Etienne
Balibar
Etienne Balibar, “El Tratado político: una ciencia del
Estado”, en Spinoza y la política,
Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 67--90.
Algunos años separan el Tratado político, inconcluso a la muerte
de Spinoza, del Tratado
teológico-político. Sin embargo tenemos la impresión de cambiar de
universo. No se trata más de una extensa argumentación exegética, tampoco de
una estrategia persuasiva destinada a hacer comprender poco a poco al lector
las causas de una crisis inminente y los medios para conjurarla, sino más bien
de una exposición sintética --sino "geométrica" como en la Ética-- que reenvía explícitamente a los
principios racionales y presenta todos los rasgos de la ciencia.
La diferencia no es
solamente de estilo: se apoya también sobre articulaciones teóricas, y sobre el
sentido político de la argumentación. Más de un lector se habrá confundido con
ella. De una obra a la otra relevamos ciertos elementos esenciales de continuidad:
ante todo la "definición" de derecho natural del poder, a la cual,
veremos, Spinoza confiere ahora un significado radical. Igualmente encontramos
la tesis del TTP la cual propone que la libertad de pensar es incoercible y así
queda pues fuera del alcance del soberano (TP, III, 8). Sin embargo ya no está
atada indisociablemente a la libertad de expresión de las opiniones, al menos
explícitamente. Pero los contrastes no son menos impresionantes: Spinoza no
hace más referencia al "pacto social" como un momento constitutivo de
la sociedad civil. La tesis contundente --casi una prescripción-- según la cual
"la finalidad del Estado es la libertad" no es más enunciada. Por el
contrario, encontramos allí: "La finalidad de la sociedad civil no es
ninguna otra que la paz y la seguridad" (TP, V, 2). Por último, aunque
Spinoza nos reenvía varias veces a los análisis del TTP referidos a la
religión, el lugar de ésta en la construcción política aparece subordinado, si
no marginal, y su concepto incluso parece profundamente modificado. La
"teocracia" no tiene derecho más que a una alusión, y no designa más
que un modo de elección del rey entre otros. (TP, VII, 25). La noción de una
"verdadera Religión" no juega ningún rol; por el contrario Spinoza
introduce, a propósito de la aristocracia, la de una "religión de la
patria", que suena más bien como un eco de la tradición de las ciudades
antiguas.
Todo esto perfila
finalmente cualquier otra relación con la historia. Por este hecho, incluso el
concepto de historia no puede ser exactamente el mismo. Subordinada a la
teoría, la historia constituye para ésta un campo de ilustración e
investigación, no un marco orientado en el cual los "momentos"
irreversibles impondrían sus obligaciones a la política. En consecuencia, la
Biblia no tiene que jugar más un rol central, más que como historia
"santa", incluso sometida a una refundación crítica, no es una fuente
de enseñanzas políticas privilegiadas. Más que un desplazamiento de ciertos
conceptos, parece más bien que nos enfrentásemos con una problemática nueva.
Después
de 1672: nueva problemática
¿Por qué estas
transformaciones? Sin duda éstas corresponden al género diferente de la obra.
En lugar de una intervención militante, obligada a tener en cuenta los
cuestionamientos y el lenguaje de aquellos que debe combatir o convencer, el TP
se presenta como un libro de teoría que tiene por objeto, más allá de tal o
cual coyuntura, los "fundamentos de la política" --estos fundamentos
que el TPP había evocado aplazando su elaboración completa para más tarde. Sin
duda éste recalca enseguida que la teoría y la práctica (praxis) son indisociables, pero para agregar de inmediato --demarcándose
de la Política de Aristóteles-- que
"la experiencia (experientia) ya
mostró todos los tipos de Estado (Civitas)
que pueden concebirse, para asegurar la concordia entre los hombres" (TP,
III, 1).
Pero esta razón es aún
demasiado formal. Ella recubre, me parece, una causa más decisiva: la
conjunción de las dificultades internas del TTP (de las cuales intenté de dar
una idea) y del acontecimiento histórico que sobrevino entre tanto, la
"revolución" orangista marcada por la derrota del Partido de los
Regentes y por la irrupción efímera de la violencia de masas en la política de
las Provincias Unidas. Encontramos indicadores inequívocos de ésta en los
pasajes donde Spinoza se interroga sobre las causas de disolución de los
regímenes aristocráticos, a los cuales asimila ahora a la República holandesa
(TP, IX, 14; XI, 2). Y más en general en su búsqueda verdaderamente obsesiva de
los medios para "contener a la multitud" (TP, I, 3; VII, 25; VIII,
4-5; VIII, 13; IX, 14).
¿Podemos, según el
contenido mismo que él da a su teoría, reconstruir la manera en la cual ese
acontecimiento se le apareció? Pasada la primera reacción de dolor y de
indignación causada por el asesinato de sus amigos y la caída del régimen que
le parecía como el mejor; no es cierto que Spinoza haya visto en la
"revolución" de 1672 la realización exacta de los temores que él compartía
con los adversarios del partido monárquico. El hecho es, en principio, que el
príncipe de Orange defiende victoriosamente la patria (contra la invasión
francesa). Por otra parte, el poder personal que se le atribuye no es
institucionalmente una monarquía hereditaria. Forzada a someterse a la
"dictadura" del jefe militar, la clase de los Regentes no es
completamente desplazada del poder: un compromiso interviene. Finalmente, es
verdad que el nuevo régimen satisfacía ciertas reivindicaciones del partido
calvinista en materia de censura de opiniones (es en 1674 que los Estados prohíben
oficialmente el TTP y la obra del cartesiano Louis Meyer amigo de Spinoza sobre
la interpretación de las Escrituras, al mismo tiempo que el Leviatán de Hobbes y la selección de
textos de la "herejía" sociniana: abanico completo de todo lo que los
predicadores juzgan peligroso para la fe; Spinoza renuncia entonces a publicar
la Ética). Pero de esto no resulta
sin embargo una sujeción completa del Estado a las autoridades religiosas. Más bien
se ve disociarse el "frente" heterogéneo de adversarios de la
República. Por una parte, el partido "teocrático" frustró sus
esperanzas y la unidad de la clase dirigente se recompone en torno de un nuevo
equilibrio, que puede parecer bastante más inestable que el precedente.
La cuestión de la
libertad permanece así pues planteada. Mejor: ella debe ser planteada respecto
de cada régimen, no como una cuestión incondicional, sino como un problema
práctico de los efectos de su funcionamiento. (TP VII, 2; VII, 15-17; VII, 31;
VIII, 7; VIII, 44; X, 8, etc.) Si no son todos equivalentes, ningún régimen es
formalmente más incompatible con la afirmación de la individualidad, con lo que
el TP (V, 7) llama una "vida humana". Se trata de descubrir las
condiciones de ésta para cada uno. Por el contrario, lo que se vuelve más
enigmático, es el sentido que se acuerda conferir a la noción de absolutismo.
Es necesario aquí traer
a la memoria el largo debate contemporáneo en torno a esta noción del cual no
evocaremos más que algunos aspectos. Es sabido que en esa época, tanto en
Holanda como en Francia o Inglaterra, frente a los teóricos del absolutismo del
derecho divino (como Bossuet, quien había leído detenidamente el TTP), otra
concepción del absolutismo se nutría de la lectura de Maquiavelo, de la cual
los "libertinos" sacaron la doctrina de la razón de Estado. No es una
casualidad que, a partir de su primer párrafo, el TP nos presente una antítesis
entre dos tipos de pensamiento político. Uno es denunciado como "utópico"
(según el título del famoso libro de Thomas Moro): el de los filósofos
platónicos que buscan deducir la constitución ideal de la Ciudad de la Idea de
Bien y de la hipótesis de una naturaleza humana racional, atribuyendo los
defectos de las constituciones reales a sus "vicios" y perversiones.
El otro, realista (y potencialmente científico), sería el de los
"prácticos", los "políticos", de los cuales Maquiavelo es
el caso. Aunque Spinoza remarca que el propósito de éste no está totalmente
claro (TP, V, 7), lo defiende y lo discute (cf. también, TP X, 1). Él saca de
allí la idea de que el valor de las instituciones no tiene nada que ver, ni con
la virtud, ni con la piedad de los individuos. Este debe poder manifestarse
independientemente de esta condición. La regla fundamental sobre la que basa el
TP es enunciada muchas veces:
Por consiguiente, un Estado cuya
salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien
administrados si quienes los dirigen quieren hacerlo con fidelidad, no será en
absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos
públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto
si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser
desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa
qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal que sean bien
administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud
privada, mienuas que la virtud del Estado es la seguridad. (TP, I, 6)
Si la naturaleza humana estuviese
constituida de suerte que los hombres desearan con más vehemencia lo que les es
más útil, no haría falta ningún arte para lograr la concordia y la felicidad.
Pero, como la naturaleza humana está conformada de modo muy distinto, hay que
organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan, como los
que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común
(...) (TP, VI, 3).
De estas formulaciones ¿concluiremos
que Spinoza retoma por su cuenta el pesimismo antropológico que la tradición
conservó de Maquiavelo ("Los hombres son malvados": El príncipe, capítulo 18)? Encontraremos
esta cuestión más adelante. La confrontación que se impone más de inmediato, es
la del TP y el pensamiento de Hobbes, aquella de las dos obras mayores, la De Cive (Tratado del Ciudadano, 1642) y el Leviatán (1651) que habían sido rápidamente introducidas y
discutidas en Holanda. Hobbes considera en primer lugar que las nociones de
"derecho" y de "ley" son antitéticas, "como la
libertad y la obligación". El derecho natural del hombre, es decir su
libertad individual originaria, es por lo tanto en sí misma ilimitada. Pero es
también autodestructor, puesto que cada derecho invade sobre todos los demás,
en una "guerra de todos contra todos", en la cual su vida misma está
amenazada. Lo que engendra una contradicción insostenible, puesto que el
individuo busca ante todo su propia conservación. Así pues, es necesario salir
de la misma. Para que se establezca la seguridad, es necesario que el derecho
natural ceda el lugar a un derecho civil, a un orden jurídico que no puede
resultar más que de una obligación superior absolutamente indiscutible. AI
estado de naturaleza (es decir a los individuos independientes) lo substituye
entonces un individuo "artificial", un "cuerpo político",
en el cual la voluntad de los individuos está completamente representada por la
del soberano (la ley). Por el "contrato social" se supone que los
individuos instituyen por sí mismos esta representación. Al mismo tiempo el
cuerpo político aparece indivisible (tanto tiempo como él subsista), del mismo
modo que la voluntad del soberano. La equivalencia del poder y del derecho está
establecida (o restablecida), pero ésta no vale más que para el soberano mismo,
excluyendo a los ciudadanos privados a quienes les son concedidos espacios de
libertad condicional, más o menos grandes según lo exijan las circunstancias.
Es verdad que se encuentra siempre incluida en ésta como mínimo la propiedad
privada, cuya garantía por el Estado es la contrapartida del contrato. Tal es,
esquemáticamente, el absolutismo de Hobbes, fundado sobre lo que se puede
llamar un "individualismo posesivo".
A partir del año 1660,
los teóricos del partido republicano holandés (uno de ellos Lambert de
Velthuysen, corresponsal de Spinoza: cf. cartas XLII-XLIII y LXIX) habían
utilizado la teoría hobbesiana a su vez contra la idea del "derecho
divino" y contra la de un "equilibrio" de poderes entre el Estado
y los cuerpos de magistrados municipales o provinciales. No sin paradojas:
puesto que el absolutismo jurídico en Hobbes, es de hecho indisociable de una
toma de posición por la monarquía; solamente la unidad de la persona del
soberano garantiza la unidad de su voluntad, así pues la indivisibilidad del
cuerpo político contra las facciones.
Spinoza, ya lo veremos,
comparte el objetivo de un "Estado fuerte" y la exigencia de
indivisibilidad que se asignaban los teóricos republicanos. Reconoce la
conveniencia del principio propuesto por Hobbes: el Estado cumple con su
finalidad cuando, concentrado todo el poder, asegura al mismo tiempo su
seguridad y la de los individuos. Pero él rechaza explícitamente la distinción
de "derecho natural" y "derecho civil" (cf. carta L a
Jelles y nota XXXIII agregada al TTP) y con esta, los conceptos de
"contrato social" y de "representación". Además, no
contento con afirmar que la democracia puede, ella también, ser
"absoluta", sostiene-contra todos sus contemporáneos- que el Estado
"absolutamente absoluto" (omnino
absolutum) sería, en ciertas condiciones, la democracia (TP, VIII, 3; VIII,
7; X, 1). Pero se pregunta al mismo tiempo porqué la "República
libre" de los grandes burgueses de Ámsterdam y de La Haya no era y no
podía sin duda volverse "absoluta" en este sentido. Lo que lo conduce
a una cuestión que no se planteaban ni Hobbes ni incluso Maquiavelo; y que el
TTP no había tratado más que de una manera unilateral: la de los fundamentos
populares de la fuerza de los Estados, en los movimientos de la
"multitud" misma. Cuestión inédita, al menos en tanto que objeto de
análisis teórico, de la cual se podría decir que obligaba a mostrarse más
"político" aún que los "políticos" mismos...
El
plan del Tratado político
En una primera parte
(capítulos I al V), Spinoza caracteriza así pues el método de una ciencia
política, define las nociones fundamentales (derecho, Estado, soberanía,
libertad civil) y plantea el problema general: el de la
"conservación" de los regímenes políticos. En una segunda parte (a
partir del capítulo VI), él examina la manera en la cual este problema puede
ser resuelto por cada uno de los tres regímenes típicos: monarquía,
aristocracia y democracia.
Sin embargo, en tanto la
obra queda inacabada, la demostración permanece en suspenso en el momento
decisivo. Bajo ciertas condiciones, la monarquía y la aristocracia pueden ser
"absolutas". ¿Qué sucede con la democracia? Esta laguna, en
apariencia accidental, no cesa de confundir a los comentadores y de apelar a su
imaginación. ¿Es posible de subsanar? Todo depende de la manera en la cual se
comprenda el orden de esa exposición. Ahora bien, son posibles muchas lecturas.
Si consideramos las
nociones iniciales como "verdades primeras" (o "primeras
causas") dadas, no quedará más que hacer de éstas la aplicación en
detalle. En última instancia, poco importa entonces que la redacción esté
inconclusa: lo esencial ha sido dicho en un principio. Sacando provecho de
algunas anotaciones anticipadas, se podrá reconstituir por el razonamiento la
teoría del régimen democrático, que había sido propuesto desde el principio
como "el mejor".
Quizás la intención de
Spinoza fue proceder así, deductivamente. Cuando se entra en el tema del TP,
uno se convence, me parece, de que prácticamente a él no le ocurre exactamente
lo mismo. El TP, es también una investigación, la cual no es seguro a priori que culminará. Sin duda, le son
necesarias nociones generales. Pero para Spinoza las nociones generales no son
conocimiento efectivo, que no puede apoyarse más que sobre las realidades
singulares. Y, en última instancia, sólo un Estado histórico, es una realidad
singular: los tipos de régimen no son más que un instrumento teórico para
analizar esa singularidad. Es necesario pues invertir el principio de lectura:
las nociones generales no resuelven nada de antemano, éstas sirven para
plantear un problema. Definir el derecho como "poder", es descubrir
tan pronto que la cuestión fundamental de la conservación del Estado está llena
de dificultades y contradicciones. Examinando cómo esta se plantea en los
diferentes regímenes, se intenta acercarse cada vez más a las condiciones de
una solución. De donde la cuestión que deberá quedarnos en la memoria es:
¿progresó esa solución? pasando de la monarquía a la aristocracia, luego a la
hipotética democracia. Un hilo conductor parece bastante manifiesto: cuanto
menos el soberano se identifica físicamente con una fracción de la sociedad (en
el peor de los casos: un solo individuo), cuanto más tiende a coincidir con el
pueblo entero, más puede ser estable y poderoso. Pero también, más difíciles de
concebir y complicadas de organizar son su unidad (son unanimidad) y su
indivisibilidad (su capacidad de decisión)... (cf. TP, VI, 4).
Ahora bien, otra lógica,
más indirecta, puede ser percibida en el texto. Distinguiendo diferentes
"regímenes" (según una clasificación tradicional) Spinoza puede
aislar diferentes aspectos del problema de la soberanía absoluta e investigar
las implicancias. Tendremos que vérnoslas con un juego de "modelos"
intermediarios entre la idea abstracta del Estado y la complejidad de la
política concreta, permitiendo dar un paso hacia el realismo entre cada uno de ellos,
sin que su sucesión constituya una simple progresión. De este modo el análisis
de la monarquía, puesto que está confrontado a la cuestión de la herencia de la
función real, y los privilegios de la nobleza, gira en torno de la
contradicción latente entre los dos tipos de solidaridad social; la del
parentesco y la del derecho (o de la ciudadanía). Con la primera forma de
aristocracia (Capítulo VIII), la cuestión de la lucha o la inequidad de clases
entre patricios y plebeyos es lo que pasa a primer piano. Introduciendo una
segunda forma de aristocracia "federal", formada por la alianza de
varias municipalidades relativamente autónomas (Capítulo IX), Spinoza se hace
de los medios para "sobre determinar" el problema de clases por otra
contradicción: la del centralismo y del provincialismo. Y de este modo
confrontar la cuestión de la unidad del poder a la unidad nacional de los
territorios y las poblaciones. ¿A cuál problema suplementario correspondería
entonces el análisis de la democracia? Podemos postular la hipótesis de que
ésta obligaría a afrontar por sí misma, en su generalidad, la cuestión de las
pasiones de la multitud que, en todo funcionamiento colectivo, obstaculizan la
decisión racional, puesto que "todo el mundo desea que los demás vivan
según su propio criterio (ingenium),
y que aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia" (TP, I,
5), lo que en la Ética define como la
ambición. Detrás de la cuestión que se plantea a todo régimen: ¿ta multitud es
gobernable?, surge otra que la condiciona en diversos modos: ¿en qué medida la
multitud puede gobernar sus propias pasiones?
Derecho
y poder
La
"definición" de derecho que Spinoza había enunciado en el TTP bajo la
forma de tesis ("el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su
poder determinado") (TTP, 332), y que desarrolla en el TP hasta sus
últimas consecuencias, manifiesta desde el principio su originalidad teórica.
Tomada al pie de la letra, ésta significa que la noción de "derecho"
no está primera: la noción primera es la de "poder". Se puede decir
que la palabra "derecho" (Jus) expresa la realidad originaria del
poder (potentia) en el lenguaje político. Pero esta expresión no introduce
ninguna separación: ésta no significa ni "emanar de", ni
"fundarse sobre" (es por esto que, especialmente, toda interpretación
de la noción spinozista como una variante de la idea de que "el derecho es
la fuerza", es manifiestamente errónea). En efecto, la cuestión no es dar
una justificación del derecho, sino formar una idea adecuada de sus
determinaciones, de la manera en la cual éste opera. Y en principio la fórmula
de Spinoza significa, respecto a esto, que el derecho del individuo incluye
todo lo que él es efectivamente capaz de hacer y de pensar en las condiciones
dadas:
A partir del hecho de que el poder por
el que existen y actúan las cosas naturales es el mismísimo poder de Dios,
comprendemos, pues, con facilidad qué es el derecho natural. Pues, como Dios
tiene derecho a todo y el derecho de Dios no es otra cosa que su mismo poder,
considerado en cuanto absolutamente libre, se sigue que cada cosa natural tiene
por naturaleza tanto derecho como poder para existir y actuar. Ya que el poder
por el que existe y actúa cada cosa natural no es sino el mismo poder de Dios,
el cual es absolutamente libre." "Así pues, por derecho natural
entiendo las mismas leyes o reglas de la naturaleza conforme a las cuales se
hacen todas las cosas, es decir, el mismo poder de la naturaleza. De ahí que el
derecho natural de toda la naturaleza y, por lo mismo, de cada individuo se
extiende hasta donde llega su poder. Por consiguiente, todo cuanto hace cada
hombre en virtud de las leyes de su naturaleza, lo hace con el máximo derecho
de la naturaleza y posee tanto derecho sobre la naturaleza como goza de poder
(TP, II, 3-4).
Comprendemos así pues
que el derecho de cada uno es siempre una parte del poder de toda la
naturaleza: la que le permite actuar sobre todas las otras partes. En
consecuencia la medida del derecho es también la de la individualidad, puesto
que la naturaleza no es un todo indiferenciado, sino por el contrario un complejo
de individuos distintos, más o menos autónomos, más o menos complejos ellos
mismos. Comprendemos igualmente que la noción de derecho corresponde a una
actualidad, y por consecuencia a una actividad. Así una fórmula común,
"los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho" no
tendría aquí ningún sentido. El hecho es que en la práctica, los hombres tienen
poderes desiguales, salvo que alguna correlación de poderes intervenga para
igualarlos (un cierto tipo de Estado).
En cuanto al nacimiento,
ciertamente no marca el momento en el cual los individuos pueden afirmar sus
derechos, sino por el contrario, es aquel en el que, por ellos mismos, son lo
más impotentes: son los otros quienes protegiéndolos les procuran derechos. De
manera general, la idea de un derecho "teórico", concebido como una
capacidad de actuar, susceptible de ser o no reconocido y ejercido, es un
absurdo o una mistificación. Ésta designa inadecuadamente, sea la esperanza de
un incremento de poder, sea la añoranza de un poder pasado que es actualmente
suprimido por otro.
Dos
concepciones clásicas del derecho son así excluidas:
• por una parte, la que ata el derecho
de los individuos o las comunidades a la existencia previa de un orden jurídico
dado (sistema de instituciones o "justicia" eminente, por ejemplo
divina), es decir un "derecho objetivo" que autoriza ciertas
acciones, ciertas tomas de posesiones, y prohíbe otras;
• por otra parte, la que hace de ésta
la manifestación de la libre voluntad del individuo humano por oposición a las
"cosas" (o a todo lo que pueda ser reputado como "cosa"),
es decir un "derecho subjetivo" que expresaría una característica
universal de la humanidad, y que exigiría ser reconocido (Spinoza critica
explícitamente esta concepción: TP, II, 7).
La consecuencia de esta
doble exclusión: la noción de derecho no se define, en un principio, en
relación con la de deberes. Ésta no tiene originariamente "contrario"
o "contrapartida" más que la potencia que expresa. Pero de hecho
tiene necesariamente límites: un derecho ilimitado expresaría una potencia
infinita, noción que no tiene sentido más que para Dios o la naturaleza entera.
A la idea abstracta de derechos y deberes definidos de una vez y para siempre,
la sustituye entonces otro par de nociones correlativas: el que opone, para un
individuo, el hecho de ser independiente, de determinarse sin obligación a
actuar o de "ocuparse de su propio derecho" (sui juris esse), al hecho de ser dependiente del derecho de uno o
muchos otros individuos (es decir de su poder) (esse alterius juris, sub alterius potestate) (TP, II, 9 y s.). Ésta
es la relación fundamental.
De hecho, no puede
tratarse de una antítesis absoluta. Sólo Dios, ya lo vimos (es decir la
naturaleza entera, la suma de todas las potencias naturales), es absolutamente
independiente (puesto que él incluye ensimismo todas la individualidades y
todas las alteridades). En la práctica, tratándose de cosas naturales finitas,
particulares, que son todas interdependientes las unas de las otras, hay una
combinación de dependencia e independencia. Cada hombre, en particular, afirma
su individualidad contra los otros hombres (y otros individuos no humanos:
animales, fuerzas psíquicas, etc.) desde el momento en el cual él depende de
éstos más o menos completamente. Si el derecho de cada uno expresa su potencia,
éste incluye necesariamente esos dos aspectos. Por definición, es una categoría
que reenvía a las relaciones de fuerza, que pueden variar, y que necesariamente
evolucionan.
Tengamos cuidado sin
embargo de no interpretar esta definición sobre el modo del conflicto. Sin duda
éste existe, y Spinoza llama "estado de naturaleza" a una situación
límite en la cual las potencias individuales serían prácticamente incompatibles
entre ellas. En una situación tal, la dependencia sería total para cada
individuo, sin contribuir para nada a su independencia: es la individualidad
misma la que estaría inmediatamente amenazada. Un estado tal "de
naturaleza" es por naturaleza inviable, si no impensable (salvo en las catástrofes
históricas en las que la sociedad se disuelve, o aún --pero se podría preguntar
si no se trata más que de una metáfora-- en los regímenes absolutamente
tiránicos en los cuales los individuos son reducidos por debajo de toda
"vida humana"...).
Estar en poder del otro,
dependiendo de su potencia, puede también constituir una condición positiva
para conservar y afirmar su propia individualidad hasta un cierto grado. La
cuestión que se plantea entonces es saber en qué nivel se establecerá este
equilibrio: en qué medida los derechos de los individuos se sumarán, o mejor se
multiplicarán, o por el contrario se neutralizarán, incluso se destruirán recíprocamente.
Precisamente sobre esta
base se puede analizar la articulación entre los "derechos", dentro
de la constitución del sistema jurídico: como una articulación de potencias.
Son compatibles derechos que expresan potencias que se suman o se multiplican;
a la inversa, incompatibles aquellos que corresponden a potencias que se
destruyen mutuamente.
De la adecuación del
derecho y la potencia, Spinoza saca en seguida consecuencias críticas importantes
para el análisis político:
• la igualdad de derechos constituye
en sí misma un derecho o una potencia, que puede existir o no según las
circunstancias: ésta supone condiciones. Spinoza lo señala explícitamente a
propósito del problema de un Estado federal (TP, IX, 4). En una situación de
anarquía, cercana al "estado de naturaleza", la igualdad de los
individuos --como su independencia-- es "más imaginaria que real"
(TP, II, 15). Una igualdad verdadera, no vaciada de contenido, entre algunos
hombres o entre todos los ciudadanos de un Estado, no puede ser más que el
resultado de instituciones, y una práctica colectiva. Ésta no tiene
posibilidades de emerger si no todos la encuentran de su interés.
• las relaciones contractuales entre
individuos (por las cuales se comprometen a intercambiar bienes, a prestarse
servicios) no son la consecuencia de una obligación preexistente, sino la
constitución de un derecho, o de una potencia nueva "doble". Sólo una
potencia superior (por ejemplo un soberano que respecto a los compromisos
tomados hace de éstos una ley de su Estado) puede, consecuentemente, impedir la
ruptura de los contratos cuando no existen más los intereses que los hicieron
establecerse (TP, II, 12-13). Pero si se esforzase para obtenerlo en una gran
cantidad de casos simultáneos, pondría por esto mismo su propia potencia en
peligro. La misma situación prevalece entre los Estados, excepto por el hecho
de que no hay instancia superior, y que el interés de las partes es el único determinante
(TP, III, 11 y s.);
• es así que solamente a título de
consecuencia del punto de vista de las relaciones de poder, y no como un
principio constitutivo, es que se puede plantear la equivalencia del derecho y
del hecho --este enunciado es el que choca a la moral--. En particular, como lo
había expuesto ya el TTP, el derecho del soberano no se extiende más allá de su
capacidad de hacerse efectivamente obedecer (sean cuales sean, es verdad, los
medios que la determinan, comprendida la convicción de los súbditos). La
sanción que él ejerce contra los delincuentes, criminales o rebeldes, no
expresa la necesidad de hacer respetar una "prohibición" superior,
sino aquella de su propia conservación. Si ésta puede ser considerada como
racional, es en la medida en que la razón prescribe considerar la conservación
del Estado como preferible a su disolución;
• precisamente, ¿cómo la distinción de
la pasión y la razón interviene en la definición del derecho? Siguiendo la
misma regla: existe un derecho de la pasión y un derecho de la razón, y cada
uno expresa una potencia natural. Sin embargo, este par no es simétrico: si la
pasión es excluyente de la razón y la destruye, la razón no es en sí destrucción
de toda pasión, sino la adquisición de una potencia superior que la domina. La
relación es estrecha con el problema de la dependencia/independencia: Spinoza
denomina libertad el derecho del individuo para quien la razón prevalece sobre
la pasión y la independencia sobre la dependencia. ¿Una es causa de la otra?
Para poder afirmarlo sería necesario establecer no solamente que la vida de las
pasiones crea una dependencia en relación a la potencia del otro (lo que parece
enseñar la experiencia), sino que la razón procura la independencia, lo cual es
menos evidente. Así las cosas, es verosímil que los individuos más razonables serán
también los menos dependientes de las pasiones de los otros. (TP, II, 5; II,
7-8). Somos conducidos a la diferencia entre "independencia" y
aislamiento o soledad, es decir al funcionamiento concreto de las sociedades
civiles. La razón aconseja buscar la paz y la seguridad, por la puesta en común
de las potencias individuales, que procura a su tiempo el máximo de
independencia real.
El
"cuerpo político"
Que la política sea la
ciencia (teórica y aplicada) de la conservación de los Estados, es lo que dice
Spinoza de una punta a la otra del TP. La política tiene así un fin (lo que no
quiere decir, se comprende bien, que pueda recurrir a argumentos finalistas que
representan más bien su propia "superstición"). Del punto de vista
del Estado mismo, este fin aparece con la exigencia superior de la
"salvación pública" y del "orden público" (paz, seguridad,
obediencia a las leyes). O también, la política tiende a conservar a la vez la
"materia" del Estado y la "forma" de sus instituciones (así
pues el derecho-potencia del soberano, sea éste un rey, una aristocracia o el
pueblo). Pero como la materia del Estado no es otra cosa que cierto sistema de
relaciones estables entre los movimientos de los individuos (facies civitatis: TP, VI, 2), estas dos
fórmulas corresponden a una única realidad: la conservación de la individualidad
propia del Estado).
El Estado debe ser
pensado él mismo como un individuo, o más exactamente como un individuo de
individuos, que posee un "cuerpo" y un "alma" o un
pensamiento (mens) (TP, III, 1-2;
III, 5; IV, 2; VI, 19; IX, 14; X, 1). "Ahora bien, en el estado político,
todos los ciudadanos en conjunto deben ser considerados como un hombre en el
estado natural (...)" (TP, VII, 22). Lo que parece inscribir rápidamente a
Spinoza en la línea de Hobbes (Leviatán)
y más en general de toda una tradición que define al Estado como individuo, y
que atraviesa la historia desde los griegos hasta nuestros días. Sin embargo,
no se puede atenerse a esta asimilación, puesto que un enunciado semejante
recubre aquí dos concepciones extraordinariamente divergentes: depende de si la
individualidad del Estado es pensada como metafórica o real,
"natural" o "artificial", como una solidaridad mecánica u
orgánica, una autoorganización del Estado o un efecto de su destino
sobrenatural... Todo está supeditado, de hecho, al contenido que Spinoza mismo
da a esa definición.
Conservación del
individuo humano y conservación del individuo Estado deben someterse a la
aplicación del mismo principio de causalidad:
Cualquier cosa natural puede ser
concebida adecuadamente, tanto si existe como si no existe. De ahí que, así
como no se puede deducir de la definición de las cosas naturales que comiencen
a existir, tampoco se puede deducir que continúen existiendo, puesto que su esencia
ideal es la misma después que comenzaron a existir que antes. Por consiguiente,
así como de su esencia no se puede derivar el comienzo de su existencia,
tampoco se puede derivar la perseverancia en la misma, sino que el mismo poder
que necesitan para comenzar a existir, lo necesitan para continuar existiendo.
De donde se sigue que el poder por el que existen y, por tanto, actúan las
cosas naturales no es distinto del mismo poder eterno de Dios. Pues, si fuera
algún otro poder creado, no podría conservarse a sí mismo ni tampoco, por
tanto, a las cosas naturales, sino que el mismo poder que necesitaría para ser
creado por él mismo, lo necesitaría también para continuar existiendo (TP, II,
2).
Este principio de
producción continua se aplica de manera idéntica a los individuos humanos (que
Spinoza designa preferentemente con el indefinido unusquique: "cada uno", "un cada uno") (TP, II,
5-8; III, 18) y al cuerpo político (TP, III, 12). En los dos casos la
existencia es pensamiento, no sólo como una producción natural, sino como una
reproducción de los componentes del individuo y de la potencia que los une,
permitiendo resistir a las fuerzas exteriores (la "fortuna"). Una
necesidad interna se encuentra así definida, pero ésta no suprime el efecto de
"la naturaleza como totalidad". Lo que Spinoza, estratégicamente en
su obra, expresa en un juego de palabras: el Estado al igual que individuo
humano no están en la naturaleza como "un Imperio dentro del Imperio"
(imperium in imperio) en el sentido
de una autonomía absoluta.
Entre el individuo
humano aislado y este "individuo de individuos" que es el Estado, hay
sin embargo una diferencia considerable de grado en la potencia, que entraña
una diferencia cualitativa. Los individuos aislados son prácticamente incapaces
de conservarse a sí mismos durante mucho tiempo, mientras que el Estado puede,
si está bien constituido, durar por sus propias fuerzas (TP, III, 11). A la
escala de las vidas individuales, se puede incluso imaginar que su duración
limita con "una suerte de eternidad". Aquí la analogía se transforma
en reciprocidad, idea ya mucho más concreta: para conservarse a sí mismos, los
individuos tienen necesidad los unos de los otros; éstos deben así ser
llevados, por la consecución de su propio interés, a desear la conservación del
Estado (TP, VII, 4; VII 22; VIII 24; VIII, 31; X, 6). Recíprocamente, el Estado
para conservarse debe tender a la conservación de los individuos, asegurándoles
la seguridad que es la condición fundamental de la obediencia cívica: en un Estado
tomado por la anarquía o subyugado por el poder de sus enemigos, la lealtad
desaparece (TP, X, 9-10; y todo el capítulo IV). El "mejor régimen",
por definición, es así pues el que establece la correlación más fuerte entre la
seguridad de los individuos y la estabilidad de sus instituciones:
Cual sea la mejor constitución de un
Estado cualquiera se deduce fácilmente del fin del estado político, que no es
otro que la paz y la segundad de la vida. Aquel Estado en el que los hombres
viven en concordia y en el que los derechos comunes se mantienen ilesos es, por
tanto, el mejor. Ya que no cabe duda de que las sediciones, las guerras y el
desprecio o infracción de las leyes no deben ser imputados tanto a la malicia
de los súbditos cuanto a la mala constitución del Estado. Los hombres, en
efecto, no nacen civilizados, sino que se hacen. Además, los afectos naturales
de los hombres son los mismos por doquier. De ahí que, si en una sociedad
impera más la malicia y se cometen más pecados que en otra, no cabe duda de que
dicha sociedad no ha velado debidamente por la concordia ni ha instituido con
prudencia suficiente sus derechos. Por eso, justamente, no ha alcanzado todo el
derecho que le corresponde. Efectivamente, un estado político que no ha
eliminado los motivos de la sedición y en el que la guerra es una amenaza
continua y las leyes, en fin, son con frecuencia violadas, no difiere mucho del
mismo estado natural, en el que cada uno vive según su propio sentir y con gran
peligro de su vida (TP, V, .2).
Si esta correlación
pudiera ser total, es decir, si la forma del Estado no "amenazase"
más la seguridad de los individuos de io que la actividad de los individuos no
pusiese en riesgo las instituciones, se tendría un cuerpo político perfecto,
que se podría llamar libre o racional (TP, V, 6; VIII, 7). Pero también, de una
cierta manera, no habría más historia ni política...
Hasta el presente
Spinoza no ha hecho más que sistematizar razonamientos que estaban esbozados en
el TTP. Dicho de otro modo, no hizo más que sacar las consecuencias de una
concepción estrictamente inmanente de la causalidad histórica, en la cual no
intervienen más que potencias individuales, composiciones de potencias
individuales, y la acción recíproca de unas y otras (el término figura en la
carta XXXII a Oldenburg, y refleja bien el sentido de las demostraciones de la Ética sobre la conservación de la forma
de los individuos: cf. Parte II, prop. 9, y pequeña exposición sobre la
naturaleza del cuerpo a continuación de la proposición 13). Pero, lo dijimos
más arriba, lo que en el TTP pasaba por una solución se muestra ahora como un
problema. ¿Cuál es la modalidad de acción recíproca que caracteriza la
existencia del cuerpo político? Para definirla más concretamente, sigamos a
Spinoza en su búsqueda respecto a las causas de disolución de los diferentes
regímenes.
Algunas son enunciadas
en los términos propios de una forma de Estado. Las otras son generales y toman
una forma variada en función de la estructura de las instituciones. Primero,
están las causas externas: ante todo la guerra. Este peligro amenaza a toda
sociedad, puesto que los Estados son entre ellos como los individuos en el
estado de naturaleza (TP, III, 11; VIl, 7). Los Estados defienden tanto más su
integridad en cuanto que son interiormente más fuertes; pero también todas las
causas que les hacen preferir la guerra a la paz (existencia de castas
militares, ambición de gloria del soberano, tentación de exportar los
conflictos interiores o de neutralizarlos con la guerra de conquista) son
causas indirectas de destrucción. Una abstracción de la parte irreductible de
la "fortuna" o del "destino", las verdaderas causas son así
pues internas.
Ellas mismas constituyen
una gradación, en la cual encontramos en primer lugar los efectos del
ilegalismo de los individuos: desde la desobediencia abierta hasta la simple
tentativa de interpretar según su agrado las decisiones del soberano (TP, III,
34). En el hecho mismo de que un ciudadano o un grupo de ciudadanos pretenda
saber mejor que el Estado lo que conviene a la salvación pública, reside un
fermento de disolución (TP, III, 10; IV, 2). Simétricamente, tenemos lo
arbitrario del poder, su degeneración tiránica. Se puede tratar de la
pretensión de un monarca de ejercer un poder que excede su potencia real (TP,
VI, 5), o de la transformación de un patriciado aristocrático en casta
hereditaria (TP, Vlll, 14). Se puede tratar de imponer a un pueblo una forma de
gobierno contraria a sus tradiciones históricas (TP, VII, 26; IX, 14). En todos
los casos, una cierta impotencia intenta compensarse sirviéndose del terror y
la corrupción (TP, VII, 13, 21; VIII, 29) y no logra más que agravarla: el
ejercido mismo del poder es entonces percibido por los individuos como una
amenaza contra su existencia o su dignidad (TP, IV, 4). Cuando el Estado
"delira" al punto de amenazar el mínimo incomprensible de
individualidad de los hombres que lo componen --debajo del cual estos serían
como muertos para ellos mismos-- produce finalmente la indignación de la
multitud, que lo destruye (TP, III, 9; VII, 2; X, 8; y todo el capítulo IV).
En definitiva, sea que
la violencia de los individuos provoque la del Estado, sea que los individuos
no pudiesen resistir más ellos mismos la violencia del poder, sino con la
violencia (TP, VII, 30), desembocamos en esta constatación: el cuerpo político
no existe más que bajo la amenaza latente de la guerra civil (las
"sediciones"), sea entre los dominantes mismos, sea entre los
dominantes y los dominados. Es la causa de las causas, que determina en última
instancia la eficacia de todas las otras. De allí la tesis fundamental: el
cuerpo político está siempre más amenazado por sus propios ciudadanos (cives) que por lo enemigos exteriores (hostes) (TP, VI, 6). Cada régimen lo
experimenta. En la monarquía las sediciones nacen de la existencia de una
nobleza hereditaria (TP, VII, 10), de recurrir a los ejércitos de mercenarios
(TP, VII, 12), de las rivalidades dinásticas (TP, VI, 37). En la aristocracia
de la inigualdad entre los patricios (TP, VIII, 11), de la corrupción de los
funcionarios (TP, VIII, 29), de la rivalidad de las ciudades entre ellas (TP,
IX, 3; IX, 9), de la ambición de los jefes militares --favorecida por las
situaciones de miseria, en las que el pueblo sueña con un salvador (TP, VIII,
9; X, 1); finalmente y sobre todo de la lucha de clases entre patricios y
plebeyos, que son como los extranjeros en la ciudad (TP, VIII, 1-2, 11, 13-14,
19, 41, 44; X, 3).
¿Cómo interpretar estos
análisis? Sin duda prolongan la dialéctica de las instituciones que había
esbozado el TTP, diversificándola según los regímenes. Éstos muestran la
inutilidad de una denuncia de ios "vicios" de la naturaleza humana (o
de un grupo tal de hombres), puesto que la causa fundamental de los
"vicios" de los ciudadanos (como sus virtudes) reside siempre en el
movimiento de las instituciones mismas (TP, III, 3; V, 2-3; VII, 7; VII, 12;
IX, 14; X, 1-4). Se concluirá que la clave de la salvación, para el cuerpo
político, reside en la calidad de las instituciones. Pero, a lo largo de los
análisis, algo nuevo surgió, que modifica el sentido de esta conclusión. Todas
las causas de disolución del cuerpo político conforman un ciclo, él mismo
completamente inmanente a la constitución natural del Estado, es decir no expresando
otra cosa que una cierta relación (contradictoria) entre las potencias que lo
componen (TP, II, 18; IV, 4). O, para decirlo de otro modo, la naturaleza se
identifica efectivamente con la historia. Y más aún: la multitud como tal, no
solamente en el sentido cuantitativo (el "gran número" de
ciudadanos), sino en el sentido cualitativo (el comportamiento colectivo de
individuos en gran número) devino el concepto determinante en el análisis del
Estado. El problema político no es más un problema planteado en dos términos,
sino en tres: "individuo" y "Estado" son en realidad
abstracciones, que no tienen sentido más que en relación la una con la otra;
cada uno expresa en definitiva una modalidad bajo la cual se realiza la potencia
de la multitud como tal.
Por eso, si encontramos
bien la idea de un equilibrio, de una "autolimitación" (es decir la
idea de que el Estado "fuerte", "absoluto", es el que
controla su propio poder: el menos "absoluto" de todos los Estados es
el que intenta prohibir con la ley los vicios que él mismo produce) (TP, X,
4-6), parece ahora que ésta incluye necesariamente, siempre, la idea del
antagonismo. Puesto que la potencia de la multitud es tanto potencia de
discordia como potencia de la concordia. Es en el elemento de sus "pasiones"
que se plantea el problema del equilibrio o de la moderación, de una
"neutralización" relativa de su antagonismo, y no (no más) en
términos de simple "gobierno". El punto de apoyo que permitiría
gobernar la multitud desde el exterior es inhallable, comprendido bajo la forma
imaginada por Hobbes. En una página soberbia, Spinoza explica que la
degeneración de las instituciones corrompe a la vez a los "amos" (o
los dominantes) y a los súbditos (o los dominados):
Quizás lo que acabo de escribir sea
percibido con una sonrisa por parte de aquellos que sólo aplican a la plebe los
vicios inherentes a todos los mortales. A saber, que el vulgo no tiene
moderación alguna, que causa pavor, si no lo tiene; que la plebe o sirve con
humildad o gobierna con soberbia, que no tiene verdad ni juicio, etcétera. Pero
lo cierto es que la naturaleza es una y la misma en todos. Sin embargo, nos
dejamos engañar por el poder y la cultura, y de ahí que digamos a menudo, ante
dos que hacen lo mismo, que este lo puede hacer impunemente y aquél no; no
porque sea distinta la acción, sino quien la ejecuta. Lo característico de
quienes mandan es la soberbia. Si se enorgullecen los hombres con un
nombramiento por un año, ¿qué no harán los nobles, que tienen siempre en sus
manos los honores? Su arrogancia, no obstante, está revestida de fastuosidad,
de lujo y de prodigalidad, de cierto encanto en los vicios, de cierta cultura
en la necedad y de cierta elegancia en la indecencia. De ahí que, aunque sus
vicios resultan repugnantes y vergonzosos cuando se los considera uno por uno,
que es como más destacan, parecen dignos y hermosos a los expertos e
ignorantes. Que, por otra parte, el vulgo no tiene moderación alguna y que
causa pavor, si no lo tiene, se debe a que la libertad y la esclavitud no se mezclan
fácilmente. Finalmente, que la plebe carece en absoluto de verdad y de juicio
no es nada extraño, cuando los principales asuntos del Estado se tratan a sus
espaldas y ella no puede sino hacer conjeturas por los escasos datos que no se
pueden ocultar. Porque suspender el juicio es una rara virtud. Pretender, pues,
hacerlo todo a ocultas de los ciudadanos y que éstos no lo vean con malos ojos
ni lo interpreten todo torcidamente es una necedad supina. Ya que si la plebe
fuera capaz de dominarse y de suspender su juicio sobre los asuntos pocos
conocidos o juzgar correctamente las cosas por los pocos datos de que dispone,
está claro que sería digna de gobernar, más que de ser gobernada. Pero, como
hemos dicho, la naturaleza es la misma en todos (...) (TP, VII, 27).
Traducimos: dominantes y
dominados, soberano y ciudadanos forman igualmente parte de la multitud. Y la
cuestión fundamental es siempre, en último análisis, la de su aptitud para
gobernarse a sí misma, es decir de acrecentar su propia potencia. Pero esto
quiere decir concretamente dos cosas:
• la democracia es un concepto
problemático, puesto que ella correspondería al modo de existencia de una
multitud ya equilibrada, substancialmente "unánime";
• el equilibrio no existe más que de
una manera estática, como una distribución de órganos o un dispositivo
jurídico: éste surge cuando los individuos construyen una obra común. En otros
términos, el "alma" del cuerpo político no es una representación,
sino una práctica. Es el problema esencial de la decisión.
El
alma del Estado: la decisión
Los individuos raramente
"deciden", en el sentido fuerte del término: a menudo lo que éstos
toman por su voluntad no es más que la ignorancia de los móviles pasionales que
los empujan a preferir ciertas acciones por otras. Incluso la conciencia de sus
intereses, ese mínimo de racionalidad, no los protege de los fantasmas de la
impotencia o la omnipotencia, el fatalismo o la superstición. En cuanto a la
multitud como potencia contradictoria, interiormente dividida, ésta no decide
nada de nada. Le falta la coherencia mínima que le permitiría rectificar sus
errores, ajustar fines y medios. En la mayor parte de las sociedades, ella está
privada de derechos e información, y no constituye más que el medio por el cual
las pasiones entran en resonancia, llevando a los extremos la
"fluctuación" del alma de la ciudad. Sin embargo, si debe emerger una
voluntad a nivel del Estado, es necesario que la multitud esté implicada en su
formación. ¿Cómo es esto materialmente posible?
Tomemos el caso de la
monarquía. Primera pregunta: ¿quién decide en realidad? En apariencia es el rey
mismo. De hecho, incluso haciendo abstracción de ios casos frecuentes donde el
rey es un individuo débil de cuerpo o espíritu, un único individuo es incapaz
de soportarla carga del Estado (TP, VI, 5). Le hacen falta consejeros para
informarse, amigos o parientes para cuidarse, dependientes para transmitir su
voluntad y supervisar su ejecución. Son éstos quienes deciden en realidad. Las
monarquías "absolutas" son así pues aristocracias ocultas, donde el
poder en realidad es compartido por una casta. Ahora bien, esta (corte,
nobleza) está dividida por ambiciones rivales. Remplazar un solo hombre a la
cabeza del Estado es la operación más simple que existe (TP, VII 14, 23). Es
incluso una tentación natural, desde el momento en que el rey es mortal y cada
sucesión hace surgir el riesgo de "regresar a la multitud" (TP, VII,
25). Para cuidarse de sus rivales, asegurar su sucesión, un rey teóricamente
omnipotente mantiene esas rivalidades, privilegiando ciertos favoritos,
"tendiendo una trampa a sus súbditos" (TP, V, 7; VI, 6; VII 29). Así
se paraliza a sí mismo.
Para conferir a la
monarquía la potencia que ésta puede sin embargo alcanzar, no hay más que una
estrategia racional: eliminar todos los corporativismos, asentar la
deliberación en las masas, garantizando completamente la unidad irrevocable de
la decisión final. De allí las reglas draconianas que se imponen para la constitución
de consejos, encargadas de reunir y hacer converger hacia el monarca las
"opciones" políticas (TP, VIl, 25, VII, 5). Remarquemos que los
mecanismos descriptos por Spinoza no son solamente representativos, sino los
más igualitarios posible. El rey no debe tener ningún rol en la deliberación,
la elaboración potítica. A fortiori
él debe repudiar toda práctica del "secreto de Estado" (TP, VIl, 29).
Él no es por lo tanto un "jefe", que supone que posee la vía hacia la
salvación común. No concluimos de esto que su función sea superflua: deliberar
no es aún decidir; incluso la sanción de una opinión mayoritaria es una acción
efectiva, y sobre todo, sin esta función central, el sistema sería incapaz de
producir un resultado, no podría más que oscilar entre distintas mayorías.
Asamblea y monarca, repartiéndose los momentos de la decisión (luego el del
control de la ejecución) eliminan la incertidumbre del sistema, estabilizan la
multitud. O mejor dicho: la multitud se estabiliza a sí misma
"eligiendo" en su propio seno (por un mecanismo regular cualquiera)
un individuo a quien le corresponde el momento de concluir. Se puede decir
entonces que, en el cuerpo político, el rey es el único individuo que no tiene
ninguna "opinión" propia, ninguna interioridad, que por sí mismo no
"piensa" nada más que la multitud, pero sin el cual la multitud no
pensaría nada claro y distinto, y sería incapaz de salvarse. En este sentido,
pero sólo en este sentido, se puede decir rigurosamente que el rey es "el
espíritu de la ciudad" (TP, VI, 18-19).
¿Qué sucede ahora en la
aristocracia? En ciertos aspectos es lo inverso. Una aristocracia no puede, sin
derrumbarse, devenir un régimen igualitario: es una dominación de clase que
debe preservarse como tal. Es necesario así que la plebe sea totalmente
excluida tanto de la deliberación como de la decisión final. Políticamente, los
súbditos no ciudadanos son en ella como extranjeros en el Estado (TP, VIII, 9).
Para que las decisiones del patriciado sean puestas al resguardo de
contestaciones, éstas deben intervenir bajo la forma de votos secretos, lo que
evita la formación de clientelas, o grupos de presión (TP, VIII, 27). Por otra
parte, no es cuestión de vaciar las asambleas patricias de su personalidad
concreta: por el contrario, es necesario a los fines de que, persiguiendo su
propio interés (de clase), éstas persigan en consecuencia el interés general
(TP, X, 6-8). Esta convergencia puede ser lograda porque, a diferencia de un
monarca, una asamblea es "eterna", remplazando sus miembros muertos,
viejos o enfermos por recién llegados (TP, VIII, 3; X, 2).
Sin embargo este sistema
no remplaza la necesidad de una base popular. De allí la regla fundamental: una
aristocracia para ser viable debe ampliarse al máximo (TP, VIII, 1-4; 11-13), a
su vez para aumentar su propia fuerza, y reflejar "estáticamente"
todas las opiniones de la masa. Más numeroso es el patriciado, mejor éste se
reserva efectivamente las decisiones, por lo tanto el poder (TP, VIII, 3, 17,
19, 29, etc.). De hecho, un patriciado tal es una clase dominante abierta, expansiva
(¿una "burguesía"?).
Pero esta regla no
resuelve todas las dificultades. ¿Cómo evitar que un cuerpo político con muchas
cabezas no sea de hecho, un "cuerpo sin cabeza"? (TP, IX, 14) La
elección de un presidente es un artificio -o un cambio de régimen (TP, VIII,
17-18). La verdadera solución es la aplicación de un principio mayoritario
puro: todos los dispositivos constitucionales (complejos...) tienen por
finalidad forjarlo y preservar su regularidad (TP, VIII, 35 y sig.).
Remarquemos que este principio es "representativo", pero que excluye
la formación de partidos permanentes. Spinoza parece seguir aquí dos ideas
diferentes: la idea de que las asambleas de gobierno colectivo pueden por la
discusión tomar decisiones racionales; y la idea según la cual si todas las
opiniones son partes beneficiarias en el proceso de selección de las
decisiones, el resultado tiene grandes posibilidades de corresponder con el
interés general, por lo tanto ser aceptado por todos. La formación de partidos,
reduciendo el número de opiniones a una pequeña cantidad, sería
consecuentemente la causa de errores sistemáticos.
Una última observación
sin embargo: de que una decisión sea racional, no se sigue que ésta será
automáticamente respetada. Un último mecanismo interviene entonces, que
corresponde a la distinción de dos aparatos, uno de gobierno, el otro de
administración: la plebe está apartada de los consejos de decisión, pero es en
su seno que deben ser reclutados los funcionarios (TP, VIII, 17; VIII, 44). Las
clases, desiguales respecto a la soberanía, están de este modo implicadas la
una y la otra en el funcionamiento del Estado. Cada una puede investir en éste
un interés propio. En consecuencia, el principio mayoritario puede reproducir
la unanimidad. No solamente la asamblea dominante podrá ser dirigida "como
por solo espíritu" (TP, VIII, 19), sino que ese espíritu se impondrá a la
totalidad del cuerpo político como si la multitud formase un solo individuo.
Los mecanismos de
decisión en los cuales piensa Spinoza persiguen simultáneamente un doble
objetivo. Por una parte, constituir lo que nosotros llamaríamos un
"aparato de Estado" como verdadero poseedor del poder político. Según
diferentes modalidades, el "soberano" de cada régimen tiende a identificarse
con la unidad funcional de ese aparato. Por otra parte, comprometerse en un
proceso de "democratización" del aparato mismo. Sin duda la cuestión
de las instituciones y del modo de regulación de los conflictos en un régimen
en principio democrático permanece enigmática. Pero esta aporía es compensada
por el hecho de que cada uno de los otros regímenes, tendiendo a su propia
"perfección", abre una vía hacia la democracia. Entendemos por esto
que las instituciones que tienden a extraer, de la "fluctuación de los
espíritus", una opinión única y una elección, son consecuentemente
proclives a alcanzar en los hechos la "unión" de los corazones y los
espíritus en tomo del interés común. Pero a partir de aquí, se puede pensar
que la multitud se gobierne a sí misma. Y cuanto más efectivo este resultado
sea, más la distinción jurídica entre una "monarquía" o una
"aristocracia" y una "democracia" devendrá formal y
abstracta: en última instancia, una simple cuestión de nombre.
Ciertos postulados de
Spinoza pueden sorprender. Por ejemplo la hipótesis de una monarquía
independiente de toda casta nobiliaria. Sin embargo esta derivación corresponde
bastante a una tendencia de los Estados "absolutistas" clásicos.
Mejor aún: el igualitarismo de la monarquía spinozista corresponde a la hipótesis
de una "monarquía burguesa", y parece anticiparse a los regímenes
"presidenciales" o "imperialistas" porvenir... El modelo
aristocrático es diferente: parece reposar en principio sobre una capacidad
racional de decisión colectiva, no puede preservarla de las tensiones internas
más que expandiendo la clase dominante a la dimensión del pueblo entero, a la
excepción sin embargo de esos "dependientes naturales" que son las
mujeres y los servidores (TP, VIII, 14; XI, 3-4). Lo que supone sin duda el postulado
del crecimiento indefinido de la riqueza de todos. Sea lo que sea, la
democracia del TP no es pensable más que a partir de la dialéctica de estas dos
formas de racionalización del Estado; de las cuales una privilegia en principio
la igualdad, y la otra la libertad.
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