04 enero, 2010

Alain Badiou: Contra la 'filosofía política'


El objetivo de esta entrada es glosar el ensayo de Alain Badiou "Contra la 'filosofía política'", que forma parte de su libro recién publicado en español, Compendio de metapolítica, Buenos Aires, Prometeo, 2009, 120 pp.

¿Qué es la filosofía política? La filosofía política es aquel programa que, considerando lo político como un dato objetivo de la experiencia universal, se propone articular el pensamiento político en clave filosófica, esto es, le corresponde a la filosofía producir un análisis de lo político y someter este análisis a las normas de la ética. De este modo, el filósofo tendría tres tareas: primero, analizar esta objetividad brutal y confusa que es la empiricidad de las políticas reales; segundo, determinar los principios de la política en conformidad con las exigencias de la ética; y tercero, juzgar indefinidamente lo real, sin comprometerse en ningún proceso político verdadero.
Para Badiou, la filosofía política concebida de esta manera reduce la política no a lo real subjetivo de los procesos organizados y militantes --que son los únicos que merecen dicho nombre—, sino al mero ejercicio del libre juicio en un espacio donde sólo cuentan las opiniones.

Aquí lo que tiene lugar es una doble negación: la política no es el nombre de un pensamiento --si estamos de acuerdo que todo pensamiento, en su status filosófico, está ligado de una manera u otra al tema de la verdad--, ni una acción.
Si la política no es un procedimiento de verdad que concierne a un colectivo dado, y tampoco es la construcción y la dinámica de un colectivo singular y nuevo que aspira a la gestión o transformación de lo que es, ¿qué puede ser para la filosofía? ¿en qué consiste?

Los elementos de la política filosófica concebida de esta manera son: 1) Lo particular, que es la condición de fenomenalidad de la política sin objeto; y 2) la facultad de juzgar, que es la condición del ejercicio del juicio, en la medida en que juzgar requiere de la pluralidad de los hombres o del espacio público de la opinión.

La diferenciación entre los dos elementos --entre el orden de ‘lo que sucede’ y el orden de ‘lo pensable’-- es el sitio donde se construye el espacio político –el ejercicio público de la opinión.

¿Por qué la política, como modificación pensable del espacio público, no es del mismo orden de ‘lo que sucede’? Porque la política no es el principio de una acción colectiva que pretende transformar la situación plural misma. Aquí tiene lugar una solución de continuidad entre pensamiento (verdad) y política (acción).

La política entonces sólo concierne a la esfera de la opinión pública --el único lugar legítimo de la política donde el tema de la vedad queda excluido. La política entendida así no es un procedimiento de verdad.Entonces aquello que se llama política sólo concierne la opinión pública, pues la identificación entre pensamiento y política está totalmente revocada. Esta idea de la política consagrada a la opinión y separada de toda verdad, bien lo sabemos, es una idea de impronta sofista; sofista en el sentido moderno de la palabra, es decir, consagrada a la promoción de una política muy particular: la política parlamentaria --la representación política.

Tenemos aquí una orientación del pensamiento que, en materia política, descalifica la idea de verdad como unívoca y dogmática. Orientación que genera una serie de trivialidades investidas en la defensa de regímenes políticos donde el poder –generalmente económico— se disimula detrás de la ‘libertad de opinión’. En este punto Hannah Arendt afirma: ‘Toda verdad exige ser reconocida perentoriamente y rechaza toda discusión, cuando la discusión constituye la esencia misma de la vida política’.

Siguiendo a Badiou, existen dos inexactitudes en esta afirmación de Arendt:

Primero, una verdad singular es siempre el resultado de un proceso complejo en el que la discusión es decisiva. Una proposición verdadera está precisamente expuesta a la crítica, independientemente del sujeto que la enuncia, según normas (lógico-epistemológicas, morales) y razones objetivamente suficientes, accesibles a cualquier sujeto. La antinomia arendtiana pretende conferir derechos sin normas a la discusión como esencia de la política. Esto es una mala jugada.
Segundo, ¿entonces a qué conduce esta ‘discusión’? Apunta a un punto muerto en la disyunción entre ‘juicio’ y ‘acción’. Si la cuestión de una posible verdad política no une la discusión (enunciados políticos) a la decisión (intervenciones posibles), ‘la política’ se convierte en un simple comentario pasivo de ‘lo que sucede’.

Incluso la discusión parlamentaria está marcada por esta discusión que se resuelve a través de esa forma minimalista de intervención que es el voto –el sufragio como protocolo de legitimación. Sabemos que el voto tiene poco que ver con la verdad. Pero este procedimiento está juzgando la intervención particular del voto, no el posible vínculo genérico entre discusión pública y verdad. Aquí se encuentra la jurisdicción de una política particular que propone la falsa articulación de las opiniones y el poder gubernamental valiéndose del voto. El voto es tan ajeno a cualquier verdad, que incluso puede llevar al poder tanto a Bush como a Obama. Para sostener filosóficamente esta figura de la ‘democracia’ es necesario separar lo político de los protocolos de decisión, pensar la discusión como confrontación sin verdad de la pluralidad de opiniones –la filosofía bajo condición de una política real.

¿Qué significa el primado de la discusión? Aquello cuya determinación ‘política’ no es un objeto, sino un parecer –una simple manifestación sin objeto. Así, la política se ejercita en la discusión de tales juicios. Esto lleva la política a la pluralidad pública de las opiniones; pluralidad que el parlamentarismo articula al Estado por medio de la pluralidad de partidos.

‘Pluralidad’ política –sólo en la forma, ya que las sucesivas políticas generalmente son las mismas-- investida de una legitimidad mediante la rehabilitación de la opinión frente a la verdad racional. Vivimos pues el primado incondicional de las opiniones.
Ahora bien, en la promoción del pluralismo de opiniones se encuentra uno con un problema esencial: ¿cómo unir la pluralidad originaria de los hombres y de las opiniones al ejercicio del juicio? ¿Por medio de qué procedimientos se articula la objetividad de lo múltiple y la subjetividad reflexiva del juicio llevada sobre la fenomenalidad de ese múltiple?

La dificultad, dice Badiou, es doble:

1. Si la política es la instancia del juicio de una multiplicidad fenomenal desligada, es decir, no determinada en la forma del objeto, ¿a qué facultad le corresponde formar opiniones que unan esta diversidad o se pronuncie sobre su desunión? Esta es la cuestión de la formación de opiniones.

2. Si sólo existe el espacio de las opiniones, ¿cómo pueden entrar en discusión estas opiniones? ¿Bajo qué regla se conduce esta discusión, de manera que se pueda suponer que el juicio resultante tenga un alcance cualquiera? Esta es la cuestión del valor de lo ‘democrático’ (si denominamos ‘democracia’ a la libertad de formación y discusión de opiniones).

Si llamamos ‘comunidad’ al ser en común de la pluralidad de los hombres y ‘sentido común’ al recurso de juicio directamente ligado a esta pluralidad. La fórmula de Arendt es la siguiente: ‘El criterio es la comunicabilidad, y la norma que determina la decisión es el sentido común’.

Aquí se podrá objetar que sólo se da, de manera circular, el nombre de la solución del problema. Con la ‘comunicabilidad’, se supone que la pluralidad de opiniones no es tan amplia como para suponer cierta homogeneidad entre ellas. Con el sentido común se da una norma trascendente porque supone no sólo la pluralidad, sino una cierta unidad de esta pluralidad. Esta concesión a lo uno deshace la radicalidad de lo múltiple que se pretendía garantizar; concesión que abre el camino a una doctrina del consenso (el no-pensamiento como pensamiento único), que es de hecho la ideología dominante de los Estados parlamentarios contemporáneos.

En resumen, las objeciones de Badiou a esta ‘filosofía política’ como régimen de opinión son las siguientes:

1. La caracterización de lo político por la pluralidad está implicada en todo procedimiento de pensamiento. La singularidad de la pluralidad es justamente lo que aquí debe pensarse –el Otro. La política depende de esto, pero aquí esa particularidad se reabsorbe en el sujeto trascendental, abstracto y ahistórico.

Ahora bien, no hay pluralidad simple, hay pluralidad de pluralidades, captadas y rotas en el proceso que va de la situación --cuya infinidad es lo que está en juego en toda política-- a una posibilidad de ruptura. La complejidad de este proceso es lo que explica que haya juicios políticos como juicios de verdad y no como simple opiniones. Esto se debe a que el sujeto de estos juicios está constituido por el proceso político mismo, a diferencia del sujeto trascendental supuesto detrás del ‘sentido común’ de Arendt. Y esta constitución es la que lo aparta del régimen de la opinión.

2. Para trazar la particularidad de la pluralidad es necesario sostener que la iniciación política está determinada por la singularidad absoluta de un acontecimiento. Una política sólo existe en una secuencia originada por un acontecimiento; secuencia que despliega aquello de lo que es ‘capaz’ este acontecimiento, esto es, el reconocimiento de una verdad. Lo que cuenta no es la pluralidad de opiniones bajo una norma común, sino la pluralidad de políticas que no tienen norma común por la razón de que los sujetos que ellas inducen son diferentes.

Badiou rechaza el concepto de ‘lo político’, que supone una facultad específica, un sentido común. Sólo hay políticas, irreductibles las unas en las otras y que no constituyen ninguna historia homogénea, lineal.

3. Badiou se opone a toda visión consensual de la política. Un acontecimiento no se comparte --aunque la verdad que se infiere de él sea universal--, porque su reconocimiento como acontecimiento constituye una unidad con la decisión política. Una política es una fidelidad consecuente, por la singularidad del acontecimiento, que se autoriza a sí misma. La universalidad de la verdad política resultante sólo es legible retrospectivamente, como toda verdad, en la forma de un saber. Así, el punto de vista desde donde se puede pensar la política no es el de los espectadores, sino el de los actores fieles al acontecimiento. Saint-Just y Robespierre son los sujetos consecuentes con esa verdad singular llamada Revolución francesa, y no Kant o Furet.

4. Todo régimen de opinión está enmarcado por un modo particular de hacer política, que sólo reproduce la formación y discusión de las opiniones, sin transformarlas. De ahí que la pluralidad real es la de las políticas, no la pluralidad de opiniones que sólo es referente a una política particular.

5. Para Badiou, la esencia de la política no es la pluralidad de opiniones, sino la posibilidad de ruptura con el mundo tal como está. Desde luego, la prescripción de la política pasa por discusiones y declaraciones, intervenciones y organizaciones, pero si la prescripción política no es explícita, las opiniones y discusiones pasan por el control invisible de una prescripción implícita o disimulada, el Estado y los políticos que se organizan alrededor de éste o los medios masivos de información, entre otros poderes fácticos.

Por todo lo anterior, poner la filosofía bajo condición de las políticas de emancipación exige romper con la ‘filosofía política’ como régimen de opinión, y comenzar por el reconocimiento que la política misma, en su ser y hacer, es un pensamiento disruptivo.

alm


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