05 diciembre, 2023

SOBRE LA LIBERTAD

Diego Sztulwark


Se discute sobre la libertad en la política, en las redes, en los medios. De pronto, las categorías de la economía y la filosofía política -que son también las del marketing- inundan el lenguaje. Se parte de considerarla tan natural como el oxígeno que se respira, y tan individual como el propio cuerpo. De modo tal que nos hacemos de ella la idea de una experiencia directa (“hago lo que quiero”), y de su negación a una instancia segunda y externa (“¿quién sos vos para decirme que hacer?”). La rebelión y la escena libertaria consisten en reconocer al propio deseo como principio absoluto y en rechazar al otro que limita como una afrenta. La libertad no es experiencia constructiva, ni constitución colectiva sino reacción inmediata e instancia personal. El triunfo de esta libertad viene confirmado en la vida cotidiana mucho antes de volverse argumento. El criterio de la verdad práctica, aquella que se aprecia en el orden de los afectos, hábitos e instituciones antes que en discursos articulados, ya actuaba como criterio convincente en Thomas Hobbes, para quien la verdadera opinión sobre los propios vecinos la ofrecemos no cuando opinamos sobre ellos sino en el acto mismo de cerrar la puerta con llave.

La crítica de esta reivindicación de la libertad como espontaneidad humana tiene muchas fuentes. Una de ellas es la obra de Baruch de Spinoza, quien durante el siglo XVII holandés redactó un formidable texto -el Apéndice de la primera parte de su Ética– en el que escribió que los humanos se creen libres porque saben lo que quieren y, sobre todo, porque ignoran las causas por las cuales quieren lo que quieren. Una de las particularidades de la crítica spinozista de la libertad consiste en que ella no niega ni se burla del camino -precisamente ético- que lleva a las personas a buscar su propia potencia. Sólo señala algo decisivo: si no nos preguntamos por qué -en qué condiciones, bajo qué determinaciones concretas- queremos lo que queremos, no habremos nunca de dar el paso decisivo que nos quita de la ignorancia. Spinoza desconfía así del recurso a la vivencia inmediata como fundamento último de algo así como una verdad de la conciencia. No basta con saber lo que se quiere. De hecho, ese “saber”, es ignorancia. ¿Ignorancia de qué? De aquellos factores que actúan sobre eso que llamamos nuestro “querer”. Vale decir: nada menos transparente y en cierto sentido “verdadero” que el modo en que nos relacionamos con nuestro deseo. La posición inicial de nuestro deseo –quiero y se lo que quiero– es la de una conciencia impotente respecto a las causas que actúan sobre él, constituyéndola. Una conciencia pasiva, que lo ignora todo sobre el mundo sabe lo que quiere, pero no sabe nada de todo aquello que la hace querer de ese modo. Esa pasividad del querer remite a una impotencia inherente al saber que le corresponde. Este saber del querer, que llaman libertad, no puede ser libre, puesto que está sometido a fuerzas que actúan sobre él, haciéndolo obedecer. El individuo que se cree libre porque dice saber lo que quiere, ignora su propia condición servil. La libertad, parece decir Spinoza, es otra cosa.

Spinoza no se burla de quienes desean salir de la ignorancia. Eso se nota, en primer lugar, porque él no refuta nunca el carácter deseante del saber de la conciencia. No pretende introducir un principio autónomo de razón, ni formular una idea desafectada del conocer. Por más que se cite una y otra vez aquella correspondencia en la cual el filósofo ha escrito “no se trata de reír ni de llorar, sino de comprender”, no hay modo de hacer de este “no reír ni llorar” una apología de una razón desapegada. La ética convierte las pasiones en afectos activos, no en razones abstractas. Por lo que conocer, para Spinoza, es asistir al deseo con una potencia de comprensión en torno a la relación que los fenómenos naturales poseen entre sí. De modo que el camino ético es inseparable de una interrogación -propiamente filosófica- sobre las fuerzas (casusas) que actúan sobre nosotros. Conocer es conocer la relación entre las cosas desde la perspectiva de nuestra propia potencia. Podría incluso decirse que conocer es, en Ética, un correlato de la experiencia gracias a la cual constituimos nuestras capacidades de actuar y pensar. La libertad pierde, por este camino, todo carácter de resultado final o meta a la que llegar.

El citado Apéndice de Ética se apoya en una crítica a la idea de que las cosas valen según su finalidad (su para qué natural). No es cierto que Dios haya creado el mundo con un fin, ni que haya creado las cosas del mundo para la satisfacción humana. Ni que haya creado al humano para que lo gloríe. Dios es Naturaleza. No posee exterior espacial ni temporal. Ni Dios es Ser Creador, o Monarca Celeste; ni la Naturaleza es lo creado por Dios. Dios es Naturaleza quiere decir que la naturaleza es causa única, infinita e indivisible de sí misma. Y que los seres son modos de ser de esa causa inmanente. No hay espacio en la lógica de la causa inmanente para separar el acto de sus fines, ni para separar a Dios del mundo. El único tipo de causa actuante es la causa eficiente y solo ella provee de conocimientos adecuados. En términos prácticos y políticos, ser libre supone actuar de modo tal que seamos capaces de convertir aquello que nos determina en condiciones para el despliegue de nuestra capacidad de hacer y pensar. Y para eso es preciso hacer una experiencia, evaluar nuestra relación con las fuerzas de la situación de modo tal de extraer conocimiento sobre ellas. No hay orientación política por fuera de estas evaluaciones. Y son estas evaluaciones las que permiten comprender el carácter colectivo y procesual de la constitución de toda potencia política.

De modo que la libertad en Spinoza no es nunca punto de partida ni de llegada sino experiencia, proceso, lucha, esfuerzo de comprensión, tentativa de activación deseante. Como decía en estos días Diego Tatián, en Spinoza más que “libertad” hay “liberación”. Ahí donde las fuerzas de la sociedad neoliberalizada nos instan a confiar de modo inmediato en el deseo mercantil, y en el saber sobre ese deseo que es un saber sobre precios, intereses y formas predeterminadas de consumo, la lógica del capital manda sobre la naturaleza, a la que sustituye, imponiendo su propia finalidad como sentido último de todo lo que existe. Los héroes del presente podrían escribir Dios es Capital. Encontramos en Spinoza -y luego en en Marx-, la crítica más demoledora de esa pretensión. La naturaleza asumida como perspectiva crítica de toda trascendencia es ya el método crítico capaz de percibir la farsa que supone toda lógica colonizadora: el capital, sin poseer los rasgos de eternidad de la naturaleza, es una combinación restrictiva de combinaciones (la restricción viene dada por el axioma que hace depender toda combinación natural a la producción de beneficio y consiguientemente, de la capacidad creativa en mercancía). La experiencia ética implica una crítica de la mercancía como forma racional y sensible de todo lo vivo, un descubrimiento de la utilidad común como fundamento de la cooperación humana que va más allá de las técnicas de gestión fundadas en la competencia, una apuesta a la articulación política de las potencia bajo la forma de una democracia que efectivice el gobierno de la cooperación y una interrogación colectiva sobre el sentido de nuestra existencia como que excede toda ilusión reaccionaria de la libertad en nombre de procesos singulares de liberación.

La Tecl@ Eñe


13 agosto, 2023

EL DIOS DE LA INMANENCIA

 Sergio Espinosa Proa

"Yo no separo a Dios de la naturaleza", le escribe Baruch Spinoza a su amigo Henry Oldenburg (Carta 6). No parece necesario si lo que se desea es, ante todo, llegar a ser una
buena persona. Es muy comprensible. Nada tendría que ver tal meta con la religión. En cualquier caso, ¿qué significa eso? ¿De qué depende? Que el libro más importante de Spinoza ostente el título de Ética no debería inducirnos a error: se trata menos de (otra) moral que de un sistema filosófico completo, que no sólo aparece en la historia como uno entre muchos, a escoger como si fuera una sandía, un paraguas o una prenda de vestir, sino que constituye la subversión más potente e insidiosa de la Metafísic ocurrida hasta el instante de su irrupción (e incluso mucho después). La brasileña Marilena Chaui (1941), en Las nervaduras de lo real (1999), se ocupa, paciente y diligentemente, de mostrarlo. No será indispensable demorarse demasiado en su detalle. Sólo haré un par de comentarios rápidos. Baste saber, en principio, que Spinoza realiza tranquilamente lo que otros ignoran o se rehúsan: en pocas palabras, desantropomorfiza al mundo. No se trata, por cierto, de cualquier cosa. "No son (...) ni los panteísmos de la Cábala, ni los del Renacimiento hermético, las referencias más seguras para aproximarnos al pensamiento de Spinoza, sino la óptica de Kepler y Huygens" (FCE, Buenos Aires, 2020, p. 90). La revolución espiritual o intelectual de Spinoza se encuentra, en lo fundamental, ligada a la efectuada también en la ciencia pictórica: ella se desplaza desde la representación italiana o alemana -jerárquica, teológica, medieval-, como la de Alberto Durero, a la holandesa -inmanentista, democrática, moderna- de Vermeer y Rembrandt. Consiste, si bien la miramos, en una cuestión de luz: ¿las cosas finitas reflejan o refractan la luz infinita? Interesante cuestión, al mismo tiempo teológica y estética. Descartes, Malebranche, Pascal y Leibniz, son, naturalmente, fervientes partidarios de la segunda opción. Lo son, sin escapatoria, porque todos ellos son cristianos. ¡Spinoza, gracias a Dios, no lo es! Dejemos ya de pensar que eso no incumbe o que jamás alcanza la relevancia suficiente. Al contrario, en filosofía, resulta, de cabo a rabo, decisivo. Ser cristiano es, en filosofía, ser metafísico, es decir: esencialmente dualista. ¿Ejemplos? Descartes debe respetar, de modo indisimulablemente religioso, una línea divisoria entre el entendimiento (finito) y la comprensión (infinita), por más que se produzca entre ambas un contacto; Pascal ha de partir del reconocimiento de una frontera tajante entre la Luz Divina y la miopía humana; Malebranche hará lo propio, añadiendo que los sentimientos refractan aún más la luz del entendimiento; Leibniz completará el cuadro, cuidándose bien de no traspasar los límites de lo humano. A su turno, Spinoza no seguirá ninguno de esos caminos: la luz -la Sustancia-  nunca representa -a menos que las pasiones la obnubilen-, para los modos finitos, lo Absolutamente Otro. ¿Por qué habría de hacerlo? No son sus hijos; son su expresión. La Sustancia sigue siendo Dios, pero al suprimir su carácter trascendente no parece, ni a primera ni a segunda vista, conservar su tradicional sentido. Mejor dicho: ese Dios no se presta a ser manipulado y utilizado con el propósito de la dominación (o la domesticación). Dicho en hegeliano: Dios no es el Amo -porque, sencillamente, nosotros no somos sus Siervos. Lo absolutamente infinito -Dios- no es más que la actividad productora de la conexión de ideas, de la conexión de cosas y de la identidad de dichas conexiones. Definido así, en un tono tan desapasionado, tan desdramatizado, tan moralmente neutro, ¿para qué podría servir? Spinoza no tiene obligación alguna de negar a Dios: más bien lo vuelve inutilizable. De ahí que descarte toda la concepción, inamovible durante centurias, según la cual la verdad sería la adecuación del intelecto con la cosa. La suprime porque no hay más dualismos -politica o religiosamente interesados- que respetar. El entendimiento finito conoce exactamente lo mismo que el entendimiento infinito y en la misma forma que éste lo hace en virtud de que, al igual que la luz, no sufre deformación o distorsión alguna en el paso de la naturaleza naturante -los atributos- a la naturaleza naturada -los modos-. La Dialéctica del Sujeto y el Objeto, antes de entronizarse en manos del Idealismo Alemán, se halla, dentro de su ontología, con particular rigor desactivada. Menos que dinamitado, el dualismo metafísico es silenciado, y no sin elegancia. Porque el vínculo entre el hombre y Dios -la conexión entre la Sustancia Absolutamente Infinita y la multiplicidad o pluralidad infinita de los Modos Finitos- en modo alguno involucra la sumisión. La proposición 24 del Libro V de la Ética lo enuncia con todas sus letras: cuanto más entendemos (y amamos) a las cosas singulares, tanto más entendemos (y amamos) a Dios. No habría necesidad de nada más. Marilena Chaui está ahora en posición de defender su idea, patente ya en el título de su libro: "La inmanencia es la nervadura que sustenta todas las cosas y hace que se comuniquen, articulándose las unas con las otras" (p. 97). Como en los estereogramas, todo se aclara, se ilumina de pronto, después de modificar ligeramente los ejes ópticos del cristalino y la retina. Captamos su transparencia en su profundidad. El abigarramiento del mundo, su riqueza sensible, dista de ser un puro caos, una nube pura y perpetuamente turbulenta. Lo que es, se puede leer, se puede ver, se puede comprender. Somos naturaleza, incluso al considerar valientemente sus revueltas y transgresiones. "La inmanencia, nervadura de lo real, es la respuesta spinoziana a la cuestión del origen" (p. 98). Una respuesta de enorme impacto y elegancia, pues procura atajar dos tendencias igualmente nocivas: elevar a la Sustancia a la inasequible altura de una Trascendencia Impoluta, por una parte (tendencia que favorece a toda estructura eclesiástica, si ella es jerárquica), y endilgarle a la misma rasgos del ser humano, por la otra (cosa que al parecer facilita al vulgo su comprensión). A ello está inclinada, habitualmente, la imaginación. La metáfora de la nervadura es interesante. Chaui no dice: la osamenta, ni el sistema circulatorio o endocrino o muscular. Quiere entender al ser como un cuerpo que se da un espíritu. Un cuerpo que piensa. Por eso resulta casi ofensivo, blasfematorio, sostener, tal como desde infinidad de ángulos suele hacerse, que la Sustancia es como sus modos. Ello conduce a la divinización del hombre, o a la humanización de Dios; dos desastrosos callejones sin salida. No, todo depende de distinguir con calma y precisión, sin prisas ni presiones de ningún tipo -por eso la Religión, la Ciencia y la Política (en el mal sentido) se hallan excluidas-  a lo Naturante de lo Naturado. La relación entre Dios y sus criaturas no es ni transitiva -operación que deja a salvo la Trascendencia de Dios, y con ella la necesidad de un Pontifex y su burocracia- ni emanativa -allí donde la Luz original se va desvaneciendo progresivamente hasta llegar a la infamia e insignificancia de la criatura-, como lo suponen Plotino y buena parte del pensamiento Islámico: el Uno, que se degrada en Inteligencia, que a su vez se degrada en lo Inteligible, que sigue diluyéndose en el Ser, después precipitándose en el Cielo, y así hasta desembocar, exhausto, casi inánime, en la carne humana, epítome de la corrupción. Para el de Ámsterdam, en cambio, somos en Dios, lo cual es asaz diferente de considerar que Dios es humano (cosa que desafortunadamente, imagina, entre otras vías nihilistas, el cristianismo). La naturaleza en modo alguno vendría a dejarse identificar, en otro orden de ideas, por el inconsciente de Dios, como querrían dar por hecho Hegel o Schelling. Política y sociológicamente, semejantes estratagemas desembocan en lo mismo: la subordinación del individuo a un orden que lo trasciende y a la vez, a cambio de su obediencia, protege. Y eso, pensándolo bien, ¿es malo? Tal vez no, pero está claro que no tendría nada que ver con la verdad.

Sergio Espinosa Proa / Facebook

11 enero, 2023

SER SPINOZISTA SIN SABERLO

Sergio Espinosa Proa

La filosofía de Baruch Spinoza es tan diáfana que, a cierta distancia, cuesta trabajo distinguirla; es muy difícil verla tal como es, pues casi no proyecta sombras. No hay frente a qué contrastarla. De hecho, es parecida a un lente de aumento; microscopio, periscopio o telescopio, se ve a través de ella, no dentro de ella. Tan transparente es. Finalmente, comprendemos que se trata de ver bien. Por lo mismo, puede resultar bastante insípida. Sin duda, esto no pasa de ser una metáfora; pero está muy bien traída. Después de todo, a eso se dedicaba Spinoza para procurarse el sustento (y al parecer eso fue lo que le llevó a la tumba); pulía lentes. La exposición de Alain no deja de ser sumamente curiosa; dice, al principio, que es chata, y que él no es spinozista. Pero el texto se derrite, como los copos de nieve, en la superficie de su campana. No es ínfimo tributo. Igual de falso sería permanecer indiferente. Asegura que el estilo es profesoral, cosa que deplora, pero para nosotros es bastante útil. Alain no habla sobre Spinoza, sino como si fuera el filósofo en persona. El efecto, no sólo estilístico, es raro. Comienza donde sin lugar a dudas se debe comenzar: a saber, por el miedo de ser Dios. Les pasó a todos los modernos: Descartes, Spinoza, Rousseau, Kant... Alain afirma que no es spinozista porque temió adoptar ese punto de vista, que el holandés hizo suyo sin complejos. "Pero Spinoza, por su parte, no tenía el menor miedo de su Espíritu y se entregó a él por completo, con la admirable ingenuidad de un lector de la Biblia" (Spinoza, Marbot, Barcelona, 2008, p. 14). A Alain sí le tembló la mano. La Ética es lo mismo que la Biblia. Con todo, su exposición resulta intachable. No le afecta demasiado que sea considerada como una nueva religión. Obviamente, para Alain como persona sí es demasiado. La Razón se ha alejado de la Tierra. La expresión a este respecto empleada apenas podría ser más sardónica: Spinoza representa el gozoso fanatismo de la razón. Muy judío para la humilde conciencia cristiana. No importa que ello nunca se diga abiertamente; es judío porque -a pesar de haber sido escrito en los Países Bajos del siglo XVII- descontinúa la posibilidad del nazismo. Lo desmantela. No se antoja tan relevante que Dios aparezca allí como un Espíritu Vasto e Impersonal. A Alain, en cambio, esto sólo podría provocarle miedo. Bien visto, sin embargo, no se aprecia tan terrible. La mirada de Dios no es ni inquisitorial ni misteriosa; no encontraría ninguna razón para serlo. ¿Cómo aparece el mundo? Exactamente como es: deformado por ciertas pasiones humanas. Esto es comprensible; los hombres creen que su dicha depende de la posesión, y ésta lo es de objetos que no admiten varios dueños. Son perecederos, y pueden perderse en cualquier momento. En conclusión, la gente se afana torpe y vorazmente sobre aquello que no sólo no otorga felicidad alguna, sino que produce directamente angustia y desasosiego. ¿Habría algo que no? En todas partes se adivina lo eterno. No, desgraciadamente, tal y como algunas religiones instituidas presentan a Dios: como un Ser malvado y terrible, que se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Los hombres quedan prisioneros de una doble esclavitud: la de las cosas que perecen -y la de un Ser Perpetuo que jamás deja de atormentarlos. Pero se equivocan. Dios no es ese Ser, ese Señor del que hablan las Escrituras. Es la Razón, punto final. "La salvación está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nosotros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión" (p. 25). El Dios de los Profetas es un falso Dios; sólo la Razón puede descubrírnoslo. Misterio, Sinrazón, Oscuridad, Secreto, en absoluto lo es. Pero, ¿sabemos exactamente lo que es la Razón?

Comenzamos a adivinar por qué Alain no puede darse el lujo de ser spinozista; reducir a Dios a la Razón llega a ser francamente inadmisible. ¿Para quién y por qué? Vayamos por partes. Lo primero por hacer es descartar la costumbre de entender la verdad como hacían los escolásticos; no se sostiene desde Descartes -incluso desde antes- la opinión de que es verdadera la idea cuando coincide con la realidad. Nada de adecuación de la res con el intelectum. La verdad es una concordancia de una idea con otra idea, pues de la realidad no tenemos ideas sino percepciones pasajeras, que dependen de la experiencia, y las experiencias no se repiten nunca como algo idéntico. La verdad es consecuencia del método, nada más. Es un modo de razonar, una manera de vincular los enunciados. A Spinoza, tan cerca y tan lejos de Descartes, tal certeza nunca podrá abandonarlo. Su fidelidad a la geometría no es insincera. En esto es totalmente platónico: no hay verdad en las existencias concretas, sino solamente en las esencias inmutables. "Debemos tratar de comprender todas las cosas particulares del mismo modo que comprendemos la naturaleza y las propiedades de círculo, es decir, sin atender a su existencia y a su duración sino únicamente a su naturaleza tal como era antes de su nacimiento y tal como será aún después de su muerte" (p. 36). Estas afirmaciones, sean correctas o no, y sean modernas o no, asustan. La verdad no tiene nada que ver con lo real, formado de un número infinito de cosas particulares (y, por lo mismo, efímeras e incognoscibles). Pero tampoco tiene que ver con una reconstrucción al infinito. La verdad se da de golpe, y sobre esa intuición es posible construir y enlazar los razonamientos. Tal vez debido a ello se calificó a Spinoza de dogmático. Hay una idea verdadera sobre la cual resulta posible construir una reflexión confiable. Pero, si nos fijamos bien, no de otra forma operan las matemáticas. Sólo que Spinoza va hasta el extremo y afirma que esta verdad -de la que toda verdad depende- es lo perfecto: a saber, Dios. No como Idea, sino como aquello sobre lo cual se puede confiar completamente en la verdad de las ideas. No habría matemáticas sin Dios. No habría nada -nada pensable- sin Dios. Alain lo establece con gran rigor: "Es preciso que exista una totalidad de ideas verdaderas y que este todo exista en el ser inmediato de cada idea. El ser inmediato de cada idea, el ser para sí de cada idea, supone toda las ideas perfectas, es decir, supone un pensamiento perfecto. La idea inmediatamente verdadera de la que partimos contiene pues necesariamente el Pensamiento perfecto del que nuestro pensamiento sólo es una parte: al definir la Verdad inmediata y absoluta definimos a Dios" (p. 41). ¡Tal vez corre demasiado rápido! Pero resulta inatacable. Esta verdad inmediata y absoluta es la Sustancia. La Ética no podría empezar de ninguna otra parte. Ninguna filosofía, ninguna reflexión rigurosa, podría comenzar de otra parte. ¿Del Sujeto? No podemos no pensar en Hegel, que intenta, tal vez desesperadamente, mediar entre Descartes y Spinoza. Eso que el holandés espera de la Sustancia, ¿se lo proporciona al Idealismo alemán el Sujeto? Sabemos de la importancia de éste en toda la filosofía moderna, de Descartes a Husserl. Sabemos también que el Sujeto salva al cristianismo de un ineludible naufragio. Pero no podemos decir que su lugar haya sido finalmente encontrado. Ahora bien, si seguimos el trayecto de Spinoza, el sujeto se halla necesaria e inevitablemente subordinado a la Sustancia. No porque ella lo haya creado, sino porque no se lo puede contemplar como sede de la Libertad. La Sustancia es Libre, tan libre como podría ser la Razón. El Sujeto pertenece a esa libertad; no, ojo, al libre albedrío según el cual se podría contravenir a la Sustancia (a la Naturaleza). El Sujeto puede imaginar que lo es, sin serlo. A eso parece reducirse todo.

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