31 agosto, 2015

El ‘Tratado Teológico-político’: un manifiesto democrático

Etienne Balibar

Etienne Balibar, “El Tratado teológico-político: un manifiesto democrático”, en Spinoza y la política, Prometeo, Buenos Aires, 2011, pp. 43-66.

Lo que hace a la dificultad --y al interés-- de la teoría política expuesta en el TTP, es la tensión que ésta conlleva entre nociones aparentemente incompatibles (y que no dejan hoy de ser percibidas como tales). Esa tensión nos parece enseguida como una tentativa de superar los equívocos de la idea de "tolerancia". Lo analizaremos examinado primero las relaciones entre la soberanía del Estado y la libertad individual. Lo que nos conducirá, por una parte, a cuestionar la tesis del fundamento "natural" de la democracia, y por la otra, a discutir la concepción spinozista de la historia y su original clasificación de los regímenes políticos (teocracia, monarquía, democracia).

Derecho de soberanía y libertad de pensamiento

Toda soberanía del Estado es absoluta, si no ésta no sería tal. Los individuos, nos dice Spinoza, no podrían substraer su actividad de ésta sin encontrarse en la posición de "enemigo público", con sus riesgos y peligros (cf. Cap. XVI). Por lo tanto todo Estado, si quiere asegurar su estabilidad, debe conceder a los individuos mismos una libertad máxima de pensar y expresar sus opiniones (cf. Cap. XX). ¿Cómo conciliar estas dos tesis, de las cuales una parece inspirada en una concepción absolutista, por no decir totalitaria, mientras que la otra parece expresarnos un principio democrático fundamental? Spinoza nos lo dice él mismo al final de su libro: aplicando una regla fundamental, que reposa sobre la distinción de los pensamientos y los discursos por un lado, y las acciones por el otro:

El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad. Hemos visto, además, que, para construir el Estado, éste fue el único requisito, a saber, que lodo poder de decisión estuviera en manos de todos, o de algunos, o de uno. Pues, dado que el libre juicio de los hombres es sumamente variado y que cada uno cree saberlo todo por sí solo; y como no puede suceder que todos piensen exactamente lo mismo y que hablen al unísono, no podrían vivir en paz, si cada uno no renunciara a su derecho de actuar por exclusiva decisión de su alma (mens). Cada individuo renunció, pues, al derecho de actuar por propia decisión, pero no de razonar y de juzgar Por tanto, nadie puede, sin atentar contra el derecho de las potestades supremas, actuar en contra de sus decretos; pero sí puede pensar, juzgar e incluso hablar, a condición de que se limite exclusivamente a hablar o enseñar y que sólo defienda algo con la simple razón, y no con engaños, iras y odios, ni con ánimo de introducir, por la autoridad de su decisión, algo nuevo en el Estado. Supongamos, por ejemplo, que alguien prueba que una ley contradice a la sana razón y estima, por tanto, que hay que abrogarla. Si, al mismo tiempo, somete su opinión al juicio de la suprema potestad (la única a la que incumbe dictar y abrogar leyes) y no hace, entre tanto, nada contra lo que dicha ley prescribe, es hombre benemérito ante el Estado, como el mejor de los ciudadanos. Mas, si, por el contrario, obra así para acusar al magistrado y volverle odioso a la gente; o si, con el ánimo sedicioso, intenta abrogar tal ley en contra de la voluntad del magistrado, es un perturbador declarado y un rebelde (TTP, 411-412).

Esta regla plantea muchos problemas. En primer lugar de interpretación: nos hace
considerar lo que Spinoza explicaba en el capítulo XVII a propósito de la obediencia. Ésta no reside en el móvil por el cual se obedece, sino en la conformidad con el acto. "Por tanto, del hecho de que un hombre haga algo por propia decisión, no se sigue sin más que obre por derecho propio y no por el derecho del Estado" (TTP, 351). El estado en este sentido es el autor supuesto de todas las acciones conformes a la ley, y todas las acciones que no son contrarias a la ley son conformes a la ley. A continuación, un problema de aplicación; como Spinoza mismo lo muestra, ciertos discursos son acciones, en particular aquellos que enuncian juicios sobre la política del Estado y que pueden serle un obstáculo. Será necesario por lo tanto determinar "hasta qué punto se puede y debe conceder a cada uno esa libertad" (TTP, 410), o más aún "qué opiniones son sediciosas en el Estado" (TTP, 413). Ahora bien la respuesta a esta cuestión no depende solamente de un principio general (excluye las opiniones que, implícita o explícitamente, tienden a la alteración del pacto social, es decir los llamados a "cambiar la forma" del Estado que ponen en peligro su existencia misma), sino del hecho de que el Estado sea o no "corrupto". Es solamente en un Estado sano donde la regla, que tiende precisamente a su conservación, es claramente aplicable.

24 agosto, 2015

Spinoza, pasajes argentinos

Diego Tatián

 Diego Tatián, Spinoza, pasajes argentinos, en La biblioteca, no. 2-3, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2005, pp. 108-119.

Me pidieron un trabajo sobre Spinoza en la Argentina y me pregunto cómo escribir ese relato, y también: ¿acaso hay un spinozismo argentino? Una primera evidencia: hubo y hay estudiosos de la obra de Spinoza. Y según creo  –si  bien  esta  no  es  una  evidencia– también hubo y hay spinozistas, aunque no sean necesariamente estudiosos de su obra y muchas veces se hayan apropiado de sus ideas de manera salvaje, considerándolas en virtud de su estricto valor de uso.

Walter Benjamin, como se sabe, concibió un libro sólo compuesto por citas, un texto en el que hablaran los otros. Es la manera como Norman Brown escribió El cuerpo del amor. Me  propongo  intentar  aquí  que la historia  –o  más modestamente… la deriva– de Spinoza en la Argentina sea relatada por quienes, de un modo    u otro, se vieron afectados por su pensamiento o inspirados en algún  sentido por su signo. Se trata de jun tar los materiales, me digo, y componerlos, esto es ponerlos uno junto a  otro, de manera que cuenten una historia, no en sentido historiográfico sino más bien en tanto story –“había una vez...”. Para ello, me gustaría acumular en la mesa de tra bajo todo lo que pueda servir y, con  ese material heteróclito a disposición, comenzar a combinar los fragmentos con el propósito de construir  un único texto de muchos autores. Sin duda la elección del primero es  lo más difícil, como lo es la elección de la primera palabra cuando se  comienza a hablar. Puede ser cualquiera, pero las implicancias son dis tintas según el caso. Como alguna   vez le escuché decir a Horacio González, es posible comenzar a hablar a partir de cualquier detalle, pues todo    es un punto potencial de irrupción  de la filosofía, lo que nos lleva a la idea de que el pensamiento es una  esfera cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna.

Con la composición sucede lo mismo. Comenzar por una página de  León Dujovne sería tal vez justo pero  no me tienta; hacerlo con una de  Borges, demasiado obvio; recurrir a un  pasaje de El árbitro arbitrario o Del deseo  implicaría algunas dificultades técnicas. Dejar que el primero en hablar sea Lisandro de la Torre, tal vez, pero no. Releo lo escrito, me doy cuenta de su tono excesivamente vacilante pero no voy a borrar –se me ocurre una cierta analogía con el mimo que llega a la plaza y antes de comenzar su trabajo, delante de  todos, abre su valija, saca sus objetos, se cambia de ropa y se pinta–.

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17 agosto, 2015

¿Qué puede un cuerpo (cuando se lo convierte en fetiche)?

Alejandra Lindman, Diego Sztulwark y Pedro Yagüe (1)

El fetichismo del cuerpo consiste en el hecho de atribuir al cuerpo humano unos valores-imagen separados del cuerpo de los afectos. Cuando Spinoza se preguntaba, allá por el siglo XVII, qué puede la fábrica del cuerpo humano, la disputa central era contra la teología y el racionalismo cristiano a la Descartes. Ante el cuerpo devaluado por la cultura monoteísta o racionalista, el “paralelismo” (término que se adjudica al spinozismo, sin haber sido empleado nunca por Spinoza mismo) entre cuerpo-alma, tal y como viene postulado y demostrado en la Proposición VII del Libro II (con su Escolio respectivo) procuraba salvar al alma (la mente, el pensamiento) de los poderes espirituales y políticos que la querían obediente bajo el peso de la moral (para la cual el cuerpo era sólo objeto de vergüenza y negación).

En el Libro II de la Ética, el filósofo, empeñado en comprender el alma humana, concluye (Proposición XIII) que la realidad del alma es ser idea del cuerpo, y que el alma es tan perfecta como perfección tiene el cuerpo actual del cual es idea. En efecto, el cuerpo puede afectar y ser afectado de muchas formas simultáneamente, y sólo por eso el alma puede percibir igualmente muchas formas. En el Prefacio al Libro III, acerca de los afectos, hay un duro ataque contra todos aquéllos que se burlan de la naturaleza del cuerpo humano, ignorando que no existe en él vicio alguno. Spinoza grita en su Ética: se ha inoculado en el cuerpo humano motivos de vergüenza, se ha depositado en él toda la negatividad que se le atribuyen a las pasiones, esa materia demasiado humana que se supone que el pensamiento debiera dominar. Pero esa alma, ese pensamiento que se cree libre, es en verdad una proyección lógica, un ideal moral introyectado. Spinoza desarticula la idea de que las cosas tengan un fin, un objetivo de su existencia que les haga de modelo y divida lo real. Es en el cuerpo donde Spinoza encuentra una dimensión que, devuelta a su materialidad, rompe las proyecciones lógicas del idealismo de su época. El cuerpo como dispositivo desplaza la lógica y reabrre la experimentación como verificador de caminos de potencia. El cuerpo, dice Gilles Deleuze, actúa en la Ética como “modelo del pensamiento”.

¿Por qué postular que el cuerpo es modelo del pensamiento?

La teología y la moral nos habían dicho que el cuerpo es un reflejo inferior respecto del alma. “No se sabe lo que puede un cuerpo” es el grito spinozista que rompe con el peso del idealismo de su época, pero ¿sigue siendo válido ese grito hoy? Cuatro siglos después, cuando el cuerpo sí se toma en cuenta aunque capturado como mercancía y fetiche, ¿conserva su vigencia el proyecto de tomar al cuerpo como modelo para el pensamiento? En esta época, en la cual la cultura de la imagen ha pasado a tener un lugar central ¿qué entendemos por el poder de los cuerpos?

El corporalismo propone un cuerpo para el consumo: “tener un buen cuerpo”: bello, modelado, saludable. Valores todos que surgen de las exigencias y parámetros del mercado. Nociones como “experiencia intensa” o “vence tu límite” ya no surgen de viejas sabidurías, sino que circulan como consignas de creativos publicitarios, pagos por los departamentos de ventas de las grandes empresas. Este nuevo corporalismo no sólo propone un cuidado y un tipo de experiencia-sin-experimentación de nuestro cuerpo, sino que también lo concibe como un bien a ser utilizado. El cuerpo aparece como una pertenencia del individuo mediante la cual éste puede satisfacer libremente sus propios deseos. Como toda mercancía, el cuerpo que nos ofrece el mercado tiene también un valor de uso. Pero entonces, ¿nos sirve todavía aquel grito spinozista del siglo XVII contra el sistema del idealismo? ¿O sucede más bien que necesitamos gritar a favor del “paralelismo”?

10 agosto, 2015

Espejo de una vida humana

Uriel da Costa

Da Costa, Uriel. Espejo de una vida humana (Exemplar humanae vitae), ed. y trad. Gabriel Albiac, Hiperión, Madrid, 1989.

Nací en Portugal, en la ciudad del mismo nombre, comúnmente  llamada Oporto, tuve por padres a personas pertenecientes a ese género de hidalguía que tomaba su origen en los judíos forzados en aquel reino a abrazar la religión cristiana. Mi padre era auténticamente cristiano, hombre celosísimo de su honra y que ponderaba al máximo su honor. En su hogar fui honestamente educado. No nos faltaban servidores, ni en las caballerizas un noble corcel español con que practicar la equitación, disciplina ésta en la que era mi padre particularmente diestro; y yo seguía, desde tiempos muy tempranos, sus huellas. Una vez instruido en aquellas artes en que suelen serlo los hijos de buena familia, me entregué a la jurisprudencia. En lo concerniente al ingenio y afectos naturales, era yo de muy piadosa condición y tan propenso a la misericordia que cuando se narraba el acaecimiento de alguna calamidad ajena, en modo alguno podía contener las lágrimas. El pundonor era en mí innato, hasta un punto tal que nada temía más que la infamia. El ánimo, en modo alguno innoble ni desprovisto, llegada justa ocasión, para la ira. Era, igualmente, por completo adverso a los soberbios e insolentes que, por despectiva violencia, suelen perpetrar injusticias contra los demás, ardía en deseos de apoyar las causas de los débiles y hacia ellos me inclinaba.

A causa de la religión, he sufrido en mi vida cosas inconcebibles. Fui educado, de acuerdo con las costumbres de aquel reino, en la religión cristiana pontificia; y, como quiera que ya desde adolescente temiera mucho la condenación eterna, deseaba observarlo todo con escrúpulo. Me dedicaba a las lecturas del Evangelio y de otros libros espirituales, recorría los manuales de confesión, y cuanto más me imbuía de ellos, mayor dificultad encontraba. Finalmente, caí en inextricables perplejidades, ansiedades y angustias. Me consumía en la tristeza y el dolor. Llegué a la conclusión de que me era imposible confesar al modo romano, de modo tal que pudiera solicitar con dignidad la absolución, cumpliendo todas las condiciones requeridas; y, por consiguiente, desesperé de mi salvación, si ésta dependía de tales cánones. Ya que, en verdad, era difícil desertar de aquella religión a la que había sido acostumbrado desde la cuna y que había echado ya en mí las hondas raíces de la fe, me pregunté en la duda (por aquella época, accedí al vigésimosegundo año de mi edad) si no podría suceder que aquello que se decía de la otra vida no fuese, a fin de cuentas, verdadero, y si, por otra parte, la fe en tales cosas se ajustaba correctamente a la razón; ya que esta razón me dictaba muchas cosas y continuamente susurraba a mi oído algunas que le eran manifiestamente contrarias. Una vez llamado mi ánimo a la duda, me calmé y, fuere lo que fuere, me persuadí de no poder alcanzar la salvación del alma por semejantes vías. Por aquella época, como ya dije, me dedicaba al Derecho, y, habiendo cumplido los veinticinco años, al surgirme la ocasión, solicité un beneficio eclesiástico; la dignidad de tesorero en una Iglesia Colegiata.

Como quiera que no hallase la paz de ánimo en la religión cristiana pontificia, y deseara adherirme a alguna, sabedor del grandísimo debate existente entre cristianos y judíos, recorrí los libros de Moisés y de los profetas, hallando en ellos algunas cosas que contradecían la nueva alianza en no poco, y que ofrecían menos dificultades en todo cuanto, en ellos, era dicho por Dios. Por lo demás, de la antigua alianza daban fe tanto judíos como cristianos, mientras que de la nueva, los cristianos sólo. Juzgué, pues, creyendo en Moisés, que debía atenerme a la ley, puesto que él aseguraba que toda la recibiera de Dios, declarándose él un simple intermediario, por el mismo Dios llamado, o más bien forzado, a tal sacerdocio (así se engaña a los niños). Llegado a esta conclusión, dado que no era libre en aquel reino de profesar dicha religión en modo alguno, maquiné cambiar de domicilio, abandonando los lares propios y nativos. Con este fin, no dudé en declinar, en provecho de otro, mi beneficio eclesiástico, sin preocuparme de la utilidad u honor que de él derivan conforme a los usos de aquellas gentes. E incluso abandoné la hermosa casa, situada en el mejor sitio de la ciudad y que mi padre edificara. Y, así, nos embarcamos, no sin gran peligro (puesto que no está permitido a quienes descienden de la estirpe hebrea abandonar el reino sin permiso especial del rey), mi madre y yo junto con mis hermanos, a quienes, movido por fraterno amor, había comunicado aquellas cuestiones referentes a la religión que me parecían más ciertas, aun cuando, acerca de algunas, yo mismo tenía mis dudas: todo lo cual bien hubiera podido volverse en mi mayor perjuicio, tan peligroso es hablar en aquel reino de cosas semejantes. Surcado el mar, llegamos a Amsterdam, en donde descubrimos judíos de libre ejercicio; y, para cumplir con la ley, realizamos de inmediato el precepto de la circuncisión.

03 agosto, 2015

Meschonnic: Spinoza, poema del pensamiento

Diego Sztulwark

I. Los textos de Henri Meschonnic afirman una política del poema y de la traducción. Esa política concierne al lenguaje y a su potencia de transformación: a una interacción entre lenguaje, ética y política capaz de crear modos de vida.

Esa actividad concierne al sujeto del poema, que es diferente al sujeto del psicoanálisis o al de la filosofía (pero también al del “amor” a la poesía). El sujeto del poema se singulariza en la oralidad: carga al signo con las fuerzas del cuerpo e introduce afectos en los conceptos. En todo “nominalismo de los vivos” hay sujeto de poema. También lo hay en la risa ética de la teoría, que no es sino una reflexión sobre aquello que aún no sabemos. El sujeto del poema subjetiva el lenguaje contra el orden, transformando y transformándose: inventando vida virtuosa.

Esta política depende de una crítica; de una crítica del ritmo al signo. Del ritmo, sí, que es rastro del cuerpo en el lenguaje. Significante mayor: marca de las fuerzas que animan y hacen decir a las palabras. La crítica del ritmo se rebela contra el reino del signo autonomizado; contra el modo en el que el signo, separado, se vuelve borrante del cuerpo.

Crítica es guerra, sí: pero no polémica. Porque no se trata de vencer, sino de historizar, de mostrar funcionamientos y de inventar. Crítica del genio de la lengua (sea el hebreo o el griego, el alemán o el francés). Crítica del saber interpretativo que extrae sentido de la letra y la palabra. Crítica, en definitiva, del puro signo. Del modo en que el signo puro semiotiza lo social. Crítica de lo teológico político. Del modo en el que lo “semio” (signo espiritualizado) comanda el sentido.

Crítica y política constituyen el territorio de encuentro de Meschonnic con Spinoza en un bellísimo libro que Hugo Savino está terminando de traducir y que presentaremos en breve en Buenos Aires: Spinoza, poema del pensamiento [1].

II. Meschonnic corta cabezas a mansalva. Es el escándalo mismo: un poeta masacrando filósofos. Roza lo insoportable. ¿Qué ve este poeta serial en Spinoza? Un antídoto contra la filosofía: el Lado Spinoza de la vida como antídoto contra el Lado Descartes (o el Lado Hegel) de la vida. Que es como decir: Lado Inmanencia contra Lado Trascendencia. Lado Natura (de la radical historización) contra Lado Teológico (en el que se funden lo sagrado, lo divino y lo religioso).

Spinoza como poema de pensamiento es una cima desde la cual reprocharle a la filosofía académica su tentativa por hacer del spinozismo un sistema explicativo, de hacer de Spinoza un hecho pedagógico; y a los intelectuales “comprometidos” (pero también a los estetizantes) por haber cedido a la separación entre política y lenguaje: política sin poema y lenguaje despolitizado son fórmulas de retorno a la heterogeneidad de las categorías de la razón, de inmersión en lo abstracto y de pérdida de potencia de transformación.

Meschonnic encuentra poema de pensamiento en el funcionamiento del lenguaje de Spinoza [2]: en la la unidad del afecto y el concepto; en la interacción entre lenguaje, ética y política. Encuentra allí la fórmula del antídoto contra la interminable insistencia que separa la vida humana en cuerpo y alma. Es una cuestión de lenguaje: no hay “unión” sino “unidad” entre cuerpo y alma. Este tipo de indicaciones vuelven atractivo al libro. Un libro que es también problemático porque cuestiona a los comentaristas y pensadores que nos han enseñado a amar a Spinoza.