14 septiembre, 2015

El ‘Tratado político’: una ciencia del Estado

Etienne Balibar

Etienne Balibar, “El Tratado político: una ciencia del Estado”, en Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 67--90.

Algunos años separan el Tratado político, inconcluso a la muerte de Spinoza, del Tratado teológico-político. Sin embargo tenemos la impresión de cambiar de universo. No se trata más de una extensa argumentación exegética, tampoco de una estrategia persuasiva destinada a hacer comprender poco a poco al lector las causas de una crisis inminente y los medios para conjurarla, sino más bien de una exposición sintética --sino "geométrica" como en la Ética-- que reenvía explícitamente a los principios racionales y presenta todos los rasgos de la ciencia.

La diferencia no es solamente de estilo: se apoya también sobre articulaciones teóricas, y sobre el sentido político de la argumentación. Más de un lector se habrá confundido con ella. De una obra a la otra relevamos ciertos elementos esenciales de continuidad: ante todo la "definición" de derecho natural del poder, a la cual, veremos, Spinoza confiere ahora un significado radical. Igualmente encontramos la tesis del TTP la cual propone que la libertad de pensar es incoercible y así queda pues fuera del alcance del soberano (TP, III, 8). Sin embargo ya no está atada indisociablemente a la libertad de expresión de las opiniones, al menos explícitamente. Pero los contrastes no son menos impresionantes: Spinoza no hace más referencia al "pacto social" como un momento constitutivo de la sociedad civil. La tesis contundente --casi una prescripción-- según la cual "la finalidad del Estado es la libertad" no es más enunciada. Por el contrario, encontramos allí: "La finalidad de la sociedad civil no es ninguna otra que la paz y la seguridad" (TP, V, 2). Por último, aunque Spinoza nos reenvía varias veces a los análisis del TTP referidos a la religión, el lugar de ésta en la construcción política aparece subordinado, si no marginal, y su concepto incluso parece profundamente modificado. La "teocracia" no tiene derecho más que a una alusión, y no designa más que un modo de elección del rey entre otros. (TP, VII, 25). La noción de una "verdadera Religión" no juega ningún rol; por el contrario Spinoza introduce, a propósito de la aristocracia, la de una "religión de la patria", que suena más bien como un eco de la tradición de las ciudades antiguas.

Todo esto perfila finalmente cualquier otra relación con la historia. Por este hecho, incluso el concepto de historia no puede ser exactamente el mismo. Subordinada a la teoría, la historia constituye para ésta un campo de ilustración e investigación, no un marco orientado en el cual los "momentos" irreversibles impondrían sus obligaciones a la política. En consecuencia, la Biblia no tiene que jugar más un rol central, más que como historia "santa", incluso sometida a una refundación crítica, no es una fuente de enseñanzas políticas privilegiadas. Más que un desplazamiento de ciertos conceptos, parece más bien que nos enfrentásemos con una problemática nueva.

Después de 1672: nueva problemática

¿Por qué estas transformaciones? Sin duda éstas corresponden al género diferente de la obra. En lugar de una intervención militante, obligada a tener en cuenta los cuestionamientos y el lenguaje de aquellos que debe combatir o convencer, el TP se presenta como un libro de teoría que tiene por objeto, más allá de tal o cual coyuntura, los "fundamentos de la política" --estos fundamentos que el TPP había evocado aplazando su elaboración completa para más tarde. Sin duda éste recalca enseguida que la teoría y la práctica (praxis) son indisociables, pero para agregar de inmediato --demarcándose de la Política de Aristóteles-- que "la experiencia (experientia) ya mostró todos los tipos de Estado (Civitas) que pueden concebirse, para asegurar la concordia entre los hombres" (TP, III, 1).

Pero esta razón es aún demasiado formal. Ella recubre, me parece, una causa más decisiva: la conjunción de las dificultades internas del TTP (de las cuales intenté de dar una idea) y del acontecimiento histórico que sobrevino entre tanto, la "revolución" orangista marcada por la derrota del Partido de los Regentes y por la irrupción efímera de la violencia de masas en la política de las Provincias Unidas. Encontramos indicadores inequívocos de ésta en los pasajes donde Spinoza se interroga sobre las causas de disolución de los regímenes aristocráticos, a los cuales asimila ahora a la República holandesa (TP, IX, 14; XI, 2). Y más en general en su búsqueda verdaderamente obsesiva de los medios para "contener a la multitud" (TP, I, 3; VII, 25; VIII, 4-5; VIII, 13; IX, 14).

¿Podemos, según el contenido mismo que él da a su teoría, reconstruir la manera en la cual ese acontecimiento se le apareció? Pasada la primera reacción de dolor y de indignación causada por el asesinato de sus amigos y la caída del régimen que le parecía como el mejor; no es cierto que Spinoza haya visto en la "revolución" de 1672 la realización exacta de los temores que él compartía con los adversarios del partido monárquico. El hecho es, en principio, que el príncipe de Orange defiende victoriosamente la patria (contra la invasión francesa). Por otra parte, el poder personal que se le atribuye no es institucionalmente una monarquía hereditaria. Forzada a someterse a la "dictadura" del jefe militar, la clase de los Regentes no es completamente desplazada del poder: un compromiso interviene. Finalmente, es verdad que el nuevo régimen satisfacía ciertas reivindicaciones del partido calvinista en materia de censura de opiniones (es en 1674 que los Estados prohíben oficialmente el TTP y la obra del cartesiano Louis Meyer amigo de Spinoza sobre la interpretación de las Escrituras, al mismo tiempo que el Leviatán de Hobbes y la selección de textos de la "herejía" sociniana: abanico completo de todo lo que los predicadores juzgan peligroso para la fe; Spinoza renuncia entonces a publicar la Ética). Pero de esto no resulta sin embargo una sujeción completa del Estado a las autoridades religiosas. Más bien se ve disociarse el "frente" heterogéneo de adversarios de la República. Por una parte, el partido "teocrático" frustró sus esperanzas y la unidad de la clase dirigente se recompone en torno de un nuevo equilibrio, que puede parecer bastante más inestable que el precedente.

La cuestión de la libertad permanece así pues planteada. Mejor: ella debe ser planteada respecto de cada régimen, no como una cuestión incondicional, sino como un problema práctico de los efectos de su funcionamiento. (TP VII, 2; VII, 15-17; VII, 31; VIII, 7; VIII, 44; X, 8, etc.) Si no son todos equivalentes, ningún régimen es formalmente más incompatible con la afirmación de la individualidad, con lo que el TP (V, 7) llama una "vida humana". Se trata de descubrir las condiciones de ésta para cada uno. Por el contrario, lo que se vuelve más enigmático, es el sentido que se acuerda conferir a la noción de absolutismo.

Es necesario aquí traer a la memoria el largo debate contemporáneo en torno a esta noción del cual no evocaremos más que algunos aspectos. Es sabido que en esa época, tanto en Holanda como en Francia o Inglaterra, frente a los teóricos del absolutismo del derecho divino (como Bossuet, quien había leído detenidamente el TTP), otra concepción del absolutismo se nutría de la lectura de Maquiavelo, de la cual los "libertinos" sacaron la doctrina de la razón de Estado. No es una casualidad que, a partir de su primer párrafo, el TP nos presente una antítesis entre dos tipos de pensamiento político. Uno es denunciado como "utópico" (según el título del famoso libro de Thomas Moro): el de los filósofos platónicos que buscan deducir la constitución ideal de la Ciudad de la Idea de Bien y de la hipótesis de una naturaleza humana racional, atribuyendo los defectos de las constituciones reales a sus "vicios" y perversiones. El otro, realista (y potencialmente científico), sería el de los "prácticos", los "políticos", de los cuales Maquiavelo es el caso. Aunque Spinoza remarca que el propósito de éste no está totalmente claro (TP, V, 7), lo defiende y lo discute (cf. también, TP X, 1). Él saca de allí la idea de que el valor de las instituciones no tiene nada que ver, ni con la virtud, ni con la piedad de los individuos. Este debe poder manifestarse independientemente de esta condición. La regla fundamental sobre la que basa el TP es enunciada muchas veces:

Por consiguiente, un Estado cuya salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos asuntos sólo son bien administrados si quienes los dirigen quieren hacerlo con fidelidad, no será en absoluto estable. Por el contrario, para que pueda mantenerse, sus asuntos públicos deben estar organizados de tal modo que quienes los administran, tanto si se guían por la razón como por la pasión, no puedan sentirse inducidos a ser desleales o a actuar de mala fe. Pues para la seguridad del Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas, con tal que sean bien administradas. En efecto, la libertad de espíritu o fortaleza es una virtud privada, mienuas que la virtud del Estado es la seguridad. (TP, I, 6)

Si la naturaleza humana estuviese constituida de suerte que los hombres desearan con más vehemencia lo que les es más útil, no haría falta ningún arte para lograr la concordia y la felicidad. Pero, como la naturaleza humana está conformada de modo muy distinto, hay que organizar de tal forma el Estado, que todos, tanto los que gobiernan, como los que son gobernados, quieran o no quieran, hagan lo que exige el bienestar común (...) (TP, VI, 3).

De estas formulaciones ¿concluiremos que Spinoza retoma por su cuenta el pesimismo antropológico que la tradición conservó de Maquiavelo ("Los hombres son malvados": El príncipe, capítulo 18)? Encontraremos esta cuestión más adelante. La confrontación que se impone más de inmediato, es la del TP y el pensamiento de Hobbes, aquella de las dos obras mayores, la De Cive (Tratado del Ciudadano, 1642) y el Leviatán (1651) que habían sido rápidamente introducidas y discutidas en Holanda. Hobbes considera en primer lugar que las nociones de "derecho" y de "ley" son antitéticas, "como la libertad y la obligación". El derecho natural del hombre, es decir su libertad individual originaria, es por lo tanto en sí misma ilimitada. Pero es también autodestructor, puesto que cada derecho invade sobre todos los demás, en una "guerra de todos contra todos", en la cual su vida misma está amenazada. Lo que engendra una contradicción insostenible, puesto que el individuo busca ante todo su propia conservación. Así pues, es necesario salir de la misma. Para que se establezca la seguridad, es necesario que el derecho natural ceda el lugar a un derecho civil, a un orden jurídico que no puede resultar más que de una obligación superior absolutamente indiscutible. AI estado de naturaleza (es decir a los individuos independientes) lo substituye entonces un individuo "artificial", un "cuerpo político", en el cual la voluntad de los individuos está completamente representada por la del soberano (la ley). Por el "contrato social" se supone que los individuos instituyen por sí mismos esta representación. Al mismo tiempo el cuerpo político aparece indivisible (tanto tiempo como él subsista), del mismo modo que la voluntad del soberano. La equivalencia del poder y del derecho está establecida (o restablecida), pero ésta no vale más que para el soberano mismo, excluyendo a los ciudadanos privados a quienes les son concedidos espacios de libertad condicional, más o menos grandes según lo exijan las circunstancias. Es verdad que se encuentra siempre incluida en ésta como mínimo la propiedad privada, cuya garantía por el Estado es la contrapartida del contrato. Tal es, esquemáticamente, el absolutismo de Hobbes, fundado sobre lo que se puede llamar un "individualismo posesivo".

A partir del año 1660, los teóricos del partido republicano holandés (uno de ellos Lambert de Velthuysen, corresponsal de Spinoza: cf. cartas XLII-XLIII y LXIX) habían utilizado la teoría hobbesiana a su vez contra la idea del "derecho divino" y contra la de un "equilibrio" de poderes entre el Estado y los cuerpos de magistrados municipales o provinciales. No sin paradojas: puesto que el absolutismo jurídico en Hobbes, es de hecho indisociable de una toma de posición por la monarquía; solamente la unidad de la persona del soberano garantiza la unidad de su voluntad, así pues la indivisibilidad del cuerpo político contra las facciones.

Spinoza, ya lo veremos, comparte el objetivo de un "Estado fuerte" y la exigencia de indivisibilidad que se asignaban los teóricos republicanos. Reconoce la conveniencia del principio propuesto por Hobbes: el Estado cumple con su finalidad cuando, concentrado todo el poder, asegura al mismo tiempo su seguridad y la de los individuos. Pero él rechaza explícitamente la distinción de "derecho natural" y "derecho civil" (cf. carta L a Jelles y nota XXXIII agregada al TTP) y con esta, los conceptos de "contrato social" y de "representación". Además, no contento con afirmar que la democracia puede, ella también, ser "absoluta", sostiene-contra todos sus contemporáneos- que el Estado "absolutamente absoluto" (omnino absolutum) sería, en ciertas condiciones, la democracia (TP, VIII, 3; VIII, 7; X, 1). Pero se pregunta al mismo tiempo porqué la "República libre" de los grandes burgueses de Ámsterdam y de La Haya no era y no podía sin duda volverse "absoluta" en este sentido. Lo que lo conduce a una cuestión que no se planteaban ni Hobbes ni incluso Maquiavelo; y que el TTP no había tratado más que de una manera unilateral: la de los fundamentos populares de la fuerza de los Estados, en los movimientos de la "multitud" misma. Cuestión inédita, al menos en tanto que objeto de análisis teórico, de la cual se podría decir que obligaba a mostrarse más "político" aún que los "políticos" mismos...

07 septiembre, 2015

Hegel, lector de Spinoza

Pierre Macherey

Pierre Macherey, Hegel, lector de Spinoza, en Hegel o Spinoza, trad. María del Carmen Rodríguez, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006, pp. 31-54.

Todo comienza, en Hegel,  por  un  reconocimiento.  Hay  en  la filosofía de Spinoza algo excepcional e ineluctable. "Spinoza es tan fundamental para la filosofía moderna que bien puede  decirse: quien  no sea spinozista no tiene filosofía alguna (du hast entweder den Spinozismus oder keine Philosophie)". Hay que pasar por Spinoza, porque es en su filosofía donde se anuda la relación esencial del pensa­ miento con lo absoluto, único punto de vista desde el cual se expone la realidad entera y se advierte que la razón no tiene nada fuera de ella misma sino que comprende todo en sí. Así toda filosofía, toda la filosofía  deviene  posible.

Para Hegel, Spinoza ocupa entonces la posición de un precursor: con él comienza algo. Pero justamente, no es más que un precursor: lo que comienza con él no concluye, a la manera de un pensamiento fijado que se cercena la posibilidad de alcanzar una meta indicada, sin embargo, por él. Es por eso que Hegel descubre en la obra de Spinoza todos los caracteres de una tentativa abortada, trabada por dificultades insuperables que ella misma erigió  ante  su propia progresión. Ese  saber fundamental  pero  desgarrado no tiene  entonces más que una significación histórica: en el proceso del conjunto de la filosofía, Spinoza ocupa una posición muy particular, desde la cual lo absoluto se percibe, pero captado restrictivamente como una substancia. Con Spinoza, y con su esfuerzo por pensar lo absoluto, se señala de algún modo una fecha, pero los límites históricos de ese pensamiento hacen que sea imposible ir más lejos, en espera de ese punto de vista final en el que Hegel ya está instalado y desde el cual interpreta retrospectivamente todas las filosofías anteriores.

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