08 septiembre, 2014

Libertad y moralidad

Stuart Hampshire

El hombre es una parte de la Naturaleza y, por tanto, el moralista debe ser un naturalista: ningún filósofo moral ha enunciado este principio metódico con mayor claridad que Spinoza, ni se ha adherido a él más despiadadamente. Tanto la efectiva servidumbre e infelicidad del hombre como su libertad y felicidad, idealmente posibles, deben deducirse y explicarse imparcialmente como consecuencias necesarias de su status en cuanto modo finito de la Naturaleza; la exhortación y los recursos a la emoción y el deseo son tan inútiles e irrelevantes en filosofía moral como en filosofía natural. Lo primero que debemos entender son las causas de nuestras pasiones; nuestra obligación y nuestra sabiduría consisten en entender por completo cuál es nuestra posición en la Naturaleza y cuáles las causas de nuestras imperfecciones, para, entendiéndolas, liberarnos de ellas; la mayor felicidad del hombre, y la paz de su alma (acquiescentia animi) procede tan sólo de ese completo conocimiento filosófico de mismo.
Los seres humanos son modos finitos dentro de la Naturaleza y, como todas las demás cosas particulares, persisten en su identidad y la conservan sólo en la medida en que se conserva una determinada distribución total de movimiento y reposo en el sistema de partículas primarias (corpora simplicissima) que los componen; experimentan constantemente cambios de estado o modificaciones de su naturaleza a través de las interacciones con su entorno; pero, como son organismos relativamente complejos, pueden cambiar según una gran variedad de maneras distintas sin que se destruya su cohesión o «esencia actual» como cosas particulares. La identidad de cualquier cosa particular de la Naturaleza depende lógicamente de su potencia para automantenerse, o sea, de su potencia para mantener una distribución de energía lo bastante constante dentro del sistema como un todo, pese a los cambios continuos de sus partes; la «esencia actual» de cualquier cosa particular es simplemente esa tendencia al automantenimiento que, pese a las causas exteriores, la hace ser la cosa particular que es. Ese es, en parte, el significado de la importantísima Proposición VII de la Parte III de la Etica: «El esfuerzo (conatus) con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma.» Cuanto mayor sea la potencia de automantenimiento de la cosa particular frente a las causas exteriores, mayor realidad posee, y con mayor claridad puede distinguirse su naturaleza definida e individualidad. Por tanto, según las definiciones de Spinoza, es necesariamente cierto que cada cosa finita, el ser humano incluido, se esfuerza por conservarse a sí misma y por acrecentar su potencia de automantenimiento; el conatus es una característica necesaria de todo cuanto hay en la Naturaleza, porque dicha tendencia al automantenimiento se halla implícita en la definición de toda cosa distinguible e identificable.

Es preciso insistir en este punto, a fin de evitar malas interpretaciones de la teoría moral de Spinoza. El hecho de que todos los hombres procuren ante todo su propia conservación y seguridad aparece, en Hobbes y en muchos otros filósofos, como un supuesto obvio sobre el que debe fundarse la filosofía moral y política. Cualquiera que pudiera haber sido la intención de Hobbes, el ejército de filósofos, psicólogos y economistas que lo han secundado en la aceptación de dicha premisa la han aceptado, en general, sencillamente como un hecho relativo a la naturaleza humana, confirmado por la observación desapasionada de la conducta de los hombres. Otros filósofos y psicólogos, al oponerse a Hobbes, simplemente han negado que la la observación la confirme: han argumentado que, como cuestión de hecho, no es cierta. Esta controversia acerca de la psicología humana, valga lo que valga, es en gran medida irrelevante para la teoría moral de Spinoza; también él dice que todos los hombres procuran su propía conservación y la ampliación de su potencia propia, pero, al decir eso, no está haciendo meramente un enunciado acerca de hechos observados de la conducta humana: lo que hace es deducir una consecuencia a partir de su propia explicación de la individualidad, consecuencia aplicable a todas las cosas finitas, y no peculiar de los seres humanos. Por consiguiente, si se quiere refutar su pretensión, no es necesario ni suficiente citar proposiciones de psicología empírica; lo necesario es hacer ver que toda su terminología, en general, es o inaplicable o inconsistente, y atacar el sistema lógico del que dicha doctrina forma parte.

Los seres humanos mantienen su identidad o individualidad por un período limitado de tiempo, mediante la conservación de un ajuste más o menos constante de sus parles; tal automantenimiento no es el resultado de una elección o decisión, sino que se da de manera natural y necesaria en rodas las cosas de la Naturaleza. Otras cosas particulares, de estructura menos compleja que las personas, sufren menos modificaciones y poseen una individualidad menor en cuanto cosas distinguibles: su cohesión se halla expuesta a romperse en virtud de causas exteriores de alcance comparativamente más restringido. Todas las cosas, y sus modificaciones, pueden concebirse como partes de la Naturaleza, ya sea bajo el atributo del Pensamiento, ya bajo el de la Extensión. Los seres humanos poseen el grado de complejidad que describimos, al concebirlos bajo el atributo del Pensamiento, diciendo que son autoconscientes, o que tienen almas; los animales, al ser de estructura menos compleja en cuanto cosas extensas o físicas, no son –correlativamente-- lo bastante complejos, al concebirlos en cuanto cosas animadas o animadas o pensantes, como para describirlos afirmando que son autoconscientes o que tienen almas. Un alma humana consiste en ideas que reflejan los efectos de las causas exteriores al modificar ese equilibrio de movimiento y reposo que constituye un cuerpo humano. Una modificación, que surge de la interacción del cuerpo con otras cosas, puede ser, o bien un aumento, o bien una disminución, de vitalidad o energía; y la vitalidad o energía puede variar, dentro de límites relativamente amplios, sin que se destruya la personalidad. Esos cambios de estado, que pueden describirse en términos físicos como alzas y bajas en la vitalidad del organismo, pueden describirse, ahora en términos anímicos, como alegría y tristeza: todo aumento de la vitalidad o energía es, por definición, una alegría, y toda disminución de la vitalidad es necesariamente una tristeza. Spinoza no está diciendo --como podría hacer un psicólogo moderno—que exista una correlación entre un aumento de la vitalidad física, definido según ciertas pruebas físicas, y la experiencia de una sensación de alegría; lo que hace es simplemente significar, mediante la palabra «alegría» (laetitia), «una pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección», y, mediante la palabra «tristeza» (tristitia), «una pasión por la que el alma pasa a una menor perfección» (Etica III, Prop. XI, Escolio). Todo aumento de potencia o perfección del cuerpo ha de ser un aumento de potencia y perfección del alma, y a la inversa; un aumento o disminución de vitalidad puede concebirse siempre indistintamente en términos anímicos o físicos.
                                                                                                                           
El grado de potencia o perfección de cualquier cosa finita depende de grado según el cual es causalmente activa, y no pasiva, por relación a las otras cosas distintas de ella misma. El único ser absolutamente potente y perfecto, Dios o la Naturaleza, es activo en todos los respectos y pasivo en ninguno, pues Dios se determina a sí mismo, y ninguna de sus modificaciones puede ser efecto de causas exteriores, ya que no puede haber causas exteriores a Dios o la Naturaleza. Un modo finito, como lo es un ser humano, posee mayor potencia y perfección en la medida en que sus estados o modificaciones sucesivos no son tanto efectos de causas exteriores cuanto efectos de cambios precedentes que se han producido en su interior. De esta manera, un ser humano, concebido en cuanto modo finito del Pensamiento, posee mayor potencia o perfección en la medida en que las ideas sucesivas que constituyen su alma están concatenadas como causas y efectos; es activo, y no pasivo, en la medida en que esa sucesión de ideas es lógica (pues Spinoza no distingue, ni puede hacerlo, entre «causa de una idea» y «fundamento lógico de una idea»); posee menor potencia o perfección en cuanto ese proceso autónomo de pensamiento es interrumpido por ideas que son efectos de causas exteriores a é, y en cuanto sus ideas actuales no se explican como consecuencias lógicas de ideas previas de su alma. En un ser pensante absolutamente potente y perfecto, habría sencillamente una secuencia infinita de ideas, cada una de las cuales estaría lógicamente conectada con la precedente, siendo Dios, como sustancia pensante, la Infinita Idea Dei. La mayoría de las almas humanas consta de una secuencia relativamente fortuita de ideas; fortuita, no en el sentido de que no sean efectos de algún género de causas, sino en el sentido de que esas causas son exteriores a la secuencia y, por ello, la secuencia no resulta inteligible en sí misma como autosuficiente. La potencia y perfección de un alma individual se incrementa según se hace menos pasiva y más activa y autosuficiente en la producción de ideas. Spinoza es menos explicito acerca de lo que constituye un aumento de potencia o perfección de un ser humano concebido como cosa o cuerpo particular extenso: no explica con claridad cuál es el equivalente, en término físico, del paso de la asociación ilógica de ideas al pensamiento lógicamente coherente. Teniendo en cuenta sus propias premisas, debe haber sobrentendido --creo-- que el equivalente en términos físicos de la actividad intelectual libre es esa estabilidad interna del organismo que nos capacita para conservarnos sin fluctuaciones violentas producidas por causas exteriores; el alma es, al pensar, relativamente libre y activa cuando el cuerpo se encuentra en un estado relativamente constante en relación con su entorno y funciona libremente sin grandes intercambios de energía. Sin embargo, a falta del tratado que proyectaba acerca de los principios generales de una ciencia de la medicina, esta interpretación sigue siendo meramente especulativa.

Puede decirse que los seres humanos son conscientes de la tendencia a la autoconservación y al incremento de su propia potencia y actividad que constituye su «esencia actual» como individuos; el reflejo, en el plano de la idea, de ese conatus común a todas las cosas particulares de la Naturaleza, se llama deseo (cupiditas). El deseo es definido como un apetito (appetitus) acompañado de la consciencia de sí mismo; el apetito es el conatus, o sea, la tendencia a la autoconservación, expresado neutralmente, es decir, ni en términos puramente: anímicos ni en términos puramente físicos. De un modo semejante, el paso a una mayor potencia o perfección, en cualquier individuo, se refleja en su consciencia como alegría, y la disminución de su potencia, como tristeza. Es importante, en la filosofía moral de Spinoza, el que la alegría y la tristeza representan siempre un cambio de estado psicofísico; son el reflejo anímico del alza o baja de potencia o actividad del organismo. Tal cambio puede producirse, en cualquier caso particular, mediante cualquier variedad de causas exteriores; qué cosas particulares mejorarán o empeorarán la vitalidad de un individuo particular depende de la naturaleza constantemente cambiante de ese individuo: depende del estado particular del organismo individual, o sea, de la particular configuración de sus elementos primarios en el momento de su interacción con la causa exterior. Por consiguiente, carece de sentido hablar de las cosas exteriores como si fueran alegres o tristes por sí mismas, o en términos absolutos. Aunque pueden existir ciertas cosas que, de hecho, son siempre o casi siempre fuente de tristeza o alegría para la mayoría de los seres humanos, no podemos descubrirlas mediante un razonamiento a priori, o sea, considerando las propiedades intrínsecas de las cosas mismas: debemos estudiar las fuentes de alegría y tristeza científicamente, en relación con los estados mudables de los organismos. Según tales definiciones, el deseo y la alegría son interpretados --y, dados los supuestos últimos de Spinoza, deben ser interpretados-- como estados naturales o modificaciones de la persona que se dan con independencia de la voluntad o el juicio; mejor dicho, la voluntad y el juicio son definidos en términos de la tendencia natural y necesaria del organismo humano a mantener y aumentar su propia potencia y perfección, y aparte de ella no se les otorga significado alguno: a esa potencia y perfección las llamaré, sumariamente, vitalidad. El pasaje crucial es el Escolio a la Prop. II de la Parte III de la Etica, del que citaré aquí sólo unas pocas frases: «…El alma y el cuerpo son una sola y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el de la extensión. De donde resulta que el orden o concatenación de las cosas es uno solo, ya se conciba la naturaleza bajo tal atributo, ya bajo tal otro; y, por consiguiente, que el orden de las acciones y pasiones de nuestro cuerpo es simultáneo por naturaleza con el orden de las acciones y pasiones del alma… Todo ello muestra claramente que tanto la decisión (decretum) del alma como el apetito y determinación del cuerpo son simultáneos por naturaleza, o más bien son una sola y misma cosa, a la que llamamos decisión cuando la consideramos bajo el atributo del pensamiento y la explicamos en sus términos, y determinación (determinatio) cuando la consideramos bajo el atributo de la extensión y la deducimos de las leyes del movimiento y el reposo…» Todo individuo, en cualquier momento de su existencia, se halla dispuesto, si lo consideramos como un cuerpo, a que su vitalidad sea estimulada o rebajada mediante el contacto con ciertas cosas; esa disposición o «determinación» es completamente explicable mediante leyes puramente físicas, y en términos de equilibrio físico y de las precedentes perturbaciones de ese equilibrio. La misma situación puede quedar igualmente bien descrita diciendo que la persona desea ciertas cosas o quiere disfrutarlas, o bien que juzga buenas o deseables tales cosas; decir que ha decidido libremente procurarse esas cosas, o que las juzga buenas, no es describir algo separable de su «determinación» o disposición física: simplemente, es describir esa disposición con otra terminología, o sea, concebir la modificación bajo el atributo de pensamiento más bien que bajo el de la extensión. La terminología popular --«voluntad», «juicio»-- es acientífica, o sea, representa percepciones confusas, porque no da cuenta de las causas de la disposición de una persona; en realidad, lo que sugieren las palabras «voluntad» y «juicio», tal como se las usa corrientemente, es que no existen dichas causas, y que la voluntad y el juicio son libres y no determinados, lo cual no tiene sentido.

En otro lugar de ese importante Escolio, Spinoza utiliza un argumento contra sus objetores que, como muchas de sus argumentaciones, es una notable anticipación de las que hoy son corrientes y nos parecen convincentes; se trata de esa clase de anticipaciones que justifica la consideración de su sistema y sus definiciones como más interesantes para el presente, en muchos aspectos, que las de Descartes. Se trata de refutar la objeción, según la cual no podemos suponer plausiblemente que las actividades más elevadas de las personas, tales como, por ejemplo, el diseño de edificios o la ejecución de pinturas, puedan presentarse como efectos de causas puramente físicas, o como si pudieran deducirse en principio de ciertas leyes que gobiernan la energía de las partículas; al describir los planes y proyectos humanos más elaborados, parece que debemos reconocer siempre una distinción irreductible y sustancial entre las actividades de la mente, más elevadas, y el funcionamiento del cuerpo, más sencillo; y ello, aun en el caso de que podamos descubrir, de hecho, ciertas relaciones causales entre ellos. Esa es la objeción. La respuesta de Spinoza a ese viejo --y aún popular-- argumento es como sigue: «Nadie hasta ahora ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones, por no hablar ahora de que en los animales se observan muchas cosas que exceden con largueza la humana sagacidad, y de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos: ello basta para mostrar que el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma» (Etica III, Prop. II, Escolio). Spinoza está afirmando aquí que no se halla justificada a priori la exclusión de la posibilidad de una explicación física para cualquier sector del comportamiento humano; pues semejante exclusión sólo puede basarse en el argumento de la ignorancia. La diferencia entre las actividades anímicas más bajas --cuya descripción correspondiente en términos físicos estamos dispuestos a admitir-- y las más elevadas, es tan sólo una diferencia en cuanto al grado de complejidad. Estamos ya dispuestos --y quizá hasta obligados-- a admitir que pautas de conducta relativamente elaboradas (como, por ejemplo, las de los animales y los sonámbulos) pueden explicarse en términos físicos, sin recurrir de ningún modo a las facultades de la voluntad o el juicio; incluso en nuestra terminología corriente, de sentido común, y en la mayor parte de los contextos observables, no distinguimos entre conducta a secas y conducta intencionada, sin que haga falta llamar «intencionada» a la conducta en un sentido que excluya la explicación física. Una vez admitido esto, no queda ya justificación alguna a priori para trazar una línea divisoria que excluya la posibilidad de descripción y explicación en términos físicos en algún punto concreto de la escala de complejidad; podemos replegarnos, en nuestras descripciones de sentido común, sobre la terminología de «voluntad» e «intención», sencillamente porque las descripciones y explicaciones puramente físicas no están todavía disponibles de hecho: el uso de las palabras «voluntad» e «intención» revela que no poseemos, en general, ideas claras y adecuadas de las causas; se trata de confesiones de ignorancia, erigidas por los filósofos --y señaladamente por Descartes-- en dogmas metafísicos fundados en un principio lógico. La fuerza y originalidad de esta argumentación consiste en reconocer –tanto en contra de Descartes como en contra de los materialistas del siglo XVII como Hobbes y Gassendi-- la complejidad posible, aunque todavía inimaginable, de las estructuras y leyes físicas. Y la importancia de semejante subrayado de las casi ilimitadas complejidades de las estructuras físicas aparece con la mayor claridad en todas las discusiones recientes acerca de las relaciones entre mente y cuerpo, sobre el trasfondo del conocimiento científico del siglo XX. Descartes y los racionalistas y materialistas de su época (e incluso hasta el presente), concibieron la estructura de la materia o mundo extenso como esencialmente sencilla, regida en sus movimientos por principios geométricos o leyes mecánicas también esencialmente sencillos. El paradigma de un sistema físico era un aparato de relojería; sólo aquella parte de la conducta humana que podía describirse y explicarse mediante el uso de conceptos, asimismo, aplicables a los relojes podía considerarse como explicable en términos científicos; y en la medida en que la conducta humana no podía equipararse a un comportamiento de relojería, no podía buscársele una explicación que fuera clara e inteligible. La hipótesis en boga era que sólo sistemas mecánicos más o menos sencillos (y el fisiólogo debía presentar el cuerpo humano como un sistema así) pueden ser considerados como sistemas físicos inteligibles. Y la dicotomía --a. saber: una persona vista como una máquina regulada por leyes causales, o bien una persona vista como una sustancia espiritual libre y causalmente inexplicable-- persistió mucho tiempo después de Descartes: a lo largo de los dos siglos siguientes, un materialista era alguien que intentaba hacer ver que el pensamiento y el comportamiento humanos podían analizarse mediante el uso de pautas mecánicas más o menos sencillas. En los últimos cincuenta años, los físicos han abandonado los modelos mecánicos más sencillos como esenciales a toda explicación física, y han admitido grandes complejidades estructurales de orden no mecánico, no sólo en el estudio del cerebro humano, sino en otras ramas de la biología y la fisiología: la argumentación de Spinoza ha vuelto a ser importante. Cualquier científico o filósofo debe estar hoy dispuesto a admitir que «a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de la Naturaleza, considerada como puramente corpórea» (Etica III, Prop. 11, Escolio). Esa cuestión debe quedar abierta, y no puede haber fundamento lógico, sino sólo empírico, para resolverla; y, sin duda, no puede basarse ninguna conclusión general en nuestra ignorancia actual acerca de la potencia y estructura del cerebro y cuerpo humano.

La teoría spinoziana del conatus, del deseo y la voluntad, está pensada para hacer ver todas las implicaciones que conlleva la admisión de la posibilidad de una explicación causal completa de la conducta humana. Ha definido aquellos términos básicos de tal manera que se desprenda lógicamente que todos los hombres persiguen su propia alegría de acuerdo con las leyes necesarias de la Naturaleza; persiguen necesariamente la alegría, no en el sentido de que deliberen siempre, de hecho, acerca de lo que se la proporcionará mayor, y luego escojan consecuentemente su acción, sino en el sentido de que lo que se llama sus elecciones, y sus alegrías, pueden siempre explicarse como nacidas del conatus del organismo, de su tendencia al automantenimiento y autoconservación. Cualquier cosa de cualquier género puede ser accidentalmente fuente de alegría, o sea, de aumento de vitalidad, o fuente de tristeza, o sea, de disminución de vitalidad: la reacción depende del estado psicofísico del organismo en un momento determinado. En la medida en que la idea de una causa exterior concreta llega a asociarse en mi alma a un sentimiento de alegría o de incremento de vitalidad, puede decirse que amo aquella cosa considerada como causa exterior, y que estimaré buena dicha cosa; y en cuanto que algo llegue a asociarse en mi alma a una tristeza, o sea a un sentimiento de disminución de la vitalidad, puede decirse que lo odio y que lo estimaré malo. La sucesión de ideas que constituye mi alma está regida normalmente, según se explicó en el capítulo anterior, por leyes de asociación: una idea suscita otra porque se presentaron juntas en el pasado, o porque ideas semejantes a la primera se dieron junto con ella en el pasado. Mediante la intervención de tales leyes asociativas en. la imaginación, se forma todo el complejo sistema de nuestros deseos y aversiones. Lo que llega a asociarse en nuestra alma con algo que, a su vez, está asociado a la alegría, se convierte en objeto de deseo, y esta asociación de ideas puede continuar hasta cualquier grado de complejidad. De este modo, objetos que, considerados en sí mismos, no son causas directas o primarias de alegría o tristeza para mi, pueden llegar a asociarse indirectamente con la alegría o la tristeza.

La alegría, la tristeza y el deseo son considerados por Spinoza como las pasiones primitivas, en cuyos términos tienen que definirse todas Ias demás pasiones o emociones. Son pasiones, no sólo en el sentido popular de la palabra, sino también en sentido técnico; surgen en la vida ordinaria (de las condiciones específicas para ello se tratará más adelante),  a partir de la asociación pasiva de ideas. En cuanto  nacen de la asociación pasiva de ideas, son, por definición, percepciones «confusas», en las que el alma no es consciente de las causas de sus ideas. Al experimentar esas pasiones, estamos simplemente reaccionando ante causas exteriores: nuestra vida consciente actúa en el plano de la percepción sensible y la imaginación, y no en el del pensamiento lógico o entendimiento activo. Cuando en la vida ordinaria disfrutamos y perseguimos ciertas clases de cosas, o las odiamos y evitamos, las ideas que constituyen nuestra alma son «inadecuadas», y los juicios que hacemos acerca de tales cosas son acientíficos, pues dichas ideas o juicios representan sólo las interacciones entre nuestros cuerpos y otras partes de la naturaleza, y no hacen ver las verdaderas causas de las modificaciones de nuestro cuerpo; las ideas concomitantes con esas modificaciones del cuerpo «indican más bien la constitución efectiva de nuestro propio cuerpo que la de los cuerpos exteriores» (Etica II, Prop. XVI,. Corolario II), pero no muestran ni la naturaleza de nuestros propios cuerpos ni la de los cuerpos exteriores adecuadamente, según su puesto propio en el orden de causas de la naturaIeza. Estos son los fundamentos de la famosa distinción de Spinoza entre emoción activa y pasiva, y la principal de sus contribuciones a la teoría de la conducta; esa distinción se desprende directamente de su otra distinción epistemológica entre imaginación (ideas inadecuadas) y entendimiento (ideas verdaderas y adecuadas). No hay nada en el vocabulario de Spinoza que se corresponda exactamente con la distinción ordinaria entre «sentir una emoción» y «pensar»: como sostiene que toda modificación del cuerpo comporta al mismo tiempo la posesión de una idea, todo género o fase de la consciencia implica tener una idea, incluso la simple experiencia de una emoción. La palabra affectus, aunque se halla sumamente próxima a la palabra «emoción» en el sentido usual, representa la modificación total --tanto anímica como física-- de la persona. La «afección» es una pasión (en el sentido técnico de Spinoza) en la medida en que la causa de la modificación o «afección» no reside dentro de mí mismo, y es una «acción» o emoción activa en cuanto que sí reside dentro de mí: ésta es otra manera de decir que toda «afección», cuyo equivalente anímico no es una idea adecuada, tiene que ser una emoción pasiva, puesto que una idea adecuada es una idea que se sigue necesariamente de la idea que la ha precedido. Soy activo en cuanto que estoy pensando lógicamente, es decir, en cuanto que la sucesión de ideas que constituye mi alma es una serie autosuficiente y autogenerada; soy pasivo, en cuanto que mi sucesión de ideas puede explicarse solamente en términos de ideas que no son miembros de la serie que constituye mi alma, pues en este último caso las ideas que constituyen mi alma han de ser, al menos parcialmente, efectos de causas exteriores. Mis odios y amores ordinarios, mis deseos y aversiones, se suceden los unos a los otros sin conexión lógica interna alguna entre las ideas que les son anejas.

Esta doctrina es difícil de captar, de entrada, porque nosotros no usamos la palabra «causa» como la usaban Spinoza y otros filósofos de su época; nos resulta extraño identificar la causa de cierta idea de mi alma con el fundamento lógico, a partir del cual puede deducirse esa idea; sin embargo, la distinción entre emociones activas y pasivas, y, en realidad, toda la teoría moral de Spinoza, dependen de dicha identificación. Reexponiendo: yo experimento una emoción activa, si y sólo si la idea que es acompañamiento psíquico de la «afección» resulta lógicamente deducible de la idea previa que constituye mi alma; tan sólo si es deducible de ese modo, puede decirse que tengo una idea adecuada de la causa de mi emoción. Si la idea ajena a la emoción no es deducible de una idea previa de mi alma, se sigue que la emoción o «afección» ha de ser efecto de una causa exterior, y que, en ese sentido, yo soy pasivo por respecto a ella. Como las ideas que constituyen mi alma son los equivalentes psíquicos de las modificaciones de mi cuerpo, sólo puedo tener conocimiento adecuado de las causas de aquellas de mis «afecciones» que no son efectos de causas exteriores. Si la causa de la «afección» me es exterior, se sigue que conlleva una idea inadecuada, y la inversa es, asimismo, verdadera; por consiguiente, decir que la causa de la modificación es exterior a mi equivale a decir que conlleva un conocimiento incompleto y una idea inadecuada. En cuanto que soy un agente libre, inafectado por causas exteriores, poseo necesariamente conocimiento adecuado o científico, y a la inversa; sólo el hombre de entendimiento puede (lógicamente) ser libre, y sólo el hombre libre puede ser (lógicamente) hombre de entendimiento. Ahora bien: los seres humanos, al ser modos finitos, no pueden ser por principio completamente libres e inafectados por causas exteriores; la libertad humana ha de ser cuestión de grados. El método de Spinoza en las tres últimas partes de la Etica consiste en contrastar las condiciones efectivas y normales de la servidumbre humana con el ideal, humanamente inalcanzable, de libertad permanente y perfecta.

En su examen de las condiciones normales de nuestra vida emotiva, Spinoza procura definir las emociones corrientemente admitidas en términos de las que él considera «afecciones» primarias: alegría, tristeza y deseo. Se habían dado varios intentos anteriores de sistematizar el vocabulario de las emociones, y tales sistemas de definiciones hablan sido concebidos, en general, como explicaciones de la «esencia» o «verdadera naturaleza» de las diversas emociones. Pero en el proyecto de Spinoza, los nombres de las emociones --celos, ira, miedo, envidia, etc.-- no se consideran importantes por sí mismos, ni se entiende primariamente que sus definiciones nos aclaren la «verdadera naturaleza» de cada emoción particular nombrada en el vocabulario corriente. Uno de los principios esenciales de su lógica, siempre nominalista, es el de que las definiciones de los términos generales abstractos del lenguaje corriente no pueden producir conocimiento auténtico; carece de sentido hablar de una esencia de los celos que sea común a los celos de otro y a los míos. Spinoza insiste vigorosamente (Etica III, Prop. LVII, Escolio) en que el gozo de un hombre es esencialmente distinto del gozo de otro, aunque el nombre común les sea aplicable a ambos: la diferencia entre dos experiencias depende de la naturaleza particular («esencia actual») de los individuos particulares en cuestión, y ésta depende a su vez de sus situaciones particulares en la Naturaleza. Entender las dos experiencias significa situar cada una de ellas dentro de la cadena de causas de la Naturaleza en su conjunto; es inútil indagar en las vagas semejanzas representadas por el nombre común abstracto. El catálogo de las emociones, y los análisis que Spinoza hace de ellas en términos de alegría, tristeza y deseo, sirve principalmente para hacer ver que las emociones pueden entenderse e interpretarse a partir de sus principios, y como surgidas en último término del conatus, la tendencia a la autoconservación, común a todas las cosas de la Naturaleza, humana o no; además, el catálogo sirve para presentar convincentemente en detalle las variedades de la servidumbre y la sinrazón humanas. Se hace ver que las emociones corrientemente admitidas –ambición, codicia, piedad, orgullo y muchas otras-- se diferencian sólo según la manera en que evocan las pasiones primarias; alegría, tristeza y deseo. En nuestra experiencia corriente de esta lista completa de emociones, «nos balanceamos, semejantes a las olas del mar agitadas por vientos contrarios, ignorantes de nuestro destino y del futuro acontecer» (Etica III, Prop. LIX, Escolio); éste es uno de los poquísimos casos de metáfora retórica en la obra de Spinoza: para él, como para Montaigne, el hombre en su condición normal es, esencialmente, chose ondoyante, patéticamente inestable e irrazonable. La lista de emociones del final de la Parte III de la Etica, aunque pensada principalmente para aclarar las múltiples complicaciones del deseo y sus objetos, contiene abundantes observaciones psicológicas agudas; por ejemplo, acerca de las alternativas naturales de amor y odio hacia la misma persona. Spinoza, con su estilo despegado e impersonal, observa los retorcimientos y perversidades del sentimiento humano más de cerca que la mayoría de los filósofos-psicólogos de su época: es mucho menos esquemático y tosco que Hobbes, y se halla más próximo a los grandes moralistas franceses con su tranquilo pesimismo. Los abundantes filósofos que han intentado hacer ver que las variedades del sentimiento y comportamiento humanos son deducibles a partir de un impulso primario hacia el placer y la autoconservación han simplificado en exceso, por lo general, las intrincaciones de la conducta humana: han presentado a los hombres más rígidamente racionales y autoconscientes de lo que son. En este sentido, Spinoza no era racionalista, y tiene en cuenta las variedades, literalmente infinitas, de la estupidez y torpeza humanas, porque las alegrías y tristezas de cada individuo son esencialmente diferentes, al depender de su constitución individual y de su posición en la Naturaleza. Al subrayar la torpe irracionalidad de los amores y odios humanos normales, de los deseos y aversiones, y su independencia por respecto al pensamiento y la intención conscientes, Spinoza se encuentra más próximo, una vez más, a la psicología moderna de lo que lo estaba la psicología ordinaria de sus contemporáneos: es sin duda menos superficial que Descartes, quien no parecía interesado en las fuentes menos conscientes de la impotencia humana, y rechaza el fácil optimismo de la apelación cartesiana a la voluntad y la razón. A fin de entender las reacciones de un hombre corriente, debemos fijarnos, no en sus propias declaraciones acerca de sus sentimientos y motivos, sino, antes que nada, en su especial constitución física, y, en segundo lugar, en las series de asociaciones y hábitos inconscientes establecidos a través de sus experiencias particulares. Las explicaciones que ofrece un hombre ignorante de sus propios motivos y conducta serán lo que hoy llamamos racionalizaciones; dará razones plausibles de por qué siente y se comporta de cierto modo, pero esas razones, expresadas en términos de elecciones y decisiones deliberadas, no aportarán las verdaderas causas de sus reacciones. El hombre corriente, al racionalizar, se expresará como si sus deseos y aversiones estuvieran determinados por las propiedades de los objetos exteriores; si realmente es un hombre corriente, y no un filósofo, no verá que sus deseos y aversiones están determinados por su propia constitución y su experiencia anterior, hasta que esas causas se le señalen.

El paso de la vida normal de emoción pasiva e ideas confusas a la vida de emoción activa e ideas adecuadas propia de un hombre libre ha de lograrse, en cualquier caso, mediante un método que no se diferencia, en ciertos aspectos, de los métodos de la psicología moderna; la cura, o método de salvación, consiste en hacer al paciente más consciente de sí mismo y conseguir que advierta la lucha más o menos inconsciente que mantiene consigo mismo para conservar su propio ajuste y equilibrio interno; debe lograrse que compruebe que es esa lucha continua la que le expresa a él mismo en sus alegrías y tristezas, deseos y aversiones. El odio y el amor, los celos y el orgullo, y las demás emociones que experimenta, pueden presentársele como compensaciones necesarias para restaurar la pérdida de «energía psíquica». Hay un paralelo evidente entre la concepción de Freud de la libido y la de Spinoza del conatus; la importancia de dicho paralelo, bastante más que superficial, consiste en que ambos filósofos conciben la vida emotiva como basada en un impulso o tendencia, universal e inconsciente, hacia la autoconservación; ambos mantienen que toda frustración de dicho impulso debe manifestarse en nuestra vida consciente bajo la forma de una conmoción penosa. Se sostiene que toda persona dispone de cierta cantidad de energía psíquica, duplicado (al menos para Spinoza) de su energía física, y las alegrías y tristezas conscientes son la contrapartida de la expresión relativamente no practicada y de la frustración de esa energía. En consecuencia, tanto para Spinoza como para Freud, el elogio y la censura morales de los objetos de nuestros deseos particulares, y de las fuentes de nuestro placer, son supersticiones irrelevantes; sólo podemos liberarnos a nosotros mismos mediante el entendimiento de las verdaderas causas de nuestros deseos, tras lo cual éstos cambiarán de dirección. Tanto según Freud como según Spinoza, el principal error de los moralistas convencionales consiste en hallar razones morales y a priori para reprimir nuestra energía natural, nuestra libido o conatus: ambos condenan el puritanismo y el ascetismo en un tono notablemente parecido y por razones generalmente parecidas. El ascetismo es sólo una expresión entre otras de la depresión de la vitalidad y la, frustración de la libido o el conatus; engañémonos como nos engañemos, nuestros sentimientos y conducta, incluso aquella que caracterizamos como autonegación, pueden siempre explicarse como efectos de impulsos que son independientes de nuestra voluntad consciente. En consecuencia, tanto Spinoza como Freud presentan los problemas morales como problemas esencialmente clínicos, en los que sólo confusión puede introducirse mediante el uso de calificativos laudatorios o reprobatorios, o mediante actitudes emotivas de aprobación o desaprobación. Sólo puede haber, por principio, un camino para alcanzar la cordura y la felicidad: el de llegar a entender las causas de nuestros propios estados de alma. El vicio, si es que hay que darle un significado a esta palabra, consiste en aquel estado de enfermedad del organismo en que ni el alma ni el cuerpo funcionan libre y eficientemente. En este sentido, el vicio siempre se le revela al agente como esa depresión de la vitalidad que es la tristeza; vicio y tristeza están necesariamente conectados, como lo están la virtud y la alegría: éste es otro modo de decir que, en el sentido spinoziano de la palabra, «la virtud es su propio premio». La alegría, en ese sentido primario de la experiencia de un estado de eficiencia del organismo, es distinta, según Spinoza, de la mera estimulación local, que llama «titilación» (titillatio). Cuando hablamos corrientemente de alegría o placeres, nos referimos sólo a dichos estímulos transitorios y parciales, y a causa de tal empleo de la palabra parece paradójico afirmar una conexión necesaria entre virtud y alegría; pero en este contexto la alegría (laetitia) se contrapone, en cuanto sensación de bienestar íntegro del organismo, a la alegría en el sentido más corriente de excitación transitoria. Esta oposición entre un sentimiento de bienestar total y un mero estímulo temporal tiene una larga historia filosófica de Platón en adelante; quizá corresponda a cierto hecho de nuestra experiencia que se refleja en la asociación ordinaria de las palabras «felicidad» (laetitia) y «placer» (titillatio). Pero sospecho que todas esas precisas rotulaciones y clasificaciones son irrelevantes para quien quiera realmente explorar las variedades de la experiencia humana.

Podrfan hallarse otros útiles puntos de comparación entre los dos grandes pensadores judíos, Freud y Spinoza, ambos aislados, severos e inflexibles dentro de sus originales vías de pensamiento. Los puntos particulares de semejanza entre ellos se desprenden a partir de su concepción central común, la de la libido o el conatus, el impulso natural hacia la autoconservación y la ampliación de la potencia y la energía, considerado como clave para entender todas las formas de la vida personal. Ninguno de los dos sugiere toscamente que todos los hombres persigan conscientemente su propio placer o procuren deliberadamente ampliar su potencia propia, sino que ambos insisten en que los hombres deben ser estudiados científicamente, en cuanto organismos dentro de la Naturaleza, y en que sólo mediante un estudio semejante podrían ser capaces los hombres de entender las causas de su propia debilidad. En consecuencia, ambos han sido atacados por haber insistido en un estudio completamente objetivo y clínico del sentimiento y la conducta humanos. Hay, por último, una semejanza, también evidente, pero más difícil de precisar, relativa al acento grave, profético, escrupulosamente objetivo, con que ambos socavan quedamente todos los prejuicios establecidos de la moralidad popular y religiosa: ambos insisten del mismo modo, tranquilamente despiadado, en que debemos examinar en cada caso las causas naturales de la infelicidad humana como examinaríamos las causas de las imperfecciones de cualquier otro objeto natural; los problemas morales no pueden resolverse recurriendo a la emoción y el prejuicio, que son siempre síntomas de ignorancia. Ambos han provocado el aborrecimiento que suscita quien tiende a considerar al hombre como un objeto natural y no como un agente sobrenatural, y que se preocupa impasiblemente por entender la naturaleza de la debilidad humana, más bien que por condenarla. Al leer a Spinoza, no debe olvidarse que le importaba, ante todo, señalar el camino hacia la libertad humana, a través del entendimiento y conocimiento de la naturaleza.

Stuart Hampshire, Spinoza, trad. Vidal Peña, Madrid, Alianza, 1982, pp. 88-104.

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