03 noviembre, 2024

LA SERVIDUMBRE, OBJETO PARADÓJICO DEL DESEO

Bove, Laurent, La servidumbre, objeto paradójico del deseo, en La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza, Madrid, Tierradenadie, 2009, pp. 181-192.

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Laurent Bove

¿Por qué los hombres “aceptan” tan bien los prejuicios y la supersti
ción? ¿Por qué combaten por su servidumbre como si se tratara de su salvación? ¿Por qué el deseo de vida se convierte en la mayoría de los casos en su contrario, el deseo de opresión? Esta cuestión no existe, en Spinoza, más que de manera implícita. La expresión: los hombres “luchan por su esclavitud como si se tratara de su salvación”, está incluida en una larga frase del prefacio del Tratado teológicopolítico, en la que Spinoza opone el interés mayor del régimen monárquico al de una República libre, desde el punto de vista de la libertad de juzgar. A la pregunta implícita del “por qué” no se encuentra en este pasaje más que una respuesta débil: a los hombres se les ha engañado. Sin embargo, la potencia de la pregunta, reclama una explicación más profunda, por la constitución misma del ser humano, es decir, el deseo. El apéndice de la parte I de la Ética y el escolio de la proposición 9 de la parte III nos dan los elementos para tal respuesta.

“Éste [el apetito] no es otra cosa que la esencia misma del hombre” y, por consiguiente, “juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (escolio). El apéndice afirma por otra parte que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí, se sigue, primero que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. La definición del hombre como deseo, la ilusión inmediata de su libertad (como libre albedrío), su comportamiento espontáneamente finalista en su búsqueda de la utilidad propia, son las tres entradas al problema de la servidumbre.

La ilusión de la libertad —que puede ser tomada en Spinoza como un dato inmediato de la conciencia— y el comportamiento espontáneamente finalista en la búsqueda de la utilidad propia, determinan necesariamente la orientación del conatus hacia la ficción finalista. En el fondo, en efecto —a causa de su impotencia nativa— el sujeto es temeroso, inquieto, de una inquietud fundamental frente al caos y a la fragmentación del universo. La ficción se construye pues para resistir y responder a esta “inquietud”, para que se disipe la angustia y que, por fin, según la expresión de Spinoza, los hombres “se tranquilicen”. Spinoza desvía así la representación (aquí la de la ficción) de la simple función de conocimiento (verdadero o falso) que era tradicionalmente la suya, para hacer de ella la relación existencial/imaginaria que los hombres mantienen, por una necesidad natural debida a su situación de impotencia, con la verdadera realidad. Nosotros constatamos, sin embargo, que en su elaboración misma, la representación como ficción va a contribuir a profundizar el desprecio original y por ello a perpetuarla, por otro lado, sin verdaderamente calmar la inquietud, sino por una huida hacia adelante... Los hombres son movidos más bien por la opinión que por la verdadera razón; pero si la fuerza de lo verdadero puede suprimir —por sustitución— la ilusión y la ficción, la ausencia de duda, que envuelve la creencia (que no es certidumbre pero que, para el ignorante vale como tal), las mantiene y las hace siempre más reales. La realidad de la representación, aquí ilusoria y ficticia, se vuelve así cada vez más impositiva y por ello alienante al separar a los hombres de su propia esencia o de su potencia, es decir, de su deseo como afirmación de la vida. Es que la ficción finalista se ha convertido en un verdadero sistema, la estructura a partir de la cual todos los hombres viven y piensan, de la que la idea de un DiosPersona es a la vez Fundamento, Origen y Fin.

27 octubre, 2024

CECILIA ABDO FEREZ: NATURALEZA E IMAGINACIÓN EN SPINOZA

Abdo Ferez, Cecilia, Naturaleza e imaginación en Spinoza, en Nuevo Itinerario, no. 16 (1), 2020, 3- 21.

Cecilia Abdo Ferez 

El artículo se pregunta por la concepción de naturaleza de Spinoza. La naturaleza, en el pensamiento de Spinoza, no es lo inmediato, lo simple, lo identificado consigo mismo, lo estable, lo invariante, lo perdido en el origen (y, por lo tanto, un objeto de nostalgia). Su inestabilidad se muestra en la tensión de la fórmula que la iguala a Dios: Deus sive natura, que evidencia que ni Dios es igual a sí, ni la naturaleza es igual a sí, sino siempre una relación de constante reenvío. La naturaleza es compleja, autorregulada, siempre cambiante y diferenciadora. Es lo que siempre se precede a sí mismo, lo siempre ya dado. Al afirmar a la naturaleza como procesos complejos en acción continua, Spinoza produce una ruptura con las formas en que se piensa la naturaleza en los tiempos modernos y revela el carácter siempre histórico de la juridificación, del reconocimiento jurídico de las formas naturales de vida. Si la naturaleza no tiene un exterior, porque lo es todo y lo involucra todo, hay que pensar la necesidad de las formas en que se producen imágenes entre los cuerpos que se encuentran. La imaginación surge así como un proceso de conocimiento intercorporal, en el que se destituye el antropocentrismo.

En la filosofía de Spinoza no hay nada que no sea naturaleza. Que no haya nada que no sea naturaleza implica que ella es un saturado de procesos históricos, técnicos, biológicos, culturales, políticos, en el que las definiciones, las clasificaciones y las inclusiones/exclusiones de los existentes asumen un carácter social. Con esto queremos decir que la naturaleza no es pura biología, como suele entenderse en el sentido común, ni aquello que está a la base de posteriores “segundas” o “terceras” naturalezas, como si fuesen costras, en las que las primeras son más rudimentarias, primitivas e inerradicables que las siguientes. Que todo sea naturaleza invalida el uso del dispositivo-naturaleza como legitimación normativa de lo político, que es un modo típico de construir el relato del orden en el siglo XVII y XVIII. Para Spinoza, la democracia es el régimen más adecuado a la naturaleza, pero como ella no está atada a un deber ser, el ser “más adecuado” que otros regímenes asume el carácter relativo a la comunidad particular de que se trate: es como si se dijese, la democracia es más adecuada, porque asume su relatividad al cuerpo político-social singular. La democracia es, de ese modo, un riesgo en el que el colectivo social delinea, en la práctica cotidiana, las maneras en que puede ser una sociedad (y percibe las condiciones bajo las que puede volverse una no-sociedad).

La naturaleza en Spinoza no es normativa. Y tampoco es lo inmediato, lo simple, lo identificado consigo, lo estable, lo invariante, lo perdido en el origen (y por ello objeto de nostalgia). La naturaleza es lo complejo, lo autorregulado, lo siempre en transformación y diferenciación. Es proceso de procesos. La naturaleza es lo que se antecede siempre a sí misma, lo siempre-ya dado y por eso, nunca fijo ni fijable.

Al afirmar la naturaleza como procesos complejos en acto, Spinoza produce una ruptura con las formas en que se piensa la naturaleza en la modernidad y devela el carácter siempre histórico de la juridificación, del intitulado jurídico a las formas naturales de vida. Si la naturaleza no tiene afuera, sino que lo es todo y lo envuelve todo, no puede pensarse un tránsito entre, por ejemplo, la biología y cultura, o entre el estado de naturaleza y el estado político. El tránsito se sustituye por experiencias de transformación y diferenciación entre lo que existe, algunas de cuyas formas pueden definirse, socialmente, como políticas. La naturaleza no constituye, como en Thomas Hobbes, el punto de partida que justifica la trascendencia radical, pero tampoco excluye los artificios. La discusión sobre el tránsito entre individuo y sociedad se transforma en Spinoza, como en J. J. Rousseau, en la discusión sobre las condiciones de posibilidad de la sociedad y la no-sociedad y en la observación de qué tipo de individuos surge como efecto de qué sociedad, entendiendo que cada individuo es, en cierto modo, una sociedad en sí mismo. Pero esta discusión no se da, como en el ginebrino, en términos de especie o de naturaleza humana, sino en términos de singularidades articuladas y en articulación en una naturaleza que excede lo humano.

Spinoza participa de la cosmovisión moderna que sustituye la existencia de un cosmos de jerarquías naturales por la afirmación de la existencia de un mundo infinito, sometido a relaciones de fuerzas (Koyrè, 1979). El abandono de la idea de cosmos, con sus órdenes y simetrías, rompe con la posibilidad de establecer analogías entre el Sujeto y sus patologías y la sociedad y las suyas, como era posible en Platón (y en muchos otros), con sus triparticiones en el alma y las traslaciones a los regímenes sociales. Si cada individuo es, para Spinoza, un complejo de muchos individuos –si cada individuo es, en cierto modo, una sociedad-, como quiera que sea que ese individuo llegue a una convivencia consigo no puede trasladarse inmediatamente a la sociedad en que vive, ni al revés. El trabajo sobre los muchos se da a nivel de cada uno y a nivel social –o lo que es igual, a nivel de sociedades de distinto tipo-.

La naturaleza como un todo es lo irrepresentable en su totalidad. Spinoza pone un límite la representación, un límite que agujerea como una presencia insistente las cosmovisiones que forje el conocimiento humano. La de Spinoza es una filosofía de la existencia. La naturaleza, de la que cada individuo participa –y que torna un vago universal al término “naturaleza humana”- es irrepresentable en su totalidad, para el ego subjetivo. El ego subjetivo no puede ser, como en Descartes, el criterio de la objetividad, la medida de la verdad y del error. El Sujeto en Spinoza está inserto en el imaginario y es un efecto posible de ese mundo, entendido como un mundo de representaciones en el que se juega también la posibilidad de la existencia de la suya, que es una representación entre otras. El error está, en Spinoza, en relación a la verdad, y no en relación al Sujeto, como si fuese una de sus patologías eliminables.

Hablaremos en este artículo de las representaciones, de las ficciones, de los errores, de los elementos del imaginario, en fin, pensado como mundo natural: es decir, hablaremos de un mundo político, porque el imaginario implica un tiempo y espacio compartido, un mundo con otros, que mutuamente se padecen y se pretenden dominar entre sí. Un mundo del que no pueden desprenderse, porque se plantea como su condición ineludible de existencia. En ese mundo en que se está, se imagina, se persevera cuanto se puede. Se imagina, como forma dada y a la vez, interesada, no-contemplativa, del conocer.

26 octubre, 2024

CHANTAL JAQUET: ACTUALIDAD DEL ‘TRATADO POLÍTICO’ DE SPINOZA

Texto publicado en Pensamiento de los confines, no. 25, trad. Emmanuel Biset, Buenos Aires, 2009, 132-140. El texto original en francés se publicó en Chantal Jaquet, Pascal Sévérac y Ariel Suhamy (comp.), La multitude libre. Nouvelles lectures du Traité politique, Paris, Éditions Amsterdam, 2008, 13-26.


                                                     Chantal Jaquet

Quienquiera que se interese en la recepción de los sistemas de pensamiento no puede dejar de sorprenderse de la suerte reservada al Tratado político a lo largo de la historia. Mientras que el Tratado teológico-político fue rápidamente traducido al francés, al inglés, al holandés, y circuló clandestinamente después de su prohibición en 1674, “el Tratado Político permanece absolutamente desconocido”[1] en Francia antes de la revolución, si se le cree a Paul Vernière, y casi no ha suscitado comentarios después de esta época. Así, es sorprendente constatar que en la bibliografía spinozista, establecida por Jean Préposiet y que llega hasta 1973, ningún libro consagrado específicamente al Tratado Político figura en el capítulo X donde se reseñan los comentarios alrededor de la obra, mientras que el resto de las obras de Spinoza, incluso la correspondencia y el Tratado Breve, han dado lugar a estudios tanto en Francia como en el extranjero.[2] Ciertamente, grandes comentaristas han analizado el pensamiento político de Spinoza y se han dedicado al Tratado[3], pero no lo han tomado como objeto central y no han producido un estudio sistemático, parágrafo por parágrafo, a semejanza del trabajo realizado sobre la Ética. En el capítulo XVIII de la bibliografía spinozista, que aborda la filosofía política, Jean Préposiet no señala ningún artículo concerniente específicamente y exclusivamente al Tratado, aparte del estudio de Cesare Goretti “Il trattato politico di Spinoza”[4].

En estas condiciones, ¿cómo explicar la actualidad del Tratado hoy y comprender el pasaje desde un largo silencio a la multiplicación de traducciones y de estudios al respecto? Antes de interrogar las razones de este giro, es necesario notar que en cierto sentido el Tratado Político es y siempre ha sido de actualidad. En efecto, hay actualidad y actualidad. Así, Spinoza precisa en el escolio de la proposición XXIX de Ética V que “concebimos las cosas como actuales de dos maneras: o bien en cuanto concebimos que existen con relación a un tiempo y lugar determinado, o bien en cuanto concebimos que están contenidas en Dios y se siguen unas de otras en virtud de la necesidad de la naturaleza divina. Ahora bien, las que se conciben como verdaderas o reales de esta segunda manera, las concebimos desde la perspectiva de la eternidad”. Es necesario, entonces, distinguir una actualidad temporal de una actualidad eterna. Desde este punto de vista, consideraciones inactuales espacio-temporalmente no dejan de ser actuales eternamente. De este modo, cualquiera que sea la suerte histórica reservada al Tratado, es de actualidad en el sentido en que posee una necesidad y una verdad bajo el aspecto de la eternidad. Esta observación, sin embargo, no permite eludir el problema de la actualidad temporal del tratado, su eclipse y su resurgimiento en el primer plano de la escena filosófica. Resta en efecto comprender el pasaje de su inactualidad temporal a su actualidad presente e interrogarse sobre las causas de este cambio.

Del silencio pasado al interés presente: las razones del cambio

En su noticia sobre la recepción del Tratado político[5], Pierre-François Moreau adelanta tres razones principales para explicar que la última obra de Spinoza haya {132} sido silenciada. La primera, que es la más evidente, surge del inacabamiento del Tratado y su publicación tardía en las Obras póstumas, que le confiere un carácter periférico y lo confina al estatuto de apéndice donde el contenido sigue estando lejos de los grandes problemas polémicos del spinozismo, como la crítica de la Escritura santa, el estatuto de la sustancia, la relatividad del bien y del mal que provocaron controversias alrededor del Tratado teológico-político y de la Ética. La segunda, proviene del hecho que el Tratado político llama menos la atención que el Tratado teológico-político, pues no tiene la dimensión panfletaria inherente a una cuestión tan irritante como la libertad de filosofar, y parece volver al modo de exposición más escolar y tradicional de los diferentes regímenes deteniéndose largamente en la descripción de instituciones de las cuales el lector no ve inmediatamente su justificación. La tercera razón está ligada a la presencia de una teoría del pacto social en el Tratado teológico-político que le confiere a Spinoza el estatuto de interlocutor de los teóricos del derecho natural y del contrato, y lo inscribe en la línea que, de Grotius a Rousseau, se refiere a ese sistema de categorías esencial para pensar los fundamentos de la ciudad y las relaciones interhumanas. Ahora bien, la ausencia de tales categorías en el Tratado político conduce a leerlo rápidamente como una simple aplicación de los principios formulados anteriormente y a librarse de él “sin atribuirle importancia, ni para alabarlo ni para refutarlo”[6].

Si globalmente se puede estar de acuerdo con las razones dadas por Pierre-François Moreau, sin embargo el inacabamiento del Tratado constituye un obstáculo que no explicaría de modo suficiente que los comentaristas y los traductores hayan descuidado este texto durante tanto tiempo. El Tratado de la reforma del entendimiento es, en efecto, también un texto inacabado y publicado en las Obras póstumas, y sin embargo no tuvo la misma suerte. Alexandre Koyré constata, en la advertencia que precede su traducción, que “El Tratado de la reforma del entendimiento fue siempre –y con mucha razón– considerado como una de las fuentes más importantes para el estudio del pensamiento, e incluso –esta vez con menos razón– como la mejor «introducción al estudio de Spinoza». Por esto fue frecuentemente editado y traducido, en francés por É. Saisset (Paris, 1841) y por M. Ch. Appuhn (OEuvres de Spinoza, vol. I, Garnier, Paris, s. d.)”[7]. El inacabamiento no es, entonces, necesariamente un obstáculo para el estudio de un texto. En el caso del Tratado de la reforma del entendimiento, por el contrario parece incluso jugar como un factor que acrecienta la curiosidad y que contribuye a desarrollar las investigaciones, así lo testimonian las múltiples tentativas por justificar la interrupción brutal de la reflexión y comentar la famosa formula: “Reliqua desiderantur”, “El resto falta”. En realidad, si el inacabamiento del Tratado político parece perjudicial es sin duda en razón del carácter demasiado fragmentario y particularmente decepcionante del análisis spinozista de la democracia.

Desde este punto de vista, Pierre-François Moreau tiene razón al subrayar que los análisis del Tratado político parecen indicar una vuelta atrás en relación a aquellos del Tratado teológico-político, pero esto no es solamente a causa de un modo de exposición que parece más escolar y clásico de las diferentes formas de regímenes. Desde la perspectiva de los lectores modernos, el Tratado político, por su contenido, parece menos innovador y mucho más conservador que el Tratado teológico-político. Por una parte, Spinoza enfría inmediatamente los ardores revolucionarios, precisando que “cuando dirigí mi atención (animus) a la política, no me propuse exponer algo nuevo o inaudito, sino demostrar de forma segura e indubitable o deducir de la misma condición de la naturaleza humana sólo aquellas cosas que están perfectamente acordes con la práctica”[8]. Esta denegación de la novedad, esta fidelidad a la práctica, junto con la afirmación de la existencia de una naturaleza humana determinada, tiene que haber desconcertado a los pensadores de la libertad que aspiran a romper con la tradición y la experiencia pasada para inventar un hombre nuevo y formas políticas inéditas. Por otra parte, la apología {133} de la democracia parece menos rotunda y concluyente que en el Tratado teológico-político. En el capítulo XVI del Tratado teológico-político, Spinoza sostiene que el Estado democrático es “el más natural y el que más se aproxima a la libertad que la naturaleza concede a cada individuo”[9], y deja de lado los otros regímenes. Se explica diciendo que trató expresamente sólo la democracia, ya que es el Estado que conviene mejor con su proyecto de defender la utilidad de la libertad en la República. Es en nombre de este objetivo bien delimitado que se eximió de hablar de los fundamentos de otros tipos de soberanía[10]. Al mismo tiempo, Spinoza aparece como el poeta de la democracia y un lector poco atento podría creer que rechaza los otros tipos de régimen, o al menos que apenas tiene consideración por ellos. En cambio, en el Tratado político, en el cual el objeto implica el examen tipológico de los regímenes, el privilegio acordado a la democracia se atenúa no solamente en razón del carácter incompleto del capítulo XI interrumpido por la muerte de Spinoza, sino por la demostración de la perfección propia de la monarquía y de la aristocracia. Aunque no la ponen en entredicho, los análisis consagrados a la búsqueda de los fundamentos y de las instituciones de la monarquía y de la aristocracia perfectas, relativizan la primacía de la democracia y dejan entender que es posible acomodarse a otras formas de régimen, y conferirles cierta perfección actuando sobre las instituciones. Además, aunque conserva un carácter absoluto, la democracia descripta en el capítulo XI tiene que haber decepcionado las esperanzas de aquellos que, con la lectura del Tratado teológico-político, habrían podido ver en Spinoza el campeón de la libertad política y de la liberación para todos. La exclusión de los servidores y de las mujeres atempera el entusiasmo de los espíritus progresistas, y se comprende que ellos puedan preferir referirse al Tratado teológico-político, que expone los principios de la democracia en su generalidad, más que al Tratado político en el cual las aserciones problemáticas no dejan de desconcertarlos. Es cierto que la tesis del capítulo final del Tratado político, según la cual las mujeres no son por naturaleza iguales a los hombres y no pueden rivalizar con ellos ni en fuerza de espíritu ni en ingeniosidad, tesis que conduce a Spinoza a concluir “no puede acontecer, sin gran perjuicio para la paz, que los hombres y las mujeres gobiernen por igual”[11], es molesta para nuestra época y choca con la ideología retrospectiva de lo “políticamente correcto”. Aquellos que aman a Spinoza y que adhieren a su pensamiento se creen frecuentemente en la obligación de excusarlo o justificarlo y, en su defecto, intentan eludir la dificultad y refugiarse en el silencio público. Alexandre Matheron, así, ha demostrado gran coraje intelectual al romper este silencio esforzándose por comprender en lugar de deplorar y poniendo en evidencia la lógica que condujo a Spinoza a excluir del poder las mujeres y los servidores[12]. En suma, el Tratado político puede parecer un retraso, incluso una regresión en relación al Tratado teológico-político, de suerte que es menos atractivo. El análisis detallado de las instituciones monárquicas y aristocráticas, que a veces se apoya en modelos históricos pasados, puede además parecer datado por espíritus que sufren de neopatía, o pobre para aquellos que no ven allí más que una aplicación particular de los principios generales del pacto social.

12 mayo, 2024

SPINOZA, EL HOMBRE INVISIBLE

Rafael Narbona

 

Texto publicado originalmente en El Cultural, 5 de julio, 2022.



Su propósito no era describir o valorar el mundo, sino hacerlo inteligible. El sentimiento no es clarificador. No ayuda a conocer la verdad. Las certezas solo se obtienen mediante el razonamiento lógico. Lo personal estorba a la hora de buscar la verdad. Spinoza no suscribió todas las hipótesis de Descartes. De hecho, repudió la idea de un Dios trascendente o la existencia de dos sustancias misteriosamente coordinadas, pero es evidente que su pensamiento habría sido muy diferente sin la exaltación cartesiana de la razón y la identificación de la verdad con certezas tan indubitables como un axioma matemático.

 

La única referencia autobiográfica que Spinoza deslizó en su obra se halla al inicio de su inacabado Tratado de la reforma del entendimiento. Ahí refiere que la experiencia le enseñó la vanidad de la gloria, las riquezas y el placer. Dado que su principal anhelo era "gozar eternamente de una alegría continua y suprema", concentró sus energías en la filosofía, verdadero bien y auténtica fuente de felicidad duradera. Este planteamiento no constituye una novedad. Se inscribe en las enseñanzas de la tradición estoica. Séneca, Marco Aurelio y Montaigne ya habían expresado la misma idea, desdeñando las fútiles ambiciones que esclavizan a la mayoría de los hombres, condenándolos a una insatisfacción perpetua.

 

Para Spinoza, la filosofía no es algo abstracto o meramente teórico, sino un saber eminentemente práctico, pues su fin último es averiguar en qué consiste la felicidad. Aunque hizo de la impersonalidad un signo de identidad, su vocación filosófica nace de un legítimo deseo de dicha, lo cual revela que no era un frío geómetra, obsesionado con los planos, los ángulos y las curvas, sino un hombre acechado por la misma fragilidad que el resto de sus semejantes.

04 mayo, 2024

SPINOZA, LA ANOMALÍA SALVAJE

Rafael Narbona

Texto publicado originalmente en El Cultural23 de junio, 2020.

    Acercarse a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía— practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios. No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas. Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides, Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión, logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas, colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia, como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio. Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»).



    Admirador del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos.

    Para Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima. La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son “pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo, sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento, correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y deseos. Es un acto de ignorancia.

05 diciembre, 2023

SOBRE LA LIBERTAD

Diego Sztulwark


Se discute sobre la libertad en la política, en las redes, en los medios. De pronto, las categorías de la economía y la filosofía política -que son también las del marketing- inundan el lenguaje. Se parte de considerarla tan natural como el oxígeno que se respira, y tan individual como el propio cuerpo. De modo tal que nos hacemos de ella la idea de una experiencia directa (“hago lo que quiero”), y de su negación a una instancia segunda y externa (“¿quién sos vos para decirme que hacer?”). La rebelión y la escena libertaria consisten en reconocer al propio deseo como principio absoluto y en rechazar al otro que limita como una afrenta. La libertad no es experiencia constructiva, ni constitución colectiva sino reacción inmediata e instancia personal. El triunfo de esta libertad viene confirmado en la vida cotidiana mucho antes de volverse argumento. El criterio de la verdad práctica, aquella que se aprecia en el orden de los afectos, hábitos e instituciones antes que en discursos articulados, ya actuaba como criterio convincente en Thomas Hobbes, para quien la verdadera opinión sobre los propios vecinos la ofrecemos no cuando opinamos sobre ellos sino en el acto mismo de cerrar la puerta con llave.

La crítica de esta reivindicación de la libertad como espontaneidad humana tiene muchas fuentes. Una de ellas es la obra de Baruch de Spinoza, quien durante el siglo XVII holandés redactó un formidable texto -el Apéndice de la primera parte de su Ética– en el que escribió que los humanos se creen libres porque saben lo que quieren y, sobre todo, porque ignoran las causas por las cuales quieren lo que quieren. Una de las particularidades de la crítica spinozista de la libertad consiste en que ella no niega ni se burla del camino -precisamente ético- que lleva a las personas a buscar su propia potencia. Sólo señala algo decisivo: si no nos preguntamos por qué -en qué condiciones, bajo qué determinaciones concretas- queremos lo que queremos, no habremos nunca de dar el paso decisivo que nos quita de la ignorancia. Spinoza desconfía así del recurso a la vivencia inmediata como fundamento último de algo así como una verdad de la conciencia. No basta con saber lo que se quiere. De hecho, ese “saber”, es ignorancia. ¿Ignorancia de qué? De aquellos factores que actúan sobre eso que llamamos nuestro “querer”. Vale decir: nada menos transparente y en cierto sentido “verdadero” que el modo en que nos relacionamos con nuestro deseo. La posición inicial de nuestro deseo –quiero y se lo que quiero– es la de una conciencia impotente respecto a las causas que actúan sobre él, constituyéndola. Una conciencia pasiva, que lo ignora todo sobre el mundo sabe lo que quiere, pero no sabe nada de todo aquello que la hace querer de ese modo. Esa pasividad del querer remite a una impotencia inherente al saber que le corresponde. Este saber del querer, que llaman libertad, no puede ser libre, puesto que está sometido a fuerzas que actúan sobre él, haciéndolo obedecer. El individuo que se cree libre porque dice saber lo que quiere, ignora su propia condición servil. La libertad, parece decir Spinoza, es otra cosa.

Spinoza no se burla de quienes desean salir de la ignorancia. Eso se nota, en primer lugar, porque él no refuta nunca el carácter deseante del saber de la conciencia. No pretende introducir un principio autónomo de razón, ni formular una idea desafectada del conocer. Por más que se cite una y otra vez aquella correspondencia en la cual el filósofo ha escrito “no se trata de reír ni de llorar, sino de comprender”, no hay modo de hacer de este “no reír ni llorar” una apología de una razón desapegada. La ética convierte las pasiones en afectos activos, no en razones abstractas. Por lo que conocer, para Spinoza, es asistir al deseo con una potencia de comprensión en torno a la relación que los fenómenos naturales poseen entre sí. De modo que el camino ético es inseparable de una interrogación -propiamente filosófica- sobre las fuerzas (casusas) que actúan sobre nosotros. Conocer es conocer la relación entre las cosas desde la perspectiva de nuestra propia potencia. Podría incluso decirse que conocer es, en Ética, un correlato de la experiencia gracias a la cual constituimos nuestras capacidades de actuar y pensar. La libertad pierde, por este camino, todo carácter de resultado final o meta a la que llegar.

El citado Apéndice de Ética se apoya en una crítica a la idea de que las cosas valen según su finalidad (su para qué natural). No es cierto que Dios haya creado el mundo con un fin, ni que haya creado las cosas del mundo para la satisfacción humana. Ni que haya creado al humano para que lo gloríe. Dios es Naturaleza. No posee exterior espacial ni temporal. Ni Dios es Ser Creador, o Monarca Celeste; ni la Naturaleza es lo creado por Dios. Dios es Naturaleza quiere decir que la naturaleza es causa única, infinita e indivisible de sí misma. Y que los seres son modos de ser de esa causa inmanente. No hay espacio en la lógica de la causa inmanente para separar el acto de sus fines, ni para separar a Dios del mundo. El único tipo de causa actuante es la causa eficiente y solo ella provee de conocimientos adecuados. En términos prácticos y políticos, ser libre supone actuar de modo tal que seamos capaces de convertir aquello que nos determina en condiciones para el despliegue de nuestra capacidad de hacer y pensar. Y para eso es preciso hacer una experiencia, evaluar nuestra relación con las fuerzas de la situación de modo tal de extraer conocimiento sobre ellas. No hay orientación política por fuera de estas evaluaciones. Y son estas evaluaciones las que permiten comprender el carácter colectivo y procesual de la constitución de toda potencia política.

De modo que la libertad en Spinoza no es nunca punto de partida ni de llegada sino experiencia, proceso, lucha, esfuerzo de comprensión, tentativa de activación deseante. Como decía en estos días Diego Tatián, en Spinoza más que “libertad” hay “liberación”. Ahí donde las fuerzas de la sociedad neoliberalizada nos instan a confiar de modo inmediato en el deseo mercantil, y en el saber sobre ese deseo que es un saber sobre precios, intereses y formas predeterminadas de consumo, la lógica del capital manda sobre la naturaleza, a la que sustituye, imponiendo su propia finalidad como sentido último de todo lo que existe. Los héroes del presente podrían escribir Dios es Capital. Encontramos en Spinoza -y luego en en Marx-, la crítica más demoledora de esa pretensión. La naturaleza asumida como perspectiva crítica de toda trascendencia es ya el método crítico capaz de percibir la farsa que supone toda lógica colonizadora: el capital, sin poseer los rasgos de eternidad de la naturaleza, es una combinación restrictiva de combinaciones (la restricción viene dada por el axioma que hace depender toda combinación natural a la producción de beneficio y consiguientemente, de la capacidad creativa en mercancía). La experiencia ética implica una crítica de la mercancía como forma racional y sensible de todo lo vivo, un descubrimiento de la utilidad común como fundamento de la cooperación humana que va más allá de las técnicas de gestión fundadas en la competencia, una apuesta a la articulación política de las potencia bajo la forma de una democracia que efectivice el gobierno de la cooperación y una interrogación colectiva sobre el sentido de nuestra existencia como que excede toda ilusión reaccionaria de la libertad en nombre de procesos singulares de liberación.

La Tecl@ Eñe


13 agosto, 2023

EL DIOS DE LA INMANENCIA

 Sergio Espinosa Proa

"Yo no separo a Dios de la naturaleza", le escribe Baruch Spinoza a su amigo Henry Oldenburg (Carta 6). No parece necesario si lo que se desea es, ante todo, llegar a ser una
buena persona. Es muy comprensible. Nada tendría que ver tal meta con la religión. En cualquier caso, ¿qué significa eso? ¿De qué depende? Que el libro más importante de Spinoza ostente el título de Ética no debería inducirnos a error: se trata menos de (otra) moral que de un sistema filosófico completo, que no sólo aparece en la historia como uno entre muchos, a escoger como si fuera una sandía, un paraguas o una prenda de vestir, sino que constituye la subversión más potente e insidiosa de la Metafísic ocurrida hasta el instante de su irrupción (e incluso mucho después). La brasileña Marilena Chaui (1941), en Las nervaduras de lo real (1999), se ocupa, paciente y diligentemente, de mostrarlo. No será indispensable demorarse demasiado en su detalle. Sólo haré un par de comentarios rápidos. Baste saber, en principio, que Spinoza realiza tranquilamente lo que otros ignoran o se rehúsan: en pocas palabras, desantropomorfiza al mundo. No se trata, por cierto, de cualquier cosa. "No son (...) ni los panteísmos de la Cábala, ni los del Renacimiento hermético, las referencias más seguras para aproximarnos al pensamiento de Spinoza, sino la óptica de Kepler y Huygens" (FCE, Buenos Aires, 2020, p. 90). La revolución espiritual o intelectual de Spinoza se encuentra, en lo fundamental, ligada a la efectuada también en la ciencia pictórica: ella se desplaza desde la representación italiana o alemana -jerárquica, teológica, medieval-, como la de Alberto Durero, a la holandesa -inmanentista, democrática, moderna- de Vermeer y Rembrandt. Consiste, si bien la miramos, en una cuestión de luz: ¿las cosas finitas reflejan o refractan la luz infinita? Interesante cuestión, al mismo tiempo teológica y estética. Descartes, Malebranche, Pascal y Leibniz, son, naturalmente, fervientes partidarios de la segunda opción. Lo son, sin escapatoria, porque todos ellos son cristianos. ¡Spinoza, gracias a Dios, no lo es! Dejemos ya de pensar que eso no incumbe o que jamás alcanza la relevancia suficiente. Al contrario, en filosofía, resulta, de cabo a rabo, decisivo. Ser cristiano es, en filosofía, ser metafísico, es decir: esencialmente dualista. ¿Ejemplos? Descartes debe respetar, de modo indisimulablemente religioso, una línea divisoria entre el entendimiento (finito) y la comprensión (infinita), por más que se produzca entre ambas un contacto; Pascal ha de partir del reconocimiento de una frontera tajante entre la Luz Divina y la miopía humana; Malebranche hará lo propio, añadiendo que los sentimientos refractan aún más la luz del entendimiento; Leibniz completará el cuadro, cuidándose bien de no traspasar los límites de lo humano. A su turno, Spinoza no seguirá ninguno de esos caminos: la luz -la Sustancia-  nunca representa -a menos que las pasiones la obnubilen-, para los modos finitos, lo Absolutamente Otro. ¿Por qué habría de hacerlo? No son sus hijos; son su expresión. La Sustancia sigue siendo Dios, pero al suprimir su carácter trascendente no parece, ni a primera ni a segunda vista, conservar su tradicional sentido. Mejor dicho: ese Dios no se presta a ser manipulado y utilizado con el propósito de la dominación (o la domesticación). Dicho en hegeliano: Dios no es el Amo -porque, sencillamente, nosotros no somos sus Siervos. Lo absolutamente infinito -Dios- no es más que la actividad productora de la conexión de ideas, de la conexión de cosas y de la identidad de dichas conexiones. Definido así, en un tono tan desapasionado, tan desdramatizado, tan moralmente neutro, ¿para qué podría servir? Spinoza no tiene obligación alguna de negar a Dios: más bien lo vuelve inutilizable. De ahí que descarte toda la concepción, inamovible durante centurias, según la cual la verdad sería la adecuación del intelecto con la cosa. La suprime porque no hay más dualismos -politica o religiosamente interesados- que respetar. El entendimiento finito conoce exactamente lo mismo que el entendimiento infinito y en la misma forma que éste lo hace en virtud de que, al igual que la luz, no sufre deformación o distorsión alguna en el paso de la naturaleza naturante -los atributos- a la naturaleza naturada -los modos-. La Dialéctica del Sujeto y el Objeto, antes de entronizarse en manos del Idealismo Alemán, se halla, dentro de su ontología, con particular rigor desactivada. Menos que dinamitado, el dualismo metafísico es silenciado, y no sin elegancia. Porque el vínculo entre el hombre y Dios -la conexión entre la Sustancia Absolutamente Infinita y la multiplicidad o pluralidad infinita de los Modos Finitos- en modo alguno involucra la sumisión. La proposición 24 del Libro V de la Ética lo enuncia con todas sus letras: cuanto más entendemos (y amamos) a las cosas singulares, tanto más entendemos (y amamos) a Dios. No habría necesidad de nada más. Marilena Chaui está ahora en posición de defender su idea, patente ya en el título de su libro: "La inmanencia es la nervadura que sustenta todas las cosas y hace que se comuniquen, articulándose las unas con las otras" (p. 97). Como en los estereogramas, todo se aclara, se ilumina de pronto, después de modificar ligeramente los ejes ópticos del cristalino y la retina. Captamos su transparencia en su profundidad. El abigarramiento del mundo, su riqueza sensible, dista de ser un puro caos, una nube pura y perpetuamente turbulenta. Lo que es, se puede leer, se puede ver, se puede comprender. Somos naturaleza, incluso al considerar valientemente sus revueltas y transgresiones. "La inmanencia, nervadura de lo real, es la respuesta spinoziana a la cuestión del origen" (p. 98). Una respuesta de enorme impacto y elegancia, pues procura atajar dos tendencias igualmente nocivas: elevar a la Sustancia a la inasequible altura de una Trascendencia Impoluta, por una parte (tendencia que favorece a toda estructura eclesiástica, si ella es jerárquica), y endilgarle a la misma rasgos del ser humano, por la otra (cosa que al parecer facilita al vulgo su comprensión). A ello está inclinada, habitualmente, la imaginación. La metáfora de la nervadura es interesante. Chaui no dice: la osamenta, ni el sistema circulatorio o endocrino o muscular. Quiere entender al ser como un cuerpo que se da un espíritu. Un cuerpo que piensa. Por eso resulta casi ofensivo, blasfematorio, sostener, tal como desde infinidad de ángulos suele hacerse, que la Sustancia es como sus modos. Ello conduce a la divinización del hombre, o a la humanización de Dios; dos desastrosos callejones sin salida. No, todo depende de distinguir con calma y precisión, sin prisas ni presiones de ningún tipo -por eso la Religión, la Ciencia y la Política (en el mal sentido) se hallan excluidas-  a lo Naturante de lo Naturado. La relación entre Dios y sus criaturas no es ni transitiva -operación que deja a salvo la Trascendencia de Dios, y con ella la necesidad de un Pontifex y su burocracia- ni emanativa -allí donde la Luz original se va desvaneciendo progresivamente hasta llegar a la infamia e insignificancia de la criatura-, como lo suponen Plotino y buena parte del pensamiento Islámico: el Uno, que se degrada en Inteligencia, que a su vez se degrada en lo Inteligible, que sigue diluyéndose en el Ser, después precipitándose en el Cielo, y así hasta desembocar, exhausto, casi inánime, en la carne humana, epítome de la corrupción. Para el de Ámsterdam, en cambio, somos en Dios, lo cual es asaz diferente de considerar que Dios es humano (cosa que desafortunadamente, imagina, entre otras vías nihilistas, el cristianismo). La naturaleza en modo alguno vendría a dejarse identificar, en otro orden de ideas, por el inconsciente de Dios, como querrían dar por hecho Hegel o Schelling. Política y sociológicamente, semejantes estratagemas desembocan en lo mismo: la subordinación del individuo a un orden que lo trasciende y a la vez, a cambio de su obediencia, protege. Y eso, pensándolo bien, ¿es malo? Tal vez no, pero está claro que no tendría nada que ver con la verdad.

Sergio Espinosa Proa / Facebook

11 enero, 2023

SER SPINOZISTA SIN SABERLO

Sergio Espinosa Proa

La filosofía de Baruch Spinoza es tan diáfana que, a cierta distancia, cuesta trabajo distinguirla; es muy difícil verla tal como es, pues casi no proyecta sombras. No hay frente a qué contrastarla. De hecho, es parecida a un lente de aumento; microscopio, periscopio o telescopio, se ve a través de ella, no dentro de ella. Tan transparente es. Finalmente, comprendemos que se trata de ver bien. Por lo mismo, puede resultar bastante insípida. Sin duda, esto no pasa de ser una metáfora; pero está muy bien traída. Después de todo, a eso se dedicaba Spinoza para procurarse el sustento (y al parecer eso fue lo que le llevó a la tumba); pulía lentes. La exposición de Alain no deja de ser sumamente curiosa; dice, al principio, que es chata, y que él no es spinozista. Pero el texto se derrite, como los copos de nieve, en la superficie de su campana. No es ínfimo tributo. Igual de falso sería permanecer indiferente. Asegura que el estilo es profesoral, cosa que deplora, pero para nosotros es bastante útil. Alain no habla sobre Spinoza, sino como si fuera el filósofo en persona. El efecto, no sólo estilístico, es raro. Comienza donde sin lugar a dudas se debe comenzar: a saber, por el miedo de ser Dios. Les pasó a todos los modernos: Descartes, Spinoza, Rousseau, Kant... Alain afirma que no es spinozista porque temió adoptar ese punto de vista, que el holandés hizo suyo sin complejos. "Pero Spinoza, por su parte, no tenía el menor miedo de su Espíritu y se entregó a él por completo, con la admirable ingenuidad de un lector de la Biblia" (Spinoza, Marbot, Barcelona, 2008, p. 14). A Alain sí le tembló la mano. La Ética es lo mismo que la Biblia. Con todo, su exposición resulta intachable. No le afecta demasiado que sea considerada como una nueva religión. Obviamente, para Alain como persona sí es demasiado. La Razón se ha alejado de la Tierra. La expresión a este respecto empleada apenas podría ser más sardónica: Spinoza representa el gozoso fanatismo de la razón. Muy judío para la humilde conciencia cristiana. No importa que ello nunca se diga abiertamente; es judío porque -a pesar de haber sido escrito en los Países Bajos del siglo XVII- descontinúa la posibilidad del nazismo. Lo desmantela. No se antoja tan relevante que Dios aparezca allí como un Espíritu Vasto e Impersonal. A Alain, en cambio, esto sólo podría provocarle miedo. Bien visto, sin embargo, no se aprecia tan terrible. La mirada de Dios no es ni inquisitorial ni misteriosa; no encontraría ninguna razón para serlo. ¿Cómo aparece el mundo? Exactamente como es: deformado por ciertas pasiones humanas. Esto es comprensible; los hombres creen que su dicha depende de la posesión, y ésta lo es de objetos que no admiten varios dueños. Son perecederos, y pueden perderse en cualquier momento. En conclusión, la gente se afana torpe y vorazmente sobre aquello que no sólo no otorga felicidad alguna, sino que produce directamente angustia y desasosiego. ¿Habría algo que no? En todas partes se adivina lo eterno. No, desgraciadamente, tal y como algunas religiones instituidas presentan a Dios: como un Ser malvado y terrible, que se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Los hombres quedan prisioneros de una doble esclavitud: la de las cosas que perecen -y la de un Ser Perpetuo que jamás deja de atormentarlos. Pero se equivocan. Dios no es ese Ser, ese Señor del que hablan las Escrituras. Es la Razón, punto final. "La salvación está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nosotros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión" (p. 25). El Dios de los Profetas es un falso Dios; sólo la Razón puede descubrírnoslo. Misterio, Sinrazón, Oscuridad, Secreto, en absoluto lo es. Pero, ¿sabemos exactamente lo que es la Razón?

Comenzamos a adivinar por qué Alain no puede darse el lujo de ser spinozista; reducir a Dios a la Razón llega a ser francamente inadmisible. ¿Para quién y por qué? Vayamos por partes. Lo primero por hacer es descartar la costumbre de entender la verdad como hacían los escolásticos; no se sostiene desde Descartes -incluso desde antes- la opinión de que es verdadera la idea cuando coincide con la realidad. Nada de adecuación de la res con el intelectum. La verdad es una concordancia de una idea con otra idea, pues de la realidad no tenemos ideas sino percepciones pasajeras, que dependen de la experiencia, y las experiencias no se repiten nunca como algo idéntico. La verdad es consecuencia del método, nada más. Es un modo de razonar, una manera de vincular los enunciados. A Spinoza, tan cerca y tan lejos de Descartes, tal certeza nunca podrá abandonarlo. Su fidelidad a la geometría no es insincera. En esto es totalmente platónico: no hay verdad en las existencias concretas, sino solamente en las esencias inmutables. "Debemos tratar de comprender todas las cosas particulares del mismo modo que comprendemos la naturaleza y las propiedades de círculo, es decir, sin atender a su existencia y a su duración sino únicamente a su naturaleza tal como era antes de su nacimiento y tal como será aún después de su muerte" (p. 36). Estas afirmaciones, sean correctas o no, y sean modernas o no, asustan. La verdad no tiene nada que ver con lo real, formado de un número infinito de cosas particulares (y, por lo mismo, efímeras e incognoscibles). Pero tampoco tiene que ver con una reconstrucción al infinito. La verdad se da de golpe, y sobre esa intuición es posible construir y enlazar los razonamientos. Tal vez debido a ello se calificó a Spinoza de dogmático. Hay una idea verdadera sobre la cual resulta posible construir una reflexión confiable. Pero, si nos fijamos bien, no de otra forma operan las matemáticas. Sólo que Spinoza va hasta el extremo y afirma que esta verdad -de la que toda verdad depende- es lo perfecto: a saber, Dios. No como Idea, sino como aquello sobre lo cual se puede confiar completamente en la verdad de las ideas. No habría matemáticas sin Dios. No habría nada -nada pensable- sin Dios. Alain lo establece con gran rigor: "Es preciso que exista una totalidad de ideas verdaderas y que este todo exista en el ser inmediato de cada idea. El ser inmediato de cada idea, el ser para sí de cada idea, supone toda las ideas perfectas, es decir, supone un pensamiento perfecto. La idea inmediatamente verdadera de la que partimos contiene pues necesariamente el Pensamiento perfecto del que nuestro pensamiento sólo es una parte: al definir la Verdad inmediata y absoluta definimos a Dios" (p. 41). ¡Tal vez corre demasiado rápido! Pero resulta inatacable. Esta verdad inmediata y absoluta es la Sustancia. La Ética no podría empezar de ninguna otra parte. Ninguna filosofía, ninguna reflexión rigurosa, podría comenzar de otra parte. ¿Del Sujeto? No podemos no pensar en Hegel, que intenta, tal vez desesperadamente, mediar entre Descartes y Spinoza. Eso que el holandés espera de la Sustancia, ¿se lo proporciona al Idealismo alemán el Sujeto? Sabemos de la importancia de éste en toda la filosofía moderna, de Descartes a Husserl. Sabemos también que el Sujeto salva al cristianismo de un ineludible naufragio. Pero no podemos decir que su lugar haya sido finalmente encontrado. Ahora bien, si seguimos el trayecto de Spinoza, el sujeto se halla necesaria e inevitablemente subordinado a la Sustancia. No porque ella lo haya creado, sino porque no se lo puede contemplar como sede de la Libertad. La Sustancia es Libre, tan libre como podría ser la Razón. El Sujeto pertenece a esa libertad; no, ojo, al libre albedrío según el cual se podría contravenir a la Sustancia (a la Naturaleza). El Sujeto puede imaginar que lo es, sin serlo. A eso parece reducirse todo.

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17 septiembre, 2022

MULTITUD LIBRE Y PRODUCCIÓN DEL DESEO COMÚN EN SPINOZA

Aurelio Sainz Pezonaga

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El texto considera las dos dicotomías del deseo productor de juicios de valor en Spinoza: deseo pasional versus deseo racional y deseo ético versus deseo político, y explica por qué todo acuerdo sobre valores posee un carácter político. Atiende, luego, al modo en que construye lo que llama “dictámenes de la razón” a través de la idea universal de hombre y la noción de mal. Revisa la socialidad tejida espontáneamente por la imitación de los afectos y la cooperación intelectual de la multitud. Y, por último, esboza el concepto de deseo común adecuado a la multitud libre. Su tesis es que el deseo común de concordia que mueve a la multitud libre se constituye, paradójicamente, en la disputa por las definiciones compartidas de lo bueno y lo malo, esto es, en la disputa en torno a la institución del imperium


El conatus, causa de los juicios valorativos

Spinoza reconoce una única fuente de los juicios de bueno y malo: nuestro conatus, nuestro apetito o deseo. “Nosotros –dice– no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (E 3P9S). El conatus es la fuente de los juicios de valor en el sentido de que es su causa eficiente. Es, entiéndase, una causa eficiente que el finalismo considera como causa primera debido a que ignora su realidad de causa causada y de expresión de la potencia divina. El conatus es, por tanto, la causa eficiente de cualquier fin u objetivo que nos propongamos a nivel particular o que proyectemos a nivel colectivo. El conatus, el apetito o el deseo como causas de los valores se modulan de dos maneras distintas: como deseos pasionales y como deseos racionales, según que el conatus sea causa parcial o causa adecuada del juicio. Y, a su vez, estas dos modulaciones poseen una vertiente o un ángulo ético y una vertiente o ángulo político, dependiendo de si conciernen a la potencia de un individuo humano o a la de una multitud.

Spinoza define el bien y el mal pasionales y su diversidad y conflictividad en E 3P39S. Sobre el deseo racional, se explica expresamente en las proposiciones 58 y 59 de la Parte III de la Ética. En esta última, Spinoza remite a la fortitudo todos los afectos que se refieren a la mente en tanto que entiende. Y, dentro de ella, distingue entre animositas y generositas, según se trate de un deseo racional de conservar el ser o de “ayudar a los demás hombres y unirse a ellos en amistad”, respectivamente. Un deseo racional es, según este escolio, “un deseo por el que cada uno se esfuerza en virtud del solo dictamen de la razón”. Las consecuencias para la producción de valores desde el deseo racional las expone Spinoza en E 4P26 y E 4P27. Si juzgamos algo como bueno porque lo deseamos, aquello que deseemos en cuanto obramos, a saber, en cuanto concebimos ideas adecuadas, lo juzgaremos bueno y nuestro juicio será verdadero. Lo verdaderamente bueno o verdaderamente útil es lo que deseamos racionalmente; y esto no es otra cosa que el conocimiento mismo y lo que sirve al conocimiento. Al deseo pasional político le dedica Spinoza el primer artículo del capítulo VI del Tratado político.

Dado que los hombres se conducen, como hemos dicho, más por el afecto que por la razón, la multitud conviene de manera natural (naturaliter convenire), y quiere conducirse como una sola mente, no porque la mueva la razón, sino algún afecto común, es decir (como dijimos en el § 9 del capítulo III), por una esperanza o un miedo comunes o por el anhelo de vengar una injuria común. Por otra parte, el miedo a la soledad habita en todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres apetezcan por naturaleza (natura appetere) el estado civil, y es imposible que ellos lo destruyan jamás del todo.

De este artículo se deben señalar al menos tres cuestiones. La primera es que el pasaje indica que las mismas causas que llevan a la constitución de la sociedad, impulsan las conspiraciones contra los regímenes ya existentes, tal como apunta la remisión a TP 3/9. En un reconocido artículo, “L’ indignation et le conatus de l’État spinoziste” (1994), Alexander Matheron analiza ambos pasajes enfatizando el papel que desempeña la indignación como generadora de rebeliones y como creadora de sociedades.

La segunda es que el parágrafo establece de manera directa la relacionalidad6 como base de cualquier comunidad política. Apela para ello al carácter natural de la multitudo y del status civilis y al miedo universal a la soledad. La socialidad es intrínseca al conatus, incluso en sus efectos pasionales.

Por último, las pasiones aparecen en TP 6/1 ya no como causa de conflicto como en TP 1/5, sino como causa de la conveniencia, del convenire natural de la multitud y de la creación del estado civil.

La capacidad productiva y reproductiva de lo social que posee la indignación reside en que, a pesar de ser una forma de odio, se sostiene al mismo tiempo en la imitación de los afectos, esto es, en la identificación o en el amor a la víctima, que son formas de alegría y facilitan la reciprocidad. El problema es pensar cómo es posible que el miedo o el anhelo de venganza, en tanto que pasiones tristes, puedan ser comunes, puedan unir, esto es, supongan una conveniencia de naturaleza entre distintos seres humanos, ya que convenir en naturaleza (natura convenire) significa “convenir en potencia y no en impotencia o negación (negatione)” (E 4P32).

Siendo la tristeza un afecto por el que se disminuye o reprime la potencia de obrar del cuerpo (E 4P41) y no pudiéndose atribuir a la mente en cuanto que actúa (E 3P59), no puede conducir por sí misma a una conveniencia o mutuo favor entre seres humanos. Sólo la alegría de los demás, que nunca es directamente mala (E 4P41), puede ser común, puede unirnos a otras personas, puede convertirse en algo útil para mí así como la mía lo será para ellos (E 4P31C). Si el odio o el miedo sirven para unir a las personas, no es por la disminución de potencia que ellos suponen, sino por la alegría que nos produce imaginar que se destruye aquello que odiamos o tememos (E 3P20).

La aversión o el miedo no pueden unir por sí mismos. Lo que nos junta es el esfuerzo por alejar la causa del daño o bien la alegría de imaginar la exclusión de lo que nos produce tristeza. En la medida en que el odio o el miedo son una impotencia, una tristeza, no se pueden compartir, porque nada positivo hay en ellos, son sólo la disminución de nuestra fuerza vital. El miedo universal a la soledad, que sería la pasión más fuerte de las citadas en TP 6/1, no puede unir como tal miedo, sino por el lado de la esperanza que necesariamente incluye (E 3DA13E). La otra cara del miedo común de soledad es la esperanza común de concordia o el apetito de vida. social, que ya es un germen de concordia.

Traducida esta última cuestión al problema de la creación de los valores de bueno o malo, resulta que las pasiones pueden generar tanto una diversidad irreconciliable de juicios valorativos como los valores compartidos socialmente, los valores comunes. De hecho, esto es lo específico de la política racional que, reconociendo la irreductibilidad del conflicto, trabaja para contrarrestar unas pasiones con otras, unos poderes con otros. Los valores comunes son ocasionados por deseos comunes, que en la medida en que existen y se fortalecen, ponen freno al conflicto pasional.

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales, año 21, no. 42. Segundo semestre de 2019.