16 diciembre, 2013

Decisiones del alma y determinaciones del cuerpo

Mercedes Allendesalazar Olaso

«Nadie sabe lo que puede un cuerpo... » dice el escolio 2 del libro III de la Ética. Hasta entonces los filósofos para tratar de los afectos se habían preocupado sobre todo de las prerrogativas del alma, o habían considerado siempre la naturaleza humana tomando como punto de referencia el pensamiento. Spinoza muestra a lo largo de todo este escolio con una fuerza inaudita, por qué la perspectiva de los filósofos invierte el orden de las cosas al pensar el alma como causa de los afectos del cuerpo: desde ahora los afectos habrán de ser comprendidos a partir de la extensión, es decir, a partir de la materialidad que les es propia. Cierto es que, sobre todo en el libro V, Spinoza habla de la alegría que produce la idea verdadera y de aquellos afectos activos que tienen por origen el conocimiento, pero en el libro III y en la mayor parte del libro IV su análisis se sitúa en el campo de la extensión, en el campo de los cuerpos que se encuentran, se hieren y se potencian unos a otros, y cuyas pasiones en vez de ser «vicios» son «fuerzas» que aumentan o disminuyen la potencia del ser que atraviesan.

Antes de examinar los argumentos cartesianos que prueban el poder del alma sobre el cuerpo Spinoza prefiere ocupar un espacio que había permanecido vacío y tomar posesión de lo que hasta ahora no era más que «una tierra de nadie», un dominio ignorado por sus predecesores en cuanto dominio autónomo. Por primera vez, desde hacía tiempo, el cuerpo va a obedecer a leyes que le son propias, que no le son impuestas desde el exterior por una instancia ajena llamada alma. «Nadie hasta ahora ha determinado lo que puede un cuerpo...».

El filósofo comienza por señalar el olvido del que ha sido objeto el cuerpo considerado en su naturaleza propia, en su existencia concreta. Jamás hasta entonces este cuerpo había sido pensado a partir de sus propias leyes, a partir de las únicas leyes de su naturaleza «considerada como puramente corpórea». El se propone pues abordar un campo inexplorado y por esta razón insiste sobre la ignorancia que rodea a este cuerpo, ignorancia que pudo permanecer insospechada porque el cuerpo del que se había tratado hasta entonces, había sido un cuerpo que no obedecía a leyes que eran las suyas. El cuerpo que descubre Spinoza en este escolio es un cuerpo que pertenece solamente a la extensión, y nadie ha conocido ese cuerpo «de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones». Lo que presenta y aquello que defiende es la existencia de un cuerpo nuevo y desconocido.

¿Por qué había permanecido ignorado este cuerpo? Cuando Spinoza afirma que nadie ha determinado lo que puede el cuerpo considerado solamente desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza corporal, añade también en una segunda mitad de la frase que tampoco ha determinado nadie lo que no puede, a menos de estar determinado por el alma: «nadie ha determinado que es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine», es decir, según él, nadie ha podido determinar en qué el alma era indispensable para el funcionamiento del cuerpo. Pero justamente esto es lo que había hecho Descartes en las Meditaciones y en el Tratado de las Pasiones, por ello, los argumentos de Spinoza se dirigen sobre todo contra él para señalar la inanidad de semejante pretensión.

En este escolio Spinoza no va a contestar a la primera pregunta: ¿Qué es lo que puede un cuerpo considerado solamente desde el punto de vista de su naturaleza corporal?, éste será el objeto de los libros III y IV, pero lo que va a mostrar es que la pregunta de las determinaciones del alma sobre el cuerpo no es pertinente, e impide además plantear la pregunta real sobre la potencia del cuerpo.

La limitación de la hipótesis cartesiana resulta aún más evidente al emplear Spinoza, para examinar el poder que el alma tendría sobre el cuerpo, un vocabulario que pertenece al ámbito de las ciencias físicas. «Además nadie sabe de qué modo, ni con qué medios el alma mueve al cuerpo, ni cuántos grados de movimiento puede imprimirle, ni con qué rapidez puede moverlo».

El empleo de estas expresiones no es del todo nuevo en el horizonte filosófico, porque el propio Descartes había sido el primero en querer considerar las pasiones desde un punto de vista físico y no moral, pero Descartes acaba remitiéndose siempre al alma. Descartes había sido pues el primero en anunciarlo, pero Spinoza tiene conciencia de ser el primero en analizar el cuerpo en los límites estrictos e infinitos de su materialidad. En la crítica que Spinoza dirige a los que pretenden estudiar lo que sucede al cuerpo partiendo del alma, enumera progresivamente los elementos que permiten comprender el funcionamiento del cuerpo y por lo tanto del alma que no es sino «la idea de un cuerpos que existe en acto» (E2p13dem).

Lo que Spinoza ataca en este escolio es la visión que la Edad Clásica y Descartes, como su máximo representante, tienen del cuerpo. Aún cuando los ejemplos propuestos sirvan solamente de ilustración al orden demostrativo de las proposiciones, forman en este escolio una unidad y una especie de demostración por imágenes de las tesis spinozistas. Mediante unas imágenes muy concretas Spinoza hace patente hasta qué punto la experiencia, amparo en el cual se escudaba Descartes, es susceptible de una lectura muy diferente a la que él hace. Estos ejemplos invitan al lector a despojarse de sus viejas ideas y a suprimir de raíz un prejuicio universal e indesarraigable con el mismo instrumento gracias al cual permanece sólidamente anclado: la imaginación. Para ello utiliza dos vías, la primera muestra el poder del cuerpo y su autonomía, la segunda pone de relieve la impotencia del alma cuando pretende controlar el cuerpo y hacer que éste le obedezca.

El primer grupo de ejemplos escogidos por Spinoza para probar el poder del cuerpo y su autonomía es el de los animales y el de los sonámbulos. El cuerpo tiene razones que la razón ignora.

Los animales realizan actos que aventajan en inteligencia todo lo que el pensamiento humano, es decir el poder del alma, hubiera podido pretender: «en los animales se observan muchas cosas que exceden con largueza la humana sagacidad». He aquí una observación que no podía gustar demasiado ni a los teólogos, ni a Descartes, que en la V parte del Discurso del Método quería probar la superioridad incontestable del hombre respecto a los animales. Según él, el niño más estúpido, el hombre sordomudo son más perfectos que un mono o un loro: «Y esto no sólo prueba, dice Descartes, que las bestias tienen menos razón que los hombres, sino que no tienen ninguna».

La observación de la conducta de los animales permite a Spinoza comenzar por devolver el hombre a la naturaleza, en vez de convertirlo en un ser aparte, y trastocar levemente las teorías cartesianas antes de asestarles el golpe siguiente.

Los sonámbulos, van mucho más lejos en la realización de algunos actos que cuando están despiertos, es decir, que cuando en teoría, gracias a la conciencia, son amos de su conducta: «los sonámbulos hacen en sueños muchísimas cosas que no osarían hacer despiertos». El ejemplo de los sonámbulos no es un ejemplo aislado en el escolio; pertenece a una reflexión sobre la noche, el sueño y los sueños, que Spinoza retoma con insistencia en su última parte donde emplea, no sin cierta violencia, el verbo soñar tres veces seguidas.

Esta consideración del cuerpo nocturno se inscribe en el nacimiento de una percepción del cuerpo propia del siglo XVII, cuya insuficiencia quiere mostrar Spinoza, y sobre la cual tendremos a lo largo del escolio, ocasión de volver.

El caso es que en 1642, las Meditaciones Metafísicas se publican en Amsterdam, y el ejemplo de los sonámbulos indica precisamente cuanto debió interesarle a Spinoza la obra de Descartes. Al referirse a los sonámbulos, Spinoza se dirige una vez más a Descartes que repuesto de sus dudas y de sus sustos, concluía la sexta Meditación con una alegría que contrasta con la prudencia con la que había comenzado la primera, separando de forma categórica el sueño de la vigilia. Pero conviene no avanzar demasiado deprisa, puesto que Spinoza se reserva para el final el escolio las evidencias cartesianas obtenidas solamente en la sexta Meditación, y volver a los sonámbulos y a la primera Meditación.

Con la referencia a los que andan dormidos, Spinoza se burla del sueño «metódico» y prudente de Descartes, dispuesto a hacer como si durmiera para probarse a sí mismo que algunas cosas son verdaderas y existentes, antes de concluir que Dios es demasiado bueno para engañarle. Descartes comienza por considerar «cuidadosamente» la frontera tan frágil que separa la vigilia del sueño: «Lo que en sueños sucede no parece tan claro y tan distinto como todo esto (mover la cabeza, alargar la mano). Pero si pienso en ello con atención, me acuerdo de que, muchas veces, ilusiones semejantes me han burlado mientras dormía, y al detenerme en este pensamiento, veo tan claramente que no hay indicios ciertos de distinguir el sueño de la vigilia, que me quedo atónito, y es tal mi extrañeza, que casi es bastante para persuadirme de que estoy durmiendo», y Descartes prosigue, hasta llegar incluso a suponer que está dormido:

«Supongamos pues ahora que estamos dormidos». Pero con esta experiencia, lo único que consigue sacar en limpio de la materia corporal es la extensión y el conjunto de las figuras, es decir, los objetos de ciencia «que no tratan sino de cosas muy simples y generales».

Mientras que, como ha sido subrayado, todo el proceso cartesiano de la duda aparece como la gran conjuración de la locura [9], es decir del cuerpo en lo que tiene de menos comprensible; para las leyes de la conciencia, Spinoza no está sometido a este miedo y puede saltarse las prudentes fronteras que Descartes se había asignado. Al abordar inmediatamente el cuerpo en movimiento y, sin embargo, sin conciencia de los sonámbulos, ocupa un terreno en el que Descartes no había osado aventurarse, pese a haber estado merodeando en torno a él durante todo el comienzo de la primera Meditación. Descartes no se había atrevido pensar la autonomía del cuerpo sin el pensamiento, y cuando en la sexta Meditación por fin se atreve a hacerlo lo convierte en una máquina y lo compara a un reloj. En cambio, en este escolio de la Ética el cuerpo tiene una dimensión infinita que es su potencia, y que hace de él algo incomparable por su complejidad a cualquier máquina: «Añado aquí el ejemplo de la fábrica del cuerpo humano, que supera con mucho en artificio a todas las cosas fabricadas por el arte del hombre, por no hablar de lo que he mostrado más arriba: que de la naturaleza considerada bajo un atributo cualquiera, se siguen infinitas cosas».

Gracias a estos dos ejemplos de los animales y de los sonámbulos, que ni son máquinas, ni es posible explicar su conducta por el poder del pensamiento o de la voluntad, Spinoza señala, primero, la amplitud insospechada de la potencia del cuerpo, cuando se la considera independientemente del alma y segundo, la ignorancia que tenemos de esta potencia, que desborda nuestra comprensión en cuanto no podemos reducirla a la acción del alma: «el cuerpo, en virtud de las solas leyes de su naturaleza, puede hacer muchas cosas que resultan asombrosas a su propia alma».

El segundo grupo de ejemplos constituye una de las numerosas variaciones spinozistas al tema de la confusión entre la conciencia del deseo y la ignorancia de las causas que lo determinan. Más que en la crítica al libre albedrío, el interés que cobran estos ejemplos reside, quizá, en que Spinoza propone el análisis de ciertos afectos, comenzando por uno que es específicamente corporal, el hambre. El hambre o el deseo de leche del niño aparece en este escolio como siendo del mismo orden que el miedo o la cólera. No hay entonces diferencia entre los apetitos del cuerpo y las pasiones que se atribuyen habitualmente al alma: los afectos tendrán que ser comprendidos a partir del cuerpo, por mucho que al formar una idea de ellos los remitamos al alma.

Para hablar de los afectos que determinan la conducta de los hombre escoge, en este texto, aquellos casos en los que se suele considerar que están más sometidos a los imperativos del cuerpo que los demás; toma el caso de individuos que el cuerpo jurídico y médico tienen tendencia a calificar como poco dotados de pensamiento. En una palabra, se refiere a seres tachados por lo general como algo excéntricos, como algo descentrados respecto a la norma, seres caprichosos, inconsecuentes, inacabados, a quienes falta un alma, según dicen los teólogos, y he aquí que Spinoza los convierte justamente en el paradigma a partir del cual se puede comprender la conducta de los animales llamados racionales, a saber, la de algunos adultos del sexo masculino, o más precisamente como dice el Tratado Político, la de aquéllos «que viven de un modo honorable por excluir sobre todo los que se han deshonrado a sí mismos mediante un crimen o un género de vida degradante» (TP XI 3).

Se trata del niño de pecho, del adolescente, del borracho, lloco y de la charlatana. ¿Quiénes son en el siglo XVII estos personajes que Spinoza toma aquí como punto de referencia para entender el funcionamiento de los afectos, cuando en el Tratado Político les niega categóricamente toda participación en la vida la ciudad?

Spinoza comienza por hablar del niño; del niño pequeño qué quiere leche y del joven adolescente enfurecido. En numerosos pasajes de su obra, se refiere a los niños como a criaturas irracionales, más sometidas que las demás a cualquier cambio y que viven mucho tiempo en un estado de inconsciencia completo: «nadie siente conmiseración hacia un niño porque no sepa hablar, andar, razonar, y por vivir, en fin, tantos años como inconsciente de sí mismo» (E5p6). Sin embargo, en este escolio así como en el Escolio 32 del libro III, parece que invierte los datos del problema puesto que habla del niño «cuyo cuerpo-está continuamente en equilibrio dispuesto a reír o a llorar» ya no como de un ser inferior, sino como de un modelo a partir del cual se puede comprender la naturaleza de los afectos. Percibe al niño como a un ser más sensible que cualquier otro, es decir, más inestable «porque en él todo es más móvil», pero en este escolio la movilidad y la fragilidad del cuerpo del niño le van a permitir comprender el cuerpo de los adultos.

El segundo caso que propone Spinoza no es menos significativo: es el del hombre que se encuentra en estado de embriaguez y delirio. El borracho y el loco tienen un mismo cuerpo pues embriaguez y delirio designan lo que es contrario a la razón. Deli-rio: «esta palabra se deriva de lira, un surco, de manera que delirio significa solamente desviarse del surco, del camino recto de la razón» [10].

La locura en el siglo XVII se identifica al movimiento del cuerpo entendido en términos de irracionalidad, movimiento que desborda y perturba la unidad racional del alma y del cuerpo. Igual que en el caso del niño, Spinoza toma aquí por modelo, que le permite descubrir la inteligibilidad de las pasiones, lo que su propio siglo y él mismo muy a menudo consideran como el summum de la irracionalidad, a saber, un cuerpo cuyos movimientos violentos escapan a las riendas del alma.

Falta la mujer, a quien Spinoza califica con facilidad de parlanchína o de llorona (los hombres cuando están en peligro lloran con «lágrimas de mujer») (cf. Prefacio TTP), ser simple, determinado por su imaginación y que tampoco la Edad Clásica duda en tratar de histérica, que etimológicamente significa aquélla cuyos movimientos desordenados tienen su origen en la matriz [11]. La mujer cotorra, que no puede controlar los movimientos de su lengua, es ante todo un cuerpo móvil, agitado, rebelde como el cuerpo del niño al orden del pensamiento. Una vez más, Spinoza utiliza un cuerpo «desequilibrado», insumiso para dejar claro que las decisiones del alma, en todo lo que tienen de solemne (¿y de masculino?), no son en realidad otra cosa más que apetitos que varían en función de la disposición variable de los cuerpos.

Sólo queda considerar el último ejemplo propuesto por Spinoza, el de los sueños, ejemplo que se acerca al del cuerpo nocturno de los sonámbulos citado al principio del escolio, para indicar cómo Spinoza repasa cada uno de los cuerpos, que en el siglo XVII se inscriben en las sombras de la locura, bajo el pretexto que sus movimientos escapan a la luminosidad del pensamiento. El interés de este recorrido es que de un modo poco habitual Spinoza, para explicar la conducta de los individuos llamados racionales, examina cómo funciona la de aquellos que, debido a la violencia de sus movimientos, son calificados por su época de irreflexivos, por no decir de dementes o de lunáticos. Pero la fuerza de este escolio estriba, como vamos a ver ahora mismo, en que según Spinoza son los filósofos los que deliran y no los locos.

En el siglo XVII —y el comienzo de las Meditaciones Metafísicas de Descartes son un fiel testimonio de ello— el sueño y la locura aparecen a menudo identificados. Foucault habla del carácter casi onírico de la locura como uno de los temas constantes en la Edad Clásica: la locura comprende «toda esta negatividad que arranca el hombre a la vigilia y a sus verdades sensibles» [12]. Spinoza había seguido los pasos de Descartes proponiendo como contra-ejemplo de la primera Meditación, en la que Descartes pretende dormir para asegurarse de la realidad de su cuerpo, el caso de los sonámbulos, que sin pretender dormir, sino durmiendo profundamente prueban por sus movimientos que su cuerpo es muy real. Descartes después de un largo recorrido de cinco Meditaciones, consigue por fin el sexto día descansar, aliviado al comprobar hasta qué punto era ridícula su incertidumbre respecto al sueño que no podía distinguir de la vigilia. Spinoza como una sombra sigue sus pasos, y conserva para el final del escolio el examen de los resultados a los que llega Descartes, que encuentra por fin gracias a la memoria una frontera clara y distinta entre estos dos estados: «nuestra memoria no puede nunca enlazar y juntar los ensueños unos con otros y con el curso de la vida, como suele juntar las cosas que no suceden estando despiertos». Spinoza tomando no uno, sino tres ejemplos distintos para hablar del sueño, demuestra cómo el cuerpo despierto funciona exactamente de la misma manera que el cuerpo dormido y que la memoria del cuerpo dormido o su poder asociativo es:

1º Igual de potente que la del cuerpo despierto: «Cuando soñamos que hablamos, creemos que hablamos por libre decisión del alma, y sin embargo no hablamos o, si lo hacemos, ello sucede en virtud de un movimiento espontáneo del cuerpo»;

traduce la misma necesidad en el encadenamiento de las imágenes que el cuerpo despierto: «Soñamos, además, que ocultamos a los hombres ciertas cosas, y ello por la misma decisión del alma en cuya virtud, estando despiertos, callamos lo que sabemos»;

3º traduce mejor y con mayor fuerza nuestros deseos que el cuerpo despierto: «Soñamos, en fin, que por decisión del alma hacemos ciertas cosas que despiertos no osamos hacer».

En realidad el alma es quien duerme y quien impide al cuerpo estar despierto.
A fin de cuentas, y aunque le disguste a Descartes, la creencia en la libertad y en el poder del alma constituyen un sueño en el que está tan seguro de estar despierto. Si el delirio en la Edad Clásica se define como «el sueño de las personas que velan» [13], según Spinoza son los que creen que hablan, callan o realizan cualquier otra acción por un libre decreto del alma, a quienes hay que incluir bajo esta categoría. En una palabra, resulta que los que deliran son los filósofos y no los locos.

Spinoza rechaza la fijeza ilusoria de la conciencia cartesiana despierta, la superioridad del alma que pretendería regir los movimientos del cuerpo, y, parte por el contrario de la disposición variable de los cuerpos, porque lo que a él le importa analizar son sus oscilaciones, sus excesos, precisamente eso que llamamos pasiones.

Notas

9. M. Foucault, Histoire de la Folie, Gallimard, Paris, 1972, p. 262.
10. M. Foucault, op. cit., p. 255.
11. M. Foucault, op. cit., pp. 303-312.
12. M. Foucault, op. cit., p. 258.
13. M. Foucault, op. cit., p. 258.

Mercedes Allendesalazar Olaso, Spinoza: filosofía, pasiones y política, Alianza, Madrid, 1988, pp. 61-71.

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