08 octubre, 2013

Spinoza y las tres ‘Éticas’

Gilles Deleuze

No soy un Spinoza cualquiera para hacer malabarismos.

Chéjov, La boda

En la primera lectura puede ocurrir que la Ética parezca un largo movimiento continuo que va casi en línea recta, de una potencia y de una serenidad incomparables, que pasa una y otra vez por definiciones, axiomas, postulados, proposiciones, demostraciones, corolarios y escolios, arrastrándolo todo en su fluir tan grandioso. Es como un río que ora se extiende, ora se divide en mil brazos; ora aumenta y ora reduce su velocidad, pero siempre afirmando su unidad radical. Y parece que el latín de Spinoza, de apariencia escolar, constituye la nave que sigue el río eterno por la que no pasan los años. Pero, a medida que las emociones van invadiendo al lector, o bien al calor de una segunda lectura, estas dos impresiones resultan erróneas. Este libro, uno de los más importantes del mundo, no es como se creía en un principio: no es homogéneo, rectilíneo, continuo, sereno, navegable, lenguaje puro y carente de estilo.


La Ética presenta tres elementos que no son sólo contenidos sino formas de expresión: los Signos o afectos; las Nociones o conceptos; las Esencias o perceptos. Corresponden a los tres géneros de conocimiento, que asimismo son modos de existencia y de expresión.

Un signo, según Spinoza, puede tener varios sentidos. Pero siempre es un efecto. Un efecto es, en primer lugar, la huella de un cuerpo sobre otro, el estado de un cuerpo en tanto que padece la acción de otro cuerpo: es una affectio, por  ejemplo el efecto del sol sobre nuestro cuerpo, que «indica» la naturaleza del cuerpo afectado y «envuelve» sólo la naturaleza del cuerpo afectante. Conocemos nuestras afecciones por las ideas que tenemos, sensaciones o percepciones, sensaciones de calor, de color, percepción de forma y de distancia (el sol está arriba, es un disco de oro, está a doscientos pies...). Cabría llamarlos, por comodidad, signos escalares, puesto que expresan nuestro estado en un momento del tiempo y se distinguen de este modo de otro tipo de signos: el estado actual es siempre una sección de nuestra duración, y determina en este sentido un aumento o una disminución, una expansión o una restricción de nuestra existencia en la duración, respecto al estado precedente por muy próximo que éste se halle. No es que comparemos ambos estados en una operación reflexiva, sino que cada estado de afección determina un paso a un «más» o a un «menos»: el calor del sol me llena, o bien por el contrario su quemadura me repele. La afección no es por lo tanto sólo el efecto instantáneo de un cuerpo sobre el mío, también tiene un efecto sobre mi propia duración, placer o dolor, dicha o tristeza. Se trata de pasos, de devenires, de subidas y de caídas, de variaciones continuas de potencia, que van de un estado a otro: se los llamará afectos, hablando con propiedad, y no afecciones. Son signos de crecimiento y de disminución, signos vectoriales (del tipo dicha–tristeza), y no ya escalares como las afecciones, sensaciones o percepciones.

De hecho, hay un número mayor de tipo de signos. Los signos escalares tienen cuatro tipos principales: unos, efectos físicos sensoriales o perceptivos que no hacen más que envolver la naturaleza de su causa, son esencialmente indicativos, e indican nuestra propia naturaleza más que otra cosa. En segundo lugar, nuestra naturaleza, siendo finita, retiene únicamente lo que la afecta, tal o cual carácter seleccionado (el hombre animal vertical, o razonable, o que ríe). Así son los signos abstractivos. En tercer lugar, siendo el signo siempre efecto, tomamos el efecto por un fin, o la idea del efecto por la causa (puesto que el sol calienta, creemos que está hecho «para» calentarnos; puesto que la fruta tiene un sabor amargo, Adán cree que no «debería» ser comida). En este caso, se trata de efectos morales, o de signos imperativos: ¡No comas esa fruta! ¡Ponte al sol! Los últimos signos escalares, por último, son efectos imaginarios: nuestras sensaciones y percepciones nos hacen pensar en seres suprasensibles que serían su causa última, e inversamente nos figuramos a esos seres a la imagen desmesuradamente engrandecida de lo que nos afecta (Dios como sol infinito, o bien como Príncipe o Legislador). Se trata de signos hermenéuticos o interpretativos. Los profetas, que son los mayores especialistas de los signos, combinan a las mil maravillas los abstractivos, los imperativos y los interpretativos. Un capítulo famoso del Tratado teológico–político aúna al respecto la potencia de lo cómico y la profundidad del análisis. Hay por lo tanto cuatro signos escalares de afección que cabría llamar los índices sensibles, los iconos lógicos, los símbolos morales, los ídolos metafísicos.

Hay todavía dos tipos de signos vectoriales de afecto, según que el vector sea de aumento o de disminución, de crecimiento o de decrecimiento, de dicha o de tristeza. Esas dos especies de signos se llamarían potencias aumentativas y servidumbres diminutivas. Cabría añadir una tercera especie, los símbolos ambiguos o fluctuantes, cuando una afección aumenta y merma a la vez nuestra potencia, o nos afecta a la vez llenándonos de dicha y de tristeza. Hay así, pues, seis signos, o siete, que se combinan sin cesar. Particularmente los escalares se combinan necesariamente con signos vectoriales. Los afectos suponen siempre unas afecciones de las que resultan, pese a que no se reducen a ellas.

Los caracteres comunes de todos estos signos son la asociabilidad, la variabilidad, y la equivocidad o la analogía. Las afecciones varían según las cadenas de asociación entre los cuerpos (el sol endurece la arcilla y funde la cera, el caballo no es lo mismo para el guerrero que para el campesino). Los propios efectos morales varían según los pueblos; y los profetas poseen cada uno unos signos personales a los que su imaginación responde. En cuanto a las interpretaciones, son fundamentalmente equívocas según la asociación variable que se efectúa entre un dato y algo que no viene dado. Se trata de un lenguaje equívoco o de analogía que presta a Dios un entendimiento y una voluntad infinitos, a imagen agrandada de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad: se trata de un equívoco similar al que se da entre el perro animal ladrador y el Perro constelación celeste. Si unos signos como las palabras son convencionales, es precisamente porque actúan sobre los signos naturales, y sólo clasifican su variabilidad y equivocidad: los signos convencionales son unos Abstractos que fijan una constante relativa para unas cadenas de asociación variables. Así pues, la distinción convencional–natural no es determinante para los signos, como tampoco Estado social–estado de naturaleza; hasta los signos vectoriales pueden depender de convenciones, como las recompensas (aumento) y los castigos (merma). Los signos vectoriales en general, es decir los afectos, entran en unas asociaciones variables tanto como las afecciones: lo que es crecimiento para una parte del cuerpo puede ser disminución para otra parte, lo que es servidumbre de uno es poder del otro, y una subida puede ir seguida de una caída y a la inversa.

Los signos no tienen objetos como referente directo. Son estados de cuerpos (afecciones) y variaciones de potencia (afectos) que remiten unos a otros. Los signos remiten a los signos. Tienen como referente mezclas confusas de cuerpos y variaciones oscuras de potencia, siguiendo un orden que es el del Azar o del encuentro fortuito entre los cuerpos. Los signos son efectos: efecto de un cuerpo sobre otro en el espacio, o afección; efecto de una afección sobre una duración, o afecto. Tras los estoicos, Spinoza rompe la causalidad en dos cadenas bien distintas: los efectos entre ellos, a condición de aprehender a su vez las causas entre ellas. Los efectos remiten a los efectos como los signos a los signos: consecuencias separadas de sus premisas. Así, no sólo hay que comprender «efecto» causalmente, sino también ópticamente. Los efectos o los signos son sombras que actúan en la superficie de los cuerpos, siempre entre dos cuerpos. La sombra siempre está en la linde. Siempre es un cuerpo el que hace sombra a otro. Así que conocemos los cuerpos por su sombra sobre nosotros, y nos conocemos a nosotros mismos y nuestro cuerpo por nuestra sombra. Los signos son efectos de luz en un espacio atestado de cosas que van chocando al azar. Si Spinoza se distingue esencialmente de Leibniz es porque éste, cercano a una inspiración barroca, ve en lo Oscuro («fuscum sub nigrum») una matriz, una premisa, de donde saldrán el claroscuro, los colores y hasta la luz. En Spinoza, por el contrario, todo es luz, y lo Oscuro no es más que sombra, un mero efecto de luz, un límite de la luz sobre unos cuerpos que la reflejan (afección) o la absorben (afecto): estamos más cerca de Bizancio que del Barroco. En vez de una luz que sale de los grados de sombra por acumulación del rojo, tenemos una luz que crea grados de sombra azul. El propio claroscuro es un efecto de esclarecimiento o de oscurecimiento de la sombra: son las variaciones de potencia o los signos vectoriales los que constituyen los grados de claroscuro, pues el aumento de potencia es un esclarecimiento, y la merma de potencia un oscurecimiento.

Si consideramos el segundo elemento de la Ética, vemos que surge una oposición determinante con los signos: las nociones comunes son conceptos de objetos, y los objetos son causas. La luz ya no es reflejada o absorbida por unos cuerpos que producen sombra, sino que vuelve los cuerpos transparentes al revelar su «estructura» íntima (fabrica). Es el segundo aspecto de la luz: y el entendimiento es la aprehensión verdadera de las estructuras de cuerpo, mientras que la imaginación sólo era la captación de la sombra de un cuerpo sobre otro. En este caso también, se trata de óptica, pero de una geometría óptica. La estructura en efecto es geométrica, y consiste en líneas sólidas, pero que se forman y se deforman, actuando como causa. Lo que constituye la estructura es una relación compuesta, de movimiento y de reposo, de velocidad y de lentitud, que se establece entre las partes infinitamente pequeñas de un cuerpo transparente. Como las partes van siempre por infinidades más o menos grandes, hay en cada cuerpo una infinidad de relaciones que se componen y se descomponen, de tal modo que el cuerpo a su vez penetra en un cuerpo más amplio, bajo una nueva relación compuesta, o por el contrario hace resaltar los cuerpos más pequeños bajo sus relaciones componedoras. Los modos son estructuras geométricas, pero fluyentes, que se transforman y se deforman en la luz, a velocidades variables. La estructura es ritmo, es decir concatenación de figuras que componen y descomponen sus relaciones. Es la causa de desacuerdos entre cuerpos, cuando las relaciones se descomponen, y de acuerdos cuando las relaciones componen alguna nueva relación. Pero se trata de una doble dirección simultánea. El quilo y la linfa son dos cuerpos tomados bajo dos relaciones que constituyen la sangre bajo una relación compuesta, aun a costa de que un veneno descomponga la sangre. Si aprendo a nadar, o a bailar, es preciso que mis movimientos y mis pausas, mis velocidades y mis lentitudes adquieran un ritmo común con los del mar, o de la pareja, siguiendo un ajuste más o menos duradero. La estructura posee siempre varios cuerpos en común, y remite a un concepto de objeto, es decir a una noción común. La estructura o el objeto está formado por dos cuerpos cuanto menos, cada uno de ellos formado por dos o más cuerpos hasta el infinito, que se unen en el otro sentido en cuerpos cada vez más amplios y compuestos, hasta el objeto único de la Naturaleza entera, estructura infinitamente transformable y deformable, ritmo universal, Facies totius Naturae, modo infinito. Las nociones comunes son universales, pero lo son «más o menos», en función de que formen el concepto de dos cuerpos cuando menos, o el de todos los cuerpos posibles (estar en el espacio, estar en movimiento y en reposo...).

Entendidos así, los modos son proyecciones. O mejor dicho las variaciones de un objeto son las proyecciones que envuelven una relación de movimiento y de reposo como su invariante (involución). Y, como cada relación se completa con todas las demás hasta el infinito en un orden cada vez variable, este orden es el perfil o la proyección que envuelve cada vez la faz de la Naturaleza entera, o la relación de todas las relaciones [1].

Los modos como proyección de luz son asimismo colores, causas colorantes. Los colores entran en unas relaciones de complementariedad y de contraste que hacen que cada una en última instancia reconstituya la totalidad y que todas se junten en el blanco (modo infinito) según un orden de composición, o salgan de él en el orden de descomposición. De cada color hay que decir lo que dice Goethe del blanco: es la opacidad propia de lo transparente puro [2]. La estructura sólida y rectilínea está necesariamente coloreada, porque es la opacidad que se revela cuando la luz hace que el cuerpo se vuelva transparente. De este modo queda afirmada una diferencia de naturaleza entre el color y la sombra, la causa colorante y el efecto de sombra, una que «termina» adecuadamente la luz, la otra que la abole en lo inadecuado. De Vermeer se ha podido decir que sustituía el claroscuro por la complementariedad y el contraste de colores. No es que la sombra desaparezca, pero permanece como un efecto aislable de su causa, una consecuencia separada, un signo extrínseco distinto de los colores y de sus relaciones [3]. Vemos en Vermeer la sombra que destaca y sobresale para enmarcar o perfilar el fondo luminoso de donde procede («La lechera», «El collar de perlas», «La carta de amor»). En esto se opone Vermeer a la tradición del claroscuro; y respecto a todas estas cosas Spinoza permanece infinitamente más cercano a Vermeer que a Rembrandt.

Entre los signos y los conceptos, la distinción parece pues irreductible, insuperable, tanto como en Esquilo: «Ya no es mediante un lenguaje mudo, ni mediante el humo de un fuego que arde en una cima como va a expresarse, sino en términos claros...» [4]. Los signos o afectos son ideas inadecuadas y pasiones; las nociones comunes o conceptos son ideas adecuadas de las que resultan verdaderas acciones. Si nos referimos a la separación por capas de la causalidad, los signos remiten a los signos como los efectos a los efectos, siguiendo un eslabonamiento asociativo que depende de un orden como mero encuentro al azar de los cuerpos físicos. Pero, en tanto que los conceptos remiten a los conceptos, o las causas a las causas, ocurre siguiendo un eslabonamiento llamado automático, determinado por el orden necesario de las relaciones o proporciones, por la sucesión determinada de sus transformaciones y deformaciones. Así pues, contrariamente a lo que creíamos, parece que los signos o los afectos no son ni pueden ser un elemento positivo de la Ética, menos aún una forma de expresión. El género de conocimiento que constituyen no es un conocimiento, sino más bien una experiencia en la que se encuentran al azar ideas confusas de mezclas entre cuerpos, imperativos bruscos para evitar tal mezcla o buscar tal otra, interpretaciones más o menos delirantes de esas situaciones. Es un lenguaje material afectivo más que una forma de expresión, y que se parece más a los gritos que al discurso del concepto. Parece pues que, si los signos–afectos intervienen en la Ética, será únicamente para acabar severamente criticados, denunciados, devueltos a su noche sobre la cual la luz rebota o en la cual perece.

Sin embargo no puede ser así. El libro II de la Ética expone las nociones comunes empezando por «las más universales» (las que convienen a todos los cuerpos): supone que los conceptos han sido ya dados, de ahí la impresión de que nada le deben a los signos. Pero cuando se pregunta cómo llegamos a formar un concepto, o cómo vamos de los efectos a las causas, bien es verdad que necesitamos que algunos signos nos sirvan cuando menos de trampolín y que algunos afectos nos proporcionen el impulso necesario (libro V). En el encuentro al azar entre cuerpos podemos seleccionar la idea de algunos cuerpos que convienen al nuestro, y que nos producen alegría, es decir aumentan nuestro poder. Y sólo cuando nuestro poder ha aumentado lo suficiente, hasta un punto determinado, sin duda variable para cada cual, entramos en posesión de este poder y nos volvemos capaces de formar un concepto, empezando por el menos universal (acuerdo de nuestro cuerpo con algún otro), aun a costa de tener que alcanzar después conceptos cada vez más amplios siguiendo el orden de composición de las relaciones. Hay por lo tanto una selección de los afectos pasionales, y de las ideas de las que éstos dependen, que debe despejar las dichas, signos vectoriales de crecimiento de poder, y rechazar las tristezas, signo de merma: esta selección de los afectos es la condición misma para salir del primer género de conocimiento, y alcanzar el concepto adquiriendo un poder suficiente. Los signos de crecimiento siguen siendo pasiones, y las ideas que éstos suponen siguen siendo inadecuadas: no por ello dejan de ser los precursores de las nociones, los oscuros precursores. Más aún, cuando se hayan alcanzado las nociones comunes, y de ello resulten unas acciones como afectos activos de un nuevo tipo, las ideas inadecuadas y los afectos pasionales, es decir los signos, no desaparecerán por ello, ni siquiera las tristezas inevitables. Subsistirán, reiterarán las nociones, pero perderán su carácter exclusivo y tiránico en beneficio de las nociones y de las acciones. Hay así pues en los signos algo que a la vez prepara y reitera los conceptos. Los rayos de luz están a la vez preparados y van acompañados por esos procesos que continúan actuando en la sombra. Los valores del claroscuro se reintroducen en Spinoza, puesto que la dicha como pasión es un signo de ilustración que nos lleva a la luz de las nociones. Y la Ética no puede prescindir de una forma de expresión pasional y mediante signos, la única capaz de llevar a cabo la imprescindible selección sin la cual permaneceríamos condenados al primer género.

Esta selección es muy dura, muy difícil. Es que las dichas y las tristezas, los crecimientos y las mermas, los esclarecimientos y los oscurecimientos suelen ser ambiguos, parciales, cambiantes, mezclados unos con otros. Y sobre todo son muchas las personas que sólo pueden asentar su Poder sobre la tristeza y la aflicción, sobre la merma de poder de los demás, sobre el ensombrecimiento del mundo: hacen como si la tristeza fuera una promesa de dicha, y ya una dicha por sí misma. Instauran el culto de la tristeza, de la servidumbre o de la impotencia, de la muerte. No paran de emitir y de imponer señales de tristeza, que presentan como ideales y dichas a las almas que ellas han hecho enfermar. Como la pareja infernal, el Déspota y el Sacerdote, terribles «jueces» de la vida. La selección de los signos o de los afectos, como primera condición del nacimiento del concepto, no implica por lo tanto únicamente el esfuerzo personal que cada cual ha de efectuar sobre sí mismo (Razón), sino una lucha pasional, un combate afectivo inexpiable, aun a costa de la muerte, en el que los signos se enfrentan a los signos y los afectos chocan con los afectos, para que un poco de dicha que nos haga salir de la sombra y cambiar de género sea salvada. Los gritos del lenguaje de los signos marcan esta lucha de pasiones, de dichas y de tristezas, de aumentos y mermas de poder.

La Ética, cuando menos casi toda la Ética, está escrita con nociones comunes, empezando por las más generales y desarrollando sin cesar sus consecuencias. Supone las nociones comunes ya adquiridas o dadas. La Ética es el discurso del concepto. Es un sistema discursivo y deductivo. De ahí su aspecto de largo río tranquilo y poderoso. Las definiciones, los axiomas, los postulados, las proposiciones, demostraciones y corolarios forman un flujo grandioso. Y cuando uno u otro de estos elementos trata de las ideas inadecuadas y de las pasiones es para poner de manifiesto su insuficiencia, para rechazarlas en la medida de lo posible como otros tantos posos en las orillas. Pero hay otro elemento que sólo en apariencia es de la misma naturaleza que los anteriores. Son los «escolios», que sin embargo se insertan en la cadena demostrativa, y respecto a los cuales el lector no tarda en percatarse de que tienen un tono completamente diferente. Es otro estilo, casi otra lengua. Actúan en la sombra, tratan de desentrañar lo que nos impide acceder a las nociones comunes y lo que por el contrario nos los permite, lo que merma y lo que aumenta nuestro poder, los tristes signos de nuestra servidumbre y los signos dichosos de nuestras liberaciones. Denuncian los personajes que se ocultan detrás de nuestras mermas de poder, aquellos a quienes interesa mantener y propagar la tristeza, el déspota y el sacerdote. Anuncian el signo o la condición de un hombre nuevo, aquel que ha incrementado suficientemente su poder para formar conceptos y convertir los afectos en acciones.

Los escolios son ostensivos y polémicos. Aunque sea cierto que los escolios remiten a los escolios, vemos, las más de las veces, que constituyen por sí mismos una cadena específica, distinta de la de los elementos demostrativos y discursivos. A la inversa, las demostraciones no remiten a los escolios, sino a otras demostraciones, definiciones, axiomas y postulados. Si los escolios se insertan en la cadena demostrativa, se debe menos pues a que forman parte de ella que a que irrumpen en ella y la interrumpen, en virtud de su propia naturaleza. Es como una cadena rota, discontinua, subterránea, volcánica, que a intervalos regulares quiebra la cadena de los elementos demostrativos, la gran cadena fluvial y continua. Cada escolio es como un faro que intercambia sus señales con otros, a distancia y a través del flujo de las demostraciones. Es como una lengua de fuego que se distingue del lenguaje de las aguas. Se trata sin duda del mismo latín en apariencia, pero en los escolios diríase que se trata de un latín traducido del hebreo. Los escolios forman ellos solos un libro de la Ira y de la Risa, como si fuera la contra–Biblia de Spinoza. Es el libro de los Signos, que acompaña sin cesar a la Ética más visible, el libro del Concepto, y que tan sólo surge por su cuenta en unos puntos de explosión. No por ello deja de ser un elemento perfectamente positivo, y una forma de expresión autónoma en la composición de la doble Ética. Ambos libros, las dos Éticas, coexisten, una desarrollando las nociones libres conquistadas a la luz de las transparencias, mientras que la otra, en lo más [203] profundo de la mezcla oscura de los cuerpos, prosigue el combate entre las servidumbres y las liberaciones. Dos Éticas por lo menos, que tienen un único y mismo sentido pero no la misma lengua, como dos versiones del lenguaje de Dios.

Robert Sasso acepta el principio de una diferencia de naturaleza entre la cadena de los escolios y el eslabonamiento demostrativo. Pero observa que no ha lugar a considerar el eslabonamiento demostrativo en sí como un flujo homogéneo, continuo y rectilíneo, que se desarrollaría a cubierto de las turbulencias y de los accidentes. No sólo porque los escolios, al irrumpir en la sucesión de las demostraciones, interrumpen su flujo aquí o allá. En sí mismo, dice Sasso, el concepto pasa por momentos muy variables: definiciones, axiomas, postulados, demostraciones más o menos lentas o rápidas [5]. E indudablemente Sasso tiene razón. Cabría distinguir estaciones, brazos, recodos, meandros, precipitaciones y reducciones de la velocidad, etc. Los prefacios y apéndices, que indican el inicio y el final de las partes importantes, son como estaciones donde el barco que navega por el río permite que suban a bordo nuevos viajeros y desembarquen otros antiguos; en ellos suele llevarse a cabo la confluencia de las demostraciones y de los escolios. Los brazos surgen cuando cabe demostrar de varias maneras una misma proposición. Y los recodos, cuando se produce un cambio de orientación del río: aprovechando un recodo se plantea una sustancia única para todos los atributos, mientras que río arriba cada atributo podía tener una sustancia y sólo una. Del mismo modo, un recodo introduce la física de los cuerpos. Los corolarios por su parte constituyen derivaciones que retornan dibujando meandros a la proposición demostrada. Por último, las series de demostraciones ponen de manifiesto velocidades y lentitudes relativas, según que el río ensanche su cauce o lo estreche: por ejemplo, Spinoza afirmará siempre que no se puede partir de Dios, de la idea de Dios, pero hay que llegar a ella lo más rápidamente posible. Habría que distinguir muchas figuras demostrativas más. No obstante, fueren cuales fueren estas variedades, se trata del mismo río que perdura a través de todos sus estados, y que forma la Ética del concepto o del segundo género de conocimiento. Debido a ello creemos que la diferencia de los escolios con los demás elementos es más importante, porque ella es en última instancia la que da cuenta de las diferencias entre elementos demostrativos. El río no correría tantos avatares sin la acción subterránea de los escolios. Ellos son los que puntúan las demostraciones, los que garantizan los giros. Toda la Ética del concepto, en su variedad, requiere una Ética de los signos en su especificidad. La variedad del flujo de las demostraciones no corresponde término a término a las sacudidas y a los impulsos de los escolios, y no obstante los supone, los envuelve.

Pero tal vez haya asimismo una tercera Ética, representada por el libro V, encarnada por el libro V, o por lo menos en una gran parte del libro V. No es por lo tanto como las dos otras, que coexisten en todo el cauce; ocupa un lugar preciso, el último. No por ello dejaba de ser, desde el inicio, como el crisol, el punto–crisol que actuaba ya antes de aparecer. Hay que concebir el libro V como coextensivo a todos los demás; da la impresión de que llegamos a él, pero siempre ha estado ahí, desde siempre. Es el tercer elemento de la lógica de Spinoza: no ya los signos o los afectos, ni los conceptos, sino las Esencias o Singularidades, los Perceptos. Es el tercer estado de la luz. No ya los signos de sombra ni la luz como color, sino la luz en sí misma y para sí misma. Las nociones comunes (conceptos) son revelados por la luz que atraviesa los cuerpos y los vuelve transparentes; remiten pues a unas figuras o estructuras geométricas (fabrica), tanto más vivas cuanto que son transformables y deformables en un espacio proyectivo, sometidas a las exigencias de una geometría proyectiva a la manera de Desargues. Pero las esencias son de una naturaleza del todo diferente: puras figuras de luz producidas por lo Luminoso sustancial (y no ya figuras geométricas reveladas por la luz) [6]. Con frecuencia se ha hecho hincapié en que las ideas platónicas, e incluso cartesianas, seguían siendo «dáctilo–ópticas»: corresponde a Plotinio, respecto a Platón, y a Spinoza, respecto a Descartes, elevarse a un mundo óptico puro. Las nociones comunes, en tanto en cuanto se refieren a relaciones de proyección, ya son figuras ópticas (pese a que conservan todavía un mínimo de referencias táctiles). Pero las esencias son meras figuras de luz: son en sí mismas «contemplaciones», es decir que contemplan tanto como son contempladas, en una unidad de Dios, del sujeto o del objeto (perceptos). Las nociones comunes remiten a unas relaciones de movimiento y de reposo que constituyen velocidades relativas; las esencias por el contrario son velocidades absolutas que no componen el espacio por proyección, sino que lo llenan de una sola vez, de un solo golpe [7]. Una de las aportaciones más considerables de Jules Lagneau reduce la velocidad absoluta a una velocidad relativa [8]. Constituyen no obstante los dos caracteres de las esencias: velocidad absoluta y no ya relativa, figuras de luz y no ya figuras geométricas reveladas por la luz. La velocidad relativa es la de las afecciones y los afectos: velocidad de acción de un cuerpo sobre otro en el espacio, velocidad de paso de un estado a otro en el tiempo. Lo que las nociones captan son las relaciones entre velocidades relativas. Pero la velocidad absoluta es el modo en el cual una esencia sobrevuela en la eternidad sus afectos y sus afecciones (velocidad de potencia).

Para que el libro V constituya por sí solo una tercera Ética no basta con que haya un objeto específico, tendría además que emplear un método distinto de los otros dos. No parece que sea éste el caso, puesto que sólo presenta elementos demostrativos y escolios. Sin embargo el lector tiene la impresión de que el método geométrico adquiere aquí un tinte salvaje e inusitado, que casi le impulsaría a creer que el libro V no es más que una versión provisional, un borrador: las proposiciones y las demostraciones están atravesadas por hiatos tan violentos, comportan tantas elipses y contracciones, que los silogismos parecen estar reemplazados por meros «entimemas» [9]. Y cuanto más leemos el libro V, más nos decimos que esos rasgos no constituyen imperfecciones en el ejercicio del método, ni atajos, sino que se adecúan perfectamente a las esencias en tanto que superan todo orden de discursividad y de deducción. No son meros procedimientos de hecho, sino todo un proceso de derecho. El método geométrico en el campo de los conceptos es un método de exposición que exige completud y saturación: por eso las nociones comunes se exponen por sí mismas, a partir de las más universales, como en una axiomática, sin que uno tenga que preguntarse cómo se llega efectivamente a una noción común. Pero el método geométrico del libro V es un método de invención que procederá por intervalos y por saltos, hiatos y contracciones, más como un perro que busca que como un hombre razonable que expone. Tal vez supere toda demostración, en tanto en cuanto actúa dentro de lo «indecidible».

Cuando los matemáticos no se dedican a la constitución de una axiomática, su estilo de invención presenta extraños poderes, y los eslabonamientos deductivos aparecen rotos por amplias discontinuidades, o por el contrario contraídos violentamente. Nadie negaba la genialidad de Desargues, pero matemáticos como Huyghens o Descartes tenían dificultades para comprenderle. La demostración de que todo plano es «polar» de un punto y todo punto «polo» de un plano es tan rápida que hay que suplir todo lo que se salta. Nadie ha descrito mejor que Évariste Galois, que a su vez también se topó con la misma incomprensión por parte de sus pares, este pensamiento trastabillado, saltarín, chocante, que capta esencias singulares en matemáticas: los analistas «no deducen, combinan, componen; cuando llegan a la verdad, caen en ella después de haberse ido dando golpes por un lado y otro» [10]. Y, una vez más, estos caracteres no surgen como meras imperfecciones en la exposición, para dar la impresión de «ir más rápido», sino como las potencias de un nuevo orden de pensamiento que conquista una velocidad absoluta. Opinamos que el libro V da fe de este pensamiento, irreductible al que se desarrolla por nociones comunes en el decurso de los cuatro primeros libros. Si los libros, como dice Blanchot, tienen como correlato «la ausencia de libro» (o un libro más secreto, compuesto de carne y de sangre), el libro V puede ser esta ausencia o este secreto en el que los signos y los conceptos se desvanecen, y las cosas se ponen a escribir por sí mismas y para sí mismas, atravesando intervalos de espacio.

Sea la proposición 10: «Mientras no estemos atormentados por afectos contrarios a nuestra naturaleza, tenemos el poder de ordenar y de concatenar las afecciones del cuerpo siguiendo un orden relativo al entendimiento.» Se trata de una inmensa falla, de un intervalo que aparece entre la subordinada y la principal; pues los afectos contrarios a nuestra naturaleza nos impiden antes que nada formar nociones comunes, puesto que aquéllos dependen de cuerpos que disienten con el nuestro; por el contrario, cada vez que un cuerpo coincide con el nuestro, y aumenta nuestra potencia (dicha), puede formarse una noción común a ambos cuerpos, de la que resultarán un orden y una concatenación activos de las afecciones. En esta falla voluntariamente excavada, las ideas de coincidencia entre dos cuerpos, y de noción común restringida, sólo tienen presencia implícita, y sólo aparecen ambas si se reconstituye una cadena que falta: intervalo doble. Si no se lleva a cabo esta reconstitución, si no se llena ese hueco, no sólo la demostración no es concluyente, sino que seguiremos para siempre indecisos sobre la cuestión fundamental: ¿cómo llegamos a formar una noción común, la que sea?, ¿y por qué se trata de una noción menos universal (común a nuestro cuerpo y a algún otro)? El intervalo, el hiato, tiene como función aproximar al máximo términos distantes como tales, y garantizar así una velocidad de sobrevuelo absoluto. Las velocidades pueden ser absolutas y no obstante más o menos grandes. La grandeza de una velocidad absoluta se mide precisamente por la distancia que supera de una sola vez, es decir por el número de intermediarios que envuelve, sobrevuela o sobreentiende (en este caso, dos por lo menos). Siempre hay saltos, lagunas y cortes como caracteres positivos del tercer género.

Otro ejemplo podrían aportarlo las proposiciones 14 y 22, en las que se pasa, esta vez por contracción, de la idea de Dios como noción común más universal a la idea de Dios como esencia más singular. Es como si se saltara de la velocidad relativa (la mayor) a la velocidad absoluta. En fin, para limitarnos a un pequeño número de ejemplos, la demostración 30 traza, pero en punteado, una especie de triángulo sublime cuyos vértices son figuras de luz (el propio yo, el Mundo y Dios), y cuyos lados como distancias son recorridos a una velocidad absoluta que a su vez se revela como la mayor. Los caracteres especiales del libro V, su manera de superar el método de los libros anteriores, remiten siempre a lo mismo: la velocidad absoluta de las figuras de luz.

La Ética de las definiciones, axiomas y postulados, demostraciones y corolarios, es un libro–río que desarrolla su cauce. Pero la Ética de los escolios es un libro de fuego, subterráneo. La Ética del libro V es un libro aéreo, luminoso, que procede por destellos. Una lógica del signo, una lógica del concepto, una lógica de la esencia: la Sombra, el Color, la Luz. Cada una de las tres Éticas coexiste con las otras y se prolonga en las otras, pese a sus diferencias de naturaleza. Se trata de un único y mismo mundo. Cada una tiende pasarelas para cruzar el vacío que las separa.

Notas

1. Yvonne Toros (Spinoza et l’espace projectif, tesis París–VIII) esgrime diversos argumentos para mostrar que la geometría que inspira a Spinoza no es la de Descartes o ni siquiera la de Hobbes, sino una geometría proyectiva óptica a la manera de Desargues. Esos argumentos parecen decisivos, e implican como veremos una nueva comprensión del spinozismo. En una publicación anterior (Espace et transformation: Spinoza, París–I) Y. Toros confrontaba a Spinoza y Vermeer, y esbozaba una teoría proyectiva del color en función del Tratado del arco iris.

2. Goethe, Traité des couleurs, Triades, apartado 494. Y sobre la tendencia de cada color a reconstituir la totalidad, vid. apartados 803–815 (Goethe: Obras completas, Aguilar, 1974).

3. Vid. Ungaretti (Vermeer, Éd. de L’Echoppe): «color que ve como un color en sí, como luz, y cuya sombra también ve, y aisla, cuando la ve...». El lector remitirá también a la obra de teatro de Gilíes Aillaud, Vermeer et Spinoza, Bourgois.

4. Esquilo, Agamenón, 495–500.

5. Vid. Robert Sasso, «Discurso y no–discurso de la Ética», Revue de synthèse, n.° 89, enero de 1978.

6. La ciencia se topa con este problema de las figuras geométricas y de las figuras de luz (así en Durée et simultanéité, cap. V, Bergson puede decir que la teoría de la relatividad invierte la subordinación tradicional de las figuras de la luz a las figuras geométricas sólidas). En arte, el pintor Delaunay opone las figuras de luz tanto a las figuras geométricas como a las del arte abstracto.

7. Yvonne Toros (cap. VI) señala precisamente dos aspectos o dos principios de la geometría de Desargues: uno, de homología, referido a las proyecciones; otro, que será llamado de «dualidad», referido a la correspondencia de la línea con el punto, del punto con el plano. Ahí el paralelismo adquiere una nueva comprensión, puesto que se establece entre un punto en el pensamiento (idea de Dios) y un desarrollo infinito en la extensión.

8. Jules Lagneau, Célèbres leçons et fragments, PUF, págs. 67–68 (la «rapidez del pensamiento», cuyo equivalente sólo se encuentra en la música, y que se basa menos en lo absoluto que en lo relativo).

9. Vid. Aristóteles, Primeros analíticos, II, 27: el entimema es un silogismo cuyas premisas están sobreentendidas, ocultadas, suprimidas, elididas. Leibniz retoma la cuestión (Nuevos ensayos, I, cap. 1, apartados 4 y 19), y demuestra que el hiato no sólo se produce en la exposición, sino en nuestro propio pensamiento, y que «la fuerza de la conclusión consiste en parte en lo que se suprime».

10. Vid. textos de Galois en André Dalmas, Évariste Galois, Fasquelle, pág. 121. Y pág. 112 («hay que ir indicando sin cesar la marcha de los cálculos y previendo los resultados sin poderlos efectuar jamás...»), pág. 132 («así pues, en esas dos memorias, y sobre todo en la segunda, el lector encontrará a menudo la fórmula yo no sé...»). Existiría un estilo pues, incluso en matemáticas, que se definiría por los modos de hiatos, de elisión o de contracción en el pensamiento como tal. El lector encontrará al respecto valiosas indicaciones en G. G. Granger, Essai d’une philosophie du style, Odile Jacob, pese a que el autor tenga del estilo en matemáticas un concepto harto diferente (págs. 20–21). 

Gilles Deleuze, ‘Spinoza y las tres ‘Éticas’, en Crítica y clínica, trad. Thomas Kauf, Anagrama, Barcelona, 1996, pp. 193-210.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

David Vargas

Anónimo dijo...

David Vargas

Anónimo dijo...

Andrea Velázquez Kobeh, 6°A, Instituto Asunción de México.

Anónimo dijo...

Alumno: Diego de la Rosa Suarez del Instituto Asunción de México. Cumpliendo con su tarea de Filosofía. :)

Anónimo dijo...

Fernanda Álvarez Cano

Anónimo dijo...

Juan Jose Martinez Zilli
6a
asuncion