15 abril, 2013

La stoá spinozista

Diego Tatián

Meditatio vitae contra timor mortis. En efecto, no encontraremos, antes de Spinoza, muchos antecedentes de pensadores que hayan concebido a la filosofía como una ‘meditación de la vida’; sin duda, en lo que concierne a esto es posible marcar una sintonía muy especial con la tradición epicúrea y con Lucrecio en particular. Epicureísmo y spinozismo encontrarán a su vez una articulación explícita con el llamado ‘neospinozismo’ del siglo XVIII, sobre todo en la obra de La Mèttrie. La crítica de los remordimientos, de la tristeza y del carácter melancólico en general, los revela como formas derivadas del ‘culto de la muerte’ que, desde muy antiguo, la filosofía reconoce ser su ejercicio más eminente.

De cuño platónico, la idea de la filosofía como un ‘ejercitarse para morir’ tiene tal vez su estación más significativa en el estoicismo romano, desde la afirmación de Cicerón (autor que no podría ser considerado como un estoico sin más pero cuyo pensamiento presenta sin duda una matriz estoica importante), según la cual ‘la vida de los filósofos… es un comentario de la muerte (comentatio mortis est)’, hasta Epicteto (‘Que la muerte, el destierro y todas las cosas que parecen terribles se presenten ante los ojos cada día, sobre todo la muerte…’), Marco
Aurelio (‘La perfección moral es esto: pasar cada día como el último’), y --sobre todo-- Séneca. El estoicismo y el cinismo romanos son sabidurías de vida –y de muerte-- a la vez que filosofías de resistencia a la tiranía de los Césares.

Si bien es a la filosofía estoica como meditatio mortis que Spinoza pareciera contraponer la proposición 67 de E, IV según la cual ‘El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte sino de la vida (non mortis, sed vitae meditatio est)’, la demostración subsiguiente matiza la oposición. ‘Un hombre libre –dice Spinoza allí--… no se deja llevar por el miedo a la muerte (Homo liber… nortis Metu non ducitur)’, lo cual es también una idea eminentemente estoica. La liberación del miedo a la muerte mediante la meditatio vitae en Spinoza, a través de la meditatio mortis en el estoicismo, es el objetivo común y acaso lo sea de toda filosofía. Si el estoicismo es un ars moriendi, lo es sólo en la medida en que coincide con un ars vivendi. Por esto habla Epicteto, respecto a las promesas de la filosofía, de una téchne peri bion, esto es de un ‘arte de la vida’, y también de una epistéme peri bon, de una ‘sabiduría de la vida’. El ars moriendi estoico no es una libido moriendi, ni tiene vinculación alguna con el ‘muero porque no muero’ teresiano, fascinación por la muerte que en la cultura filosófica contemporánea tiene acaso su exponente mayor en el pensamiento de Georges Bataille. La meditación estoica de la muerte deberá más bien ser comprendida como un ejercicio de libertad frente a los poderes, internos y externos, a los que nos hallamos sometidos, esto es, como una condición para desatemorizar la vida.

El solitario filósofo de Amsterdam, por su parte, tiene como blanco la existencia supersticiosa y las formas múltiples de su funcionalidad política: la promoción del temor, la melancolía, la tristeza, la inseguridad, que convergen en una inhibición de la potencia –siempre susceptible de ser considerad y ejercida en un sentido político— merced a un poder cuya eficacia no deriva tanto de su propia materialidad como del miedo, la ignorancia, la impotencia y el consentimiento de aquéllos sobre los que se ejerce. Liberarse es meditar la vida porque, en última instancia, es dejar de temer la muerte. Meditar la vida no significa aquí otra cosa sino un amor mundi manifestado en un conocimiento que obtiene su forma plena cuando se atiene a las res singulares; así, ‘cuantas más cosas conoce el alma conforme al segundo y al tercer género de conocimiento, tanto menos teme a la muerte’ (E5p38).

A la pregunta, ¿cómo ser libre ante el poder de otro, ante los poderes exteriores que nos someten nos destruyen?, Spinoza responde: meditando la vida, conociendo y amando el mundo, incrementando la potencia para anteponerla a lo que la amenaza y resistir a lo que la destruye. A la misma pregunta, Séneca confiere una respuesta altamente impolítica: ‘’Medita la muerte’; quien dice esto, manda que se medite la libertad. Quien aprendió a morir, deja de saber cómo se sirve; está por encima de todo poder. ¿Qué le importan la guardia, la cárcel, los encierros? Tiene abierta la puerta. La única cadena que nos mantiene atados es el amor a la vida’, también: ‘…hasta tal punto no ha de temerse la muerte, que gracias a ella nada ha de ser temido. Así que oye tranquilo las amenazas de tu enemigo’. Esta notable idea senequiana –que por lo demás obtuvo verificación en su propia existencia— de la muerte como desrealización de la tiranía, como límite a su expansión omnímoda y totalitaria, que desborda el espacio público –en realidad inexistente como tal— para intervenir sobre todos los aspectos de la vida, es impolítica en la medida que antepone a esto no una reacción estrictamente política sino ética o existencial: todo el poder del tirano resultará impotente frente a quien no teme la muerte, como también sobre quien no está afectado por la esperanza de los beneficios que se presume redundan de su proximidad o adulación.

El desapego de la vida, la indiferencia respecto a castigos y premios abren así el (no-) lugar de desmoronamiento de cualquier poder. Sin embargo, la libertad estoica no hace ostentación de sí, consciente de que provoca la ira de quien no ha sabido dejar de servir, así como también la de los poderosos a quienes esa misma libertad revela su impotencia. El sabio estoico hace uso de una cautela que ha de concebirse en similares términos a la cautela spinozista. ‘Esforcémonos pues –escribe Séneca— en abstenernos de las ofensas… el sabio nunca provocará la ira de los poderosos, más aún la evitará como se hace al navegar con tormenta… El marinero más prudente pregunta a los prácticos qué es aquel hervor del mar, qué señales dan las nubes, y toma otro rumbo alejado de aquella región, célebre por sus remolinos. Lo mismo hace el sabio: evita el poder que ha de dañarle, cuidando ante todo de no parecer que lo evita’. Vencer el temor de la muerte, que es el origen de la servidumbre política, es lo que enseña la meditatio mortis estoica. Exactamente a lo mismo apunta la meditación spinozista de la vida. En uno y otro caso, se aprende la libertad a la vez que se prescribe la cautela.

La meditación de la vida es el efecto inmediato del amor intelectual de Dios; a la vez, el principal conocimiento del amor es que no somos sino una parte del todo y que la causa primera de lo que hacemos no somos nosotros mismos, sino Dios. Este conocimiento ‘nos libera de la tristeza, la desesperación, la envidia, el miedo y otras malas pasiones’ (TB, II, XVIII), al tiempo que se traduce en una ética de la desapropiación. El análisis spinozista de las pasiones deja al hombre completamente despojado de cualquier idea de mérito y demérito: queda sólo un viviente que se sustrae a las representaciones de la vanidad, a la burla, a la admiración, a la competencia, a la alabanza, al desprecio; también honra y vergüenza, reconocimiento y gratitud son desestimados junto a la ’opinión’ –de la que dependen— según la cual somos la causa primera de lo que hacemos, es decir sujeto de nuestra potencia. Queda pues un viviente que procura más bien promover el mayor incremento posible de la potencia que lo especifica, desarrollar su capacidad de afectar y ser afectado, su capacidad de encuentro y de composición. Consiguientemente, la representación de castigos y premios no ejerce motivación alguna sobre el hombre libre, que desactiva su instrumentalización –sólo eficaz respecto a una existencia regida por la imaginación—tanto religiosa, como política y ética.

Según Spinoza, no lleva el hombre la muerte dentro suyo como el fruto lleva la semilla –según apuntaba Hegel--, ni está desde su nacimiento maduro para la muerte, como leemos en Ser y Tiempo. Ni, dialécticamente, enemigo de sí mismo, ni ser-para-la-muerte, ni ser muriente sino, el hombre, un ser viviente en el curso inocente de las criaturas que han llegado a ser, y con cuya existencia es compatible la nuestra –hasta que deja de serlo. Sin patetismo alguno, como una forma más de su amor fati, Spinoza lo dice en el único axioma que hay en la parte cuarta de la Ética: ‘En la naturaleza, no se da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquélla puede ser destruida’ –por la que a fin de cuentas, agrego, será destruida efectivamente. Esto es lo que sucede, apenas esto, y sería todo si no fuera porque un poco más adelante encontraremos una línea que, como al pasar, enuncia lo más radical y maldito: ‘Quien tiene un cuerpo apto para muchas cosas, tiene un alma cuya mayor parte es eterna’ (E5p39). Esta eternidad, la eternidad de la que habla Spinoza aquí, nada tiene que ver con la muerte (no es ni siquiera in-mortalidad), sino, siempre, con la vida.

De Platón a Heidegger, la filosofía se ha concebido como un aprendizaje de la muerte y como una preparación para ella –como un largo duelo. En oposición a casi toda esa historia, la sustracción del pensamiento y la existencia a esta dimensión tanatológica es la sintonía mayor, el más elevado punto de convergencia de Spinoza y el epicureísmo.

Los más grandes daños, dirá Epicureo en la Carta a Meneceo una permanente turbación del alma presa del terror y la esperanza es lo que resulta de una ‘mala interpretación’ de los dioses, del deseo de inmortalidad y de un apetito inmoderado de placeres; la vida y el placer sometidos a la mala infinitud, son la fuente misma de la desgracia que se corrobora en los hombres de todos los tiempos. No se trata de aprender a morir, sino de aprender que la muerte ‘no tiene nada que ver con nosotros’ –pues o está ella, o estamos nosotros--,  de manera que deja de vivir con temor quien comprende que no hay nada terrible en no vivir. Para Epicuro no es el dolor –que, o es prolongado pero sutil, o intenso pero corto—lo que anula el placer, sino antes bien es el miedo; igualmente, no la muerte en sí misma sino las ansias de inmortalidad es lo que impide una ‘gozosa mortalidad terrena’. Sometidos a un círculo de temores y esperanzas –algo muy semejante a lo que Spinoza llamará fluctuatio animi--, ‘el común de la gente unas veces huye de la muerte por considerarla la más grande de las calamidades y otras veces la añora como solución a las calamidades de la vida’. Lo mismo dirá Lucrecio en uno de los pasajes más impresionantes del De rerum natura: ‘…el temor a morir inspira a los humanos un odio tal a la vida y a la vista de la luz, que con pecho afligido se dan ellos mismos la muerte’.

La transmutación del miedo a la muerte en una añoranza suya se verifica así en las vidas sometidas a la superstición y la desgracia, una cosa por la otra, y distrae a los seres de la felicidad que siempre y únicamente es posible alcanzar en la vida con lo que la vida otorga. En otras palabras, ‘un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida’. El pensamiento no concede negatividad alguna, denuncia la creencia de que las criaturas están afectadas de muerte, disipa los dispositivos teológicos-políticos que separan a los hombres de lo que son y de lo que pueden ser inhibiendo su vis existendi y anulando la potencia de la que están dotados en cuanto vivientes. La muerte, Lucrecio lo repetirá una y otra vez, viene de fuera; aunque morimos, no somos seres para la muerte sino para la felicidad en esta vida. En cuanto a Spinoza, tampoco en su filosofía morimos porque seamos para la muerte; antes bien, la destrucción es el cumplimiento de un ‘axioma’ que rige el juego de las criaturas cuya íntima ley es, sin embargo, siempre la perseverancia. La cesación que afecta a la existencia modal es siempre una desavenencia de la parte con el todo, o con otras partes más potentes y contradictorias con su existencia, mas nunca, entonces, podrá decirse de un ser que está ‘maduro para la muerte’.

Como el estoicismo, como el epicureísmo, también el spinozismo es una filosofía de la cautela que, ante todo, busca pesar y cumplir una forma de vida. No encontraremos en ella ni provocación, ni confrontación con el entorno adverso, ni nada que pueda activar las malas pasiones de los poderosos o de quienes se hallan sometidos a la superstición. ‘Vive de tal modo que pases desapercibido’, dice Epicureo en un fragmento que tal vez pueda vincularse con la consigna spinozista de hablar ad captum vulgi, según la capacidad del vulgo, y de ‘imitar las costumbres ciudadanas que no se oponen a nuestro objetivo’. Resulta extraño que todos los testimonios acerca de la vida de Epicuro y de Spinoza hablen de sencillez, temperancia, continencia, honestidad y amabilidad en el trato, a la vez que la voz ‘epicureísmo’ haya sido empleada siempre como sinónimo de cualquier desenfreno, imaginario o real –y adjudicada en ese sentido a Spinoza mismo--, en tanto que se llamado spinozistas ‘a todos aquellos que apenas si tienen religión y no la ocultan demasiado’, según dice Pierre Bayle en su artículo del Dictionnaire donde, por lo demás, hace célebre la imagen –escandalosa y casi contradictoria en los términos en el siglo XVII— del ‘ateo virtuoso’.

Una vida epicúrea tiene dos grandes principios: el conocimiento y la amistad. Por primera vez es pensada una forma de comunidad entre los hombres que prescinde de todo lazo religioso, social o político. ‘La amistad recorre el mundo entero reclamando a todos nosotros que despertemos a la felicidad’, pero para ello hay que ‘liberarse de la cárcel de la rutina y de la política’. Una vida spinozista, una existencia que incrementa al máximo su potencia de vivir, de pensar y de afectar, tiene igualmente esos dos principios, el conocimiento y la amistad, sólo que aquí el de amistad no es un concepto contrapuesto a la política sino más bien el principio de posibilidad de una existencia civil. En Spinoza será la política una de las vías maestras hacia una forma de vida en que las potencias singulares obtiene su intensidad mayor como potencia común, como potentia democratica.

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