Alexandre Matheron
¿Qué es el poder? ¿Por qué deseamos ejercerlo sobre los otros? ¿Por qué deseamos que los otros lo hagan sobre nosotros? ¿Qué formas toman estas relaciones de poder en las diferentes esferas de nuestra existencia? ¿Cuán lejos se extienden sus efectos? ¿Son estos efectos insuperables? Todos estos asuntos, que se plantean de nuevo hoy, estaban, en cierto sentido, en el propio centro de la problemática antropológica del siglo XVII: generalmente eran tratados bajo la rúbrica de una “teoría de las pasiones”. Es cierto que, cuando se trataba del poder político, tendía a pasar al primer plano un tipo de investigación totalmente diferente: la que se sostiene sobre sus fundamentos jurídicos (el “derecho de los soberanos” y los “deberes de los súbditos”), y en relación a la cual el análisis de las modalidades de su ejercicio real (los “medios de contención de la multitud”) parece tan solo un familiar lejano. En la medida en que también allí se buscaban respuestas por el lado de una antropología, se desprendían todo tipo de aporías – como, por ejemplo, en la prodigiosa obra de Hobbes. Pero Spinoza, por su parte, cortó el nudo gordiano: al identificar, a través de Dios, derecho y hecho, él abolió toda distancia y todo conflicto entre la problemática de la legitimidad y la del funcionamiento real; la primera se resolvió pura y simplemente en lo última, lo cual ya nada podía impedir que ocupase, en todos los niveles, la totalidad del terreno. De aquí se sigue una teoría general del poder – tanto del poder político como del poder no político, de los “micro-poderes” así como también de los “macro-poderes”, tanto de sus desplazamientos como de sus interacciones – todo lo cual, y esto es lo menos que se puede decir, está lejos de haber perdido su interés. Nos proponemos proporcionar aquí sólo un breve esbozo de esta teoría.
El poder (potestas) es una derivación, en parte real y en parte imaginaria, de la potencia (potentia). Por lo tanto, debemos comenzar con la potencia para comprender al poder ¿Deberíamos, por ende, empezar por la potencia del ser humano? Sin duda, pero no lo humano en cuanto humano, como si algún privilegio particular lo distinguiese radicalmente de los otros seres: la originalidad de la “antropología” spinozista, si se le puede llamar así por conveniencia, yace en que no tiene nada de específicamente antropológica. La potencia de un ser, cualquiera que este sea, es la productividad de su esencia: es este ser sí mismo en la medida en que está necesariamente determinado a producir las consecuencias que se siguen de su naturaleza. (Ética III parte, proposición 7) Así, todo en la naturaleza es potencia. Dios es potencia causal absoluta: produce en sí misma (ya que nada es externo a él) todo lo que no es lógicamente contradictorio. (E I, pp. 16, 35) Todo ser finito, en la medida en que él mismo es parcialmente Dios, tiene una potencia causal que es una parte de la de Dios: produce, dentro o fuera de ella, efectos que se siguen de su propia naturaleza; (E I, p. 36) y como estos efectos no pueden estar en contradicción con tal naturaleza, (E III, p. 4) tienen como resultado, dejando de lado las interferencias externas, su mantenimiento en existencia a la manera de una estructura autorregulada. Pero hay interferencias externas; porque una cosa finita solo puede existir al lado de otras cosas finitas, que actúan sobre ella y constituyen un obstáculo para el pleno despliegue de sus efectos; debido a que permanece, a pesar de todo, determinada para producir estos efectos, podemos decir, sin antropomorfismo alguno, que se opone a todo lo que se le oponga. (E III, pp. 5, 6, demostraciones) De aquí obtenemos la conocida fórmula: cada cosa, en la medida de su potencia causal, se esfuerza (conatur) por perseverar en su ser. (E III, p. 6) Esta afirmación es muy diferente de la de Hobbes, a pesar de las apariencias. Este último distingue entre conservación orgánica, que es su propio fin, y una potencia que consiste en el conjunto de medios que potencialmente podría ponerse a trabajar para lograrlo; que, en la medida en que los otros aparezcan como un medio más, conduce muy directa y simplemente a una teoría instrumental de las relaciones de poder; y que, al mismo tiempo, hace de estas relaciones un atributo propio de una naturaleza humana definida por el cálculo racional. Nada por el estilo en Spinoza: la conservación y la potencia son idénticas. Todo ser, en cada momento, hace necesariamente todo lo que puede y, mientras puede hacer algo, se conserva a sí mismo. Este esfuerzo, o conato, es el deseo. El deseo es siempre legítimo: dado que nuestra potencia es la potencia misma de Dios, tenemos derecho a hacer todo lo que estamos decididos a hacer, nada más y nada menos. (Tratado Teológico Político, capítulo XVI; Tratado Político, capítulo II, parágrafos § 3–4)Es imposible, en estas condiciones, relacionar inmediatamente poder con potencia; ni la piedra ni el sabio, que sin embargo tienen su propio conato, desean dominar nada. Por lo tanto, debemos introducir aquí una hipótesis mínima: si bien el ser humano tiene un cuerpo lo suficientemente complejo (E II, postulados posteriores a la p. 13); como para que su mente pueda imaginar, con relativa claridad, los cuerpos externos y ciertos eventos que le suceden, (E II, p. 17), inicialmente no es tan potente que el determinismo de su propia naturaleza prevalezca en él por encima de las influencias del exterior; (E IV, p. 6) y esto, por supuesto, también aplica a otras especies biológicas, de hecho, a una infinidad de especies concebibles. Por lo tanto, a través de la mediación de una relación con las cosas y la representación de esta relación, se posibilita el dar cuenta tanto de la demanda de poder como de la oferta de poder.
III. La demanda de poder
La demanda de poder podría
deducirse, hablando en sentido estricto, de la consideración de un ser humano
aislado, cara a cara con la naturaleza, suponiendo (que, por supuesto, no es el
caso) que su existencia fuera posible. Tan pronto como nuestro cuerpo, dada una
combinación de factores, termina en un estado que capacita la producción de más
efectos que antes (esto es la alegría), (E III, p. 11) necesariamente nos
esforzamos en producir estos nuevos efectos y, en consecuencia, permanecer en
este nuevo estado; si este último está asociado en nosotros con la
representación de una cosa externa como su causa (esto es el amor), (E III, p.
13) entonces nos esforzamos por percibir la presencia de esta cosa, (E III, p.
12) para mantenerla a nuestra disposición, para conservarla o para reproducirla
a cualquier costo: (E III, p. 13) ponemos la totalidad de nuestra potencia,
incondicionalmente, a su servicio, la alienamos de nosotros mismos, en el
sentido cuasi-jurídico del término. Se trata de una alienación económica,
tradicionalmente expresada en la fórmula según la cual somos poseídos por los
bienes que poseemos. Y el proceso es el mismo para la alienación negativa hacia
lo que pensamos que es la causa de una disminución de nuestra potencia (es el
caso del odio). (E III, p. 13 y su escolio) Pero las cosas no nos dicen por sí
mismas lo que debemos hacer para asegurar su preservación. Y, sin embargo, deseamos
saberlo, tanto más ardientemente cuanto que la fortuna se lleva rápidamente lo
que nos ha dado; oscilamos entre la esperanza y el miedo, y, cuando éste último
raya en la desesperación, atendemos con ansiedad a los signos. (TTP, prefacio)
Estos signos sí aparecen. Porque
nuestra alienación económica necesariamente se desdobla como una alienación
ideológica. Conscientes de nuestro apego a las cosas, ignorantes de sus causas,
nos tomamos como sujetos libres cuyas elecciones están motivadas por la perfección
intrínseca de su objeto: nuestra conducta, así lo creemos, se explica por la
atracción de un fin y por nuestra decisión de consentirlo. Pero, ¿por qué están
estas cosas a nuestra disposición? Dado que el “por qué”, para nosotros,
significa “en vistas a lo cual”, la respuesta está implícita en la pregunta
misma: debido a que estas cosas nos satisfacen, han sido hechas para nosotros,
por otro sujeto libre que persigue fines análogos a los nuestros; nace la
divinidad. (E I, apéndice) Cuando la fortuna oscurece y nos preguntamos
desesperados qué hacer, es a esta divinidad antropomórfica a la que nos
dirigimos en primer lugar. Y enseguida nos imaginamos, porque así lo deseamos,
que nos responde indicándonos qué condiciones necesitan ser satisfechas para satisfacernos.
De esta manera forjamos una superstición personal, cuyo contenido depende
estrictamente de nuestros traumas personales: la creencia en una divinidad con
un rostro particular, que se nos revela en circunstancias particulares, que
exige de nosotros un culto particular, y en la que, de ahí en adelante,
alienamos todas nuestras capacidades con el fin de obtener los objetos que
ansiamos. (TTP, prefacio) Si la fortuna vuelve a sonreírnos, nuestra fe se
fortalece. ¿Y si las cosas vuelven a salir mal? Cambiamos, si es necesario, de
superstición. (Ibídem) Después de numerosos fracasos, sin embargo, tendremos
que dudar de nuestra capacidad de comunicarnos con el más allá. Entonces
buscaremos signos de segundo grado: signos que nos indiquen qué signos manifiestan
la auténtica revelación, cuál es la divinidad verdadera y qué es lo que quiere.
Absortos por el pánico, nos entregaremos al primero que llegue. (Ibíd.)
IV. La oferta de poder
Ahora, el primero que llegue nos
aceptará. Una oferta de poder responde necesariamente a una demanda de poder.
Para demostrar esto, no hay necesidad de agregar nada a nuestra hipótesis
mínima: no necesitamos invocar un cálculo utilitario. Si algún ser imagina un
aumento o una disminución de potencia en otro ser cuya naturaleza tiene algo en
común con la propia, su potencia aumentará o disminuirá del mismo golpe; así
resulta entonces indirectamente afectado por la causa de lo que le sucede a lo
que es semejante a él, y en la medida en que su naturaleza es la misma, esta
causa producirá en él el mismo efecto (E III, p. 27) Para el ser humano, en
particular (y sólo en particular), imaginar los afectos de otro ser humano es,
pues, ipso facto experimentarlos. De un punto de partida tan exiguo, se siguen
consecuencias cruciales.
1. Supongamos, en primer lugar, que por casualidad nos encontramos con
un ser humano que está sufriendo. Participamos de su sufrimiento (esto es la
conmiseración), (E III, p. 27, escolio) nos esforzamos en aliviarlo para
librarnos de ello (esto es la benevolencia): (E III, p. 27, escolio al
corolario 3) le ayudamos a satisfacer sus deseos, y le aconsejamos, como así lo
quiere, sobre los medios para alcanzarlos. Si nuestra ayuda es efectiva, se
alegra.
2. Ahora su alegría, por la misma razón, se convierte en la nuestra, y
deseamos mantenernos en este estado. Ahora bien, creyendo que sabemos lo que
agrada a los que son similares a nosotros, nos esforzamos, perpetuamente, para
complacerlos realmente (esto es, en su primera forma, la ambición). (E III, p.
29 y su escolio) Si lo logramos por un tiempo, el otro, en deuda con nosotros,
nos considera como la sola causa de la que depende, para ellos, la consecución
de todo aquello a lo que están apegados: nos aman, (E.III, p. 29, escolio) y
ponen a nuestra disposición toda su potencia, se alienan en nosotros; ¡Por fin,
han encontrado lo que estaban buscando! Esto, de nuevo, repercute en nosotros:
nos amamos a nosotros mismos por el amor que inspiramos a los demás (esto es la
gloria) (E.III, p. 30 y su escolio). Y, para perseverar en este apasionante
estado, queremos a toda costa perpetuar la situación que la genera: con total
desinterés, aseguramos los fines de la otros para aparecer a sus ojos como la
providencia misma.
3 Pero no podemos permanecer ahí. Porque nosotros mismos tenemos
nuestras propias alienaciones, que generalmente no son las mismas que las
alienaciones de aquellos que están en deuda con nosotros. De aquí se sigue la
inevitable contradicción: es imposible dejar de amar lo que amamos, imposible
no gozar de lo que los demás gozan, imposible que gocemos de dos cosas a la vez
que sabemos que son incompatibles. (E III, p. 31) La solución es obvia:
nos aprovechamos de tener la ventaja sobre quien ha confiado en nosotros, para
tratar de convertirlo; hacemos todo lo posible para que lo que nos parece bien
les parezca bien a ellos (E III, escolio de la p. 31), de allí que podamos
trabajar por su felicidad sin ningún motivo ulterior. Ahora bien, esto va mucho
más lejos, porque nunca sabemos con total certeza lo que sucede en la
conciencia. Como lo que cada uno juzga bueno está ligado a su ideología,
exigimos que los demás asuman, con todos sus detalles, nuestra superstición
personal, y que nos lo prueben confesando nuestra fe y practicando nuestro
culto; lo que cada uno juzga bueno se manifiesta en sus elecciones económicas,
en todos los detalles de la vida material de los otros a los que pretendemos
gobernar, y de quienes queremos constante gratitud por gobernarlos. Todo esto
solo por su propio bien; todavía no hay “interés”. Decir que el poder quiere
ser amado es una tautología, ya que ésta es su única razón de ser; pero
ejercerlo equivale a coaccionar a otros seres humanos –para poder hacer lo que
ellos aman– a amar lo que hacemos y a exhibirlo haciendo lo que amamos: la
ambición de gloria se convierte en ambición de dominación. Iremos tan lejos
como podamos en esta dirección: mientras los demás esperen algo de nosotros,
todo marchará suavemente; luego, más allá de cierto umbral de resistencia,
recurriremos al miedo. (TP II, §10)
Continuar en Lobo Suelto