28 agosto, 2012

Nicolás González Varela / “Cierto negro brasileño leproso”: Un sueño político-filosófico de Spinoza II

Rembrandt
“Los hombres son enemigos por naturaleza. Pues, para mí, el máximo enemigo es aquel que tengo más que temer y del que debo guardarme más”: Baruch Spinoza, Tractatus politicus, 1677


“No hay nada más terrible que un Estamento bárbaro de esclavos que haya aprendido a considerar su existencia como una injusticia”: Friedrich Nietzsche, XVIII, Die Geburt die Trägedie, 1872


“Los pueblos modernos de Europa no han hecho más que encubrir la Esclavitud en sus propios países y la han impuesto en el Nuevo Mundo”: Karl Marx, Misère de la philosophie, 1846


“El Sueño es absolutamente egocéntrico”: Sigmund Freud, Die Traumdeutung, 1900



“Sirva de ejemplo la ciudad de Amsterdam, la cual experimenta los frutos de esta libertas en su gran progreso y en la admiración de todas las naciones. Pues en este Estado tan floreciente (florentissima Republica) y en esta ciudad tan distinguida (urbe praestantissima) viven en la máxima concordia todos los hombres de cualquier nación y secta: y para que confíen a otro sus bienes, sólo procuran averiguar si es rico o pobre, y si acostumbra a actuar de buena fe o con engaño…”[1] La utopía concretada, la única libera Republica es para Spinoza exclusivamente Amsterdam, amada y venerada metrópoli, la nueva Atenas de Occidente. El alma burguesa de la Republiek der Zeven Verenigde Nederlanden,[2] era en la mitad del siglo XVII la sede estratégica mundial del negocio de trata de esclavos, los viles contratos mercantiles de venta y entrega de esclavos africanos se elaboraban en ella y en ella tenían sus oficinas la mayor parte de las nuevas multinacionales esclavistas europeas.[3]

Además de ser el gran centro del Capital, del transporte marítimo moderno y de la primera banca pública capitalista,
[4] Amsterdam fue la gran factoría de Europa occidental; a ella llegaban todos los productos necesarios gracias al intercambio combinado y desigual generado por el comercio de esclavos: telas y paños de muchas naciones, oro, armas, perlas, cobre, hierro, brandy, tabaco y muchas otras materias primas. Amsterdam, era la principal ciudad de las Provincias Unidas, una “Federación muy descentralizada de siete miniestados-provincias, que a su vez eran federaciones descentralizadas de ciudades y pueblos.”[5] Los barcos de esclavos procedentes de países extranjeros, sobre todo de Inglaterra, ponían como fin de travesía Amsterdam con el fin de adquirir mercancías para el comercio africano. Era una Mecca del nuevo Republicanismo comercial. Unos años antes, su maestro Descartes se había sorprendido del extendido materialismo y el fervor por la ganancia, el nuevo Esprit capitalista que imperaba en la ciudad: “En esta gran ciudad (Amsterdam) en que me encuentro, como todo el mundo está ocupado en el comercio excepto yo, cada cual se halla tan atento a su provecho que bien podría permanecer aquí toda mi vida sin ser jamás visto por nadie.”[6] Spinoza le recordaba a sus lectores la enorme suerte de hallarse en una ciudad-estado como Amsterdam en plena libertas integra; tanto él como sus contemporáneos poseían “la rara dicha de vivir en una República, donde se concede a todo el mundo plena libertad para opinar y rendir culto a Dios según su propio juicio, y donde la libertas es lo más apreciado y lo más dulce (dulcius)…”.[7] Nos resulta extraño que la libertad que se goza en la mercantilista Amsterdam le resulte a Spinoza dulcius, dulce, pero veremos que es una exacta concordancia ideológica con la visión del primer Liberalismo, el llamado Doux Commerce. Viviendo en ella, Spinoza ha tenido una pesadilla, que le ha conmovido de tal manera que se la confiesa a uno de sus corresponsales y compañero de militancia liberal, el comerciante Peter Balling. Una imagen queda retenida, por la fuerza de la imaginación, en su retina: cujusdam nigri et scabiosi Brasiliani quem nunquam antea videram, la de un negro y leproso brasileño que jamás había visto antes. Lexicográficamente en el lenguaje culto spinoziano (utiliza sintomáticamente no el holandés vulgar sino el latín de las elites burguesas) primero es un miembro de una raza: “Negro” (nigri); en segundo lugar la aparición tiene una nacionalidad definida o al menos una territorialidad concreta, es “brasileño” (Brasiliani); en tercer lugar es un esclavo decadente, ¿qué otra cosa podría imaginarse de un negro, sea esclavo, sea liberto, en territorio de un Brasil colonial?, identificable con un enfermedad repugnante: la Lepra (scabiosi). ¿A quién remite este fantasma spinoziano? Se podría identificar al nigri et scabiosi Brasiliani con el enemigo público número uno de Holanda (y del futuro comercial de la WIC en la América portuguesa conquistada) en aquella coyuntura: el esclavo negro rebelde liberto Henrique Dias, Herói da Restauração de Pernambuco, líder de una revuelta contra los holandeses en la ciudad de Pernambuco, Brasil, entre 1645 y 1648, una guerra defensiva llamada paradójicamente Guerra da Luz Divina, liderada por los dueños de las plantaciones, católicos, a los que inmediatamente apoyó Portugal.[8] Dias es, con más de ciento cincuenta años de anticipación, un líder negro popular con la capacidad política y militar de un Toussaint L’Ouverture, el liberador de Haití. Dias fue comentado en la prensa holandesa de la época, ya que era la primera vez que aparecía en el campo de batalla una ejército formado por ¡negros! (esclavos y libertos) y que un general ¡de color!, iletrado y sin formación militar, derrotaba a dos exitosos comandantes holandeses, entre ellos el mítico Count Maurice of Nassau y luego el Count Sigismond, entrenados en las mejores escuelas militares europeas y que habían doblegado a expediciones militares de España y Francia en Flandes. Dias tenía el título popular de “Governador dos crioulos, pretos e mulatos do Brasil”, es decir de la base popular trabajadora y esclavista de la colonia, os pretos e pardos. Hasta qué punto era una guerra intercolonial, racial y social, que los regimientos militares de Dias eran llamados por la administración portuguesa Terço da Gente Preta, tercios de la gente negra.

Finalmente gracias a tropas como las de Dias, los portugueses reocuparon la región en 1654, expulsando a todos los holandeses incluidos los hebreos dedicados al comercio colonial (controlaban el 50% del comercio de azúcar y el ignominioso tráfico de esclavos como accionistas en la WIC). La zona industrial de Pernambuco podía considerarse, en el comercio mundial de azúcar de la época, su principal polo productor, que contaba con más de 160 enormes plantaciones-ingenios.[9] Los holandeses además habían acelerado a través de reformas logísticas, inversión e innovación tecnológica, el tejido productivo de los antiguos amos portugueses.[10] Todas las Provincias Unidas, en especial Holanda, quedaron conmovidas por esta guerra colonial perdida, pero en especial Amsterdam (cuyo papel fue central en la explotación del norte de Brasil). Spinoza quedó doblemente afectado y confundido: por los negocios de su padre y tío en la sucursal que tenían en Pernambuco y por la expulsión de Brasil de su antiguo maestro de doctrina judía, el rabino cabalista Isaac Aboab de Fonseca. Paradójicamente Fonseca luego se transformaría en el enemigo número uno de Spinoza y será el que leerá en público el Cherem que lo expulsaba de la congregación judía de Amsterdam. Dias era de alguna manera, un enemigo de su enemigo, enemigo de los hebreos (un símbolo odioso de una Portugal católica y papista), enemigo de los intereses de la propia familia de Spinoza y enemigo de su elogiada Amsterdam (su Oceana utópica); era la condensación perfecta del fantasmagórico cujusdam nigri et scabiosi Brasiliani. Después de la catástrofe de 1654 los judíos holandeses que fueron expulsados por los portugueses se instalaron o bien en el Caribe inglés, como Gabriel, el hermano de Spinoza en Jamaica, o su hermana Rebecca en Curaçao, o bien en una nueva ciudad llamada New Amsterdam (la futura New York). Extrañamente, la involución no era una dinámica puramente europea: Brasil sería, luego de su independencia, la última nación en América en abolir la Esclavitud en 1888. Para cerrar la larga y amarga derrota económica, algunos destacados comerciantes y empresarios judíos, muy conocidos en el milieu comercial de Amsterdam, capturados en la reconquista de Brasil, fueron quemados públicamente en la misma Lisboa en un auto da fe en 1647.[11]

Es interesante la afirmación de Spinoza que “jamás había visto con anterioridad” al negro brasileño de su delirium tremens. Eso significa que Spinoza ya había visto en Holanda esclavos negros africanos llegados de Brasil, pero no a ese individuo de color en particular. Cosa nada sorprendente. Los esclavos negros, llamados despectivamente Zwarten, Negers o incluso Moren (moros), no eran para nada ajenos o extraños al ambiente doméstico holandés de la época. Además de los datos comerciales, económicos y financieros relacionados con la Esclavitud, el Arte holandés de la época, la cultura visual flamenca, la imaginería popular, nos provee claras evidencias de los esclavos en la vida cotidiana en la época de Spinoza. Por otro lado fue en Holanda, en especial en Amberes, donde nació el primer mercado capitalista de arte: los muebles de diseño y los cuadros eran un modelo prometedor para la inversión y su posterior reventa; en otras palabras, la especulación con obras de arte y más específicamente con la pintura salió a la luz por primera vez en la época dorada de la república comercial holandesa.[12] La pintura para decorar los hogares burgueses se hizo por primera vez popular, así como sus temas y tópoi. Son evidentes en la estética del doux commerce los puntos de vista calvinistas que se expresan en pocas palabras: sobriedad, austeridad y moderación. El lujo exagerado, ya sea en forma de joyas, telas exóticas o algún objeto de costosa fabricación, conducía a la impureza del Alma. Daremos algunos ejemplos del período. La pintura nacional también, como la Filosofía de Spinoza, tendía hacía el Naturalismo realista; si aquel atacaba a los filósofos “que no conciben a los hombres tal como son, sino como le gustarían que fuesen”,[13] el Arte en un asombroso paralelismo, en fraternal emulación de metas y medios de expresión, repitió la fórmula. Como en su Ética, los pintores plasman las acciones y los apetitos humanos “como si estuviesen considerando líneas, planos o cuerpos.”[14] El realismo práctico y la Natura son los temas del Arte y las formas imaginadas por el artista no salen de su propia mente, sino permanecen unidas a la Naturaleza.

20 agosto, 2012

Gilles Deleuze / Del acontecimiento

© Alan Hook
Dudamos a veces en llamar estoica a una manera concreta o poética de vivir, como si el nombre de una doctrina fuera demasiado libresco, demasiado abstracto para designar la relación más personal con una herida. Pero ¿de dónde surgen las doctrinas sino de heridas y aforismos vitales, que son otras tantas anécdotas especulativas con su cargo de provocación ejemplar? Hay que llamar estoico a Joe Bousquet. La herida que lleva profundamente en su cuerpo, la aprende sin embargo, y precisamente por ello, en su verdad eterna como acontecimiento puro. En la medida en que los acontecimientos se efectúan en nosotros, nos esperan y nos aspiran, nos hacen señas: «Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla.” (1). Llegar a esta voluntad que nos hace el acontecimiento, convertirnos en la casi-causa de lo que se produce en nosotros, el Operador, producir las superficies y los dobleces en los que el acontecimiento se refleja, donde se encuentra incorporal y manifiesto en nosotros el esplendor neutro que posee en sí como impersonal y preindividual, más allá de lo general y de lo particular, de lo colectivo y lo privado: ciudadano del mundo. “Todo estaba en su sitio en los acontecimientos de mi vida, antes de que yo los hiciera míos; y vivirlos, es sentirse tentado de igualarme con ellos, como si les viniera sólo de mí lo que tienen de mejor y de perfecto.”

O bien la moral no tiene ningún sentido, o bien es esto lo que quiere decir, no tiene otra cosa que decir: no ser indigno de lo que nos sucede. Al contrario, captar lo que sucede como injusto y no merecido (siempre es por culpa de alguien), he aquí lo que convierte nuestras llagas en repugnantes, el resentimiento en persona, el resentimiento contra el acontecimiento. No hay otra mala voluntad. Lo que es verdaderamente inmoral, es cualquier utilización de las nociones morales, justo, injusto, mérito, falta. ¿Qué quiere decir entonces querer el acontecimiento? ¿Es aceptar la guerra cuando sucede, la herida y la muerte cuando suceden? Es muy probable que la resignación aún sea una figura del resentimiento, él, que ciertamente posee tantas figuras. Si querer el acontecimiento es, en principio, desprender su eterna verdad, como el fuego del que se alimenta, este querer alcanza el punto en que la guerra se hace contra la guerra, la herida, trazada en vivo como la cicatriz de todas las heridas, la muerte convertida en querida contra todas las muertes. Intuición volitiva o transmutación. “Mi gusto por la muerte -dice Bousquet- que era fracaso de la voluntad, lo sustituiré por un deseo de morir que sea la apoteosis de la voluntad.” De este gusto a este deseo, en cierto modo no cambia nada, excepto un cambio de voluntad, una especie de salto sobre el mismo lugar de todo el cuerpo que cambia su voluntad orgánica contra una voluntad espiritual que quiere ahora, no exactamente lo que sucede, sino algo en lo que sucede, algo por venir conforme a lo que sucede, según las leyes de una oscura conformidad humorística: el Acontecimiento. Es en este sentido que el Amor fati se alía con el combate de los hombres libres. Que en todo acontecimiento esté mi desgracia, pero también un esplendor y un estallido que seca la desgracia, y que hace que, querido, el acontecimiento se efectúe en su punta más estrecha, en el filo de una operación, tal es el efecto de la génesis estática o de la inmaculada concepción. El estallido, el esplendor del acontecimiento es el sentido. El acontecimiento no es lo que sucede (accidente); está en lo que sucede el puro expresado que nos hace señas y nos espera. Según las tres determinaciones precedentes, es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido, lo que debe ser representado en lo que sucede. Bousquet añade: “Conviértete en el hombre de tus desgracias, aprende a encarnar su perfección y su estallido.” No se puede decir nada más, nunca se ha dicho nada más: ser digno de lo que nos ocurre, esto es, quererlo y desprender de ahí el acontecimiento, hacerse hijo de sus propios acontecimientos y, con ello, renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de carne. Hijo de sus acontecimientos y no de sus obras, porque la misma obra no es producida sino por el hilo del acontecimiento.

13 agosto, 2012

Nicolás González Varela / “Cierto negro brasileño leproso”: Un sueño político-filosófico de Spinoza I


“Estos negros –dicen los holandeses– son feroces, pérfidos, infieles a los tratados, e irreconciliables”. Barón de Bessner, Mémoire sur les negres fugitifs de Surinam, 1777.

“Spinoza, el primer judío liberal”. Carl Schmitt, Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes, 1934.

“Las contradicciones de un autor son significativas porque contienen problemas que, ciertamente no resuelve, pero que revela contradiciéndose”. Karl Marx, Theorien über den Mehrwert, 1861–1863.


Spinoza, el “hombre ebrio de Dios”, el “marrano de la Razón”, el “judío subversivo”, aquel que el filósofo cortesano Leibniz describió como “un hombre de tinte oliváceo y algo de español en su semblante”, fue sin dudas un pensador radical para su época, ligado a los ríos, a los canales y al océano. Su corta pero profunda reflexión se encuentra indeleblemente marcada por el surgimiento del nuevo imperialismo, la emigración, la persecución, la precariedad, las travesías inciertas, el riesgo mercantil de la desafiante burguesía y el cosmopolitismo más moderno. [1] Sin duda impresiona su dimensión total, al mejor estilo de un hombre del Renacimiento: metafísico y moralista, pensador religioso y filósofo político, exégeta crítico de la Biblia, crítico social, pulidor experto de lentes, comerciante multinacional, físico y cosmólogo, hereje hasta el final de sus días. Podríamos decir que era español, ya que la familia de Spinoza, como su nombre lo indica, provenía de la ciudad castellana de Espinosa de los Monteros, provincia de Burgos, en el límite cantábrico, y porque era costumbre en los judíos sefardíes portugueses el hablar portugués pero escribir en español; hispano-portugués, porque sus padres fueron emigrantes forzosos de formación católica no-judía, los Anusim, o “marranos” (los antepasados judíos de Spinoza vivían ya en España en tiempos de Cartago y Roma); era judío, porque fue recibido en la comunidad de Abraham y recibió estudios tradicionales talmúdicos, y contribuyó económicamente con su sinagoga; era portugués, ya que esa fue durante toda su vida su lengua materna y primigenia (tanto que los poetas ibéricos eran sus preferidos, tanto que firmaba con naturalidad con un “D’Espiñoza”); era holandés, porque nació en Amsterdam, en un barrio que se encontraba entre el río Amstel y el puerto, Vlooienburg (hoy se llama Waterlooplein), en una casa espaciosa alquilada, y porque murió en La Haya, porque estaba ligado a Rembrandt por la misma cultura, pero por destino Spinoza seguirá siendo un outsider, un intempestivo, un hombre póstumo, un inactual.

Su situación es excepcional, generará una filosofía imposible de reducir a una religión, imposible de cooptar por la peste nacionalista, pero al mismo tiempo bien anclada en las relaciones materiales de su tiempo y atenta a la tradición política. Pero a pesar de sus esfuerzos, la ideología holandesa de la burguesía vivirá a su pesar enroscada entre líneas, incluso entre sus sueños. Fueron varios los motivos de la emigración masiva de judíos de España y Portugal, y no fueron exclusivamente religiosos: el anacrónico imperio español (al que Marx calificaba de ser una forma tardía de “despotismo asiático”) estaba en decadencia económicamente desde su nacimiento, con unas relaciones de producción basadas en la conquista territorial, el privilegio fiscal y el monopolio real, mientras que Holanda ofrecía el inicio de una nueva forma de imperialismo militar y comercial centrado en el espíritu del capitalismo gracias a la mediación ideológica del Protestantismo (Calvinismo). Holanda fue el primer pueblo en toda Europa que realizó con éxito una revolución burguesa, al emanciparse del despotismo español. El Calvinismo, con toda su filosofía política liberal, es aquí el creador de una nueva forma de estado. La comunidad portuguesa en Amsterdam y en Rotterdam, unida por el idioma y el terruño, se consideraba a sí misma una nación exiliada, constituida por una élite comerciante e industrial, para quienes la religión no es una realidad sino un problema. Aquí entre los Sefardim no domina, como en el caso de los judíos del Este (Ashkenazíes) los dogmas absolutos, la intolerancia étnica y la Cábala, sino la gran tradición humanista del judaísmo ibérico: Crescas, Gebirol, Halevy, Hebreo, Herrera, Ezra y el gran Maimónides. La comunidad no lo tuvo fácil en su nueva patria: periódicamente los sectores más conservadores de la alta sociedad holandesa, los Predikanten, pedían la expulsión de los “mercaderes portugueses”.[2] En primer lugar, sería un grave error suponer que antes de finales de siglo XVIII las ideas modernas acerca de la igualdad entre razas había echado raíces en los Países Bajos. La Tolerancia, muy famosa en los Países Bajos, no se basa en los principios modernos, sino en consideraciones crematísticas y prácticas, que permitan a una población que era (y sigue siendo), profundamente escindida sobre asuntos religiosos, a convivir juntas. Las minorías religiosas, católicos y judíos, fueron discriminados y excluidos de los cargos públicos. Spinoza mismo se vio obligado a firmar su obra más política de manera anónima, tuvo que falsificar la ciudad de edición y temía por su vida, sus obras fueron prohibidas en 1674, junto con el Leviathan de Hobbes.[3]

Hay una exquisita anécdota sobre este falso climax tolerante narrada muchos años después por un destacado médico y profesor universitario holandés Herman Boerhaave: en 1693 en su período estudiantil, mientras viajaba a bordo de un barco de pasajeros, escuchó a un animado debate entre unos pasajeros acerca de Spinoza. Las opiniones expresadas eran la mayoría vehementemente negativas, entonces se acercó y le preguntó a uno de los críticos si en realidad había leído alguna obra de Spinoza, porque lo que afirmaba era falso; otro pasajero le preguntó su nombre, al que anotó, con el resultado que al llegar a puerto fue denunciado en Leiden como “spinozista” y perdió, aunque no le interesaba, toda oportunidad de hacer una carrera en la Iglesia pública.[4] En Holanda se persiguió en ansias de una obsesión purificadora a homosexuales, gitanos, mendigos y prostitutas. No existía dentro de Holanda un sistema de trabajos forzosos para los “otros”, como sucedió en otros lugares (Francia, España, Portugal, Gran Bretaña) pero este excepcionalismo carcelario no estaba basado en una cierta actitud indulgente y anti-racista, como sostiene la fable convenue, sino en el simple hecho de que el mercado de trabajo en los Países Bajos estaba fuertemente impulsado por la oferta, como una constante afluencia de trabajadores inmigrantes de países vecinos, es decir: una fuerza de trabajo multinacional. Tal vez deberíamos concluir que los holandeses eran racistas como todo el mundo en ese momento, pero que tenían menos necesidad para practicarlo en su pequeña patria (circa 1650 su población no excedía los 2 millones de personas). No es casualidad que en Holanda el fuerte movimiento abolicionista europeo no tuviera ninguna relevancia, y es más: se abolió la Esclavitud en las colonias holandesas por presiones de Gran Bretaña. ¿Un déficit moral colectivo, una enorme bancarrota ética que pasó desapercibida en su filosofía práctica?

06 agosto, 2012

Maite Larrauri / La felicidad según Spinoza


Spinoza considera al ser humano como un cuerpo vivo con una mente que percibe y razona, y lo analiza siguiendo tres dimensiones.

En primer lugar, una dimensión cuantitativa o extensiva. Un cuerpo está formado por múltiples par­tes, es una composición de cuerpos más pequeños, hasta llegar a los cuerpos simples. Estos cuerpos sim­ples forman una materia cuantificable, medible.

En segundo lugar, una dimensión relacional. Las partes extensivas que componen un cuerpo se organizan según unas relaciones características. Spinoza dice que son relaciones de movimiento y de reposo, de rapidez y lentitud. Podríamos entenderlo como un ritmo particular que diferencia a unos indi­viduos de otros. Aun cuando las partes extensas de un cuerpo sean aparentemente las mismas que las de otro cuerpo, la relación que las mantiene unidas les confiere una gran diversidad: ni siquiera dentro de la misma familia existen dos cuerpos iguales (el caso de los clones no está aquí contemplado).

En tercer lugar, una dimensión cualitativa o intensiva. Un cuerpo es una parte de la naturaleza, no sólo en cuanto que está compuesto por múltiples cuerpos simples, sino también porque es una parte de la potencia total de la naturaleza, de ese "infinito gozo de existir". Un cuerpo es un grado de esa potencia y en eso consiste la esencia de un indivi­duo. Una esencia que se identifica con un grado de potencia es una esencia dinámica, que se mide por la cantidad de acciones de las que es capaz. Pero, ¡cuidado con las palabras!, al decir "potencia"-corremos el riesgo de creer que aquello de lo que un cuerpo es capaz es todo lo que potencialmente podría hacer aunque todavía no lo ha hecho. No es esta la idea de Spinoza: el grado de potencia no es una potencia imaginaria, es la totalidad de cosas que efectivamente un cuerpo realiza. El impulso vital de esta potencia -conatus lo llama Spinoza- es perseverar en la existencia y crecer, es decir, con­servar y aumentar las capacidades de acción.

Así pues, resumiendo las tres dimensiones, un ser humano es un grado de potencia, que se expresa en una relación característica, bajo la cual le pertenecen un número de partes extensivas.

Si bien es cierto que el impulso o conatus empuja a crecer, el resultado que podemos observar a nuestro alrededor no es lineal. La dinamicidad de las esencias se muestra tanto en el crecimiento como en la disminución de la capacidad de acción. ¿De qué depende?

El modelo de crecimiento que nos plantea Spinoza es alimentario. Las diversas partes del cuerpo necesitan alimentarse para permanecer en vida y para crecer. Como las partes son diversas, también los alimentos tendrán que serlo y será fun­damental para el funcionamiento del cuerpo en general que la alimentación no esté desequilibrada. Ahora bien, ¿cómo conocer los alimentos que con­vienen a un cuerpo?

Cuando mi cuerpo se encuentra con otro -la alimentación es un encuentro en el que mi cuerpo ingiere otro cuerpo-, o me sienta bien o me hace daño: si las relaciones características del otro cuer­po se armonizan con el mío, porque son velocida­des o ritmos coincidentes, el resultado es una com­posición; cuando, por el contrario, el encuentro se produce con un cuerpo que no me conviene, actúa como un veneno, descompone mis partes y me debilita, porque tengo que invertir energía y tiempo para expulsarlo; la fuerza que pongo para conjurar el cuerpo enemigo es fuerza perdida. Mi cuerpo crece en el primer supuesto; disminuye en el segundo. Aplicando la metáfora de la alimentación, se puede decir que este libro, esta ciudad, esta per­sona aumentan o disminuyen mi potencia.

Spinoza desdramatiza la idea de la muerte. En el encuentro fatal con alguna cosa más potente, el cuerpo más débil se descompone irreversiblemen­te: desaparece entonces la relación que mantenía unidas las partes de ese cuerpo, aunque esas par­tes extensivas entrarán en la composición de otros cuerpos. Así pues, la idea de la descomposición es un punto de vista parcial. Para la naturaleza, la muerte no es sino una recomposición, un cambio de ritmo: la música de la naturaleza permanece eternamente viva.

La muerte siempre viene desde el exterior del cuerpo. Las enfermedades, el envejecimiento, incluso el suicidio, son descomposiciones a partir de invasiones externas. No existe en la naturaleza nada más que el impulso a la vida.

En cualquier caso, la ciencia de la vida consiste en no morir prematuramente, es decir, en realizar al máximo el grado de potencia para llegar a ser el que se es. Pero, desgraciadamente, nacemos sin esa ciencia que nos pueda guiar, porque no existe una receta válida para todos, dada nuestra diversidad.

Puesto que las esencias son individuales -la esencia de Carmen y la esencia de Antonio, y la mía y la de Max y la de Spinoza y la de Vd. que lee estas líneas-, habrá que conocerlas en su singularidad, no pode­mos recurrir a una esencia general del ser humano. Lo bueno y lo malo son nociones relativas: llamo "bueno", a lo que me sienta bien, y "malo" a lo que no me sienta bien, y no tiene por qué ser así necesariamente para otras personas. Todos, sin embargo, intentamos que lo que es para cada uno de nosotros lo bueno y lo malo también lo sea para los demás. Buscamos el asentimiento de los otros, que compartan nuestro punto de vista, que vivan como nosotros vivimos: a esto lo llama Spinoza "ambición". Pero dejando fuera la ambición, el Bien y el Mal general para todos los cuerpos no existe. Comenzamos viviendo a tientas. Es lógico. El individuo que compongamos no nos preexiste. Y por eso la vida es un riesgo continuo. No me sirve la experiencia de los demás. Está claro que algunos cuerpos pueden descomponer el mío y llevarlo a la muerte -algunos venenos como el arsénico, por ejemplo-, pero hay muchísimos más cuerpos con los que me encuentro al azar y de los que no sé qué efecto pueden tener sobre el mío. Afortunadamente existen indicadores que nos guían y todos los usamos para saber reconocer lo que es bueno o malo para nuestro cuerpo. La respuesta es que cuando encuentro otro cuerpo que me conviene, sé que es bueno para mí porque me siento alegre. Por el contrario, cuando encuentro un cuerpo que no me conviene, me sien­to triste. La alegría y la tristeza son indicadores pri­marios del tránsito hacia un aumento o una dismi­nución de la potencia. Y de ellos se derivan los afec­tos de amor y de odio. Amamos lo que nos produ­ce alegría y odiamos lo que nos produce tristeza.

Fuente: Maite Larrauri, La felicidad según Spinoza, Tàndem, Valencia, 2008.