04 diciembre, 2011

Giorgio Agamben et al: Democracia, ¿en qué estado?

Giorgio Agamben et al., Democracia, ¿en qué estado? Prometeo, Buenos Aires, 2010, pp.128.

"¿Qué es un demócrata, por favor? Esta es una palabra vaga, banal, sin sentido preciso, una palabra goma". Este problema fue planteado ya por Auguste Blanqui hace alrededor de un siglo y medio. No se espere encontrar aquí una definición de la democracia ni un manual, mucho menos un veredicto a favor o en contra. Los ocho filósofos que aceptaron participar en el tema sólo tienen un punto en común: rechazan la idea de que la democracia sea sólo el acto del sufragio popular repetido cada tanto. Por lo demás, sus opiniones son claras en sus diferencias, incluso contradictorias entre sí (lo que era previsible e, incluso, deseable). Parece, por último. que todo lo que ha de hacerse con la palabra "democracia" es no rendirse al enemigo en la lucha por este centro alrededor del cual se articula, desde Platón, en lo esencial, la mayor controversia política.

Indice: Nota preliminar sobre el concepto de democracia, por Giorgio Agamben. El emblema democrático, por Alain Badiou. El escándalo permanente, por Daniel Bensaïd. Hoy en día, somos todos demócratas, por Wendy Brown. Democracia finita e infinita, por Jean-Luc Nancy. Las democracias contra la democracia, por Jacques Rancière. Democracia en venta, por Kristin Ross. De la democracia a la violencia divina, por Slavoj Žižek.

21 noviembre, 2011

Spinoza Contemporáneo

Lo que permanece vivo en la filosofía de Baruch de Spinoza (1632-1677) es el caudal de realidades que le preocuparon y los problemas que tales realidades le plantearon, es decir, las preguntas que motivaron radicalmente su pensamiento. Si bien sus respuestas fueron necesariamente limitadas a su tiempo y a su situación, la forma misma de tales respuestas comprende una problemática evolutiva que alcanza y se instala en nuestro horizonte filosófico contemporáneo. Según Antonio Negri, las razones para afirmar la contemporaneidad de Spinoza no sólo son razones positivas, sino problemáticas. Hoy en día estas razones problemáticas hacen importante y valioso el estudio del pensamiento de Spinoza.

En The Savage Anomaly (University of Minnesota Press, Minneapolis, 1991), Negri inicia su análisis de la filosofía de Spinoza a partir de la idea que su metafísica representa la polaridad de una relación de fuerzas antagonistas: fuerzas y relaciones que experimentan una tendencia de contradicciones y conflictos. En este marco antagónico, la metafísica de Spinoza es la anomalía del materialismo, del ser que actúa y que, constituyéndose a sí mismo, plantea la posibilidad --ontológica y política-- de transformar el mundo, así como interrumpir la continuidad del tiempo homogéneo y milimetrado.

Ahora bien, siguiendo a Negri en su ensayo “Spinoza: Five Reasons for His Contemporaneity” (véase Subversive Spinoza, Manchester University Press, Manchester, 2004), he aquí las razones de la contemporaneidad de la filosofía de Spinoza:

Primera. Spinoza funda el materialismo moderno en su más alta expresión, es decir, determina el horizonte propio de la especulación filosófica moderna y contemporánea, que es el de una filosofía del ser inmanente como negación de todo orden previo a la constitución del ser y el obrar humano. El materialismo spinozista no supera, sin embargo, los límites de una concepción puramente “espacial” --galileiana-- del mundo. Spinoza intenta destruir los límites de tal concepción, pero no alcanza una solución, sino que deja irresoluto el problema de la relación entre las dimensiones espaciales y temporales del ser. La imaginación --esa facultad espiritual que recorre el sistema spinoziano—, aún en su forma más creativa y dinámica, constituye el ser en un orden que sólo es temporal.

Segunda. Spinoza describe el mundo como absoluta necesidad, como presencia de la necesidad. “Todas las cosas de la Naturaleza acontecen con cierta eterna necesidad”. (E1a) Pero esta misma presencia es contradictoria. Por un lado, restaura inmediatamente para nosotros la necesidad como contingencia, la absoluta necesidad como absoluta contingencia –dado que la absoluta contingencia es la única manera de afirmar el mundo como horizonte ético. Por el otro, el movimiento del ser expresado a través de las catástrofes del ser: lo que es, pero puede no ser; lo que es así, pero puede ser de otro modo. Se trata de la presencia del ser en los márgenes de la vida cotidiana y su necesidad dada como contingencia, tal es la paradoja de esta necesidad. Estamos en un orden de contingencia, y a esta contingencia le corresponde, precisamente, la libertad.

En Spinoza el sentido de las catástrofes del ser elimina todo determinismo hasta sus últimos vestigios. La necesidad del ser como conatus de ninguna manera sostiene el determinismo. Al contrario, es la absoluta contingencia. Sólo ahora podemos entender la completa significación del hecho que la necesidad es libertad. Abrazamos el mundo como libertad –este es el sentido de las catástrofes del ser que nos han sido restauradas como posibilidad de libertad y creación.

Así, Spinoza nos enseña a hacer una distinción en el mundo ético: la alternativa entre vida y muerte, entre construir o destruir. Cuando el poder ético se articula a sí mismo en la absoluta contingencia del ser, este movimiento se orienta necesariamente por las razones de la vida en contra de aquellas de la muerte. “El hombre libre en ninguna otra cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. (E4p67) La acción ética será pues una acción de construcción en el corazón del ser --en tensión hacia lo singular y lo complejo. La radicalidad de la alternativa ilumina el drama e intensidad de la elección ética que se convierte en el pathos de la política: la imaginación creativa en oposición al orden de la muerte. “Los hombres libres se guían más por la esperanza que por el temor, mientras los hombres subyugados se guían más por el temor que por la esperanza; los primeros desean vivir, los últimos simplemente evitar la muerte”. (TP5,6)

Tercera. Spinoza describe la imaginación creativa como un poder ético, es decir, como la facultad que guía la construcción y el desarrollo de la libertad. Es la historia res gestae, la historia de la construcción y desarrollo de la libertad, y la articulación de su razón interna: naturalizar y racionalizar la acción humana. La razón que nos sitúa en la determinación radical de la elección ética: el esfuerzo (conatus) a perseverar en el ser. La ética descubre y reconoce la cualidad de la existencia humana, la tendencia a existir --ya sea hacia la vida o hacia la muerte--, como la determinación fundamental. Pero éstas no son sólo palabras, son seres, realidades ontológicas que desarrolla la imaginación creativa.

Spinoza excluye el tiempo-como-medida. Él aprehende el tiempo de la vida. El tiempo no es medida sino ética. Para Spinoza, el tiempo sólo existe como liberación. El tiempo liberado se convierte en imaginación creativa, en imaginación realizada. Pero el tiempo liberado no es devenir ni dialéctica, sino ser que se hace a sí mismo en la continua elección ética que fluya con el tiempo de la vida. La elección radical no es historia rerum gestarum (historia como conocimiento abstracto) sino historia res gestae (historia como saber vital), es decir, la afirmación de la necesidad de ser, del poder de ser. “Cada cosa, en cuanto está en ella [en cuanto es en sí], se esfuerza por perseverar en su ser”. (E3p6)

Cuarta. El concepto spinozista de amor y cuerpo. La expresión del ser comprende un gran acto sensual que comprende el cuerpo y la multiplicidad de cuerpos. Ser significa participar en la multiplicidad. “Lo que dispone al cuerpo humano de tal suerte que pueda ser afectado de muchísimos modos, o lo que lo vuelve apto para afectar los cuerpos externos de muchísimos modos, es útil para el hombre; y tanto más útil cuanto más apto vuelve al cuerpo para ser afectado y para afectar a los otros cuerpos de muchísimos modos; y, por el contrario, es nocivo lo que vuelve al cuerpo menos apto para eso”. (E4p38)

Para Spinoza, el ser es fuente de emanación, esto es, fuente de una realidad de la que emana otra realidad ad infinitum. Este nuevo ser se nos ofrece a través de mil y una acciones singulares de cada ser, es decir, cada uno de nosotros juega un papel en el desarrollo del ser. El amor estrecha seres diferentes; es un acto que une cuerpos y los multiplica, dándoles nacimiento y reproduciendo su esencia singular. Si no estuviéramos inmersos en esta comunidad amorosa de cuerpos, de átomos vivientes, nosotros no existiríamos. Así, nuestra existencia es siempre colectiva en sí misma. En contra del solipsismo y el individualismo está la superabundancia del ser que ha elevado la fuerza de los deseos más allá de toda medida. “El deseo [cupiditas] es la esencia misma del hombre, esto es, el esfuerzo con que el hombre se esfuerza por perseverar en su ser”. (E4p18d) El deseo es así el cimiento del amor y el ser.

Quinta. Otra razón de la contemporaneidad de Spinoza es el heroísmo de su carácter filosófico. Ni el coraje de Giordano Bruno ni el vértigo de Blas Pascal, sino la serena lucidez de Spinoza. Gilles Deleuze lo llama “el príncipe de los filósofos”. Es el heroísmo de la imaginación, de la acción y el deseo de libertad; el heroísmo del descubrimiento intelectual, que exige una lúcida fuerza de clarificación e imaginación teórica. En Spinoza, la resistencia y la dignidad, el rechazo de la agitación de una vida sin sentido, la independencia de la razón, no son preceptos morales, sino un teorema ético.

En suma, Spinoza pensó --parafraseando a Deleuze--, el afuera y el adentro del pensamiento, el afuera no exterior y el adentro no interior. Lo que no puede ser pensado y no obstante debe ser pensado. Spinoza no se entregó a la trascendencia, el devenir o la dialéctica, al contrario, mostró, estableció, pensó la posibilidad de lo imposible: el misterio del ser inmanente.

alm

04 noviembre, 2011

Simon Choat: Review of 'Second Manifesto for Philosophy' by Alain Badiou

Alain Badiou, Second Manifesto for Philosophy, trans. Louise Burchill, Polity, Cambridge, 2011, 176 pp.

This book is a sequel of sorts to Badiou’s Manifesto for Philosophy, which was first published in France in 1989. Both volumes offer a polemical defence of Badiou’s vision of philosophy and a summary of his latest thinking. The first Manifesto acted as an abridged version of Being and Event, whose arguments it presented in condensed form; the Second Manifesto does the same job for Badiou’s recent Logics of Worlds.

When the first Manifesto was translated into English in 1999, Badiou was still relatively unknown in the Anglophone world; today, he is firmly established within the canon of contemporary Continental philosophy, with more than a dozen of his books translated in the past five years. The explosion of interest in his work can at least in part be attributed to the fact that his ideas and arguments are genuinely novel. More than any other contemporary philosopher, Badiou has challenged the conventions of post-structuralist thought in all its forms, from Derridean deconstruction to Deleuzian metaphysics, resurrecting unfashionable concepts like truth and universalism and reclaiming thinkers long derided.

This critical attitude toward post-structuralism played an important role in the first Manifesto. The polemical force of that book was aimed at contemporary French Heideggerianism, specifically its assertion of the end or impasse of philosophy, its recourse to poetry and art, and its deconstruction of the subject. In contrast, Badiou insisted on the need to think the conditions under which philosophy is possible, desuturing it from those conditions (including art) and rethinking the subject. The target of the Second Manifesto is less carefully drawn, and a bit harder to identify. Badiou continues to oppose philosophy to sophism, but no longer that of the French Heideggerians. Today’s sophists are more mundane: they are those ‘democratic materialists’ who reject principles and truths in the name of fetishised notion of public opinion and a supposedly pragmatic managerialism. The threat to philosophy today, Badiou argues, comes not from deconstructive proclamations of the end of metaphysics and the reduction of philosophy to its conditions, but from philosophy’s over-inflation: philosophy (or rather what today passes for philosophy) finds itself everywhere, offered as fodder for TV shows and lifestyle magazines and called upon to act as the ethical conscience of big business and high finance. Indistinguishable from the mainstream moralising discourse of human rights, ‘philosophy’ today does nothing more than supplement our dominant ideology, reinforcing the values of capitalism and an unthinking scientism.

Badiou’s critique is thus much less focused this time around. The first Manifesto attacked a clearly delimited and readily identifiable set of thinkers. Alongside economic managerialism, human rights, and neuro-positivism, however, the Second Manifesto also manages to lambast cultural relativism, the nuclear family, American militarism, media punditry, and anti-Islamism. This scattergun polemic makes for a somewhat disjointed and uneven book. In the first Manifesto, the critique of his philosophical contemporaries was used to introduce and illuminate Badiou’s own philosophy: it was in opposition to the aestheticisation of philosophy and the dethroning of truth that Badiou was able to outline his own theory of philosophy as that which constructs a space for the reception of truths. In addition, criticism of Heideggerian diatribes on technology and nihilism gave Badiou the opportunity to delineate a powerful (albeit underdeveloped) account of the relation between philosophy and capitalism. In the Second Manifesto the link between criticism of others and clarification of his own philosophy is more tenuous: instead, we have a mocking condemnation of politicians, TV presenters, and other easy targets, followed by an exceptionally dense and demanding outline of Badiou’s latest philosophical explorations.

If this new book has a main enemy, it is those who deny that there are such things as truths. This continues Badiou’s previous work – but as he explains in his concluding chapter (which offers a useful summary of the distinctions between the first and second manifestoes), if the first Manifesto sought to establish the universality of truths (against all forms of cultural relativism), the Second Manifesto emphasises their eternality (128-9). How can truths that are created within one particular world possess value for very different worlds? How is it possible – to use Badiou’s example – that paintings daubed on a cave wall 40,000 years ago can still be understood and used by us today? As Badiou notes (23), Marx had his own answer to these kinds of questions: the famous claim made in the Grundrisse that we continue to enjoy Greek art because ancient Greece was the childhood of humanity, and everyone loves a child. Badiou dismisses Marx’s response, claiming that it is ‘as feeble as it is touching’ (and ‘also very German’) (23). Instead, we should acknowledge that there are artistic, scientific, political, and amorous truths that are eternally valid.

This shift of emphasis from universality to eternality entails another change of focus: if the first Manifesto established that there are universal truths, the Second Manifesto is interested in how truths appear and are sustained as bodies in the world. Granted that there is such a thing as a truth whose ‘significance is not exhausted by that which materially binds it to its world of appearance’ (27), how do these truths come to appear in our particular, material world? This question reflects and is part of a broader change in Badiou’s whole project. Whereas Being and Event offered a theory of being as pure multiplicity, Logics of Worlds (and hence also the Second Manifesto) examines beings as they appear – not as pure multiplicities but as differentiated from other beings. If the first Manifesto called for a radical ‘disobjectivation’ – declaring the need to think an objectless subject – the Second Manifesto restores the ‘object’ as a legitimate philosophical category: it aims to show how a being can appear as an object in a world. We have thus moved from ontology (i.e. the investigation of being as being) to phenomenology – by which Badiou means the investigation of ‘being-there’ (31), or the existence of objects in different worlds.

Badiou’s work has previously been criticised for its abstraction and lack of engagement with social, historical, and economic factors. Those hoping that his phenomenological turn will lead Badiou away from the often intimidating formalism of his earlier work are likely to be disappointed. As is well known, in Being and Event Badiou identifies ontology with mathematics. In Logics of Worlds and its companion manifesto, he identifies phenomenology with logic. For Badiou, phenomenology is about the forms of relation that objects enter into – and it is logic that offers us a ‘formal theory of relations’ (31). In common with most commentators on Badiou, at this point I am forced to confess my ignorance of recent developments in mathematics – though in some senses Badiou’s turn to logic should be less daunting than his earlier use of set theory: logic, after all, is a well-established branch of philosophy, pursued by some of its most notable practitioners (Aristotle, Hegel, Mill, etc.). Nonetheless, given that his arguments can be expressed and understood without their mathematical framework, it remains difficult to shake off suspicions about the use that Badiou makes of mathematics, apart from its role in drawing on the intellectual authority that has traditionally been awarded to the hard sciences.

If ontology is interested only in the being of a multiplicity, ‘divested of all the qualitative predicates which make of it a singular thing’ (28), then Badiou’s phenomenology investigates the qualities of multiplicities insofar as they appear as objects differentiated from other objects: it is interested in the ‘degrees of identity’ between multiplicities, or in other words the extent to which two things appear similar or different. Any world (and there are many) is governed by a ‘transcendental’ that organises these degrees of identity. For example, in the world of a preoccupied commuter, two ants on the floor may appear basically identical – the degree of identity will be very strong – whereas in the world of an entomologist the two insects may appear very different to each other, and the ‘degree of identity’ will therefore be much weaker. ‘Existence’ is defined by Badiou as ‘the measure of an identity of a thing to itself’: it is ‘a transcendental degree indicating the intensity of a multiplicity’s appearing in a given world’ (57-8). What this means is that things can exist in the world to different degrees, and there can even be things that are in the world but are inexistent. Indeed, Badiou claims that ‘if a multiplicity appears in a world, one element of this multiplicity, and one alone, is an inexistent of the world.’ (60) Badiou’s example is inspired by Marx: in bourgeois society, the proletariat does not exist; it ‘can be analysed but, according to the rules [or transcendental] governing the appearance of the political world, it does not appear within this.’ (61) For the inexistent to appear, there must be a disruption of the transcendental: ‘a perturbation of the world’s order’ (91). A suitably radical change is named an event, which gives rise to a truth process as ‘the construction of a new body’ (90).

From a Marxist perspective, the concept of the transcendental as a world’s ‘structural order’ (53) does raise a series of questions. Where does the transcendental come from? Whose interests does it serve? How is it sustained? And, perhaps most importantly, how can it be challenged and overturned? Granted that it is desirable that (for example) the proletariat are raised from inexistence to maximal existence, how is this to happen? How will change come about? Badiou’s previous account of radical change was frequently criticised: it seemed as if the event’ just appeared from nowhere, as if falling from the sky. His new conceptual arsenal does allow for a more subtle approach. Events are now distinguished more thoroughly from other forms of change, and in theory the concept of the transcendental as the system of rules governing a world means that the conditions of events can be analysed, though it remains to be seen how useful these concepts are for the analysis of social forms. The relation between truth and subject is also now more subtle. In earlier works, the ‘subject’ referred to that individual or collective who sustained a truth by being faithful to an event. Badiou now acknowledges that there can be other types of subject – not only faithful but also ‘reactive’ (maintaining that the world should carry on as normal) and ‘obscure’ (calling for the liquidation of the faithful subject and the destruction of the new truth) (92-5). But there is still no sense that a subject might be something that takes part in or causes events: in a sense the subject is always ‘reactive’ for Badiou, because it is only ever a reaction to an event. In addition, despite Badiou’s polemicising, he never exorcises the spectre of relativism: if truths are sustained by subjects, then what are we left with other than a radical decisionism? The alternative that Badiou offers in his conclusion – ‘either war-mongering capitalist parliamentarianism ... or the victorious renewal of the Communist hypothesis’ (124) – is admirably clear, but it remains in doubt how useful his own philosophy is for elucidating and responding to this alternative.

I have only been able to touch on some of this book’s themes here – but then that is all Badiou is able to do in such a short volume: the attempt to condense the massive Logics of Worlds into a small manifesto means that we end up with a book that is often exceedingly dense and difficult. But, then, given Badiou’s views on philosophy, it would be absurd to complain that this book is not easy enough. If this Second Manifesto does not reach the heights of the first, then that is to be expected, given that the first Manifesto is one of Badiou’s finest books (and, along with his Ethics, probably the best introduction to his unique philosophy). And if readers of this book are forced to turn to Logics of Worlds to make sense of some of the more obscure passages, then in a sense it means that this manifesto has done its job as an appetizer for Badiou’s current thinking.

Source: Marx & Philosophy Review of Books

25 septiembre, 2011

Ingrid Robeyns: Review of Creating Capabilities. The Human Development Approach by Martha C. Nussbaum

Martha C. Nussbaum, Creating Capabilities: The Human Development Approach, Harvard University Press, 2011, 237pp.
After Women and Human Development and Frontiers of Justice[1], two books in which she has been developing the capabilities approach as a partial theory of justice, Martha Nussbaum has now written a third book on her capabilities approach. Yet Creating Capabilities is in one sense very different from the earlier two books, since it aims to be an accessible introduction to the capabilities approach that is aiming at undergraduates and general readers. This is not an easy task, given the profoundly interdisciplinary nature of the capabilities approach. Admirably, Creating Capabilities delivers what it sets out to do and serves very well as a first theoretical introduction to the capabilities approach.
Nussbaum describes the capabilities approach as a new theoretical paradigm in the development and policy world, which poses the questions: "What are people actually able to do and to be?" Put differently, the capabilities approach asks which genuine opportunities are open to people. By starting from this question, we will shift the focus of policy and development analysis from resources (incomes at micro-level and GDP per capita at national level) to people's capabilities: the substantive freedoms or opportunities that are created by a combination of the abilities residing inside a person (like capacities and skills) with their social, economic and political environment.
The first chapter offers, through the narrative of the life of Vasanti, a poor Indian woman, an illustration of how the capability approach conducts social evaluations. Chapter two proceeds to offer a more detailed description of the approach, which contains a characterization of the nature of the capability approach which I haven't found in Nussbaum's earlier work and which will interest not only students but also scholars of the approach. According to Nussbaum, there are two different purposes of the capability approach, namely as a theory of social justice and for comparative quality of life assessment, whereby Nussbaum's work exemplifies the first purpose and Amartya Sen's work the second purpose. The two purposes which Nussbaum distinguishes are obviously closely related, and she argues that both share some essential elements: (1) the principle to treat each person as an end, rather than looking at averages; (2) to focus on choice or freedom rather than achievements; (3) to be pluralist about value, which entails that different capabilities are incommensurable; (4) to be deeply concerned with entrenched social injustice and inequality; and (5) to give a clear task to government and public policy (pp. 18-19).
Nussbaum uses the capabilities approach in constructing a theory of basic social justice. As we know from her previous work, Nussbaum has developed a theory of universal fundamental political entitlements. Those entitlements are given, in general terms, by a list of ten central capabilities: life; bodily health; bodily integrity; senses, imagination and thought; emotions; practical reason; affiliation; other species; play; and control over one's environment (pp. 33-34). These entitlements impose duties on governments, who must ensure that all people meet minimal thresholds of those capabilities. In addition to the use of the capabilities approach for thinking about social justice, the approach has also been used by Amartya Sen for purposes of quality of life assessment, which also led to a change of the development debate (most famously illustrated by the analyses presented in the Human Development Reports).
Chapter 3 elaborates in more detail the capabilities approach as a development theory and gives an overview of the work that Amartya Sen and his collaborators have been doing in development economics. Nussbaum rightly notes that in economic policymaking we need a 'counter-theory' for those policies that focus primarily or exclusively on material well-being or, at the aggregate level, on economic growth. It would have been informative for the readers, though, if more had been said on the capability-like initiatives that have already been developed in recent years: more and more economists are trying to measure capabilities (or decent proxies), more and more statistical offices are interested in the approach and trying to see what difference it makes in practice. Moreover, significant progress has been made by the economists of the Oxford Poverty and Human Development Initiative to develop multi-dimensional poverty measures. It would have been good for an introduction to the capability approach to at least have flagged this work on measurement and the increasing acknowledgement of the capability framework by economists, since the results of their studies are one important way to judge to what extent the capability approach makes a difference in practice.
Chapter 4 then moves on to discuss a number of philosophical questions in what Nussbaum regards as the second pillar of the capability approach, namely, a theory of social justice. Nussbaum provides a helicopter view of the many philosophical questions that need to be addressed if one wants to develop a capability theory of justice: the selection of relevant capabilities, the question of justification, its differences with informed-desire accounts of welfarism and with social contract theories, and questions of stability and implementation. Nussbaum also includes a few pages on the question whether the capability approach should be seen as a deontological approach or rather as a consequentialist theory. The exact characterization of the capability approach is an interesting philosophical question, but, in my view, it is also a question that is highly unlikely to interest the broad and non-specialist readership of this book. Moreover, from a scholarly-philosophical point of view much more needs to be said on this issue than is possible in an introductory book. For example, does the capability approach fit the categories of deontological vs. consequentialist theories in the first place? Some guidebooks of ethical theory classify theories as deontological, consequentialist, or as being an alternative to these two dominant families. Perhaps the capability approach, at its most general level, belongs to the latter category?
In the following chapters, Nussbaum discusses a range of questions that have been much discussed in the capability literature or are of special importance for this field. Chapter 5 focuses on the questions of cultural diversity and the approach's claim to universality. Chapter 6 addresses the important question of global poverty and global injustices, drawing on Nussbaum's earlier work in this area. Chapter 7 traces the historical roots of the capabilities approach, including Aristotle and the Stoics, Adam Smith and Thomas Paine, John Stuart Mill and T.H. Green. Chapter 8 surveys a number of topics and issues that have recently been taken up by scholars working on the capabilities approach, such as disadvantage in affluent societies; gender issues; disability, ageing and the importance of care; education; animal entitlements; environmental questions; and constitutional law.
The book has two appendices, which are both, for very different reasons, quite intriguing, although they will be mainly of interest to scholars. Appendix A is entitled 'Heckman on Capabilities' and discusses the work of the economist James Heckman on human capital and the economics of early childhood interventions. Nussbaum argues that Heckman's work should illuminate and enrich the capabilities approach and that bridges should be built between those working on the capability approach and the work done by Heckman and his team. Yet Heckman's use of 'capabilities' really is only the internal side of how capability scholars understand the word; it is about skills, talents, character formation, and personal potential for achievement. So I am puzzled as to why Heckman should be considered a privileged discussion partner for capability scholars. He uses the term 'capabilities', but he is really doing research on something quite different (incidentally, I think that research on early childhood intervention is very important, but that's another matter). In educational studies capability scholars have at length and in great detail explained why we should move from a human capital to a human capability framework if we want to move beyond an economic approach to education. So rather than going into dialogue with a line of research that uses the same term but focuses on something much more narrow than the capability approach does, shouldn't scholars of the capabilities approach engage in dialogues and build bridges with those who are pursuing very similar research under different terminology, such as for example the 'social indicators' movement in Europe that has existed since the 1970s or the work done in development ethics that started primarily in Latin America a few decades ago?
Appendix B analyzes and assesses Amartya Sen's distinction between well-being freedom and agency freedom. Nussbaum doesn't use this distinction and believes that "the distinction is obscure and not useful to one who, like Sen, has rejected (on good grounds) utilitarian notions of well-being" (p. 200). Nussbaum believes that by focusing on capabilities rather than functionings and by giving some capabilities, such as practical reason, a central place on her list of fundamental entitlements, that there is no need for the distinction between agency freedom and well-being freedom. Instead, she argues, "because what is valued is the freedom to do or not to do, agency is woven throughout" (p. 201). Yet many philosophers working on the capability approach, such as David Crocker, have endorsed the distinction between well-being and agency and find it a useful distinction. For example, agency can also refer to certain sacrifices one may want to make of one's own well-being out of commitment to collective values (e.g., the environment or the quality of the public debate) or out of commitment to the value of the quality of life of other people (e.g., the decision of an adult child to care intensively under difficult circumstances for her terminally ill parent). To my mind, there is epistemic value in separating the well-being of those people from their agency. The reason why they made certain choices out of their capabilities is not because they are not interested in these options and hence choose what they prefer for themselves; rather, they choose certain options despite what they would prefer if the only thing they would consider was their own well-being. Hence I do find agency versus well-being a useful distinction, both to understand personal choices but also to analyze population-level phenomena, such as the decrease in well-being of informal intensive care-givers who have made a deliberate choice to provide care by themselves rather than having someone else care for their dependents. It would be a valuable contribution to the scholarly literature if Nussbaum would expand her arguments from the mere four pages in this appendix and would engage with the arguments by the capability scholars who have argued in defense of Sen's agency/well-being distinction.
The publication of this book should be much welcomed, since apart from An Introduction to the Human Development and Capabilities Approach, which has been edited by Séverine Deneulin, no book-length introduction to the capabilities approach was available up until now.[2] Creating Capabilities succeeds well in providing an accessible introduction. Yet introductory books, especially those written by leading scholars in the field, tend to skew the understanding of a theory toward their own favorite interpretation. It is important to highlight that other understandings are also around. In my discussion of the chapters I have already pointed at some aspects where not everyone would agree with the interpretation that is given inCreating Capabilities. Yet in my view the most significant point of disagreement may well be the description of the capabilities approach itself. Nussbaum sees it as a theory with two legs -- theorizing about social justice on the one hand, and comparative quality of life assessment on the other. In the former she is the most prolific author, in the latter Sen is the most canonical figure. Yet I think it is possible to describe the capability approach in more general terms, namely as a theoretical framework that entails two core normative claims: first, the claim that the freedom to achieve well-being is of primary moral importance, and second, that freedom to achieve well-being is to be understood in terms of people's capabilities, that is, their real opportunities to do and be what they have reason to value.[3]
This general description can then be developed into a variety of more specific normative theories, including, most famously, Nussbaum's (partial) theory of social justice and Sen's account of comparative quality of life assessment and development, but also as the basis for (or part of) social criticism, ethnographic studies, policy design in the area of family policies in welfare states, or even -- potentially -- as part of the design of a revolutionary blueprint of a post-capitalist economic system. By describing the capability approach as being either focused on social justice or on comparative quality of life issues, Nussbaum is not sufficiently recognizing the large variety of ways in which the approach is currently already used and is underestimating its potential. To my mind, the capability approach should be defined in more general and abstract terms, as a theory with a scope potentially as wide reaching as utilitiarianism. Philosophers should consider thinking of the capability approach as 'capabilitarianism'.
Lifting the definition of the capabilities approach to this higher level of generality also has consequences for the question of what the 'essential elements' of the approach are. Recall that Nussbaum argues that these are the following elements: (1) to treat each person as an end, rather than looking at averages; (2) to focus on choice or freedom rather than achievements; (3) to be pluralist about value, which entails that different capabilities are incommensurable; (4) to be deeply concerned with entrenched social injustice and inequality; and (5) to give a clear task to government and public policy.
Yet I think this suggests a consensus that does not exist. Not all 'capabilitarian theories' will necessarily endorse the view that we should only focus on choice or freedom. Seeing the capability approach as an umbrella, or a family, of normative theories opens up space for more paternalistic accounts of policy making that defend a mix of capabilities (freedoms) and the functionings (achievements), which Nussbaum's version clearly rejects. Similarly, by dragging the description of the capability approach to a higher, more general, plane, it allows for capability theories of justice that see the role of the state as very limited, instead giving the most significant duties of justice to non-state actors, such as individuals, development NGO's, grassroots organizations, or even more informal collectivities. This enlargement of the scope of the capability approach could drastically increase the contribution it can make to non-ideal theorizing of justice and development, as well as to ethical theory and practice in general.


[1] Martha Nussbaum, Women and Human Development: The Capabilities Approach, New York: Cambridge University Press, 2000; Martha Nussbaum, Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership, Harvard University Press, 2006.
[2] Séverine Deneulin (ed.), The Human Development and Capabilities Approach, London: Earthscan, 2009.
[3] Robeyns, Ingrid, "The Capability Approach", The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Summer 2011 Edition), Edward N. Zalta (ed.).

18 septiembre, 2011

Alain Badiou: De la definición de verdad política*

Me gustaría partir de la definición que os di la última vez de lo que es una verdad política.
Os la recuerdo: una verdad política es el producto organizado de un acontecimiento popular masivo en el cual la intensificación, la contracción y la localización sustituyen a un objeto identitario, y a los nombres separadores que lo acompañan, por una presentación real de la potencia genérica de lo múltiple.
Voy a puntualizar cada elemento de esta definición recapitulativa.
Una verdad política es (un) producto.
Una corriente importante de la filosofía política sostiene que es una característica de la política la de ser extraña a la noción de verdad, y que desde el momento en que vinculamos la política a una noción cualquiera de verdad empezamos a caer en la presunción totalitaria. De ahí se deduce que no hay sino opiniones. Os daréis cuenta de que aquellos que dicen esto no mantendrían ni por un momento que en ciencia o en arte no hay más que opiniones. Se trata por tanto de una tesis específica sobre la política, cuya argumentación, que se remonta a Hannah Arendt, es que la política, que es la disciplina que tiene por objeto y desafío el estar juntos, debe dotarse de un espacio pacífico en el que puedan desplegarse las opiniones dispares, y que si hay una verdad, ésta necesariamente ejerce una opresión elitista sobre el régimen oscuro y confuso de las opiniones. Esta es la tesis que impera desde hace treinta años -desde la instauración del periodo de reacción cuyo comienzo yo ubico en los últimos años setenta- [19].
Lo que caracteriza el pensamiento político revolucionario es precisamente el hecho de concebir que hay una verdad en política y que la acción política es en sí misma una lucha de lo verdadero contra lo falso. Cuando hablo de verdad política no estoy hablando de un juicio sino de un proceso: una verdad política no es “yo digo que tengo razón y el otro se equivoca”, sino algo que existe en su proceso activo y que se manifiesta, en tanto que verdad, en distintas circunstancias. Las verdades no son juicios anteriores a los procesos políticos que habría que verificar, aplicar, etc. Las verdades son la realidad misma en tanto que proceso de producción de acontecimientos políticos, de secuencias políticas, etc. Verdades, ¿pero sobre qué? Verdades sobre aquello que es efectivamente la presentación colectiva de la humanidad como tal -junto con la tesis de que una buena parte de la opresión política consiste en su disimulación. Cuando se decide afirmar que ‘no hay nada más que opiniones’, es la opinión dominante (es decir, la que tiene los medios de la dominación) la que se va a imponer como consenso o como marco general en el que puede darse el resto de las opiniones.
La verdad política arraiga en acontecimientos populares masivos.
No estoy diciendo que se reduzca a ellos: no es cierto que una verdad política no sea a fin de cuentas más que una especie de momento de revuelta o, como decía Trotsky, el instante en que “las masas suben al escenario de la historia”, cosa que por otra parte no sucede todos los días. Como dice mi amigo Sylvain Lazarus, la política es rara (la política, claro está, en tanto que producción, en tanto que procedimiento de la verdad, porque lo que es el Estado está ahí constantemente).
Intensificación, contracción, localización.
Intensificación, en el sentido de que después de un levantamiento popular masivo hay una intensificación subjetiva general, que Kant ya había designado en el momento de la Revolución Francesa con el nombre de entusiasmo. Esta intensificación es general, por ser una radicalización de los enunciados, de las tomas de partido y de las formas de acción tanto como la creación de un tiempo intenso (se está en la brecha mañana y tarde, la noche ya no existe, la organización temporal queda trastocada, no sentimos ya el cansancio aunque estamos extenuados, etc.), lo cual explica el desgaste rápido característico de este tipo de momento. Un estado así no puede convertirse en crónico; crea la eternidad sin ser él mismo eterno. Sin embargo, esta intensidad va a desplegarse aún por largo tiempo después de la desaparición del acontecimiento que la vio nacer. Cuando la gente regrese a sus casas, dejará tras de sí una energía que va a ser ulteriormente recuperada y organizada.
Contracción. La situación se contrae en una especie de representación de sí misma, de metonimia de la situación de conjunto. Durante un tiempo esta contracción es universalmente reconocida: cualquier persona en el mundo sabe que los congregados en la plaza Tahrir pronuncian algo que concierne a todos. Es un rasgo general que, durante los levantamientos populares masivos, la “mayoría silenciosa” desaparece y toda la luz enfoca a la minoría que, por numerosa que sea, sigue siendo una minoría –una minoría masiva.
Localización. Una modalidad fundamental de existencia de todo esto es la creación de lugares políticos. Un lugar político es un lugar en el que tiene lugar el acontecimiento político masivo al que da existencia en una dirección universal. Un acontecimiento político no puede tener lugar en todas partes; un acontecimiento político tiene lugar en un lugar. Esos lugares pueden variar: los lugares políticos de mayo del 68 fueron edificios (la ocupación de la Sorbona, la del Odeón, la de las fábricas…), que no son la misma cosa que las plazas. Las significaciones, los modos de presencia no son los mismos.
Objeto identitario. El Estado crea las normas que determinan los derechos que confiere. El objeto identitario es aquel al que hay que parecerse lo más posible para merecer una cierta atención por parte del Estado. Si somos demasiado distintos del objeto identitario también recibiremos la atención del Estado, pero en un sentido negativo (sospecha, control, expulsión). En el caso del objeto identitario “francés” (del que nadie sabe exactamente el significado, que por lo demás no existe), el Estado puede hacer revisiones drásticas, y declarar un buen día que ciertas poblaciones que se pensaba que eran “francesas” no cumplen las condiciones de similitud respecto del objeto identitario.
Nombres separadores. Este término designa las diferentes maneras de diferir del objeto identitario ficticio; permiten al Estado separar de la colectividad a un cierto número de grupos, apelando así a medidas represivas particulares. Pueden ir desde “inmigrante”, “islamista”, “musulmán”, “romaní” a “joven del extrarradio” y, en camino de constituirse ante nuestros ojos, “pobre”. Yo mantengo que todo aquello que en la Francia de hoy es calificado de “político” por parte del Estado se limita a remover algunas consideraciones sobre el objeto identitario y los nombres separadores. Un acontecimiento popular masivo, cuando sucede, tiende por su naturaleza a abolir el objeto identitario y los nombres separadores que lo acompañan. Lo que viene a reemplazarlos es una presentación real, es la afirmación de que lo que existe es la gente que está ahí. Finalmente, hay que decir que ellos representan a la humanidad entera, pues aquello que los mueve en su intensa congregación localizada tiene un significado universal. Y eso es algo que todo el mundo percibe. ¿Por qué? Porque se trata de un lugar en el que, como el objeto identitario ficticio es en lo esencial inoperante o ha sido abolido, lo que actúa ya no es la identidad sino los nombres genéricos, es decir, aquello que concierne a la humanidad en general.
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Me gustaría ahora precisar la relación de la localización con la extensión. En efecto, a todo el mundo le ha impresionado el hecho de que, en los movimientos recientes en el mundo arabe, ha habido por un lado una intensidad extremadamente localizada y, al mismo tiempo, una extensión importante –y que aún está por decidirse- en cuanto a sus límites. ¿Cuáles son los procedimientos de esta extensión[20]? Yo veo ahí tres niveles distintos.
La primera forma de extensión (y la fundamental, desde mi punto de vista) está ligada al sentimiento de que ha habido una modificación brutal de la relación entre lo posible y lo imposible. El acontecimiento popular masivo crea una des-estatización de la cuestión de lo posible. Porque en el orden de la política, es el Estado el que declara lo que entra dentro de lo posible y lo que no (y esto lo hace también mediante mecanismos como el objeto identitario). Esta función le es arrebatada al Estado por el acontecimiento popular masivo; es la gente reunida la que prescribe una nueva posibilidad, comprometiéndose con la idea de que son ellos los que tienen la potestad de definir un posible. Esto es lo que crea las condiciones de una extensión. O, dicho de otra forma, esto es lo que ocurre cuando todo el mundo comprende que ya no se está en el mismo régimen de delimitación de lo posible y de lo imposible.
Por otra parte, está lo que podríamos llamar una deslocalización subjetiva del lugar, que hace que incluso in situ se produzca ya una extensión. Aquello que se dice en el lugar político no pretende valer sólo para un sitio en concreto, sino todo lo contrario. Los españoles lo han expresado muy bien: “Nosotros estamos aquí, pero esto es mundial, así que estamos en todas partes”. La gente se reúne en el lugar para valer en todas partes. Y esta extensión inicial va ser reapropiada desde fuera por gente que dirá: “Como desde cualquier sitio puedo estar ahí, voy tratar de hacer lo mismo”. Ahí hay un va-y-viene. Como la subjetividad de aquellos que han lanzado el asunto es ya una subjetividad de extensión universal, en sentido inverso se produce una identificación con respecto a ellos.
El tercer punto está ligado a la imitación de la forma. La forma de las cosas (es decir, el principio de localización) va a tratar de imitarla todo el mundo. Por ejemplo, hoy en día no puede hacerse nada si no se ocupa una plaza. Este punto es mucho más débil que los dos precedentes. Seamos platónicos: la imitación no es lo más fuerte. Se comienza siempre por la imitación de la forma –Platon dice que la imitación comienza por la superficie– cuando lo que hay que hacer es lo contrario: comenzar por la interioridad, por la subjetividad.
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Me gustaría igualmente ver con vosotros la relación entre presentación y representación. En mi definición de lo que es una verdad política está la expresión: «presentación real del poder genérico de lo múltiple». Las tentativas políticas de las que acabo de hablar son tentativas de sustraerse a la representación. En el referido caso español, ha habido una simultaneidad pasmosa entre la aparición de una presentación real (la reunión de la juventud en una plaza madrileña) y un fenómeno representativo (una victoria electoral aplastante de la derecha española). El movimiento ha tenido que declarar la vacuidad total del fenómeno electoral (“no nos representan”) en nombre de la presentación[21]. Es una lección: la posibilidad de una verdad política por un lado y la perpetuación del régimen representativo por otro se produce en una suerte de teatralidad (por otra parte ya presente en 1848: vid nota 3) de una manera a la vez simultánea y separada. Es una síntesis disyuntiva de dos escenas teatrales.
Disyuntiva, porque a través de un acontecimiento popular masivo lo que se produce es una separación de la representación; lo que se sostiene es que no hay que tener por realmente dado lo que es simplemente visible, que hay que saber ser ciego a la representación. Como dice René Char: “Si el hombre no cerrara de vez en cuando soberanamente[22] los ojos, terminaría por no ver más aquello que merece ser mirado” (Hojas de Hypnos, fragmento 59). Y dice de manera complementaria: “No te quedes en el atolladero de los resultados” (Hojas de Hypnos, fragmento 2). La representación es el régimen del resultado. No quedarse atrapado ahí significa que el proceso, en el terreno de la verdad política, cuenta más que el resultado. Si el movimiento se extendiese en Europa, algo que no hay que dar por sentado, llevaría inevitablemente a una fractura del término “democracia”: dos definiciones antagónicas (o al menos sin concordancia razonable) del término se enfrentarían necesariamente. La fractura de la única idea consensual entre las fuerzas políticas organizadas es una eventualidad que aquéllas en su conjunto pueden legítimamente temer. Pues semejante fractura le haría a todo el mundo plantearse la pregunta: “¿pero de qué democracia estás hablando?”. Ya os imagináis que en esta eventualidad pongo yo todos mis deseos…
 [19] Y de la que puede que hoy estemos entreviendo el fin …
[20] Podemos ya señalar que la comparación con las revoluciones europeas de 1848 es propiamente fascinante: las congregaciones marcadas por una generosidad amplia e ingenua, la extensión en un área cultural (Europa en un caso, el mundo árabe en el otro), el sentimiento de una apertura, pese a las debilidades o las recaídas aquí o allá – apertura en parte vacía, es decir, que no posee aún la plenitud de su propuesta política, pero que, en tanto que apertura, sorprende precisamente por esta mezcla de contracción y de extensión.
[21] Hay que decir bien claro que el término que aquí queda fuera de circulación es el de izquierda: esta desaparece de la escena representativa en el momento mismo en el que sucede algo significativo que concierne al pueblo español.
*Del seminario '¿Qué significa cambiar el mundo?' de Alain Badiou, sesión del 25 de mayo de 2011.

15 agosto, 2011

La insurrección que viene

La editorial Melusina de Barcelona publicó La insurrección que viene (2009), el libro que el Comité Invisible ha escrito como reacción a la crisis y sus efectos. No se sabe qué es el Comité Invisible, pero sí que tiene su origen en Francia. El anonimato del Comité Invisible es motivo de polémica por la autoría del libro: unos lo atribuyen a un autor ilustrado, otros a un colectivo popular. Se trata de un manifiesto inquietante y lírico en la manera en que lo es El manifiesto comunista, y su acierto principal reside en la radiografía que hace de las revueltas actuales.

Aquí la versión en PDF: La insurrección que viene

13 julio, 2011

Rosa Ma. Palazón Mayoral: La filosofía de la praxis según Adolfo Sánchez Vázquez

La sensible pérdida del filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez (1915-2011) me ha movido a reproducir aquí este trabajo de la doctora Rosa María Palazón (UNAM), trabajo que es una útil introducción al concepto de praxis en nuestro autor.

ADOLFO SÁNCHEZ VÁZQUEZ es un filósofo prolífico que ha afinado sus argumentaciones a lo largo de muchos años. Fiel a su convicción libertaria, elevó constantemente su voz de protesta porque, dice, “lo importante es cómo se está en la tierra”. En 1961, presentó como tesis doctoral la que considera su mejor obra, Filosofía de la praxis. Desde entonces, una de sus ambiciones ha sido que se supere “el dogmatismo y la esclerosis que durante largos años había mellado el filo crítico y revolucionario del marxismo” (Sánchez Vázquez, 1985: 11). Editó Filosofía de la praxis en 1967. Tras numerosas reimpresiones, su “filo crítico” lo obligó a eliminar, en la reedición de 1980, planteos personales en los que ya no creía particularmente sobre la esencia y la enajenación humanas para adentrarse en las propuestas filosóficas y económicas del joven Marx. Y este proceso de revisión no lo termina hasta la última edición que publicará el Fondo de Cultura Económica en 2003, en la que rehace y precisa la absolutización del proletariado como la clase mayoritaria que dominará la tierra y protagonizará el derrumbe del capitalismo, así como su animadversión por la palabra “utopía”, heredada de los ataques que escribiera este mismo filósofo alemán contra los llamados socialistas utópicos; por último, deja atrás su antigua pasión concordante con los resabios positivistas del Marx engolosinado con la palabra “ciencia” (y su método nomológico-deductivo, o basado en leyes cuantitativas probabilísticas), que a lo largo del siglo XIX y parte del XX se concibió como la poseedora de la Verdad, con mayúsculas, que antes detentaba como suya la religión. Sánchez Vázquez tampoco cree que la historia universal transcurra linealmente por las mismas fases o te, únicas. Por si fuera poco, el parteaguas de la invasión de Checoslovaquia por el Pacto de Varsovia, junto con los movimientos estudiantiles democratizadores que en 1968 repudiaron el marxismo-leninismo dogmático, lo han enseñado a dudar, a criticar (Sánchez Vázquez, 2003: 38) y auto-criticarse, como demuestra en Ciencia y revolución (el marxismo de Althusser), Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos de 1844) y en su Ética.

Este filósofo hispano-mexicano ha llegado a la conclusión de que el pensamiento de Marx más vigente es estructuralista o, mejor, sistémico: “una concepción estructuralista de la historia” (Sánchez Vázquez, 1985: 24) que contempla la realidad social como totalidades o conjuntos estructurados de manera tal que si se altera una parte, se altera el todo –luego habrán de estudiarse los vínculos del todo con sus partes y viceversa. En cada conjunto estructurado existen normas jerárquicamente determinantes (que los estructuralistas y Marx llamaban “sistema”), que son heterogéneas y hasta incoherentes, razón por la cual, gracias a su puesta en práctica, ninguna sociedad permanece estable. Sin embargo, estas contradicciones del código constituyen sus modos normales de operar. No operan como una máquina coordinada a la perfección, sino que el orden prevaleciente sufre alteraciones sustanciales (en un tiempo histórico largo o corto). Por tanto, no basta con analizar nuestras organizaciones sociales mediante cortes sincrónicos ensimismados en la realización de un código, sino que es necesario preocuparse por entender cómo se rompe su relativa estabilidad, y cuáles son la génesis y los procesos evolutivos de un nuevo orden bajo otras normas: esto es, entender la historia o, si se prefiere, la diacronía. Las normas, una abstracción explicativa, no se cambian a sí mismas (no son seres vivos); sus cambios se deben a los comportamientos de personas que lograron destacarse (aunque ahora desconozcamos sus nombres). Al estudiar cada sociedad, se jerarquizan los factores determinantes de los procesos históricos y los individuos o agentes del cambio (con frecuencia las autoridades políticas máximas no son los más influyentes). Por ende, enfocar sincrónicamente el código como si careciera de alteraciones profundas es una hipóstasis. Tampoco el carácter histórico de la realidad en cuestión es aislable de su origen y desenvolvimiento.

Algunos trabajos no se interesan por los aspectos diacrónicos: “La prioridad del estudio de las estructuras sobre su génesis y evolución es innegable cuando la investigación se propone hacer la teoría de un sistema o todo estructurado” (Sánchez Vázquez, 1985: 29).

Pero cualquier teoría completa requiere observar lo fáctico; entonces, es menester que repare en la unicidad histórica concreta. El marxismo, una filosofía para el cambio, tiene que alejarse de abstracciones ontologizantes que nada explican de la vida y las vivencias que han ocurrido o pueden ocurrir en un espacio-tiempo, y saber que cada fenómeno histórico tiene un carácter singular, irrepetible. Por ejemplo: si los estados son un instrumento de las clases dominantes, debemos decir sin embargo que en el capitalismo han existido los bonapartistas, cuya tendencia es mediar entre las clases que existen bajo su jurisdicción. En el caso de nuestra América, siempre con una vocación antiimperialista, tenemos a Lázaro Cárdenas en México; Arbenz en Guatemala; el primer ministro Cheddi Jagan en la Guyana; Torrijos en Panamá, Goulart en Brasil. El marxismo se nutre con la historia para enriquecer las teorías que perduran y desechar aquellas que no están a la orden del día.

Sánchez Vázquez sostiene su perspectiva de la praxis como categoría central del marxismo: “seguimos pensando que el marxismo es ante todo y originariamente una filosofía de la praxis, no sólo porque brinda a la reflexión filosófica un nuevo objeto, sino especialmente porque cuando de ‘lo que se trata es de transformar el mundo’ forma parte como teoría del proceso mismo de transformación de lo real” (Sánchez Vázquez, 1980: 12), proceso interminable. En suma, para nuestro filósofo nacido en Algeciras, España, y nacionalizado mexicano, el marxismo es una nueva praxis de la filosofía y una filosofía de la praxis.

El libro que nos interesa consta de dos partes. La primera trata sobre las fuentes filosóficas fundamentales para el estudio de la praxis, subdividida en cuatro capítulos dedicados a la concepción de la praxis en Hegel, Feuerbach, Marx y Lenin. La segunda parte consta de siete capítulos acerca de problemas en torno a la praxis: qué es; su unidad con la teoría; la praxis creadora y la reiterativa; la espontánea y la reflexiva, y su combinación para alcanzar el éxito. Suele ocurrir que la praxis revolucionaria espontánea tiene una baja o ínfima conciencia de lo que socialmente quiere y debe ser, o es tan reiterativa que puede derrocarse con relativa facilidad. La praxis es crítica de la realidad, y autocrítica, porque no existen privilegiados jueces del conocimiento, y la crítica trabaja en conjunción con el comportamiento preventivo lleno de valores y conciencia de clase.

Analogías de la praxis con la actividad práctica

En primera instancia, el concepto de praxis es, según afirma Sánchez Vázquez, una actividad práctica que hace y rehace cosas, esto es, que transmuta una materia o una situación. Según sus etimologías griegas, explícitas en Aristóteles, praxis es el fenómeno que se agota en sí mismo; si engendra una obra, es poiesis o creación. Tal distinción es abandonada por nuestro autor, porque el uso de poiesis se ha restringido a lo artístico, mientras que en el término praxis caben todos los campos o áreas culturales y también las obras, porque es “el acto o conjunto de actos en virtud de los cuales el sujeto activo (agente) modifica una materia prima dada” (Sánchez Vázquez, 1980: 245). Su significado no se constriñe, pues, ni a lo material ni a lo espiritual, y únicamente entraña un trabajo creador.

La práctica humana revela funciones mentales de síntesis y previsión, afirma Marx en la primera Tesis sobre Feuerbach: como actividad previsora, ostenta un carácter teleológico o finalista: la actividad práctica se adecua a metas, las cuales presiden las modalidades de actuación (los actos de esta índole se inician con una finalidad ideal y terminan con un resultado). Lo dado en la praxis es el acto más o menos cognoscitivo y sin duda teleológico. El agente modifica sus acciones para alcanzar el tránsito cabal entre lo subjetivo o teórico y lo objetivo o práctico. Su obrar revela que la realización actualiza el pensamiento, o lo potencial-concreto-pensado. Ahora bien, el calificativo de actividad práctica no especifica el tipo de agente (un fenómeno físico o biológico, un animal o un humano) ni la materia (un cuerpo físico, un instrumento o una institución, por ejemplo), solamente se opone a la pasividad y subraya que la praxis debe tener efectos, hacerse actual. En tanto actividad científica experimental, los objetivos de la praxis son básicamente teóricos. Ahora bien, Sánchez Vázquez destaca la praxis política, a la vez activa y pasiva o receptora, que se realiza desde el Estado o desde los partidos políticos. Y subraya también la praxis social: los sujetos agrupados aspiran a cambiar las relaciones económicas, políticas y sociales (la historia es realizada por individuos cuyas fuerzas unidas en un pueblo son capaces de revolucionar un sistema. Marx identificó al proletariado como tal fuerza motriz en el capitalismo).

Para comprender el resultado de la práctica es necesario desentrañar su verdad y utilidad. Tal aprehensión no se reduce a lo meramente intuitivo, sino que ha de penetrar en la historia. Esto es básico: el trabajo de cada ser humano entra en las relaciones de producción relativas a un ámbito socio-histórico. La humanidad en sus actos y productos va dejando huellas, improntas, que revelan la historicidad de sus pensamientos y deseos, de sus necesidades, de sus ambiciones e ideales que han humanizado el entorno y van humanizando a las personas: la conciencia no sólo se proyecta en su obra, sino que se sabe proyectada allende sus propias expectativas. La praxis es, pues, subjetiva y colectiva; revela conocimientos teóricos y prácticos (supera unilateralidades).

La mano y la creatividad

Cuando nuestros ancestros se pusieron en pie, liberaron las manos, que de alguna manera se forman y deforman gracias a la inteligencia. En labores como las artesanales persiste la simbiosis de mano y conciencia, que se divorcian en la producción masiva. La grandeza de las manos fue menospreciada desde la perspectiva soberbia de las clases dominantes, cuando olvidaron que las manos vencen la resistencia de un material, tocan, exploran, escriben, expresan con dibujos o sonidos, crean objetos y son el inicio de los instrumentos y de las tecnologías y máquinas más sofisticadas.

En la sociedad griega, rigurosamente dividida en clases, las manualidades fueron colocadas en un rango inferior a la teoría. Consiguientemente, el trabajo se dividió en dos: el libre, propio de señores detentadores del ocio que supuestamente les permite meditar y enriquecer su alma, y el característico de banausus, los encargados de trabajar con sus manos para satisfacer las necesidades inmediatas. Los esclavos, casi siempre extranjeros o “bárbaros”, y los oficios manuales, fueron degradados, justificándose de este modo la explotación reinante. Sofistas y cínicos como Antístenes y Pródico, tal como se lee en los escritos de Diógenes Laercio y en el Carmínedes (163 a.C.), atacaron la división en la humanidad entre bárbaros o subhumanos esclavizados y pensantes, y denunciaron el desprecio de los atenienses (no de los jónicos) por las artes “mecánicas”. En el Renacimiento, la especie humana fue definida como activa. Pero las antiguas creencias persistieron: Leonardo luchó por elevar la pintura, manual por excelencia, a ciencia, para así liberarla de infamaciones. Giordano Bruno, sostiene Sánchez Vázquez, condenó el ocio, aunque añadió que el trabajo reduce el número de sabios que, por definición, son contemplativos. Este giro que ensalza las manualidades no pudo liberarlas, pues, de su colocación en un plano inferior.

Maquiavelo destapó lo que se mantenía encubierto y que se agudizó con la Revolución Industrial: las alabanzas de la técnica acompañadas del fuerte desprecio por el trabajador manual se deben a razones político-económicas. No sólo se pagan al trabajador sueldos de miseria, sino que paulatinamente se irá conformando un aparato estatal centralizado y dominante que cumplirá un rol fundamental en la escena política (esta, por cierto, nunca ha sido esfera de la moralidad, antes bien lo ha sido de los intereses de una expansiva burguesía que pretende unificar los mercados violentamente) prestando sus servicios a las ambiciones de las clases dominantes.

En otro orden de cosas, Francis Bacon, Descartes, los enciclopedistas y los clásicos economistas ingleses fueron admitiendo la importancia de la energía que, mediante el intelecto que crea la ciencia y la técnica, facilita que la humanidad domine, posea, utilice y maltrate nuestro acogedor hogar natural que nos alimenta y cobija. Rousseau, antes que Marx, aclaró que esta visión utilitaria ha sido a la vez positiva y muy negativa. Las prácticas dominantes lentamente han degradado el ambiente y hasta el potencial creativo de la mano humana. Al capitalista nada le importa la amenaza de la vida en la tierra, y, por lo mismo, incrementa las calamidades que ha desatado.

Asimismo, si Adam Smith y David Ricardo descubrieron que el trabajo es la fuente de la riqueza y del valor, Marx se pregunta por qué no llevaron hasta sus últimas consecuencias clasistas este hallazgo (su adoración a la “racional” oferta y demanda les impidió descubrir la plusvalía que agranda paulatinamente la situación más desventajosa de los trabajadores comparados con los dueños del capital); cerraron los ojos ante la enajenación del asalariado, quien desde la industrialización no se reconoce en sus productos, cuyo salario es tratado como una mercancía y al cual hasta le resulta extraña la idea de que pertenece a una especie con un gran potencial creativo. Hegel sí contempló tales injusticias; reconoció que la práctica socio-política y el trabajo son actividades enajenadas. No obstante, la mistificación idealista de este filósofo valoró a los males como indispensables para el progreso histórico del Espíritu. Aseguró que la “astucia de la razón”, en su camino invariable hacia el “progreso”, se aprovecha de las tendencias destructivas y dominantes de los individuos. Por su parte, Feuerbach se opuso a esta cosmovisión religiosa: en lugar del Absoluto como sujeto por excelencia de la praxis, colocó al sujeto humano real, dándole un contenido efectivo, terreno. La actividad crea el objeto, y el objeto tiene el poder de señalar muchos aspectos de su productor. Su antropología es incompatible con la teología y la religión. Sin embargo, Feuerbach deja en pie el peor lado de nuestra especie egoísta y traicionera. Perfila a la praxis “en su forma sucia y sórdida de manifestarse” (Sánchez Vázquez, 1985: 109), más utilitaria que útil, evaporándola como práctica comunitaria. Así también Feuerbach resta importancia al sujeto hasta convertirlo en predicado de los objetos o productos sociales que lo determinan, y diviniza a la humanidad desarraigando a los individuos del mundo, quienes no juegan ningún papel determinante sino que siempre son determinados. El toma y daca histórico que destruye la realidad anterior para poner en escena otra nueva ha devenido mecánico y “sórdido” en el capitalismo (Sánchez Vázquez, 2003: 74). Las fuerzas de trabajo son puestas bajo la bota de relaciones orientadas sólo a incrementar la producción, a optimizar los “tiempos y movimientos”. Han devenido especializadas, parciales, unilaterales, reiterativas y maquinizadas porque la economía prevaleciente impide la participación directa de la persona en el proceso productivo. Sin duda, se ha llegado al “idiotismo profesional”, en palabras de Marx. Empero, esta oposición entre objeto producido y sujeto productor no significa que este haya perdido sus capacidades inventivas, ya que no siempre se comporta como un pasivo y obediente autómata, sino que deja emerger su creatividad en otros momentos. El reino de la libertad crítica-práctica y transformadora empieza donde termina el reino de la necesidad, afirma Karl Marx; esto es: creando se responde adversamente a un trabajo que en forma paulatina va siendo más anticomunitario y competitivo (Marx tuvo en mente a las auténticas y no a las falsas necesidades, inducidas por un mercado a partir de la industrialización, agrega Sánchez Vázquez). Siempre queda la esperanza de la praxis o rebelión creativa que racionalice o cambie radicalmente las relaciones productivas y la repartición no equitativa de la riqueza, mientras que, paralelamente, rompa con los encadenamientos y las opresiones enajenantes para instaurar la justicia distributiva y retributiva.

Marx ensalzó la visión de la humanidad como activa y creadora, lo cual conlleva que la práctica es base y fundamento de los conocimientos que inciden en la producción y, por lo tanto, alteran a la sociedad, la historia y la naturaleza de los individuos. Su alabanza de la clase trabajadora, la actividad práctica y las manualidades marcó un giro radical. Las propuestas marxianas sobre la praxis no sólo se nutrieron con los planteamientos de Hegel, Feuerbach, Smith y Ricardo, sino que desataron una cadena episódica de argumentos que van desde los de Bujarin, Lukács, Korsch, Fogarasi, Gramsci, Althusser, Adam Schaff, Karel Kosík y Lefebvre, hasta llegar a los del grupo yugoslavo de la “Praxis”, encabezado por Petrovic. Sánchez Vázquez se afilia a Gramsci, Schaff (no en su tesis del trabajo como algo meramente utilitario), Kosík y al grupo “Praxis”.

La praxis es más que práctica, o su unidad con la teoría

Hay prácticas habituales con un conocimiento limitado a cierto know how. La praxis intenta adecuar los efectos a los ideales anticipatorios, a sabiendas de que la realidad nunca duplica el modelo pensado. Además, la práctica es subjetiva, colectiva o de clase conformada por “una especie de corte transversal” (Sánchez Vázquez, 2003: 297). Por si fuera poco, la historia de las ciencias y las técnicas brotan de unas prácticas de base, sea en la física, la química, las matemáticas o la ingeniería.

La práctica amplía los horizontes teóricos (los hallazgos de las fuerzas productivas caen bajo el control del intelecto) sin que se reconozca su origen. No sólo aporta criterios de validez, también principios, nuevos aspectos y posibles soluciones para el quehacer, y hasta medios o instrumentos innovadores. Es cierto que existen diferencias específicas o autonomía entre teoría y práctica. No son idénticas: no siempre la segunda se vuelve teórica; tampoco la primacía de la práctica disuelve la teoría. A veces la teoría se adelanta a la práctica y existen teorías aún no elaboradas como prácticas. Lo cual muestra que la práctica no obedece directa e inmediatamente a exigencias de la teoría, sino a sus propias contradicciones, y que sólo en última instancia, tras un desarrollo histórico, la teoría responde a prácticas y es fuente de estas.

No obstante estas diferencias, la praxis es, en definitiva, teórico-práctica. Esto es, dos caras de una moneda que se separan por abstracción. Marx se opone al idealismo que aísla la práctica de la teoría o actividad perfilada por las conciencias. Harto de la filosofía que operaba como medio ideológico de conservación de un statu quo nefasto, en Anales franco-alemanes, introducción a su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx, a la sazón parte de la izquierda hegeliana, afirma que un partido revolucionario ejerce la práctica. Sostiene que la crítica idealista de la realidad, una vez formulada, habría de suprimirse porque el mundo cambia aun cuando tal filosofía no pase por el mundo. Luego, el arraigo del razonamiento filosófico en lo que ocurre históricamente requiere que dicho razonamiento se niegue como argumentación pura y, volviendo la mirada a la realidad, acepte la influencia de la praxis. Sólo se posibilita su aceptación como crítica radical enfocada a una realidad injustamente opresiva.

A juicio de Sánchez Vázquez, las primeras dos Tesis sobre Feuerbach de Marx son las que perfilan su noción emancipadora de la praxis (Marx la aplica globalmente a la producción, a las artes, que satisfacen la expresión y el deseo de comunicarse, y a las revoluciones). Bajo la perspectiva marxiana, el mundo no cambia sólo por la práctica, requiere de una crítica teórica que incluye fines y tácticas. Tampoco la teoría pura logra cambiar el mundo. Es indispensable la íntima conjugación de ambos factores. Ahora bien, son los hechos los que prueban los alcances de la teoría misma. La práctica es fundamento y límite del conocimiento empírico: haz y envés “de un mismo paño” (Sánchez Vázquez, 2003: 305). Las limitaciones y fundamentos del conocimiento ocurren, pues, en y por la práctica que marca sus objetos de estudio, sus fines y, además, es uno de los criterios empíricos de verdad. La praxis opera como fundamento porque solamente se conoce el mundo por medio de su actividad transformadora: la verdad o falsedad de un pensamiento se funda en la esfera humana activa. Luego, la praxis excluye el materialismo ingenuo según el cual sujeto y objeto se hallan en relación de exterioridad, y el idealismo que ignora los condicionamientos sociales de la acción y reacción para centrarse en el sujeto como ser aislado, autónomo y no-social.

La praxis y los fines

Si la praxis es la actividad práctica adecuada a fines –algo desea cambiar y algo conservar–, ostenta un carácter teleológico. Como la historia no es explicable mediante la combinación de condiciones invariantes que mantienen en equilibrio o desequilibran a las sociedades, ni se de-sarrolla universalmente en las mismas fases, es menester que la acción se sustente en teorías con una orientación o finalidad (que jamás debe alejarse de las necesidades primarias e inmediatas, porque entonces operaría como especulación parasitaria). Si se alcanza un cierto nivel de éxito, los presupuestos teóricos no habrán sido del todo falsos (cabe aclarar que no debe confundirse la praxis con el sentido pragmatista del éxito o del fracaso dentro de iguales condiciones antisociales o anticomunitarias). Se tergiversa el marxismo cuando se lo reduce a una ma-nifestación del pragmatismo, o sea, el destinado a obtener, sin importar los medios, unas metas personales dentro de reglas negativas.

La adecuación relativa entre pensamiento y hechos requiere cierta planeación. Sánchez Vázquez afirma lo último en el entendimiento de que, a largo plazo, la acción colectiva llega a resultados imprevistos: la atribución de los actos a unos sujetos casi nunca conlleva su imputación moral por los efectos indeseados que producen a largo plazo (punto de vista de la historia efectual). Asimismo, la acción colectiva e individual es intencional en un plano y no-intencional en otro. Finalmente, subraya Sánchez Vázquez, la acción intencional obtiene efectos intencionales a corto plazo (la toma del poder obedece a una estrategia intencional; pero, episódicamente, a lo largo de un tiempo que se cruza con botas de siete leguas, obtendrá frutos no-intencionales). Con el tiempo, la actuación práctica se enriquece o deforma, pero nunca sus efectos son predecibles.

En su acepción revolucionaria, la praxis es una práctica que aspira a mejorar radicalmente una sociedad; tiene un carácter futurista, trabaja a favor de un mejor porvenir humano. La praxis revolucionaria aspira a una ética, a vivir bien con y para los otros en el marco de instituciones justas. Esto supone el cambio de las circunstancias sociales y del ser humano mismo. Los individuos son condicionados por la situación social en que se encuentran. Este ser-estar en una situación provoca sus reacciones más o menos revolucionarias o, en contrario, adaptadas a un statu quo. Si el comportamiento histórico no es predecible, sí debe explicarse por qué y cómo arraigan los proyectos colectivos.

El educador educado

La tercera Tesis sobre Feuerbach, anota Sánchez Vázquez, observa que la vida descubre que el que juega inicialmente el papel de educador cera también necesita ser educado. Desde la Ilustración, Goethe y Herder, las utopías se han concebido como una vasta empresa educativa que disipa prejuicios: el educador es el filósofo que asesora al déspota ilustrado, o el eterno conductor de las masas partidistas pasivas. Para Marx, en cambio, los papeles cambian, son producto de circunstancias determinadas. Y las circunstancias cambian y también son producto de sí mismas. Estos brincos sociales y la misma praxis enseñan que los papeles de maestro-discípulo varían (todos los agentes históricos son activo-pasivos, y el cambio de normas también cambia al sujeto). Aceptar estas premisas es indispensable para la práctica revolucionaria, nacida de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, donde las primeras ocupan el lugar subordinado en tanto clase social. Si se desata la revolución comunista, ella se encargará de abolir la organización clasista mediante la supresión de la propiedad privada de los medios de producción.

La teoría-práctica deseable de la revolución va señalando los objetivos sociales y los participantes activos que aspiran a una vida colectiva en el marco de instituciones más justas. La misión del resto de quienes se creen supuestos líderes es equivalente a “nada”. O sea que la creatividad social o praxis “está impregnada de un profundo contenido moral” (Sánchez Vázquez, 2003: 469).

La creatividad creadora

Sánchez Vázquez divide la praxis en creadora y reiterativa, habitual o imitadora. La creatividad tiene grados hasta llegar al producto nuevo y único. Aunque la creación siempre presupone la praxis reiterativa, no basta con repetir una solución constructiva fuera de los límites de su validez. Tarde o temprano deben encontrarse otras soluciones que generarán nuevas necesidades que impondrán nuevas exigencias. La creatividad emparenta la praxis espontánea y la reflexiva. Los vínculos entre ambas no son inmutables, porque la praxis espontánea no carece de creatividad y la reflexiva puede estar al servicio de la reiterativa. Además, existen grados de conciencia, los que revela el sujeto en su práctica y los implícitos en el producto de su actividad creadora.

La revolución y la filosofía de la praxis

Hemos llegado a la famosa Tesis XI sobre Feuerbach: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo” (Sánchez Vázquez, 2003: 164), en la cual el pensador marxista exiliado en México localiza el acta de nacimiento de la praxis. Contra la tradición que despreció las prácticas y a la filosofía misma, ahora esta no es un saber contemplativo que, por regla general, acepta, justifica y apuntala el statu quo, sino que el mundo, además de ser interpretado por la filosofía, lo es también en lo que respecta a su acción revolucionaria. No se trata de que, en sí misma, la filosofía modifique la realidad; sí de que coadyuve a este propósito.

Para destruir tantas falsas ilusiones, el filósofo debe observar las condiciones reales, las históricas, los procesos productivos vigentes, la distribución (que en ciertas épocas llamó “formas de intercambio”) (Sánchez Vázquez, 2003: 168) y el consumo de bienes de primera necesidad, así como de los tipos de fuerzas productivas; debe también observar los condicionamientos del Estado y las formas ideológicas prevalecientes, así como las relaciones dialécticas o sistémicas. Marx entrevió el comunismo (“proyectil lanzado a la cabeza de la burguesía”) (Sánchez Vázquez, 2003: 390) como solución a los antagonismos de clase: anulará y superará el estado de cosas que, llevadas a su extremo, sin acciones contestatarias, terminarían con la humanidad: los 72 días de la Comuna de París siguen floreciendo (en su papel destinado a abolir las clases, los revolucionarios no pertenecen a una clase específica, sino que son representantes de la sociedad frente a la clase dominante).

Desde el tiempo vital de Marx hasta el presente, el comunismo ha sido una propuesta que mantiene su vigencia. Así también, el corte ideológico-epistemológico de la Tesis XI mencionada afirma el marxismo como praxis revolucionaria y como filosofía de la praxis: no sólo reflexiona acerca de la praxis, sino que nace de la práctica misma. El Manifiesto del Partido Comunista es un documento teórico y práctico que explica y fundamenta la praxis revolucionaria, trazando fines, estrategias, tácticas y críticas a las falsas concepciones sobre el socialismo y el comunismo. Marx ilustra en este panfleto las contradicciones entre fuerzas productivas y relaciones productivas que generaron la revolución capitalista; la lucha de clases como respuesta a la violencia u opresión que ejerce la clase dominante en contra de otras clases y fracciones de clases. En suma, Sánchez Vázquez encuentra en El Manifiesto del Partido Comunista un ejemplo ilustrativo del marxismo como teoría de la praxis revolucionaria o del cambio radical del mundo. Además, el Manifiesto pone en claro la misión histórica de los agentes de la praxis, la retroalimentación entre teoría y práctica. Después de la citada Tesis XI y de otras precisiones de Marx, Sánchez Vázquez divide históricamente a las filosofías distinguiendo entre las que argumentan en falso su conciliación con la realidad (por ejemplo, Hegel) y las que se vinculan real y conscientemente con las prácticas revolucionarias. Estas son una guía teórica o parte de una guía para la transformación radical del mundo social, aunque en sí mismas no alcancen directamente consecuencias sociales. Su función es ser el arma teórica para replantear de raíz la sociedad. Tales filosofías cumplen una función ideológica.

No debe considerarse “ideología” en la acepción estrecha de falsa conciencia, sino como una toma de posición clasista de carácter cognoscitivo. En “La ideología de la neutralidad ideológica en las ciencias sociales”, Sánchez Vázquez sostiene que, en tanto ideología, las ciencias sociales se destinan al desarrollo, mantenimiento y reproducción de las relaciones sociales de producción, o a su destrucción: son terrenos de posturas opuestas. Sin embargo, más allá de “que una ideología puede ser una conciencia falsa, no toda conciencia falsa de por sí es ideología” (Sánchez Vázquez, 2003: 275). El conocimiento no es sinónimo de imparcialidad, sino de teorías fundamentadas en razones, comprobables, que incluyen, pero no se reducen a, una mera conciencia clasista; el ejemplo paradigmático al respecto es la explicación marxiana de la plusvalía.

Los obstáculos de la praxis revolucionaria


El amo y el esclavo

Las luchas o conflictos excluyentes no llegan a la destrucción del contrario, sino que lo dominan para que se subestime. La servidumbre del esclavo u oprimido, afianzada mediante prédicas manipuladoras, logra que este se identifique con el amo, que asimile y haga suyas las ideas que mantienen su explotación: es un alienado que estabiliza el poder de dominio (también el dominio utiliza el terror). Empero la sumisión externa no siempre significa espíritu de esclavitud.

La burocratización

Por mantener su afán de poder, la burocracia se divorcia de las necesidades que supuestamente debe cubrir. Su actual forma de actuar, heredada de procesos anteriores, congela o mata la creativa vida social. El cuerpo de funcionarios del Estado, la cultura, la educación y la salud degradan la capacidad creativa del ser humano mediante formulismos inútiles, contrarios a la aventura revolucionaria.

Las vanguardias, el partido político y la praxis

En La Sagrada Familia, Marx combate a Bauer y demás filósofos que redujeron la práctica a la teoría o crítica, desconocieron el real papel del sujeto en los cambios, e ignoraron la actividad real de las masas. La autoconciencia en Bauer es una caricatura sin contenido porque la separa de los condicionamientos sociales exteriores (la ubica fuera de la historia). Siendo que esta está hipotéticamente autocentrada, Bauer la perfila como los razonamientos de la vanguardia que educan a masas pasivas. Las categorías opuestas que maneja este autor son: espíritu-masa, idea-interés y creación-pasividad. Todas estas nociones las ubica al margen de las condiciones materiales y de su cambio. Todas ignoran el papel activo del pueblo como elemento generador de la evolución histórica.

Un partido político expresa unos intereses de clase y anhela la emancipación de esta (o de aquella que prolongue su dominio). Su declaración de principios y planes de acción sirve para que se afilien sus miembros. Su supervivencia y poder dependerán infaliblemente de que los primeros líderes teóricos escuchen a los otros, y todos acepten renovarse constantemente permaneciendo fieles a sus fines últimos liberadores. Una organización política tiene sentido por sus ideales y “por la base” (Sánchez Vázquez, 2003: 378). Las direcciones partidistas han de ser rotativas y renovarse elevando sus contenidos teórico-prácticos. Carecen, pues, de una forma inmutable, absoluta, universal para cualquier tiempo y situación.

Los insoslayables partidos llamados de izquierda han sido condición necesaria, no suficiente, de la praxis revolucionaria que transforma la sociedad para crear otra. Son un instrumento y, como tal, finito y superable. Si no saben renovarse actuarán como una dictadura, que termina por ser casi unipersonal, en donde cualquier disidencia es calificada como traición a la “vanguardia”.

La praxis y la violencia

Saint-Simon pensaba que mediante el amor y la persuasión se instaurarían las revoluciones, pero la milenaria realidad es que, en las agrupaciones sociales escindidas en clases, estas pugnan entre sí hasta ser mutuamente excluyentes. En política, unos han ejercido la dominación contra otros. Tal violencia aún persiste (e incluso se incrementa). Cuando la situación resulta intolerable y las condiciones son propicias, estalla la contra-violencia o violencia revolucionaria, que ha sido necesaria, aunque no forzosamente sea un factor decisivo o la fuerza motriz inalterable (su misión es desaparecer con las condiciones injustas que la engendraron). Sería innecesaria en una sociedad donde la libertad de cada uno presupusiera y respetase la de otros, es decir, cuando exista una sociedad libre de clases y demás aberraciones opresivas: cuando la praxis haya modificado al mundo hasta convertirlo en un hogar.

Praxis y creatividad

Sánchez Vázquez repite que los resultados de la praxis revolucionaria son impredecibles, sus agentes no tienen bajo su poder el por-venir, sino la esperanza de que llegue lo deseable y posible (esta anticipación afecta sus actos en el presente). Lo impredecible se debe a que la acción revolucionaria se enfrenta a resistencias que rebasan los planes individuales; no hay una continuidad entre la gestación subjetiva de proyectos y su realización efectiva, lo cual impele a que los actuantes peregrinen de lo ideal a lo real, y viceversa, dependiendo de situaciones no previstas. La praxis es, pues, creativa. En su curso sufre cambios en sus realizaciones episódicas y esto engendra la inadecuación entre intenciones conscientes y resultados.

Como los seres humanos son complejos, no robots, en sus tácticas, la praxis revolucionaria tiene que ser lo suficientemente creativa como para sorprender al enemigo. La praxis deja que lo espontáneo se manifieste. El extremo de pensar hasta el mínimo detalle, sin dar cabida a la innovación, falla. También yerra la espontaneidad ignorante o ciega. Así, Don Quijote, el que enamora las telas de nuestro corazón, puso en marcha su utopía sin pensar en gente destructiva que aspira sólo a dominar. Como tales aspiraciones destructivas son tan minúsculas (social y moralmente), quien las tiene carece de sitio colectivo adonde llegar y no distingue medios (sea el dinero o los cargos políticos) de fines. La impotencia quijotesca radica en cómo ejecuta su utopía: parte de no poder ver el mal porque ha perdido o ha invertido todo principio de realidad. En cambio, las ilusiones prospectivas deben analizar críticamente la realidad, no ser náufragos en un mar proceloso, sino marinos que, brújula en mano, enfocan la proa hacia un destino.

Las utopías fallan porque el resultado no se debe a un solo individuo sino a una colectividad con la cual originalmente cada uno contrae vínculos independientemente de su voluntad. No tienen éxito porque la praxis desarrolla potencialidades individuales y colectivas que permanecían dormidas, y fallan porque los agentes se ven obligados a cambiar sus fines inmediatos. Pero no todo es fracaso: la praxis innovadora “crea también el modo de crear” (Sánchez Vázquez, 2003: 313). En resumen, existe una enrevesada imbricación de planes y acciones subjetivas y colectivas que tornan los resultados de un proceso impredecibles, amén de que los sucesos y los productos tienen una unicidad. Es precisamente la complejidad humana lo que objeta la determinación incluso de la pertenencia a una clase y a su conciencia.

Concluiré diciendo que Sánchez Vázquez aspira a derrotar el capitalismo para instaurar otra organización, socialista y, más precisamente, comunista. Sabe que las intenciones de la izquierda formuladas por sujetos en condiciones históricas particulares quizá degeneren. Pero es seguro que, si las personas son hechas por la historia, también la historia es hecha por estas. Si la humanidad se hubiera mantenido alejada de la praxis revolucionaria, desde hace tiempo habría desaparecido. Por ende, “el bien no está condenado a ser desplazado fatalmente por el mal, ni la justicia por la injusticia, o la verdad por el engaño o el fraude” (Sánchez Vázquez, 2003: 541). Contra los nihilismos actuales, Sánchez Vázquez asienta que “no se puede vivir sin metas, sueños, ilusiones, ideales [...] sin utopías” (2003: 543-544). No, “no hay fin de la utopía, como no hay fin de la historia” (2003: 535).

Bibliografía

González, Juliana; Pereyra, Carlos y Vargas Lozano, Gabriel (comps.) 1986 Praxis y filosofía. Ensayos en homenaje a Adolfo Sánchez Vázquez (México: Grijalbo).

Sánchez Vázquez, Adolfo 1980 (1967) Filosofía de la praxis (México: Grijalbo).

Sánchez Vázquez, Adolfo 1985 Ensayos de marxistas sobre historia y política (México: Océano).

Sánchez Vázquez, Adolfo 2003 A tiempo y a destiempo. Antología de ensayos (México: Fondo de Cultura Económica).

Fuente: Rosa María Palazón Mayoral, “La filosofía de la praxis según Adolfo Sánchez Vázquez”, en Atilio A. Boron, Javier Amadeo y Sabrina González (comps.), La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Buenos Aires, CLACSO, 2006, pp. 309-323,
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/campus/marxis/P2C5Mayoral.pdf