Rafael Narbona
Texto publicado originalmente en El Cultural, 23 de junio,
2020.
Acercarse
a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado
por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de
lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos
de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del
médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía—
practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó
a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha
dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios.
No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino
del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que
no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas.
Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides,
Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para
frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de
Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado
de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión,
logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por
blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La
Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los
círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas,
colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos
amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia,
como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio.
Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la
convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las
Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades
civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa
cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo
órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar
del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la
barbarie»).
Admirador
del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su
elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el
ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el
hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual
el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la
contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en
La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi
una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su
magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un
inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de
roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de
pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia
de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos.
Para
Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima.
La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios
personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios
impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura
naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura
naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna
finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto
de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y
oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son
“pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la
Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el
pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el
mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo,
sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento,
correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo
elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una
separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado
sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se
conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la
inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos
lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y
deseos. Es un acto de
ignorancia.