14 abril, 2012

Luis Roca Jusmet / ¿Quién es el maldito Žižek?

© Pablo Gallo

Este es el punto en que la izquierda no debe “ceder”: debe preservar las huellas de todos los traumas, sueños y catástrofes históricas que la ideología del “fin de la historia” preferiría olvidar; debe convertirse a sí mismo en un monumento vivo de modo que, mientras esté la izquierda, estos traumas sigan marcados. Esta actitud, lejos de confinar a la izquierda en un enamoramiento nostálgico del pasado es la única posible para tomar distancia sobre el presente, una distancia que nos permita discernir los signos de lo nuevo.
                                                                     Slavoj Žižek



Žižek es hoy un filósofo, analista de la cultura y teórico de la izquierda que da lugar a múltiples controversias, que van desde la fascinación hasta el desprecio. Como es un autor que he trabajado a fondo los últimos años y he sido uno de sus divulgadores en este país me gustaría plantear una reflexión crítica basada en el matiz.
Zižek es un filósofo esloveno que escribe básicamente en inglés (a veces en francés) y que ha sido traducido al castellano, japonés, coreano, portugués y alemán, entre otras lenguas. Su discurso es claramente interdisciplinario, pero yo lo definiría como filosófico, sobre todo en el sentido que definió Foucault: alguien capaz de hacer una ontología del presente y cuya obra abre unos horizontes teóricos nuevos para entender lo que somos en la actualidad. Pertenece a lo que podríamos caracterizar como el grupo de pensadores del Este que vivió desde dentro la caída del socialismo real y la transición al capitalismo liberal. Su contexto social es especialmente trágico: el desmembramiento de Yugoslavia y las terribles guerras balcánicas que lo siguieron. Forma parte de una generación de jóvenes y brillantes intelectuales, marginados por el régimen y que estuvieron muy comprometidos en los movimientos políticos que defendieron la libertad desde una posición de izquierda democrática. Fue uno de los puntales de la revista teórica de la oposición durante la dictadura y en el intenso período de la transición tuvo un papel muy activo, hasta el punto de presentarse como candidato a la Presidencia de Eslovenia, como representante de una amplia coalición de izquierdas.
Žižek nació el 21 de marzo de 1949 en Ljubiana, (entonces Yugoslavia, hoy Eslovenia). Tuvo una formación filosófica brillante y se especializó en idealismo alemán, especialmente en Schelling y Hegel. En los cursos anuales de 1982-3 y 1985-6 viaja como visitante de la Universidad de París VIII y participa en los seminarios de psicoanálisis que imparte Jacques-Alain Miller. Miller es un antiguo discípulo de Althusser y líder maoísta del 68, que en los años setenta queda absolutamente fascinado por la obra de Lacan y acaba convirtiéndose en su heredero oficial. A partir de esta experiencia, Žižek empieza a trabajar con rigor y entusiasmo los textos de Lacan. Žižek, siguiendo el modelo lacaniano del nudo borromeo (que son tres círculos unidos entre sí, en los que si e suelta uno se deshacen los otros dos) nos muestra sus referentes teóricos. Uno es Hegel, otro es Lacan y el tercero es la teoría marxista de la ideología. Pero uno de los círculos, nos dice, es el que se corresponde a Lacan e ilumina a los otros dos.

La actividad investigadora de Žižek se ha orientado también hacia la sociología, tanto en el Instituto de Ciencias Sociales de Ljubiana como en la Escuela de Investigación Social de Nueva York. Ha participado en intensos debates en la Universidad de Essex (Gran Bretaña), dirigido por Ernesto Laclau, un brillante e innovador teórico de la nueva izquierda.

Ha sido visitante, innumerables veces, del Departamento de Literatura Comparada de Minnesota y otras universidades americanas. Forma parte del Consejo Directivo del Kulturwissenchaftliches Institut d’Essen (Alemania). Últimamente está muy presente en Argentina.

Las publicaciones de Žižek son amplias y variadas. En este momento disponemos de una bibliografía muy extensa traducida al español. La razón es el prestigio con que cuenta en estos momentos en la población ilustrada de Argentina y de México. La mayoría de sus escritos están publicados por las editoriales argentinas de Paidós y, puntualmente, de Nueva Visión y por la mexicana de Siglo XXI. La única editorial española que se ha arriesgado es Pre-textos.

Podemos iniciar nuestro recorrido por su manera de presentarse. Aunque celebro su sentido del humor, quizá se complace demasiado en los aplausos de la galería, estos círculos de incondicionales a los que divierte con su ironía. Si se define como un estalinista lacaniano ortodoxo, dogmático y poco amigo del diálogo me gustaría saber qué quiere decir exactamente, ya que necesitamos alternativas consistentes y no juegos de palabras para provocar a los bien pensantes. Precisamente si él plantea que el estalinismo es el auténtico trauma que la izquierda debe asumir, ¿a que juega exactamente al llamarse estalinista? Hay también en Žižek un dogmatismo con respecto a Lacan que es incompatible con su propuesta de aprender a vivir sin maestros. A pesar de todo, mi propuesta es clara: sí hay que tomarse en serio a Žižek, ya que sigue siendo uno de los filósofos vivos más interesantes y aprovechables para la teoría política radical de la izquierda. De lo que se trata es de recuperarlo de forma crítica, saliendo de la dinámica habitual del consumo ideológico del usar y tirar, que consiste en dejarse fascinar por un pensador para luego desecharlo.

Entraré ahora en lo que me parecen sus mejores aportaciones en el campo de la filosofía y la política.

La filosofía

La filosofía tiene para Žižek un papel claramente desestabilizador. En este sentido reivindica el papel de Sócrates como cuestionador de la ideología, es decir de las creencias establecidas como supuestos saberes en su época. Lo que hace Sócrates no es ocupar el lugar del Otro, el del poseedor de la Verdad, sino enfrentarse a él con la incoherencia de su posición, que no es coyuntural, sino estructural, ya que es consustancial a la propia razón, al Logos. Éste, como todo el Orden Simbólico, tiene una rendija, un agujero, ya que, como decía Lacan, el ‘Gran Otro’ (sea la Razón, la Historia, Dios o el Partido) no existe. El Otro, siguiendo el lenguaje lacaniano, está cerrado, dividido, no está cumplido, tiene una carencia. La ideología es la gran fantasía social que nos lleva a creer en la existencia de éste Gran Otro desde el cual fundamentamos las cosas y todo adquiere un sentido.

Žižek quiere mostrar, en contra de Descartes y siguiendo a Lacan, que la locura es un producto de la propia razón, no su antagónico. La filosofía tiene dos opciones: la de sostener la locura de vivir sin garantías y sostenerse uno mismo o la de querer constituirse en este Gran Otro, como si fuera el metalenguaje justificador del discurso del conocimiento y de la moral. A partir de ahí podemos encontrar la similitud, dice Žižek, entre la posición del filósofo y la del psicoanalista, que es la de llevar/traer a los otros a enfrentarse con la imposibilidad de apoyarse en uno Gran Otro que no existe. La filosofía no tiene que pretender ni una fundamentación/cimentación filosófica del psicoanálisis ni el psicoanálisis tiene que explicar la filosofía como una ilusión paranoica. Lo que tiene que evitar tanto al filósofo como al psicoanalista es ocupar el lugar del Padre, como si fuera el Gran Otro que nos guía y da consejos a su interlocutor. Ésta es la demanda del neurótico en la que no se tiene que ceder, porque lo que se tiene que aceptar es que no existe el Gran Otro, ya que éste supuesto Otro también está en falta, también está dividido. Lo que tiene que hacer el analista es enfrentar al analizado al hecho de que el Gran Otro no existe, igual que el filósofo pone de manifiesto que no hay un maestro-tutor, que cada uno tiene que pensar por sí mismo (sapere aude, decía Kant). Fijémonos que lo que criticaba Lacan era el revisionismo psicoanalítico que quería hacer del psicoanalista un consejero espiritual. ¿No es significativo que precisamente ahora desde USA se nos quiera importar esta figura del filósofo como guía espiritual o personal?

Por lo tanto, la locura que reivindica de la filosofía es la que comporta vivir aceptando que el Otro fundamentador no existe. Lo que sabemos lo asumimos subjetivamente sin garantías, pero apostando radicalmente por lo que escogemos. La filosofía es aceptar que no tenemos un hogar al cual acogernos. La filosofía es una posición imposible, desplazada desde cualquier identidad comunitaria, ya que sale de entre los intersticios de las diferentes comunidades, en el frágil espacio de intercambio y circulación entre ellos, que es un espacio que no tiene una identidad positiva. Sin embargo eso no significa caer en el relativismo; Žižek no defenderá nunca una postura posmoderna que ahoga/niega al sujeto y deconstruye cualquier opción para caer en un escepticismo nihilista. Más bien Žižek se rebela contra esta posición, que para él esconde la cobardía de no asumir los propios actos hasta las últimas consecuencias. La falta del Gran Otro no significa que todas las posiciones son igualmente verdaderas o buenas, sino que hay que posicionarse sin más garantías que las que uno se da a sí mismo y, hace falta, buscar la posición que es portadora de la verdad de cada situación y asumir la responsabilidad ética ante los actos que realizamos. Pero este inicio socrático-platónico de la filosofía no nos tiene que hacer creer que el camino de la filosofía es el del diálogo. El diálogo filosófico le parece una ficción, como lo son los propios diálogos platónicos, que no son otra cosa que una escenificación por desarrollar las intuiciones básicas de Sócrates-Platón.

Žižek dirá, de forma provocadora, que él mismo, como filósofo consecuente, es esencialmente dogmático. Como buen lacaniano Žižek reivindicará también a Descartes como aquél que obra el espacio del sujeto, condición única que hace posible la ciencia, la filosofía moderna y también el psicoanálisis. En la introducción de uno de sus libros más paradigmáticos, El espinoso sujeto (1999), dice que reivindica el sujeto cartesiano y que lo hace en un sentido muy preciso. Žižek permanece fiel a Lacan cuando plantea que es Descartes con su cogito quien hace posible tanto la ciencia moderna como el psicoanálisis. Pero también que los grandes errores de Descartes son, en primer lugar, considerar que el sujeto es una sustancia y, en segundo, su oposición entre razón y locura. Žižek afirma la subjetividad cartesiana en contra de todos los que la critican, desde el organicismo del estructuralismo hasta el posmodernismo deconstructivista, pasando por el cognitivismo y la New Age. Se tiene que mantener la apuesta de Lacan de mantener la subjetividad como lo que posibilita pensar la condición humana moderna y también defender lo que cada uno tiene de más propio. Pero no como un sí mismo transparente sino como su contrario: su núcleo excedente y no reconocido. La razón tiene una parte de locura, que es justamente la imaginación desbocada y destructiva, ante la cual se repliega Kant y la cual ya fue puesta de manifiesto por Schelling o el mismo Hegel. Pero la clave de la función de la filosofía la encontramos en Kant, a quién de alguna manera Žižek considera el fundador de la filosofía y lo que da sentido retrospectivo a toda la filosofía anterior considerada. Kant es el que entiende que el sujeto está descentrado, es decir, cerrado, estructuralmente dividido. El concepto central es el de objeto trascendental, que es al mismo tiempo el yo y su externalidad. La pregunta es, entonces, radical: ¿Por qué el yo aparece enfrentándose a sí mismo como objeto? ¿Por qué el yo proyecta su sombra fuera de sí? Aquí se muestra desde el campo de la filosofía lo que elaborará posteriormente Freud desde el campo de la clínica: la escisión del yo. Para Žižek, Kant es capaz de descubrir esta gran verdad al negar la intuición intelectual, es decir, al negar que el sujeto pueda ver la Cosa en sí.

La pregunta básica y radical de la filosofía es, y continúa siendo, kantiana: ¿Cuáles son los elementos "a priori" a partir de los cuales configuramos el mundo?

Žižek está también muy influenciado por el idealismo alemán. De hecho, trabajó tanto la obra de Schelling –de una manera a la vez original y rigurosa– cómo la de Hegel. De ambos extrae una noción que le resultará muy productiva: la de negatividad radical del sujeto como locura constitutiva del ser humano.

La última gran referencia filosófica de Žižek es, sin embargo, la de Marx. Aquí hay toda una travesía que va desde la gris formación pseudomarxista que le transmitió de forma doctrinaria la ideología del socialismo real, pasando por/para las lecturas althusserianas o lacanianas de Marx, hasta la lectura directa y fresca que hará Žižek del propio Marx.

Pero Žižek considera que el auténtico filósofo no tiene que ser, como se ha dicho antes, dialogante; lo que hace es elaborar durante toda su obra dos o tres intuiciones fundamentales que son capaces de abrir el horizonte de nuestro pensar. La comunidad filosófica no es dialogante, aunque es cierto y puede ser interesante que un filósofo converse con otro, nunca olvida la propia lógica, que es la que permite la fidelidad a estas ideas propias que son su aportación creativa a la historia del pensamiento.

Es Lacan quien tiene el mérito de dar al psicoanálisis una dimensión única para la filosofía, en la medida que intenta explicar cómo el sujeto se constituye a sí mismo y a su mundo. Y desde esta pregunta se encuentra con el psicoanálisis lacaniano, del cual saca un material muy valioso. De hecho, es sin duda el pensamiento lacaniano lo que ilumina toda la obra de Žižek.

Žižek polemiza con todos aquellos que en algún momento lo han influenciado pero que posteriormente ha superado. Es el caso de Heidegger y del llamado pensamiento estructuralista o pos-estructuralista francés (Althusser, Derrida, Foucault, Deleuze). En el primer capítulo del largo y denso libro El espinoso sujeto, titulado “La noche del mundo”, Žižek ajustará cuentas con Heidegger, sobre el cual piensa que cae en la misma trampa que criticaba a Kant: la de retroceder ante la subjetividad radical anunciada por la imaginación trascendental. Pero si bien Kant lo hace replegándose en la metafísica, Heidegger lo lleva a cabo replegándose en la historia del ser. Pero Lacan es la excepción, su palabra sí es indiscutible.

Žižek también polemiza con muchos autores actuales. Critica los planteamientos de lo que él llama el universalismo capitalista de Richard Rorty (con su propuesta de unas reglas formales transformadas en ley universal para salvaguardar el espacio privado de la autocreación personal) o los de John Rawls, al considerar a los humanos como sujetos racionales que formalizan un contrato social en función de sus supuestos intereses racionales. Considera que este planteamiento es una ficción porque ignora el papel de la fantasía como construcción simbólico-imaginaria que nos configura desde el deseo y también porque niega la parte irracional que viene dada por cualquier ley, que lleva siempre un disfrute escondido, un resto patológico que lo impregna.

Entrará asimismo en debate público con otros filósofos contemporáneo, también influenciados por Lacan, como Ernesto Laclau y Judith Butler (en el libro Contingencia, hegemonía, universalidad) o Alain Badiou (El espinoso sujeto). Acepta influencias no sólo de algunos que se encuentran en una órbita teórica afín, como Giorgio Agamben, sino también de otros como Bernard Williams, que forma parte de una tradición tan ajena a la suya (la filosofía analítica).

La crítica al capitalismo

El capitalismo sustituye el fetichismo de las personas por el de las mercancías. Por fetichismo de las personas entiende Žižek el dar un valor libidinal a una persona en función de la representación que cada cual tiene a partir de su lugar en la jerarquía social. Es una identificación simbólica que establece el Discurso del Amo, que es el que coloca a cada cual en el papel que le corresponde. Pero el capitalismo, como ya apuntó Marx, destruye todas las relaciones tradicionales (familiares, vecinales, amistosas) para establecer una única relación, que es económica. Siguiendo este análisis, Žižek concluye que se está convirtiendo en una máquina simbólica sin raíces. El horror a este vacío es el que abre paso a todo tipo de identificaciones imaginarias, ya que los lazos orgánicos entre los humanos que crean la comunidad son progresivamente eliminados. La más importante es la del nacionalismo, que aparece como un resto patológico de los lazos simbólicos tradicionales en la modernidad. Si la democracia moderna habla de un sujeto sin atributos (en el sentido de que no hay nada que nos diferencie del otro en esta igualdad formal de derechos), este sujeto busca identidades imaginarias con las que identificarse, una de las cuales sería la nación. Esta pasa a ser entonces una comunidad imaginaria que proporciona una identificación patológica y actúa como un fetiche que oculta los antagonismos sociales básicos (la lucha de clases) y a la desintegración de los lazos tradicionales. Las luchas se entienden entonces como luchas por la identidad y éstas cubren y ocultan el antagonismo social fundamental, que es el conflicto entre clases sociales. El fascismo y el populismo no son más que fantasías autoritarias que nos muestran la ilusión imposible de mantener el Discurso del Amo en el tardocapitalismo. Intentan restablecer la fantasía de la comunidad y del orden, pero no hay comunidad ni orden posible. El capitalismo tardío evita las identificaciones excesivas, pero entonces éstas aparecen como síntoma (fanatismo). Pero su cinismo deja intacta la fantasía paranoica, que se manifiesta en forma de síntoma. El universalismo del capital se complementa con el fundamentalismo irracional. Se legitima la segregación en nombre del multiculturalismo.

La lógica implacable del capitalismo acaba destruyendo todos los lazos tradicionales y este Otro que es el Amo, el Padre, el Maestro. La ideología del tardocapitalismo globalizador ya no es la del Discurso del Amo, sino la del Discurso universitario de la tecnociencia. Éste ya no se presenta como tal, sino como un gestor, un poder anónimo. Este discurso integrará además la transgresión como parte del juego establecido, en una dinámica en que cada vez la transgresión (estética, sexual, estilo de vida) se convierte en la norma. El superyó no dice entonces “Prohibido” sino “¡Disfruta!”.

La biopolítica es, entonces, la administración de la vida de los individuos, manipulados para proporcionarles una vida agradable en un mercado que puede ofrecerles todo tipo de satisfacciones para sus demandas. Pero se los va vaciando de su condición de sujetos del deseo para convertirlos en objetos pasivos (clientes) de un sistema que los manipula para gestionarles una vida sana. También los convierte veladamente en individuos despojados de su condición real de ciudadanos responsables. La ideología política hegemónica es, entonces, la liberaldemocrática de la tolerancia, la corrección política y el multiculturalismo. Es el relativismo del todo vale que tiene la función de neutralizar cualquier acto transformador y que utiliza el término totalitarismo para criminalizar cualquier planteamiento revolucionario. Esto lleva a afirmar a Žižek que, paradójicamente, la ideología que mejor representa los intereses globales del capitalismo es la de la pseudoizquierda liberal (el paradigma fue la Tercera Vía de Tony Blair y hoy es Obama y Zapatero). Las opciones claras de la derecha pura y dura, como la de Bush, representaban más a sectores particulares del Gran Capital (el de USA) y eran menos eficientes para mantener la lógica y el equilibrio del sistema. La función de los populismos de la extrema derecha es la de hacer de complemento ideológico del liberalismo, ya que éste los demoniza para aparecer como representante de la democracia, mientras absorbe de manera “civilizada” lo que ellos proponen de forma salvaje (por ejemplo: el control de la inmigración).

El capitalismo siempre está en crisis pero tiene una enorme capacidad de regeneración y puede convertir cualquier catástrofe en una nueva fuente de inversión; pero, como decía Marx, lo que puede acabar con el capitalismo es también el propio capitalismo, es decir, sus contradicciones internas, algunas de las cuales son específicas de este tardocapitalismo globalizador que nos ha tocado vivir. Esta implosión se da en varios frentes: el principal es la paradoja de que el propio desarrollo del capitalismo vuelve obsoleta la noción de propiedad privada, ya que el poder depende en gran parte de la información, que ya no está regulada como propiedad privada. Otro es que la irracionalidad propia del sistema capitalista llega a un límite difícilmente sostenible. La bolsa, por ejemplo, se está volviendo tan virtual que lo que determina su valor ya no son las expectativas, sino las expectativas de las expectativas. Las grandes corporaciones, en tercer lugar, no basan su fuerza en un mayor desarrollo tecnológico, sino en su bloqueo, pues lo que hacen es comprar empresas pequeñas para neutralizarlas y que no puedan investigar.

Pero hoy, podríamos añadir, la progresiva influencia del Tea Party en el país que aún sigue siendo hegemónico, USA, sugiere que volvemos a las fantasías comunitaristas y autoritarias para cohesionar a una población que sufre los efectos devastadores del capitalismo salvaje. Lo mismo pasa en Israel y avanza en otros lugares de Europa. Paralelamente, otros sectores del gran capital, como plantea el propio Žižek, juegan a lo que él llama el capitalismo cultural, que quiere decir invertir en buenas obras, en buenas causas. Son la cara y la cruz de una misma ideología hegemónica, que es la de plantear que el capitalismo es el único horizonte posible.

La crítica a la izquierda

La izquierda, plantea Žižek, vive una de las peores crisis de su historia. Una de las causas es su incapacidad para enfrentarse a su propio trauma, que es el estalinismo. La izquierda no tiene una teoría de lo que fue el estalinismo, prefiere correr un tupido velo y esto la lleva a veces a utilizar el lenguaje de la derecha liberal para explicarlo. Hay en el estalinismo, dice Žižek, algo enigmático y desconocido. El estalinismo tiene algo de verdad, la de la Revolución de Octubre. Es un discurso perverso, a través del cual habla el Gran Otro de la Historia. Nos convertimos en el objeto de goce de este Gran Otro, en su instrumento. Hay también un retorno de lo reprimido, que es la muerte de la Revolución de Octubre. Lo reprimido vuelve contra todo el mundo. Aquí no hay chivo expiatorio, todos son culpables y cualquiera puede ser eliminado. Es totalmente diferente que el nazismo, que es un discurso paranoico, centrado en la figura del chivo expiatorio, en la violencia irracional desencadenada contra él. El estalinismo no contiene lo que el nazismo tiene de simulacro, de mentira, de espectáculo.

La primera opción que critica es, por supuesto, la de la izquierda liberal, la de la Tercera vía, que viene a ser una alternativa de gestión del tardocapitalismo globalizador. Žižek le reconoce una coherencia al plantear un capitalismo con rostro humano y defender mejoras dentro del propio sistema. Pero la paradoja, como hemos dicho antes, es que al someterse a las reglas del capitalismo universalista sin defender los intereses de ningún grupo en particular, puede convertirse en el mejor gestor del sistema, puede defender su funcionamiento global mejor que la propia derecha. En esta línea, Žižek critica la falsa consistencia de este universalismo en nombre del cual Rawls plantea su teoría de la justicia o Rorty sus reglas formales para salvaguardar el espacio privado de la autocreación individual. No hay individuos racionales que actúan en función de sus intereses racionales como base del contrato social. Porque estos individuos racionales, no mediados ni por el deseo ni por la fantasía, no existen. Tampoco pueden existir estas reglas formales que se convierten en ley universal (Rorty). Todas las reglas, cualquier ley, está impregnada de goce, que es el alimento del superyó. El deber es una obscenidad, no hay ley universal que no sea patológica.

La segunda opción es la marxista-leninista dogmática (muy bien representada en el trotskismo), que mantiene un viejo discurso según el cual el proletariado aún tiene la homogeneidad que ha perdido y el movimiento obrero mantiene una acción revolucionaria reiteradamente traicionada por sus dirigentes. Sus análisis ocultan su incapacidad de entender el presente y de ofrecer nuevas alternativas, ya que se basa en análisis superados y en posiciones históricamente derrotadas. Se convierte en una secta que mantiene una especie de fetichismo de la clase obrera y su potencial revolucionario. Entraría en lo que Lacan llamaba el narcisismo de la cosa perdida.

Por lo tanto, si nos ceñimos a estas dos opciones de la izquierda, estamos en un callejón sin salida al tener que elegir entre unos principios sin oportunidad o un oportunismo sin principios. Žižek entra más a fondo en el análisis de las otras dos opciones que se presentan como renovadoras de la izquierda. Una sería la propuesta que plantea nuevas salidas a este impasse, la de Toni Negri y Michael Hart en el libro Imperio. Estos autores consideran que en la fase actual del capitalismo (que, según ellos, tiene por una parte un carácter corporativo y por la otra está dominado por el trabajo inmaterial) se dan las condiciones objetivas para una superación del capitalismo. Lo único que se necesitaría son dos condiciones: la primera es socializar este capitalismo corporativo, transformando en propiedad pública lo que es propiedad privada; y, la segunda es consolidar este trabajo inmaterial, que implica en sí mismo un dominio espontáneo de los productores, porque son ellos mismos quienes regulan directamente estas relaciones sociales. Pero Žižek cuestiona que podamos interpretar estas formas de trabajo inmaterial en un sentido autogestionario y que este capitalismo que esos autores llaman corporativo signifique una politización de la producción. Más bien entiende este doble proceso en un sentido contrario, como despolitización total. Las reivindicaciones que exigen Negri/Hart al Estado (renta básica, ciudadanía global, derecho a la reapropiación intelectual) son una modalidad del discurso histérico, que pide al Amo cosas imposibles de cumplir. Su última crítica se centra en el nuevo sujeto político que nos plantean estos autores, el de la multitud. La multitud, como nuevo sujeto revolucionario, la definen retóricamente como la multiplicidad singular de un universal concreto, la carne de la vida, la pura potencialidad de un conjunto amorfo que adquiere forma en la acción. Sería, para entendernos, la gente que sale a la calle para manifestarse contra la globalización o contra la Guerra de USA en Irak. Žižek señala que hay aquí una idealización del término, que elimina la ambivalencia originaria de la propuesta inspirada en Spinoza, que también señalaba el peligro de esta multitud, que podía transformarse en una turba violenta e irracional unificada por el Líder. Al eliminar esta vertiente negativa lo que señalan estos autores es únicamente el aspecto que, por la diversidad de sus miembros, presenta la multitud como resistencia colectiva flexible que presenta la multitud por la diversidad de sus miembros. Resistencia colectiva que, nos advierte Žižek, tampoco puede transformarse en un trabajo político en positivo por la ambigüedad de propuesta que conlleva esta misma diversidad (como ejemplo de la disolución de una multitud flexible recuerda su experiencia en la oposición política al socialismo real). Žižek señala también las limitaciones del movimiento antiglobalización. La acción directa como resistencia acaba haciendo el juego al Sistema, porque no propone alternativas políticas. No podemos tampoco entender la lucha de la izquierda como un conjunto de luchas parciales. Es necesario plantear una alternativa global.

La cuarta postura es la que Žižek denomina la política pura, representada por teóricos como Alain Badiou y Ernesto Laclau. Su alternativa es la que ellos denominan la democracia radical, cuya lógica se enfrenta necesariamente a la del capitalismo globalizador. Aquí Žižek cuestiona la necesidad de mantener las reglas formales de la democracia, que él considera parte de lo que llama la farsa liberal. ¿Por qué hay que respetarlas, se pregunta? Estos autores plantean que es preciso mantener el valor de la democracia, transformar al enemigo en adversario, es decir, no en alguien a quien destruir, sino en oponente a quien mantener. Se trata de compartir los principios ético-políticos de la democracia. La alternativa se plantea en términos de política pura, con una exigencia incondicional de igualdad, que como tal sería anticapitalista, porque entra en contradicción con el sistema, pero no cuestiona su esfera básica, que es de la economía capitalista. Es decir, que hay que criticar el capitalismo y su forma política, que es la democracia liberal parlamentaria. No podemos considerar que esta forma política, producto de un sistema socioeconómico, vaya a acabar con éste.

Hay que cuestionar explícitamente la estructura económica del capitalismo, afirma Žižek, y la forma del capitalismo, que se basa en la oposición entre clases clases sociales. Las luchas culturales eluden este antagonismo principal y radical: la lucha de clases. Hay que volver a la economía política en el sentido que reivindicaba Marx, en contra de quedarse en la esfera exclusiva de la política o de la economía, recuperando la noción de economía política. Hay que mantener la lucha socialista global contra el capitalismo pero planteando la lucha en los términos de la etapa actual del capitalismo, la del mercado global.

La política de la izquierda ha de ser una política de la verdad. La verdad en política no es relativa, ya que hay una verdad que es la de la víctima. Son las víctimas quienes introducen la universalidad (los ciudadanos pobres de Atenas, de Francia, de Rusia…). Ésta es la política de la verdad. Žižek plantea su defensa radical de la noción de verdad en contra del planteamiento posmodernista de que todo son narraciones, diferentes perspectivas de igual valor. Para Žižek siempre hay una perspectiva, una posición que determina la mirada desde la que explicamos las cosas, que implica una toma de partido. Lenin es el que muestra la verdad de la situación inmediatamente anterior a la Gran Guerra cuando todos los partidos caen en un discurso patriótico; los judíos son quienes muestran la verdad del holocausto ante quienes quieren justificarla o distorsionarla. Los palestinos o los saharauis muestran hoy la verdad de su exclusión.

La lucha de clases continúa siendo la lucha central emancipatoria del sistema capitalista, aunque evidentemente pensándola desde los cambios actuales. Las otras luchas parciales tienen un papel secundario con respecto a este núcleo central. Lo que propone últimamente el filósofo esloveno es reivindicar la noción de proletariado (que siempre lucha por su propia abolición) frente a la de pueblo (que es siempre una comunidad excluyente). El proletariado está hoy constituido, sobre todo, por las clases marginales que van creciendo alrededor de las metrópolis, los trabajadores precarios y los desempleados. Hay que considerar también otras separaciones que se dan en el seno de la clase trabajadora, como la de los trabajadores manuales y los trabajadores intelectuales (que tienen acceso a la sociedad del conocimiento). También, por supuesto, el antagonismo entre el Primer/Tercer Mundo, uno de cuyos paradigmas sería la distinción entre USA/China, en la cual el segundo parece ser el Estado de la Clase Trabajadora para el Capital Usamericano. En todo caso hay muchas cuestiones abiertas para pensar que excluyen dos soluciones fáciles y falsas: la primera es la de mantener como un fetiche a la clase obrera industrial y la segunda la de eliminar de un plumazo la lucha de clases.

Hay que repensar la izquierda asumiendo el trauma de lo insoportable de su propia historia. Žižek nos advierte que aunque los viejos regímenes comunistas (cuya única supervivencia es Cuba) tengan una realidad efectiva que puede ser peor, en ciertos aspectos, que la del propio capitalismo, hay que reconocerles que han abierto un espacio diferente que el que éste nos ofrece. Han abierto nuevas posibilidades, aunque hayan resultado fallidas.

En contra de los posibilismos estrechos de la izquierda liberal hay que recuperar el gesto de Lenin, que consiste en defender que la alternativa de la izquierda pasa por plantear lo que, según los parámetros establecidos por la ideología dominante, es imposible. Hay que arriesgarse si queremos salir del marco de lo establecido.

De lo que se trata, plantea, no es de oponerse a la globalización sino de radicalizarla, es decir, universalizarla y, para ello, hay que luchar contra las exclusiones que conlleva esta globalización capitalista. Universalizarla no es plantear la hegemonía de una particularidad, como podría ser la europea. Es cierto que la universalidad es necesariamente una hegemonía, pero ésta es diferente de las otras, porque es la hegemonía de lo abyecto. Esto quiere decir que, mientras la supuesta universalidad crea formas de segregación, son los excluidos quienes muestran el fracaso de esta universalidad y, por lo tanto, los que representan la posición de verdad de la universalidad. El ejemplo histórico es el Demos griego, la voz de los excluidos que no formaban parte de las clases dominantes y que introducen la universalidad de la ciudadanía en la Polis. O la del Tercer Estado francés frente a las jerarquías establecidas de la Nobleza y la Iglesia.

El capitalismo se presenta como lo universal en cuanto a igualdad de derechos. Marx detecta la fisura del capitalismo, ya que todo universal tiene una excepción que la niega. El obrero niega la igualdad formal, la libertad formal que formula el capitalismo, ya que su libertad es la que le encadena al capitalista, ya que él es simplemente una mercancía. La mercancía es el síntoma del capitalismo, pues es la consecuencia de lo que reprime. Lo que reprime es que niega la universalidad que proclama, que es la relación amo/esclavo en la que se basa, la del capitalista y el obrero. En contra de los nacionalismos hay que recuperar lo universal (lo que nos une) y lo singular (lo propio de cada uno) cómo la mejor herencia de la ilustración radical. La denuncia de lo privado que plantea Kant frente a lo público pasa por considerar que lo primero es el punto de vista particular que se opone a este universal a partir de lo singular. Lo privado es, entonces, el narcisismo, ya sea el individualista o el de las pequeñas diferencias del cual se nutren el nacionalismo y el fundamentalismo. Lo universal es la búsqueda de lo común a partir de la singularidad de cada cual.

Valoración personal

Parece que está pasando la moda de Žižek. El filósofo esloveno continua vivo y sigue escribiendo, aunque su impacto y, quizá, su creatividad están decayendo. Sus propuestas políticas, como la reivindicación del estalinismo, han sido poco afortunadas, porque la izquierda no está para bromas. Una cosa es escandalizar a la izquierda académica y otra estar por la auténtica labor de construir una izquierda alternativa. Pero no hemos de olvidarlo, ya que sigue siendo uno de los filósofos vivos más interesantes y aprovechables para la teoría política radical de la izquierda. Quiero recuperar aquí, de manera algo dispersa, alguna de ellas.

En contra del posmodernismo (con el que habitualmente se lo identifica) ha defendido que la verdad política no es relativa, ya que hay una verdad, que es la de la víctima. Son las víctimas quienes introducen la universalidad (los ciudadanos pobres de Atenas, de Francia, de Rusia…). Ésta es la política de la verdad.

En contra de los posibilismos estrechos de la izquierda liberal, hay que recuperar el gesto de Lenin, que consiste en defender que la alternativa de la izquierda pasa por plantear lo imposible según los parámetros establecidos por la ideología dominante. Hay que arriesgarse si queremos salir del marco de lo establecido.

En contra del moralismo renaciente, hay que recuperar la vieja concepción marxista de que la ética ha de desembocar en la política.

En contra de lo que plantea Hanna Arendt, no hay que considerar la banalidad del mal. Hay un goce perverso que lo sostiene y no hay que infravalorarlo. Los rituales de poder de las burocracias forman parte de esta economía del goce. Hay una parte obscena del ser humano que se pone en marcha en el sadismo del torturador o del burócrata.

En contra de la corrección política, hay que reivindicar la intolerancia para rebelarse contra la lógica del capitalismo y sus maneras de justificarse.

En contra de los planteamientos de un Marcuse o de un Reich, el capitalismo no se basa en la represión ni en la familia, ya que puede manifestarse bajo el imperativo del placer (como hoy sucede) y del individualismo más radical.

En contra de los nacionalismos, hay que recuperar lo universal (lo que nos une) y lo singular (lo propio de cada uno) cómo la mejor herencia de la ilustración radical. La denuncia de lo privado que plantea Kant frente a lo público pasa por considerar como lo privado este narcisismo de las pequeñas diferencias del que se nutre el nacionalismo.

En contra del multiculturalismo, que no deja de ser una mirada arrogante y paternalista que nos distancia del Otro, hay que mantener el encuentro con el Otro, aunque sea fallido y conflictivo.

A pesar de los diversos antagonismos que existen en la sociedad actual no hay que perder de vista que el antagonismo fundamental es el de la lucha de clases.

Éstos son algunos de los puntos fuertes que Žižek ha desarrollado de manera brillante. No hay que olvidar tampoco sus reflexiones más estrictamente filosóficas ni sus sugerentes estudios de cine.

Aunque quizá lo más interesante de Žižek, como dice Terry Eagleton, sea la manera cómo ha elaborado el concepto lacaniano de lo real. Lo real es lo que se nos escapa, lo que no puede ser simbolizado ni representado ni dicho ni imaginado y es quizá lo que nos une a los humanos, sin que podamos decir nunca lo que es. La sexualidad, el dolor, la muerte, sin ser lo real, tienen que ver en ello y es aquí donde el encuentro entre los humanos, más allá de sus diferencias culturales, es posible.

En todo caso, quede aquí mi invitación a la lectura crítica de uno de los pensadores contemporáneos de izquierda que me parecen más estimulantes.

12 abril, 2012

Étienne Balibar / Sobre el universalismo

Agradezco la oportunidad que se me ha brindado de intercambiar públicamente palabras e ideas y, si se da la ocasión, de discutir con Alain Badiou acerca de temas como el “universalismo” y la “universalidad” [1]. No es la primera vez que lo hemos hecho a través de nuestra larga relación como colegas intelectuales; quizá, en cierto sentido, éste ha sido siempre nuestro objeto compartido y quizá nuestro tema herético. Pero a lo largo de los años cada uno de los dos lo ha seguido trabajando a su manera, y puede que las circunstancias nos hayan llevado a tener que resaltar nuevos aspectos.

Estoy firmemente convencido de que un discurso filosófico acerca de las categorías de universal, universalidad y universalismo, un discurso sobre sus significados y sus usos, tiene que ser crítico. No puede ser simplemente un discurso histórico que se limite a enumerar y contextualizar los discursos sobre lo universal, algunos de los cuales afirman ser a su vez discursos universalistas; tampoco puede ser simplemente un discurso que confirme la existencia de estos otros discursos o que intente sumarlos a una lista de por sí ya larga de los mismos. De esta manera (algunos) hemos tendido a ser cautos frente al discurso filosófico de lo universal, escépticos incluso, porque hemos aprendido que la distancia entre teoría y práctica, entre principios y consecuencias, entre expresiones cognitivas y performativas, es intrínseca al lenguaje mismo del universalismo, o, como yo prefiero decir en términos más generales, es intrínseca a cualquier lenguaje que se esfuerza por “hablar lo universal”, como en efecto hacen nuestros discursos de esta tarde [2].
La ambigüedad arriba señalada adopta múltiples formas. En particular, adopta la forma de enunciaciones universalistas idénticas que cobran significados opuestos y producen efectos opuestos dependiendo de cuándo, cómo, por quién y a quién están dirigidas; asimismo, adopta la forma de discursos universalistas que legitiman o instituyen exclusiones, y lo que resulta aún más perturbador, la de discursos universalistas cuyas categorías se basan en exclusiones —por ejemplo en la negación de la otredad o la alteridad—; y a veces también incluso adoptan la forma inversa a la anterior, la de discursos particularistas o diferencialistas que se convierten en premisas paradójicas para la invención de nuevas y ampliadas formas de universalismo, determinando el contenido de éste. Parecería (y aún estoy a la espera de que se argumente lo contrario) que el universalismo nunca está simplemente haciendo lo que dice, o diciendo lo que hace. En consecuencia, lo que creo es que la tarea de un filósofo (o de un filósofo en la actualidad, en el momento presente) con respecto a la universalidad es precisamente comprender la lógica de estas contradicciones y, en un modo dialéctico, investigar sus aspectos dominantes y subordinados, para revelar cómo operan y cómo pueden ser desplazados o distorsionados mediante la interacción entre teoría y práctica, o si se prefiere, entre el discurso y la política. Por tanto, lo que no admito —y ello supone ya un gesto de exclusión, o quizás un gesto que excluye lo exclusivo— es un alegato a favor o en contra del universalismo en cuanto tal, o de cualquiera de sus nombres históricos.
Espero, sin embargo, que este tipo de actitud crítica, la cual me gustaría exponer en forma de “dialéctica negativa” (dejando aparte los usos previos de esta expresión), y cuyos efectos no puedo por completo anticipar, no sea malinterpretada hoy. Mi actitud no surge del hecho de que yo vacile o sea ambiguo en mi compromiso con determinadas formas de secularismo. Permítanme recordar aquí algunos de sus nombres o nociones clave: secularismo, derechos humanos, democracia, igualitarismo, internacionalismo, justicia social, etcétera. Pero no me parecería suficiente, ni siquiera seguro, salir a la calle o entrar en una sala de conferencias haciendo declaraciones como “estoy por el secularismo” (por tanto, contra el comunitarismo religioso o cultural), “estoy por el internacionalismo” (por tanto, contra la lealtad nacional, que en algún lugar he descrito como realmente indistinguible del nacionalismo, que en sí mismo no carece de aspectos universalistas), etcétera. O al menos no lo haría sin lanzar inmediatamente preguntas como: ¿qué secularismo?, ¿qué democracia?, ¿qué internacionalismo y nacionalismo?, etcétera; y también: ¿para qué?, ¿bajo qué condiciones? “Tout tient aux conditions”: las condiciones son siempre determinantes, como mi maestro Althusser, que ciertamente no era un relativista, solía decir. Y es debido a mis pretensiones de incorporar algunas de sus condiciones (incluidas las condiciones negativas, o las“condiciones de imposibilidad”) dentro del discurso del universalismo, o por decirlo más filosóficamente, porque quiero bosquejar un discurso del universalismo que abra la posibilidad de incorporar dentro del mismo sus condiciones contradictorias, las contradicciones que siempre afectan a sus condiciones, que adopto un punto de vista crítico y dialéctico.
Y ahora, después de estos preliminares, al mismo tiempo demasiado largos con respecto al corto tiempo que se nos ha otorgado y demasiado rápidos como para no resultar superficial, déjenme indicar cuáles son las tres direcciones a las que apunta el punto de vista expresado y que a mí me resultan particularmente significativas. Una dirección trata sobre los dilemas o las enunciaciones del universalismo que en la filosofía adoptan una forma dicotómica; una segunda dirección trata sobre la ambivalencia intrínseca de la institución de lo universal, o de lo universal como “verdad”; finalmente, una tercera dirección trata sobre lo que, de una forma cuasi weberiana, me gustaría llamar la responsabilidad (o responsabilidades) que implica una “política de lo universal”, con la que muchos de nosotros estamos comprometidos.
Permítanme empezar con algunas palabras sobre aquellos dilemas y dicotomías que, desde el comienzo, han caracterizado nuestras disputas entorno al universalismo. Es en efecto intrigante, aunque también revelador, que la mayor parte de los argumentos sobre el universalismo, que combinan distinciones lógicas con elecciones éticas o políticas, construyan simetrías, emparejamientos, o dilemas entre nociones, concepciones o realizaciones opuestas del universalismo. De hecho, se podría sugerir que el contenido de la oposición es siempre el mismo, al menos en la era moderna, y que sólo se reformula para adaptarse a diferentes contextos; pero esta afirmación no resulta completamente satisfactoria debido a que deja fuera la cuestión de la “condiciones”. Una aproximación dialéctica, siguiendo el ejemplo de Hegel en su fenomenología de las universalidades en conflicto [3], trataría de describir esos dilemas en sus propios términos, tomándolos en firme con el fin de descubrir qué es lo que está en juego, en cada ocasión, en la manera en que se oponen. Semejante aproximación también explicaría por qué los debates acerca de la oposición entre lo universal y lo particular, o a fortiori la oposición universalismo versus particularismo, son mucho menos interesantes e importantes que los debates que oponen diferentes concepciones de lo universal, o diferentes universalidades; explicaría por qué de hecho estos debates sólo abarcan una defensa estratégica de una concepción de lo universal como “negación” de su opuesto, es decir, lo que se presenta como lo particular.
Ya que hace algunos años argumenté a favor de distinguir entre universalismo intensivo y extensivo, soy particularmente sensible a este primer aspecto dialéctico [4]. Por entonces yo estaba particularmente interesado en la figura del ciudadano y en la historia de la institución de la ciudadanía, en sus efectos excluyentes e incluyentes. En la era moderna, la ciudadanía se ha asociado estrechamente, casi se ha identificado, con la nacionalidad. Expliqué que el nacionalismo, pero también otras formas de universalismo en el sentido de supresión o neutralización de diferencias naturales y sociales, como es el caso de los grandes discursos religiosos de la redención, tuvieron una orientación dual. Una orientación estaría dirigida a establecer igualdad o a suprimir distinciones, tanto en la realidad como en lo puramente simbólico, en el seno de una cierta comunidad que se basa precisamente en esa supresión, comunidad que podría ser tanto pequeña como grande, dependiendo de la circunstancias. La otra orientación estaría dirigida a eliminar cada límite o frontera preestablecidos que limitasen el reconocimiento y la implementación de esos principios, buscando en última instancia crear un orden cosmopolita, que podría implementarse ya sea de una manera revolucionaria, desde abajo por así decir, ya sea de manera imperialista, desde arriba. Lo que yo sostenía es que, aunque resulten radicalmente opuestas y de hecho sean incompatibles, ambas orientaciones sirven para ilustrar la lógica de la universalidad, que quizá expresaríamos mejor con el término “universalización”.
Por aquellos años, exactamente en 1989, Michael Walzer pronunció sus Tanner Lectures sobre el tema Nación y Universo. La primera parte de sus conferencias se titulaba “Two Kinds of Universalism”, y en ella confrontaba dos tipos de universalismo (mostrando su preferencia por el segundo): un “universalismo del derecho omniabarcante” [a covering-law universalism], que incluye todas las demandas de derechos dentro de la misma justicia y todas las experiencias de emancipación dentro de la misma narrativa, frente a lo que llamaba “universalismo reiterativo” [reiterative universalism], cuyo principio inmanente sería la diferenciación, o más bien la capacidad que los valores morales y las definiciones de derecho tienen virtualmente de emular y comunicar en un proceso de reconocimiento mutuo [5]. Entre estas dos dicotomías (por una parte, mi propio dilema intensivo versus extensivo, y por otra el dilema omniabarcante versus reiterativo de Walzer) había obvias afinidades y llamativas discrepancias, que podrían llegar a ser muy interesantes si fuese mi intención entrar en un debate y, en particular, hacerlo a través de algunos temas en concreto, como puede ser el tema del nacionalismo. Pero ahora no tenemos tiempo para eso, así que permítanme mostrar sencillamente que, tan pronto como entramos de veras en el debate sobre el universalismo, tales dicotomías, simétricas y asimétricas, o si lo prefieren descriptivas y normativas, se hacen ineludibles. Son una buena señal del hecho de que cada hablante (y cada discurso) de lo universal está localizado dentro, y no fuera del campo de discursos e ideologías que él/ella/ello quiere mapear.
No puede ser casual que muchos, quizás la mayoría, de los discursos acerca del universalismo y lo universal adopten la forma refutativa que los Griegos llamaron elencus, al hablar no tanto de lo que lo universal es sino más bien de lo que no es o no sólo es lo universal. Es efecto, no hay un metalenguaje de la universalidad; el camino más seguro para destruir la universalidad de un discurso universalista es afirmar que se sostiene en un metalenguaje de la universalidad, como Hegel ya sabía. Pero hay posibilidades de ejercer desplazamientos y elecciones estratégicas entre las categorías que conceden un valor explicativo o inyectivo concreto a la distinción entre formas antitéticas de universalismo. Para clasificar estas categorías, y también para mostrar cómo es que estas categorías pueden ser viejas y, al mismo tiempo, renovarse periódicamente, se podría esbozar una historia especulativa de la universalidad y las universalidades, en la cual resulta tentador embarcarse puesto que podría arrojar más luz sobre algunas controversias contemporáneas.
Encontramos, por ejemplo, la oposición entre verdadera y falsa universalidad. Un buen ejemplo reciente nos lo brinda el propio Alain Badiou, quien, al comienzo de su ensayo sobre San Pablo [6] opone un verdadero universalismo de la igualdad (eliminando o deponiendo diferencias genealógicas, antropológicas o sociales tales como Judío y Griego, Hombre y Mujer, Amo y Esclavo, cuyo principio fue transmitido por el Cristianismo y después secularizado por el republicanismo moderno) y un falso universalismo o “simulacro” de universalismo (aunque podrían surgir problemas derivados del hecho de que el simulacro es en un sentido mucho más real, o efectivo, que la versión “verdadera”), esto es, el universalismo del mercado mundial liberal (o quizá de la representación liberal del mercado mundial), el cual se basa no en la igualdad sino en la equivalencia, permitiendo por tanto una reproducción permanente de identidades rivales al interior de su homogeneidad formal. Este segundo término lleva la noción de “universalismo extensivo” al extremo: la idea de que el universalismo extensivo es un producto ontológico de su propia extensión, o de su territorialización o desterritorialización. Esto tiene muchos antecedentes filosóficos, de entre los cuales yo resaltaría la distinción rousseauniana entre la “voluntad general” y la “voluntad de todos”. A esa idea de Badiou, ciertamente, Marx hubiera opuesto fuertes objeciones, pues destinó mucho tiempo de su vida intelectual a mostrar no sólo que la universalidad del mercado es “real”, sino también que es “verdad”, es decir, que proporciona una base ontológica para la representación jurídica, moral y política de la igualdad. Resulta interesante que otra influyente contribución a los actuales debates acerca del universalismo tenga que ver con lo que Dipesh Chakrabarty —y pienso aquí en su Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference— llama “equivalencia” o “conmensurabilidad”, asociándolo a las “metanarrativas” del valor (o del valor-trabajo) y el progreso como una forma dominante de universalismo cuyos resultados, en efecto, contradicen sus demandas igualitarias. Pero Chakrabarty extrae de ello conclusiones opuestas. En su terminología, “traducción” es un nombre genérico para la universalidad, de tal manera que confronta “dos modelos de traducción”. Basándose ampliamente en una cierta representación romántica de la singularidad de los lenguajes y las culturas, describe la antítesis de la equivalencia —que es también una forma de universalismo o de traducción que se basa en el reconocimiento de lo “intraducible”— como lo heterogéneo, lo “no moderno” (más que lo posmoderno) y lo “antisociológico”. Más que la antítesis entre lo verdadero y lo falso, lo que resulta relevante en este planteamiento de Chakrabarty son las viejas categorías de lo Uno y lo Múltiple, por lo que podríamos hablar de un universalismo de lo Uno (o de la unidad) y un universalismo de lo Múltiple (o de la multiplicidad), donde la característica esencial de la multiplicidad es que excede toda posibilidad de subsunción, y por tanto excede cualquier denominación común, o sólo puede adoptar la forma de “denominación negativa”. Se trata de una larga historia que se retrotrae a los conflictos entre religiones monoteístas y politeístas en el antiguo mundo grecosemítico, pero que también domina completamente las oposiciones de la Ilustración moderna, tal y como ejemplifica la “guerra de universales” entre los seguidores del concepto fuertemente unívoco, en efecto monoteístico, de la universalidad del imperativo categórico de Kant, y el concepto no sólo historicista sino también politeísta de historia mundial de Herder, en el cual la unidad sólo existe como la causa ausente de la multiplicidad armónica de las culturas.
Ahora bien, como ya dije, tales antítesis pueden ser desplazadas teorética y prácticamente, aunque sólo puedo mostrarlo ahora de manera muy esquemática. Tanto Kant como Herder fueron cosmopolitas típicos; encarnaron los dos modelos de cosmopolitismo que han sido hasta hoy dominantes en el uso de esta noción. Pero tomemos ahora como ejemplo la discusión que se dio entre Derrida y Habermas [7]. Ambos son profundamente kantianos, ya que los dos se refieren a la definición kantiana de Weltbürgerrecht [derecho cosmopolita], aunque podríamos decir que en su disputa enfatizan retrospectivamente una escisión dentro del propio discurso de Kant, evidente si se observa la distancia que existe entre La religión dentro de los límites de la mera razón y la Doctrina del Derecho. Habermas definía el cosmopolitismo como el límite o el horizonte de una línea de progreso que tiende (no sin obstáculos ni resistencias) a sustituir las relaciones internacionales con una “política interna mundial” (Weltinnenpolitik) que consistiría no tanto en una integración global institucional como en una exclusión institucional de la exclusión. Y Derrida aceptaba la consigna cosmopolita con la condición de que ésta llegara a ser asociada, a través de nombres tales como “hospitalidad” o “justicia” (o más bien hospitalidad y justicia “incondicionales”), con una crítica radical de los fundamentos legales de la política. Pero esto no impide que unan sus fuerzas después del 11-S, no sólo contra una cierta forma de unilateralismo soberano y una generalización del modelo político belicista, sino también a favor de una cierta construcción de la esfera pública global, trasnacional y transcultural, en lo que yo me atrevería a llamar una cierta “política de lo universal”. El viejo Spinoza quizás podría ver en ello una ilustración de su idea, tal y como la expuso en su Tratado teológico-político, de que, en determinadas circunstancias o en ciertas condiciones, premisas teóricas opuestas o conceptos contradictorios de lo universal pueden conducir en la práctica hacia las mismas consecuencias. Y, efectivamente, lo contrario también es cierto.
Me gustaría hacer alusión ahora —y tendrá que ser también de modo telegráfico— a otro aspecto de la dialéctica de la universalidad al cual he dedicado alguna atención no sólo en el pasado sino también más recientemente. Este aspecto tiene que ver con la institución de lo universal, o incluso con la institución de lo universal como verdad, lo que implica por tanto la dificultad adicional de que no puede ser contradicho desde dentro, esto es, sobre la base de su propia lógica o sus propias premisas. Ello no se debe al hecho de que sea impuesto por alguna autoridad externa o por un poder que prohíba la contradicción o la refutación, sino porque la contradicción está ya incluida en la propia definición de lo universal. Como veremos, esto se relaciona estrechamente con el hecho de que ciertas formas de universalidad obtienen su fuerza institucional no del hecho de que las instituciones en las que se corporizan sean en sí mismas absolutas, sino más bien del hecho de que son el lugar de interminables disputas acerca de cuál es la base de sus propios principios o de su propio discurso.
Estas reflexiones carecen de sentido y son incomprensibles a menos que las refiramos, o por lo menos aludan, a algún caso. No voy a negar que el caso que tengo en mente está determinado ideológicamente y orientado políticamente; incluso puede que mis reflexiones sólo sean válidas para este caso. Esto significaría que la historia de la universalidad está de hecho compuesta tan sólo de singularidades. La universalidad singular en la que estoy pensando no es la enunciación paulina de la igualdad de los fieles transferida después a los seres humanos, sino más bien algo así como un principio cívico diferente, o una propuesta de“igualdad-libertad” (la cual sugiero leer como un término único: igualibertad [equaliberty]). Esta fórmula aparece en inglés en algunos panfletos de los Levellers [8] británicos del siglo XVII, lo que indica su relación cercana a los ideales de las llamadas “revoluciones burguesas”. Pero hunde sus raíces en una tradición mucho más antigua, en la Ley Romana y la filosofía moral, y también, quizá más significativamente (aunque esto implique algunos problemas de traducción), en los ideales y discursos democráticos de la polis griega. Y genera además efectos continuados, viene a ser reiterada (por tanto iterada) hasta nuestros días en el seno de las instituciones democráticas y los movimientos sociales, tanto del lado liberal como del socialista. Dejo esto a un lado ya que, efectivamente, sería una larguísima historia. Baste con recordar las formulaciones gemelas de las declaraciones estadounidense y francesa de 1776 y 1789 respectivamente, las cuales ya representaban una iteración interesante dentro del evento “originario”, o bien inscriben la reciprocidad constitutiva de equality [igualdad] y liberty [libertad] (o freedom [libertad], o independence [independencia]...) [9] al interior de contextos parcialmente convergentes y parcialmente divergentes. Aunque la manera en que yo entiendo cómo actúa esta proposición deriva en gran parte de las reflexiones de Hannah Arendt sobre qué significado tiene para la institución de lo político, no comparto sin embargo su visión de que tenemos por un lado una “revolución (o constitución) de libertad” y por el otro una revolución de igualdad (y “felicidad”). Yo diría, por el contrario, que tenemos en ambos casos enunciación fuerte y absoluta de la conexión necesaria entre los dos conceptos, aunque con una tensión permanente que revela algo así como un equilibrio “imposible”.
De entre las reflexiones que he dedicado hasta fecha de hoy a este asunto [10], me gustaría recordar tres ideas:
1) La primera idea es la de la estructura refutativa de la proposición o, si se prefiere, la de cómo encarna un elencus, una “negación de la negación”. En los textos constitucionales, la proposición aparece como positiva, afirmando que “los Hombres nacen libres e iguales”, o que lo son por naturaleza, por derecho adquirido al nacer, etcétera. Lo cual significa: sólo la violencia institucional puede privarles de estos derechos. Pero estas formulaciones surgen de revoluciones o “insurrecciones”, en sentido amplio, y resumen el efecto de la insurrección. Están basadas en la crítica teórica y en el rechazo práctico de las desigualdades y privilegios creados, y de las relaciones de sujeción. Más precisamente, se basan en la convicción —en mi opinión completamente validada por la historia— de que de no puede haber discriminación sin sujeción (lo que en el lenguaje de la tradición se llama “tiranía”); a la inversa, no puede haber sujeción o tiranía sin que haya también discriminación y desigualdades. En consecuencia, las instituciones políticas, la ciudadanía si se quiere, deben estar basadas en un doble rechazo, no en uno sólo. De forma más profunda, ello da cuerpo a la conexión negativa entre los dos “valores nucleares” de la ciudadanía. Esto ha sido reiterado muchas veces en la historia de los movimientos emancipatorios, particularmente en el movimiento obrero, el movimiento feminista y las luchas anticoloniales. Quiero poner en relación directa esta negación lógica con un hecho político crucial que se refiere al poder y la efectividad de esta forma de universalismo. Lejos de sus muchos fracasos y limitaciones prácticas, esto es, del hecho de que en la práctica los Estados o sociedades, incluyendo los llamados Estados y sociedades “democráticas”, están llenos de desigualdades y relaciones autoritarias que destruyen el principio en sí mismo, es la propia contradicción práctica lo que explica su inmortalidad. Individuos y grupos discriminados y sometidos se rebelan en nombre de, y por los principios que oficialmente son válidos mientras se deniegan en la práctica. Es la posibilidad de la rebelión inherente al principio, siempre y cuando éste “aferre a las masas”, como diría Marx, lo que explica la capacidad que las democracias tienen de sobrevivir, aun a riesgo de conflictos o guerras civiles.
2) La segunda idea que quiero recordar es ésta: aunque tiene que ser instituida (una y otra vez), la “igualibertad” no es una institución como cualquier otra. Podríamos decir que es, en las democracias modernas, la archi-institución, o la institución que precede y condiciona a toda otra institución. Es en este contexto que adquieren su significado más absoluto las profundas reflexiones de Arendt acerca del “derecho a tener derechos”, desarrolladas, no por casualidad, en el contexto de un análisis de las formas más extremas de destrucción de la vida humana y de las raíces del concepto de derechos individuales que fue instituido por los Estados-nación universalistas [11].
“Igualibertad” es un nombre que damos al “derecho a tener derechos”, dado que enfatiza la cara activa de esta noción. En la práctica, significa que puede haber un derecho a tener derechos solamente allí donde los individuos y los grupos no los reciben de un poder soberano externo o de una revelación trascendente, sino que se confieren este derecho a sí mismos, o se otorgan los derechos recíprocamente. Sería importante desarrollar la idea de una institución-límite o una institución de la propia institución, con el fin de discutir su transferencia progresiva de una forma “naturalista” del discurso sobre los derechos humanos (los hombres, o los seres humanos, son libres e iguales por naturaleza) a una forma histórica, en la que la universalidad parece estar basada en la contingencia de la propia insurrección o, si se prefiere, en la lucha insurreccional más que en la esencia de la propia universalidad. Y sería importante también poner en relación esta situación-límite, que se manifiesta esencialmente en la forma y en las circunstancias de la negación, con las contradicciones subsiguientes que afectan a la institución positiva de la igualibertad o, si se prefiere, de la democracia. Toda la historia moderna de los regímenes y las luchas democráticas da testimonio de la dificultad, y en efecto del obstáculo interno, que impide que las instituciones efectivas o los regímenes políticos concretos, progresen uniformemente hacia la igualdad y la libertad, o que las protejan uniformemente. Al contrario, lo que se da con frecuencia es la destrucción simultánea tanto de la una como de la otra. La realización de ambas a la vez se observa muy raramente, o sólo es visible como una tendencia, como una exigencia. De ello deduzco no que esa universalidad cívica sea un mito absurdo, sino precisamente que existe como una tendencia, como un esfuerzo, como un conatus. La fuerza motriz que yace en esta tendencia continúa siendo la fuerza de lo negativo, como se expresa con belleza en algunas fórmulas filosóficas: la part des sans-part (la parte de los sin-parte), en Jacques Rancière, y también en lo que quizás sea para éste el modelo: le pouvoir des sans-pouvoir (el poder de los sin-poder) en Merleau-Ponty [12].
3) Finalmente, quiero recordar una tercera idea, quizás la más embarazosa de todas, pero sin la cual cualquier discurso acerca del universalismo resulta, en mi opinión, fútil: se trata de la cara violenta inherente a la institución de lo universal. Insisto, una vez más, en el hecho de que esta violencia es intrínseca, no adicional; no es algo de lo que podríamos culpar a la mala voluntad o a la debilidad o a restricciones que afectan a quienes son los depositarios de la institución universalista, porque es la propia institución, o su movimiento histórico, la que los hace sus depositarios. Dije al principio que habíamos aprendido que la distancia entre teoría y práctica, tanto más inestable cuando se trata de la realización de la teoría en la historia y en la política, y sobre todo cuando se trata de los efectos perversos de la exclusión que surge de los propios principios de inclusión, no es accidental. Ni es algo que nos pudiera llevar a decir: “intentémoslo de nuevo, y esta vez vamos a evitar esta cara oculta de la universalidad”. Pero la violencia intrínseca de lo universal, que forma parte de sus condiciones de posibilidad, también forma parte de sus condiciones de imposibilidad, o de autodestrucción; es un “cuasi trascendental”, como diría Derrida. El cara oculta, por tanto, forma parte de la propia dialéctica; forma parte de la política de lo universal (una expresión que, distanciándome de algunos autores contemporáneos como Charles Taylor, no identifico con una política de la universalidad que se opondría a la idea de una “política de la diferencia”, porque una “política de la diferencia” es también una política de lo universal). Ahora bien, la violenta exclusión inherente a la institución o realización de lo universal puede adoptar muchas formas diferentes, las cuales no son equivalentes y no requieren la misma política.
Un punto de vista sociológico y antropológico insistiría en el hecho de que implantar la universalidad cívica contra la discriminación y los modos de sujeción en formas legales, educativas y morales implica definir modelos del ser humano o normas de lo social. Foucault y otros han llamado nuestra atención sobre el hecho de que el ser humano excluye al “no-humano”, lo social excluye lo “a-social”. Éstas son formas de exclusión interna que afectan a lo que yo llamaría “universalismo intensivo”, más que “universalismo extensivo”. No están ligadas al territorio, al imperium; están ligadas al hecho de que la universalidad del ciudadano, o del ciudadano humano, tiene una comunidad como referencia. Pero un punto de vista político y ético, que podríamos asociar con la idea o la fórmula de una “comunidad sin una comunidad”, o sin una comunidad ya existente, tiene que afrontar aun otra forma de violencia intrínsecamente ligada a la universalidad. Se trata de la violencia ejercida por los depositarios y activistas de la universalidad contra sus adversarios, y por encima de todo contra sus adversarios internos, esto es, potencialmente cualquier “hereje” al interior del movimiento revolucionario.
Muchos filósofos, sean adversarios o defensores fervientes de los programas y discursos universalistas, como Hegel en su capítulo sobre el “terror” en la Fenomenología, o Sartre en la Crítica de la Razón Dialéctica, han insistido en esta relación, claramente ligada al hecho de que ciertas formas de universalismo encarnan el carácter lógico de “verdad”, es decir, no admiten excepción. Si tuviéramos tiempo, o quizás en la discusión posterior, nuestra tarea debería ser examinar las consecuencias políticas que hemos de extraer de este hecho. He hablado en otro momento de una noción cuasi weberiana de “responsabilidad” [13]. La responsabilidad no se habría de oponer solamente a la “convicción” (Gesinnung) sino, más en general, a los propios ideales o ideologías que implican un principio y un fin universalistas. Una política de los Derechos Humanos en este sentido es típicamente una política que conlleva la institucionalización de una ideología universalista, y antes que eso un devenir ideológico del mismo principio que perturba y desafía las ideologías existentes. Las ideologías universalistas no son las únicas ideologías que pueden volverse absolutas, pero se trata ciertamente de unas cuya realización implica una posibilidad de intolerancia radical o violencia interna. No se trata de un riesgo que deberíamos evitar correr, porque es, en efecto, inevitable; pero sí se trata de un riesgo que necesita ser conocido, y que arroja una responsabilidad sin límites a quienes son depositarios, portavoces y agentes del universalismo.
Notas
1. Intervención de apertura del Koehn Endowed Lecuture in Critical Theory. A Dialogue Between Alain Badiou and Étienne Balibar on ‘Universalism’”, Universidad de California en Irvine, 2 de febrero de 2007.
2. “Nuestros discursos de esta tarde”: véase supra, nota 1 (NdE)]. Véase mis ensayos anteriores: “Racism as Universalism”, Masses, Classes, Ideas: Studies on Politics and Philosophy Before and After Marx, Routledge, New York, 1994; “Ambiguous Universality”, Politics and the Other Scene, Verso, Londres, 2002; “Sub Specie Universitatis”, en Topoi, vol. 25, nº 1-2, septiembre de 2006, número especial: “Philosophy: What is to be done?”.
3. Estoy pensando especialmente en las “dialécticas” sucesivas del Derecho Divino y el Derecho Civil (Antígona y Creonte), y de la Fe y el Entendimiento como modos de cultura (la Ilustración), en la Fenomenología del Espíritu.
4. Etienne Balibar, “La proposition de l'égaliberté”, en Les Conférences du Perroquet, n° 22, París, noviembre def 1989 (traducido en inglés como “Rights of Man and Rights of the Citizen: The Modern Dialectic of Equality and Freedom”, en Masses, Classes, Ideas, op. cit.).
5. Michael Walzer, Nation and Universe: The Tanner Lectures on Human Values, conferencias pronunciadas en el Brasenose College, Oxford University, 1 y 8 de mayo de 1989.
6. Alain Badiou, San Pablo: la fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999.
7. Véase Giovanna Borradori, Philosophy in a Time of Terror: Dialogues With Jürgen Habermas and Jacques Derrida, University of Chicago Press, Chicago, 2003.
8. En el contexto de la revolución inglesa de 1642, Levellers era el nombre que recibían los líderes de una coalición social reunidos bajo la bandera de los Agreements of the People (Acuerdos del Pueblo), los cuales sostuvieron la defensa de unos derechos básicos de la persona, definida como freeman u hombre libre, siguiendo las teorías contractuales modernas [NdT].
9. Los dos conceptos originales utilizados por Balibar, freedom y liberty, se traducen al castellano con el mismo término: libertad. Freedom da nombre la posibilidad general de actuar como se desea, al acto de ser libre, mientras que liberty se refiere a las libertades políticas concretas: a la condición de ser libre del control y las restricciones, de la esclavitud, del trabajo, de la prisión; a la libertad de expresión o a la condición de ser libre de las convenciones sociales [NdT].
10. Véase “La proposition de l’égaliberté”, op. cit.
11. Véase Hannah Arendt, “El declive de los Estados-nación y el fin de los Derechos Humanos”, Los orígenes del Totalitarismo, vol. II (Imperialismo), capítulo 9, Taurus, Madrid, 1999.
12. Véase Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Nueva Visión, Buenos Aires, 1996; Maurice Merleau-Ponty, “Notas sobre maquiavelo”, Elogio de la filosofía. El lenguaje indirecto y las voces del silencio, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.
13. Véase Max Weber, "La política como vocación" y "La ciencia como vocación", en H.H. Gerth y C. Wright Mills (coords.), Ensayos en sociología contemporánea, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972.
Traducción: Pilar Monsell. Revisión: Joaquín Barriendos y Marcelo Expósito.

09 abril, 2012

Pablo Rodriguez / Entrevista a François Dosse

El Fondo de Cultura Económica (Buenos Aires) publicó a finales de 2009 el libro Gilles Deleuze y Félix Guattari. Biografía cruzada de François Dosse. En consonancia con su publicación, Dosse conversó, en esta entrevista, sobre el carácter político de la obra de Deleuze y Guattari y su influencia en el pensamiento y el arte contemporáneos.


Un humorista los llamó "Guattareuze". O no los llamó, sino que lo llamó: la dupla siempre dijo que, siendo uno, eran mucho más que dos. En todo caso, las parejas de pensado­res o de escritores no abundan. La más célebre es Marx-Engels. En el siglo XX se puede hablar de Ador­no-Horkheimer. En nuestro país, Borges-Bioy Casares. Pero no hay dudas de que la más reciente y exuberante de los últimos tiempos es la que componen los franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari, fallecidos a mediados de los 90. El historiador francés François Dosse, que ha reconstituido en varios libros buena parte de la vida intelectual de su país desde los 60 en adelante, consagra a "Guatta­reuze" una biografía cruzada de 700 páginas donde hay lugar para todo: historias de infancia, varia­dos relatos sobre su encuentro y su forma de escribir y de inter­venir políticamente, amistades y enemistades variables, capítulos de análisis de sus obras ("El antie­dipo", "Kafka: para una literatura menor", "Mil mesetas" y "¿Qué es la filosofía?") y pasajes que por momentos componen un vertigi­noso fresco de época, a la manera de la gran biografía de Didier Eri­bon sobre Michel Foucault, amigo de Deleuze.

Rizoma, agenciamiento, des­territorialización y plano de in­manencia son algunos de los con­ceptos de Deleuze y Guattari que se expanden en todos los campos. La publicación de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Biografía cruzada no podría ser más oportuna en un país, como el nuestro, en el que algunas obras de Deleuze deben ser reimpresas regularmente. Quien no conozca nada de Deleu­ze y Guattari, encontrará hasta un análisis somero de algunas líneas fundamentales de los pensamien­tos de ambos. Para los conocedo­res, a quienes este análisis podrá parecer demasiado sumario, los datos y las historias del libro son imperdibles. Quizás allí resida la mayor virtud de esta biografía: es para todos y para nadie.

Gilles Deleuze, profesor de filosofía que descolló desde muy joven en la academia francesa, y Félix Guattari, ex lacaniano fer­viente que realizó notables expe­riencias psiquiátricas sin títulos universitarios, se encontraron en 1969, en la estela del Mayo Fran­cés, y produjeron una obra absolu­tamente original que según Dosse se debe a lo singular e improbable de su encuentro. En diez años, de 1970 a 1980, escribieron juntos mientras poco hacían por sepa­rado. Antes y después, sus obras corrieron por carriles diferentes. A principios de los 90, ¿Qué es la filosofía? se transformó en su deslumbrante testamento intelec­tual. Dosse relata las peripecias de estos acercamientos y alejamien­tos y, fundamentalmente, busca captar la producción en común, más que lo que cada uno aporta al otro; busca en definitiva a "Guatta­reuze". En este camino, aunque mantenga siempre una distancia profesional respecto de sus bio­grafiados y evidencie que su obra no le es íntima, el autor termina fascinándose con su objeto. Esto se ve claramente cuando el tono austero de la biografía se exaspera ante los contendientes más céle­bres de este Jano bifronte, como Jacques Lacan y Alain Badiou.

Usted reivindica la figura de Guattari, que suele ser desesti­mada con relación a la de Deleu­ze. ¿Por qué ocurre esto?

Hay dos razones esenciales. Por un lado, el carácter inclasificable de Guattari, que es al mismo tiempo psicoanalista y practicante de la psiquiatría, pero no psiquia­tra, porque no siguió los estudios; escritor sin una verdadera obra li­teraria, apenas con manuscritos no publicados; filósofo sin diplo­ma de filosofía; militante político pero en los márgenes. Tiene múl­tiples competencias pero no se le puede asignar un saber o una dis­ciplina. En cambio, Deleuze, aun­que muy abierto a toda forma de expresión creativa, es claramente reconocido como un filósofo pro­fesional. La segunda razón es la voluntad de algunos de edulcorar su obra común, de sacarle vida a la fuerza innovadora de ambos "desguattarizando" el pensamien­to de Deleuze para sacarlo de ese cascarón izquierdista.

Está claro que ambos fueron protagonistas de la izquierda europea en aquellos años. Pero llama la atención la mención que hace sobre el hecho de que la obra de Deleuze y Guattari fue algo así como "un freno al ex­tremismo".


Ocurre que el pensamiento de Deleuze y Guattari es un intento de comprender lo que pasó en el llamado Mayo Francés. De hecho, lo que suscitó el encuentro entre ambos es el esfuerzo por hacer inteligible la ruptura instituyen­te que fue ese acontecimiento, y que dio lugar en 1972 a El antie­dipo. Se trata de un pensamiento crítico que pretende conservar la radicalidad, la inventiva y el ima­ginario que se expresó en aquel mayo. Y al hacerlo, El antiedipo también se inscribe como una crítica radical de las tentativas de cierta ultraizquierda de elegir las armas y comprometerse con el te­rrorismo. En este sentido, coinci­do con quienes afirman que este pensamiento, en pleno reflujo de la izquierda en 1972, resguarda la herencia del Mayo Francés de una vía terrorista que es mortífera, so­bre todo en países que siguieron siendo democráticos, a pesar de sus insuficiencias, y no pasaron por dictaduras como en América Latina.

Sin embargo, en la Francia actual existe una reacción contra.

La transformación social en las revo­luciones traicionadas, confiscadas. Se trata para Deleuze y Guattari de hacer proliferar lo molecular, de multiplicarlo al infinito para que las instituciones oficiales, molares, pierdan su razón de ser frente a las microrredes molecu­lares. La máquina de guerra está vinculada con el nomadismo, con su desplazamiento y su velocidad potencial, un espacio sin estrías ni puntos de referencia en el cual esa máquina se puede mover sin tensiones.

En relación con la "influencia subterránea" de la que habló an­tes, en la Argentina y en buena parte del mundo la influencia de Deleuze y Guattari es mayor en el terreno artístico, o en el filo­sófico no institucional, que en la academia. ¿A qué se debe?


Se debe a lo que llamo una "filosofía artista". Todo el movi­miento de esta filosofía apunta no sólo a definir qué es pensar, o sea, crear un concepto, sino tam­bién a elaborar un vitalismo que busca favorecer y comprender el acto creativo. En mi investigación pude darme cuenta, recogiendo el testimonio de pintores, músi­cos y escritores, que la influencia de este pensamiento en el arte es la más intensa, una fuente directa de inspiración.

¿En qué medida esa "filosofía artista" fue posible por el esce­nario creado por el Mayo Fran­cés o por la singularidad de los propios Deleuze y Guattari?


La originalidad de ambos es que tenían una escritura a cua­tro manos. No es la primera vez que hay obras escritas por dos au­tores, pero en este caso no hubo jamás una relación del tipo fusio­nal o una ósmosis. Un signo de esta distancia que mantuvieron es que se trataban de usted, algo sorprendente en ellos y más en esa época. Ahora bien, su méto­do, su dispositivo de reflexión y escritura descansa justamente en la escucha de sus diferencias: trabajan dentro de esa disyunción, en la que cada uno radicaliza la posición del otro cuando utilizan un concepto. Pero mientras Félix Guattari tenía la costumbre de trabajar en grupo, Gilles Deleu­ze rechazaba categóricamente la participación de otras personas. También llevaron a cabo un vín­culo único entre la elaboración del concepto y su experimentación en la práctica social. De todos modos, no hay que pensar que su relación intelectual pasaba por un Deleuze que se ocupaba del concepto y un Guattari que lo experimentaba luego en la clínica de La Borde –donde trabajó Guattari duran­te décadas– o en otro lado. Por el contrario, Deleuze impone a Guattari, a quien todo el tiempo se le ocurren nuevas ideas, poner­las en papel en bruto y enviárselas todos los días para retomarlas y re­trabajarlas. Deleuze emplea las fi­guras del descubridor (Guattari) y el tallador de diamantes (él). Lue­go, experimentan sus conceptos cada uno en su ámbito, en lugares como La Borde o en sesiones de trabajo con investigadores, antes de reencontrarse y comparar sus experiencias, corregir y mejorar sus escritos.

Usted escribió muchos libros de historia intelectual. ¿Cuál es el lugar que ocuparía la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari en el pensamientodel último medio siglo?

Creo que expresa las esperanzas de cambio que se expresaron a fi­nes de los 60 y durante toda la dé­cada del 70. Al mismo tiempo, el interés de esta obra no es sólo his­tórico o arqueológico, porque es una obra de anticipación, casi pro­fética. Cuando este pensamiento común destaca conceptos como el plano de inmanencia y rizoma, con sus conexiones significantes en todos lados, cuando Deleuze analiza en 1990 el pasaje de una sociedad disciplinaria a una socie­dad de control, a la vez más abier­ta y más eficaz en el seguimiento de los individuos, se ve que este pensamiento es particularmente esclarecedor de lo que es nuestra modernidad, y mucho más aún de lo que está siendo este siglo XXI, que para Michel Foucault iba a ser un siglo deleuziano. Sin dudas, y agregando a Guattari, lo será.

Fuente: Revista Ñ

02 abril, 2012

Jacques Rancière / Caricatura de democracia

El artículo de Jacques Rancière --publicado originalmente en la Revista Ñ, suplemento cultural del diario Clarín, Buenos Aires, 31 de marzo de 2007--, lo he tomado de los documentos del Grupo Acontecimiento.  Por otra parte, me he atrevido a editar libremente algunas líneas del texto, sin alterar el sentido.

La elección presidencial no es la encarnación del poder del pueblo. Es justo lo contrario.

Igual que las precedentes, esta elección presidencial, brinda a [los ciudadanos digitales, los usuarios de la redes sociales, la oportunidad de irrumpir en la contienda y…] retomar el leitmotiv de la crisis o el malestar de la democracia.

Hoy, denuncian el imperio de los medios que “fabrican” elecciones presidenciales como si lanzaran productos. Al denunciar lo que consideran una perversión de la elección presidencial, confirman el postulado de que esta elección constituye la encarnación suprema del poder del pueblo.

La historia y el sentido común enseñan sin embargo que no es así. La elección presidencial directa no fue inventada para consagrar el poder popular sino para contrarrestarlo. Es una institución monárquica, una desviación del sufragio colectivo destinada a transformarlo en su opuesto, vale decir, la sumisión a un hombre superior que sirve de guía a la comunidad […].

La idea era en realidad dar todo el poder a ese guía poniendo el aparato del Estado enteramente al servicio de un partido […]. [Los políticos profesionales] descubrieron, con las ventajas prácticas del sistema, los encantos privados de la vida de corte […y los burócratas de los partidos] encontraron así los medios de negociar sus votos con la mira en los repartos de circunscripciones o de hacer un poco de propaganda para su tiendita.

Sin embargo, hoy como ayer, la elección presidencial es la caricatura de la democracia. La reduce al modelo económico que rige nuestro mundo, la ley de la presunta competencia al servicio de la “elección racional” de los individuos. Se considera que el poder de inteligencia de cada uno y el poder de decisión colectivo pueden ejercerse eligiendo a un individuo dotado de virtudes exactamente antagónicas: representante de su partido e independiente respecto de los otros, dispuesto a escuchar nuestros “problemas” y capaz de imponernos las leyes de la ciencia gubernamental [--eficacia, le dicen].

Se considera que pueden hacer valer al mismo tiempo su carisma personal y la racionalidad de un programa fabricado con pedacitos de idoneidad aportados por los especialistas de cada campo, calculando cuánto se va a gastar en salud o en justicia, en la empresa o la vivienda y repartiendo de antemano los beneficios de un crecimiento futuro que depende a su vez de la confianza que “los mercados” tengan a bien acordar a este patchwork de análisis y promesas antes que a otro.

Algunos creen que aumentan nuestra participación colectiva “interpelando” a los candidatos y pidiéndoles compromisos para la creación de tal enseñanza, el apoyo a tal actividad artística o el desarrollo de tal tipo de tratamiento. La “vigilancia democrática” que pretenden ejercer no hace más que consagrar la renuncia colectiva en beneficio de una sabiduría suprema que supuestamente velará tanto sobre los grandes problemas como sobre la distribución de cada centavo entre cada grupo de presión.

El modelo económico de la libre elección y la libre competencia que algunas voces complacientes oponen a los rigores del estatismo es en realidad exactamente homólogo a las formas del dominio estatal sobre nuestros pensamientos y nuestras decisiones. ¿Quién pretenderá determinar el balance de los beneficios y los costos de las medidas propuestas por cada candidato para la justicia y para los transportes, para la enseñanza y para la salud? ¿Quién sabrá calcular la relación entre el equilibrio interno de los programas, la autoridad acordada a quien deba llevarlos a cabo y la “confianza de los mercados”? Si alguien quisiera hacerlo honestamente se vería llevado naturalmente a la abstención.

La elección es, en realidad, entre la abstención y la decisión de confiar votando por quienes se declaran más capaces que nosotros de hacer ese cálculo.

El poder que ejercemos votando por uno u otro no es la elección racional del más capaz, es simplemente la expresión del sentimiento vago de que la boleta confiada al secreto de la urna expresa mejor nuestra preferencia por la autoridad o por la justicia, por la jerarquía o por la igualdad, por los pobres o por los ricos, por el poder de las capacidades establecidas o por la afirmación de la capacidad política del que sea.

La paradoja es que ese sentimiento vago, que dice la verdad sobre la presunta elección racional de las ofertas en competencia, está, en definitiva, más cerca de la verdadera racionalidad política; la política, efectivamente, es en primer lugar una cuestión de sentimientos “vagos” sobre algunas cuestiones de principio: […] si los o las que hacen el mismo trabajo deben recibir salarios diferentes según su sexo, si los o las que se presentan para un empleo o una vivienda deben ser distinguidos [por su condición social…] y en definitiva si los asuntos de la comunidad son asuntos de todos o de élites compuestas por los profesionales del gobierno, por los poderes de dinero y por los expertos de tales universidades y tales disciplinas.

Este sentimiento se formula, de manera codificada, a través de las abstenciones o los votos […] por los candidatos […heterogéneos al proceso “democrático”]; se expresa, ya con mayor claridad, en el rechazo de […un juego electoral que] los expertos […en sondeos de opinión presentan] como la encarnación de la razón […].

Adquiere su forma propia con la acción colectiva de todos los y las que afirman su capacidad de juzgar acerca de la validez de tal medida referida al empleo o las jubilaciones, la enseñanza, la salud […], acerca de su conformidad con el sentido de nuestra comunidad y sus consecuencias para el futuro.

No hay una crisis ni un malestar de la democracia. Y cada vez será más evidente la distancia entre lo que ésta significa y a qué se pretende reducirla.

Traducción: Cristina Sardoy