Stuart Hampshire
El
hombre es una parte de la Naturaleza y, por tanto, el moralista debe ser un
naturalista: ningún filósofo moral ha enunciado este principio metódico con
mayor claridad que Spinoza, ni se ha adherido a él más
despiadadamente. Tanto la efectiva servidumbre e infelicidad del hombre como su
libertad y felicidad, idealmente posibles, deben deducirse y explicarse
imparcialmente como consecuencias necesarias de su status en cuanto modo finito de la Naturaleza; la exhortación y los
recursos a la emoción y el deseo son tan inútiles e irrelevantes en
filosofía moral como en filosofía natural. Lo primero
que debemos entender son las causas de nuestras pasiones; nuestra obligación y
nuestra sabiduría consisten en entender por completo cuál es nuestra posición
en la Naturaleza y cuáles las causas de nuestras imperfecciones, para,
entendiéndolas, liberarnos de ellas; la mayor felicidad del hombre, y la paz de
su alma (acquiescentia animi) procede
tan sólo de ese completo conocimiento filosófico de sí mismo.
Es
preciso insistir en este punto, a fin de evitar malas interpretaciones de la teoría moral de Spinoza. El hecho de que todos los hombres procuren ante
todo su propia conservación y seguridad aparece, en Hobbes y en muchos otros
filósofos, como un supuesto obvio sobre el que debe fundarse la filosofía moral
y política. Cualquiera que pudiera haber sido la intención de Hobbes, el
ejército de filósofos, psicólogos y economistas que lo han secundado en la
aceptación de dicha premisa la han aceptado, en general, sencillamente como un
hecho relativo a la naturaleza humana, confirmado por la observación desapasionada
de la conducta de los hombres. Otros filósofos y psicólogos, al oponerse a
Hobbes, simplemente han negado que la la observación la confirme: han argumentado
que, como cuestión de hecho, no es cierta. Esta controversia acerca de la
psicología humana, valga lo que valga, es en gran medida irrelevante para la
teoría moral de Spinoza; también él dice que todos los hombres procuran su propía conservación y la ampliación de su potencia propia, pero, al decir eso,
no está haciendo meramente un enunciado acerca de hechos observados de la
conducta humana: lo que hace es deducir una consecuencia a partir de su propia
explicación de la individualidad, consecuencia aplicable a todas las cosas
finitas, y no peculiar de los seres humanos. Por consiguiente, si se quiere
refutar su pretensión, no es necesario ni suficiente citar proposiciones de
psicología empírica; lo necesario es hacer ver que toda su terminología, en general,
es o inaplicable o inconsistente, y atacar el sistema lógico del que dicha doctrina
forma parte.
Los seres
humanos mantienen su identidad o individualidad por un período limitado de
tiempo, mediante la conservación de un ajuste más o menos constante de sus parles; tal automantenimiento no es el resultado de una elección o decisión, sino que se da de manera natural
y necesaria en rodas las cosas de la Naturaleza. Otras cosas particulares, de
estructura menos compleja que las personas, sufren menos modificaciones y
poseen una individualidad menor en cuanto cosas distinguibles: su cohesión se
halla expuesta a romperse en virtud de causas exteriores
de alcance comparativamente más restringido. Todas las cosas, y sus
modificaciones, pueden concebirse como partes de la Naturaleza, ya sea bajo el atributo
del Pensamiento, ya bajo el de la Extensión.
Los seres humanos poseen el grado de complejidad que describimos, al
concebirlos bajo el atributo del Pensamiento, diciendo que son autoconscientes,
o que tienen almas; los animales, al ser de estructura menos compleja en cuanto
cosas extensas o físicas, no son –correlativamente-- lo bastante complejos, al
concebirlos en cuanto cosas animadas o animadas o pensantes,
como para describirlos afirmando que son autoconscientes o que tienen almas. Un
alma humana consiste en ideas que reflejan los efectos de las causas exteriores
al modificar ese equilibrio de movimiento y reposo que constituye un cuerpo humano.
Una modificación, que surge de la interacción del cuerpo
con otras cosas, puede ser, o bien un aumento, o bien
una disminución, de vitalidad o energía; y la vitalidad o energía puede variar,
dentro de límites relativamente amplios, sin que se destruya la personalidad. Esos
cambios de estado, que pueden describirse en términos físicos como alzas y bajas
en la vitalidad del organismo, pueden describirse, ahora en términos anímicos,
como alegría y tristeza: todo aumento de la vitalidad o energía es, por
definición, una alegría, y toda disminución de la vitalidad es necesariamente
una tristeza. Spinoza no está diciendo --como podría hacer un
psicólogo moderno—que exista una correlación
entre un aumento de la vitalidad física, definido según ciertas pruebas
físicas, y la experiencia de una sensación de alegría; lo que hace es
simplemente significar, mediante la palabra
«alegría» (laetitia), «una pasión por
la que el alma pasa a una mayor perfección», y,
mediante la palabra «tristeza» (tristitia),
«una pasión por la que el alma pasa a una menor perfección» (Etica III, Prop. XI, Escolio). Todo
aumento de potencia o perfección del cuerpo ha de ser un aumento de potencia y
perfección del alma, y a la inversa; un aumento o disminución de vitalidad
puede concebirse siempre indistintamente en términos anímicos o físicos.
El
grado de potencia o perfección de cualquier cosa finita depende de grado según el cual es causalmente activa, y no pasiva, por relación a
las otras cosas distintas de ella misma. El único ser absolutamente potente y
perfecto, Dios o la Naturaleza, es activo en todos los respectos y pasivo en
ninguno, pues Dios se determina a sí mismo, y ninguna de sus modificaciones
puede ser efecto de causas exteriores, ya que no puede haber causas exteriores
a Dios o la Naturaleza. Un modo finito, como lo es un ser humano, posee mayor potencia y perfección en la medida en que sus estados o
modificaciones sucesivos no son tanto efectos de causas exteriores cuanto
efectos de cambios precedentes que se han producido en su
interior. De esta manera, un ser humano, concebido
en cuanto modo finito del Pensamiento, posee mayor potencia o perfección en la
medida en que las ideas sucesivas que constituyen su alma
están concatenadas como causas y efectos; es activo, y no pasivo, en la medida
en que esa sucesión de ideas es lógica (pues Spinoza no distingue, ni puede
hacerlo, entre «causa de una idea» y «fundamento lógico de una idea»); posee menor potencia o perfección en cuanto ese proceso autónomo de
pensamiento es interrumpido por ideas que son efectos de causas exteriores a é, y en cuanto sus ideas actuales no se explican como consecuencias lógicas
de ideas previas de su alma. En un ser pensante absolutamente potente y
perfecto, habría sencillamente una secuencia infinita de ideas, cada una de las
cuales estaría lógicamente conectada con la precedente, siendo Dios, como
sustancia pensante, la Infinita
Idea Dei. La mayoría
de las almas humanas consta de una secuencia relativamente fortuita de ideas;
fortuita, no en el sentido de que no sean efectos de algún
género de causas, sino en el sentido de que esas causas son exteriores a la
secuencia y, por ello, la secuencia no resulta
inteligible en sí misma como autosuficiente. La
potencia y perfección de un alma individual se incrementa según se hace menos
pasiva y más activa y autosuficiente en la producción de ideas. Spinoza es
menos explicito acerca de lo que constituye un aumento de potencia o perfección
de un ser humano concebido como cosa o cuerpo particular extenso: no explica
con claridad cuál es el equivalente, en término físico, del paso de la
asociación ilógica de ideas al pensamiento lógicamente coherente. Teniendo en
cuenta sus propias premisas, debe haber sobrentendido --creo-- que el
equivalente en términos físicos de la actividad intelectual libre es esa estabilidad
interna del organismo que nos capacita para conservarnos sin fluctuaciones
violentas producidas por causas exteriores; el alma es, al pensar,
relativamente libre y activa cuando el cuerpo se encuentra en un estado
relativamente constante en relación con su entorno y funciona libremente sin
grandes intercambios de energía. Sin embargo, a falta del tratado que
proyectaba acerca de los principios generales de una ciencia de la medicina,
esta interpretación sigue siendo meramente especulativa.
Puede
decirse que los seres humanos son conscientes de la tendencia a la
autoconservación y al incremento de su propia potencia y actividad que
constituye su «esencia actual»
como individuos; el reflejo, en el plano de la idea, de ese conatus común a todas las cosas
particulares de la Naturaleza, se llama deseo (cupiditas). El deseo es definido como un apetito (appetitus) acompañado de la consciencia
de sí mismo; el apetito es el conatus,
o sea, la tendencia a la autoconservación, expresado neutralmente, es decir, ni
en términos puramente: anímicos ni en términos puramente físicos. De un modo
semejante, el paso a una mayor potencia o perfección, en cualquier individuo,
se refleja en su consciencia como alegría, y la disminución de su potencia,
como tristeza. Es importante, en la filosofía moral de Spinoza, el que la
alegría y la tristeza representan siempre un cambio de estado psicofísico; son
el reflejo anímico del alza o baja de potencia o actividad del
organismo. Tal cambio puede producirse, en cualquier caso particular, mediante
cualquier variedad de causas exteriores; qué cosas particulares mejorarán o
empeorarán la vitalidad de un individuo particular depende de la naturaleza
constantemente cambiante de ese individuo: depende del estado particular del
organismo individual, o sea, de la particular configuración de sus elementos primarios
en el momento de su interacción con la causa exterior. Por consiguiente, carece
de sentido hablar de las cosas exteriores como si
fueran alegres o tristes por sí mismas, o en términos absolutos. Aunque pueden
existir ciertas cosas que, de hecho, son siempre o casi siempre fuente de tristeza
o alegría para la mayoría de los seres humanos, no podemos descubrirlas
mediante un razonamiento a priori, o sea,
considerando las propiedades intrínsecas de las cosas mismas: debemos estudiar
las fuentes de alegría y tristeza científicamente, en relación con los estados
mudables de los organismos. Según tales definiciones, el deseo
y la alegría son interpretados --y, dados los supuestos últimos de Spinoza,
deben ser interpretados-- como estados naturales o modificaciones de la persona
que se dan con independencia de la voluntad o el juicio; mejor dicho, la
voluntad y el juicio son definidos en términos de la tendencia natural y
necesaria del organismo humano a mantener y aumentar su propia potencia y perfección,
y aparte de ella no se les otorga significado alguno: a esa potencia y
perfección las llamaré, sumariamente, vitalidad. El pasaje crucial es el Escolio
a la Prop. II de la Parte III de la Etica,
del que citaré aquí sólo unas pocas frases: «…El alma y el cuerpo son una sola
y misma cosa, que se concibe, ya bajo el atributo del pensamiento, ya bajo el
de la extensión. De donde resulta que el orden o concatenación de las cosas es
uno solo, ya se conciba la naturaleza bajo tal atributo, ya bajo tal otro; y,
por consiguiente, que el orden de las acciones y pasiones de nuestro cuerpo es
simultáneo por naturaleza con el orden de las acciones y pasiones del alma… Todo
ello muestra claramente que tanto la decisión (decretum) del alma como el apetito y determinación del cuerpo son
simultáneos por naturaleza, o más bien son una sola y misma cosa, a la que
llamamos decisión cuando la consideramos bajo el atributo del
pensamiento y la explicamos en sus términos, y determinación (determinatio) cuando la consideramos bajo
el atributo de la extensión y la deducimos de las leyes del movimiento y el
reposo…»
Todo individuo, en cualquier momento de su existencia, se halla dispuesto, si
lo consideramos como un cuerpo, a que su vitalidad sea estimulada o rebajada
mediante el contacto con ciertas cosas; esa disposición o «determinación» es completamente explicable mediante
leyes puramente físicas, y en términos de equilibrio físico y de las
precedentes perturbaciones de ese equilibrio. La misma situación puede quedar
igualmente bien descrita diciendo que la persona desea ciertas cosas o quiere
disfrutarlas, o bien que juzga buenas o deseables tales cosas; decir que ha
decidido libremente procurarse esas cosas, o que las juzga buenas, no es
describir algo separable de su «determinación» o disposición
física: simplemente, es describir esa disposición con otra terminología, o sea,
concebir la modificación bajo el atributo de pensamiento más bien que bajo el de la extensión. La terminología popular --«voluntad», «juicio»--
es acientífica, o sea, representa percepciones
confusas, porque no da cuenta de las causas de la disposición de una persona;
en realidad, lo que sugieren las palabras «voluntad» y «juicio», tal como se las usa corrientemente, es que no existen dichas causas, y que la voluntad y
el juicio son libres y no determinados, lo cual no tiene sentido.
En otro
lugar de ese importante Escolio, Spinoza utiliza un argumento contra sus
objetores que, como muchas de sus argumentaciones, es una notable anticipación
de las que hoy son corrientes y nos parecen convincentes; se trata de esa clase
de anticipaciones que justifica la consideración de su sistema y sus
definiciones como más interesantes para el presente,
en muchos aspectos, que las de Descartes. Se trata
de refutar la objeción, según la cual no podemos suponer plausiblemente que las
actividades más elevadas de las personas, tales como, por ejemplo, el diseño de edificios o la ejecución de pinturas, puedan presentarse como
efectos de causas puramente físicas, o como si pudieran deducirse en principio
de ciertas leyes que gobiernan la energía de las partículas; al describir los
planes y proyectos humanos más elaborados, parece que debemos reconocer siempre
una distinción irreductible y sustancial entre las actividades de la mente, más
elevadas, y el funcionamiento del cuerpo, más sencillo;
y ello, aun en el caso de que podamos descubrir, de hecho,
ciertas relaciones causales entre ellos. Esa es la objeción. La respuesta de
Spinoza a ese viejo --y aún popular-- argumento es como sigue: «Nadie hasta
ahora ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia,
hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo
en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea,
y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta
ahora ha conocido la fábrica del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso
como para poder explicar todas sus funciones, por no hablar ahora de que en los
animales se observan muchas cosas que exceden con largueza la humana sagacidad,
y de que los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer
despiertos: ello basta para mostrar que el cuerpo,
en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que
resultan asombrosas a su propia alma» (Etica III,
Prop. II, Escolio).
Spinoza está afirmando aquí que no se halla justificada a priori la exclusión de la posibilidad de una
explicación física para cualquier sector del comportamiento humano; pues
semejante exclusión sólo puede basarse en el argumento de la ignorancia. La
diferencia entre las actividades anímicas más bajas --cuya
descripción correspondiente en términos físicos estamos dispuestos a admitir--
y las más elevadas, es tan sólo una diferencia en cuanto al grado de
complejidad. Estamos ya dispuestos --y quizá hasta obligados-- a
admitir que pautas de conducta relativamente elaboradas (como, por ejemplo, las
de los animales y los sonámbulos) pueden explicarse en términos físicos, sin recurrir
de ningún modo a las facultades de la voluntad o el juicio; incluso en nuestra
terminología corriente, de sentido común, y en la mayor
parte de los contextos observables, no distinguimos entre conducta a secas y
conducta intencionada, sin que haga falta llamar «intencionada»
a la conducta en un sentido que excluya la explicación física. Una vez admitido
esto, no queda ya justificación alguna a
priori para trazar una línea divisoria que excluya la posibilidad de descripción
y explicación en términos físicos en algún punto concreto de la escala de
complejidad; podemos replegarnos, en nuestras descripciones de sentido común,
sobre la terminología de «voluntad» e «intención»,
sencillamente porque las descripciones y explicaciones puramente físicas no
están todavía disponibles de hecho: el uso de las palabras «voluntad» e «intención» revela que no poseemos, en general, ideas claras y adecuadas de las
causas; se trata de confesiones de ignorancia, erigidas por los filósofos --y
señaladamente por Descartes-- en dogmas metafísicos fundados en un principio
lógico. La fuerza y originalidad de esta argumentación consiste en reconocer –tanto
en contra de Descartes como en contra de los materialistas del siglo XVII como
Hobbes y Gassendi-- la complejidad posible, aunque todavía inimaginable, de las
estructuras y leyes físicas. Y la importancia de semejante subrayado de las
casi ilimitadas complejidades de las estructuras físicas aparece con la mayor
claridad en todas las discusiones recientes acerca de las relaciones entre
mente y cuerpo, sobre el trasfondo del conocimiento científico del siglo XX.
Descartes y los racionalistas y materialistas de su
época (e incluso hasta el presente), concibieron la estructura de la materia o
mundo extenso como esencialmente sencilla, regida en sus movimientos por
principios geométricos o leyes mecánicas también esencialmente sencillos. El
paradigma de un sistema físico era un aparato de relojería; sólo aquella parte de la conducta humana que podía describirse y explicarse mediante el uso
de conceptos, asimismo, aplicables a los relojes podía considerarse como
explicable en términos científicos; y en la medida en que la conducta humana no
podía equipararse a un comportamiento de relojería, no podía buscársele una
explicación que fuera clara e inteligible. La hipótesis
en boga era que sólo sistemas mecánicos más o menos sencillos (y el fisiólogo
debía presentar el cuerpo humano como un sistema así) pueden ser considerados
como sistemas físicos inteligibles. Y la dicotomía --a. saber: una persona
vista como una máquina regulada por leyes causales, o bien una persona vista
como una sustancia espiritual libre y causalmente inexplicable-- persistió
mucho tiempo después de Descartes: a lo largo de los dos siglos siguientes, un
materialista era alguien que intentaba hacer ver que el pensamiento y el
comportamiento humanos podían analizarse mediante el uso de pautas mecánicas
más o menos sencillas. En los últimos cincuenta años, los físicos han
abandonado los modelos mecánicos más sencillos como esenciales a toda
explicación física, y han admitido grandes complejidades estructurales de orden
no mecánico, no sólo en el estudio del cerebro humano, sino en otras ramas de
la biología y la fisiología: la argumentación de Spinoza ha vuelto a ser
importante. Cualquier científico o filósofo debe estar hoy dispuesto a admitir
que «a nadie ha enseñado la experiencia,
hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes
de la Naturaleza, considerada como puramente corpórea» (Etica III, Prop. 11, Escolio). Esa cuestión debe quedar abierta, y
no puede haber fundamento lógico, sino sólo empírico, para resolverla; y, sin
duda, no puede basarse ninguna conclusión general en nuestra ignorancia actual
acerca de la potencia y estructura del cerebro y cuerpo humano.
La
teoría spinoziana del conatus, del
deseo y la voluntad, está pensada para hacer ver todas las implicaciones que
conlleva la admisión de la posibilidad de una explicación causal completa de la
conducta humana. Ha definido aquellos términos básicos de tal manera que se
desprenda lógicamente que todos los hombres persiguen su propia alegría de
acuerdo con las leyes necesarias de la Naturaleza; persiguen necesariamente la
alegría, no en el sentido de que deliberen siempre, de hecho, acerca de lo que
se la proporcionará mayor, y luego escojan consecuentemente su acción, sino en el sentido de que lo que se llama sus elecciones, y sus alegrías, pueden
siempre explicarse como nacidas del conatus
del organismo, de su tendencia al automantenimiento y autoconservación. Cualquier cosa de cualquier género
puede ser accidentalmente fuente de alegría, o sea, de aumento de vitalidad, o fuente de tristeza, o sea, de disminución de
vitalidad: la reacción depende del estado psicofísico del organismo en un
momento determinado. En la medida en que la idea de una causa exterior concreta llega a asociarse en mi alma a un sentimiento de alegría o de incremento de vitalidad, puede decirse que amo aquella cosa considerada
como causa exterior, y que estimaré buena dicha cosa; y en cuanto que algo
llegue a asociarse en mi alma a una tristeza, o sea a un sentimiento de
disminución de la vitalidad, puede decirse que lo
odio y que lo estimaré malo. La sucesión de ideas que constituye mi alma está
regida normalmente, según se explicó en el capítulo anterior, por leyes de
asociación: una idea suscita otra porque se presentaron juntas en el pasado, o
porque ideas semejantes a la primera se dieron junto con ella en el pasado.
Mediante la intervención de tales leyes asociativas en. la imaginación, se
forma todo el complejo sistema de nuestros deseos y aversiones. Lo que llega a asociarse en nuestra alma con algo que, a su vez, está
asociado a la alegría, se convierte en objeto de deseo, y esta asociación de
ideas puede continuar hasta cualquier grado de complejidad. De este modo,
objetos que, considerados en sí mismos, no son causas directas o primarias de alegría
o tristeza para mi, pueden llegar a asociarse indirectamente con la alegría o
la tristeza.
La
alegría, la tristeza y el deseo son considerados por Spinoza como las pasiones
primitivas, en cuyos términos tienen que definirse todas Ias demás pasiones o
emociones. Son pasiones, no sólo en el sentido popular de la palabra, sino también
en sentido técnico; surgen en la vida ordinaria (de las condiciones específicas
para ello se tratará más adelante), a partir de la
asociación pasiva de ideas. En cuanto
nacen
de la asociación pasiva de ideas, son, por definición, percepciones «confusas», en las que el alma no es consciente de
las causas de sus ideas. Al experimentar esas pasiones, estamos simplemente
reaccionando ante causas exteriores: nuestra vida consciente actúa en el plano
de la percepción sensible y la imaginación, y no en el del pensamiento lógico o
entendimiento activo. Cuando en la vida ordinaria disfrutamos y perseguimos
ciertas clases de cosas, o las odiamos y evitamos, las ideas que constituyen
nuestra alma son «inadecuadas»,
y los juicios que hacemos acerca de tales cosas son acientíficos, pues dichas
ideas o juicios representan sólo las interacciones entre nuestros cuerpos y otras partes de la naturaleza, y no hacen ver las verdaderas causas
de las modificaciones de nuestro cuerpo; las ideas concomitantes con esas
modificaciones del cuerpo «indican
más bien la constitución efectiva de nuestro propio cuerpo que la de los
cuerpos exteriores»
(Etica II, Prop. XVI,. Corolario II),
pero no muestran ni la naturaleza de nuestros propios
cuerpos ni la de los cuerpos exteriores adecuadamente, según su puesto propio
en el orden de causas de la naturaIeza. Estos son los fundamentos de la famosa
distinción de Spinoza entre emoción activa y pasiva, y la principal de sus
contribuciones a la teoría de la conducta; esa distinción se desprende
directamente de su otra distinción epistemológica entre imaginación (ideas
inadecuadas) y entendimiento (ideas verdaderas y adecuadas). No hay nada en el
vocabulario de Spinoza que se corresponda exactamente con la distinción ordinaria entre «sentir una emoción»
y «pensar»: como sostiene que toda modificación del cuerpo comporta al mismo
tiempo la posesión de una idea, todo género o fase de la consciencia implica
tener una idea, incluso la simple experiencia de una emoción. La palabra affectus, aunque se halla sumamente próxima
a la palabra «emoción» en el sentido usual, representa la
modificación total --tanto anímica como física-- de la persona. La «afección» es una pasión (en el sentido técnico de
Spinoza) en la medida en que la causa de la modificación o «afección» no reside dentro de mí mismo, y es una «acción»
o emoción activa en cuanto que sí reside dentro de mí: ésta
es otra manera de decir que toda «afección»,
cuyo equivalente anímico no es una idea adecuada, tiene que ser una emoción pasiva,
puesto que una idea adecuada es una idea que se sigue necesariamente de la idea
que la ha precedido. Soy activo en cuanto que estoy pensando lógicamente, es
decir, en cuanto que la sucesión de ideas que constituye mi alma es una serie
autosuficiente y autogenerada; soy pasivo, en cuanto que mi sucesión de ideas
puede explicarse solamente en términos de ideas que no son miembros de la serie
que constituye mi alma, pues en este último caso las ideas que constituyen mi
alma han de ser, al menos parcialmente, efectos
de causas exteriores. Mis odios y amores ordinarios, mis deseos y aversiones, se suceden los unos a los otros sin conexión lógica interna alguna entre las ideas que les son anejas.
Esta
doctrina es difícil de captar, de entrada, porque nosotros no usamos la palabra
«causa» como la usaban Spinoza y otros filósofos de su
época; nos resulta extraño identificar la causa
de cierta idea de mi alma con el fundamento lógico, a
partir del cual puede deducirse esa idea; sin embargo, la distinción entre emociones
activas y pasivas, y, en realidad, toda la teoría moral de Spinoza, dependen de
dicha identificación. Reexponiendo: yo experimento una emoción activa, si y
sólo si la idea que es acompañamiento psíquico de la «afección»
resulta lógicamente deducible de la idea previa que constituye mi alma; tan
sólo si es deducible de ese modo, puede decirse que tengo una idea adecuada de la causa de mi emoción. Si la idea ajena a la emoción no es deducible de
una idea previa de mi alma, se sigue que la emoción o
«afección»
ha de ser efecto de una causa exterior, y que, en ese sentido, yo soy pasivo
por respecto a ella. Como las ideas que constituyen mi alma son
los equivalentes psíquicos de las modificaciones de mi cuerpo, sólo puedo tener
conocimiento adecuado de las causas de aquellas de mis «afecciones»
que no son efectos de causas exteriores. Si la causa de la «afección» me es exterior, se sigue que conlleva una idea inadecuada, y la inversa
es, asimismo, verdadera; por consiguiente, decir que la causa de la
modificación es exterior a mi equivale
a decir que conlleva un conocimiento incompleto y una idea inadecuada. En cuanto que soy un agente libre, inafectado por causas exteriores, poseo
necesariamente conocimiento adecuado o científico, y a la inversa;
sólo el hombre de entendimiento puede (lógicamente) ser libre, y sólo el hombre libre puede ser (lógicamente) hombre de entendimiento. Ahora
bien: los seres humanos, al ser modos finitos, no pueden ser por principio completamente
libres e inafectados por causas exteriores; la
libertad humana ha de ser cuestión de grados. El método de Spinoza en las tres
últimas partes de la Etica consiste
en contrastar las condiciones efectivas y normales de la servidumbre humana con
el ideal, humanamente inalcanzable, de libertad permanente y perfecta.
En
su examen de las condiciones normales de nuestra vida emotiva, Spinoza procura
definir las emociones corrientemente admitidas en términos de las que él
considera «afecciones»
primarias: alegría, tristeza y deseo. Se habían dado varios intentos anteriores
de sistematizar el vocabulario de las emociones,
y tales sistemas de definiciones hablan sido concebidos, en general, como
explicaciones de la «esencia» o
«verdadera naturaleza»
de las diversas emociones. Pero en el proyecto de Spinoza, los nombres de las
emociones --celos, ira, miedo, envidia, etc.-- no se consideran importantes por
sí mismos, ni se entiende
primariamente que sus definiciones nos aclaren la «verdadera naturaleza»
de cada emoción particular nombrada en el vocabulario corriente. Uno de los
principios esenciales de su lógica, siempre nominalista, es el de que las
definiciones de los términos generales abstractos del lenguaje corriente no
pueden producir conocimiento auténtico; carece de sentido hablar de una esencia
de los celos que sea común a los celos de otro y a los míos. Spinoza insiste
vigorosamente (Etica III, Prop. LVII,
Escolio) en que el gozo de un hombre es esencialmente distinto del gozo de otro,
aunque el nombre común les sea aplicable a ambos: la diferencia entre dos
experiencias depende de la naturaleza particular («esencia actual»)
de los individuos particulares en cuestión, y ésta depende a su vez de sus
situaciones particulares en la Naturaleza. Entender las dos experiencias
significa situar cada una de ellas dentro de la cadena de causas de la
Naturaleza en su conjunto; es inútil indagar en las vagas semejanzas
representadas por el nombre común abstracto. El catálogo
de las emociones, y los análisis que Spinoza hace de ellas en términos de
alegría, tristeza y deseo, sirve principalmente para hacer
ver que las emociones pueden entenderse e interpretarse a partir de sus
principios, y como surgidas en último término del conatus, la tendencia a la autoconservación, común a todas las
cosas de la Naturaleza, humana o no; además, el catálogo sirve para presentar
convincentemente en detalle las variedades de la servidumbre y la sinrazón
humanas. Se hace ver que las emociones corrientemente admitidas –ambición, codicia,
piedad, orgullo y muchas otras-- se diferencian sólo según
la manera en que evocan las pasiones primarias; alegría, tristeza y deseo. En
nuestra experiencia corriente de esta lista completa de emociones, «nos
balanceamos, semejantes a las olas del mar agitadas por vientos contrarios, ignorantes
de nuestro destino y del futuro acontecer» (Etica III, Prop. LIX,
Escolio); éste es uno de los poquísimos casos de metáfora retórica en la obra de Spinoza: para él, como para Montaigne, el hombre en su
condición normal es, esencialmente, chose
ondoyante, patéticamente inestable e irrazonable. La lista de emociones del
final de la Parte III de la Etica,
aunque pensada principalmente para aclarar las múltiples
complicaciones del deseo y sus objetos, contiene abundantes observaciones
psicológicas agudas; por ejemplo, acerca de las alternativas naturales de amor
y odio hacia la misma persona. Spinoza, con su estilo despegado e impersonal,
observa los retorcimientos y perversidades del sentimiento humano más de cerca
que la mayoría de los filósofos-psicólogos de su época: es
mucho menos esquemático y tosco que Hobbes, y se halla
más próximo a los grandes moralistas franceses con su tranquilo pesimismo. Los
abundantes filósofos que han intentado hacer ver que las variedades del
sentimiento y comportamiento humanos son deducibles a partir de un impulso
primario hacia el placer y la autoconservación han simplificado en exceso, por
lo general, las intrincaciones de la conducta humana: han presentado a los hombres
más rígidamente racionales y autoconscientes de lo que son. En este sentido,
Spinoza no era racionalista, y tiene en cuenta las variedades, literalmente
infinitas, de la estupidez y torpeza humanas, porque las alegrías y tristezas
de cada individuo son esencialmente diferentes, al depender de su constitución individual y de su posición en la Naturaleza. Al subrayar la torpe irracionalidad de los amores y odios humanos normales,
de los deseos y aversiones, y su independencia por respecto al pensamiento y la intención conscientes, Spinoza se encuentra más
próximo, una vez más, a la psicología moderna de lo que lo estaba la psicología
ordinaria de sus contemporáneos: es sin duda menos superficial que Descartes,
quien no parecía interesado en las fuentes menos conscientes de la impotencia
humana, y rechaza el fácil optimismo de la apelación
cartesiana a la voluntad y la razón. A fin de entender las reacciones de un
hombre corriente, debemos fijarnos, no en sus propias declaraciones acerca de
sus sentimientos y motivos, sino, antes que nada, en su especial constitución
física, y, en segundo lugar, en las series de asociaciones y hábitos
inconscientes establecidos a través de sus experiencias particulares. Las
explicaciones que ofrece un hombre ignorante de sus propios motivos y conducta serán
lo que hoy llamamos racionalizaciones; dará razones plausibles de por qué
siente y se comporta de cierto modo, pero esas razones, expresadas en términos de
elecciones y decisiones deliberadas, no aportarán las verdaderas causas de sus
reacciones. El hombre corriente, al racionalizar, se expresará como si sus
deseos y aversiones estuvieran determinados por las propiedades de los objetos
exteriores; si realmente es un hombre corriente, y no
un filósofo, no verá que sus deseos y aversiones están determinados por su
propia constitución y su experiencia anterior, hasta que esas causas se le
señalen.
El
paso de la vida normal de emoción pasiva e ideas confusas a la vida de emoción
activa e ideas adecuadas propia de un hombre libre ha de lograrse, en cualquier
caso, mediante un método que no se diferencia, en ciertos aspectos, de los
métodos de la psicología moderna; la cura, o método de salvación,
consiste en hacer al paciente más consciente de sí mismo y conseguir que
advierta la lucha más o menos inconsciente que mantiene consigo mismo para
conservar su propio ajuste y equilibrio interno; debe lograrse que compruebe
que es esa lucha continua la que le expresa a él mismo
en sus alegrías y tristezas, deseos y aversiones. El odio y el amor, los celos y el orgullo, y las demás emociones que experimenta,
pueden presentársele como compensaciones necesarias para restaurar la pérdida
de «energía psíquica». Hay un paralelo evidente entre la concepción de Freud de
la libido y la de
Spinoza del conatus; la importancia
de dicho paralelo, bastante más que superficial, consiste en que ambos
filósofos conciben la vida emotiva como basada en un impulso o tendencia, universal
e inconsciente, hacia la autoconservación; ambos mantienen que
toda frustración de dicho impulso debe manifestarse en nuestra vida consciente
bajo la forma de una conmoción penosa. Se sostiene que toda persona dispone de
cierta cantidad de energía psíquica, duplicado (al menos para Spinoza) de su
energía física, y las alegrías y tristezas conscientes son la contrapartida de
la expresión relativamente no practicada y de la frustración de esa energía. En consecuencia, tanto para Spinoza como para Freud,
el elogio y la censura morales de los objetos de nuestros deseos
particulares, y de las fuentes de nuestro placer, son supersticiones
irrelevantes; sólo podemos liberarnos a nosotros mismos mediante el
entendimiento de las verdaderas causas de nuestros deseos, tras lo cual éstos
cambiarán de dirección. Tanto según Freud como según Spinoza, el principal
error de los moralistas convencionales consiste en hallar razones morales y a priori para reprimir nuestra energía
natural, nuestra libido o conatus: ambos condenan el puritanismo y
el ascetismo en un tono notablemente parecido y por razones generalmente
parecidas. El ascetismo es sólo una expresión entre
otras de la depresión de la vitalidad y la, frustración de la libido o el conatus; engañémonos como nos engañemos, nuestros sentimientos y
conducta, incluso aquella que caracterizamos como autonegación, pueden siempre
explicarse como efectos de impulsos que son independientes de nuestra voluntad
consciente. En consecuencia, tanto Spinoza como Freud presentan los problemas
morales como problemas esencialmente clínicos, en los que sólo confusión puede
introducirse mediante el uso de calificativos laudatorios o reprobatorios, o
mediante actitudes emotivas de aprobación o desaprobación. Sólo puede haber,
por principio, un camino para alcanzar la
cordura y la felicidad: el de llegar a entender las causas de nuestros propios
estados de alma. El vicio, si es que hay que darle un significado
a esta palabra, consiste en aquel estado de enfermedad del organismo en que ni el alma ni el cuerpo funcionan libre y
eficientemente. En este sentido, el vicio
siempre se le revela al agente como esa depresión de la vitalidad que es la
tristeza; vicio y tristeza están necesariamente conectados, como lo están la
virtud y la alegría: éste es otro modo de decir que, en el sentido spinoziano
de la palabra, «la
virtud es su propio premio».
La alegría, en ese sentido primario de la experiencia
de un estado de eficiencia del organismo, es distinta, según Spinoza,
de la mera estimulación local, que llama «titilación» (titillatio).
Cuando hablamos corrientemente de alegría o placeres, nos referimos sólo a
dichos estímulos transitorios y parciales, y a causa de tal empleo de la
palabra parece paradójico afirmar una conexión necesaria entre virtud y alegría;
pero en este contexto la alegría (laetitia)
se contrapone, en cuanto sensación de bienestar íntegro del organismo, a la alegría en el sentido más corriente de excitación transitoria. Esta
oposición entre un sentimiento de bienestar total y un mero estímulo temporal
tiene una larga historia filosófica de Platón en adelante; quizá corresponda a
cierto hecho de nuestra experiencia que se refleja en la asociación ordinaria
de las palabras «felicidad» (laetitia) y «placer»
(titillatio). Pero sospecho que todas
esas precisas rotulaciones y clasificaciones son irrelevantes para quien quiera
realmente explorar las variedades de la experiencia humana.
Podrfan
hallarse otros útiles puntos de comparación entre los dos grandes pensadores
judíos, Freud y Spinoza, ambos aislados, severos e inflexibles dentro de sus
originales vías de pensamiento. Los puntos particulares de semejanza entre
ellos se desprenden a partir de su concepción central común, la de la libido o el conatus, el impulso natural hacia la autoconservación y la
ampliación de la potencia y la energía, considerado como clave para entender
todas las formas de la vida personal. Ninguno de los dos sugiere toscamente que
todos los hombres persigan conscientemente su propio placer o procuren
deliberadamente ampliar su potencia propia, sino que ambos insisten en que los
hombres deben ser estudiados científicamente, en cuanto organismos dentro de la
Naturaleza, y en que sólo mediante un estudio semejante podrían ser capaces los
hombres de entender las causas de su propia debilidad. En consecuencia,
ambos han sido atacados por haber insistido en un estudio
completamente objetivo y clínico del sentimiento y la conducta humanos. Hay,
por último, una semejanza, también evidente, pero más difícil de precisar,
relativa al acento grave, profético, escrupulosamente objetivo, con que ambos socavan
quedamente todos los prejuicios establecidos de la moralidad popular y
religiosa: ambos insisten del mismo modo, tranquilamente despiadado, en que
debemos examinar en cada caso las causas naturales de la infelicidad humana
como examinaríamos las causas de las imperfecciones de cualquier otro objeto
natural; los problemas morales no pueden resolverse recurriendo a la emoción y
el prejuicio, que son siempre síntomas de ignorancia. Ambos han provocado el
aborrecimiento que suscita quien tiende a considerar al hombre
como un objeto natural y no como un agente sobrenatural, y que se preocupa impasiblemente
por entender la naturaleza de la debilidad humana, más bien que por condenarla.
Al leer a Spinoza, no debe olvidarse que le importaba, ante todo, señalar
el camino hacia la libertad humana, a través del entendimiento y conocimiento
de la naturaleza.
Stuart Hampshire, Spinoza, trad. Vidal Peña, Madrid, Alianza, 1982, pp. 88-104.
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