31 agosto, 2018

DE LOS MODOS DE VIDA IV

Sergio Espinosa Proa

La crítica de Slavoj Žižek a Gilles Deleuze es parte de los combates actuales por extraer del Idealismo alemán las consecuencias más extremas. Vale la pena detenerse en ellos, porque ahí se cifra algo esencial para nosotros. Lo primero es hacer notar un hecho: si la filosofía está bloqueada --por la ciencia o por la política-- buscará acomodo en otra parte: la literatura, la antropología, la sociología, los estudios culturales... Žižek se enfrenta a Deleuze en una situación asimétrica: no es un "diálogo" sino, observa el esloveno, un "encuentro entre dos campos incompatibles" (Órganos sin cuerpo. Sobre Deleuze y consecuencias, Pre-textos, Valencia, 2006, p. 15). La diferencia entre intercambio y encuentro es que, aparte de traumático, el segundo es raro. La tesis principal es que no hay uno sino dos Deleuze: uno crítico y otro capitalista. Y que el segundo es más interesante --por cuestiones de fertilidad, a pesar de todo-- que el primero. Desde el comienzo, Žižek ve hasta en la sopa a Deleuze: lo ve en Hitchcock, en Eisenstein, en Pollock, en Rothko, en la física cuántica, en el jansenismo, en Hegel, en Freud/Lacan... O, mejor, en sus oposiciones. De entrada, pues, cierto exceso interpretativo. Su crítica de base, ello no obstante, parece sólida: Deleuze piensa que la percepción (humana) es más rica que lo real (lacaniano). Será cosa de ver. Por lo pronto, otro apunte (sumamente lacaniano): odiar a alguien significa serle fiel. El ejemplo que pone Žižek es conocido: Kierkegaard es el mejor traidor de Hegel (y uno se acuerda de Bayle con Spinoza). Deleuze no es un historicista, y eso le honra. Piensa que hay un novum, un acontecimiento que rompe el tiempo. Por tanto, es (casi) un cristiano. Casi un Chesterton: el sol es nuevo cada día. Esto lo salva de reduccionismos fáciles; no se trata de pensar cómo una máquina puede imitar a la mente, sino como la mente puede incorporarse máquinas. El ciberántropo no está reemplazado por la máquina sino que ésta se conecta con el hombre de carne y hueso. La crítica de Žižek se organiza como la de Alain Badiou en El clamor del ser, pero también como la crítica de Lenin al empiriocriticismo. Lo que no soporta de Deleuze es que critique a Lacan; lo acusa de no ser lo suficientemente idealista. ¿Por qué no lo es, si todo Lógica del sentido está escrito desde Las edades del mundo de Schelling? Se produce, de acuerdo con Žižek, una gran confusión entre el idealismo y el materialismo, confusión de la cual la ciencia sale ganando: la "partícula" de Higgs se halla entre la materia pura y la abstracción matemática. De paso, Nietzsche estaría equivocado, pues el cuerpo no es más que la actualización de una verdad virtual. ¡Todo ya estaba en Schelling! Cuando habla de casi-causa parecía estar hablando del objet petit a de Lacan. Pero en realidad todo se reduce a un sórdido combate entre el Ser y Devenir: "El objetivo de Deleuze es liberar la fuerza inmanente del Devenir de su autoesclavización al orden del Ser" (p. 45). De allí que lo nomádico sea "superior" al Estado, lo molecular más noble que lo molar y lo esquizo mejor que lo paranoico. La única razón de semejante superioridad es la creencia en el carácter absoluto de la vida: hay algo en vez de nada... y háganle como quieran. Žižek cree en la superioridad del budismo --y de Hegel; no hay más que una Nada que desemboca en la Nada. La posición de Deleuze acaba, según esto, de invertirse: del materialismo sólo resta un sustrato, porque lo esencial se dirime en la esfera ideológica, superestructural. Es efecto lógicamente esquizoidal del francés: a sus dos ontologías no decididas --el Acontecimiento como productor del Devenir y el Acontecimiento estéril del Sentido-- corresponden dos políticas, una de espontaneidad izquierdista y otra de resignación derechista. La solución, para no variar, está en volver a Hegel --vía Lenin. Este retorno pasa, obviamente, por un repudio de Spinoza; en la obligación de amar al judío expulsado de la comunidad parece reposar el secreto de la esquizofrenia deleuzeana. Una vez más, el problema es Hegel. En eso se parecen Spinoza y Levinas: ambos lo odian. La postura de Žižek es inapelable: Spinoza es a Deleuze lo que Kant a Derrida y Hegel a Lacan. Y lo tiene muy claro: ¡es preciso salvar al cristianismo, que peligra con la amenaza conjunta del paganismo/judaísmo! El concepto fundamental, lo que se encuentra en riesgo total, es la pulsión de muerte, ese "autosabotaje" del conatus. Curiosa forma de elaborar una crítica: no piensas si no piensas lo mismo que yo (en eso es muy hegeliano). Por ahí hace demasiada agua la actitud de Žižek. Pues no basta con equiparar a Spinoza con Aristóteles, ni con oponerlo a Kant; menos aún que "le falta" ser Hegel (y más Lacan). Spinoza es perfectamente coherente con sus premisas, que en absoluto son religiosas. Son filosóficas, por más que eso enerve al esloveno. No basta con achacarle una "ambigüedad" en su valoración de la "multitud": si ella se encuentra dominada por pasiones tristes, es decir, por el odio o el miedo, su reacción será de violencia destructiva. Žižek no entiende a Spinoza porque es hegeliano, del mismo modo en que no entiende a Deleuze porque es lacaniano. Una lástima. Pero nos ayuda a comprender mejor a Hegel (y a Lacan), con lo cual uno se da siempre por bien servido.

27 agosto, 2018

SPINOZA EN ALEMANIA. EL CASO LICHTENBERG

Christian Bonnet

Nos proponemos considerar aquí un punto de la historia de la filosofía alemana sobre el que quisiéramos proyectar una luz algo original, al interesarnos particularmente por la recepción de Spinoza por parte de un autor, Georg Christoph Lichtenberg, cuyo caso es mucho menos conocido y ha sido menos estudiado que aquellos de Lessing, de Jacobi, de Mendelssohn, de Kant, de Herder o de Goethe.




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24 agosto, 2018

DE LOS MODOS DE VIDA III

Sergio Espinosa Proa

"Su hipótesis es la más monstruosa que pueda imaginarse, la más absurda y la más diametralmente opuesta a las nociones más evidentes de nuestro espíritu. Se diría que la providencia ha castigado de una manera particular la audacia de este autor cegándole de tal suerte que, para huir de las dificultades que pueden poner en un aprieto a un filósofo, se ha arrojado a atolladeros infinitamente más inexplicables, y tan sensibles que un espíritu recto nunca será capaz de no reconocerlos." (Diccionario histórico-crítico, p. 38). Las palabras de Pierre Bayle (1647-1706) a propósito de Baruch Spinoza apuntan realmente a matar: la filosofía perpetrada por el judío holandés representa lo numinoso —lo más aborrecible y pecaminoso— a ojos de un ilustrado aclimatado como él. Y no ha sido de las peores formas de acabar con su sistema (de hecho, contribuyó como nadie a su difusión). El mayo francés —observa Antonio Negri— asiste a un curioso renacimiento de Spinoza, que aparece en principio como una crítica a la dialéctica hegeliana y al método estructural (“forma laica del marxismo”), y que se presenta como una promesa —hasta ese momento inédita— de reconstitución de la singularidad actuante en una afirmación radical de la inmanencia, esto es, de un real heterogéneo a toda sublimación y a toda teleología. Es que hay en Spinoza una concepción infinitamente más libre del sujeto: éste designa el lugar de una potencia que no depende del avasallamiento del otro, sino de su composición, una posibilidad que se anula en ausencia de la imaginación. ¡La imaginación es una forma de la potencia! En cuanto tal, el sujeto es menos una mónada encerrada en sí misma que un híbrido, un cruce, un lugar de celebración de encuentros (y pesar ante los desencuentros). Spinoza comparte con los empiristas (y pre-empiristas) ingleses una concepción cromática —no dialéctica y no positivista— del ser: mientras que la Lógica de Hegel sigue el esquema posición — contraposición — retorno (o superación), es decir: trinitaria (cristiana), la de Spinoza es una variación ininterrumpida, una fuga cromática —en donde cada modo articula (o es el lugar donde se articula) una infinita cadena de significaciones. Cada modo —cada singularidad— ejecuta una articulación posible: cada modo expresa un real complejo y fluctuante que, a semejanza de una frase musical, entra en consonancia —en ocasiones, disarmónica— con otros modos (o sujetos, o singularidades). Esto significa, entre otras cosas, que es Hegel (y su lógica dialéctica) el que cabe en Spinoza, no al revés. Filosofía de la expresión, la imaginación es esencial: de ella depende que el poder se afirme como saber. ¿Cuál es el impulso básico de los seres? La respuesta de Spinoza es tan poderosa que ha aterrorizado a generaciones de espíritus píos: afirmarse absoluta y soberanamente a sí mismos. Tal es la esencia de todo cuanto existe: afirmarse a sí desde sí para sí. Suena maquiavélico, y en buena medida lo es. Una esencia, lo vemos, perfectamente inteligible —y absolutamente inmanente. No hay nada por encima de esta afirmación; no existe nada sobre-natural. ¡Horror para toda una civilización! En este punto, Spinoza se encuentra con Hegel: lo real es inmediatamente racional. El diferendo, como se verá, reside en el adverbio. Porque lo real no puede ser “deducido” racionalmente, sino que, en cuanto afirmación de sí, coincide sin vacilaciones con la razón. Que lo real sea racional significa que no existe por alguna razón exterior a sí mismo. ¿Cómo explicar entonces que exista una tendencia opuesta —la renuncia, el sacrificio, el nihilismo, la autodestrucción, el deseo de matar o hacer daño? ¿No es igualmente originaria, igualmente radical —e inerradicable? "Me preguntaba entonces: ¿Quién me ha creado? ¿No ha sido en verdad Dios, que no sólo es bueno, sino la misma bondad? ¿De dónde surge entonces mi asentimiento al mal y la resistencia que ofrezco al bien? ¿Acaso es así para ser castigado con justas penas? ¿Quién ha sembrado en mí esta semilla de infelicidad, si yo soy íntegramente obra de mi dulce Señor? Y aun si fuera yo una criatura del Diablo, ¿de dónde viene el Diablo?" (San Agustín, Confesiones, libro VII, capítulo III). Para Spinoza, la existencia es esa misma resistencia, pero al mal —a la tristeza—; lo hallamos por ello en las antípodas del africano. De su comparación siempre han podido extraerse deliciosas enseñanzas. Por lo pronto, salta a la vista un elemento decisivo: la inocencia del ser es, en el holandés, una blasfemia para Agustín; para el cristiano, existir es ya haber contraído una deuda impagable. Ser es, espontánea o naturalmente, no deber ser. No dejará de notarse que Agustín no es sólo un santo: no aparecería en las historias de la filosofía si se pudiera reducir a eso. Aparece en ellas porque se pregunta: “¿De dónde viene el Diablo?”. ¡Magnífica, inquietante pregunta! Pero, ¿qué es —y de dónde viene— el Diablo para un sujeto arrepentido de haber vivido y fundamentalmente de espaldas ante su abismo? Agustín sabe que para entender es necesario primero creer. Para un creyente, existir es estar caído; el cristianismo es la religión de los que se asumen nacidos y hundidos en el pecado. ¿Habría algo más espantoso? ¿Podría imaginarse algo más perverso y mórbido? Porque en el mundo reina el mal: lo real está ab initio cargado negativamente. ¿Qué hacer ante ello? Muy poco, o aparentemente muy poco: justamente, no afirmarse como parte de ello. Si el mundo es el mal, sólo interesa y es premiable escapar de él. De ahí que, para Agustín, la existencia en su integridad consista en librarse de ella; y a esa liberación se llegará no por cuanto hagamos o dejemos de hacer, sino por la literalmente graciosa intervención personal del Absoluto —que, por serlo, es concebido como el Supremo Bien, actuante —desde su infinita altura— sobre cada uno de nosotros, pecadores, en virtud —este es el otro lado del cristianismo— de una institucionalización de lo sagrado. Se entiende la saña.

20 agosto, 2018

DE LOS MODOS DE VIDA II

Sergio Espinosa Proa

Dios no entrega "signos"; se expresa unívocamente, revela verdades. Así es como lo piensa Spinoza. Pero, de verdad, ¿qué es lo que le interesa? Le interesa, al igual que a cualquier filósofo, saber cómo funciona el mundo. Habla todo el tiempo de Dios y del alma, pero sabemos que eso no lo hace menos materialista. Su paralelismo entre cuerpo y alma está trazado con enorme rigor. Su reemplazo del concepto demasiado metafísico de sustancia por el de relación --somos haces de relaciones-- es sistemático. Su necesidad de vadear la equivocidad del signo es inapelable. En fin, es un pensador moderno. Pero moderno sui generis. La exposición de Deleuze --como no podía ser de otra manera tratándose de un gran filósofo-- se arriesga sobre una tesitura técnica: cada clase avanza con una lentitud exasperante. Pero la conclusión se impone: no se trata de ser o hacerse spinozista, sino de emocionarse con él. Tampoco es obligatorio. Si es difícil pensarlo, es el momento de vivirlo. Él encuentra un camino alternativo: por ello Deleuze insiste en que se trata de una filosofía práctica. La Ética no bendice el aparente caos de la naturaleza; la naturaleza misma es un inmenso campo de composiciones. No hay en ella "leyes" en el sentido de mandamientos y obediencias. Hay que pasar del primer género -formado por signos, es decir, señales equívocas --al segundo género; pero ello no lo hace menos poeta. "En él es la luz la que descompone. Todo se hace a plena luz, es una poesía de la luz cruda. No hay jamás una sombra en Spinoza" (p. 207). El análisis que Deleuze practica de la correspondencia con Blyenbergh es concluyente: en el fondo, hay que combatir a la religión --y a la política-- que quiere edificar (y justificar) todo sobre las pasiones tristes. Es el principio de toda ética que se precie: no hay tristeza buena. Para Spinoza eso es abominable: es la justificación de la esclavitud, el reinado de la impotencia. Hay que pasar del primer género al segundo --se llega por la alegría, por ensayo y error-- y del segundo --reino de la univocidad-- al tercero: la interioridad del mundo, del alma/cuerpo y de Dios... No es nada fácil. "Comprenden, yo soy ya una triste criatura. Se explica un poco mejor que Spinoza hablara del mundo de los signos que nos dejan en la oscuridad, de que ni siquiera sabemos vivir, de que estamos perpetuamente enloquecidos. (...) Estamos trabajados por signos indicativos, es decir, por signos que nos indican mucho más estados de nuestro cuerpo que la naturaleza de las cosas. ¡Eso es terrible!" (p. 287). Terrible o no, es nuestro estado de hecho. ¿Podemos salir de ahí? ¿Cómo? ¡Aprendiendo! Morir es triste, pero hay modos de no cargarle la mano al otro. Si el primer género de conocimiento está hecho de signos siempre equívocos, el segundo usa como trampolín a las nociones comunes, que son vectores de alegría, a saber, de aumentos de potencia. Pero en fin de cuentas ¿qué logra Spinoza si no una restitución de lo real? Nada hay "posible" en él: si una esencia es posible, existe. "No hay más que lo real" (p. 400). No hay más, y eso es más que suficiente: Spinoza no lo dijo todo (para eso está Hegel), pero con lo que dijo hay para rato. Dijo, por ejemplo, que no es lo mismo la inmortalidad del alma que la eternidad del ser mortal. El ser mortal es inevitable, pero si hay algo absurdo es una presunta "pulsión de muerte": nunca viene de adentro. La muerte es siempre un accidente, algo que acaece. En consecuencia, la vida está siempre llena, no le falta nada: ¡nunca existe razón para quejarse! La conclusión salta a la vista: sólo Spinoza ha sabido construir una ontología. Los demás filósofos han construido incluso cosas "muy bellas", pero no han logrado hacer una ontología. El holandés cumple. Pues, después de todo, ¿qué es la filosofía sino la alegría de que todo esté conectado? "No existe más que un filósofo que, a mi modo de ver, acepta con mucha tranquilidad la idea de que la filosofía se confunde con el panteísmo más puro: es Spinoza. Y luego de él eso habrá acabado, pero finalmente ¡Spinoza habrá asestado el golpe por toda la eternidad!" (p. 485). Este golpe, ¿cómo será resentido por el idealismo alemán? ¿Cómo por Marx y la joven izquierda hegeliana? ¿Cómo y hasta dónde por Nietzsche y por las vanguardias artísticas de fines del siglo XIX? ¿Cómo por el pensamiento contemporáneo? De esto es de lo que tendremos que hablar.

15 agosto, 2018

DE LOS MODOS DE VIDA I

Sergio Espinosa Proa

Baruch Spinoza da para mucho; incluso para no decir mucho. Tal vez, como Antonio Negri, baste decir que fue una anomalía salvaje. O, como lo califica Jonathan I. Israel, un ilustrado radical (en un tiempo en que ni se usaba el término, al menos no en el actual sentido). Quizá sea suficiente con especificar, como hace Diego Tatián, que nadie sabe lo que puede un cuerpo (social): "la libertad no presupone una supresión de la naturaleza --ni su vituperio--; se alía con ella, arraiga en ella, la desvía, y, en último término, coincide con ella" (El don de la filosofía, Colihue, Buenos Aires, 2012, p. 26). Nadie lo sabe porque el poder es una composición, una articulación siempre distinta, siempre nueva. Spinoza es materialista y realista, no utópico ni idealista: el ajuste a normas morales preestablecidas es muy otro cantar. Es ético lo que conserva e incrementa la potencia de ser, no lo que la disminuye o sacrifica con algún propósito piadoso. Ético es potenciar el deseo, no alimentar la ambición. El animal cultural cartesiano se opone aquí al animal natural spinociano. Son dos antropologías, dos ontologías. ¿Quién gana? Spinoza está del lado de Maquiavelo: es cuestión de primero ver lo que es. Y lo que es es un animal transido, atenazado, zarandeado, confundido por el deseo. Bajo ciertas circunstancias, el deseo de dar es sustituido por el deseo de arrebatar. Eso habría que evitar. Con todo, el análisis suele quedarse en generalidades: Spinoza es productivo en el detalle, y allí no llega cualquiera. No basta con saber que nada en él procede del resentimiento o de la lógica ascética propia del cristianismo; no bastan sus clarificaciones en torno a la diferencia entre potencia y dominación: hay que saber cómo –concretamente-- lo hace. Sólo así podemos saber que la filosofía es una donación (menos que una misión), que la guerra no es un estado inevitable (la paz es natural) y que la aquiescencia viene a ser la última palabra de su ética, afirmativa a más no poder. Tendríamos que ir directamente a la Ética, pero nadie tiene el tiempo necesario (quizá ni las ganas). Lo primero, por ejemplo, que llama la atención de Gilles Deleuze, en sus cursos, es su voluntad de aplanamiento: todo cabe en un plano --sabiéndolo acomodar. Con el plano de inmanencia desaparecen las jerarquías ontológicas y pierden sentido la superioridad del alma sobre el cuerpo y la preeminencia de Dios sobre su Creación: no hay criaturas, sólo hay modificaciones de una misma y única sustancia. Y si se trata de modificaciones, lo que importa son las relaciones, no los contactos entre sustancias. Con un Dios así se puede hacer cualquier cosa: "De modo que, en un sentido, el ateísmo jamás fue exterior a la religión. El ateísmo es la potencia-artista que trabaja la religión. Con Dios todo está permitido" (En medio de Spinoza, Cactus, Buenos Aires, 2008, p. 23). El filósofo, siempre prudente, no se arredra: nos planta en un invernadero donde hay tanto oxígeno que en principio ataranta. Tiene poco que ver con las flores mefíticas de la escolástica tradicional. De ahí que sea una ética y no una moral: de ahí que sea una ética y no una ontología. Es un efecto de su posición materialista: lo humano posee diferencias, no privilegios. Diferencias de poder: el hombre es lo que puede hacer con su cuerpo y con su alma, no lo que debe hacer para realizar su esencia. En este punto nos hallamos en las antípodas de Kant (pero muy cerca de Nicolás de Cusa): un ente es una singularidad que se define por lo que puede (y no puede) hacer. También estamos cerca de Hobbes: él define al hombre (aunque el resultado es distinto) no por su esencia sino por su potencia. En resumen, Deleuze acentúa su lectura de Spinoza destacando dos elementos: la potencia y el afecto. Con ello hace gala de una gran sensibilidad. Para él, ni siquiera hay un esfuerzo en el conatus: todo fluye y se ordena natural y espontáneamente. Una vez más, ético --y esto fundado en razones de tipo ontológico, no dogmático-- es no justificar peralte alguno de nadie por encima de otro: ni el detentador del poder material ni del espiritual tienen más derecho a mandar sobre el resto. El "otro", más que un ser, es un modo de ser diferente al mío; eso es todo. Pero entonces, ¿cómo puede haber una ética? He ahí el problema: si no hay Bien --desde el cual pueda juzgarse al ser-- ¿tampoco hay Mal? No lo hay --y es la diferencia con la moral. A Deleuze le sirve el apólogo de Adán para mostrar que no hay una prohibición (producto del juicio moral) pero sí una revelación: hay cosas buenas --y cosas malas. No el Bien --ni el Mal. "Una cosa sólo puede ser llamada mala desde un cierto punto de vista, es decir, desde el punto de vista del cuerpo cuya relación la cosa descompone" (p. 143). Suena muy a Nietzsche. Le ha costado cinco clases --más de 160 páginas-- llegar a esto: va lento pero seguro. Deleuze, medio en broma, ha dicho que aprender a Kant de memoria es inútil; ¡no es lo mismo con la Ética de Spinoza! Nada escapa a sus proposiciones y escolios, nada que tenga que ver con la vida. No, cuando menos, si nos vivimos no como seres sino como maneras de ser.