Pilar
Benito Olalla
El filósofo holandés de
origen judío Baruch Spinoza (1632-1677) se ganaba la vida puliendo lentes
destinadas a la fabricación de instrumentos ópticos. No vivió de impartir
clases; incluso rechazó el ofrecimiento de una plaza en la Universidad de
Heidelberg a cambio de conservar la libertad de su verbo rebelde. Tampoco
dependió su economía de la publicación de sus obras: apenas solo dos de sus
libros vieron la luz en vida del autor, Principios
de filosofía de Descartes. Pensamientos metafísicos (1663), con su
nombre, y Tratado
teológico-político (1670), anónimo. El primero era una exposición
crítica de la teoría de Descartes; el segundo, una lúcida y demoledora exégesis
bíblica, que cuestionaba una de «las ilusiones» más arraigadas del ser humano,
la religión. El sello inequívoco de Spinoza como autor lo confería una mezcla
misteriosa de inteligencia brillante y acerada junto con una profunda
originalidad e insólita rebeldía frente a la tradición: lo que Antonio Negri ha
denominado «la anomalía salvaje». La obra arquetípica del filósofo holandés, Ética demostrada según el orden
geométrico, tuvo que esperar hasta su muerte para ser publicada;
pero esas cautelas propias de la época ahora no cuentan, porque los ecos de sus
ideas siguen resonando en la actualidad con gran fuerza y colonizando nuevos
territorios del pensamiento: así, el interés y reivindicación de las
aportaciones de Spinoza a la teoría de los afectos por parte del
neurocientífico Antonio Damasio (Looking
for Spinoza, 2003).
La influencia de Spinoza
ha sido notoria en la historia de la filosofía (metafísica, política, ética),
pero resulta un fenómeno sorprendente que este autor fuera silenciado durante
mucho tiempo, o leído a hurtadillas y de modo parcial, hasta llegar, en cambio,
a la espléndida salud de que gozan en la actualidad los estudios spinozistas y
las sociedades dedicadas a esa labor. Spinoza siempre fue un pensador
independiente y se mantuvo incólume ante cualquier tipo de oposición externa:
la severa excomunión de la comunidad judía de Ámsterdam a la que pertenecía, o
las duras críticas de calvinistas y cartesianos. Y él nunca se adhirió a
ninguna «iglesia», sino que permaneció libre y fiel a su «círculo de amigos»
–feliz expresión de uno de los grandes y tempranos estudiosos spinozistas, Meinsma
(Spinoza en zijn kring,
1896). Ese círculo lo formaban personas de mentalidad abierta, fuertemente
atraídas por la personalidad del filósofo judío y por el carácter deslumbrante
de sus ideas.
Un hecho añadido más a
la peculiaridad del llamado «fenómeno Spinoza» fue precisamente su ocupación en
un trabajo artesanal: el ya señalado pulido de lentes. Esta tarea le permitió
afianzar su humilde sustento, al que colaboró uno de sus amigos más fervientes,
Simon Joosten de Vries, con una generosa pensión de 500 florines que Spinoza
aceptó finalmente,
pero rebajada por él mismo a unos módicos 300 y solo después de la muerte de
Simon. Gracias al oficio como pulidor de lentes, pudo también poner en práctica
su marcado interés por la ciencia.
En el siglo XVII europeo, la revolución científica y filosófica
estaba dando innumerables frutos, desde Galileo a Descartes, y abriendo campos
insospechados para la curiosidad humana y el poder del hombre sobre la
naturaleza. La modernidad acababa de emerger, y con ella la gestación de todas
las consecuencias que vinieron después: algunas extraordinarias y otras no tan
deseables. Spinoza no era ajeno a este ambiente de vital renovación y avances
científicos, a pesar de un relativo aislamiento, necesario para su pensar, en los
diversos lugares de Holanda donde vivió: desde las ciudades de Ámsterdam o La
Haya, hasta villas más pequeñas como Rijnsburg o Voorburg. Así lo prueba su
amistad con la familia Huygens: con Christiaan –el afamado físico y óptico
dotado de gran habilidad para pulir lentes– y especialmente con su hermano
Constantijn, con el que la relación fue mucho más cercana; este último también
era pulidor y colaboró con Christiaan en la construcción de potentes
telescopios que corregían en mucho la aberración cromática. La correspondencia
de Spinoza constituye un rico material que refleja no solo la gestación de sus
obras o las discusiones filosóficas con amigos y enemigos sino también su
curiosidad científica y sus escarceos experimentales; un claro ejemplo lo constituye
la relación intermitente con el célebre diplomático Henry Oldenburg, secretario
de la recién fundada Royal Society of London. Curiosamente, en el intercambio
epistolar con Oldenburg, que en ocasiones oficia como intermediario de Spinoza
con otros científicos del momento, se trata del experimento del químico Robert
Boyle sobre las transformaciones del nitro o salitre (nitrato potásico), y de
las observaciones detalladas que Spinoza le transmite a Oldenburg a raíz de su
propia experiencia: el filósofo también había efectuado el mismo experimento y
algunos más, concluyendo otros resultados, que se basaban en una interpretación
mecánica y no química. Todo ello pone de relieve la gran atracción que Spinoza
sentía por las ciencias.
En este sentido, las
cuestiones inmediatas que surgen son las siguientes: ¿Por qué Spinoza eligió un
oficio, y en concreto, el de pulidor de lentes? ¿Qué conocimientos ópticos
aportó? ¿Por qué ese interés de un filósofo racionalista, aunque a su manera y
no fiel a Descartes, por la óptica? ¿Cómo se plasmó en su filosofía su peculiar
mirada óptica?