09 enero, 2022

EL DIOS DE SPINOZA II

Sergio Espinosa Proa

En realidad no hace falta imaginar un Creador Todopoderoso -ni Platón ni Aristóteles tuvieron necesidad de hacerlo- si fue o era posible garantizar la sumisión de las cosas singulares a su Idea. De ahí deriva por fuerza una noción inadecuada de la perfección y la imperfección. Porque sólo existen propiamente las cosas en su particularidad, y sólo en ellas y para ellas es aplicable el principio de causalidad. La relación de la Idea con su referente real, con el individuo concreto, arrojado al tiempo y su erosión, es la de lo perfecto con lo imperfecto, pero, y esto lo sabe Spinoza acaso demasiado bien, la Idea universal es un ente de razón: no tiene existencia real. Otorgar no sólo existencia, sino excelencia y derecho a gobernar y regir a aquello que no existe más que en la mente es exactamente la operación que más tarde identificará Nietzsche con el nihilismo. Esta decisión irá rodando a lo largo de los siglos. Conocerá ascensos y descensos, enriquecimientos y angostamientos, pero no se extinguirá hasta el día de hoy. El holandés era una persona educada y bondadosa, así que tildará de prejuicio a la manía, extremadamente sospechosa para nuestra sensibilidad actual, de explicar el mundo a partir de una presuposición sobre el propósito final de su existencia. Daría la impresión de ser inextirpable. Según Spinoza, no hay tal cosa como una causa final; lo que puede observarse, abriendo bien los ojos, es sólo una causa eficiente, y ella no es otra cosa que el apetito, que el filósofo define como conatus. Desde aquí, resulta decididamente desafortunado establecer normas ideales de perfección. Todas las cosas son, en sí mismas, perfectas, porque no hay un patrón exterior de medida. El problema surge cuando creemos que buscar el bien, lo útil, es una meta final, lógica, de todo cuanto existe: las cosas fueron hechas pensando en nosotros. Hay multitudes -y no pocos filósofos- que dan esto por descontado. Para un filósofo como Spinoza, es únicamente un prejuicio producto de la ignorancia. Tal vez, ¡pero vaya si ese prejuicio se halla enconado! El Dios de esas muchedumbres se antoja imbatible. Viene a ser una especie de Papá Noel, con su trineo cargado de regalos. Su felicidad consiste en llevar la felicidad, gratuitamente, a nuestros hogares. Evidentemente, es una deidad pensada en los niños, pero no estaría mal que también estuviera ahí para la gente mayor. Muchos dioses, de muchas regiones del planeta, se ruborizarían ante conducta tan humillante. Cualquier cosa menos ponerse al servicio de estos micos. Pero bueno, estos son algunos efectos inevitables de la imperiosa necesidad de creer que se es especial, y, más todavía, que debemos aproximarnos a la perfección diseñada por un ideal. Creer en ese tipo de Dios no deja de tener grotescas consecuencias. Ya no es un simple prejuicio: se convierte primero en una superstición, y enseguida en una religión hecha y derecha. No la inventan los hebreos, pero son increíblemente diestros en depurarla y hacerla verosímil. Por caso, su Dios no es pura bondad, sino cólera; no es puro amor, sino también el aguijón de los celos. Es exactamente como un padre: tierno y severo, justo y arrebatado. Con la creencia de que todo existe por y para algo, el mundo se invierte: lo que es causa aparece como efecto, lo perfecto como imperfecto, lo anterior como posterior, y viceversa. En ese orden de cosas, ni siquiera Dios permanece indemne: si crea el mundo, es porque -diga lo que diga la teología- carecía de algo esencial. La única alternativa es suponer que, siendo perfecto, creó el mundo para que sus creaturas le canten motetes (lo cual, hablando con franqueza, no me parece de entero mal gusto).

Advertimos que, sea como sea, se trata aquí de un prejuicio muy serio. Que todo remita, racionalmente, a un para qué, es una convicción que no se elimina con una pequeña o mediana reprimenda. Es fácil quedar estupefacto incluso por acontecimientos ínfimos. Y si, como es lo que ocurre, hay algunas personas interesadas en perpetuar y propagar la estupefacción, el camino se volverá pronto intransitable (o será el único transitable). Esas personas se han encargado de la educación, o de la cultura, así que nunca se han visto privadas de condiciones para medrar. Su fuerza ha llegado a ser descomunal; hoy mismo es omnímoda e innegable, hasta en la llamada educación pública. A la Teología no le molesta la razón -excepto cuando ésta se imagina con mayor poder que la Revelación. Descartes se cuidó muy mucho de incomodar a tan venerable institución. Ni siquiera el Cogito soñó con liberarse totalmente de su tutela. Para Spinoza, es diáfana la diferencia entre la filosofía y la Teología: aquélla persigue la verdad, ésta busca asegurar la obediencia. Aquélla se dirige a un asentimiento o un rechazo racional, ésta a una emoción nacida de la imaginación. El desnivel es palmario. Lo segundo lleva siempre las de ganar, si no por ignorancia, sí por comodidad o inercia: por hábito, cuando no por pereza. Pero, para el filósofo, no se trata de repudiar a la Teología, sino de mostrarle que no debería sobrepasar sus límites. Ella -al menos, la judía- se forma en el cruce de ocho elementos: 1) Es un saber profético, revelado a unos cuantos. 2) Se reveló a esos pocos hombres mediante imágenes (auditivas y visuales), es decir: mediante signos. 3) La revelación no es exclusiva del pueblo judío. 4) La ley divina no se concibe como algo natural, sino como algo positivo. 5) Se basa en el milagro, aunque Spinoza lo rechaza sin apelación. 6) Se apoya en una "luz sobrenatural", que así mismo descarta el filósofo. 7) No busca un conocimiento de las cosas, sino un camino para alcanzar la virtud; son lecciones morales, no una verdadera sabiduría. Bien entendido que no hay conflicto alguno entre teología y filosofía, pero la primera no cesa nunca en su empeño por subordinarse a la segunda. Las palabras de Spinoza son casi definitivas, pero parecen caer siempre en oídos sordos: "Pues, como no podemos percibir por luz natural que la simple obediencia es el camino hacia la salvación, sino que sólo la revelación enseña que eso se consigue por una singular gracia de Dios, inalcanzable por la razón, se sigue que la escritura ha traído a los mortales un inmenso consuelo. Porque todos sin excepción pueden obedecer, pero son muy pocos, en comparación con todo el género humano, los que consiguen el hábito de la virtud bajo la sola guía de la razón" (Tratado teológico-político, cap. XV). ¿De qué tienen miedo los teólogos, por qué no dejan que los filósofos hagan su trabajo, que de sencillo no tiene un ápice? 

Por lo demás, deberá insistirse: Baruch Spinoza no defiende sólo la libertad formal o de expresión a la hora de interpretar las Escrituras; como vemos, es toda una idea de Dios la que aquí se halla en liza. En ella, lo desconocido forma parte inescindible de lo real (la sustancia, o la naturaleza, o Dios). "Nunca se insistirá bastante en que (...) lo infinito desconocido es tan relevante para el concepto de Dios como lo conocido" (Vidal Peña, "Introducción", Ética, Alianza, Madrid, 1987, p. 33). Por lo pronto, este concepto es crítico, no dogmático -como más tarde, lamentablemente, arguirá Schelling-, porque incluye en sí el límite mismo de la razón. A despecho de algunas palabras poco amables hacía Gilles Deleuze (también critica, con precipitación, a Borges y a Negri), la Introducción de Vidal Peña se encuentra bastante cerca de la lectura del filósofo francés. Ambos se encargan de deshacer los prejuicios más inveterados: que es panteísta, que es racionalista absoluto, que es dogmático. Ya se ha adelantado por qué no es lo último; el concepto de Dios es como el del Cogito: esencialmente problemático. En modo alguno se parte de una creencia o de un sentimiento (ya que ambos serían racionalmente inobjetables). No es, en modo alguno, racionalista a ultranza porque revienta desde dentro el concepto de razón; y no es panteísta dado que Dios es -aparte de potencia infinita- pluralidad e indeterminación. Con estas tres consideraciones, que no siempre -más bien nunca- son debidamente captadas, dada su índole radical, que choca contra un automatismo muy arraigado, Spinoza altera con decisión nuestra imagen habitual del mundo. A sus propios ojos, esta imagen, según hemos dicho, procede de un prejuicio fundamental: creer que Dios se conduce como una persona (vulgar, pero infinita) lo haría. No hacerlo, ¿torna inútil -o superflua- su existencia?

Tomado de Planeta Posmetafísico

07 enero, 2022

EL DIOS DE SPINOZA I

Sergio Espinosa Proa

¿Qué significa y qué alcance tiene el que Albert Einstein -y en ello no fue, por cierto, el primero, ni, en definitiva, será el último- haya dicho que su Dios no podría ser otro que el que concibe Spinoza (Einstein aseveró esto cuando le preguntó el rabino Herbert Goldstein, de la Sinagoga Institucional de Nueva York, si creía en Dios, el 24 de abril de 1921)? Entender a ese Dios -Einstein sólo agregó que en Él se revelaba un Orden Inteligible que nunca interfería en los asuntos humanos- no es imposible si procedemos cuidadosamente a desarmarlo para volver a armarlo. Son cinco partes.

1) Dios es sustancia absolutamente infinita.

Spinoza: el ojo de Dios
De semejante definición se siguen consecuencias positivas y negativas. La concepción de Spinoza se distingue en esto de la de Descartes y de la de la Escolástica, que -por otra parte- mantienen sus respectivas diferencias. Rechaza la idea de analogía, tan importante para Descartes; no es causa de las cosas como si lo fuera de sí mismo. No, porque Dios se produce a sí mismo produciendo todas las cosas: hay que entenderlo unívocamente; esto significa que es inmanente a ellas, no exterior (o Trascendente). Y esta productividad infinita significa también que no hay cabida para la negación. Absolutamente infinito equivale a rechazar la idea de que haya atributos a los que Dios se opone, o que se oponga a sí mismo; no es "relativamente" infinito. Se afirma en todos sus atributos, aunque ellos no sean, por sí mismos, absolutamente infinitos (por ejemplo, el Entendimiento no es Extensión). En este primer aspecto, pues, Dios aparece como Inmanente y como Afirmación absoluta e incondicional de sí. Es casi inaudito que esto se halla propuesto en el siglo XVII.

2) Dios está formado o consta de infinitos atributos.

Esto quiere decir, sobre todo, que está constituido por los atributos, sin aceptar ni presuponer que los precede. No "crea" el Mundo: Es el Mundo. Cada atributo es lo que el entendimiento sabe o predica de la sustancia, porque ella se expresa en los atributos. No tiene nada que ver con algo oculto, misterioso o secreto. Dios no se esconde de nadie ni de nada. La sustancia se manifiesta, se abre, se revela. Lo que se manifiesta al entendimiento como una esencia infinita y eterna de la sustancia es el atributo. Pero no son lo mismo: la sustancia está formada por un número infinito de atributos, pero ellos mismos sólo son relativamente -no absolutamente- infinitos. Podemos comprender esta diferencia como la que va del espectro electromagnético a los colores visibles. Del infrarrojo al ultravioleta abarcan una parte finita de una radiación infinita. El azul es relativamente, no absolutamente infinito. El espectro no es azul; el azul es una sección del espectro. Por otra parte, se ha señalado (J. L. Fernández R., El Dios de los filósofos modernos, EUNSA, Pamplona, 2008, p. 175) que pensar que sólo percibimos una porción del espectro -de la sustancia- es efecto de la experiencia, no de la deducción. Además, este autor observa que la definición del atributo como la expresión de una esencia eterna e infinita plantea dificultades no resueltas por Spinoza.

3) Dios necesariamente existe.

Porque nada se opone a ello, ni interior ni exteriormente. No es el ser opuesto a la nada, ni Dios ante su Adversario, el Diablo. No es cuestión de ver quién gana, ni producto de un volado. Si nada se opone, Dios existe necesariamente, porque ser es poder-ser. La existencia de Dios no supone la existencia del Diablo. Al contrario, si existe -es Dios. Que, por ello mismo, no tiene nada que ver con el Mal.

4) Dios es indivisible, único e inmanente, y su acción es necesaria, libre e inmanente.

Esta distinción aplica cuando se considera la diferencia entre los atributos (como sustantivos) y las propiedades (como adjetivos). Indivisible significa que es impropio pensar en un (misterioso) Dios trino, Único que no es hipócrita ni está dividido en muchos dioses, Inmanente que no crea el mundo y se echa a dormir. Si es Uno, no necesita desdoblarse, multiplicarse, disimularse, esconderse... o encarnarse. No necesita salvar a nadie de ser lo que es y como es. A esto debe añadirse que es Eterno e Inmutable. Lo primero no significa que permanezca existiendo siempre, sino que su existencia es necesaria, no contingente. Lo segundo, que no es un día Dios y otro no. Además, esto no es, en rigor, panteísmo, porque no todo es Dios: los modos son producidos por Dios, pero no coinciden con su esencia. Ello remite a la diferencia entre natura naturans y natura naturata. En modo alguno hay lugar para lo sobrenatural. ¿Ateo o panteísta, pues? Dios es libre, no "tiene" libre albedrío ni está separado del mundo.

5) Dios consiste en sus modificaciones, que son infinitas y finitas.

No basta con decir que la sustancia consta de un número infinito de atributos; también éstos se dividen en un número infinito de modos. No hay un Dios de espaldas al Devenir. Tampoco puede, por la misma razón, considerarse como un Dios personal, con lo cual es igualmente impensable una revelación. Dios no es entendimiento ni voluntad, sino que es su causa -sin confundirse con ellos. Las cosas particulares le son radicalmente distintas. Nada hay contigente; nada, en la naturaleza, pudo no haber existido. Es una negación inapelable del milagro. Pero son libres desde el punto de vista de Dios, no desde sí mismas. Todas las cosas, no sólo (pero también, por supuesto) los seres humanos. "Los seres finitos gozan de esa libertad en la medida en que se identifican con Dios" (p. 213). ¿Podrían no hacerlo? Esta es una pregunta realmente lancinante. Nos pone frente a la extrañeza radical del ser humano.

Con estas cinco características, la idea de Dios que se propone en la filosofía de Spinoza -contenida básicamente en la Ética, pero también en otros textos y en su correspondencia- socava en profundidad la idea de una Creación Divina y de una Religión Revelada. Podemos preguntar por qué motivos es tan importante defender esta última concepción, pues no parece ser solamente debido a exigencias lógicas. No se trata de que Spinoza no convenza con suficiencia, sino, precisamente, de que su razonamiento parece, desde cualquier punto de vista, inobjetable. Para el judaísmo, tanto como para el cristianismo, y para sus respectivas teologías (o ideologías), la filosofía de Spinoza es, por más que se le admire, francamente intolerable. ¿Por qué? Porque hace de Dios un ser que es cualquier cosa menos humano. Con Él simplemente no se puede negociar. Borra de la concepción tradicional cinco rasgos importantísimos: no es inteligente, ni desea objetos, ni pudo no haber creado el mundo, ni creó imperfectas a las cosas, ni se formuló y atuvo a un fin en obediencia al cual inventarlo. Afirmarlo es, en cambio, no sólo incoherente, sino infame. La cuestión es la siguiente: es muy probable que un Dios así exista, pero, ¿de qué nos serviría cuando las cosas no salgan como querríamos que lo hicieran? Podemos agradecer al cielo, pero, ¿suplicar? Pues no; en definitiva, Dios no está ahí para servir de algo. En ese rasgo se asemeja, paradójicamente, al Demonio, su eterno adversario. Spinoza declara que un Dios como el de la Teología es fruto de la ignorancia, pero no es excesivo ver ahí una ignorancia interesada. Nada bajo el cielo merece el menor respeto. Y el daño que esta valoración ha ocasionado es verdaderamente incalculable.

Tomado de Planeta Posmetafísico

02 enero, 2022

SPINOZA Y SU ILUSTRACIÓN II

Sergio Espinosa Proa

Un ser humano es incapaz de comprender, mediante el solo uso de la razón, el Todo del que es parte. El tiempo no puede pensarse propiamente: sólo es posible -hacia atrás y hacia adelante- efectuar conjeturas. Estamos dirigidos hacia el futuro, pero nadie, nadie sabe qué hay ahí, qué nos depara el mañana. Queremos saberlo, pero la razón es claramente insuficiente para otorgarnos tal conocimiento. En consecuencia, cada uno de nosotros es un hervidero de pasiones. Las dos más importantes, de las que derivan las demás, son el temor y la esperanza. Ambas son modalidades inconstantes de la tristeza y de la alegría. Spinoza estima que apoyarse en ellas es lo propio de instituciones y doctrinas esclavizadoras. Manipulan a las muchedumbres; las excitan y someten alternativamente. Es el caso, flagrante, de la religión judeocristiana; vive de despertar en el individuo la promesa de una vida eterna y de temer un castigo igualmente perpetuo. Y también del Estado represor, que se sustenta en el terror. Ya desde su siglo, el filósofo entiende que cada día es más inaplazable la sustitución de la Teología por la Antropología. No se trata de un cambio meramente teórico; apunta al reemplazo de una estructura autoritaria fundada en el temor por una más flexible que conceda la libertad del individuo y que vea en ella la condición sin la cual no habría ni seguridad ni estabilidad. En esto, Spinoza difiere diametralmente de Hobbes; el crecimiento de la sociedad no conduce necesariamente a la guerra de todos contra todos; no hace falta erigir a un Leviatán para mantenerla. La sociedad moderna abre la posibilidad de un aumento de poder del individuo, no de su decremento. El Estado no tiene por qué suprimir las pasiones, sino solamente limitarse a intentar modificar sus efectos. Su papel es convertir las pasiones negativas en positivas y en acrecentar el poder de la colectividad. Pero todo depende del resuelto y completo abandono de la Teología; construir un pensamiento que parta de lo que es, no de lo que debería ser. Y lo que es, respecto del hombre, es la realidad de la imaginación y del deseo. Se despide de la idea del pecado y procura comprender la formación del prejuicio y el mecanismo de las pasiones. Para garantizar dicha comprensión es preciso despojarse de la noción de un Dios personal y creador ex nihilo del mundo. Las cosas no funcionan así. Es necesario, si no queremos rechazar toda idea de una causa absoluta, pensar a Dios como productividad infinita, no como creación a partir de la nada. Sólo de esa manera puede evitarse la idea de Dios como un ser dotado de entendimiento y de voluntad. No hay nada como eso. Antes de la existencia de las cosas no pueden existir ni el entendimiento ni la voluntad. "De una manera general, todos los modos del pensar pertenecen a la naturaleza naturada, de modo que queda excluida una idea preexistente a las cosas" (p. 182). La Teología se precipita por fuerza en este tipo de errores, que son lógicos para su forma de enfocar las cosas. Necesita a un Dios al cual el Hombre debe someterse. Y bien, ese Dios no está muerto; simplemente nunca ha existido. Sólo lo hemos imaginado, y los sacerdotes, acompañados por el grueso de los funcionarios públicos, se han servido de Él para asegurar la sumisión y la obediencia. "Esa absoluta necesidad, esa infinita productividad inmutable en su eternidad, presente en todo y siempre más allá, sumamente perfecta y, sin embargo, cognoscible, fundamentan en el Ser mismo el determinismo universal, la posibilidad de una ciencia rigurosa de toda la naturaleza y destruyen ineluctablemente las pretensiones de todas las doctrinas filosóficas, teológicas y políticas del libre albedrío divino y humano" (Ibid.). Si Dios es una infinita productividad, ser humanos consiste en conocer y actuar, no en lamentarse y caer en constantes actos de contrición y autoflagelamiento. Nada tan triste como eso.

Tal vez no haya mucha necesidad de entrar en el detalle de la operación; pues basta con señalar que de Dios nos conformamos con retener no su verdadera esencia, sino algunas propiedades extrínsecas. Son "signos", que, como sabemos, en Spinoza poseen una connotación específica: manifiestan la forma en que imaginamos a Dios, no como éste realmente es. Advertencias, mandamientos, reglas, modelos de vida... No tienen nada que ver con la esencia divina, sino con las impresiones que marcan al individuo, compelido tan sólo a obedecer. Los teólogos han impuesto su perspectiva a los filósofos, que, como Descartes, piensan que la naturaleza de Dios es lo infinitamente perfecto. Pero esa es una propiedad, no un atributo. Los atributos no son nada misterioso ni oculto: se hallan a la vista, y es probable que por tal razón hayan pasado completamente desapercibidos para filósofos dotados, por lo demás, de enorme talento. La principal explicación de ese fallo la descubre Spinoza en la carencia de un método crítico para interpretar las Escrituras. Lo asevera explícitamente en el Tratado teológico-político: "Con una sorprendente precipitación, todo el mundo se ha persuadido que los profetas han tenido la ciencia de todo lo que el entendimiento humano puede aprender" (Alianza, Madrid, 1990, p. 116). Esto es excesivo. La Biblia no revela la naturaleza de Dios, sólo que existe, que es Uno, que lo ve todo, que está en todas partes y, lo más importante, que debemos prosternarnos ante Él. Un Dios para asustar a los niños, nada más. Vaya si la filosofía ha sufrido por ello. Ha correspondido a Gilles Deleuze insistir en este punto: "De manera que la 'Palabra de Dios' tiene dos sentidos muy diversos: una Palabra expresiva que no tiene necesidad de palabras ni de signos, sino solamente de la esencia de Dios y del entendimiento del hombre. Una palabra impresa, imperativa, operante por signo y mandamiento: ella no es expresiva sino que golpea nuestra imaginación y nos inspira la sumisión necesaria" (Spinoza y el problema de la expresión, Muchnik, Barcelona, 1975, p. 50). Los profetas no entienden ni quieren entender la naturaleza de Dios; tal vez, de hacerlo, se quedarían sin trabajo. Para nuestro filósofo, Dios se expresa en la forma del universo; no se manifiesta como una serie de mandamientos. ¿Quién quiere el misterio? No Dios. Sería absurdo; quizá monstruoso. Lo inventan los profetas, individuos -como se afirma en el segundo capítulo del Tratado teológico-político- de imaginación fuerte y entendimiento débil. El fin del mundo se toma como su principio. Todo aparece así distorsionado. Pero la filosofía de Spinoza es la de una afirmación pura, que, para corresponder a la esencia divina, espera de cada individuo no su autolimitación, no su ab-negación, por los motivos que fueren -siempre serán morales- sino, todo lo contrario, su plena expresión. ¿Qué se precisa para lograrlo? ¡Salir de la infancia en la que nos mantienen ciertas instancias y creencias, ciertos sujetos y costumbres! Porque la filosofía de la afirmación pura es cualquier cosa menos jerárquica: nada en el universo es inferior o superior a nada. La noción de un Dios distante y mayestático, de un Dios que premia-y-castiga, de un Dios personal y a la vez trascendente, cae por su propio peso. "... el mayor de los errores sería el de creer que lo infinitamente perfecto basta para definir la 'naturaleza' de Dios. Lo infinitamente perfecto es la modalidad de cada atributo, es decir, lo 'propio' de Dios. Pero la naturaleza de Dios consiste en una infinidad de atributos, es decir en lo absolutamente infinito" (p. 63). Que el universo sea infinito es la prueba de que Dios existe, al tiempo que señala su auténtica naturaleza: una Sustancia cuya perfección se da en sus atributos, no por encima de ellos. Allí se abren una visión y una experiencia que el temor mantenía adormecidas.

Tomado de Planeta Posmetafísico


01 enero, 2022

SPINOZA Y SU ILUSTRACIÓN I

Sergio Espinosa Proa

En el siglo XVII, Holanda era un ejemplo de modernidad: próspera y libre. Encontró a su filósofo: Spinoza. Y tuvo su principal porqué social y político: sacudirse el yugo de España, aferrada -por múltiples razones- a sus tradiciones. Desde Spinoza, Descartes, francés, no se aprecia tan decidido a abandonar el pasado; está atado a él por lazos más o menos sutiles, pero no por ello menos rígidos y violentos. Uno de ellos salta a la vista: que el alma se halla unida al cuerpo no lo sabe el entendimiento, sino -¡en plena Edad Clásica!- el sentimiento. Pero, según el holandés, el sentimiento no nos informa de otra cosa que de aquello que nos sucede, no de lo que realmente es; no es posible confiar en él para saberlo. Hacerlo equivale a deslizarse irreflexivamente en el prejuicio, de los cuales el mayor de todos es el de presuponer una causa final; Aristóteles se equivocó de modo rotundo al explicar casi todo en virtud de ella. Para Spinoza, es la forma simple y elemental del antropocentrismo: dar por hecho que cuanto acontece ocurre por algo. No se ha despertado todavía suficientemente del sueño si pensamos de esa manera. Es dudoso que Hegel, un siglo después, lo haya logrado, pues el Espíritu procede, según él, como si obedeciera a causas finales. Que puede evitarse este prejuicio lo muestran principalmente las matemáticas: ellas tratan con esencias, no con fines. Descartes no da el paso decisivo, pero es cierto que entreabre la puerta: pensar es, para empezar, expulsar lo oscuro y lo confuso. "Desterrando una finalidad heterogénea a las leyes universales de la naturaleza, la situación del hombre cambia de significación; todo antropocentrismo resulta desterrado. Despojado de todo privilegio, el ser humano no es ya un 'imperio en un imperio', ya no es algo mixto cuya composición original sobrepasa nuestro entendimiento, sino naturaleza en la naturaleza, y, como tal, objeto de ciencia" (Marianne Schaub, "Spinoza, o una filosofía política al modo de Galileo", Ibid., p. 159). En términos más fuertes, desterrar a lo humano es exactamente lo mismo que desterritorializar -como dirá Deleuze- a Dios, considerado en la Ética como un "asilo de ignorancia" (Apéndice a la primera parte). Ateología y antihumanismo en un solo, certero y contundente, golpe; con razón se escandalizó el respetable. Pero es importante hacer notar que aquí no se está anulando la relevancia de lo imaginario; sólo se trata de evitar que resuelva problemas que no le corresponde a él ni siquiera plantear. Desde la subjetividad, las cosas aparecen de cabeza; hasta Dios se conduce como si el pobre fuera un hombre. Todo, desde nuestro punto de vista, ocurre por algo, para nosotros. La razón -lo que Spinoza denomina el segundo género de conocimiento- corrige este defecto. Pero, ojo, sólo es un defecto si quiere organizar nuestro conocimiento del mundo tal como éste es. El prejuicio no está "mal" en sí mismo; solamente deforma o distorsiona nuestra imagen del mundo para adecuarse a cuanto de él, con o sin razón, esperamos. Es lo mismo que Descartes concedía al sentido común; concierne a la posición natural y espontánea del hombre. Pero para Spinoza no es tan sencillo desembarazarse de ella; uno prefiere abrazarse a lo común, así sepamos que se está flagrantemente equivocado. ¿Por qué habría de ocurrir cosa semejante? Porque no soportamos el peso del mundo. Quisiéramos ser omnipotentes, o que Alguien (un Dios, un Mesías, un Führer o una clase social y su vanguardia) para el cual seamos lo más valioso, lo fuera por nosotros. No salimos de la infancia (de una idea ciertamente rudimentaria de la infancia: no la de Nietzsche, por caso). Spinoza supone por contra que esa es precisamente la función de la razón: hacernos madurar. Ser maduros consiste, desde este punto de vista, en saber adaptarse a un mundo que no puede utilizarse como sería ideal.

Esto es prácticamente lo mismo que saber distinguir entre la realidad (externa) y el deseo: las cosas no están ahí, graciosa y dócilmente, para garantizar nuestra satisfacción. Persistir en ello, persuadidos de su verdad, no sólo deforma al mundo, sino que nos hace sufrir -y, de ahí, deplorarlo y calumniarlo- sin ninguna justificación y ninguna necesidad. Es decir: ser niños no está mal; pero seguir siéndolo toda la vida es una reverenda y literal estupidez. Con todo, perseveramos puerilmente en ello. Nos detenemos en la maduración; queremos todo aquí y ahora, y por el solo hecho de ser. Y los efectos son terribles; las cosas se confunden. Hay aquí una crítica subliminal al cristianismo: toda esa cosmovisión consiste en permanecer niños -¡la religión del Hijo!- hasta el final. Es decir: hasta el día de hoy. Que el mundo no existe para cumplir nuestros sueños significa, sin ir más lejos, que es trágico. No es exagerado decir que esta es la principal constatación filosófica de nuestro tiempo. Spinoza advierte, a este respecto, una correlación necesaria entre el antropocentrismo, el oscurantismo y la monarquía. Equivale a considerar la realidad humana y extrahumana -y así actuar sobre ella- desde un punto de vista eminentemente instrumental. Se lee en el mismo Apéndice: "Refiriéndose todos a su propio carácter, inventaron diversos medios de rendir culto a Dios, a fin de ser amados por Él más que los demás, y de que dirija a la naturaleza entera en beneficio de su ciego deseo y de su insaciable avidez". La irrupción de una metodología matemática permitirá salir de ese fango; sin ella esto no sería posible. No hay nada como el Bien o el Mal, el Orden o la Confusión, la Belleza o la Fealdad; no hay nada positivo en la idea de Pecado o en la de Mérito. ¿Qué hay entonces? Sólo grados de potencia. Se adivina, o, mejor dicho, se percibe el desmantelamiento de todo un Orden querido y sustentado por un Dios Todopoderoso. Si no existe el Bien, existe en cambio lo bueno para los seres, consistente en la afirmación incondicional de su naturaleza particular. Esto es veneno puro para la teología, incluso aquella que troca la Bondad por la Belleza. La naturaleza no existe para algo, ni siquiera para que Dios contemple, extasiado, su presunta belleza. Ella, caso de haberla, procede de una conexión necesaria, dada la homogeneidad de las cosas, no de una Voluntad de Orden. Por las mismas razones Spinoza excluye la hipótesis de una "Armonía Cósmica". Las matemáticas desustancializan al mundo y con ello lo liberan de nuestros caprichos y prejuicios más inveterados. Su método es constructivo, no deductivo. Ella no parte de Ideas Generales, que son sólo palabras, sino de definiciones válidas. Éstas no son artificios más o menos ad hoc, sino aplicaciones de un entendimiento enraizado en la naturaleza de las cosas. Comprender cómo opera el entendimiento es lo mismo que comprender el Ser. Se verifica así una continuidad entre la naturaleza naturante y la naturaleza naturada, lo cual significa que un entendimiento finito está capacitado para proceder como si fuera infinito. No precisa de signos externos para saber si es o no es verdad, cosa que ocurre en el primer género de conocimiento. La imaginación sustantiva nociones abstractas y construye a partir de signos, del significado adjudicado a lo real, pero lo real no significa nada: las cosas están encadenadas unas a otras, punto. La razón no requiere signos para entender, señales que vengan de otra parte. No necesita pruebas extraídas de algo radicalmente ajeno, provenientes de un horizonte sacro, misterioso en sí mismo. La imaginación sí trabaja de ese modo, articulando las cosas con vistas a su utilidad. Cree que vuela, pero no se despega un milímetro de la superficie de las cosas. Cree, aún peor, que es libre, pero sólo posee la libertad de un reflejo condicionado. ¡Y seguimos pensando que describe al mundo tal y como es!

Tomado de Planeta Posmetafísico