Gilles Deleuze
No
soy un Spinoza cualquiera para hacer malabarismos.
Chéjov, La boda
En la primera lectura puede ocurrir que la Ética parezca un largo movimiento
continuo que va casi en línea recta, de una potencia y de una serenidad
incomparables, que pasa una y otra vez por definiciones, axiomas, postulados,
proposiciones, demostraciones, corolarios y escolios, arrastrándolo todo en su
fluir tan grandioso. Es como un río que ora se extiende, ora se divide en mil
brazos; ora aumenta y ora reduce su velocidad, pero siempre afirmando su unidad
radical. Y parece que el latín de Spinoza, de apariencia escolar, constituye la
nave que sigue el río eterno por la que no pasan los años. Pero, a medida que
las emociones van invadiendo al lector, o bien al calor de una segunda lectura,
estas dos impresiones resultan erróneas. Este libro, uno de los más importantes
del mundo, no es como se creía en un principio: no es homogéneo, rectilíneo,
continuo, sereno, navegable, lenguaje puro y carente de estilo.
La Ética
presenta tres elementos que no son sólo contenidos sino formas de expresión:
los Signos o afectos; las Nociones o conceptos; las Esencias o perceptos.
Corresponden a los tres géneros de conocimiento, que asimismo son modos de
existencia y de expresión.
Un signo, según Spinoza, puede tener varios sentidos.
Pero siempre es un efecto. Un efecto
es, en primer lugar, la huella de un cuerpo sobre otro, el estado de un cuerpo
en tanto que padece la acción de otro cuerpo: es una affectio, por ejemplo el
efecto del sol sobre nuestro cuerpo, que «indica» la naturaleza del cuerpo
afectado y «envuelve» sólo la naturaleza del cuerpo afectante. Conocemos nuestras
afecciones por las ideas que tenemos, sensaciones o percepciones, sensaciones
de calor, de color, percepción de forma y de distancia (el sol está arriba, es
un disco de oro, está a doscientos pies...). Cabría llamarlos, por comodidad,
signos escalares, puesto que expresan
nuestro estado en un momento del tiempo y se distinguen de este modo de otro
tipo de signos: el estado actual es siempre una sección de nuestra duración, y
determina en este sentido un aumento o una disminución, una expansión o una
restricción de nuestra existencia en la duración, respecto al estado precedente
por muy próximo que éste se halle. No es que comparemos ambos estados en una
operación reflexiva, sino que cada estado de afección determina un paso a un
«más» o a un «menos»: el calor del sol me llena, o bien por el contrario su
quemadura me repele. La afección no es por lo tanto sólo el efecto instantáneo
de un cuerpo sobre el mío, también tiene un efecto sobre mi propia duración,
placer o dolor, dicha o tristeza. Se trata de pasos, de devenires, de subidas y
de caídas, de variaciones continuas de potencia, que van de un estado a otro:
se los llamará afectos, hablando con propiedad, y no afecciones. Son signos de
crecimiento y de disminución, signos vectoriales
(del tipo dicha–tristeza), y no ya escalares como las afecciones, sensaciones o
percepciones.
De hecho, hay un número mayor de tipo de signos. Los
signos escalares tienen cuatro tipos principales: unos, efectos físicos
sensoriales o perceptivos que no hacen más que envolver la naturaleza de su
causa, son esencialmente indicativos,
e indican nuestra propia naturaleza más que otra cosa. En segundo lugar,
nuestra naturaleza, siendo finita, retiene únicamente lo que la afecta, tal o
cual carácter seleccionado (el hombre animal vertical, o razonable, o que ríe).
Así son los signos abstractivos. En
tercer lugar, siendo el signo siempre efecto, tomamos el efecto por un fin, o
la idea del efecto por la causa (puesto que el sol calienta, creemos que está
hecho «para» calentarnos; puesto que la fruta tiene un sabor amargo, Adán cree
que no «debería» ser comida). En este caso, se trata de efectos morales, o de
signos imperativos: ¡No comas esa
fruta! ¡Ponte al sol! Los últimos signos escalares, por último, son efectos
imaginarios: nuestras sensaciones y percepciones nos hacen pensar en seres
suprasensibles que serían su causa última, e inversamente nos figuramos a esos
seres a la imagen desmesuradamente engrandecida de lo que nos afecta (Dios como
sol infinito, o bien como Príncipe o Legislador). Se trata de signos hermenéuticos o interpretativos. Los
profetas, que son los mayores especialistas de los signos, combinan a las mil
maravillas los abstractivos, los imperativos y los interpretativos. Un capítulo
famoso del Tratado teológico–político
aúna al respecto la potencia de lo cómico y la profundidad del análisis. Hay
por lo tanto cuatro signos escalares de afección que cabría llamar los índices
sensibles, los iconos lógicos, los símbolos morales, los ídolos metafísicos.
Hay todavía dos tipos de signos vectoriales de afecto,
según que el vector sea de aumento o de disminución, de crecimiento o de
decrecimiento, de dicha o de tristeza. Esas dos especies de signos se llamarían
potencias aumentativas y servidumbres diminutivas. Cabría añadir una tercera
especie, los símbolos ambiguos o fluctuantes, cuando una afección aumenta y
merma a la vez nuestra potencia, o nos afecta a la vez llenándonos de dicha y
de tristeza. Hay así, pues, seis signos, o siete, que se combinan sin cesar.
Particularmente los escalares se combinan necesariamente con signos
vectoriales. Los afectos suponen siempre unas afecciones de las que resultan,
pese a que no se reducen a ellas.
Los caracteres comunes de todos estos signos son la
asociabilidad, la variabilidad, y la equivocidad o la analogía. Las afecciones
varían según las cadenas de asociación entre los cuerpos (el sol endurece la
arcilla y funde la cera, el caballo no es lo mismo para el guerrero que para el
campesino). Los propios efectos morales varían según los pueblos; y los
profetas poseen cada uno unos signos personales a los que su imaginación
responde. En cuanto a las interpretaciones, son fundamentalmente equívocas
según la asociación variable que se efectúa entre un dato y algo que no viene
dado. Se trata de un lenguaje equívoco o de analogía que presta a Dios un
entendimiento y una voluntad infinitos, a imagen agrandada de nuestro
entendimiento y de nuestra voluntad: se trata de un equívoco similar al que se
da entre el perro animal ladrador y el Perro constelación celeste. Si unos
signos como las palabras son convencionales, es precisamente porque actúan
sobre los signos naturales, y sólo clasifican su variabilidad y equivocidad:
los signos convencionales son unos Abstractos que fijan una constante relativa
para unas cadenas de asociación variables. Así pues, la distinción
convencional–natural no es determinante para los signos, como tampoco Estado
social–estado de naturaleza; hasta los signos vectoriales pueden depender de
convenciones, como las recompensas (aumento) y los castigos (merma). Los signos
vectoriales en general, es decir los afectos, entran en unas asociaciones
variables tanto como las afecciones: lo que es crecimiento para una parte del
cuerpo puede ser disminución para otra parte, lo que es servidumbre de uno es
poder del otro, y una subida puede ir seguida de una caída y a la inversa.
Los signos no tienen objetos como referente directo.
Son estados de cuerpos (afecciones) y variaciones de potencia (afectos) que
remiten unos a otros. Los signos remiten a los signos. Tienen como referente
mezclas confusas de cuerpos y variaciones oscuras de potencia, siguiendo un
orden que es el del Azar o del encuentro fortuito entre los cuerpos. Los signos
son efectos: efecto de un cuerpo sobre otro en el espacio, o afección; efecto
de una afección sobre una duración, o afecto. Tras los estoicos, Spinoza rompe
la causalidad en dos cadenas bien distintas: los efectos entre ellos, a
condición de aprehender a su vez las causas entre ellas. Los efectos remiten a
los efectos como los signos a los signos: consecuencias separadas de sus
premisas. Así, no sólo hay que comprender «efecto» causalmente, sino también
ópticamente. Los efectos o los signos son sombras
que actúan en la superficie de los cuerpos, siempre entre dos cuerpos. La
sombra siempre está en la linde. Siempre es un cuerpo el que hace sombra a
otro. Así que conocemos los cuerpos por su sombra sobre nosotros, y nos
conocemos a nosotros mismos y nuestro cuerpo por nuestra sombra. Los signos son
efectos de luz en un espacio atestado
de cosas que van chocando al azar. Si Spinoza se distingue esencialmente de
Leibniz es porque éste, cercano a una inspiración barroca, ve en lo Oscuro
(«fuscum sub nigrum») una matriz, una premisa, de donde saldrán el claroscuro,
los colores y hasta la luz. En Spinoza, por el contrario, todo es luz, y lo
Oscuro no es más que sombra, un mero efecto de luz, un límite de la luz sobre
unos cuerpos que la reflejan (afección) o la absorben (afecto): estamos más
cerca de Bizancio que del Barroco. En vez de una luz que sale de los grados de
sombra por acumulación del rojo, tenemos una luz que crea grados de sombra
azul. El propio claroscuro es un efecto de esclarecimiento o de oscurecimiento
de la sombra: son las variaciones de potencia o los signos vectoriales los que
constituyen los grados de claroscuro, pues el aumento de potencia es un
esclarecimiento, y la merma de potencia un oscurecimiento.
Si consideramos el segundo elemento de la Ética, vemos que surge una oposición
determinante con los signos: las nociones
comunes son conceptos de objetos, y los objetos son causas. La luz ya no es
reflejada o absorbida por unos cuerpos que producen sombra, sino que vuelve los
cuerpos transparentes al revelar su «estructura» íntima (fabrica). Es el segundo aspecto de la luz: y el entendimiento es la
aprehensión verdadera de las estructuras de cuerpo, mientras que la imaginación
sólo era la captación de la sombra de un cuerpo sobre otro. En este caso
también, se trata de óptica, pero de una geometría óptica. La estructura en
efecto es geométrica, y consiste en líneas sólidas, pero que se forman y se
deforman, actuando como causa. Lo que constituye la estructura es una relación
compuesta, de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud, que se
establece entre las partes infinitamente pequeñas de un cuerpo transparente.
Como las partes van siempre por infinidades más o menos grandes, hay en cada
cuerpo una infinidad de relaciones que se componen y se descomponen, de tal
modo que el cuerpo a su vez penetra en un cuerpo más amplio, bajo una nueva
relación compuesta, o por el contrario hace resaltar los cuerpos más pequeños
bajo sus relaciones componedoras. Los modos son estructuras geométricas, pero
fluyentes, que se transforman y se deforman en la luz, a velocidades variables.
La estructura es ritmo, es decir concatenación de figuras que componen y
descomponen sus relaciones. Es la causa de desacuerdos entre cuerpos, cuando
las relaciones se descomponen, y de acuerdos cuando las relaciones componen
alguna nueva relación. Pero se trata de una doble dirección simultánea. El
quilo y la linfa son dos cuerpos tomados bajo dos relaciones que constituyen la
sangre bajo una relación compuesta, aun a costa de que un veneno descomponga la
sangre. Si aprendo a nadar, o a bailar, es preciso que mis movimientos y mis
pausas, mis velocidades y mis lentitudes adquieran un ritmo común con los del
mar, o de la pareja, siguiendo un ajuste más o menos duradero. La estructura
posee siempre varios cuerpos en común, y remite a un concepto de objeto, es
decir a una noción común. La estructura o
el objeto está formado por dos cuerpos cuanto menos, cada uno de ellos
formado por dos o más cuerpos hasta el infinito, que se unen en el otro sentido
en cuerpos cada vez más amplios y compuestos, hasta el objeto único de la
Naturaleza entera, estructura infinitamente transformable y deformable, ritmo
universal, Facies totius Naturae,
modo infinito. Las nociones comunes son universales, pero lo son «más o menos»,
en función de que formen el concepto de dos cuerpos cuando menos, o el de todos
los cuerpos posibles (estar en el espacio, estar en movimiento y en reposo...).
Entendidos así, los modos son proyecciones. O mejor
dicho las variaciones de un objeto son las proyecciones que envuelven una relación de movimiento y
de reposo como su invariante (involución). Y, como cada relación se completa
con todas las demás hasta el infinito en un orden cada vez variable, este orden
es el perfil o la proyección que envuelve cada vez la faz de la Naturaleza
entera, o la relación de todas las relaciones [1].
Los modos como proyección de luz son asimismo colores,
causas colorantes. Los colores entran
en unas relaciones de complementariedad y de contraste que hacen que cada una
en última instancia reconstituya la totalidad y que todas se junten en el
blanco (modo infinito) según un orden de composición, o salgan de él en el
orden de descomposición. De cada color hay que decir lo que dice Goethe del
blanco: es la opacidad propia de lo transparente puro [2]. La estructura sólida
y rectilínea está necesariamente coloreada, porque es la opacidad que se revela
cuando la luz hace que el cuerpo se vuelva transparente. De este modo queda
afirmada una diferencia de naturaleza entre
el color y la sombra, la causa colorante y el efecto de sombra, una que
«termina» adecuadamente la luz, la otra que la abole en lo inadecuado. De
Vermeer se ha podido decir que sustituía el claroscuro por la complementariedad
y el contraste de colores. No es que la sombra desaparezca, pero permanece como
un efecto aislable de su causa, una consecuencia separada, un signo extrínseco
distinto de los colores y de sus relaciones [3]. Vemos en Vermeer la sombra que
destaca y sobresale para enmarcar o perfilar el fondo luminoso de donde procede
(«La lechera», «El collar de perlas», «La carta de amor»). En esto se opone
Vermeer a la tradición del claroscuro; y respecto a todas estas cosas Spinoza
permanece infinitamente más cercano a Vermeer que a Rembrandt.
Entre los signos y los conceptos, la distinción parece
pues irreductible, insuperable, tanto como en Esquilo: «Ya no es mediante un
lenguaje mudo, ni mediante el humo de un fuego que arde en una cima como va a
expresarse, sino en términos claros...» [4]. Los signos o afectos son ideas
inadecuadas y pasiones; las nociones comunes o conceptos son ideas adecuadas de
las que resultan verdaderas acciones. Si nos referimos a la separación por
capas de la causalidad, los signos remiten a los signos como los efectos a los
efectos, siguiendo un eslabonamiento
asociativo que depende de un orden como mero encuentro al azar de los
cuerpos físicos. Pero, en tanto que los conceptos remiten a los conceptos, o
las causas a las causas, ocurre siguiendo un
eslabonamiento llamado automático, determinado por el orden necesario de
las relaciones o proporciones, por la sucesión determinada de sus
transformaciones y deformaciones. Así pues, contrariamente a lo que creíamos,
parece que los signos o los afectos no son ni pueden ser un elemento positivo
de la Ética, menos aún una forma de
expresión. El género de conocimiento que constituyen no es un conocimiento,
sino más bien una experiencia en la que se encuentran al azar ideas confusas de
mezclas entre cuerpos, imperativos bruscos para evitar tal mezcla o buscar tal
otra, interpretaciones más o menos delirantes de esas situaciones. Es un
lenguaje material afectivo más que una forma de expresión, y que se parece más
a los gritos que al discurso del concepto. Parece pues que, si los
signos–afectos intervienen en la Ética,
será únicamente para acabar severamente criticados, denunciados, devueltos a su
noche sobre la cual la luz rebota o en la cual perece.
Sin embargo no puede ser así. El libro II de la Ética expone las nociones comunes
empezando por «las más universales» (las que convienen a todos los cuerpos):
supone que los conceptos han sido ya dados, de ahí la impresión de que nada le
deben a los signos. Pero cuando se pregunta cómo llegamos a formar un concepto,
o cómo vamos de los efectos a las causas, bien es verdad que necesitamos que
algunos signos nos sirvan cuando menos de trampolín y que algunos afectos nos
proporcionen el impulso necesario (libro V). En el encuentro al azar entre
cuerpos podemos seleccionar la idea de algunos cuerpos que convienen al
nuestro, y que nos producen alegría, es decir aumentan nuestro poder. Y sólo
cuando nuestro poder ha aumentado lo suficiente, hasta un punto determinado,
sin duda variable para cada cual, entramos en posesión de este poder y nos
volvemos capaces de formar un concepto, empezando por el menos universal
(acuerdo de nuestro cuerpo con algún
otro), aun a costa de tener que alcanzar después conceptos cada vez más amplios
siguiendo el orden de composición de las relaciones. Hay por lo tanto una selección de los afectos pasionales, y
de las ideas de las que éstos dependen, que debe despejar las dichas, signos
vectoriales de crecimiento de poder, y rechazar las tristezas, signo de merma:
esta selección de los afectos es la condición misma para salir del primer
género de conocimiento, y alcanzar el concepto adquiriendo un poder suficiente.
Los signos de crecimiento siguen siendo pasiones, y las ideas que éstos suponen
siguen siendo inadecuadas: no por ello dejan de ser los precursores de las
nociones, los oscuros precursores. Más aún, cuando se hayan alcanzado las
nociones comunes, y de ello resulten unas acciones como afectos activos de un
nuevo tipo, las ideas inadecuadas y los afectos pasionales, es decir los
signos, no desaparecerán por ello, ni siquiera las tristezas inevitables.
Subsistirán, reiterarán las nociones, pero perderán su carácter exclusivo y
tiránico en beneficio de las nociones y de las acciones. Hay así pues en los
signos algo que a la vez prepara y reitera los conceptos. Los rayos de luz
están a la vez preparados y van acompañados por esos procesos que continúan
actuando en la sombra. Los valores del
claroscuro se reintroducen en Spinoza, puesto que la dicha como pasión es
un signo de ilustración que nos lleva a la luz de las nociones. Y la Ética no puede prescindir de una forma
de expresión pasional y mediante signos, la única capaz de llevar a cabo la
imprescindible selección sin la cual permaneceríamos condenados al primer
género.
Esta selección es muy dura, muy difícil. Es que las
dichas y las tristezas, los crecimientos y las mermas, los esclarecimientos y
los oscurecimientos suelen ser ambiguos, parciales, cambiantes, mezclados unos
con otros. Y sobre todo son muchas las personas que sólo pueden asentar su
Poder sobre la tristeza y la aflicción, sobre la merma de poder de los demás, sobre
el ensombrecimiento del mundo: hacen como si la tristeza fuera una promesa de
dicha, y ya una dicha por sí misma. Instauran el culto de la tristeza, de la
servidumbre o de la impotencia, de la muerte. No paran de emitir y de imponer
señales de tristeza, que presentan como ideales y dichas a las almas que ellas
han hecho enfermar. Como la pareja infernal, el Déspota y el Sacerdote,
terribles «jueces» de la vida. La selección de los signos o de los afectos,
como primera condición del nacimiento del concepto, no implica por lo tanto
únicamente el esfuerzo personal que cada cual ha de efectuar sobre sí mismo
(Razón), sino una lucha pasional, un combate afectivo inexpiable, aun a costa
de la muerte, en el que los signos se enfrentan a los signos y los afectos chocan
con los afectos, para que un poco de dicha que nos haga salir de la sombra y
cambiar de género sea salvada. Los gritos del lenguaje de los signos marcan
esta lucha de pasiones, de dichas y de tristezas, de aumentos y mermas de
poder.
La Ética,
cuando menos casi toda la Ética, está
escrita con nociones comunes, empezando por las más generales y desarrollando
sin cesar sus consecuencias. Supone las nociones comunes ya adquiridas o dadas.
La Ética es el discurso del concepto.
Es un sistema discursivo y deductivo. De ahí su aspecto de largo río tranquilo
y poderoso. Las definiciones, los axiomas, los postulados, las proposiciones,
demostraciones y corolarios forman un flujo grandioso. Y cuando uno u otro de
estos elementos trata de las ideas inadecuadas y de las pasiones es para poner
de manifiesto su insuficiencia, para rechazarlas en la medida de lo posible
como otros tantos posos en las orillas. Pero hay otro elemento que sólo en
apariencia es de la misma naturaleza que los anteriores. Son los «escolios»,
que sin embargo se insertan en la cadena demostrativa, y respecto a los cuales
el lector no tarda en percatarse de que tienen un tono completamente diferente.
Es otro estilo, casi otra lengua. Actúan en la sombra, tratan de desentrañar lo
que nos impide acceder a las nociones comunes y lo que por el contrario nos los
permite, lo que merma y lo que aumenta nuestro poder, los tristes signos de
nuestra servidumbre y los signos dichosos de nuestras liberaciones. Denuncian
los personajes que se ocultan detrás de nuestras mermas de poder, aquellos a
quienes interesa mantener y propagar la tristeza, el déspota y el sacerdote.
Anuncian el signo o la condición de un hombre nuevo, aquel que ha incrementado
suficientemente su poder para formar conceptos y convertir los afectos en
acciones.
Los escolios son ostensivos y polémicos. Aunque sea
cierto que los escolios remiten a los escolios, vemos, las más de las veces,
que constituyen por sí mismos una cadena específica, distinta de la de los
elementos demostrativos y discursivos. A la inversa, las demostraciones no
remiten a los escolios, sino a otras demostraciones, definiciones, axiomas y
postulados. Si los escolios se insertan en la cadena demostrativa, se debe
menos pues a que forman parte de ella que a que irrumpen en ella y la
interrumpen, en virtud de su propia naturaleza. Es como una cadena rota,
discontinua, subterránea, volcánica, que a intervalos regulares quiebra la
cadena de los elementos demostrativos, la gran cadena fluvial y continua. Cada
escolio es como un faro que intercambia sus señales con otros, a distancia y a
través del flujo de las demostraciones. Es como una lengua de fuego que se
distingue del lenguaje de las aguas. Se trata sin duda del mismo latín en
apariencia, pero en los escolios diríase que se trata de un latín traducido del
hebreo. Los escolios forman ellos solos un libro de la Ira y de la Risa, como
si fuera la contra–Biblia de Spinoza. Es el libro de los Signos, que acompaña
sin cesar a la Ética más visible, el
libro del Concepto, y que tan sólo surge por su cuenta en unos puntos de
explosión. No por ello deja de ser un elemento perfectamente positivo, y una
forma de expresión autónoma en la composición de la doble Ética. Ambos libros, las dos Éticas,
coexisten, una desarrollando las nociones libres conquistadas a la luz de las
transparencias, mientras que la otra, en lo más [203] profundo de la mezcla
oscura de los cuerpos, prosigue el combate entre las servidumbres y las
liberaciones. Dos Éticas por lo
menos, que tienen un único y mismo sentido pero no la misma lengua, como dos
versiones del lenguaje de Dios.
Robert Sasso acepta el principio de una diferencia de
naturaleza entre la cadena de los escolios y el eslabonamiento demostrativo.
Pero observa que no ha lugar a considerar el eslabonamiento demostrativo en sí
como un flujo homogéneo, continuo y rectilíneo, que se desarrollaría a cubierto
de las turbulencias y de los accidentes. No sólo porque los escolios, al
irrumpir en la sucesión de las demostraciones, interrumpen su flujo aquí o
allá. En sí mismo, dice Sasso, el concepto pasa por momentos muy variables:
definiciones, axiomas, postulados, demostraciones más o menos lentas o rápidas [5].
E indudablemente Sasso tiene razón. Cabría distinguir estaciones, brazos, recodos, meandros, precipitaciones y reducciones de la velocidad, etc. Los
prefacios y apéndices, que indican el inicio y el final de las partes
importantes, son como estaciones donde el barco que navega por el río permite
que suban a bordo nuevos viajeros y desembarquen otros antiguos; en ellos suele
llevarse a cabo la confluencia de las demostraciones y de los escolios. Los
brazos surgen cuando cabe demostrar de varias maneras una misma proposición. Y
los recodos, cuando se produce un cambio de orientación del río: aprovechando
un recodo se plantea una sustancia única para todos los atributos, mientras que
río arriba cada atributo podía tener una sustancia y sólo una. Del mismo modo,
un recodo introduce la física de los cuerpos. Los corolarios por su parte
constituyen derivaciones que retornan dibujando meandros a la proposición
demostrada. Por último, las series de demostraciones ponen de manifiesto
velocidades y lentitudes relativas, según que el río ensanche su cauce o lo
estreche: por ejemplo, Spinoza afirmará siempre que no se puede partir de Dios,
de la idea de Dios, pero hay que llegar a ella lo más rápidamente posible. Habría que distinguir muchas figuras
demostrativas más. No obstante, fueren cuales fueren estas variedades, se trata
del mismo río que perdura a través de todos sus estados, y que forma la Ética del concepto o del segundo género
de conocimiento. Debido a ello creemos que la diferencia de los escolios con
los demás elementos es más importante, porque ella es en última instancia la
que da cuenta de las diferencias entre elementos demostrativos. El río no
correría tantos avatares sin la acción subterránea de los escolios. Ellos son
los que puntúan las demostraciones, los que garantizan los giros. Toda la Ética del concepto, en su variedad,
requiere una Ética de los signos en
su especificidad. La variedad del flujo de las demostraciones no corresponde
término a término a las sacudidas y a los impulsos de los escolios, y no
obstante los supone, los envuelve.
Pero tal vez haya asimismo una tercera Ética, representada por el libro V,
encarnada por el libro V, o por lo menos en una gran parte del libro V. No es
por lo tanto como las dos otras, que coexisten en todo el cauce; ocupa un lugar
preciso, el último. No por ello dejaba de ser, desde el inicio, como el crisol,
el punto–crisol que actuaba ya antes de aparecer. Hay que concebir el libro V
como coextensivo a todos los demás; da la impresión de que llegamos a él, pero
siempre ha estado ahí, desde siempre. Es el tercer elemento de la lógica de
Spinoza: no ya los signos o los afectos, ni los conceptos, sino las Esencias o
Singularidades, los Perceptos. Es el tercer estado de la luz. No ya los signos
de sombra ni la luz como color, sino la luz en sí misma y para sí misma. Las
nociones comunes (conceptos) son revelados por la luz que atraviesa los cuerpos
y los vuelve transparentes; remiten pues a unas figuras o estructuras
geométricas (fabrica), tanto más
vivas cuanto que son transformables y deformables en un espacio proyectivo,
sometidas a las exigencias de una geometría proyectiva a la manera de
Desargues. Pero las esencias son de una naturaleza del todo diferente: puras figuras de luz producidas por lo
Luminoso sustancial (y no ya figuras geométricas reveladas por la luz) [6]. Con
frecuencia se ha hecho hincapié en que las ideas platónicas, e incluso
cartesianas, seguían siendo «dáctilo–ópticas»: corresponde a Plotinio, respecto
a Platón, y a Spinoza, respecto a Descartes, elevarse a un mundo óptico puro.
Las nociones comunes, en tanto en cuanto se refieren a relaciones de
proyección, ya son figuras ópticas (pese a que conservan todavía un mínimo de
referencias táctiles). Pero las esencias son meras figuras de luz: son en sí
mismas «contemplaciones», es decir que contemplan tanto como son contempladas,
en una unidad de Dios, del sujeto o del objeto (perceptos). Las nociones comunes remiten a unas relaciones de
movimiento y de reposo que constituyen velocidades relativas; las esencias por
el contrario son velocidades absolutas que no componen el espacio por proyección,
sino que lo llenan de una sola vez, de un solo golpe [7]. Una de las
aportaciones más considerables de Jules Lagneau reduce la velocidad absoluta a
una velocidad relativa [8]. Constituyen no obstante los dos caracteres de las
esencias: velocidad absoluta y no ya
relativa, figuras de luz y no ya figuras geométricas reveladas por la luz.
La velocidad relativa es la de las afecciones y los afectos: velocidad de
acción de un cuerpo sobre otro en el espacio, velocidad de paso de un estado a
otro en el tiempo. Lo que las nociones captan son las relaciones entre
velocidades relativas. Pero la velocidad absoluta es el modo en el cual una
esencia sobrevuela en la eternidad sus afectos y sus afecciones (velocidad de
potencia).
Para que el libro V constituya por sí solo una tercera
Ética no basta con que haya un objeto
específico, tendría además que emplear un método distinto de los otros dos. No
parece que sea éste el caso, puesto que sólo presenta elementos demostrativos y
escolios. Sin embargo el lector tiene la impresión de que el método geométrico
adquiere aquí un tinte salvaje e inusitado, que casi le impulsaría a creer que
el libro V no es más que una versión provisional, un borrador: las
proposiciones y las demostraciones están atravesadas por hiatos tan violentos,
comportan tantas elipses y contracciones, que los silogismos parecen estar
reemplazados por meros «entimemas» [9]. Y cuanto más leemos el libro V, más nos
decimos que esos rasgos no constituyen imperfecciones en el ejercicio del
método, ni atajos, sino que se adecúan perfectamente a las esencias en tanto
que superan todo orden de discursividad y de deducción. No son meros
procedimientos de hecho, sino todo un proceso de derecho. El método geométrico
en el campo de los conceptos es un método de exposición que exige completud y
saturación: por eso las nociones comunes se exponen por sí mismas, a partir de
las más universales, como en una axiomática, sin que uno tenga que preguntarse
cómo se llega efectivamente a una noción común. Pero el método geométrico del
libro V es un método de invención que procederá por intervalos y por saltos,
hiatos y contracciones, más como un perro que busca que como un hombre
razonable que expone. Tal vez supere toda demostración, en tanto en cuanto
actúa dentro de lo «indecidible».
Cuando los matemáticos no se dedican a la constitución
de una axiomática, su estilo de invención presenta extraños poderes, y los
eslabonamientos deductivos aparecen rotos por amplias discontinuidades, o por
el contrario contraídos violentamente. Nadie negaba la genialidad de Desargues,
pero matemáticos como Huyghens o Descartes tenían dificultades para
comprenderle. La demostración de que todo plano es «polar» de un punto y todo
punto «polo» de un plano es tan rápida que hay que suplir todo lo que se salta.
Nadie ha descrito mejor que Évariste Galois, que a su vez también se topó con
la misma incomprensión por parte de sus pares, este pensamiento trastabillado,
saltarín, chocante, que capta esencias singulares en matemáticas: los analistas
«no deducen, combinan, componen; cuando llegan a la verdad, caen en ella
después de haberse ido dando golpes por un lado y otro» [10]. Y, una vez más,
estos caracteres no surgen como meras imperfecciones en la exposición, para dar
la impresión de «ir más rápido», sino como las potencias de un nuevo orden de
pensamiento que conquista una velocidad absoluta. Opinamos que el libro V da fe
de este pensamiento, irreductible al que se desarrolla por nociones comunes en
el decurso de los cuatro primeros libros. Si los libros, como dice Blanchot,
tienen como correlato «la ausencia de libro» (o un libro más secreto, compuesto
de carne y de sangre), el libro V puede ser esta ausencia o este secreto en el
que los signos y los conceptos se desvanecen, y las cosas se ponen a escribir
por sí mismas y para sí mismas, atravesando intervalos de espacio.
Sea la proposición 10: «Mientras no estemos atormentados
por afectos contrarios a nuestra naturaleza, tenemos el poder de ordenar y de
concatenar las afecciones del cuerpo siguiendo un orden relativo al
entendimiento.» Se trata de una inmensa falla, de un intervalo que aparece
entre la subordinada y la principal; pues los afectos contrarios a nuestra
naturaleza nos impiden antes que nada formar nociones comunes, puesto que
aquéllos dependen de cuerpos que disienten con el nuestro; por el contrario,
cada vez que un cuerpo coincide con el nuestro, y aumenta nuestra potencia
(dicha), puede formarse una noción común a ambos cuerpos, de la que resultarán
un orden y una concatenación activos de las afecciones. En esta falla
voluntariamente excavada, las ideas de coincidencia entre dos cuerpos, y de
noción común restringida, sólo tienen presencia implícita, y sólo aparecen
ambas si se reconstituye una cadena que falta: intervalo doble. Si no se lleva
a cabo esta reconstitución, si no se llena ese hueco, no sólo la demostración
no es concluyente, sino que seguiremos para siempre indecisos sobre la cuestión
fundamental: ¿cómo llegamos a formar una noción común, la que sea?, ¿y por qué
se trata de una noción menos universal (común a nuestro cuerpo y a algún otro)? El intervalo, el hiato,
tiene como función aproximar al máximo términos distantes como tales, y
garantizar así una velocidad de sobrevuelo absoluto. Las velocidades pueden ser
absolutas y no obstante más o menos grandes. La grandeza de una velocidad
absoluta se mide precisamente por la distancia que supera de una sola vez, es
decir por el número de intermediarios que envuelve, sobrevuela o sobreentiende
(en este caso, dos por lo menos). Siempre hay saltos, lagunas y cortes como
caracteres positivos del tercer género.
Otro ejemplo podrían aportarlo las proposiciones 14 y
22, en las que se pasa, esta vez por contracción, de la idea de Dios como
noción común más universal a la idea de Dios como esencia más singular. Es como
si se saltara de la velocidad relativa (la mayor) a la velocidad absoluta. En
fin, para limitarnos a un pequeño número de ejemplos, la demostración 30 traza,
pero en punteado, una especie de triángulo sublime cuyos vértices son figuras
de luz (el propio yo, el Mundo y Dios), y cuyos lados como distancias son
recorridos a una velocidad absoluta que a su vez se revela como la mayor. Los
caracteres especiales del libro V, su manera de superar el método de los libros
anteriores, remiten siempre a lo mismo: la velocidad absoluta de las figuras de
luz.
La Ética de
las definiciones, axiomas y postulados, demostraciones y corolarios, es un
libro–río que desarrolla su cauce. Pero la Ética
de los escolios es un libro de fuego, subterráneo. La Ética del libro V es un libro aéreo, luminoso, que procede por
destellos. Una lógica del signo, una lógica del concepto, una lógica de la
esencia: la Sombra, el Color, la Luz. Cada una de las tres Éticas coexiste con las otras y se prolonga en las otras, pese a
sus diferencias de naturaleza. Se trata de un único y mismo mundo. Cada una
tiende pasarelas para cruzar el vacío que las separa.
Notas
1. Yvonne Toros (Spinoza et
l’espace projectif, tesis París–VIII) esgrime diversos argumentos para
mostrar que la geometría que inspira a Spinoza no es la de Descartes o ni
siquiera la de Hobbes, sino una geometría proyectiva óptica a la manera de
Desargues. Esos argumentos parecen decisivos, e implican como veremos una nueva
comprensión del spinozismo. En una publicación anterior (Espace et transformation: Spinoza, París–I) Y. Toros confrontaba a
Spinoza y Vermeer, y esbozaba una teoría proyectiva del color en función del Tratado del arco iris.
2. Goethe, Traité des couleurs,
Triades, apartado 494. Y sobre la tendencia de cada color a reconstituir la
totalidad, vid. apartados 803–815 (Goethe: Obras
completas, Aguilar, 1974).
3. Vid. Ungaretti (Vermeer,
Éd. de L’Echoppe): «color que ve como un color en sí, como luz, y cuya sombra
también ve, y aisla, cuando la ve...». El lector remitirá también a la obra de
teatro de Gilíes Aillaud, Vermeer et
Spinoza, Bourgois.
4. Esquilo, Agamenón, 495–500.
5. Vid. Robert Sasso,
«Discurso y no–discurso de la Ética», Revue
de synthèse, n.° 89, enero de 1978.
6. La ciencia se topa con este problema de las figuras geométricas y de
las figuras de luz (así en Durée et
simultanéité, cap. V, Bergson puede decir que la teoría de la relatividad
invierte la subordinación tradicional de las figuras de la luz a las figuras
geométricas sólidas). En arte, el pintor Delaunay opone las figuras de luz
tanto a las figuras geométricas como a las del arte abstracto.
7. Yvonne Toros (cap. VI) señala precisamente dos aspectos o dos
principios de la geometría de Desargues: uno, de homología, referido a las
proyecciones; otro, que será llamado de «dualidad», referido a la
correspondencia de la línea con el punto, del punto con el plano. Ahí el
paralelismo adquiere una nueva comprensión, puesto que se establece entre un
punto en el pensamiento (idea de Dios) y un desarrollo infinito en la
extensión.
8. Jules Lagneau, Célèbres leçons et fragments, PUF, págs.
67–68 (la «rapidez del pensamiento», cuyo equivalente sólo se encuentra
en la música, y que se basa menos en lo absoluto que en lo relativo).
9. Vid. Aristóteles, Primeros analíticos, II, 27: el entimema
es un silogismo cuyas premisas están sobreentendidas, ocultadas, suprimidas,
elididas. Leibniz retoma la cuestión (Nuevos
ensayos, I, cap. 1, apartados 4 y 19), y demuestra que el hiato no sólo se
produce en la exposición, sino en nuestro propio pensamiento, y que «la fuerza
de la conclusión consiste en parte en lo que se suprime».
10. Vid. textos de Galois en
André Dalmas, Évariste Galois,
Fasquelle, pág. 121. Y pág. 112 («hay que ir indicando sin cesar la marcha de
los cálculos y previendo los resultados sin poderlos efectuar jamás...»), pág.
132 («así pues, en esas dos memorias, y sobre todo en la segunda, el lector
encontrará a menudo la fórmula yo no
sé...»). Existiría un estilo pues, incluso en matemáticas, que se definiría
por los modos de hiatos, de elisión o de contracción en el pensamiento como
tal. El lector encontrará al respecto valiosas indicaciones en G. G. Granger, Essai d’une philosophie du style, Odile
Jacob, pese a que el autor tenga del estilo en matemáticas un concepto harto
diferente (págs. 20–21).
Gilles Deleuze, ‘Spinoza y las tres ‘Éticas’, en Crítica y clínica, trad. Thomas Kauf,
Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 193-210.
6 comentarios:
David Vargas
David Vargas
Andrea Velázquez Kobeh, 6°A, Instituto Asunción de México.
Alumno: Diego de la Rosa Suarez del Instituto Asunción de México. Cumpliendo con su tarea de Filosofía. :)
Fernanda Álvarez Cano
Juan Jose Martinez Zilli
6a
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