12 mayo, 2024

SPINOZA, EL HOMBRE INVISIBLE

Rafael Narbona

 

Texto publicado originalmente en El Cultural, 5 de julio, 2022.



Su propósito no era describir o valorar el mundo, sino hacerlo inteligible. El sentimiento no es clarificador. No ayuda a conocer la verdad. Las certezas solo se obtienen mediante el razonamiento lógico. Lo personal estorba a la hora de buscar la verdad. Spinoza no suscribió todas las hipótesis de Descartes. De hecho, repudió la idea de un Dios trascendente o la existencia de dos sustancias misteriosamente coordinadas, pero es evidente que su pensamiento habría sido muy diferente sin la exaltación cartesiana de la razón y la identificación de la verdad con certezas tan indubitables como un axioma matemático.

 

La única referencia autobiográfica que Spinoza deslizó en su obra se halla al inicio de su inacabado Tratado de la reforma del entendimiento. Ahí refiere que la experiencia le enseñó la vanidad de la gloria, las riquezas y el placer. Dado que su principal anhelo era "gozar eternamente de una alegría continua y suprema", concentró sus energías en la filosofía, verdadero bien y auténtica fuente de felicidad duradera. Este planteamiento no constituye una novedad. Se inscribe en las enseñanzas de la tradición estoica. Séneca, Marco Aurelio y Montaigne ya habían expresado la misma idea, desdeñando las fútiles ambiciones que esclavizan a la mayoría de los hombres, condenándolos a una insatisfacción perpetua.

 

Para Spinoza, la filosofía no es algo abstracto o meramente teórico, sino un saber eminentemente práctico, pues su fin último es averiguar en qué consiste la felicidad. Aunque hizo de la impersonalidad un signo de identidad, su vocación filosófica nace de un legítimo deseo de dicha, lo cual revela que no era un frío geómetra, obsesionado con los planos, los ángulos y las curvas, sino un hombre acechado por la misma fragilidad que el resto de sus semejantes.

04 mayo, 2024

SPINOZA, LA ANOMALÍA SALVAJE

Rafael Narbona

Texto publicado originalmente en El Cultural23 de junio, 2020.

    Acercarse a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía— practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios. No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas. Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides, Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión, logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas, colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia, como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio. Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»).



    Admirador del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos.

    Para Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima. La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son “pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo, sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento, correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y deseos. Es un acto de ignorancia.

05 diciembre, 2023

SOBRE LA LIBERTAD

Diego Sztulwark


Se discute sobre la libertad en la política, en las redes, en los medios. De pronto, las categorías de la economía y la filosofía política -que son también las del marketing- inundan el lenguaje. Se parte de considerarla tan natural como el oxígeno que se respira, y tan individual como el propio cuerpo. De modo tal que nos hacemos de ella la idea de una experiencia directa (“hago lo que quiero”), y de su negación a una instancia segunda y externa (“¿quién sos vos para decirme que hacer?”). La rebelión y la escena libertaria consisten en reconocer al propio deseo como principio absoluto y en rechazar al otro que limita como una afrenta. La libertad no es experiencia constructiva, ni constitución colectiva sino reacción inmediata e instancia personal. El triunfo de esta libertad viene confirmado en la vida cotidiana mucho antes de volverse argumento. El criterio de la verdad práctica, aquella que se aprecia en el orden de los afectos, hábitos e instituciones antes que en discursos articulados, ya actuaba como criterio convincente en Thomas Hobbes, para quien la verdadera opinión sobre los propios vecinos la ofrecemos no cuando opinamos sobre ellos sino en el acto mismo de cerrar la puerta con llave.

La crítica de esta reivindicación de la libertad como espontaneidad humana tiene muchas fuentes. Una de ellas es la obra de Baruch de Spinoza, quien durante el siglo XVII holandés redactó un formidable texto -el Apéndice de la primera parte de su Ética– en el que escribió que los humanos se creen libres porque saben lo que quieren y, sobre todo, porque ignoran las causas por las cuales quieren lo que quieren. Una de las particularidades de la crítica spinozista de la libertad consiste en que ella no niega ni se burla del camino -precisamente ético- que lleva a las personas a buscar su propia potencia. Sólo señala algo decisivo: si no nos preguntamos por qué -en qué condiciones, bajo qué determinaciones concretas- queremos lo que queremos, no habremos nunca de dar el paso decisivo que nos quita de la ignorancia. Spinoza desconfía así del recurso a la vivencia inmediata como fundamento último de algo así como una verdad de la conciencia. No basta con saber lo que se quiere. De hecho, ese “saber”, es ignorancia. ¿Ignorancia de qué? De aquellos factores que actúan sobre eso que llamamos nuestro “querer”. Vale decir: nada menos transparente y en cierto sentido “verdadero” que el modo en que nos relacionamos con nuestro deseo. La posición inicial de nuestro deseo –quiero y se lo que quiero– es la de una conciencia impotente respecto a las causas que actúan sobre él, constituyéndola. Una conciencia pasiva, que lo ignora todo sobre el mundo sabe lo que quiere, pero no sabe nada de todo aquello que la hace querer de ese modo. Esa pasividad del querer remite a una impotencia inherente al saber que le corresponde. Este saber del querer, que llaman libertad, no puede ser libre, puesto que está sometido a fuerzas que actúan sobre él, haciéndolo obedecer. El individuo que se cree libre porque dice saber lo que quiere, ignora su propia condición servil. La libertad, parece decir Spinoza, es otra cosa.

Spinoza no se burla de quienes desean salir de la ignorancia. Eso se nota, en primer lugar, porque él no refuta nunca el carácter deseante del saber de la conciencia. No pretende introducir un principio autónomo de razón, ni formular una idea desafectada del conocer. Por más que se cite una y otra vez aquella correspondencia en la cual el filósofo ha escrito “no se trata de reír ni de llorar, sino de comprender”, no hay modo de hacer de este “no reír ni llorar” una apología de una razón desapegada. La ética convierte las pasiones en afectos activos, no en razones abstractas. Por lo que conocer, para Spinoza, es asistir al deseo con una potencia de comprensión en torno a la relación que los fenómenos naturales poseen entre sí. De modo que el camino ético es inseparable de una interrogación -propiamente filosófica- sobre las fuerzas (casusas) que actúan sobre nosotros. Conocer es conocer la relación entre las cosas desde la perspectiva de nuestra propia potencia. Podría incluso decirse que conocer es, en Ética, un correlato de la experiencia gracias a la cual constituimos nuestras capacidades de actuar y pensar. La libertad pierde, por este camino, todo carácter de resultado final o meta a la que llegar.

El citado Apéndice de Ética se apoya en una crítica a la idea de que las cosas valen según su finalidad (su para qué natural). No es cierto que Dios haya creado el mundo con un fin, ni que haya creado las cosas del mundo para la satisfacción humana. Ni que haya creado al humano para que lo gloríe. Dios es Naturaleza. No posee exterior espacial ni temporal. Ni Dios es Ser Creador, o Monarca Celeste; ni la Naturaleza es lo creado por Dios. Dios es Naturaleza quiere decir que la naturaleza es causa única, infinita e indivisible de sí misma. Y que los seres son modos de ser de esa causa inmanente. No hay espacio en la lógica de la causa inmanente para separar el acto de sus fines, ni para separar a Dios del mundo. El único tipo de causa actuante es la causa eficiente y solo ella provee de conocimientos adecuados. En términos prácticos y políticos, ser libre supone actuar de modo tal que seamos capaces de convertir aquello que nos determina en condiciones para el despliegue de nuestra capacidad de hacer y pensar. Y para eso es preciso hacer una experiencia, evaluar nuestra relación con las fuerzas de la situación de modo tal de extraer conocimiento sobre ellas. No hay orientación política por fuera de estas evaluaciones. Y son estas evaluaciones las que permiten comprender el carácter colectivo y procesual de la constitución de toda potencia política.

De modo que la libertad en Spinoza no es nunca punto de partida ni de llegada sino experiencia, proceso, lucha, esfuerzo de comprensión, tentativa de activación deseante. Como decía en estos días Diego Tatián, en Spinoza más que “libertad” hay “liberación”. Ahí donde las fuerzas de la sociedad neoliberalizada nos instan a confiar de modo inmediato en el deseo mercantil, y en el saber sobre ese deseo que es un saber sobre precios, intereses y formas predeterminadas de consumo, la lógica del capital manda sobre la naturaleza, a la que sustituye, imponiendo su propia finalidad como sentido último de todo lo que existe. Los héroes del presente podrían escribir Dios es Capital. Encontramos en Spinoza -y luego en en Marx-, la crítica más demoledora de esa pretensión. La naturaleza asumida como perspectiva crítica de toda trascendencia es ya el método crítico capaz de percibir la farsa que supone toda lógica colonizadora: el capital, sin poseer los rasgos de eternidad de la naturaleza, es una combinación restrictiva de combinaciones (la restricción viene dada por el axioma que hace depender toda combinación natural a la producción de beneficio y consiguientemente, de la capacidad creativa en mercancía). La experiencia ética implica una crítica de la mercancía como forma racional y sensible de todo lo vivo, un descubrimiento de la utilidad común como fundamento de la cooperación humana que va más allá de las técnicas de gestión fundadas en la competencia, una apuesta a la articulación política de las potencia bajo la forma de una democracia que efectivice el gobierno de la cooperación y una interrogación colectiva sobre el sentido de nuestra existencia como que excede toda ilusión reaccionaria de la libertad en nombre de procesos singulares de liberación.

La Tecl@ Eñe


13 agosto, 2023

EL DIOS DE LA INMANENCIA

 Sergio Espinosa Proa

"Yo no separo a Dios de la naturaleza", le escribe Baruch Spinoza a su amigo Henry Oldenburg (Carta 6). No parece necesario si lo que se desea es, ante todo, llegar a ser una
buena persona. Es muy comprensible. Nada tendría que ver tal meta con la religión. En cualquier caso, ¿qué significa eso? ¿De qué depende? Que el libro más importante de Spinoza ostente el título de Ética no debería inducirnos a error: se trata menos de (otra) moral que de un sistema filosófico completo, que no sólo aparece en la historia como uno entre muchos, a escoger como si fuera una sandía, un paraguas o una prenda de vestir, sino que constituye la subversión más potente e insidiosa de la Metafísic ocurrida hasta el instante de su irrupción (e incluso mucho después). La brasileña Marilena Chaui (1941), en Las nervaduras de lo real (1999), se ocupa, paciente y diligentemente, de mostrarlo. No será indispensable demorarse demasiado en su detalle. Sólo haré un par de comentarios rápidos. Baste saber, en principio, que Spinoza realiza tranquilamente lo que otros ignoran o se rehúsan: en pocas palabras, desantropomorfiza al mundo. No se trata, por cierto, de cualquier cosa. "No son (...) ni los panteísmos de la Cábala, ni los del Renacimiento hermético, las referencias más seguras para aproximarnos al pensamiento de Spinoza, sino la óptica de Kepler y Huygens" (FCE, Buenos Aires, 2020, p. 90). La revolución espiritual o intelectual de Spinoza se encuentra, en lo fundamental, ligada a la efectuada también en la ciencia pictórica: ella se desplaza desde la representación italiana o alemana -jerárquica, teológica, medieval-, como la de Alberto Durero, a la holandesa -inmanentista, democrática, moderna- de Vermeer y Rembrandt. Consiste, si bien la miramos, en una cuestión de luz: ¿las cosas finitas reflejan o refractan la luz infinita? Interesante cuestión, al mismo tiempo teológica y estética. Descartes, Malebranche, Pascal y Leibniz, son, naturalmente, fervientes partidarios de la segunda opción. Lo son, sin escapatoria, porque todos ellos son cristianos. ¡Spinoza, gracias a Dios, no lo es! Dejemos ya de pensar que eso no incumbe o que jamás alcanza la relevancia suficiente. Al contrario, en filosofía, resulta, de cabo a rabo, decisivo. Ser cristiano es, en filosofía, ser metafísico, es decir: esencialmente dualista. ¿Ejemplos? Descartes debe respetar, de modo indisimulablemente religioso, una línea divisoria entre el entendimiento (finito) y la comprensión (infinita), por más que se produzca entre ambas un contacto; Pascal ha de partir del reconocimiento de una frontera tajante entre la Luz Divina y la miopía humana; Malebranche hará lo propio, añadiendo que los sentimientos refractan aún más la luz del entendimiento; Leibniz completará el cuadro, cuidándose bien de no traspasar los límites de lo humano. A su turno, Spinoza no seguirá ninguno de esos caminos: la luz -la Sustancia-  nunca representa -a menos que las pasiones la obnubilen-, para los modos finitos, lo Absolutamente Otro. ¿Por qué habría de hacerlo? No son sus hijos; son su expresión. La Sustancia sigue siendo Dios, pero al suprimir su carácter trascendente no parece, ni a primera ni a segunda vista, conservar su tradicional sentido. Mejor dicho: ese Dios no se presta a ser manipulado y utilizado con el propósito de la dominación (o la domesticación). Dicho en hegeliano: Dios no es el Amo -porque, sencillamente, nosotros no somos sus Siervos. Lo absolutamente infinito -Dios- no es más que la actividad productora de la conexión de ideas, de la conexión de cosas y de la identidad de dichas conexiones. Definido así, en un tono tan desapasionado, tan desdramatizado, tan moralmente neutro, ¿para qué podría servir? Spinoza no tiene obligación alguna de negar a Dios: más bien lo vuelve inutilizable. De ahí que descarte toda la concepción, inamovible durante centurias, según la cual la verdad sería la adecuación del intelecto con la cosa. La suprime porque no hay más dualismos -politica o religiosamente interesados- que respetar. El entendimiento finito conoce exactamente lo mismo que el entendimiento infinito y en la misma forma que éste lo hace en virtud de que, al igual que la luz, no sufre deformación o distorsión alguna en el paso de la naturaleza naturante -los atributos- a la naturaleza naturada -los modos-. La Dialéctica del Sujeto y el Objeto, antes de entronizarse en manos del Idealismo Alemán, se halla, dentro de su ontología, con particular rigor desactivada. Menos que dinamitado, el dualismo metafísico es silenciado, y no sin elegancia. Porque el vínculo entre el hombre y Dios -la conexión entre la Sustancia Absolutamente Infinita y la multiplicidad o pluralidad infinita de los Modos Finitos- en modo alguno involucra la sumisión. La proposición 24 del Libro V de la Ética lo enuncia con todas sus letras: cuanto más entendemos (y amamos) a las cosas singulares, tanto más entendemos (y amamos) a Dios. No habría necesidad de nada más. Marilena Chaui está ahora en posición de defender su idea, patente ya en el título de su libro: "La inmanencia es la nervadura que sustenta todas las cosas y hace que se comuniquen, articulándose las unas con las otras" (p. 97). Como en los estereogramas, todo se aclara, se ilumina de pronto, después de modificar ligeramente los ejes ópticos del cristalino y la retina. Captamos su transparencia en su profundidad. El abigarramiento del mundo, su riqueza sensible, dista de ser un puro caos, una nube pura y perpetuamente turbulenta. Lo que es, se puede leer, se puede ver, se puede comprender. Somos naturaleza, incluso al considerar valientemente sus revueltas y transgresiones. "La inmanencia, nervadura de lo real, es la respuesta spinoziana a la cuestión del origen" (p. 98). Una respuesta de enorme impacto y elegancia, pues procura atajar dos tendencias igualmente nocivas: elevar a la Sustancia a la inasequible altura de una Trascendencia Impoluta, por una parte (tendencia que favorece a toda estructura eclesiástica, si ella es jerárquica), y endilgarle a la misma rasgos del ser humano, por la otra (cosa que al parecer facilita al vulgo su comprensión). A ello está inclinada, habitualmente, la imaginación. La metáfora de la nervadura es interesante. Chaui no dice: la osamenta, ni el sistema circulatorio o endocrino o muscular. Quiere entender al ser como un cuerpo que se da un espíritu. Un cuerpo que piensa. Por eso resulta casi ofensivo, blasfematorio, sostener, tal como desde infinidad de ángulos suele hacerse, que la Sustancia es como sus modos. Ello conduce a la divinización del hombre, o a la humanización de Dios; dos desastrosos callejones sin salida. No, todo depende de distinguir con calma y precisión, sin prisas ni presiones de ningún tipo -por eso la Religión, la Ciencia y la Política (en el mal sentido) se hallan excluidas-  a lo Naturante de lo Naturado. La relación entre Dios y sus criaturas no es ni transitiva -operación que deja a salvo la Trascendencia de Dios, y con ella la necesidad de un Pontifex y su burocracia- ni emanativa -allí donde la Luz original se va desvaneciendo progresivamente hasta llegar a la infamia e insignificancia de la criatura-, como lo suponen Plotino y buena parte del pensamiento Islámico: el Uno, que se degrada en Inteligencia, que a su vez se degrada en lo Inteligible, que sigue diluyéndose en el Ser, después precipitándose en el Cielo, y así hasta desembocar, exhausto, casi inánime, en la carne humana, epítome de la corrupción. Para el de Ámsterdam, en cambio, somos en Dios, lo cual es asaz diferente de considerar que Dios es humano (cosa que desafortunadamente, imagina, entre otras vías nihilistas, el cristianismo). La naturaleza en modo alguno vendría a dejarse identificar, en otro orden de ideas, por el inconsciente de Dios, como querrían dar por hecho Hegel o Schelling. Política y sociológicamente, semejantes estratagemas desembocan en lo mismo: la subordinación del individuo a un orden que lo trasciende y a la vez, a cambio de su obediencia, protege. Y eso, pensándolo bien, ¿es malo? Tal vez no, pero está claro que no tendría nada que ver con la verdad.

Sergio Espinosa Proa / Facebook

11 enero, 2023

SER SPINOZISTA SIN SABERLO

Sergio Espinosa Proa

La filosofía de Baruch Spinoza es tan diáfana que, a cierta distancia, cuesta trabajo distinguirla; es muy difícil verla tal como es, pues casi no proyecta sombras. No hay frente a qué contrastarla. De hecho, es parecida a un lente de aumento; microscopio, periscopio o telescopio, se ve a través de ella, no dentro de ella. Tan transparente es. Finalmente, comprendemos que se trata de ver bien. Por lo mismo, puede resultar bastante insípida. Sin duda, esto no pasa de ser una metáfora; pero está muy bien traída. Después de todo, a eso se dedicaba Spinoza para procurarse el sustento (y al parecer eso fue lo que le llevó a la tumba); pulía lentes. La exposición de Alain no deja de ser sumamente curiosa; dice, al principio, que es chata, y que él no es spinozista. Pero el texto se derrite, como los copos de nieve, en la superficie de su campana. No es ínfimo tributo. Igual de falso sería permanecer indiferente. Asegura que el estilo es profesoral, cosa que deplora, pero para nosotros es bastante útil. Alain no habla sobre Spinoza, sino como si fuera el filósofo en persona. El efecto, no sólo estilístico, es raro. Comienza donde sin lugar a dudas se debe comenzar: a saber, por el miedo de ser Dios. Les pasó a todos los modernos: Descartes, Spinoza, Rousseau, Kant... Alain afirma que no es spinozista porque temió adoptar ese punto de vista, que el holandés hizo suyo sin complejos. "Pero Spinoza, por su parte, no tenía el menor miedo de su Espíritu y se entregó a él por completo, con la admirable ingenuidad de un lector de la Biblia" (Spinoza, Marbot, Barcelona, 2008, p. 14). A Alain sí le tembló la mano. La Ética es lo mismo que la Biblia. Con todo, su exposición resulta intachable. No le afecta demasiado que sea considerada como una nueva religión. Obviamente, para Alain como persona sí es demasiado. La Razón se ha alejado de la Tierra. La expresión a este respecto empleada apenas podría ser más sardónica: Spinoza representa el gozoso fanatismo de la razón. Muy judío para la humilde conciencia cristiana. No importa que ello nunca se diga abiertamente; es judío porque -a pesar de haber sido escrito en los Países Bajos del siglo XVII- descontinúa la posibilidad del nazismo. Lo desmantela. No se antoja tan relevante que Dios aparezca allí como un Espíritu Vasto e Impersonal. A Alain, en cambio, esto sólo podría provocarle miedo. Bien visto, sin embargo, no se aprecia tan terrible. La mirada de Dios no es ni inquisitorial ni misteriosa; no encontraría ninguna razón para serlo. ¿Cómo aparece el mundo? Exactamente como es: deformado por ciertas pasiones humanas. Esto es comprensible; los hombres creen que su dicha depende de la posesión, y ésta lo es de objetos que no admiten varios dueños. Son perecederos, y pueden perderse en cualquier momento. En conclusión, la gente se afana torpe y vorazmente sobre aquello que no sólo no otorga felicidad alguna, sino que produce directamente angustia y desasosiego. ¿Habría algo que no? En todas partes se adivina lo eterno. No, desgraciadamente, tal y como algunas religiones instituidas presentan a Dios: como un Ser malvado y terrible, que se complace en el sufrimiento de sus criaturas. Los hombres quedan prisioneros de una doble esclavitud: la de las cosas que perecen -y la de un Ser Perpetuo que jamás deja de atormentarlos. Pero se equivocan. Dios no es ese Ser, ese Señor del que hablan las Escrituras. Es la Razón, punto final. "La salvación está pues en la búsqueda del espíritu de Dios en nosotros. La salvación está en la filosofía. La filosofía es la verdad de toda religión" (p. 25). El Dios de los Profetas es un falso Dios; sólo la Razón puede descubrírnoslo. Misterio, Sinrazón, Oscuridad, Secreto, en absoluto lo es. Pero, ¿sabemos exactamente lo que es la Razón?

Comenzamos a adivinar por qué Alain no puede darse el lujo de ser spinozista; reducir a Dios a la Razón llega a ser francamente inadmisible. ¿Para quién y por qué? Vayamos por partes. Lo primero por hacer es descartar la costumbre de entender la verdad como hacían los escolásticos; no se sostiene desde Descartes -incluso desde antes- la opinión de que es verdadera la idea cuando coincide con la realidad. Nada de adecuación de la res con el intelectum. La verdad es una concordancia de una idea con otra idea, pues de la realidad no tenemos ideas sino percepciones pasajeras, que dependen de la experiencia, y las experiencias no se repiten nunca como algo idéntico. La verdad es consecuencia del método, nada más. Es un modo de razonar, una manera de vincular los enunciados. A Spinoza, tan cerca y tan lejos de Descartes, tal certeza nunca podrá abandonarlo. Su fidelidad a la geometría no es insincera. En esto es totalmente platónico: no hay verdad en las existencias concretas, sino solamente en las esencias inmutables. "Debemos tratar de comprender todas las cosas particulares del mismo modo que comprendemos la naturaleza y las propiedades de círculo, es decir, sin atender a su existencia y a su duración sino únicamente a su naturaleza tal como era antes de su nacimiento y tal como será aún después de su muerte" (p. 36). Estas afirmaciones, sean correctas o no, y sean modernas o no, asustan. La verdad no tiene nada que ver con lo real, formado de un número infinito de cosas particulares (y, por lo mismo, efímeras e incognoscibles). Pero tampoco tiene que ver con una reconstrucción al infinito. La verdad se da de golpe, y sobre esa intuición es posible construir y enlazar los razonamientos. Tal vez debido a ello se calificó a Spinoza de dogmático. Hay una idea verdadera sobre la cual resulta posible construir una reflexión confiable. Pero, si nos fijamos bien, no de otra forma operan las matemáticas. Sólo que Spinoza va hasta el extremo y afirma que esta verdad -de la que toda verdad depende- es lo perfecto: a saber, Dios. No como Idea, sino como aquello sobre lo cual se puede confiar completamente en la verdad de las ideas. No habría matemáticas sin Dios. No habría nada -nada pensable- sin Dios. Alain lo establece con gran rigor: "Es preciso que exista una totalidad de ideas verdaderas y que este todo exista en el ser inmediato de cada idea. El ser inmediato de cada idea, el ser para sí de cada idea, supone toda las ideas perfectas, es decir, supone un pensamiento perfecto. La idea inmediatamente verdadera de la que partimos contiene pues necesariamente el Pensamiento perfecto del que nuestro pensamiento sólo es una parte: al definir la Verdad inmediata y absoluta definimos a Dios" (p. 41). ¡Tal vez corre demasiado rápido! Pero resulta inatacable. Esta verdad inmediata y absoluta es la Sustancia. La Ética no podría empezar de ninguna otra parte. Ninguna filosofía, ninguna reflexión rigurosa, podría comenzar de otra parte. ¿Del Sujeto? No podemos no pensar en Hegel, que intenta, tal vez desesperadamente, mediar entre Descartes y Spinoza. Eso que el holandés espera de la Sustancia, ¿se lo proporciona al Idealismo alemán el Sujeto? Sabemos de la importancia de éste en toda la filosofía moderna, de Descartes a Husserl. Sabemos también que el Sujeto salva al cristianismo de un ineludible naufragio. Pero no podemos decir que su lugar haya sido finalmente encontrado. Ahora bien, si seguimos el trayecto de Spinoza, el sujeto se halla necesaria e inevitablemente subordinado a la Sustancia. No porque ella lo haya creado, sino porque no se lo puede contemplar como sede de la Libertad. La Sustancia es Libre, tan libre como podría ser la Razón. El Sujeto pertenece a esa libertad; no, ojo, al libre albedrío según el cual se podría contravenir a la Sustancia (a la Naturaleza). El Sujeto puede imaginar que lo es, sin serlo. A eso parece reducirse todo.

SergioEspinosa Proa | Facebook

17 septiembre, 2022

MULTITUD LIBRE Y PRODUCCIÓN DEL DESEO COMÚN EN SPINOZA

Aurelio Sainz Pezonaga

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El texto considera las dos dicotomías del deseo productor de juicios de valor en Spinoza: deseo pasional versus deseo racional y deseo ético versus deseo político, y explica por qué todo acuerdo sobre valores posee un carácter político. Atiende, luego, al modo en que construye lo que llama “dictámenes de la razón” a través de la idea universal de hombre y la noción de mal. Revisa la socialidad tejida espontáneamente por la imitación de los afectos y la cooperación intelectual de la multitud. Y, por último, esboza el concepto de deseo común adecuado a la multitud libre. Su tesis es que el deseo común de concordia que mueve a la multitud libre se constituye, paradójicamente, en la disputa por las definiciones compartidas de lo bueno y lo malo, esto es, en la disputa en torno a la institución del imperium


El conatus, causa de los juicios valorativos

Spinoza reconoce una única fuente de los juicios de bueno y malo: nuestro conatus, nuestro apetito o deseo. “Nosotros –dice– no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (E 3P9S). El conatus es la fuente de los juicios de valor en el sentido de que es su causa eficiente. Es, entiéndase, una causa eficiente que el finalismo considera como causa primera debido a que ignora su realidad de causa causada y de expresión de la potencia divina. El conatus es, por tanto, la causa eficiente de cualquier fin u objetivo que nos propongamos a nivel particular o que proyectemos a nivel colectivo. El conatus, el apetito o el deseo como causas de los valores se modulan de dos maneras distintas: como deseos pasionales y como deseos racionales, según que el conatus sea causa parcial o causa adecuada del juicio. Y, a su vez, estas dos modulaciones poseen una vertiente o un ángulo ético y una vertiente o ángulo político, dependiendo de si conciernen a la potencia de un individuo humano o a la de una multitud.

Spinoza define el bien y el mal pasionales y su diversidad y conflictividad en E 3P39S. Sobre el deseo racional, se explica expresamente en las proposiciones 58 y 59 de la Parte III de la Ética. En esta última, Spinoza remite a la fortitudo todos los afectos que se refieren a la mente en tanto que entiende. Y, dentro de ella, distingue entre animositas y generositas, según se trate de un deseo racional de conservar el ser o de “ayudar a los demás hombres y unirse a ellos en amistad”, respectivamente. Un deseo racional es, según este escolio, “un deseo por el que cada uno se esfuerza en virtud del solo dictamen de la razón”. Las consecuencias para la producción de valores desde el deseo racional las expone Spinoza en E 4P26 y E 4P27. Si juzgamos algo como bueno porque lo deseamos, aquello que deseemos en cuanto obramos, a saber, en cuanto concebimos ideas adecuadas, lo juzgaremos bueno y nuestro juicio será verdadero. Lo verdaderamente bueno o verdaderamente útil es lo que deseamos racionalmente; y esto no es otra cosa que el conocimiento mismo y lo que sirve al conocimiento. Al deseo pasional político le dedica Spinoza el primer artículo del capítulo VI del Tratado político.

Dado que los hombres se conducen, como hemos dicho, más por el afecto que por la razón, la multitud conviene de manera natural (naturaliter convenire), y quiere conducirse como una sola mente, no porque la mueva la razón, sino algún afecto común, es decir (como dijimos en el § 9 del capítulo III), por una esperanza o un miedo comunes o por el anhelo de vengar una injuria común. Por otra parte, el miedo a la soledad habita en todos los hombres, puesto que nadie, en solitario, tiene fuerzas para defenderse ni para procurarse los medios necesarios de vida. De ahí que los hombres apetezcan por naturaleza (natura appetere) el estado civil, y es imposible que ellos lo destruyan jamás del todo.

De este artículo se deben señalar al menos tres cuestiones. La primera es que el pasaje indica que las mismas causas que llevan a la constitución de la sociedad, impulsan las conspiraciones contra los regímenes ya existentes, tal como apunta la remisión a TP 3/9. En un reconocido artículo, “L’ indignation et le conatus de l’État spinoziste” (1994), Alexander Matheron analiza ambos pasajes enfatizando el papel que desempeña la indignación como generadora de rebeliones y como creadora de sociedades.

La segunda es que el parágrafo establece de manera directa la relacionalidad6 como base de cualquier comunidad política. Apela para ello al carácter natural de la multitudo y del status civilis y al miedo universal a la soledad. La socialidad es intrínseca al conatus, incluso en sus efectos pasionales.

Por último, las pasiones aparecen en TP 6/1 ya no como causa de conflicto como en TP 1/5, sino como causa de la conveniencia, del convenire natural de la multitud y de la creación del estado civil.

La capacidad productiva y reproductiva de lo social que posee la indignación reside en que, a pesar de ser una forma de odio, se sostiene al mismo tiempo en la imitación de los afectos, esto es, en la identificación o en el amor a la víctima, que son formas de alegría y facilitan la reciprocidad. El problema es pensar cómo es posible que el miedo o el anhelo de venganza, en tanto que pasiones tristes, puedan ser comunes, puedan unir, esto es, supongan una conveniencia de naturaleza entre distintos seres humanos, ya que convenir en naturaleza (natura convenire) significa “convenir en potencia y no en impotencia o negación (negatione)” (E 4P32).

Siendo la tristeza un afecto por el que se disminuye o reprime la potencia de obrar del cuerpo (E 4P41) y no pudiéndose atribuir a la mente en cuanto que actúa (E 3P59), no puede conducir por sí misma a una conveniencia o mutuo favor entre seres humanos. Sólo la alegría de los demás, que nunca es directamente mala (E 4P41), puede ser común, puede unirnos a otras personas, puede convertirse en algo útil para mí así como la mía lo será para ellos (E 4P31C). Si el odio o el miedo sirven para unir a las personas, no es por la disminución de potencia que ellos suponen, sino por la alegría que nos produce imaginar que se destruye aquello que odiamos o tememos (E 3P20).

La aversión o el miedo no pueden unir por sí mismos. Lo que nos junta es el esfuerzo por alejar la causa del daño o bien la alegría de imaginar la exclusión de lo que nos produce tristeza. En la medida en que el odio o el miedo son una impotencia, una tristeza, no se pueden compartir, porque nada positivo hay en ellos, son sólo la disminución de nuestra fuerza vital. El miedo universal a la soledad, que sería la pasión más fuerte de las citadas en TP 6/1, no puede unir como tal miedo, sino por el lado de la esperanza que necesariamente incluye (E 3DA13E). La otra cara del miedo común de soledad es la esperanza común de concordia o el apetito de vida. social, que ya es un germen de concordia.

Traducida esta última cuestión al problema de la creación de los valores de bueno o malo, resulta que las pasiones pueden generar tanto una diversidad irreconciliable de juicios valorativos como los valores compartidos socialmente, los valores comunes. De hecho, esto es lo específico de la política racional que, reconociendo la irreductibilidad del conflicto, trabaja para contrarrestar unas pasiones con otras, unos poderes con otros. Los valores comunes son ocasionados por deseos comunes, que en la medida en que existen y se fortalecen, ponen freno al conflicto pasional.

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales, año 21, no. 42. Segundo semestre de 2019.

10 septiembre, 2022

SPINOZA Y LA CONTINGENCIA

Vittorio Morfino

La proposición 29 de la primera parte de la Ética es el punto de inicio obligado de cualquier reflexión sobre la cuestión de la contingencia en el pensamiento de Spinoza: “En la naturaleza no hay nada contingente, sino que, en virtud de la necesidad de la naturaleza divina, todo está determinado a existir y obrar de cierta manera” [….]

La negación de la contingencia es un lugar estratégico en la batalla que Spinoza conduce contra la tradición teológica y metafísica: con ella se pone en juego la creación, la libertad divina, la libertad humana, la responsabilidad, la moral, el milagro, la gracia [….]

Leyendo pluma en mano las Opere postume tan pronto como se las remite Schuller, Leibniz comenta:

La cuestión depende de la definición de “contingente” que no ha dado en ningún lugar. Yo, con otros, considero contingente aquello cuya esencia no implica la existencia. En este sentido las cosas particulares serán contingentes según Spinoza mismo por la proposición 24. Pero si asumieras la contingencia según la costumbre de ciertos escolásticos, ignota a Aristóteles y (…) al uso de la vida, como aquello que sucede sin que pueda darse en ningún modo la razón del porqué haya sucedido así más bien que de otro modo, y cuya causa, puestos todos los requisitos tanto internos como externos, ha sido igualmente dispuesta a actuar que a no actuar, considero que tal contingente implique una contradicción.

Leibniz declara entender por ‘contingente’ aquello cuya esencia no implica la existencia. En este sentido, como justamente subraya, las cosas producidas por Dios serían contingentes también para Spinoza, que afirma en la proposición 24 de la primera parte que «la esencia de las cosas producidas por Dios no implica la existencia». Y en este sentido Spinoza parece entender el término ‘contingente’ cuando afirma que Dios no es una res contingens, o sea la esencia de Dios implica necesariamente la existencia. Sin embargo, a continuación de la demostración Spinoza usa el término contingente propiamente en el segundo sentido dado por Leibniz, «como aquello que sucede sin que pueda darse en ningún modo la razón del porqué haya sucedido así antes que de otro modo», en la terminología spinoziana, como indeterminatus. Y, en este sentido, él niega la existencia de indeterminación alguna por naturaleza.

Spinoza. Octavo coloquio, Diego Tatián (comp.), Córdoba, Brujas, 2012.

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03 septiembre, 2022

SPINOZIANAS ARGENTINAS

Mariana de Gainza

Que se nos conceda la posibilidad de abrir este escrito afirmando que Spinoza forma parte de las corrientes profundas del pensamiento argentino. Y sostengamos esta afirmación desde el sencillo expediente que consiste en una especie de “invocación a la autoridad”: Borges y Perón hablaron de Spinoza. De forma más o menos intensa, estratégica o circunstancial, hablaron de él, y al hacerlo, lo conectaron con esos modos de pensar (borgeanos y peronistas) que, por supuesto, han de ser remitidos a nuestra más estricta geografía. El “gran literato” y el “gran político” de la argentina del siglo XX hablaron del más ubicuo (por su modo peculiar de escurrirse) de los filósofos y, al hacerlo, transformaron a ese pensador de otro tiempo y otro espacio en lo que de todos modos ya era: un autor insoslayable de nuestro acervo cultural. La forma en que Borges, en una conferencia de 1985, describe su relación con la filosofía de Spinoza es muy sugestiva. El navegante de una novela de Conrad –dice– ve algo desde la proa de su embarcación: “una sombra, una claridad en los confines del horizonte”. Una sombra y una claridad, una línea opaca (la costa de África)…

Dice Borges que con Spinoza le sucede algo parecido. “Me he pasado la vida explorando a Spinoza y, sin embargo, ¿qué puedo decir de él?”: he vislumbrado algo, y sé que eso que se vislumbra es vastísimo. Frente a tal vastedad (la de un mundo hecho de infinitos mundos) apenas vislumbrada desde una extranjería irreductible, solo cabe confesar una “deslumbrada ignorancia”, pero también la impresión de que hay allí “algo no solo infinito sino esencial”, que “de algún modo –continúa Borges– me pertenece” y “puedo sentir, misterioso como la música”, aunque “no podría explicar a otros”. La imposibilidad de explicar, sin embargo, no es el fin, sino el comienzo de la palabra; no puede ser seguida por el silencio respetuoso, o por la muda veneración, sino por el juego plástico con las imágenes que lleva adelante un discurso que, por sustentar la idea de que “la filosofía y la teología son las formas más extravagantes y más admirables de la literatura fantástica”, es perfectamente consecuente cuando elabora una relación con su objeto que se desarrolla entre el amor y la traición3 –una relación que es posible sintetizar diciendo que Borges imagina a un Dios spinoziano que imagina, que lo imagina a Borges imaginando a un Dios spinoziano que imagina, y así al infinito--.

La Biblioteca, no. 14, Primavera 2014                                                                                    Descargar PDF


28 agosto, 2022

ESPINOSA

Vidal Peña


He aquí un estudio precursor, en el spinozismo en español, de la filosofía política de Spinoza que muestra el núcleo de su pensamiento: que ética y política son uno lo mismo. Se trata del texto de Vidal Peña, "Espinosa", en Victoria Camps (ed.), Barcelona, Crítica, 1996, pp. 108-140. Aquí el
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20 agosto, 2022

LA PERFECCIÓN DE LO REAL

Sergio Espinosa Proa



Lo real es perfecto. Tal tesis, de consecuencias teóricas y prácticas inmensas, se localiza, desde luego, en la Ética (II, def. 6). Spinoza no dice que lo real sea racional; en modo alguno coincidiría con Hegel. Afirma que es perfecto, pero, ojo, no para nosotros. Motivo de asombro es que la filosofía del holandés sea la crítica más rigurosa posible -antes e incluso después de él- dirigida al antropocentrismo y a la teleología. A su lado, la gran mayoría de los ilustrados aparece recostado apenas en su regular tibieza. Pues es la totalidad de la cosmovisión clásica la que va a ser removida: ni existen las jerarquías entre los seres, ni comparecerá jamás, ante nuestra mirada, un Todo de cuerpo entero. Del Dios resultante sólo sabemos, con el máximo rigor, eso sí, que no sabemos (y nunca lo haremos). En particular, sabemos que lo Real no va a ninguna parte. Prenda del antropomorfismo es, por cierto, la creencia en causas finales. Afirmar que lo real es perfecto equivale a decir que Dios no tiene preferencias por ningún ente. Tenerlas por los hombres sería trivial, vano, incluso torpe. Spinoza llega a decir que es menos abusivo pensar en un Dios caprichoso (mas no afirma que en realidad lo sea). El universo se compone de trillones de causas y efectos, pero solamente en el sentido que prevé una causalidad eficiente; no hay ni Bien ni Mal en una perspectiva absoluta. Para nosotros, el bien es lo útil; nada más. No significa esto, sin embargo, que el Espíritu no exista; Spinoza sólo negaría a éste -anticipándose, con ironía, al pensamiento de Hegel- un carácter ontológico. Tampoco quiere decir que todo dé lo mismo; no hay jerarquías en cuanto la existencia de algo mejor o peor respecto de un fin o una medida universal, pero sí existen las diferencias entre los grados de perfección -los grados de poder o potencia, que es la verdadera esencia de lo real- de cada uno de los seres existentes. "Siendo la actividad la expresión misma de la esencia como potencia, aumentar -por la actividad- esa potencia es tendencia natural de todo lo que hay, y frente a esa tendencia sería vano oponer pretendidas objeciones 'moral-abstractas': frente al poder, si se desea resistirlo, sólo cabe oponer poder" (Vidal Peña, "Espinosa", Historia de la Ética, II, Crítica, Barcelona, 1992, p. 115). De Spinoza a Descartes media la distancia que va de la dynamis a la inercia estática; el conatus no suprime-y-conserva nada porque es potencia pura. Motilidad, según el término empleado por Herbert Marcuse en su tesis doctoral (Ontología de Hegel y teoría de la historicidad, Martínez Roca, Barcelona, 1970). Un vocablo elegante para dar a entender: automovimiento. Creer que las cosas se mueven por un impulso venido de Dios sabe dónde sigue siendo sumamente insatisfactorio. El conatus cumple, con creces, ese requisito. Por lo demás, el modo en que se manifiesta en el hombre es como razón; el conatus, que es la esencia de todas las cosas, llega a la conciencia en los seres humanos y se transforma en deseo: el conatus consciente de sí mismo. Pero tal bucle no otorga a los hombres -por más que los distinga del resto- ningún estatuto de privilegio ontológico. Tampoco autorizaría una interpretación demasiado anarquista del conatus (Vidal Peña insinúa que justo ese delito comete alguien como Deleuze). Porque no se trata de presentar un Spinoza más simpático para ciertas sensibilidades; no nos las vemos con un simple vitalista. Pero no es necesario entrar demasiado en esa polémica. La alegría es una consecuencia de nuestro aumento de potencia, no una causa. Potencia para obrar, para modificar lo que se halla, en cierto momento, dado. Para ello, no basta con hacer como que obramos, sino que obrar, para el filósofo, solamente ocurre cuando se hace algo comprendiendo lo que se pone en juego.

Al filósofo académico le puede preocupar -y estará siempre más o menos justificado- que cualquiera pueda realizar una lectura espontaneísta de un pensador tan sobrio, tan mesurado, tan decente, como Spinoza. Pero todo va a depender de lo que supongamos respecto del Deseo, y de lo que entendamos por Potencia. Una opinión excesivamente racionalista podría presentar un Spinoza menos afín a nuestro tiempo. Podría llegar a mostrarse incluso reaccionario. Tal vez veamos más claro si pensamos que el Deseo incluye a la Razón, no forzosamente la excluye. El Deseo no se opone de modo automático y por principio a la Razón. Ella, en todo caso, forma parte de aquél, no él de ella. Pero cuando no lo hace, el Deseo podría creer que cualquier cosa podría contribuir al acrecentamiento de la potencia. No habría en nosotros, según esto, aspiración a la beatitud si el Deseo fuera siempre inteligente. Es probable. Pero no hay que olvidar que Spinoza tiene a este propósito muy medida la distancia que se tiende entre la moral -basada en valores imaginarios y fluctuantes- y la ética -descripción tipológica de modos de existencia-: cualquier hombre que se intente regir por la Razón no requiere de instrucción o dirección moral alguna. La diferencia que quiere establecer Vidal Peña con Gilles Deleuze -aquél está en desacuerdo con la consideración de la alegría como motivo suficiente para la acción- no nos parece verdaderamente decisiva. Más relevante es que Spinoza, a semejanza de Deleuze, adopta frente a la moral -en cierto punto, Kant la concebirá como una metafísica de las costumbres- una actitud plenamente naturalista; al no ser autónoma, la tarea es hacer de la razón un afecto, y no someter a éstos a su imperio. A muchos filósofos, de talante acentuada o disimuladamente religioso, esta operación les va a resultar bastante odiosa. Bien vista, no tendría por qué. La filosofía de Spinoza establece siempre conexiones inéditas; una de ellas es la identidad entre la esencia y la potencia. El efecto será considerable: colisiona con toda una manera de mirar el mundo. Pensar la esencia como igual que la potencia altera casi todas nuestras coordenadas éticas y políticas, basadas predominantemente en la renuncia y la represión. El punto de vista spinozista en modo alguno es moral: no hay Estados malos o buenos, ni justos o injustos, ni, en fin, morales e inmorales, sino funcionales o disfuncionales, durables o efímeros, estables o inestables. El Estado es como cualquier individuo, que se rige por el conatus: preserva su ser de manera eficiente -o no lo hace. Optar por el miedo, por caso, no es "malo": es suicida. Un Estado así simplemente no tiene futuro. Los Estados más vulnerables son aquellos que pretenden modificar la naturaleza humana, pretensión que para Spinoza es inalcanzable y, de imponerse, contraproducente. Es cuestión, por lo mismo, de proponer una perspectiva realista, en absoluto de ofrecer una apología de lo dado o de imaginar y ponerse a fabricar quimeras. "De lo que se trata, entonces, es de la mayor o menor cohesión y posibilidades de permanencia de aquella 'personalidad espiritual' estatal. Si esa cohesión es lograda por el temor, nada hay que 'censurar' en abstracto... salvo que ese temor logre peor dicha conexión, en cuyo caso será poco útil" (p. 135). Una percepción así alinea a Spinoza con Hobbes y Maquiavelo de modo más natural que con Rousseau o Hegel. Porque no es apropiado asignar al filósofo de Amsterdam una voluntad emancipatoria, como se podría colegir de los ensayos de Deleuze (Spinoza. Filosofía práctica) y, más enfáticamente, de Negri (La anomalía salvaje), sino advertir, tal y como lo hace Vidal Peña, que su defensa de la democracia se apoya en razones estructurales, ontológicas, no superestructurales. Al cabo, su opinión acerca de la inferioridad ontológica de las mujeres lo aleja saludablemente de toda concesión hipócrita a la corrección política, hoy tan extendida.

Planeta Posmetafísico, 1442