19 julio, 2009
Rescatar la justicia y la igualdad: Homenaje a G.A. Cohen
Los días 23 y 24 de Enero de 2009, el Centro de Estudios sobre Justicia Social de la Universidad de Oxford organizó un ciclo de conferencias en homenaje a Gerald A. Cohen, quien después de 23 años de ocupar la cátedra Chichele de Teoría Social y Política se jubila de sus labores académicas. Escuchar los podcasts aquí
15 julio, 2009
G.A. Cohen: Rescatar la justicia y la igualdad (de los rawlsianos)

G. A. Cohen, Rescuing Justice and Equality, Cambridge, Harvard University Press, 2008, 448 pp.
En este estimulante trabajo de filosofía política, Gerald A. Cohen se propone rescatar la tesis igualitaria que postula que donde se ejerce la justicia distributiva, las condiciones materiales de los individuos son altamente igualitarias. Cohen al cuestionar la versión rawlsiana de una sociedad justa demuestra que la justicia distributiva no tolera grandes desigualdades.
En el curso de una profunda y sofisticada crítica de la teoría de la justicia de Rawls, Cohen demuestra que las cuestiones sobre justicia distributiva no sólo conciernen al estado, sino también a los individuos en su vida cotidiana. En una escala macro, las normas de las instituciones y políticas públicas también se aplican, en una escala micro y con las adecuaciones pertinentes, a las acciones y decisiones de los individuos.
Cohen critica también el constructivismo de Rawls al fundir el concepto de la justicia con otros conceptos. En el centro de la arquitectónica rawlsiana, la idea de la justicia no se distingue de otros bienes o valores de la normatividad social. La superación de esas amalgamas acercaría la justicia a la igualdad.
14 julio, 2009
Amartya Sen: The Idea of Justice

Amartya Sen, The Idea of Justice, Cambridge, Harvard University Press, 2009, 496 pp.
[The powerful tradition of the Enlightenment saw clear-headed reasoning as a primal resource of making societies decent and acceptable.]
[However, t]he leaders of thought in the Enlightenment did not [...] speak with one voice. In fact, there is a substantial dichotomy between two different lines of reasoning about justice that can be seen among two groups of leading philosophers associated with the radical thought of the Enlightenment period. One approach concentrated on identifying perfectly just social arrangements, and took the characterisation of "just institutions" to be the principal – and often the only identified – task of the theory of justice.
Woven in different ways around the idea of a hypothetical "social contract", major contributions were made in this line of thinking by Thomas Hobbes in the 17th century, and later by John Locke, Jean-Jacques Rousseau and Immanuel Kant, among others. The contractarian approach has become the dominant influence in contemporary political philosophy, led by the most prominent political philosopher of our time, John Rawls – whose classic book of 1971, A Theory of Justice, presents a definitive statement on the social contract approach to justice. The principal theories of justice in contemporary political philosophy draw in one way or another on the social contract approach, and concentrate on the search for ideal social institutions.
In contrast, a number of other Enlightenment theorists (Adam Smith, Condorcet, Mary Wollstonecraft, Karl Marx and John Stuart Mill, for example) took a variety of approaches that shared an interest in making comparisons between different ways in which people's lives may go, jointly influenced by the working of institutions, people's actual behaviour, their social interactions, and other factors that significantly impact on what actually happens. The analytical, and rather mathematical, discipline of "social choice theory" – which can be traced to the works of Condorcet in the 18th century, but has been developed in the present form under the leadership of Kenneth Arrow in the last century – belongs to this second line of investigation. That approach, suitably adapted, can make a substantial contribution, I believe, to addressing questions about the enhancement of justice and the removal of injustice in the world.
In this alternative approach, we don't begin by asking what a perfectly just society would look like, but asking what remediable injustices could be seen on the removal of which there would be a reasoned agreement. "In the little world in which children have their existence," says Pip in Great Expectations, "there is nothing so finely perceived, and finely felt, as injustice." In fact, the strong perception of manifest injustice applies to adult human beings as well. What moves us is not the realisation that the world falls short of being completely just, which few of us expect, but that there are clearly remediable injustices around us which we want to eliminate.
This is evident enough in our day-to-day life, with inequities or subjugations from which we may suffer and which we have good reason to resent; but it also applies to more widespread diagnoses of injustice in the wider world in which we live. One of the limitations of the social contract approach to justice, which is so pervasive in contemporary political philosophy, is the unjustified conviction that there could only be one precise combination of principles that could serve as the basis of ideal social institutions. In contrast with this rigid insistence, a social choice approach allows the possibility of a plurality of competing principles, each of which is given a status, after being subjected to critical scrutiny.
Thanks to this plurality, we may not be able to resolve on grounds of justice alone all the questions that may be asked: for example, whether a 40% top tax rate is more just – or less just – than a 41% top rate. And yet we have every reason to try to see whether we can get reasoned agreement on removing what can be identified as clear injustice in the world, such as slavery, or the subjugation of women, or extreme exploitation of vulnerable labour (which so engaged Adam Smith, Condorcet and Mary Wollstonecraft, and later Karl Marx and John Stuart Mill), or gross medical neglect of the bulk of the world population today (through the absence of medical facilities in parts of Africa or Asia, or a lack of universal health coverage in most countries in the world, including the US), or the prevalence of torture (which continues to be used with remarkable frequency in the contemporary world – sometimes practised by pillars of the global establishment), or the quiet tolerance of chronic hunger (for example in India, despite the successful abolition of famines).
The idea of justice demands comparisons of actual lives that people can lead, rather than a remote search for ideal institutions. That is what makes the idea of justice relevant as well as exciting in practical reasoning.
Tomado de The Guardian, 13 de Julio de 2009
10 julio, 2009
Deleuze y Guattari: ¿Qué es filosofía?

What is philosophy? (Nueva York, Columbia, 1994) es la traducción al inglés del último trabajo que Gilles Deleuze y Félix Guattari escribieran al alimón (1991). Este es un libro deslumbrante cuya lectura es un verdadero placer. Ahora bien, es un libro difícil de reseñar debido, por un lado, a su rigorosa estructura reflexiva del concepto filosófico, y por el otro, a una pedagogía de la inmanencia, impuesta por sus autores, que requiere no la simple presentación o reproducción de la reflexión filosófica, sino el seguimiento de su dinámica interna.
Una vez que hemos reconocido estas dificultades, no intentaremos una reseña del libro, sino sólo señalar algunas cuestiones siguiendo a Deleuze y Guattari. Nuestros autores, al responder a la pregunta del título, buscan poner a la filosofía en relación con la ciencia y el arte, los tres modos del pensamiento sin ninguna subordinación entre sí. El pensamiento, en todos sus modos, lucha en contra del ‘caos’ y la ‘opinión’ (aquí ‘caos’ significa lo ‘virtual’ y ‘opinión’ significa la ‘representación’). La filosofía es la creación o construcción de conceptos. Un concepto es una multiplicidad intensiva, inscrita en un plano de inmanencia y habitada por ‘personas conceptuales’, quienes operan la maquinaria conceptual. Una persona conceptual no es un sujeto, puesto que pensar no es subjetivo, sino lo que está en la relación territorio/mundo.
Una vez que hemos reconocido estas dificultades, no intentaremos una reseña del libro, sino sólo señalar algunas cuestiones siguiendo a Deleuze y Guattari. Nuestros autores, al responder a la pregunta del título, buscan poner a la filosofía en relación con la ciencia y el arte, los tres modos del pensamiento sin ninguna subordinación entre sí. El pensamiento, en todos sus modos, lucha en contra del ‘caos’ y la ‘opinión’ (aquí ‘caos’ significa lo ‘virtual’ y ‘opinión’ significa la ‘representación’). La filosofía es la creación o construcción de conceptos. Un concepto es una multiplicidad intensiva, inscrita en un plano de inmanencia y habitada por ‘personas conceptuales’, quienes operan la maquinaria conceptual. Una persona conceptual no es un sujeto, puesto que pensar no es subjetivo, sino lo que está en la relación territorio/mundo.
Continuaré...
02 julio, 2009
26 junio, 2009
Luis Villoro: Decir 'no'
La situación actual del país no puede ser más grave. La llamada “democracia representativa”, esto es, la que se supone que se expresa mediante la elección de diputados y senadores, no es una democracia auténtica. No es la que se manifiesta una auténtica voluntad del pueblo. Porque cada ciudadano deposita en una urna su voto y luego se ausenta; deja que otros pocos lo gobiernen y después se va. ¿Es ésta una verdadera democracia? No. El poder se queda en una elite de los partidos, sean de “derecha”, de “izquierda” o de “centro”, según su espectro político. No es una democracia real. Es lo que podríamos llamar una “partidocracia”. Todos los partidos están sujetos, en mayor o menor medida, a la corrupción. Todos están inclinados a no perseguir el bien común, en favor de sus intereses individuales o de grupo. Frente a esta situación, ¿cuál sería la alternativa?
Podríamos pensar en un movimiento de dos momentos. Primer momento: no a la abstención, pero si al rechazo que se expresaría en un voto negativo frente a todas las propuestas de los partidos, sean éstas de izquierda o de derecha. Un voto negativo no es la abstención. No habría que dejar de votar. Esa última sería la expresión de un desinterés frente al sistema democrático mismo. En cambio, en un voto negativo el ciudadano ejerce su derecho a votar, pero lo hace en un repudio claro frente al sistema existente, en favor de la posibilidad de un futuro cambio. Los votos negativos, si fueran en una cantidad amplia, serían el testimonio de que gran parte de los ciudadanos están hartos del sistema de representación actual. Sería también una protesta contra la situación de división entre los que todo tienen y los que de todo carecen.
Un voto negativo sería, sin duda, un golpe radical a la democracia representantiva actual, pero no sería necesariamente un camino hacia una nueva revolución violenta. La alternativa, frente a la actual forma de democracia, sería la posibilidad de abrir un camino hacia otro tipo de democracia y aun, en otros aspectos, opuesta a la supuesta democracia representativa actual.
Si el primer momento del voto sería el rechazo a la forma de democracia representativa actual, el segundo momento sería la posibilidad de caminar hacia otro tipo de democracia, distinta a la actual, en la que el poder ya no estaría en los representantes de los partidos, sino en los delegados auténticos de las comunidades, más allá de los partidos establecidos. Frente a la “partidocracia”, algunos han llamado a este otro tipo de democracia “republicana”, “comunitaria”. Sería una democracia desde abajo, desde comunidades organizadas.
Una democracia comunitaria no estaría basada en los partidos políticos, sino en la voluntad de los ciudadanos, aun si no estuvieran agrupados en partidos políticos.
Sus delegados seguirían ciertos principios. Primero, estarían sujetos a una rendición de cuentas de su desempeño, so pena de ser destituidos por la comunidad que representan.
Estarían mucho menos sujetos a la posibilidad de corrupción por intereses personales o de grupo. Frente a los representantes (diputados y senadores) estarían más en contacto con el pueblo. Serían lo contrario a la partidocracia. Se acercarían, así, a una democracia directa auténtica.
Así, desde abajo puede darse una alternativa positiva a la construcción de un nuevo proyecto, con tal de terminar con la actual forma de seudodemocracia llamada “representativa”. Éste sería un proyecto nuevo de nación.
¿No sería ése el proyecto de un movimiento, semejante al que representa el zapatismo?
Tomado de La Jornada, 26 de Junio de 2009
Podríamos pensar en un movimiento de dos momentos. Primer momento: no a la abstención, pero si al rechazo que se expresaría en un voto negativo frente a todas las propuestas de los partidos, sean éstas de izquierda o de derecha. Un voto negativo no es la abstención. No habría que dejar de votar. Esa última sería la expresión de un desinterés frente al sistema democrático mismo. En cambio, en un voto negativo el ciudadano ejerce su derecho a votar, pero lo hace en un repudio claro frente al sistema existente, en favor de la posibilidad de un futuro cambio. Los votos negativos, si fueran en una cantidad amplia, serían el testimonio de que gran parte de los ciudadanos están hartos del sistema de representación actual. Sería también una protesta contra la situación de división entre los que todo tienen y los que de todo carecen.
Un voto negativo sería, sin duda, un golpe radical a la democracia representantiva actual, pero no sería necesariamente un camino hacia una nueva revolución violenta. La alternativa, frente a la actual forma de democracia, sería la posibilidad de abrir un camino hacia otro tipo de democracia y aun, en otros aspectos, opuesta a la supuesta democracia representativa actual.
Si el primer momento del voto sería el rechazo a la forma de democracia representativa actual, el segundo momento sería la posibilidad de caminar hacia otro tipo de democracia, distinta a la actual, en la que el poder ya no estaría en los representantes de los partidos, sino en los delegados auténticos de las comunidades, más allá de los partidos establecidos. Frente a la “partidocracia”, algunos han llamado a este otro tipo de democracia “republicana”, “comunitaria”. Sería una democracia desde abajo, desde comunidades organizadas.
Una democracia comunitaria no estaría basada en los partidos políticos, sino en la voluntad de los ciudadanos, aun si no estuvieran agrupados en partidos políticos.
Sus delegados seguirían ciertos principios. Primero, estarían sujetos a una rendición de cuentas de su desempeño, so pena de ser destituidos por la comunidad que representan.
Estarían mucho menos sujetos a la posibilidad de corrupción por intereses personales o de grupo. Frente a los representantes (diputados y senadores) estarían más en contacto con el pueblo. Serían lo contrario a la partidocracia. Se acercarían, así, a una democracia directa auténtica.
Así, desde abajo puede darse una alternativa positiva a la construcción de un nuevo proyecto, con tal de terminar con la actual forma de seudodemocracia llamada “representativa”. Éste sería un proyecto nuevo de nación.
¿No sería ése el proyecto de un movimiento, semejante al que representa el zapatismo?
Tomado de La Jornada, 26 de Junio de 2009
20 junio, 2009
La suspensión política de la cultura
La carta abierta dirigida a Consuelo Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA), cuestionando la designación vertical, sin consenso, de Virgilio Muñoz como director del Centro Cultural Tijuana (CECUT), inaugura un nuevo momento de la relación entre el quehacer cultural y la cultura oficial en nuestra región fronteriza. Esta es la primera vez –si la memoria no me traiciona— que irrumpe una nueva forma de acción política, más allá de los cargos administrativos y la centralización del poder, donde tiene lugar una identidad (unidad) entre los diversos sujetos del arte (creadores, escritores, etc.) y un objetivo común posible, deseable: la construcción de una marco democrático en la política de las entidades culturales públicas.
Lo más interesante del acontecimiento es el movimiento cultural y político que puede resultar de esta protesta; sobre todo en el contexto de la crisis política, económica y social que estamos viviendo en México. La característica principal de este acontecimiento es que está al borde del vacío, es decir, que las prácticas dominantes de organización, control y reconocimiento en la esfera cultural han cesado de tener sentido y significado. La protesta ha roto el orden establecido de las cosas, el status quo. Protesta que al ser reconocida se expande fuera del sitio del acontecimiento y origina la intervención de otros sujetos fieles al proceso de verdad del arte y, paralelamente, de la política. Sujetos que construyen, al mismo tiempo, las implicaciones, las rupturas, del acontecimiento, es decir, inician la transformación radical de la situación.
Esta protesta, frente a la construcción lenta y burocrática de CONACULTA, puede catalizar no sólo la reinvención de la actividad cultural en la región, sino renovar las formas de hacer política. Creo pues que esta ruptura frente a la cultura oficial podría mostrar, al tiempo, otras posibilidades.
Una de estas posibilidades sería la creación de nuevos espacios independientes y la renovación de los ya existentes. Quizás en un principio no sería más que una declaración de principios, sin embargo, estos espacios tendrían efectos subjetivos muy fuertes. Esto no es fácil, pero ya es manifiesta la potencialidad y creatividad para realizarlos entre los sujetos del arte de la región.
Otra posibilidad es que esta ruptura demostraría que las posturas subjetivas pueden ser no sólo una protesta ética, sino que también poseen una eficacia política. En otras palabras, mostraría que el poder de lo subjetivo sería capaz de torcerle el brazo a lo objetivo. Esta posibilidad ya se está articulando a través de la protesta abierta. Abierta quiere decir que los aportes de otros sujetos se consideran positivos.
Por otra parte, es cierto que siempre existen reflejos conservadores de grupos o individuos asociados a las viejas prácticas de organización de los espacios culturales. Pero la defensa que éstos hacen de la normalización de la situación sólo sirve de coartada para obtener el apoyo de los aparatos burocráticos de la cultura y de la opinión pública.
El silencio de la presidenta de CONACULTA y la postura cínica del impugnado director del CECUT obedecen a la lógica de ‘policía de la política cultural’. Cualquier procedimiento por medio del cual se afirme la incorporación de un principio estructurador constitutivo de la institución cultural en general, en este caso, un principio democrático, pone en peligro el poder de la cultural oficial y, en consecuencia, genera su exceso: la negación o el terror burocráticos (ya sabemos de estos casos). Los señores empeñados en mantener una política cultural autoproclamada, no saben lo que hacen: la suspensión política de la cultura.
Para terminar esta breve reflexión, esta protesta está inaugurando un nuevo periodo en nuestra región. Con el término periodo no me refiero al fluir de los acontecimientos, sino a un tiempo mucho más prolongado a través del cual se va a construir una nueva subjetividad. Nueva subjetividad que moverá a los hombres de esta región a abandonar sus viejos mitos, sus viejos lastres.
Alfredo Lucero-Montaño
Lo más interesante del acontecimiento es el movimiento cultural y político que puede resultar de esta protesta; sobre todo en el contexto de la crisis política, económica y social que estamos viviendo en México. La característica principal de este acontecimiento es que está al borde del vacío, es decir, que las prácticas dominantes de organización, control y reconocimiento en la esfera cultural han cesado de tener sentido y significado. La protesta ha roto el orden establecido de las cosas, el status quo. Protesta que al ser reconocida se expande fuera del sitio del acontecimiento y origina la intervención de otros sujetos fieles al proceso de verdad del arte y, paralelamente, de la política. Sujetos que construyen, al mismo tiempo, las implicaciones, las rupturas, del acontecimiento, es decir, inician la transformación radical de la situación.
Esta protesta, frente a la construcción lenta y burocrática de CONACULTA, puede catalizar no sólo la reinvención de la actividad cultural en la región, sino renovar las formas de hacer política. Creo pues que esta ruptura frente a la cultura oficial podría mostrar, al tiempo, otras posibilidades.
Una de estas posibilidades sería la creación de nuevos espacios independientes y la renovación de los ya existentes. Quizás en un principio no sería más que una declaración de principios, sin embargo, estos espacios tendrían efectos subjetivos muy fuertes. Esto no es fácil, pero ya es manifiesta la potencialidad y creatividad para realizarlos entre los sujetos del arte de la región.
Otra posibilidad es que esta ruptura demostraría que las posturas subjetivas pueden ser no sólo una protesta ética, sino que también poseen una eficacia política. En otras palabras, mostraría que el poder de lo subjetivo sería capaz de torcerle el brazo a lo objetivo. Esta posibilidad ya se está articulando a través de la protesta abierta. Abierta quiere decir que los aportes de otros sujetos se consideran positivos.
Por otra parte, es cierto que siempre existen reflejos conservadores de grupos o individuos asociados a las viejas prácticas de organización de los espacios culturales. Pero la defensa que éstos hacen de la normalización de la situación sólo sirve de coartada para obtener el apoyo de los aparatos burocráticos de la cultura y de la opinión pública.
El silencio de la presidenta de CONACULTA y la postura cínica del impugnado director del CECUT obedecen a la lógica de ‘policía de la política cultural’. Cualquier procedimiento por medio del cual se afirme la incorporación de un principio estructurador constitutivo de la institución cultural en general, en este caso, un principio democrático, pone en peligro el poder de la cultural oficial y, en consecuencia, genera su exceso: la negación o el terror burocráticos (ya sabemos de estos casos). Los señores empeñados en mantener una política cultural autoproclamada, no saben lo que hacen: la suspensión política de la cultura.
Para terminar esta breve reflexión, esta protesta está inaugurando un nuevo periodo en nuestra región. Con el término periodo no me refiero al fluir de los acontecimientos, sino a un tiempo mucho más prolongado a través del cual se va a construir una nueva subjetividad. Nueva subjetividad que moverá a los hombres de esta región a abandonar sus viejos mitos, sus viejos lastres.
Alfredo Lucero-Montaño
11 junio, 2009
Nancy Fraser: Global Justice and the Renewal of Critical Theory
Nancy Fraser explica cómo el cambio de la demanda por una redistribución económica a la lucha por el reconocimiento asumido por los movimientos políticos durante los noventas forma parte de la 'condición post-socialista'. La caída de la Unión Soviética, afirma Fraser, no sólo acarreó el fin del socialismo real, sino también agotó la energía de la mayor parte de los movimientos con aspiraciones sociales igualitarias. No obstante que vivimos un periodo de globalización, el cambio puede ser visto como un 'marco' de orientación. Los defensores del proyecto igualitario no estarán ya limitados por las fronteras de la nación-estado y podrán así concentrar sus esfuerzos en las desigualdades entre las naciones antes que al interior de éstas. En el activismo transnacional Fraser pone sus esperanzas en el surgimiento de una conciencia 'post-socialista'. Ver aquí
05 junio, 2009
Prohibido pensar
En México, estos son tiempos adversos para la filosofía. Nos referimos a la tendencia negativa, alimentada por los factores ideológicos dominantes, hacia la filosofía en cuanto quehacer. El hecho que culmina esta tendencia negativa lo encontramos en la “Reforma Integral de la Educación Media Superior”, publicada el 26 de Septiembre de 2008 en el Diario Oficial de la Federación, donde se establece que las disciplinas filosóficas han quedado eliminadas de los planes y programas de estudio de las escuelas preparatorias de todo el país. La reforma de la Secretría de Educación Pública se alimenta pues de la idea, o mejor dicho, el prejuicio, de la inutilidad de la filosofía; desconociendo así la doble función crítica y práctica de la actividad filosófica.
No podemos ignorar que este rechazo selectivo de la actividad filosófica se refiere a su significado social en una sociedad empeñada como la nuestra en hacer suya la ilusión de la modernidad capitalista. Modernidad capitalista en la que todas las actividades humanas y sus productos se convierten en mercancías y los valores más nobles se subordinan al valor de cambio. Así, los valores que mueven las aspiraciones y las acciones de los hombres son la ganancia y la utilidad; mientras la competencia y el egoísmo son los antivalores sociales que trastocan a nuestra sociedad en un orden para la simple sobrevivencia material y contra la convivencia y sus valores de libertad, justicia, igualdad y solidaridad. En esta sociedad lucrativa y mercantilizada, la filosofía pues no es rentable en el mercado. De ahí que en la enseñanza media superior se aspire a recortar las alas a la filosofía para que vuelen a sus anchas las disciplinas funcionales al mercado.
Así que para justificar esta tendencia se argumenta que la filosofía no es práctica o productiva. Y en verdad no lo es, en el sentido mercantil. Estamos pues ante una actitud que responde a un sistema socio-económico neoliberal, donde el proceso de globalización del capital financiero trastoca en mercancía todo lo existente.
El trasfondo de este tipo de percepción negativa de la filosofía --la del capitalista o sus voceros que niegan su utilidad económico-social por no ser rentable en el mercado— se origina, hoy en día, en la hegemonía neoliberal que sostiene una especie de consigna no escrita: denkverbot --prohibido pensar. El incumplimiento del proyecto emancipatorio de la modernidad o el fracaso del socialismo como portador de la última utopía, que desemboca en versiones totalitarias y burocráticas, justifican pues el camino de la conformidad y el desencanto, la aceptación del mundo tal como está y, con ello, la renuncia a todo cambio. Lo que aquí encontramos es un proyecto distópico que suspende la reflexión crítica y la valoración originaria de la sociedad existente; un proyecto que supone no sólo la ausencia de ideologías disruptivas y utopías concretas, sino la celebración político-ideológica del fin de la historia, esto es, del fin de las aspiraciones sociales –de una sociedad justa e igualitaria o una vida humana buena.
Esta operación falaz consiste precisamente en suspender la libertad de pensamiento, libertad que significa cuestionar ética y valorativamente el neoliberalismo y su previsible fracaso en resolver la marginalidad y la miseria de nuestra sociedad contemporánea. Esta sería precisamente la consigna entrelíneas de la política educativa en México: suspender el pensamiento crítico de nuestra realidad.
A esta percepción negativa de la filosofía hay también otra actitud que intenta cobrar conciencia de las tendencias del cambio y, al tiempo, reconocer la capacidad de renovación radical del pensamiento filosófico moderno, reivindicando su importancia y función social. Y no sólo en el sentido teórico como una actividad crítica capaz de interrogar sobre la justificación de las creencias y actitudes predominantes de una época y ponerlas en cuestión, sino también en el sentido práctico de influir en la creación de una figura renovada del mundo, contribuyendo así a dignificar y humanizar al hombre en su realidad.
Si la filosofía es juzgada inútil e improductiva desde un criterio productivista y mercantilista, sí es, por el contrario, práctica y productiva, en un sentido verdaderamente humano y vital, como lo atestiguan momentos claves de la historia: al forjar la moral y la política del ciudadano de la polis griega; al impulsar en el Renacimiento y en la modernidad la liberación del individuo del despotismo y la miseria; al inspirar las revoluciones democráticas, desde el siglo XVIII; al denunciar, desde Rousseau hasta Habermas, el perverso camino que tomaba el progreso científico y tecnológico y, para no alargar los ejemplos, al plantearse con Marx la necesidad y posibilidad de cambiar el mundo de las relaciones de explotación y dominación entre los hombres y los pueblos.
Si nos preguntamos hoy dónde está la importancia y la utilidad de la filosofía, habrá que responder a ello situándonos en el mundo en el que se hace la pregunta: un mundo injusto y abismalmente desigual, un mundo indiferente e intolerante, competitivo y egoísta. No es posible callar y conformarse con este mundo que, por ello, tiene que ser cuestionado y, en consecuencia, transformado. Pero su crítica presupone los valores de libertad, justicia, igualdad, dignidad humana que la filosofía se ha empeñado en esclarecer y reivindicar. Pues bien, ¿puede haber hoy algo más práctico, en un sentido humano y vital, que este esclarecimiento y esta reivindicación por la filosofía de esos valores negados y desvirtuados en la realidad?
Ahora bien, este mundo existente, justamente por la negación de esos valores exige otro más justo, más libre, más igualitario, y otra vida más digna y plenamente humana, exigencia que desde Platón a Rawls ha preocupado a la filosofía. Pero el cambio hacia ella, ¿es posible? Pregunta inquietante a la que la ideología dominante responde negativamente arguyendo una naturaleza humana inmutable y egoísta, agresiva e intolerante. Toca a la filosofía salir al paso de esta maniobra fraudulenta al trastocar los rasgos propios del homo economicus de la sociedad capitalista en rasgos esenciales de la naturaleza humana. Con ello la filosofía presta un valioso servicio no sólo a la verdad, sino a la esperanza por un mundo posible, deseable, con respecto al injusto y cruel en que vivimos. Y necesitamos también de la filosofía para deshacer los infundios de los ideólogos que proclaman el fin de la historia, esto es, que la historia ya está escrita con el triunfo del capitalismo neoliberal y “democrático” --hegemonizado y homogenizado por el imperialismo norteamericano.
Pero la historia, puesto que la hacen los hombres, ni está ya escrita ni es inevitable. Y puesto que en estas cuestiones se halla en juego el destino mismo de los hombres, nada más vital y práctico que el papel esclarecedor de la filosofía respecto de ellas. Así, se hace necesario en tiempos adversos reivindicar la filosofía justamente por su importancia y utilidad tanto social y práctica como humana y vital.
Alfredo Lucero-Montaño
No podemos ignorar que este rechazo selectivo de la actividad filosófica se refiere a su significado social en una sociedad empeñada como la nuestra en hacer suya la ilusión de la modernidad capitalista. Modernidad capitalista en la que todas las actividades humanas y sus productos se convierten en mercancías y los valores más nobles se subordinan al valor de cambio. Así, los valores que mueven las aspiraciones y las acciones de los hombres son la ganancia y la utilidad; mientras la competencia y el egoísmo son los antivalores sociales que trastocan a nuestra sociedad en un orden para la simple sobrevivencia material y contra la convivencia y sus valores de libertad, justicia, igualdad y solidaridad. En esta sociedad lucrativa y mercantilizada, la filosofía pues no es rentable en el mercado. De ahí que en la enseñanza media superior se aspire a recortar las alas a la filosofía para que vuelen a sus anchas las disciplinas funcionales al mercado.
Así que para justificar esta tendencia se argumenta que la filosofía no es práctica o productiva. Y en verdad no lo es, en el sentido mercantil. Estamos pues ante una actitud que responde a un sistema socio-económico neoliberal, donde el proceso de globalización del capital financiero trastoca en mercancía todo lo existente.
El trasfondo de este tipo de percepción negativa de la filosofía --la del capitalista o sus voceros que niegan su utilidad económico-social por no ser rentable en el mercado— se origina, hoy en día, en la hegemonía neoliberal que sostiene una especie de consigna no escrita: denkverbot --prohibido pensar. El incumplimiento del proyecto emancipatorio de la modernidad o el fracaso del socialismo como portador de la última utopía, que desemboca en versiones totalitarias y burocráticas, justifican pues el camino de la conformidad y el desencanto, la aceptación del mundo tal como está y, con ello, la renuncia a todo cambio. Lo que aquí encontramos es un proyecto distópico que suspende la reflexión crítica y la valoración originaria de la sociedad existente; un proyecto que supone no sólo la ausencia de ideologías disruptivas y utopías concretas, sino la celebración político-ideológica del fin de la historia, esto es, del fin de las aspiraciones sociales –de una sociedad justa e igualitaria o una vida humana buena.
Esta operación falaz consiste precisamente en suspender la libertad de pensamiento, libertad que significa cuestionar ética y valorativamente el neoliberalismo y su previsible fracaso en resolver la marginalidad y la miseria de nuestra sociedad contemporánea. Esta sería precisamente la consigna entrelíneas de la política educativa en México: suspender el pensamiento crítico de nuestra realidad.
A esta percepción negativa de la filosofía hay también otra actitud que intenta cobrar conciencia de las tendencias del cambio y, al tiempo, reconocer la capacidad de renovación radical del pensamiento filosófico moderno, reivindicando su importancia y función social. Y no sólo en el sentido teórico como una actividad crítica capaz de interrogar sobre la justificación de las creencias y actitudes predominantes de una época y ponerlas en cuestión, sino también en el sentido práctico de influir en la creación de una figura renovada del mundo, contribuyendo así a dignificar y humanizar al hombre en su realidad.
Si la filosofía es juzgada inútil e improductiva desde un criterio productivista y mercantilista, sí es, por el contrario, práctica y productiva, en un sentido verdaderamente humano y vital, como lo atestiguan momentos claves de la historia: al forjar la moral y la política del ciudadano de la polis griega; al impulsar en el Renacimiento y en la modernidad la liberación del individuo del despotismo y la miseria; al inspirar las revoluciones democráticas, desde el siglo XVIII; al denunciar, desde Rousseau hasta Habermas, el perverso camino que tomaba el progreso científico y tecnológico y, para no alargar los ejemplos, al plantearse con Marx la necesidad y posibilidad de cambiar el mundo de las relaciones de explotación y dominación entre los hombres y los pueblos.
Si nos preguntamos hoy dónde está la importancia y la utilidad de la filosofía, habrá que responder a ello situándonos en el mundo en el que se hace la pregunta: un mundo injusto y abismalmente desigual, un mundo indiferente e intolerante, competitivo y egoísta. No es posible callar y conformarse con este mundo que, por ello, tiene que ser cuestionado y, en consecuencia, transformado. Pero su crítica presupone los valores de libertad, justicia, igualdad, dignidad humana que la filosofía se ha empeñado en esclarecer y reivindicar. Pues bien, ¿puede haber hoy algo más práctico, en un sentido humano y vital, que este esclarecimiento y esta reivindicación por la filosofía de esos valores negados y desvirtuados en la realidad?
Ahora bien, este mundo existente, justamente por la negación de esos valores exige otro más justo, más libre, más igualitario, y otra vida más digna y plenamente humana, exigencia que desde Platón a Rawls ha preocupado a la filosofía. Pero el cambio hacia ella, ¿es posible? Pregunta inquietante a la que la ideología dominante responde negativamente arguyendo una naturaleza humana inmutable y egoísta, agresiva e intolerante. Toca a la filosofía salir al paso de esta maniobra fraudulenta al trastocar los rasgos propios del homo economicus de la sociedad capitalista en rasgos esenciales de la naturaleza humana. Con ello la filosofía presta un valioso servicio no sólo a la verdad, sino a la esperanza por un mundo posible, deseable, con respecto al injusto y cruel en que vivimos. Y necesitamos también de la filosofía para deshacer los infundios de los ideólogos que proclaman el fin de la historia, esto es, que la historia ya está escrita con el triunfo del capitalismo neoliberal y “democrático” --hegemonizado y homogenizado por el imperialismo norteamericano.
Pero la historia, puesto que la hacen los hombres, ni está ya escrita ni es inevitable. Y puesto que en estas cuestiones se halla en juego el destino mismo de los hombres, nada más vital y práctico que el papel esclarecedor de la filosofía respecto de ellas. Así, se hace necesario en tiempos adversos reivindicar la filosofía justamente por su importancia y utilidad tanto social y práctica como humana y vital.
Alfredo Lucero-Montaño
30 abril, 2009
Adolfo Sánchez Rebolledo: Leer a Hobsbawn
Si atendemos al debate actual sobre la crisis es evidente que –simplificando– hay quienes creen que una vez superada la fase más destructiva comenzará de inmediato la recuperación al capitalismo realmente existente”, desechando las fórmulas más gastadas, pero sin cambios que afecten su naturaleza. En el extremo contrario se hallan aquellos que ven en los acontecimientos actuales el anuncio de la irrefrenable declinación del sistema, aunque todavía estemos lejos de poder delinear una alternativa práctica, capaz, en efecto, de transformarlo.
Siguiendo las reflexiones del gran historiador Eric Hobsbawn, puede decirse que hemos sido testigos privilegiados de un doble fracaso histórico: el de la economía planificada por el Estado de forma central de tipo soviético, y la totalmente ilimitada e incontrolada economía capitalista del mercado libre. “La primera se derrumbó en los 80, y con ella los sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está derrumbando ante nuestras narices con la mayor crisis del capitalismo mundializado desde los 30”. (En: El Correo del Sur, La Jornada Morelos, 28/4/09).
Cierto es que la apologética capitalista que auguraba la reproducción espontánea e infinita de sus cualidades intrínsecas –sin recurrir jamás a regulaciones ajenas al proceso económico mismo– está en quiebra, abriendo el camino a políticas, razonamientos y justificaciones que los más cerriles apenas ayer consideraban como “socialistas”, cuando se trata, más bien, de salvar la nave antes que dejarla a la deriva. Pero no son los únicos que se miran en el pasado.
Hay también posiciones que asumen la actualidad de la alternativa “anticapitalista” como una cuestión práctica para responder al viejo dilema entre reforma y revolución, pero dejando en la indefinición a los “sujetos” y las ideas que deberían darle sustentación a ese desafío.
En este camino vamos a tientas, pues, como señala Hobsbawn, “por una parte, no sabemos cómo superar la crisis actual. Ningún gobierno del mundo, bancos centrales o instituciones financieras internacionales lo sabe: son todos como un ciego que trata de salir de un laberinto tocando las paredes con distintos palos con la esperanza de encontrar la salida”; por otra, subraya, subestimamos la “adicción” de los gobiernos a la droga de los mercados libres “que los ha hecho sentirse tan bien a lo largo de décadas”. Sin embargo, en su opinión, “el futuro, así como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado están entrelazados en un sentido u otro”. Decirlo es fácil, añade nuestro autor, pero cómo hacerlo es “el problema para todo el mundo en la actualidad, especialmente para la gente de izquierda...”
La crisis (un punto positivo) permite la toma de conciencia sobre la realidad global, obliga a reflexionar críticamente sobre la naturaleza del capitalismo y sus contradicciones y también replantea la utilidad de mantener viva la línea de pensamiento crítico que fue arrollada por la victoria de la revolución conservadora y, antes, por el socialismo de Estado de tipo soviético.
La búsqueda de opciones, empero, no será el resultado de una suerte de revelación ideológica, sino de la experiencia y el cuestionamiento del orden vigente, de la discusión sobre los valores y las ideas que hoy ordenan y jerarquizan el mundo real.
La glorificación del mercado que aún pervive, empero, no se reduce solamente al ámbito exclusivo de las transacciones económicas, sino que es elevada a la categoría de un paradigma filosófico y moral, a una concepción del mundo que rige la vida planetaria, aunque ésta no sea más que una forma aguda de alineación. Es en esta dimensión donde se recicla en parte la pugna entre lo viejo y lo nuevo, la búsqueda de una “filosofía” capaz de reorientar la vida social hacia fines más justos.
La sustitución de los viejos paradigmas por otros que se adapten a las prioridades de la sociedad emergente de la crisis, tendrá que ser el resultado de un nuevo curso de intensa participación ciudadana y popular, lo cual implica mayores niveles de conciencia y organización que los actuales, la descentralización y, a la vez, la globalización de las iniciativas, orientadas por un principio rector asumido por Hobsbawm: se “necesita una vuelta a la convicción de que el crecimiento económico y el bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente”.
No se trata, pues, de la búsqueda de una utopía fundada en principios inalcanzables, sino de proponerse objetivos no determinados por el afán de lucro como supremo valor, pues sin un enfoque semejante, la humanidad será incapaz de afrontar el desafío del cambio climático o la reorganización del poder, el trabajo y, en general, la satisfacción creciente de las nuevas necesidades sociales y culturales.
“La prueba de una política progresista –concluye Hobsbawn– no es privada, sino pública, y no se trata únicamente de un incremento de renta y del consumo para los individuos, pero sí de ensanchar las oportunidades y lo que Amartya Sen llama las “capacidades” de todos por conducto de la acción colectiva. Pero esto significa, tiene que significar, la iniciativa pública sin ánimo de lucro, incluso si sólo fuera mediante la redistribución de la acumulación privada. Las decisiones públicas dirigidas a la mejora social colectiva mediante la cual todas las vidas humanas deberían ganar. Ésta es la base de la política progresista, no la maximización del crecimiento económico y de las rentas personales”.
Tomado de La Jornada, 30 de Abril de 2009
Siguiendo las reflexiones del gran historiador Eric Hobsbawn, puede decirse que hemos sido testigos privilegiados de un doble fracaso histórico: el de la economía planificada por el Estado de forma central de tipo soviético, y la totalmente ilimitada e incontrolada economía capitalista del mercado libre. “La primera se derrumbó en los 80, y con ella los sistemas políticos comunistas europeos. La segunda se está derrumbando ante nuestras narices con la mayor crisis del capitalismo mundializado desde los 30”. (En: El Correo del Sur, La Jornada Morelos, 28/4/09).
Cierto es que la apologética capitalista que auguraba la reproducción espontánea e infinita de sus cualidades intrínsecas –sin recurrir jamás a regulaciones ajenas al proceso económico mismo– está en quiebra, abriendo el camino a políticas, razonamientos y justificaciones que los más cerriles apenas ayer consideraban como “socialistas”, cuando se trata, más bien, de salvar la nave antes que dejarla a la deriva. Pero no son los únicos que se miran en el pasado.
Hay también posiciones que asumen la actualidad de la alternativa “anticapitalista” como una cuestión práctica para responder al viejo dilema entre reforma y revolución, pero dejando en la indefinición a los “sujetos” y las ideas que deberían darle sustentación a ese desafío.
En este camino vamos a tientas, pues, como señala Hobsbawn, “por una parte, no sabemos cómo superar la crisis actual. Ningún gobierno del mundo, bancos centrales o instituciones financieras internacionales lo sabe: son todos como un ciego que trata de salir de un laberinto tocando las paredes con distintos palos con la esperanza de encontrar la salida”; por otra, subraya, subestimamos la “adicción” de los gobiernos a la droga de los mercados libres “que los ha hecho sentirse tan bien a lo largo de décadas”. Sin embargo, en su opinión, “el futuro, así como el presente y el pasado, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado están entrelazados en un sentido u otro”. Decirlo es fácil, añade nuestro autor, pero cómo hacerlo es “el problema para todo el mundo en la actualidad, especialmente para la gente de izquierda...”
La crisis (un punto positivo) permite la toma de conciencia sobre la realidad global, obliga a reflexionar críticamente sobre la naturaleza del capitalismo y sus contradicciones y también replantea la utilidad de mantener viva la línea de pensamiento crítico que fue arrollada por la victoria de la revolución conservadora y, antes, por el socialismo de Estado de tipo soviético.
La búsqueda de opciones, empero, no será el resultado de una suerte de revelación ideológica, sino de la experiencia y el cuestionamiento del orden vigente, de la discusión sobre los valores y las ideas que hoy ordenan y jerarquizan el mundo real.
La glorificación del mercado que aún pervive, empero, no se reduce solamente al ámbito exclusivo de las transacciones económicas, sino que es elevada a la categoría de un paradigma filosófico y moral, a una concepción del mundo que rige la vida planetaria, aunque ésta no sea más que una forma aguda de alineación. Es en esta dimensión donde se recicla en parte la pugna entre lo viejo y lo nuevo, la búsqueda de una “filosofía” capaz de reorientar la vida social hacia fines más justos.
La sustitución de los viejos paradigmas por otros que se adapten a las prioridades de la sociedad emergente de la crisis, tendrá que ser el resultado de un nuevo curso de intensa participación ciudadana y popular, lo cual implica mayores niveles de conciencia y organización que los actuales, la descentralización y, a la vez, la globalización de las iniciativas, orientadas por un principio rector asumido por Hobsbawm: se “necesita una vuelta a la convicción de que el crecimiento económico y el bienestar son un medio y no un fin. El fin es qué hacer con las vidas, las oportunidades de la vida y las esperanzas de la gente”.
No se trata, pues, de la búsqueda de una utopía fundada en principios inalcanzables, sino de proponerse objetivos no determinados por el afán de lucro como supremo valor, pues sin un enfoque semejante, la humanidad será incapaz de afrontar el desafío del cambio climático o la reorganización del poder, el trabajo y, en general, la satisfacción creciente de las nuevas necesidades sociales y culturales.
“La prueba de una política progresista –concluye Hobsbawn– no es privada, sino pública, y no se trata únicamente de un incremento de renta y del consumo para los individuos, pero sí de ensanchar las oportunidades y lo que Amartya Sen llama las “capacidades” de todos por conducto de la acción colectiva. Pero esto significa, tiene que significar, la iniciativa pública sin ánimo de lucro, incluso si sólo fuera mediante la redistribución de la acumulación privada. Las decisiones públicas dirigidas a la mejora social colectiva mediante la cual todas las vidas humanas deberían ganar. Ésta es la base de la política progresista, no la maximización del crecimiento económico y de las rentas personales”.
Tomado de La Jornada, 30 de Abril de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)