Bove, Laurent, La
servidumbre, objeto paradójico del deseo, en La estrategia del conatus. Afirmación y resistencia en Spinoza,
Madrid, Tierradenadie, 2009, pp. 181-192.
“Éste [el apetito] no
es otra cosa que la esencia misma del hombre” y, por consiguiente, “juzgamos
que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”
(escolio). El apéndice afirma por otra parte que todos los hombres nacen
ignorantes de las causas de las cosas, y que todos poseen apetito de buscar lo
que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí, se sigue, primero que los
hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y
de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y
querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre
con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que
resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se
llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues
ya no les queda motivo alguno de duda. La definición del hombre como deseo, la
ilusión inmediata de su libertad (como libre albedrío), su comportamiento
espontáneamente finalista en su búsqueda de la utilidad propia, son las tres
entradas al problema de la servidumbre.
La ilusión de la
libertad —que puede ser tomada en Spinoza como un dato inmediato de la
conciencia— y el comportamiento espontáneamente finalista en la búsqueda de la
utilidad propia, determinan necesariamente la orientación del conatus hacia la ficción finalista. En
el fondo, en efecto —a causa de su impotencia nativa— el sujeto es temeroso,
inquieto, de una inquietud fundamental frente al caos y a la fragmentación del
universo. La ficción se construye pues para resistir y responder a esta
“inquietud”, para que se disipe la angustia y que, por fin, según la expresión
de Spinoza, los hombres “se tranquilicen”. Spinoza desvía así la representación
(aquí la de la ficción) de la simple función de conocimiento (verdadero o
falso) que era tradicionalmente la suya, para hacer de ella la relación
existencial/imaginaria que los hombres mantienen, por una necesidad natural
debida a su situación de impotencia, con la verdadera realidad. Nosotros
constatamos, sin embargo, que en su elaboración misma, la representación como
ficción va a contribuir a profundizar el desprecio original y por ello a
perpetuarla, por otro lado, sin verdaderamente calmar la inquietud, sino por
una huida hacia adelante... Los hombres son movidos más bien por la opinión que
por la verdadera razón; pero si la fuerza de lo verdadero puede suprimir —por
sustitución— la ilusión y la ficción, la ausencia de duda, que envuelve la
creencia (que no es certidumbre pero que, para el ignorante vale como tal), las
mantiene y las hace siempre más reales. La realidad de la representación, aquí
ilusoria y ficticia, se vuelve así cada vez más impositiva y por ello alienante
al separar a los hombres de su propia esencia o de su potencia, es decir, de su
deseo como afirmación de la vida. Es que la ficción finalista se ha convertido
en un verdadero sistema, la estructura a partir de la cual todos los hombres
viven y piensan, de la que la idea de un Dios‐Persona es a la vez
Fundamento, Origen y Fin.