio Romano. La emancipación es una existencia eterna que recomienza en mundos muy diferentes y asumiendo formas también diferentes. El nombre de Espartaco, ligado a las circunstancias particulares de su mundo, reaparece en contextos históricos incompatibles entre sí, pero sin embargo ligados por ese Mismo eterno que vuelve a aparecer bajo la forma de Otro Mismo. Toda gesto político que intente liberarnos de un orden opresivo llevará la marca de esa constante emancipativa que en su momento Espartaco recreó con la rebelión de los esclavos.
En definitiva, si la eternidad sólo es pensable por el testimonio que da la muerte y la finitud de todas las cosas, entonces esa eternidad será teológica, sin pensamiento y puesta siempre en un más allá. En cambio, si articulamos un pensamiento de la eternidad para este mundo, si la hacemos existir como tal y no como la contracara de la muerte y lo perecedero, lograremos extirparle a la teología y sus representantes debilitados de la posmodernidad, una idea de efectos incalculables para la filosofía.
Es dentro de esta tensa atmósfera que Lógicas de los mundos realiza un largo y sistemático recorrido que desarrolla las condiciones generales en las que la multiplicidad infinita del ser se localiza en diferentes mundos y abren la chance para que la vida humana intervenga fielmente para hacen venir a la existencia la eternidad de las verdades.
Tomado de los archivos de la revista Acontecimiento, Buenos Aires, 29 de Marzo de 2009:
http://www.grupoacontecimiento.com.ar/index.php?option=com_remository&Itemid=30&func=startdown&id=36
Una primera reflexión me hace reparar lo siguiente: que el “ideal teórico” se transforma en una “atmósfera ideológica”; que el nombre no nombra a su filosofía sino a la atmósfera en que se produce; finalmente, que en su filosofía palpita una “extrema tensión”. La pregunta inmediata será: ¿en qué consiste esa tensión? Pero vayamos por parte.
Lógicas de los mundos lleva como subtítulo: El ser y el acontecimiento, 2 (El ser y el acontecimiento, Ediciones Manantial, Buenos Aires, segunda edición 2007) y ambos libros forman la arquitectura fundamental de una renovada filosofía que sin duda funcionará como una bisagra entre dos siglos. Tomando una distancia radical respecto a la “posmodernidad” que anuncia el fin de la filosofía, de las verdades, y de cualquier universalidad, Badiou afirma la posibilidad del hombre para intervenir en procesos de verdad que hagan venir a la existencia (política, científica, artística o amorosa) novedades anteriormente impensables en la lógica de los mundos en donde aparecieron y, yendo más allá de la particularidad histórica en que fue forjada, con capacidad para inscribirse en una eternidad dispuesta y donada para cualquiera. Por eso, a la consigna reaccionaria con la que se cerró el pasado siglo y se abrió el presente, y que tan bien sintetiza el enunciado: no hay más que cuerpos y lenguajes, la filosofía de Badiou interrumpe y desestabiliza esa hegemonía precipitando una inquietante afirmación que dice: sino que hay verdades. De tal manera que la atmósfera que preside la obra está reunida en el siguiente sintagma: No hay más que cuerpos y lenguajes, sino que hay verdades. Ese “sino que”, que suena tan bizarro a la sintaxis, es la marca gramatical que denuncia a la extrema tensión que recorre su filosofía.
Y es el momento de decir que esa tensión se derrama en el interior de un libro que tiene la estructura y el formato de las grandes obras de la filosofía. Su coherencia interna, su rigor argumental, su despliegue arquitectónico, inscribe una diferencia notable respecto al mundo filosófico contemporáneo que, sobre todo después de Heidegger, se ha dedicado a hablar más sobre la filosofía que a hacerla, condenando así a su escritura a la forma del ensayo aislado, cuando no al paper académico en donde el número de páginas ocupadas por el texto se igualan a las dedicadas a explicitar las fuentes “consultadas”. Por el contrario, esta obra tiene la potencia propia de la Crítica de la Razón Pura, de Kant, La ciencia de la lógica, de Hegel, o los tratados de Leibniz, o Descartes. Es una necesaria confrontación creativa con los temas decisivos de la filosofía desde sus orígenes, en especial con aquellas ontologías que han debido, cada una a su manera, resolver cómo el ser aparece en los mundos reales.
La obra está compuesta por un prefacio y VII Libros, con sus correspondientes divisiones internas: introducciones, secciones, escolios y apéndices, finalizando en una conclusión y cerrado con una síntesis condensada en 66 proposiciones y un diccionario de conceptos. En el Libro primero se aborda una Teoría formal del sujeto. En el interior del dispositivo de los tres Libros siguientes se tratan las grandes cuestiones que forman el núcleo de lo que el autor denomina La Gran Lógica y que son: una teoría de lo Trascendental, el Objeto y la Relación. Finalmente, en los tres Libros restantes se despliega una meditación acerca de Las cuatro formas del cambio, una Teoría de los puntos y una respuesta a la pregunta ¿Qué es un cuerpo? Además de los filósofos anteriormente mencionados, en el surco que va abriendo su pensamiento Badiou dialoga, concuerda y confronta con pensadores como Kierkegaard, Deleuze, Lacan, etc. acerca de las cuestiones que se van exponiendo.
Pues bien, este es el “paquete” filosófico que se nos ofrece, y que nadie sueñe con una reseña o un resumen de estilo académico: imposible, si no se quiere traicionar este extraordinario esfuerzo del pensamiento. Sólo queda, es mi modo de ver, el paciente, lento y profundo andar que va cincelando un recorrido que al final muestra una llamativa consistencia y un sinfín de posibilidades abiertas para recorrer. En el mundo de la velocidad vertiginosa que impone la circulación del dinero y de los bienes a consumir, es decir, en la vorágine del tiempo del mercado, el andar lento puede marcar una diferencia apreciable. De eso se trata.
Quiero centrarme en la atmósfera que alienta la más extrema tensión. Por más que la tensión sea “extrema” no asoma de una manera evidente. Y no sólo eso, sino que es necesario ubicarla en una cuestión y referirla a una lucha contra un enemigo siempre solapado en el pensamiento filosófico: las religiones.
La posmodernidad (otro nombre posible para el materialismo democrático) crea la ficción de ser una empresa atea. Proclama su lucha contra el Todo, la Universalidad, el Fundamento, y contra cualquier tipo de substancialismo sobre el que sostener una visión totalizadora del mundo y su destino. Su adhesión a un relativismo extremo, cuyo resultado es un escepticismo estéril, y su fuerte apuesta a la diseminación constante y sin fin de toda obra humana, le da un marco lo suficientemente seguro para sentirse a cubierto de cualquier compromiso regresivo con las teologías. Incluso, para reafirmar esta convicción, proclama a los cuatro vientos su pasión por el régimen político menos malo que son las democracias representativas basadas en el consenso, y su lucha sin cuartel contra los totalitarismos, terrorismos e integrismos de cualquier especie.
Lógicas de los mundos permite pensar que esta visión recubre un núcleo teológico esencial. Más aún, expresamente anuncia que este entramado teórico-ideológico con aroma y efectos reaccionarios es lo suficientemente complejo como para cobijar una variante de “izquierda” o “progresista” cuyos nombres serían, nada más y nada menos, que Deleuze y Foucault. Creo que Alain Badiou nos advierte que la valiente lucha filosófica que el vitalismo deleuziano lleva adelante contra esta ideología dominante puede fracasar en su empresa por causa de no haberse desembarazado lo suficiente de una matriz decisiva para el pensamiento. Esta matriz es lo finito y la muerte. En Deleuze estaría presente un serio intento de cortar con esa dupla pero su abordaje del infinito no puede abandonar al Uno que finalmente lo recubre y su idea de eternidad no es afirmativa, sino que se sostiene en la negación de la vida que es la muerte. Tanto para la fenomenología como para el vitalismo, la muerte y la precariedad de todo lo que aparece da testimonio de la existencia finita, la cual es una “simple modalidad de una superexsistencia infinita o de una potencia de lo Uno que sólo experimentamos en su reverso: en la limitación pasiva de todo lo que le satisfizo constituir” (pág. 302) En consecuencia, esa superexsistencia que se constituye en función de la precariedad de todo lo que instituye, repone un infinito subyacente -de cuño teológico- “cuya escritura terrestre es la muerte” (pág. 302).
Ya podemos intuir el lugar en donde situar la extrema tensión: es el asalto a la guarida religiosa para rescatar y producir una nueva idea del infinito y de la eternidad para inscribirla en la existencia y arrancarla de la trascendencia religiosa. “Pensar la existencia sin finitud. Tal es el imperativo liberador, que disocia el existir de su atadura al significante último de la sumisión, que es la muerte.”(pág.302). La tarea es gigantesca por eso la tensión es extrema. A esta altura ¿debo aclarar expresamente que la atmósfera tiene que ver con una emancipación?
Cuando el matemático Cantor, a fines del siglo XIX, inventó el “paraíso” del infinito actual, produjo una enorme mutación en el pensamiento. Sus efectos resplandecen en El ser y el acontecimiento en donde se desarrolla una ontología matemática que se sostiene sobre la idea de que el ser en tanto ser se despliega en una multiplicidad de multiplicidades, sin Uno, es decir, una multiplicidad inconsistente o pura. Es allí en donde el infinito devenido en pensamiento laico, formulado matemáticamente y perfectamente transmisible para todos, emancipa al ser infinito de la tutela religiosa ya que la afirmación: Dios es infinito y el mundo creado por él es finito, es uno de los núcleos duros de la doctrina eclesiástica que aún subyace en la ideología del materialismo democrático ya que sus postulados reposan sobre un pensamiento finitista. Y toda vez que esa finitud hace la experiencia de sus “límites” siempre evoca y convoca a un más allá “indecible”, un infinito claramente teológico pero con otro ropaje. Concluyamos entonces que la ontología matemática pensando el infinito en acto, y asentando sobre él al pensamiento acerca del ser en tanto ser, realiza el primer rescate de esta idea de la guarida teológica.
Pero el imperativo liberador tiene otro desafío que es afrontado en Lógicas de los mundos. Porque esta obra trata no del ser sino de las formas en que el ser aparece en los mundos. No habla del ser sino del existir. Es el turno de poner en movimiento un pensamiento de la existencia que proclame su eternidad. ¿Será el hombre, que la ideología reaccionaria del materialismo democrático lo reduce a su mera condición de animal viviente (ya que ese es el significado profundo de la sentencia posmoderna: “las Ideologías han muerto”), capaz de hacer venir a los mundos que habita fragmentos de eternidad? ¿Puede aquello que es creado aspirar al mismo tiempo a ser eterno? Sí, es la tensa afirmación del filósofo. Aquí tenemos que obviar el desarrollo y fundamentación de esta respuesta pues es el núcleo mismo de la obra. No nos queda otro camino que deslizarnos por el lógico tembladeral de los ejemplos y las intuiciones rápidas. Afortunadamente está la obra que restablecerá las precisiones necesarias respecto a todo aquello que aquí se pueda desbordar. Intentémoslo.
La afirmación de Badiou se inscribe en la tradición cartesiana ya que Descartes afirmaba que las verdades eternas de la pura razón que Dios creó no las hizo obligado por una necesidad de la que no pudiera escapar, sino que él las creó libremente, de tal manera que hubiera podido afirmar, por ejemplo, que un triángulo es una figura que tiene menos de tres lados y hacer de esta afirmación una verdad y una geometría tan racional como la que contamos actualmente. Leibniz, su contrincante, afirmaba algo diferente, sostenía que Dios finalmente estaba al servicio de lo que le permitiera una razón que lo trascendía y que su poder consistía en elegir, entre los infinitos mundos posibles, el mejor. Para
esta visión Dios reunía en el intelecto divino la infinitud de todo lo que es posible y ejecutaba la mejor elección, pero no hubiera podido elegir lo que la razón le prescribía como imposible. En su momento Sartre tomó partido por Descartes intuyendo que muerto Dios su libertad absoluta para crear sería heredada por los hombres.
Entonces el principio es claro: precisamente porque las ideas verdaderas son creadas es que son eternas, y su consecuencia es la siguiente: la eternidad para ser debe aparecer. Ahora hay que destruir la guarida religiosa porque desde su interior se afirma que Dios crea a partir de la nada, y Lógicas de los mundos se encarga de demostrar que la creación de una eternidad siempre se realizada en un mundo ya que el ser, al negar toda posibilidad de ser al Todo (lo Uno no es), prescribe que el ser no puede aparecer sino en situaciones locales llamadas mundos.
Sabemos que esta eternidad es la de las verdades, que ellas son llamadas procedimientos de verdad y que para nuestro autor hay cuatro (pero la lista está abierta…): la política, la ciencia, el arte y el amor. Es en su interior en donde advienen novedades nunca antes pensadas que se desencadenan a partir de la irrupción contingente de una excepción a los mundos constituidos que se llama acontecimiento. La huella de un acontecimiento se objetiva en un cuerpo y permite que este abra una doble posibilidad: la de comenzar la creación de un nuevo presente y que ese cuerpo sea capaz de soportar una subjetividad fiel, que es la disposición subjetiva de una vida singular de componerse con ese cuerpo, llamado sujeto, para trabajar en dirección de la invención de un presente inédito.
Pero este advenimiento no proviene de la nada. Todo comienzo es un re-comienzo. Es comienzo porque hace venir a la existencia lo anteriormente inexistente, y es recomienzo porque esta nueva aparición hace percibir en el presente a la eternidad como su pasado. En el campo de las verdades incorporar una vida a un nuevo presente me permite experimentar el pasado de la eternidad misma. Badiou pone el ejemplo de los caballos pintados hace 30.000 años en las grutas de Chauvet y los cuadros de Picasso también sobre el motivo de los caballos. El ejemplo es intencionadamente extremo para hacer nacer en el lector la idea de que los mundos del pintor de las cavernas y el del creador del cubismo son absolutamente diferentes. Sin embargo, si el arte es la creación sensible de una idea, entonces la eternidad de la idea de caballo está ahí presente desde siempre en tan dispares circunstancias. Pero es esencial tener en cuenta que esa invariante no envuelve a sus propias variaciones. Cito a Badiou: “La eterna Verdad que, al final de una trayectoria, Picasso cita con su habitual virtuosismo se enuncia simplemente: el animal es en pintura la ocasión de señalar, por la sola seguridad del trazo que separa, que entre la Idea y la existencia, entre el tipo y el caso, puedo crear, y por lo tanto pensar, el punto que permanece indiscernible” (pág. 37). En esta invariante ninguna variación ya esta contenida de en su interior de tal manera que los distintos presentes puedan ser leídos como su despliegue. Por el contrario, en cada presente nuevo, se hace existir a la eternidad.
En definitiva no todo lo que existe es efecto de condiciones históricas determinadas, sólo relativas a una particularidad. Por eso el “sino que hay verdades”, porque ese es el campo en el que la existencia humana puede participar activamente en la creación de eternidades que, como las pinturas de la gruta de Chauvet, (y antes que él hubo otros, por que no hay origen) atraviesan lo específico del mundo en que nacieron y están destinadas a la humanidad en su conjunto para siempre. El genio de Marx había percibido esta circunstancia que se le planteaba como una “dificultad”, por cuanto el Materialismo Histórico hacía depender lo que sucedía en la “superestructura” -y allí se ubicaba al arte- de las condiciones históricas particulares del momento de su producción, un verdadero historicismo radical. Decía Marx en 1857 en la Introducción a la Crítica de la economía política: “Pero la dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya estén ligados a ciertas formas de desarrollo social. La dificultad consiste en comprender que puedan aun proporcionarnos goces artísticos y valgan, en ciertos
aspectos, como una norma y un modelo inalcanzables”.
Igual se podría decir, dentro de las verdades políticas, de la idea de emancipación llevada a la existencia por el cuerpo político del ejército de Espartaco en su lucha contra la tiranía del Imperio Romano. La emancipación es una existencia eterna que recomienza en mundos muy diferentes y asumiendo formas también diferentes. El nombre de Espartaco, ligado a las circunstancias particulares de su mundo, reaparece en contextos históricos incompatibles entre sí, pero sin embargo ligados por ese Mismo eterno que vuelve a aparecer bajo la forma de Otro Mismo. Toda gesto político que intente liberarnos de un orden opresivo llevará la marca de esa constante emancipativa que en su momento Espartaco recreó con la rebelión de los esclavos.
En definitiva, si la eternidad sólo es pensable por el testimonio que da la muerte y la finitud de todas las cosas, entonces esa eternidad será teológica, sin pensamiento y puesta siempre en un más allá. En cambio, si articulamos un pensamiento de la eternidad para este mundo, si la hacemos existir como tal y no como la contracara de la muerte y lo perecedero, lograremos extirparle a la teología y sus representantes debilitados de la posmodernidad, una idea de efectos incalculables para la filosofía.
Es dentro de esta tensa atmósfera que Lógicas de los mundos realiza un largo y sistemático recorrido que desarrolla las condiciones generales en las que la multiplicidad infinita del ser se localiza en diferentes mundos y abren la chance para que la vida humana intervenga fielmente para hacen venir a la existencia la eternidad de las verdades.
Tomado de los archivos de la revista Acontecimiento, Buenos Aires, 29 de Marzo de 2009:
http://www.grupoacontecimiento.com.ar/index.php?option=com_remository&Itemid=30&func=startdown&id=36
09 abril, 2010
Jon Mandle: 'Rescuing Justice and Equality' by G. A. Cohen
Over the course of the more than 400 pages of Rescuing Justice and Equality (RJE) G. A. Cohen provides a relentless, sophisticated, and insightful critique of elements of John Rawls's A Theory of Justice (TJ). It is refreshing, therefore, that early on he takes a few pages to express his great admiration for Rawls's work, stating his belief that "at most two books in the history of Western political philosophy have a claim to be regarded as greater than A Theory of Justice: Plato's Republic and Hobbes's Leviathan" (RJE 11). These remarks helpfully clarify the spirit in which his critique is presented. His criticisms are powerful ones, but they are intended to be constructive -- part of a common project to get things right. This is what serious philosophical engagement should be like. I will only be able to sketch the bare outlines of a few of the many meticulous and fine-grained arguments that he offers. Although I do not agree with the main criticisms he advances, there are many arguments with which I do agree, and even where I disagree, Cohen does a great service by clarifying what is at stake and exploring the range of options available.
The first five chapters rehearse and elaborate Cohen's critique of the Rawlsian difference principle. Much of this will be familiar to those who have followed Cohen's work, since three chapters are revised versions of previously published articles. Still, it is useful to bring them together as they complement each other and form a sustained argument that Cohen extends in significant new ways. The following three chapters -- together with an appendix replying to critics -- abstract from the content of the principles of distributive justice and address the more meta-ethical issue of the relationship between fundamental normative principles and rules of social regulation. The first of these chapters was previously published while the others are new.
Each of the book's two parts relate to Rawls's work in different ways. Cohen presents the first part of the book as an immanent critique of justice as fairness. He argues that Rawls's account of distributive justice is motivated by two competing considerations -- equality and efficiency -- and that his position is ultimately a failed attempt to reconcile them. Cohen recommends embracing the impulse to equality while holding that efficiency is a factor extraneous to justice properly understood. Sometimes efficiency may override justice, but when it does we should recognize the sacrifice for what it is. The second part of the book, in contrast, is simply a rejection of Rawls's claim that "Conceptions of justice must be justified by the conditions of our life as we know it or not at all", and of his view that stability and publicity are desiderata of principles of justice (TJ 398). Here, apparently, Rawls simply gets it wrong, and there is little to salvage. At best, Cohen holds, Rawls gives us rules appropriate for social regulation, not principles of justice.
Cohen's initial critique of Rawls's use of the difference principle is well-known. He holds that Rawls misapplies the difference principle when he restricts its application to the design of the basic structure. A more thoroughgoing egalitarian would hold that it should also apply directly to the actions of individuals and inform the ethos of a just society. Assuming that the basic liberties and fair equality of opportunity are protected, Rawls allows structural inequalities in income that serve to increase the share of primary goods of the least advantaged social position. An inequality might do this, for example, by inducing some individuals to engage in more productive work than they would without the additional incentive, thereby increasing the total social product, some of which is then used to benefit the least advantaged in absolute terms. But, Cohen points out, those individuals could choose to forego the additional incentives and engage in that same more productive work. If they did, the least advantaged could gain even more since the money that would have been used as an incentive could itself be divided equally. If justice requires citizens to aim to maximize the good of the least advantaged, they should do this not only by supporting institutions that satisfy the difference principle but directly in their own everyday conduct, such as their choice among employment options, as well.
This argument has already been discussed extensively in the literature, and I won't here add to this debate except to try to clarify the positions at issue.[1] For while Rawls focuses on developing principles for the evaluation of the basic structure -- what he calls "social justice" -- he points out that we can also evaluate the justice of other kinds of objects. However, "There is no reason to suppose ahead of time that the principles satisfactory for the basic structure hold for all cases . . . [such as] the various informal conventions and customs of everyday life" (TJ 7). Since Rawls does not elaborate these additional standards of "local justice" it is not at all obvious that he would say that it is perfectly just for individuals to take advantage of rare and valuable talents to gain additional income. This depends on the principles that it is appropriate to use when evaluating individual conduct, and Rawls's position is only that we should not assume that they are the same as those that are appropriate for evaluating the basic structure. Cohen gives some examples of injustice that he believes would escape an exclusive focus on the basic structure. There is room to dispute the details of his examples, but the general point is correct -- a just basic structure will not eliminate all injustice. The question, though, is whether injustice in the basic structure and other injustices have the same character and should be evaluated according to the same principles.
Cohen holds that the same principles should apply both to institutions and to individual conduct. This is because distributive justice is concerned withthe pattern of benefits and burdens in society . . . My concern is distributive justice, by which I uneccentrically mean justice (and its lack) in the distribution of benefits and burdens to individuals. My root belief is that there is injustice in distribution when inequality of goods reflects not such things as differences in the arduousness of different people's labors, or people's different preferences and choices with respect to income and leisure, but myriad forms of lucky and unlucky circumstances. (RJE 126; cf. 7)
Distributive justice is a matter of bringing about this correct pattern, and therefore anything that can causally effect the distribution of benefits and burdens can be assessed in terms of its contribution to this ideal: "there is no good reason why the very principles that govern the basic structure should not extend to individual choice within that structure" (RJE 359).
In addition to criticizing Rawls's restricted use of the difference principle, Cohen now holds that the difference principle is itself defective as a principle of justice. Following Brian Barry, Cohen reconstructs Rawls's argument for the difference principle in two stages. At the first stage, we arrive at an equal distribution because justice requires the elimination of "all morally arbitrary causes of inequality" and "there exist no causes of inequality that are not arbitrary in the specified sense" (RJE 89). At the second stage, we arrive at the difference principle by allowing those inequalities that work to everyone's advantage -- that is, those that are Pareto improvements over equality.[2] The problem, Cohen argues, is that the second stage introduces a consideration extraneous to justice itself. If you accept the first stage, then introducing an inequality based on morally arbitrary factors is unjust, even if it results in a Pareto improvement. Hence, Cohen holds that "distributive justice is (some kind of) equality"[3] (RJE 30 n.7). This apparently includes "leveling down" when that is the only way that equality can be achieved (RJE 317-318). However, Cohen also believes that there are often good reasons to accept Pareto improvements and the difference principle even at the cost of justice -- they "often trump justice" (RJE 30 n.7). Thus, the difference principle is not a principle of justice since it incorporates considerations extraneous to justice itself. Yet, for that very reason, it is often an appropriate rule of social regulation with which to assess institutional arrangements.
Although common, I believe this reconstruction of Rawls's position is mistaken. He does not believe that justice is a matter of eliminating the influence of luck. Despite the fact that the natural talents with which we are born are a matter of brute luck if anything is, Rawls holds that "The natural distribution [of talents] is neither just nor unjust" (TJ 87). Further, he explicitly rejects the principle of redress, which holds that "undeserved inequalities call for redress; and since inequalities of birth and natural endowment are undeserved, these inequalities are to be somehow compensated for" (TJ 86). In fact, if, as Cohen has it, the question concerns the just pattern of benefits and burdens to individuals, Rawls, perhaps eccentrically, believes that there is no general answer. Once an equal scheme of basic liberties and fair equality of opportunity have been secured, individual entitlements to particular shares of goods is a matter of pure procedural justice: "A distribution cannot be judged in isolation from the system of which it is the outcome or from what individuals have done in good faith in the light of established expectations" (TJ 76). The problem of social justice, for Rawls, concerns how a society should design the institutions within which its members interact to produce various outcomes. The institutional arrangement, not the resulting distribution, is fundamental for Rawls.
In the second part of RJE, Cohen presents a meta-ethical argument that fundamental normative principles cannot be justified (even in part) by non-normative facts. If there is a principle that we believe is only justified when certain factual conditions obtain, there must be a further principle that explains why the first principle is justified under those conditions. This further principle cannot itself be justified by those conditions. By repeatedly asking for and obtaining an explanation for why some condition is part of the justification of a principle, Cohen argues, we will eventually obtain a fact-free principle.
Cohen is not making the merely theoretical point that in some sense a full understanding of a principle requires knowledge of what (if anything) it would require in every possible world. He thinks that philosophers should be especially concerned to identify these fundamental principles, complaining that there has been "insufficient effort to identify" fact-free principles and that "the question for political philosophy is not what we should do but what we should think, even when what we should think makes no practical difference" (RJE 269, 268). It is unclear how exactly
Cohen thinks we are to identify these fundamental principles. This is especially problematic since he holds that "we determine the principles that we are willing to endorse through an investigation of our individual normative judgments on particular cases" and he is skeptical that philosophy can move us far from our "pertinent prephilosophical judgment" (RJE 4, 3). These particular judgments are typically heavily fact-dependent. As Cohen acknowledges, "It is, for example, bewildering to try to say what principles we would affirm for beings who were otherwise like us as we are in our adult state but whose normal life spans occupied only twenty-four hours" (RJE 246). Indeed it is bewildering, as is the attempt to identify principles for beings "with a life plan that is internally fully provided from its inception with everything that it requires for whatever life plan it might choose" (RJE 293).[4] Although learning what justice would require for such beings might count as knowledge, one might think that we have far greater prospects for increasing our knowledge about justice for human beings in more familiar circumstances (not to mention the greater practical interest of such questions). It is significant, I think, that to the extent that Cohen does attempt to justify his egalitarian conception of justice in the first part of the book, he does so through what he presents as an immanent critique of Rawls, helping himself to an egalitarian starting point.
The case for identifying fundamental principles would be strong if they were necessary in order to understand not only what was required in possible worlds very different from ours but also fully to understand what was required in ours and why. Cohen suggests this when he writes: "Until we unearth the fact-free principle that governs our fact-loaded particular judgments about justice, we don't know why we think what we think just is just" (RJE 291, cf. 246). Both Thomas Pogge and Samuel Freeman have pointed out that Cohen's formal argument will count as fundamental a conditional principle (roughly) of the form: "If factual condition C, then principle P."[5] That conditional principle itself does not assume C, nor is it justified by C. Cohen apparently accepts this point when he claims that the following "putative principle of justice is, in my view, fact-insensitive": "against a background of equality of access to advantage, people should internalize the costs their lack of care imposes upon others" (RJE 313). This fact-insensitive principle has as factual antecedent that the appropriate background is in place. It says nothing when those facts don't obtain, yet still counts as fundamental.
Cohen might argue that we don't fully understand a concept such as justice until we know what (if anything) it requires in all possible worlds. So conditional principles, even if technically fundamental, are not enough. If all we know about justice is that it requires P when C obtains, what about when C does not? Perhaps we should also endorse: "If not-C, then principle Q." There is an obvious sense in which the conjunction of these two conditionals gives us a more complete understanding of justice than one alone. On the other hand, while learning what justice requires when C does not obtain increases the breadth of our knowledge, it does not necessarily increase its depth. Unless there is a unified, unconditional fundamental principle, we may not know any more about why principle P holds in condition C than we did before. Sometimes Cohen does seem to assume that a more fundamental principle always gives us a greater depth of understanding. Quoting Nozick approvingly, he says that "A rule of regulation is 'a device for having certain effects'" (RJE 265). A clearer understanding of the end(s) served by a rule of regulation would count as a deeper understanding of the rule. Nevertheless there may be conditional principles that are not merely rules of regulation in this sense. They assert a principle under certain factual conditions, but not as a way to bring about some further effect. In addition, although Cohen thinks of a basic structure that satisfies the difference principle as an instrument for bringing about an equal distribution, that is not how Rawls thinks of it. It is, rather, what is required for individuals to respect one another as free and equal moral persons when certain factual conditions hold.
I conclude by noting that RJE is surprisingly apolitical in two senses. First, there is very little discussion of the concept of justice beyond its distributive aspects. There is, for example, virtually no discussion of political justice. In fact, Cohen seems to endorse the Marxist idea that the state is "an alien superstructural power" and if the right principles "are practiced in everyday life . . . then the state can wither away" (RJE 1). This, however, would only be possible if we could look forward to the elimination of deep disagreements about comprehensive doctrines and the value of various ends. If, as Rawls holds, diversity is the "the inevitable long-run result of the powers of human reason at work within the background of enduring free institutions,"[6] then we will continue to need institutional arrangements to resolve the inevitable conflicts among reasonable citizens. Indeed, if we simply assume that a scheme of personal property will have to be administered in some way -- including the resolution of reasonable disagreements about how general rules are to be applied to particular cases -- then we will need some kind of authoritative institutional arrangements. Further, in order to see those institutions as anything but alien impositions, we will need to regulate them through a democratic political mechanism.
For Cohen, distributive justice aims to overcome inequalities resulting from the "myriad forms of lucky and unlucky circumstances" (RJE 126). The institutions and relationships that individuals find themselves in are relevant to this goal only instrumentally. For Rawls, in contrast, the basic liberties (including the political liberties) and the principles of distributive justice are both part of a unified attempt to answer the question: "what is the most acceptable political conception of justice for specifying the fair terms of social cooperation between citizens regarded as free and equal and as both reasonable and rational?"[7] The principles of social justice, which include the difference principle, apply in virtue of individuals being part of a shared political society. Different principles apply when there are different relations and there is no reason to assume that these relationships figure in an account of justice only instrumentally, as devices for achieving certain ends, such as a pattern of distribution, that can be independently identified.
Finally, there is very little discussion of Rawls's technical ideas of a "political conception of justice" and of "public reason" in RJE. Once the question is asked, however, it is clear that Cohen's account is not a political conception since he aims to apply it beyond the institutions of the basic structure. This is not, in itself, an objection. In developing a political conception of justice, Rawls does not call for an end to the investigation and defense of particular comprehensive doctrines. Nevertheless it is important to recognize the very different questions that Cohen and Rawls are asking. Once these differences are recognized, what is most striking is perhaps the high degree to which, when limited to the question of institutional design, Cohen's account and justice as fairness overlap.[8]
[1] See, for example, Kenneth Baynes, "Ethos and Institutions: On the Site of Distributive Justice," Journal of Social Philosophy, 37 (2006); Joshua Cohen, "Taking People as They Are?" Philosophy and Public Affairs, 30 (2001); Samuel Freeman, "Rawls and Luck Egalitarianism" in Justice and the Social Contract: Essays on Rawlsian Political Philosophy (Oxford, 2007); Jon Mandle, "Distributive Justice at Home and Abroad" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009); Thomas Pogge, "On the Site of Distributive Justice: Reflections on Cohen and Murphy," Philosophy and Public Affairs, 29 (2000); Samuel Scheffler, "What Is Egalitarianism?" Philosophy and Public Affairs, 31 (2003); Samuel Scheffler, "Is the Basic Structure Basic?" in The Egalitarian Conscience: Essays in Honour of G.A. Cohen, Christine Sypnowich, ed. (Oxford, 2006); Paul Smith, "Incentives and Justice: G.A. Cohen's Egalitarian Critique of Rawls," Social Theory and Practice, 24 (1998); Andrew Williams, "Incentives, Inequality, and Publicity," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998); Jonathan Wolff, "Fairness, Respect, and the Egalitarian Ethos," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998).
[2] Cohen is insufficiently attentive to the fact that there are many distributions that are Pareto improvements over an equal distribution that the difference principle would not allow because they do not maximally benefit the least advantaged. This point holds even when the difference principle is understood as giving permission for (rather than requiring) certain inequalities.
[3] Cohen is vague on the "equality of what?" question. He apparently continues to hold some version of the "equality of opportunity for advantage" view that he first articulated in "On the Currency of Egalitarian Justice," Ethics 99 (1989). This is not discussed beyond his pointing out that equality of income is insufficient: "where work is specially arduous or stressful, higher remuneration is a counterbalancing equalizer on a sensible view of how to judge whether or not things are equal" (RJE 56). It is not clear to me whether he intends to single out arduousness and stress (and perhaps other objective factors) or whether these are meant to indicate subjective dispreference. Either option raises a host of questions that I cannot discuss here.
[4] Pogge points out that "Other worlds can be very different from ours: There may not be sufficiently separable individuals. Life-spans may be dramatically unequal. And conceptions of the good may be so radically diverse that it seems ludicrous to affirm what Cohen's egalitarianism requires: that the relational predicate 'is better off than' can meaningfully be applied to each and every pair of individuals" (Thomas Pogge, "Cohen to the Rescue!" Ratio 21 (2008), p.462 n.8.).
[5] See Pogge, "Cohen to the Rescue!"; Samuel Freeman, "Constructivism, Facts, and Moral Justification" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009).
[6] John Rawls, Political Liberalism, expanded edition (Columbia, 2005), p.4.
[7] John Rawls, Justice as Fairness: A Restatement, Erin Kelly, ed. (Harvard, 2001), pp.7-8.
[8] Thanks to Chris Bertram, Sam Freeman, Lisa Fuller, Arthur Ripstein, and Andrew Williams.
*Originally published in Notre Dame Philosophical Reviews: http://ndpr.nd.edu/review.cfm?id=16945
The first five chapters rehearse and elaborate Cohen's critique of the Rawlsian difference principle. Much of this will be familiar to those who have followed Cohen's work, since three chapters are revised versions of previously published articles. Still, it is useful to bring them together as they complement each other and form a sustained argument that Cohen extends in significant new ways. The following three chapters -- together with an appendix replying to critics -- abstract from the content of the principles of distributive justice and address the more meta-ethical issue of the relationship between fundamental normative principles and rules of social regulation. The first of these chapters was previously published while the others are new.
Each of the book's two parts relate to Rawls's work in different ways. Cohen presents the first part of the book as an immanent critique of justice as fairness. He argues that Rawls's account of distributive justice is motivated by two competing considerations -- equality and efficiency -- and that his position is ultimately a failed attempt to reconcile them. Cohen recommends embracing the impulse to equality while holding that efficiency is a factor extraneous to justice properly understood. Sometimes efficiency may override justice, but when it does we should recognize the sacrifice for what it is. The second part of the book, in contrast, is simply a rejection of Rawls's claim that "Conceptions of justice must be justified by the conditions of our life as we know it or not at all", and of his view that stability and publicity are desiderata of principles of justice (TJ 398). Here, apparently, Rawls simply gets it wrong, and there is little to salvage. At best, Cohen holds, Rawls gives us rules appropriate for social regulation, not principles of justice.
Cohen's initial critique of Rawls's use of the difference principle is well-known. He holds that Rawls misapplies the difference principle when he restricts its application to the design of the basic structure. A more thoroughgoing egalitarian would hold that it should also apply directly to the actions of individuals and inform the ethos of a just society. Assuming that the basic liberties and fair equality of opportunity are protected, Rawls allows structural inequalities in income that serve to increase the share of primary goods of the least advantaged social position. An inequality might do this, for example, by inducing some individuals to engage in more productive work than they would without the additional incentive, thereby increasing the total social product, some of which is then used to benefit the least advantaged in absolute terms. But, Cohen points out, those individuals could choose to forego the additional incentives and engage in that same more productive work. If they did, the least advantaged could gain even more since the money that would have been used as an incentive could itself be divided equally. If justice requires citizens to aim to maximize the good of the least advantaged, they should do this not only by supporting institutions that satisfy the difference principle but directly in their own everyday conduct, such as their choice among employment options, as well.
This argument has already been discussed extensively in the literature, and I won't here add to this debate except to try to clarify the positions at issue.[1] For while Rawls focuses on developing principles for the evaluation of the basic structure -- what he calls "social justice" -- he points out that we can also evaluate the justice of other kinds of objects. However, "There is no reason to suppose ahead of time that the principles satisfactory for the basic structure hold for all cases . . . [such as] the various informal conventions and customs of everyday life" (TJ 7). Since Rawls does not elaborate these additional standards of "local justice" it is not at all obvious that he would say that it is perfectly just for individuals to take advantage of rare and valuable talents to gain additional income. This depends on the principles that it is appropriate to use when evaluating individual conduct, and Rawls's position is only that we should not assume that they are the same as those that are appropriate for evaluating the basic structure. Cohen gives some examples of injustice that he believes would escape an exclusive focus on the basic structure. There is room to dispute the details of his examples, but the general point is correct -- a just basic structure will not eliminate all injustice. The question, though, is whether injustice in the basic structure and other injustices have the same character and should be evaluated according to the same principles.
Cohen holds that the same principles should apply both to institutions and to individual conduct. This is because distributive justice is concerned withthe pattern of benefits and burdens in society . . . My concern is distributive justice, by which I uneccentrically mean justice (and its lack) in the distribution of benefits and burdens to individuals. My root belief is that there is injustice in distribution when inequality of goods reflects not such things as differences in the arduousness of different people's labors, or people's different preferences and choices with respect to income and leisure, but myriad forms of lucky and unlucky circumstances. (RJE 126; cf. 7)
Distributive justice is a matter of bringing about this correct pattern, and therefore anything that can causally effect the distribution of benefits and burdens can be assessed in terms of its contribution to this ideal: "there is no good reason why the very principles that govern the basic structure should not extend to individual choice within that structure" (RJE 359).
In addition to criticizing Rawls's restricted use of the difference principle, Cohen now holds that the difference principle is itself defective as a principle of justice. Following Brian Barry, Cohen reconstructs Rawls's argument for the difference principle in two stages. At the first stage, we arrive at an equal distribution because justice requires the elimination of "all morally arbitrary causes of inequality" and "there exist no causes of inequality that are not arbitrary in the specified sense" (RJE 89). At the second stage, we arrive at the difference principle by allowing those inequalities that work to everyone's advantage -- that is, those that are Pareto improvements over equality.[2] The problem, Cohen argues, is that the second stage introduces a consideration extraneous to justice itself. If you accept the first stage, then introducing an inequality based on morally arbitrary factors is unjust, even if it results in a Pareto improvement. Hence, Cohen holds that "distributive justice is (some kind of) equality"[3] (RJE 30 n.7). This apparently includes "leveling down" when that is the only way that equality can be achieved (RJE 317-318). However, Cohen also believes that there are often good reasons to accept Pareto improvements and the difference principle even at the cost of justice -- they "often trump justice" (RJE 30 n.7). Thus, the difference principle is not a principle of justice since it incorporates considerations extraneous to justice itself. Yet, for that very reason, it is often an appropriate rule of social regulation with which to assess institutional arrangements.
Although common, I believe this reconstruction of Rawls's position is mistaken. He does not believe that justice is a matter of eliminating the influence of luck. Despite the fact that the natural talents with which we are born are a matter of brute luck if anything is, Rawls holds that "The natural distribution [of talents] is neither just nor unjust" (TJ 87). Further, he explicitly rejects the principle of redress, which holds that "undeserved inequalities call for redress; and since inequalities of birth and natural endowment are undeserved, these inequalities are to be somehow compensated for" (TJ 86). In fact, if, as Cohen has it, the question concerns the just pattern of benefits and burdens to individuals, Rawls, perhaps eccentrically, believes that there is no general answer. Once an equal scheme of basic liberties and fair equality of opportunity have been secured, individual entitlements to particular shares of goods is a matter of pure procedural justice: "A distribution cannot be judged in isolation from the system of which it is the outcome or from what individuals have done in good faith in the light of established expectations" (TJ 76). The problem of social justice, for Rawls, concerns how a society should design the institutions within which its members interact to produce various outcomes. The institutional arrangement, not the resulting distribution, is fundamental for Rawls.
In the second part of RJE, Cohen presents a meta-ethical argument that fundamental normative principles cannot be justified (even in part) by non-normative facts. If there is a principle that we believe is only justified when certain factual conditions obtain, there must be a further principle that explains why the first principle is justified under those conditions. This further principle cannot itself be justified by those conditions. By repeatedly asking for and obtaining an explanation for why some condition is part of the justification of a principle, Cohen argues, we will eventually obtain a fact-free principle.
Cohen is not making the merely theoretical point that in some sense a full understanding of a principle requires knowledge of what (if anything) it would require in every possible world. He thinks that philosophers should be especially concerned to identify these fundamental principles, complaining that there has been "insufficient effort to identify" fact-free principles and that "the question for political philosophy is not what we should do but what we should think, even when what we should think makes no practical difference" (RJE 269, 268). It is unclear how exactly
Cohen thinks we are to identify these fundamental principles. This is especially problematic since he holds that "we determine the principles that we are willing to endorse through an investigation of our individual normative judgments on particular cases" and he is skeptical that philosophy can move us far from our "pertinent prephilosophical judgment" (RJE 4, 3). These particular judgments are typically heavily fact-dependent. As Cohen acknowledges, "It is, for example, bewildering to try to say what principles we would affirm for beings who were otherwise like us as we are in our adult state but whose normal life spans occupied only twenty-four hours" (RJE 246). Indeed it is bewildering, as is the attempt to identify principles for beings "with a life plan that is internally fully provided from its inception with everything that it requires for whatever life plan it might choose" (RJE 293).[4] Although learning what justice would require for such beings might count as knowledge, one might think that we have far greater prospects for increasing our knowledge about justice for human beings in more familiar circumstances (not to mention the greater practical interest of such questions). It is significant, I think, that to the extent that Cohen does attempt to justify his egalitarian conception of justice in the first part of the book, he does so through what he presents as an immanent critique of Rawls, helping himself to an egalitarian starting point.
The case for identifying fundamental principles would be strong if they were necessary in order to understand not only what was required in possible worlds very different from ours but also fully to understand what was required in ours and why. Cohen suggests this when he writes: "Until we unearth the fact-free principle that governs our fact-loaded particular judgments about justice, we don't know why we think what we think just is just" (RJE 291, cf. 246). Both Thomas Pogge and Samuel Freeman have pointed out that Cohen's formal argument will count as fundamental a conditional principle (roughly) of the form: "If factual condition C, then principle P."[5] That conditional principle itself does not assume C, nor is it justified by C. Cohen apparently accepts this point when he claims that the following "putative principle of justice is, in my view, fact-insensitive": "against a background of equality of access to advantage, people should internalize the costs their lack of care imposes upon others" (RJE 313). This fact-insensitive principle has as factual antecedent that the appropriate background is in place. It says nothing when those facts don't obtain, yet still counts as fundamental.
Cohen might argue that we don't fully understand a concept such as justice until we know what (if anything) it requires in all possible worlds. So conditional principles, even if technically fundamental, are not enough. If all we know about justice is that it requires P when C obtains, what about when C does not? Perhaps we should also endorse: "If not-C, then principle Q." There is an obvious sense in which the conjunction of these two conditionals gives us a more complete understanding of justice than one alone. On the other hand, while learning what justice requires when C does not obtain increases the breadth of our knowledge, it does not necessarily increase its depth. Unless there is a unified, unconditional fundamental principle, we may not know any more about why principle P holds in condition C than we did before. Sometimes Cohen does seem to assume that a more fundamental principle always gives us a greater depth of understanding. Quoting Nozick approvingly, he says that "A rule of regulation is 'a device for having certain effects'" (RJE 265). A clearer understanding of the end(s) served by a rule of regulation would count as a deeper understanding of the rule. Nevertheless there may be conditional principles that are not merely rules of regulation in this sense. They assert a principle under certain factual conditions, but not as a way to bring about some further effect. In addition, although Cohen thinks of a basic structure that satisfies the difference principle as an instrument for bringing about an equal distribution, that is not how Rawls thinks of it. It is, rather, what is required for individuals to respect one another as free and equal moral persons when certain factual conditions hold.
I conclude by noting that RJE is surprisingly apolitical in two senses. First, there is very little discussion of the concept of justice beyond its distributive aspects. There is, for example, virtually no discussion of political justice. In fact, Cohen seems to endorse the Marxist idea that the state is "an alien superstructural power" and if the right principles "are practiced in everyday life . . . then the state can wither away" (RJE 1). This, however, would only be possible if we could look forward to the elimination of deep disagreements about comprehensive doctrines and the value of various ends. If, as Rawls holds, diversity is the "the inevitable long-run result of the powers of human reason at work within the background of enduring free institutions,"[6] then we will continue to need institutional arrangements to resolve the inevitable conflicts among reasonable citizens. Indeed, if we simply assume that a scheme of personal property will have to be administered in some way -- including the resolution of reasonable disagreements about how general rules are to be applied to particular cases -- then we will need some kind of authoritative institutional arrangements. Further, in order to see those institutions as anything but alien impositions, we will need to regulate them through a democratic political mechanism.
For Cohen, distributive justice aims to overcome inequalities resulting from the "myriad forms of lucky and unlucky circumstances" (RJE 126). The institutions and relationships that individuals find themselves in are relevant to this goal only instrumentally. For Rawls, in contrast, the basic liberties (including the political liberties) and the principles of distributive justice are both part of a unified attempt to answer the question: "what is the most acceptable political conception of justice for specifying the fair terms of social cooperation between citizens regarded as free and equal and as both reasonable and rational?"[7] The principles of social justice, which include the difference principle, apply in virtue of individuals being part of a shared political society. Different principles apply when there are different relations and there is no reason to assume that these relationships figure in an account of justice only instrumentally, as devices for achieving certain ends, such as a pattern of distribution, that can be independently identified.
Finally, there is very little discussion of Rawls's technical ideas of a "political conception of justice" and of "public reason" in RJE. Once the question is asked, however, it is clear that Cohen's account is not a political conception since he aims to apply it beyond the institutions of the basic structure. This is not, in itself, an objection. In developing a political conception of justice, Rawls does not call for an end to the investigation and defense of particular comprehensive doctrines. Nevertheless it is important to recognize the very different questions that Cohen and Rawls are asking. Once these differences are recognized, what is most striking is perhaps the high degree to which, when limited to the question of institutional design, Cohen's account and justice as fairness overlap.[8]
[1] See, for example, Kenneth Baynes, "Ethos and Institutions: On the Site of Distributive Justice," Journal of Social Philosophy, 37 (2006); Joshua Cohen, "Taking People as They Are?" Philosophy and Public Affairs, 30 (2001); Samuel Freeman, "Rawls and Luck Egalitarianism" in Justice and the Social Contract: Essays on Rawlsian Political Philosophy (Oxford, 2007); Jon Mandle, "Distributive Justice at Home and Abroad" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009); Thomas Pogge, "On the Site of Distributive Justice: Reflections on Cohen and Murphy," Philosophy and Public Affairs, 29 (2000); Samuel Scheffler, "What Is Egalitarianism?" Philosophy and Public Affairs, 31 (2003); Samuel Scheffler, "Is the Basic Structure Basic?" in The Egalitarian Conscience: Essays in Honour of G.A. Cohen, Christine Sypnowich, ed. (Oxford, 2006); Paul Smith, "Incentives and Justice: G.A. Cohen's Egalitarian Critique of Rawls," Social Theory and Practice, 24 (1998); Andrew Williams, "Incentives, Inequality, and Publicity," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998); Jonathan Wolff, "Fairness, Respect, and the Egalitarian Ethos," Philosophy and Public Affairs, 27 (1998).
[2] Cohen is insufficiently attentive to the fact that there are many distributions that are Pareto improvements over an equal distribution that the difference principle would not allow because they do not maximally benefit the least advantaged. This point holds even when the difference principle is understood as giving permission for (rather than requiring) certain inequalities.
[3] Cohen is vague on the "equality of what?" question. He apparently continues to hold some version of the "equality of opportunity for advantage" view that he first articulated in "On the Currency of Egalitarian Justice," Ethics 99 (1989). This is not discussed beyond his pointing out that equality of income is insufficient: "where work is specially arduous or stressful, higher remuneration is a counterbalancing equalizer on a sensible view of how to judge whether or not things are equal" (RJE 56). It is not clear to me whether he intends to single out arduousness and stress (and perhaps other objective factors) or whether these are meant to indicate subjective dispreference. Either option raises a host of questions that I cannot discuss here.
[4] Pogge points out that "Other worlds can be very different from ours: There may not be sufficiently separable individuals. Life-spans may be dramatically unequal. And conceptions of the good may be so radically diverse that it seems ludicrous to affirm what Cohen's egalitarianism requires: that the relational predicate 'is better off than' can meaningfully be applied to each and every pair of individuals" (Thomas Pogge, "Cohen to the Rescue!" Ratio 21 (2008), p.462 n.8.).
[5] See Pogge, "Cohen to the Rescue!"; Samuel Freeman, "Constructivism, Facts, and Moral Justification" in Contemporary Debates in Political Philosophy, Thomas Christiano and John Christman, eds. (Blackwell, 2009).
[6] John Rawls, Political Liberalism, expanded edition (Columbia, 2005), p.4.
[7] John Rawls, Justice as Fairness: A Restatement, Erin Kelly, ed. (Harvard, 2001), pp.7-8.
[8] Thanks to Chris Bertram, Sam Freeman, Lisa Fuller, Arthur Ripstein, and Andrew Williams.
*Originally published in Notre Dame Philosophical Reviews: http://ndpr.nd.edu/review.cfm?id=16945
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