29 septiembre, 2014

Diego Tatián. Spinoza, el don de la filosofía

Cecilia Abdo Ferez y Mariana de Gainza

Diego Tatián, Spinoza, el don de la filosofía, Colihue, Buenos Aires, 2012, 216 pp.

 “Spinoza –dijo Pierre Macherey– nos obsesiona y nos acecha a la manera de un inconsciente teórico que condiciona y orienta nuestras elecciones intelectuales y nuestros compromisos efectivos, en la medida en que nos permite reformular una gran parte de los problemas que nos ponemos”. Esta afirmación puede ser extendida y considerada como la precisa descripción de un amplio campo de lecturas contemporáneas de la filosofía de Spinoza, entre las cuales debe contarse la lectura, o más bien, las lecturas de Diego Tatián. Porque en los ensayos reunidos en este libro se comprueba que el autor lee a Spinoza de muchas maneras distintas. Las maneras de Tatián, al mismo tiempo, coexisten con la siempre reconocida diversidad existente de lecturas de Spinoza. Y sin embargo, gran parte de esa variedad puede ser reunida bajo esa acepción del “spinozismo” delineada por las palabras de Macherey: el spinozismo como respuesta a algo que el nombre de Spinoza condensa, que obsesiona, acecha, condiciona; algo que orienta elecciones intelectuales y compromisos efectivos, que otorga una forma peculiar a inquietudes que son simultáneamente ético-políticas y teóricas.

La obra spinoziana está alternativamente presente en los ensayos de Diego Tatián como atmósfera especulativa que favorece la producción de ideas, como estructura subyacente que explica una serie de elecciones teóricas, como polo de una interlocución que acompaña permanentemente la construcción conceptual y como carnadura teórico-política de la imaginación que confía en horizontes precisos de felicidad colectiva. Esos modos diversos de relación, asimismo, están al servicio del tratamiento de ciertos temas recurrentemente presentes en las reflexiones de Diego Tatián, desplegados por una escritura que es a la vez filosófica y literaria. A Tatián le interesa Spinoza en cuanto Spinoza expresa privilegiadamente lo que podría llamarse “un pensamiento de los márgenes”: márgenes comunitarios, márgenes religiosos, políticos y filosóficos. En la conexión entre esa marginalidad y una potente aspiración universalista se hilvanan ciertas inquietudes que Diego Tatián una y otra vez actualiza: cómo se entretejen las biografías y los pensamientos, cómo se iluminan recíprocamente fragmentos de historia y textos filosóficos, cómo se articulan el discurrir libre de la reflexión y la amistad, la amistad y la vida comunitaria. En la elección de sus temas, se refleja siempre la simpatía por las combinaciones de radicalidad, prudencia y generosidad que destellan entre herejes del pensamiento, libertinos, artistas y luchadores de diversa índole. La política es el arco que tensiona, asimismo, todas sus indagaciones, las cuales van paulatinamente diseñando, en el elemento especulativo que Spinoza provee, los contornos experimentales de una poética política del amor intelectual por las cosas del mundo, de una ética política del buen vivir y de una filosofía política del estado democrático.

Podemos decir que, de manera general, los ensayos del libro que estamos presentando se orientan por un interés teórico-político concreto: el de mostrar el contenido filosófico de la democracia y el contenido democrático de la filosofía. En este sentido, este es un libro sobre la democracia, siempre que se entienda por democracia ese enigma al que los colectivos se someten y por el cual también someten, cada tanto, a las constituciones políticas, para recordarles que no son autosuficientes ni inmutables. La democracia, ese enigma revelado de todas las constituciones políticas, como decía Marx (el Marx spinozista), aparece en el libro de Tatián como una disposición comunitaria que involucra de manera prioritaria y urgente cierta “política de la lengua”.

22 septiembre, 2014

Las cuatro equivalencias del espinocismo

Carl Gebhardt

Trascendencia e inmanencia

Spinoza ha llamado perfecta a la definición que expresa la íntima esencia de una cosa y que, por lo tanto, hace posible deducir las propiedades de una cosa, en cuanto es examinada en sí, de la comprensión de su esencia íntima. Si aplicamos este postulado a la misma filosofía de Spinoza, hay que señalar entonces el punto que da unidad a su sistema: el concepto central con el que se puede comprender toda las partes de la teoría. Este concepto central es para Spinoza la convicción de la inmanencia de Dios en el mundo. Mientras la convicción de la trascendencia separa a la divinidad del mundo y la relega a un más allá, para la convicción de la inmanencia la divinidad es inherente al mundo, de modo que la unidad del ser no está escindida por ningún abismo metafísico.

El mundo medieval está moldeado por el concepto de la trascendencia. Dios es trascendente frente al mundo. Los universales, partiendo de un más allá del proceso conceptual, se realizan en lo individual. De un más allá llega la ley moral al mundo. E l amor de Dios debe salvar el abismo entre el más allá y el más acá. El centro del mundo está fuera del mismo, los valores del mundo son valores del más allá.

Pero el paso de la Edad Media a la Edad Moderna se caracteriza por el hecho de que los valores y el mundo se acercan, hasta que finalmente el centro del mundo se halla en él mismo. La mística alemana busca la divinidad dentro y no fuera del mundo. El nominalismo deroga la trascendentalidad de los conceptos. Renacimiento y Reforma dan su propio valor a la vida activa en este mundo. El amor de Dios se transforma en amor universal. Esta evolución es la que corona Spinoza al crear la religión de la inmanencia.

La religión de la trascendencia exige la revelación. El Dios trascendente sólo puede comunicar su existencia y su voluntad a los hombres, ya sea trasmitiendo la prueba de su religión a sus profetas, ya sea inspirando a sus apóstoles la voluntad de su plan de salvación. El Dios inmanente sólo se entrega a la visión interior, a la intuición. Si la revelación es la manifestación del Dios trascendente, la intuición es la manifestación del Dios inmanente.

Toda religión tiene en el alma del hombre cuatro raíces: mythos, logos, ethos, eros. Por eso dividió Spinoza en cuatro la unidad del principio fundamental de su teoría de la inmanencia: teoría de la naturaleza, teoría del espíritu, teoría de la servidumbre y libertad, teoría del amor. Y no podemos representárnoslas mejor que con las cuatro equivalencias del espinocismo. Dios es la Naturaleza, Dios es la verdad, Dios es la virtud, Dios es el amor.

15 septiembre, 2014

Spinoza: poder y libertad

Marilena Chauí

1. La tradición

La tradición teológico-metafísica estableció un conjunto de distinciones con las que pretendía separar la libertad y la necesidad. Se decía que era “por naturaleza” lo que sucedía “por necesidad” y, al contrario, que era “por voluntad” lo que sucedía “por libertad”. Identificando lo natural y lo necesario por un lado, y lo voluntario y lo libre por el otro, la tradición fue llevada a afirmar que Dios, siendo omnipotente y omnisciente, no puede actuar por necesidad sino solamente por libertad y, por lo tanto, solamente por voluntad. Esto no significaba que la acción voluntaria no tuviera causa, y en cambio sí que la causa de la acción libre era distinta de la causa de los acontecimientos necesarios. La causalidad por necesidad era la causalidad eficiente, en la cual el efecto es necesariamente producido por la causa. En contrapartida, la causalidad por libertad era la causalidad final, en la que el agente opera escogiendo el fin. De esta manera, la necesidad natural era explicada como operación de la causa eficiente, en cuanto la libertad divina y humana era explicada como operación de la causa final. Por eso mismo, la acción voluntaria era considerada como acción inteligente y consciente, mientras la operación natural o necesaria era considerada como operación ciega y bruta, como un automatismo irracional.

Identificando libertad y elección voluntaria, e imaginando los objetos de la elección como contingentes (esto es, como pudiendo ser o no ser, ser éstos u otros), la tradición teológico-metafísica afirmó que el mundo existe simplemente porque Dios así lo quiso o porque Su voluntad así lo decidió y lo eligió, y podría no existir o ser diferente de lo que es si Dios así lo hubiera escogido.
                                                                     
Si el mundo es contingente, porque es fruto de una elección contingente de Dios, entonces las leyes de la Naturaleza y las verdades (como las de la matemática) son en sí mismas contingentes, haciéndose necesarias sólo por un decreto de Dios, que las conserva inmutables. Así, la necesidad (esto es, lo que solamente puede ser exactamente tal cual es, siendo imposible que sea diferente de lo que es) se identifica con el acto divino de decretar leyes, o sea, la necesidad no es más que la autoridad de Dios, que decide arbitrariamente que, mientras así lo desee, 2 y 2 serán 4, la suma de los ángulos de un triángulo será igual a dos ángulos rectos, los cuerpos pesados caerán, los astros girarán elípticamente en los cielos, etc. Por Su Providencia, Dios puede hacer que tales cosas sean siempre de la misma manera --necesarias para nosotros, pero contingentes en sí mismas--, como también puede manifestar la omnipotencia de Su libertad haciéndolas sufrir alteraciones, como en el caso de los milagros. Se comprende entonces por qué tradicionalmente la libertad y la necesidad fueron consideradas como opuestas y contrarias, pues la primera ha sido imaginada como elección contingente de alternativas también contingentes, y la segunda como decreto de una autoridad absoluta.

Este conjunto de distinciones tradicionales tuvo un papel decisivo en la fundamentación de las teorías de la monarquía por derecho divino (o por gracia divina) y en las teorías iusnaturalistas.

La teoría de la monarquía absoluta por derecho divino es teocrática: el rey es soberano por la voluntad de Dios (o por la gracia divina), de quien recibe no sólo el poder sino también las marcas que lo hacen semejante al monarca celeste. Éste es una persona trascendente al universo, dotado de inteligencia omnisciente y de voluntad omnipotente, creador del mundo a partir de la nada, simplemente por un acto contingente de su voluntad que así lo quiso. De la misma manera, el monarca terrestre, escogido contingentemente por la voluntad divina, es aquella persona situada fuera y arriba de la sociedad, cuya voluntad tiene fuerza de ley y que, estando arriba de la ley, no puede ser juzgado por nadie.

En la tradición iusnaturalista el vínculo entre el derecho natural y la voluntad libre se desenvolvía en dos direcciones. La primera es la del derecho natural objetivo, según el cual la voluntad de Dios crea la Naturaleza como orden jurídico originario, decretando una justicia originaria que autoriza ciertas acciones y prohíbe otras (por ello el pecado original de Adán sería una trasgresión jurídica que heriría al derecho natural), por lo que nacemos con el sentimiento natural de lo justo y de lo injusto. Existe pues un orden jurídico natural que antecede al orden positivo, es decir, al orden jurídico-político, cuya calidad o perfección es evaluada por su proximidad o distancia con respecto al orden natural. El “buen régimen” y el “régimen político corrupto” son evaluaciones determinadas por el conocimiento del buen orden natural jurídico. La segunda dirección es la del derecho natural subjetivo, según el cual la razón y la voluntad distinguen al hombre de las meras cosas y lo hacen ser una persona cuyo derecho natural es “el dictado de la razón”, que le enseña cuáles son los actos conformes y cuáles son contrarios a su naturaleza racional. Ahora, es la idea de una naturaleza humana universal la que sirve de criterio para evaluar si el orden político está o no en conformidad con la Naturaleza, esto es, conforme con la naturaleza racional de los hombres. La teoría del derecho natural objetivo tiene su fundamento en la razón divina, mientras que la teoría del derecho natural subjetivo se funda en la naturaleza racional del hombre. En otras palabras, al voluntarismo de las teorías teocráticas del favor o gracia divinos, que sostienen la teoría de la monarquía por derecho divino, se contrapone el racionalismo jurídico iusnaturalista.

Si el fundamento último de las teorías absolutistas es la imagen de Dios como voluntad trascendente que actúa de forma contingente y que, gracias a un favor incomprensible, escoge al gobernante, en contrapartida el fundamento de la teoría del derecho objetivo es la trascendencia de la Naturaleza que crea un orden jurídico anterior al orden político. A su vez, el fundamento de la teoría del derecho natural subjetivo es la trascendencia de la Razón, que define al hombre como animal racional libre o como voluntad libre guiada por la razón, capaz de escoger entre el bien y el mal. Esta elección es contingente porque un acto es voluntario sólo si es una elección incondicionada o indeterminada, y únicamente la razón puede y debe guiar una elección para que sea naturalmente buena o la mejor. Es por un dictado de la razón que los hombres deciden pactar e instituir el Estado.

La filosofía spinoziana es la demolición del edificio filosófico político erguido sobre el fundamento de la trascendencia de Dios, de la Naturaleza y de la Razón. También se vuelve en contra del voluntarismo finalista que sostiene el imaginario de la contingencia en las acciones divinas, naturales y humanas. La filosofía de Spinoza demuestra que la imagen de Dios como intelecto y voluntad libre, y la del hombre como animal racional y como libre arbitrio, actuando conforme a fines, son imágenes nacidas del desconocimiento de las verdaderas causas y acciones de todas las cosas. Estas nociones forman un sistema de creencias y de prejuicios generado por el miedo y por la esperanza, sentimientos que dan origen a la superstición, alimentándola con la religión, y conservándola con la teología por un lado, y con el moralismo normativo de los filósofos por el otro.

Chauí, Marilena. “Spinoza: poder y libertad”, en Atilio Borón, comp., La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx, CLACSO, Buenos Aires, 2000, pp. 111-141. PDF

08 septiembre, 2014

Libertad y moralidad

Stuart Hampshire

El hombre es una parte de la Naturaleza y, por tanto, el moralista debe ser un naturalista: ningún filósofo moral ha enunciado este principio metódico con mayor claridad que Spinoza, ni se ha adherido a él más despiadadamente. Tanto la efectiva servidumbre e infelicidad del hombre como su libertad y felicidad, idealmente posibles, deben deducirse y explicarse imparcialmente como consecuencias necesarias de su status en cuanto modo finito de la Naturaleza; la exhortación y los recursos a la emoción y el deseo son tan inútiles e irrelevantes en filosofía moral como en filosofía natural. Lo primero que debemos entender son las causas de nuestras pasiones; nuestra obligación y nuestra sabiduría consisten en entender por completo cuál es nuestra posición en la Naturaleza y cuáles las causas de nuestras imperfecciones, para, entendiéndolas, liberarnos de ellas; la mayor felicidad del hombre, y la paz de su alma (acquiescentia animi) procede tan sólo de ese completo conocimiento filosófico de mismo.
Los seres humanos son modos finitos dentro de la Naturaleza y, como todas las demás cosas particulares, persisten en su identidad y la conservan sólo en la medida en que se conserva una determinada distribución total de movimiento y reposo en el sistema de partículas primarias (corpora simplicissima) que los componen; experimentan constantemente cambios de estado o modificaciones de su naturaleza a través de las interacciones con su entorno; pero, como son organismos relativamente complejos, pueden cambiar según una gran variedad de maneras distintas sin que se destruya su cohesión o «esencia actual» como cosas particulares. La identidad de cualquier cosa particular de la Naturaleza depende lógicamente de su potencia para automantenerse, o sea, de su potencia para mantener una distribución de energía lo bastante constante dentro del sistema como un todo, pese a los cambios continuos de sus partes; la «esencia actual» de cualquier cosa particular es simplemente esa tendencia al automantenimiento que, pese a las causas exteriores, la hace ser la cosa particular que es. Ese es, en parte, el significado de la importantísima Proposición VII de la Parte III de la Etica: «El esfuerzo (conatus) con que cada cosa intenta perseverar en su ser no es nada distinto de la esencia actual de la cosa misma.» Cuanto mayor sea la potencia de automantenimiento de la cosa particular frente a las causas exteriores, mayor realidad posee, y con mayor claridad puede distinguirse su naturaleza definida e individualidad. Por tanto, según las definiciones de Spinoza, es necesariamente cierto que cada cosa finita, el ser humano incluido, se esfuerza por conservarse a sí misma y por acrecentar su potencia de automantenimiento; el conatus es una característica necesaria de todo cuanto hay en la Naturaleza, porque dicha tendencia al automantenimiento se halla implícita en la definición de toda cosa distinguible e identificable.

Es preciso insistir en este punto, a fin de evitar malas interpretaciones de la teoría moral de Spinoza. El hecho de que todos los hombres procuren ante todo su propia conservación y seguridad aparece, en Hobbes y en muchos otros filósofos, como un supuesto obvio sobre el que debe fundarse la filosofía moral y política. Cualquiera que pudiera haber sido la intención de Hobbes, el ejército de filósofos, psicólogos y economistas que lo han secundado en la aceptación de dicha premisa la han aceptado, en general, sencillamente como un hecho relativo a la naturaleza humana, confirmado por la observación desapasionada de la conducta de los hombres. Otros filósofos y psicólogos, al oponerse a Hobbes, simplemente han negado que la la observación la confirme: han argumentado que, como cuestión de hecho, no es cierta. Esta controversia acerca de la psicología humana, valga lo que valga, es en gran medida irrelevante para la teoría moral de Spinoza; también él dice que todos los hombres procuran su propía conservación y la ampliación de su potencia propia, pero, al decir eso, no está haciendo meramente un enunciado acerca de hechos observados de la conducta humana: lo que hace es deducir una consecuencia a partir de su propia explicación de la individualidad, consecuencia aplicable a todas las cosas finitas, y no peculiar de los seres humanos. Por consiguiente, si se quiere refutar su pretensión, no es necesario ni suficiente citar proposiciones de psicología empírica; lo necesario es hacer ver que toda su terminología, en general, es o inaplicable o inconsistente, y atacar el sistema lógico del que dicha doctrina forma parte.

01 septiembre, 2014

Diego Tatián. Spinoza, filosofía terrena

Pablo E. Chacón

Gracias a Tina Liebau por la pista.

T: ¿En qué se diferencia este libro sobre Spinoza de los otros que has escrito sobre él?

DT: Creo que este es un libro más claramente inscripto en la coyuntura latinoamericana que los anteriores, o mejor dicho más marcado por el devenir actual de las democracias latinoamericanas. Mi primer libro sobre Spinoza, La cautela del salvaje, fue publicado en 2001 y los problemas filosófico-políticos que enfrentaba eran otros, definidos por la devastación cultural de los años 90 --y también era otra la literatura crítica con la que trabajaba: el Esposito de lo impolítico, el anarquismo filosófico francés, en general el autonomismo. En los dos últimos libros, Filosofía terrena y El don de la filosofía hay una marca distinta (particularmente en los ensayos más recientes), afectados por un conjunto de tensiones sin dudas más interesantes y más motivadoras filosóficamente pero no menos dilemáticas. Lo que está en el centro esta vez es la cuestión democrática. Maquiavelo, Spinoza y Marx son en mi opinión las tres grandes referencias para una construcción creativa de la democracia como vía emancipatoria, en la medida en que la dotan de una dimensión realista y le confieren una potencia de transformación social que no era evidente hasta el proceso político continental en curso. Es necesario en nuestro caso, en relación a Spinoza, un programa de trabajo alternativo a la intensa tradición spinozista iniciada en los 60 en Francia -podría trazarse un arco que se extiende desde los cursos de Althusser en 1965, pasa por el mayo Francés y llega hoy hasta Toni Negri- en la que todos hemos sido formados, pero tal vez no da cuenta ya de lo que debemos pensar en Latinoamérica. La enorme potencia filosófica y el extraordinario estímulo que Spinoza --casi el único filósofo clásico explícitamente democrático-- atesora para dar cuenta de nuestros problemas son casi únicos. Una izquierda spinozista latinoamericana -a diferencia de la gran recepción francesa e italiana a la que aludíamos antes- enfrenta por ejemplo el problema del Estado de otro modo, sin ingenuidad y sin demonización. ¿Spinoza es sólo un filósofo del poder constituyente o hay una institucionalidad democrática spinozista que puede ser pensada como contrapoder? En mi opinión, esta segunda alternativa es nuestro desafío.

T: Si filosofía terrena es un término de su cosecha, ¿cómo se articula la alegría filosófica con las pasiones tristes (que creo es otro término de Spinoza)?

DT: Spinoza denuncia claramente lo que dos siglos más tarde Nietzsche va a llamar el ideal ascético; denuncia la impotencia, la retórica de la humildad y la promoción política de las pasiones tristes como dispositivo de dominación que separa a los cuerpos de sus capacidades y de su alegría. Pero si el spinozismo tiene sentido como ética de la alegría y la felicidad en la lucidez y la acción, es con los ojos bien abiertos frente a la realidad de un mundo sumido en la aniquilación y el sometimiento de seres humanos, en deportaciones y en desapariciones de personas, pueblos y culturas, en el desprecio de los otros. Contra toda ideología de la alegría, tiene sentido en cuanto conciencia del inimaginable dolor. La alegría más alta y constante a la que son capaces de acceder el pensamiento y la acción, hunde sus raíces, por así decirlo, en la devastación. No se trata, desde luego, de una alegría perversa por la devastación; ni, mucho menos, de una evocación impotente del sufrimiento y la tristeza. Nadie como Spinoza ha sido capaz de denunciar de manera tan aguda la morbosidad en cualquiera de sus formas: intelectual, política o teológica. El spinozismo no implica indiferencia por lo que el hombre le hace al hombre, ni un estímulo del poder del más fuerte, ni una liberación de la potencia a pesar del sufrimiento humano, sino precisamente debido a ello, en medio de ello, como trabajo del pensamiento y de la acción. Si tiene sentido como término o como inspiración política la palabra spinozismo es instrumento de los que se hallan al margen, fuera de toda comunión, en la excomunión. Filosofía terrena, en suma, quiere significar lucidez respecto de la dominación y no obstante ello --o por eso mismo-- no concederle nada a la tristeza que le es siempre funcional.