23 febrero, 2011

Javier Sigüenza: Aproximaciones al discurso crítico de Bolívar Echeverría

Es gibt kein richtiges Leben im falschen.
     Theodor Adorno, Minima Moralia. (1)

...la estrategia barroca de supervivencia mostró... cómo es
posible no encontrarle el lado “bueno” a lo “malo”, sino
desatar lo “bueno” precisamente en medio de lo “malo”.
     Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo. (2)

A Raquel Serur

Un pensador revolucionario

Mostrar que tras la ilusoria estabilidad de lo real se esconde toda una crisis civilizatoria; hacer de tal crisis algo comprensible y, por tanto, transformable; mostrar el lado contingente en la aparente necesidad de las cosas; éstas eran, entre otras, las virtudes discursivas de Bolívar Echeverría. Férreo crítico de la modernidad capitalista, estuvo aliado inconfundiblemente con la izquierda, lo cual no le impidió tomar distancia de ella para mostrar sus contradicciones y paradojas. Ser de izquierda para él no era un membrete, sino una actitud permanentemente crítica. Fiel a la máxima benjaminiana, según la cual la labor del historiador materialista es la de pasar el cepillo a contrapelo de la suntuosidad de la historia, se asomó al siglo XVII en México y, en contra del mito del buen salvaje y la victimización de los subalternos, mostró como los indios en América han sido también constructores de su mundo y de su historia. Y desde una crítica general a la modernidad capitalista, conformó una teoría a la que llamó el cuádruple ethos de la modernidad, para comprender las versiones y dimensiones de la modernidad en general, y de México y América Latina en particular; de sus fenómenos histórico-políticos y de sus manifestaciones de “resistencia cultural”, como a veces se refería a las múltiples expresiones de lo que denominó el ethos barroco. Y si bien no pretendió ofrecer con ello un modelo para una alternativa al capitalismo, un “socialismo barroco” como alguien interpretó, puesto que el ethos barroco ha surgido con el capitalismo y tendría que desaparecer con él, no obstante, tales expresiones le parecieron experiencias ejemplares de resistencia y de crítica a ese otro ethos al que llamó realista, él cual no sólo acepta, sino que afirma que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles. Además, mostró que en un tiempo en el que la loa ininterrumpida a la omnipresencia del capital, alimentada por el cinismo del posmodernismo, conminaban al olvido de la idea de revolución, ahora más que nunca esta idea debe ser repensada más allá del sesgo mítico que le otorgó la misma modernidad. En este sentido, toda su reflexión parece estar encaminada a renovar el discurso revolucionario mediante la crítica a la realidad existente, y con ello despertar el deseo, y aún más, la necesidad, aleccionado por la experiencia histórica, de una sociedad diferente, no postmoderna, sino postcapitalista. De allí que podamos afirmar enfáticamente de Bolívar Echeverría, que no sólo era un intelectual crítico, sino un pensador profundamente revolucionario.

¿Cuál es el origen de la concepción crítica de Echeverría? ¿cuál su aportación al discurso crítico inaugurado por Marx? En este texto propongo tres aproximaciones para ensayar una respuesta a estas cuestiones. En la primera parte, exploro la lectura de Echeverría de la obra de Marx en relación al discurso crítico. En la segunda, su cuestionamiento al concepto eurocentrista de cultura, y su problematización de la dimensión cultural de la vida social. En la tercera, y última parte, me refiero a su teoría del cuádruple ethos de la modernidad, y su concepto de ethos barroco. La tesis central es que, aquello que le da una gran cohesión y unidad a la diversidad de sus reflexiones es la actitud crítica.

I. Crisis y crítica

En la actualidad nadie niega que nos hayamos inmersos en una crisis sin precedentes, y no únicamente regional (México o América Latina), sino planetaria. Aunque sobre lo que parece no haber común acuerdo es ¿de qué tipo de crisis se trata? Bolívar Echeverría respondió a esta cuestión de manera radical y señaló que se trata de algo más que de una crisis económica, política o cultural, o de una combinación de todas éstas. Para él nos encontramos frente a toda una crisis civilizatoria de la modernidad capitalista, la cual se sobrepuso y subyugó a las otras modernidades posibles. En este sentido, la actitud de Echeverría frente a tal crisis fue siempre crítica. No obstante, crítica se dice en múltiples sentidos. Es por eso que la primera cuestión que nos plantea la lectura de sus textos es: ¿qué significa crítica en el pensamiento de Bolívar Echeverría? Y ¿cómo se relaciona su perspectiva con la tradición crítica filosófica?

Platón escribe ya en su dialogo Político sobre la kritiké techne, es decir, el arte y la técnica de la crítica. En este diálogo, Platón realiza un examen sobre el hombre político y se refiere a la ciencia (epistēmōn) que éste posee. Divide a la ciencia a su vez entre ciencias prácticas y ciencias cognitivas; y se toma como ejemplo al arquitecto, el cual no sólo dirige a los obreros, sino que juzga sobre lo que realizan. Aquí la función propia de la crítica (kritiké) es la de juzgar, emitir un juicio, discernir (krínein). (3) De allí quizá la interpretación general, de que en la filosofía de la Grecia antigua el concepto de crítica (kritikós-κριτικός) se refería a la capacidad de juzgar sobre cosas prácticas, pero también sobre lo bello, lo bueno, lo justo o lo verdadero.

Aunque parece que no es sino hasta el siglo XVIII europeo cuando el concepto de crítica adquirió sus rasgos más firmes. En este siglo se desata toda una discusión filosófica en torno al origen del conocimiento y el gusto sobre lo bello, en medio de la cual surgen la estética como disciplina autónoma, la historia del arte y la crítica de arte. (4) En este mismo siglo se inaugura también el llamado periodo criticista de la filosofía, con la obra del filósofo alemán Immanuel Kant y sus tres grandes críticas. (5) De allí que, para algunos historiadores de la filosofía sea posible también llamar a este siglo: el Siglo de la crítica. (6)

Más tarde, ya en el siglo XIX, los jóvenes hegelianos hacen de la crítica a la religión y de la crítica a la filosofía de Hegel el leitmotiv en su reflexión filosófica. Pero uno de esos jóvenes, llamado Karl Marx, escribió que, si bien la crítica a la religión es la premisa de toda crítica, no obstante, la crítica del cielo debe convertirse en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho y la crítica de la teología en crítica de la política. En este sentido escribe: (7)

Der Kritik hat die imaginären Blumen an der Kette zerpflückt, nicht damit der Mensch die phantasielose, trostlose Kette trage, sondern damit er die Kette abwerfe und die lebendige Blumen breche. (8)

En este pasaje el joven Marx parece anunciar, programáticamente, lo que más tarde desarrolló en su obra: una critica a la modernidad capitalista y los fundamentos epistemológicos sobre los cuales se construye su mundo histórico, económico y político, y con ello puso en cuestión a la crítica que la razón ilustrada inició, al mismo tiempo que la radicaliza.

Bolívar Echeverría parte también de esta radical puesta en cuestión a la razón ilustrada, cuya conformación histórica concreta está estrechamente vinculada a la modernidad en general y a la modernidad capitalista en particular. Y para ello, construye toda una estrategia discursiva a lo largo de su obra, para abordar un problema común que, a mí modo de ver, podría ser planteado en los siguientes términos. Convencido de que todavía estamos inmersos en el proyecto civilizatorio que emerge de la modernidad, y que a pesar de la profunda crisis por la que atraviesa sigue vigente, quizá la cuestión que acompaño a toda su reflexión es ¿qué es la modernidad? Y no planteada en los términos kantianos de ¿Qué es la ilustración? sino a posteriori ¿qué es eso que en el siglo XVII y XVIII empezó a denominarse modernidad? ¿cuáles son sus versiones y dimensiones?

Así pues, la obra de Echeverría puede ser entendida como toda una estrategia para desentrañar el enigma que le plantea la época moderna. Su estrategia consiste en un rico y complejo discurso crítico --para utilizar la denominación común que el mismo acuñó para referirse a la obra de Marx, Adorno o Benjamin-- que va construyendo pacientemente a lo largo de su obra, y que ofrece múltiples vías de acceso para comprender la complejidad de la modernidad, sus contradicciones inherentes, y con ello su caducidad histórica.

Ahora bien, cuando Echeverría habla de crisis civilizatoria, se refiere a que la modernidad capitalista no puede desarrollarse sin volverse en contra del fundamento que la hizo posible; a saber, que el trabajo humano busca mediante el tratamiento técnico de la naturaleza la abundancia de bienes para satisfacer necesidades; pero la época moderna, y a pesar del enorme desarrollo de las fuerzas productivas, en vez de una sociedad de abundancia y felicidad ha traído consigo una sociedad de escasez e infelicidad, la cual para satisfacer tales necesidades cosifica su humanidad; y al potenciar la productividad natural, al mismo tiempo la aniquila. (9) Esta tesis del autor parte de un minucioso análisis de la obra de Marx y la revolución teórica-práctica que promueve, la cual a su vez abrió toda una vertiente de pensamiento en el siglo XX, con autores como Rosa Luxemburg, Georg Lukács, Karl Korsch, Walter Benjamin, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer o Jean Paul Sartre, por mencionar sólo algunos de los pensadores que abordó de lo largo de su obra. Pero también de una lectura atenta a los problemas que le plantearon algunos autores que podrían considerarse adversos al marxismo, como Friedrich Nietzsche o Martin Heidegger, como Michel Foucault o Guilles Delueze. Y por otra parte, una lectura del estructuralismo antropológico y la lingüística del siglo XX. De allí la complejidad de un pensamiento que establece un diálogo crítico entre tendencias aparentemente opuestas, pero que busca no unificarlas en una síntesis superior, sino ponerlas en tensión para pensar la diversidad de lo real y desmitificar, con ello, a la modernidad. He aquí una de las aportaciones más importantes al discurso crítico de Bolívar Echeverría.

Con respecto al marxismo, en su libro El discurso crítico de Marx (10) define al discurso marxista como algo fundamentalmente crítico, además abre un campo temático que explora en su obra posterior, concretamente la relación de la teoría de la producción y reproducción social de Marx, y su relación con la producción y reproducción simbólica, en relación al problema de la definición de la cultura. (11) Ambas reflexiones le servirán al autor de trasfondo teórico para conformar su teoría del cuádruple ethos de la modernidad, en el que ocupa un lugar central su reflexión sobre la modernidad en América Latina y su relación con el ethos barroco --como veremos más adelante. (12)

La concepción crítica de Echeverría parte en gran medida de su lectura de la obra de Marx, pero a diferencia de muchos autores de su generación, la interpreta no como algo acabado y definitivo, o como una doctrina que contiene en sí todas las verdades reveladas, sino que lo hace afirmando su carácter fundamentalmente negativo. Esto quiere decir que, el discurso de Marx no es, ni se conforma como algo positivo, es decir, como un perfeccionamiento o una reforma del discurso liberal burgués, ya sea en el ámbito de la economía política, en el ámbito de la cultura o en el de la historia, e incluso en el ámbito del conocimiento; sino que el discurso de Marx es necesariamente negativo, destructivo respecto a la ideología liberal burguesa, y por tanto, si pierde esa criticidad no es nada, o es quizá como el autómata jugador de ajedrez al que se ha reducido al materialismo histórico de la socialdemocracia y del marxismo bolchevique, del que hablaba Walter Benjamin en sus famosas tesis Sobre el concepto de historia, un autómata que tiene todas las respuestas a las cuestiones de sus contrincantes, pero al que de vez en cuando bien le haría plantearse algunas preguntas.

Echeverría plantea contra este marxismo dogmático la necesidad de una renovación de su discurso desde una doble perspectiva histórica. La primera nos dice que, todo el siglo XX es parte de una catástrofe única que es estructuralmente inherente al carácter destructivo de la modernidad capitalista. Un carácter destructivo cuya manifestación más bárbara fueron las dos Guerras Mundiales y el triunfo del fascismo en Europa, pero también el triunfo del capitalismo de estado, a los que algunos tercamente llamaban comunismo, y el triunfo del liberalismo. Y si bien es cierto que la existencia de la izquierda le ha dado un sentido, aunque negativo, al sinsentido de la historia en el siglo XX, en la medida en que “la izquierda ha vivido esa historia bárbara como la negación de otra historia posible”, no obstante, el triunfo de la contrarrevolución en el siglo XX habla también del fracaso de esa misma izquierda. (13)

La segunda perspectiva se refiere a la paradoja de la izquierda comunista en América Latina, que no ve contradicción alguna en anteponer dos discursos cuyo orígenes no sólo son diferentes, sino cuya tendencia y finalidad son contrapuestas. El autor se refiere al discurso liberal y al discurso comunista. Son contrapuestas, pues el discurso comunista surge como una radical puesta en cuestión de los fundamentos mismos de la concepción liberal burguesa, y no sólo en el ámbito de la economía política, sino también, y con igual fuerza, de los mismos fundamentos epistemológicos sobre los cuales descansa la concepción liberal del mundo. (14)

Desde esta doble perspectiva histórica, Echeverría propone, en segundo lugar, la necesidad de renovar el discurso teórico marxista, y hacerlo, a mi parecer, a partir de asumir el reto que le sugiere el llamado “postestructuralismo”, de inspiración nitzscheana y heidegeriana, en particular la crítica de Michel Foucault al marxismo. (15) Tal reto le plantea a Echeverría algunas cuestiones fundamentales que podrían ser formuladas en los siguientes términos: ¿es posible pensar el discurso de Marx más allá del tiempo en el que emerge y se conforma su reflexión, es decir, el siglo XIX?, ¿más allá de sus pretensiones científicistas o esencialistas? y de ser así ¿en qué sentido es posible? La respuesta de Echeverría no deja lugar a dudas, es posible, porque lejos de ser un corpus cerrado, acabado y petrificado, la obra de Marx es por el contrario una “obra abierta”, en constante construcción y renovación, puesto que el desarrollo histórico del capitalismo no sólo se complejiza sino que se diversifica, y, por tanto, un conocimiento de él sólo es posible si se sigue tal tendencia en sentido crítico. Así, podríamos recordar la conclusión a la que llega el mismo Foucault cuando cuestiona ¿Qué lo que todavía nos vincula a la ilustración? El responde la actitud crítica. (16) De manera análoga podríamos preguntar a Echeverría ¿qué es lo que todavía nos vincula al discurso marxista? Su respuesta es la crítica.

II. El nomos moderno y la existencia anómica

En El discurso crítico de Marx, Bolívar Echeverría reflexiona entorno a un pasaje de la Ideología alemana de Marx y Engels, en el que se escribe que el dominio material de la clase dominante es también necesariamente un dominio ideológico, pues las ideas de la clase dominante no son sólo dominantes porque sean abrumadoramente impuestas por los medios a su alcance.

La lucha ideológica y el dominio ideológico son hechos --escribe-- que ocurren en primer lugar y de manera determinante, en la esfera profunda del "lenguaje de la vida real", allí donde se produce el discurso, el "lenguaje propiamente dicho", es decir, "la conciencia y las ideas". (17)

Este pasaje me parece fundamental en la lectura que hizo Echeverría de la obra de Marx, por una parte, porque esboza la tesis según la cual el dominio ideológico es un dominio que atraviesa todo el cuerpo social, incluido el lenguaje de la vida diaria; por otra, porque abre con ello todo un campo de investigación que aborda y profundiza a lo largo de sus investigaciones en torno al lenguaje y la cultura, desde una perspectiva materialista. (18)

En Definición de la cultura, Echeverría afirma que el concepto de cultura se conforma en torno a la convicción contradictoria de que hay una substancia “espiritual”, vacía de contenidos, que sin regir la vida humana, es sin embargo, la prueba distintiva de lo humano. Para él, esta noción inconsistente constituye el núcleo de la idea de cultura en el discurso moderno, en el que «la saciedad --escribe-- aparece como garantía de plenitud, lo abstracto como emblema de lo concreto». Así, la modernidad, enemiga de la magia y los mitos, crea sus propios mitos; y aparece como un “inmenso encantamiento”, una realidad que se construye en torno a una palabra mágica: el espíritu.

Este concepto es contradictorio porque la modernidad supuso una “revolución copernicana” (Kant) en el modo de comprender, explicar y construir la realidad; una revolución según la cual el ser humano es el fundamento del conocimiento, del poder económico y político. De ahí la contradicción, señala Echeverría, pues esto no llevo al discurso moderno a prescindir del concepto de espíritu, sino más bien a afianzarlo como rasgo distintivo de la cultura y la civilización occidental, frente a los “pueblos naturales”, carentes de espíritu y cultura. De ahí que, igualmente, bajo este concepto subyazca una “visión etnocentrista” que considera lo espiritual como una “gracias divina” otorgada a una cultura elegida: la moderna cristiandad de la Reforma.

Echeverría toma distancia de este concepto idealizado de cultura y aborda el problema de la definición de la cultura recordando la disputa que tuvo lugar en los años cincuenta entre Jean-Paul Sartre y Claude Levi-Strauss. Una discusión que expresa una variante del conflicto permanente entre lo “apolíneo” y lo “dionisíaco” (Nietzsche), entre la “afirmación del nomos en la constitución de la vida humana” y la “irrupción anómica de la ek-sistencia”; un conflicto que además, Echeverría aborda desde la perspectiva sobre la constitución bifacética del hecho lingüístico planteado por Saussure; es decir, la vigencia de la estructura, lengua o código, por una parte, y la actividad del habla o el uso del lenguaje, por otra.

Echeverría aborda la problemática de la definición de la cultura en torno a la discusión que enfrenta entre sí estás dos concepciones críticas de la noción de espíritu antes dicha; pues estas dos concepciones cuestionan la función mistificadora que tal noción cumple dentro del proyecto secular moderno. Además, ambos casos reivindican la presencia de la libertad como un fundamento inherente, físico, y no meta-físico, de la vida humana.

Ahora bien, cuando Echeverría escribe sobre la cultura no se refiere a una función entre otras, sino a una dimensión del conjunto de todas ellas, a la dimensión de la existencia social, sus aspectos y sus funciones; es decir, a la omnipresencia de la actividad cultural como dimensión indispensable de la vida social.

Para fundamentar esta idea, Echeverría establece una homología entre la teoría de la reproducción social de Karl Marx y el proceso de comunicación lingüístico que postula Roman Jakobson, pues le parece el lugar conceptual más adecuado para la construcción de una teoría de la cultura. De esta homología postula la tesis de que en el proceso de reproducción social no sólo implica un momento semiótico, sino que entre el proceso de reproducción social y el proceso comunicativo hay una identidad sustancial, es decir, que el ser humano al producir y consumir objetos produce y consume signos. De allí que sostenga que, lo propio y dominante de la vida humana es que en su reproducción social, producir y consumir objetos prácticos, implica necesariamente un momento semiótico. Y de esta producción/consumo de significaciones se conforma, en otro nivel, una practicidad sui generis, puramente semiótica. En este universo de lo semiótico predomina lo político sobre lo animal y es allí en dónde Echeverría encuentra la clave para la caracterización de la cultura.

Desde esta perspectiva, Bolívar Echeverría caracteriza a la cultura como «el momento autocrítico de la reproducción que un grupo humano determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta; es el momento dialéctico del cultivo de su identidad». (19) Esta definición de la cultura como cultivo autocrítico de la identidad implica tres momentos críticos a la concepción idealista y etnocentrista de cultura del discurso moderno.

Primero, frente a la concepción que considera a la cultura como resguardo o conservación de la identidad de la comunidad, e identifica cultura y estado nación, Echeverría concibe la dimensión cultural como cultivo autocrítico de la identidad, al interior de una misma comunidad, pero sobre todo en el contacto que tiene con otras. En este sentido, la dimensión cultural implica también una apertura frente a los otros.

Segundo, frente a una modernidad que tiende a separar cada vez más el ámbito de lo ordinario, encauzándolo a la mera productividad, y el ámbito de lo extraordinario, cada vez más ocupado por la industria cultural, escribe que la cultura como cultivo autocrítico de la identidad significa también la constante irrupción de lo extraordinario en el ámbito de lo ordinario, dos ámbitos que ni siquiera en la sociedad más tecnificada y automatizada pueden ser separados totalmente.

Tercero, frente a una sociedad férreamente jerarquizada como la moderna, que no sólo ha separado el trabajo manual del intelectual, sino que además separa la cultura popular de la llamada “alta cultura, considera que siempre ha habido una constante interacción entre la cultura popular y la alta cultura, al grado de que la frontera entre una y otra aparece como algo arbitrario, pues en realidad una necesita de la otra.

Ahora bien, la cultura entendida como existencia en ruptura se manifiesta de innumerables formas en la vida cotidiana, y por ende, innumerables también son las oportunidades que tiene de realizarse. Estas formas Echeverría las clasifica en tres esquemas: el del juego, el del arte y el de la fiesta. Un rasgo común caracteriza a estos tres esquemas, se trata, escribe:

de la persecución obsesiva de una sola experiencia cíclica, la experiencia política fundamental de la anulación y el restablecimiento del sentido del mundo de la vida, de la destrucción y la reconstrucción de la “naturalidad” de lo humano, es decir, de la “necesidad contingente” de su existencia. (20)

Aquí otra aportación de Bolívar Echeverría al discurso crítico, una caracterización crítica de la cultura, en la que en medio de la asfixiante necesidad de lo real hace aparecer lo contingente como lo constitutivo de lo humano.

III. Cultura y barbarie

Está existencia en ruptura propia de la dimensión cultural, no obstante, está siendo constantemente sometida por el dispositivo civilizatorio de la modernidad capitalista. De allí que Echeverría afirme que hay una crisis irreversible de la cultura moderna occidental, denominada comúnmente “alta cultura”, pero lo cual no ha traído como compensación el fortalecimiento de la “baja cultura”, o “cultura popular” (Benjamin), sino el sometimiento de ambas a “la industria cultural” (Adorno y Horkheimer). Para él, esto parece situarnos frente a un hecho catastrófico: el de “la muerte de la cultura”, y “la sustitución de ella por la producción y el consumo de eventos de diversión y entretenimiento, programadas para una sociedad convertida en simple espectadora de su propio destino...”. (21)

Aquí, Echeverría asumió la radical puesta en cuestión de Adorno y Horkheimer de Dialéctica de la ilustración; no obstante no cayo en el pesimismo de la crítica y plantea otra cuestión a partir de tal radicalidad: ¿es la neo-barbarie de la industria cultural un destino ineluctable? ¿no hay indicios en la vida cotidiana que contradigan tal tendencia? Para él, si la dinámica histórica estuviese sólo determinada por la figura capitalista de la modernidad, efectivamente este destino sería irremediable, pues su “tendencia intrínseca es la destrucción de lo otro y la autodestrucción de lo humano”. (22) Sin embargo, aunque el dispositivo de la modernidad capitalista domina, no obstante, afirma:

Su fuerza no es otra cosa que la propia fuerza creativa de la sociedad -la que ésta tiene cuando funciona de acuerdo a su “forma natural” o en referencia al “valor de uso” del mundo de la vida-, fuerza a la que él puede únicamente desviar y deformar. Ahogarla equivaldría para él a un suicidio... (23)

Esta ambivalencia es, para Echeverría, el signo transitorio de la crisis en el que estamos, que bien puede conducir a la barbarie total, pero también de ella surge el proyecto de una modernidad alternativa, aunque de forma aún reprimida. La crisis de la cultura vendría así a significar no solamente el signo de una neo-barbarie, sino también el posible transito a un nuevo principio civilizatorio que se encuentra ya en germen en el ámbito de la vida cotidiana. En este sentido escribe:

En busca de una redefinición de sí misma (la cultura), parece insertarse en un circuito que la conecta de una manera diferente con la cultura espontánea que proviene de la vida cotidiana, del trabajo y el disfrute básicos de la vida social; un circuito que no es ya vertical, discriminador, como en toda la historia pasada, sino horizontal, de “proliferación rizomática”, incluyente. (24)

En efecto, para Echeverría la modernidad no es una realidad uniforme ni monolítica, sino que coexisten en ella un sin numero de versiones distintas de sí misma, que ciertamente han sido subyugadas u olvidadas por la modernidad existente, pero que no dejan de estar presentes en la actualidad. De allí que postule su teoría del cuadrúple ethos de la modernidad, como una puesta en cuestión de la convicción de que el mundo existente es el mejor de los mundos posibles. Según esta convicción hay una correspondencia biunívoca entre el “espíritu del capitalismo” y la “ética protestante” (Max Weber). Es decir, que no es posible una modernidad que no sea capitalista, y por tanto, la única forma de poner en marcha el revolucionamiento de las fuerzas productivas es aquella que se esboza en torno a la “ética protestante”. La “ética protestante” -escribe el autor- es la “técnica individual de autorepresión productivista y autosatisfacción sublimada”, propia del “espíritu del capitalismo”. El “espíritu del capitalismo”, por su parte, es un “comportamiento humano estructuralmente ambicioso, racionalizador y progresista.” El encuentro entre “el espíritu del capitalismo” y “la ética protestante” sería, por tanto, la condición necesaria para la organización de la vida bajo el imperativo de la acumulación de capital. (25)

Ahora bien, para Echeverría hay todo un principio de construcción del mundo de la vida social, a lo que llama ethos histórico, es decir, “un comportamiento que intenta hacer vivible lo invivible, una especie de actualización de una estrategia destinada a disolver, ya que no a solucionar, una determinada forma específica de la contradicción que constituye a la condición humana.” (26) En otras palabras, la vida práctica en la vida moderna debe desarrollarse en un mundo cuya forma objetiva se encuentra estructurada en torno a la presencia dominante del hecho capitalista. Tal hecho alberga una contradicción, un “conflicto permanente --escribe-- entre tendencias contrapuestas de dos dinámicas simultáneas.” Se refiere a que, por una parte, la vida social es un proceso de trabajo y de disfrute, referido a “valores de uso”, por la otra, es también la reproducción de su riqueza, que bajo la forma capitalista, se expresa como un proceso de “valorización de valor abstracto”. El conflicto se da --escribe-- cuando una y otra vez, y sin cesar, “la primera es sacrificada a la segunda y sometida a ella.” (27)

Ahora bien, para Echeverría si bien es cierto que la realidad capitalista es un hecho histórico ineludible, no obstante, cuatro son las maneras de vivir dentro del capitalismo, cada una de las cuales implica una actitud particular ante la contradicción antes dicha. Estas actitudes son conceptualizadas por él como ethos (28), es decir, como formas de “interiorizar” el capitalismo en la espontaneidad de la vida cotidiana. Cuatro son, por tanto, los ethos de la modernidad: el realista, el romántico, el clásico y el barroco.

El ethos realista se caracteriza por ser una actitud afirmativa y militante en favor del proceso de valorización del valor, y aunque pretende ser fiel a la forma socio-natural, potenciándola cuantitativa y cualitativamente, en verdad lo que hace es reprimirla y deformarla. Para el ethos realista habría una identidad plena, unitaria e indivisible, entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la valorización del valor. Este ethos es realista, además, no sólo porque afirma la efectividad del mundo existente, sino además, porque afirma la “imposibilidad de un mundo alternativo”. (29)

El ethos romántico, por su parte, confunde también los dos términos (entre valor de uso y valor de cambio), pero en contraposición al primero, no lo hace en favor del valor que se valoriza sino del valor de uso. Este ethos es romántico porque para él la valorización del valor no es más que otra forma de la realización de la forma natural.

En cuanto al ethos clásico, en él se percibe la contradicción capitalista como algo que se compensa con la positividad de la existencia efectiva. La espontaneidad de la realidad capitalista para este ethos se ve como el fruto de una necesidad trascendente. Este ethos percibe la negatividad del curso de la cosas, pero no se compromete en contra de tal curso, sino que se adapta de manera comprensiva al cumplimiento trágico de mundo.

Finalmente, el ethos barroco no se suma a la necesidad trascendente del hecho capitalista, sino que lo tiene como algo inaceptable y ajeno. Al respecto Echeverría escribe:

Se trata de una afirmación de la “forma natural” del mundo de la vida que parte paradójicamente de la experiencia de esa forma como ya vencida y enterrada por acción devastadora del capital.
Este ethos pretende restablecer la cualidades de la riqueza concreta re-inventándolas informa o furtivamente como cualidades de “segundo grado”. (30)

Para Echeverría, el ethos barroco es como la idea de Bataille del erotismo, es la aprobación de la vida aun en la muerte. Así, el ethos barroco puede ser entendido como una forma que permite vivir la destrucción de lo cualitativo por el capitalismo convirtiéndola en la creación de otra dimensión de lo cualitativo, desafiantemente e imaginaria. Y si bien el ethos barroco, nos dice, no elimina “la contradicción propia del mundo de la vida en la modernidad capitalista,” ni tampoco la niega, sino que la reconoce como inevitable, no obstante se resiste a aceptarla. (31)

Estos cuatro ethos corresponden para Echeverría a los distintos impulsos sucesivos de la modernidad: el nórdico, el centroeuropeo, el occidental y el mediterráneo, respectivamente. Cada una de estas versiones del ethos moderno conforman la vida social contemporánea, aunque ninguna de estas cuatro estrategias civilizatorias pueden darse de manera aislada o exclusiva, sino que están interactuando entre ellas, aunque siempre prevalezca una sobre las demás. De hecho, es el ethos realista el que ha llegado a desempeñar el papel dominante sobre los demás, que organiza su combinación con los otros y los obliga a traducirse a él para hacerse manifiestos. El ethos realista corresponde a un esquema civilizatorio que requiere e impone el uso de la “ética protestante” y que parte de la mistificación cristiana para traducir las demandas de la productividad capitalista al plano de la técnica de autodisciplinamiento individual, una productividad capitalista que como en el banco del carnicero se sacrifica incesantemente el valor de uso --y con ello, individuos y pueblos-- en beneficio de la valorización del valor.

Por otra parte, el ethos barroco, para el autor, que se genera y desarrolla en diversas circunstancias sociales e históricas, es un principio de ordenamiento del mundo de la vida, pero no el núcleo de ninguna identidad, sino más bien es la puesta en juego con que la vida concreta de las sociedades afirma su singularidad cultural. Este ethos barroco ha tenido un peculiar arraigo y desarrollo en México y América Latina, aunque para el autor no se trata mediante este concepto de sustantivar o folclorizar lo “latinoamericano”, como “barroco” o “realista mágico”, lo cual significaría aceptar pasivamente los viejos calificativos del discurso de las otras modalidades del ethos moderno, que relega a la pre-modernidad al ethos barroco. Se trata más bien de comprender la singularidad de un proceso socio-cultural en una época determinada, pero a condición de que, como recomendaba Walter Benjamin, la mirada crítica se vuelva contra la continuidad histórica pasando el cepillo a contrapelo de la suntuosidad de la historia.

Desde esta perspectiva, la particularidad del ethos barroco puede ser ilustrada para Echeverría en la historia de la España americana de los siglos XVII y XVIII. (32) Por una parte, porque la modalidad barroca del ethos moderno prevaleció con especial fuerza en esta sociedad construida sobre la destrucción casi total de las civilizaciones americanas, por la otra, porque el largo predominio del ethos barroco, primero abierto y luego subterráneo, en estas sociedades han permitido la creación de nuevas formas. En efecto, a comienzos del siglo XVII, la España americana era el escenario de dos épocas históricas diferentes en el que sus habitantes eran los protagonistas de dos dramas: uno en declive, el de la conquista y la evangelización, y otro que comenzaba: el mestizaje civilizatorio y cultural.

Ahora bien, es cierto también que, entre la civilización indígena y española --señala Echeverría-- había una extrañeza enorme y radical, que no reconocía terrenos homogéneos, ni puentes de ninguna clase que pudieran unificarlos. De allí que la coexistencia entre los españoles y los indios fuera un boycott constante. Pero las condiciones particulares de la población en la España americana abrieron la posibilidad de aceptar una relación de reciprocidad con la población indígena y africana.

¿Cuáles eran estas circunstancias? El sueño del siglo XVI --escribe Echeverría-- de una Europa en América se había clausurado. España había perdido todo interés por su extensión trasatlántica. El esquema civilizatorio europeo en América ya no podía cumplir su ciclo de reproducción que tenía un contacto orgánico y permanente con la metrópoli. Pero no sólo la civilización europea se estaba extinguiendo, sino también, y quizá más rápido, las civilizaciones indígenas, cuya presencia política y religiosa había sido prácticamente aniquilada por la barbarie de la conquista. Estas civilizaciones, por ello, no estaban en condiciones sustituir a la civilización europea. De allí que, existía la amenaza de la desaparición de ambas, lo cual lleva a juntarse tanto a los “naturales” como los españoles ante el peligro de una nueva barbarie.

Ahora bien, Echeverría plantea también que, a pesar de la crisis por la que atravesaba el esquema civilizatorio europeo era el único que posibilitaba la organización de la vida social; el otro, el “natural”, aunque no había sido totalmente aniquilado ni sustituido, no estaba ya en condiciones de disputar la supremacía; no obstante, si éste aceptaba el esquema civilizatorio europeo como garantía de la vida social, no lo hacía pasivamente, sino que acudía en su ayuda, se confundía con él y lo reconstituía con el fin de mantener su vigencia amenazada.

Así, el “mestizaje” de las formas culturales apareció --de acuerdo con Echeverría-- como una estrategia de “supervivencia”, como la afirmación de la vida después de la muerte. Su escenario fue la vida citadina, allí en donde indígenas y africanos cohabitaban con los españoles. La estrategia de supervivencia, o resistencia, pasaba no sólo por la aceptación de la construcción del mundo traído por los conquistadores, sino por su defensa, muchas veces sin contar con la colaboración de los dominadores, y aun incluso en su contra.

Ahora bien, cabe advertir que cuando Echeverría habla de mestizaje no se refiere a la la figura química o biológica con la que comúnmente suele asociarse, sino más bien se refiere al proceso semiótico bajo el cual podría pensarse como codigofagía:

Las subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la de devorarse las unas a las otras; la de golpear destructivamente en el centro de simbolización constitutivo de la que tiene enfrente y apropiarse e integrar en sí, sometiéndose a sí mismas a una alteración esencial, los restos aún vivos que quedan de ella después. (33)

En este sentido, de acuerdo con Echeverría, lo barroco se ha hecho manifiesto en América Latina no sólo en sus obras de arte u obras literarias, sino sobre todo en sus usos lingüísticos, en las formas de la política y la vida cotidiana. Así, citando a Severo Sarduy, podríamos decir que, el comportamiento barroco significa “amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación”. (34) En efecto, el ethos barroco es, de acuerdo con Echeverría, la afirmación de la corporeidad concreta del “valor de uso” que termina en una reconstrucción de tal corporeidad, es una estrategia que acepta a regañadientes las leyes de la circulación mercantil, a las que dicha corporeidad se sacrifica, pero que lo hace al mismo tiempo que se inconforma con ellas y las somete a un juego de transgresiones que las refuncionaliza.

Una consideración final. Como he intentado mostrar, la rica y compleja diversidad de reflexiones de Bolívar Echeverría tiene como denominador común: la labor crítica. Una crítica de la modernidad capitalista, de su concepto idealizado de cultura y de sus concepciones acerca de los fenómenos histórico-culturales. En este sentido, si bien es cierto que, como afirmaba Adorno, “no hay una vida recta en lo falso”, no obstante, Echeverría nos muestra como aun en medio de lo falso, la existencia humana irrumpe constantemente, se resiste a ser reducida a mero objeto dentro del proceso de producción mercantil, transgrede y subvierte, mediante una actitud barroca, a la forma realista del ethos moderno, y lo hace mediante el juego, el arte y la fiesta, propia de la dimensión cultural, pero también mediante la labor crítica, que Bolívar Echeverría cultivó con gran maestría.

NOTAS

1. “ No hay una vida recta en lo falso.” Theodor W. Adorno, Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädigten Leben, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main, 2001, p. 59.

2. Echeverría, Bolívar, Vuelta de siglo, Era, México, 2006, p. 165.

3. Platón, Político, Diálogos V, Gredos, Madrid, 2000, pp. 489-294.

4. Bozal, Valeriano, “Orígenes de la estética moderna”, Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas. I. Balsa de la medusa, Visor, Madrid, 2000.

5. Me refiero por supuesto a: La crítica de la razón pura (1781), La crítica de la razón práctica (1788), y La crítica de la facultad de juzgar ( Urteilskraft ) (1790). No es casual el sustantivo ‘Crítica’ como denominación común de estas tres obras.

6. Cf. Cassirer, Ernst, Filosofía de la ilustración, FCE, México, 1997. Particularmente pp. 304-393.

7. Ver: Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie. 1843/44. Versión castellana: Para una crítica de la filosofía del derecho de Hegel, existen varias ediciones en castellano.

8. “La crítica ha deshojado las flores imaginarias de las cadenas, no para que el hombre vista sus cadenas sin fantasía ni consuelo, sino para que arroje sus cadenas y tome las flores vivas.” Aquí las flores imaginarias significa la autoenajenación religiosa, mientras las cadenas la enajenación del mundo real. (La traducción es mía).

9. Cf. Echeverría, Bolívar, “El ethos barroco ”, en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, UNAM/El equilibrista, México, 1994. Una versión retrabajada de este texto en La modernidad de lo barroco, Era, México, 1997.

10. Echeverría, Bolívar, El discurso crítico de Marx, Era, México, 1986.

11. Este fue el tema de sus curso de 'Introducción a la filosofía de la cultura' impartido entre 1981-1982 en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y que será publicado años más tarde bajo el título de Definición de la cultura, Itaca, México, 2001. Recientemente reeditado por el FCE.

12. Este tema es expuesto en un primer ensayo titulado, “El ethos barroco”, en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco. Posteriormente problematizado y complejizado en relación a otros campos del conocimiento en su libro La modernidad de lo barroco. Cabe mencionar aquí, que Echeverría estableció un dialogo muy productivo con autores como Severo Sarduy, Lezama Lima o Carlos Rincón, para aproximarse al tema de lo barroco desde una perspectiva latinoamericana, aunque enriquecida con sus anteriores investigaciones.

13. Cf. Echeverría, Bolívar, “Presentación ” a El discurso crítico de Marx.

14. Cfr. Echeverría, Bolívar, “El materialismo de Mar” en Idem.

15. La crítica de Foucault estaba dirigida más a un determinado tipo de marxismo, principalmente al Partido Comunista Francés, o al del marxismo soviético, que al aparato teórico de Marx, como puede verse en su texto ¿Qué es la crítica?, en donde Foucault establece una afinidad entre su discurso teórico y el de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt, que como es sabido, fueron atentos lectores de Marx.

16. Cf. Foucault, Michel, “¿Qué es la ilustración?” En Obras esenciales, Vol. III, Paidós, Madrid, 1999, pp. 335-352.

17. Echeverría, Bolívar, El discurso crítico de Marx, p. 41.

18. “Materialismo” es un concepto crítico, no una doctrina filosófica o política. Y en este sentido lo expresa Echeverría en su lectura de Marx que comentamos, en su propia obra y en la crítica a la concepción idealista de la cultura que realiza. Sobre este concepto en la obra de Marx ver: La ideología alemana. I. Feuerbach, contraposición de la concepción idealista y materialista. En la labor crítica de Echeverría, dos perspectivas, además a la crítica de la economía política, se articulan para abordar el problema que le plantea la modernidad: una filosófica cultural, que desarrolla en sus cursos sobre 'Problemas de filosofía de la Cultura', y la otra, histórico filosófica, que desarrolla en su libro La modernidad de lo barroco.

19. Echeverría, Bolívar, Definición de la cultura, p. 187

20. Ibid., p. 200.

21. Echeverría, Bolívar, Vuelta de siglo, p. 17.

22. Idem.

23. Ibid., pp. 17-18

24. Idem.

25. Cf. Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco.

26. “Ethos barroco”, en Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, p. 19.

27. La contradicción de la que Marx escribió en su obra el capital, le sirve a Echeverría para analizar fenómenos de otro orden, como el del comportamiento socio-cultural de la vida social que estamos viendo.

28. El término ethos tiene un doble sentido que se refiere a recurso defensivo o pasivo, en el sentido de morada, abrigo o refugio, y un recurso ofensivo o activo, un arma. “Conjunta el concepto de “uso”, costumbre o comp ortamiento automático...con el concepto de carácter, personalidad o modo de ser”. Cf. Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, p. 18.

29. Ibid., p. 20.

30. Ibid., p. 21 y 22.

31. Ibid., p. 21.

32. Y aún antes podemos encontrar expresiones de esta singularidad, cuando por ejemplo, los indios en el México del siglo XVI, y no los criollos como pensaba Edmundo O'Gorman, convirtieron el rito católico a la virgen Maria, en el rito guadalupano. (Ver: “El guadalupanismo y el ethos barroco en América”, en Blanquitud y modernidad, Era, México, 2010. O aún antes, en la figura de Malintzin, única interprete de dos códigos lingüísticos diferentes, que conforma un tercero, mediante la estrategia del mestizaje cultural, para hacer creíble, la ilusión de la comunicación. (Ver, “Malintzin, la lengua”; en La modernidad de lo barroco).

33. Echeverría, Bolívar, Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco, p. 32.

34. Citado en Echeverría, Bolívar, La modernidad de lo barroco, p. 17. El texto de Sarduy es: Barroco, Sudamérica, Buenos Aires, 1974.

Fuente: Rebelión (21-02-2011)

18 febrero, 2011

Alain Badiou: A propósito de los disturbios en general y los de Túnez en particular*

Hoy voy a hablar de los disturbios en Túnez. No nos apartaremos del tema del seminario de este año -¿Qué significa «cambiar el mundo»?- una expresión cuya naturaleza equívoca ya he señalado.

Si entendemos por «disturbios» la actuación en las calles de personas que quieren conseguir el derrocamiento del gobierno por medio de una violencia de grado variable, debemos destacar en primer lugar la rareza de estos disturbios en Túnez: fueron victoriosos. Allí había un régimen que durante 23 años parecía firme y sin embargo fue derrocado por una acción popular que inmediatamente estableció de manera retroactiva su naturaleza de «eslabón más débil».

¿Por qué es necesario analizar este fenómeno, cuando podríamos limitarnos a alegrarnos? Porque despunta una cierta inquietud vinculada a la obligatoriedad de la satisfacción cuyo carácter, digamos consensual, conviene señalar a pesar de la ilegalidad inherente a estos acontecimientos. Hoy no es fácil decir: «Me gusta Ben Alí y siento mucho que haya tenido que abandonar el poder». Si lo decimos nos encontraremos en una posición muy incómoda. Por esa razón hay que rendir un homenaje a la ministra Alliot-Marie que lamentó públicamente haberse demorado en ofrecer «las habilidades» de las fuerzas de policía de Francia al servicio de Ben Alí, expresando en voz alta lo que su colegas pensaban para su coleto. A su lado Sarkozy es un hipócrita y un cobarde, igual que todos aquéllos, tanto en la derecha como en la izquierda, que hace sólo unas semanas se congratulaban por tener en Ben Alí una sólida muralla contra el islamismo y un alumno excelente de Occidente y que hoy se ven obligados, por un consenso de opinión, a fingir que se alegran de su salida con el rabo entre las piernas.

Insistamos: un gobierno derrocado por la violencia popular (y en especial por la juventud, que fue la punta de lanza), es un fenómeno raro para el cual, si queremos encontrar un precedente similar, hace falta retroceder treinta años, a saber, a la revolución iraní de 1979 [1]. Treinta años durante los que prevaleció la convicción de que tales fenómenos ya no eran posibles. Es, en particular, lo que proclamaba la tesis conocida como «el fin de la historia». Dicha tesis evidentemente no significaba que ya no sucedería nada más. «Fin de la historia» quería decir «fin de los acontecimientos históricos», fin de lo que la organización del poder podía volver a poner en juego gracias a un momento en el que, como decía Trotski, «las masas hacen su aparición en la Historia». La trayectoria normal de las cosas era la alianza de la economía de mercado y la democracia parlamentaria, alianza que era la única norma sostenible de la subjetividad general. Ése es el significado del término «globalización»: esta subjetividad convertida en subjetividad mundial. Lo cual, por otra parte, no es incompatible con las guerras punitivas (Iraq, Afganistán), las guerras civiles (en los degradados Estados africanos), la represión de la Intifada palestina etc. Así, lo más fascinante de los acontecimientos de Túnez es su historicidad, la puesta en evidencia de una capacidad intacta de creación de nuevas formas de organización colectiva.

Al conjunto formado por la economía de mercado y la democracia parlamentaria, concebido como un sistema insuperable, propongo nombrarlo: «Occidente» que, por otra parte, es como él mismo se autodenomina. Entre otros nombres que circulan, podemos señalar «comunidad internacional», «civilización» (donde se contrapone, como corresponde, a diversas formas de barbarie, véase la expresión «choque de civilizaciones»), «potencias occidentales»… Recuerdo que hace más de treinta años el único grupo que reivindicaba este nombre sistemáticamente -«Occidente»-, era un pequeño grupo fascista armado con barras de hierro (con el que tuve un choque en mi juventud). Que una palabra pueda cambiar de referente de manera tan espectacular sólo puede significar que el propio mundo cambió. El mundo ya no tiene la misma trascendencia.

¿Estamos en una época de disturbios?

Se podría pensar así viendo los recientes acontecimientos de Grecia, Islandia, Inglaterra, Tailandia (los Camisas Rojas), los motines del hambre en África o las importantes revueltas obreras en China. En la propia Francia existe una especie de tensión pre-revolucionaria; a través de fenómenos como las ocupaciones de fábricas, la gente está al borde de aceptar la revuelta.

Para explicarlo existe, por supuesto, la crisis sistémica del capitalismo que apareció hace 2 ó 3 años (y que está lejos de acabar) con su sucesión de estancamientos sociales, de miserias, y la sensación creciente de que el sistema no es tan viable ni tan magnífico como nos dijeron; la vacuidad de los sistemas políticos se ha vuelto patente y sólo se justifican como servidores del sistema económico (el episodio del «salvamento de los bancos» fue particularmente demostrativo), lo que contribuye mucho a despojarlos de credibilidad. En el mismo período, y precisamente porque son los agentes de la supervivencia del sistema, los Estados tomaron medidas dramáticamente reaccionarias en varios sectores (ferrocarriles, correos, escuelas, hospitales…).

Me gustaría situar estos fenómenos en el marco de una periodicidad histórica. Creo que las condiciones para los disturbios aparecen en períodos «entre intervalos». ¿Qué es un período «entre intervalos»? A una secuencia en la que la lógica revolucionaria se clarifica y en la que ésta se presenta explícitamente como una alternativa, sucede un período «entre intervalos» en el que la idea revolucionaria se desactiva y todavía no existe otra que la sustituya, donde aún no se ha construido una disposición alternativa. Es durante esos períodos cuando los reaccionarios pueden decir, justamente porque la alternativa está debilitada, que las cosas han retomado su curso natural. Es lo que sucedió típicamente en 1815 con los restauradores de la Santa-Alianza. En los períodos «entre intervalos» existen los descontentos pero no están estructurados, ya que no pueden sacar su fuerza de una idea compartida. Su fuerza es esencialmente negativa («que se vayan»). Por esa razón, la forma de actuar de una masa colectiva durante un período «entre intervalos» son los disturbios. Tomemos el período de 1820-1850: fue un gran período de motines (1830, 1848, la «Révolté des Canuts» [revuelta de los industriales de la seda, n. de t.] de Lyon…), pero no fue estéril; al contrario, fue muy fecunda aunque de modo invisible. De este período salieron las grandes orientaciones políticas globales que estructuraron el siglo siguiente. Ya lo dijo Marx: «el movimiento obrero francés fue una de las fuentes de su pensamiento (junto a la filosofía alemana y la economía política inglesa)».

¿Cuál es el criterio de valoración de los disturbios?

El problema característico de los disturbios, como elementos que cuestionan el poder del Estado, es que exponen al Estado a un cambio político (la posibilidad de que se hunda), pero los disturbios no constituyen ese cambio: lo que sucederá en el Estado no está previsto antes de los disturbios. Es la diferencia principal con una revolución que propone, en sí misma, una alternativa. Esta es la razón por la que, en todas las épocas, los revolucionarios se quejan de que el nuevo régimen es igual que el anterior (tenemos el prototipo después de la caída de Napoleón III con la constitución, el 4 de septiembre, de un régimen formado por el personal político del régimen anterior). Les señalo que el Partido, tal como fue creado el concepto por el POSDR (Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, n. de t.) y luego por los bolcheviques, es una estructura explícitamente apta para constituirse como una alternativa al poder establecido. Cuando la figura de los disturbios se convierte en una figura política, es decir, cuando dispone del personal político que necesita y no es necesario recurrir a los «viejos caballos políticos», en ese momento se puede anunciar el final del período «entre intervalos».

Volviendo a la revuelta tunecina, es muy probable que continúe –fragmentándose- al proclamar que el modelo de poder que se va a instalar está tan desconectado del movimiento popular que tampoco se acepta. Entonces, ¿sobre qué criterios se pueden valorar los disturbios? En primer lugar debería existir una cierta empatía con ellos, condición completamente necesaria. Está el reconocimiento de su capacidad negativa, el poder deshonrado se hunde, al menos sus símbolos. ¿Pero qué es lo que se afirma? La prensa occidental ya respondió diciendo que allí se está expresando un deseo de Occidente. Lo que se puede asegurar es que se trata de un deseo de libertad y que tal deseo es, sin discusión, un deseo legítimo frente a un régimen tan despótico y corrompido como el de Ben Alí. Qué este deseo como tal sea un deseo de Occidente es más dudoso.

Hay que recordar que Occidente como potencia hasta ahora no ha dado ninguna prueba de que se preocupe de alguna forma de organizar la libertad en los lugares donde interviene. Lo que cuenta para Occidente es: «¿Están con nosotros o no?», dando a la expresión «estar con nosotros» el significado de pertenecer a la economía de mercado, si es necesario en colaboración con una policía contrarrevolucionaria. Los «países amigos» como Egipto o Pakistán también son despóticos y corruptos como lo era el Túnez de Ben Alí, pero no se oye hablar demasiado de este asunto a los que aparecieron, con ocasión de los acontecimientos de Túnez, como ardientes defensores de la libertad.

¿Cómo definir un movimiento que se puede reducir a un «deseo de Occidente»? Podríamos decir, y esta definición se puede aplicar a cualquier país, que se trata de un movimiento que se concreta en la figura de unos disturbios «antidéspota» cuya potencia negativa y popular toma la forma de la masa y cuya potencia afirmativa no tiene más normas que las que prevalecen en Occidente. Un movimiento popular que responde a esta definición tiene muchas posibilidades de agotarse en las elecciones y no hay ninguna razón para que origine otra perspectiva política. Opino que al final de un proceso de ese tipo habremos asistido a un fenómeno de inclusión occidental. Lo que nos dice la prensa occidental es que este fenómeno es la salida inevitable del proceso de las revueltas, en este caso en Túnez.

Si es cierto, como previó Marx, que el espacio de realización de las ideas emancipadoras es el espacio mundial (lo cual, dicho sea de paso, no fue el caso de las revoluciones del siglo XX), entonces un fenómeno de inclusión occidental no puede considerarse un verdadero cambio. Lo que sería un cambio de verdad sería una salida de Occidente, una «desoccidentalización», y ésta tomaría la forma de una exclusión. Fantasía, me dirán, pero es justamente un fantasía típica de un período «entre intervalos» como el que estamos viviendo.

Si hubiera un desarrollo diferente de la evolución hacia la inclusión occidental, ¿qué podría constatarlo? Aquí no se puede dar ninguna respuesta formal. Simplemente podemos decir que no hay nada que esperar del análisis del proceso estatal en sí mismo el cual, necesariamente largo y tortuoso, acabará por desembocar en elecciones. Lo que hace falta es una investigación paciente y minuciosa entre la gente en busca de aquello que, al final de un proceso de división inevitable (porque siempre hay dos que tienen la Verdad, y no uno), estará dirigido por una parte del movimiento: los que ya se anunciaron. No se elegirán los que no sean solubles a la inclusión occidental. Si existen entre los anunciados, se les reconocerá fácilmente. Es con la condición de esos nuevos anunciados como puede concebirse un proceso de organización de la acción colectiva.

Para concluir, volvamos a la empatía. La enseñanza de los acontecimientos tunecinos, la lección mínima, es que lo que aparenta una estabilidad a toda prueba puede acabar hundiéndose. Y esto, esto produce placer, incluso mucho placer.

NOTA:

[1] La caída de los regímenes comunistas de Europa del Este hace una veintena de años no es comparable. Dicha caída se llevó a cabo con el consentimiento de la URSS, simbolizado en la entrevista entre el dirigente alemán oriental Honecker y sus tutores rusos: cuando Honecker les pidió la autorización (que estaba obligado a pedir) para disparar sobre la muchedumbre se la denegaron. El cambio de la estructura del poder comunista se llevó a cabo con los mismos «apparátchiks» que se instalaron en el poder sobre las ruinas del sistema que ellos mismos habían conducido a la implosión.

*Transcripción de Daniel Fisher del seminario de Alain Badiou en la École Normale Supérieure de París, el 19 de enero de 2011.

Fuente: Tunisia Watch

Traducido para Rebelión (12-02-2011) por Jorge Aldao y revisado por Caty R.

12 febrero, 2011

G. A. Cohen: 'Karl Marx' by Allen W. Wood

Descubrí, por casualidad, esta reseña (en inglés) de G. A. Cohen sobre el Karl Marx de Allen W. Wood (1981). En su momento, esta obra fue la mejor introducción al pensamiento de Marx disponible en inglés, pues Making Sense of Marx de Jon Elster se publicaría en 1985. Quizá pudiere parecer anacrónica la reseña, más aún que se ha publicado la segunda edición en 2004, pero esta última sólo agrega un nuevo capítulo sobre ‘Explotación capitalista’, además de pequeños cambios aquí y allá. De ahí que el comentario de Cohen no ha perdido actualidad ni interés crítico.

Allen W. Wood, Karl Marx. London: Routledge and Kegan Paul, 1981, pp. 282.


This addition to Ted Honderich's imposing 'Arguments of the Philosophers' series is, at the time of writing, the best philosophical introduction to Marx in English. It is a well organized, well written, and, with one big exception—to which most of this review will be devoted—supremely balanced work. Wood is properly and acidly sceptical about many of the claims about Marx and about the world which Marxists have made, but he is also largely persuasive in his enthusiastic recommendation of what he thinks is abidingly valuable in Marxism.

The book is divided into five Parts. The first Part, on Alienation, begins with the liberating observation (p. 4) that one should not expect to identify a theory of Alienation in Marx, since the fragments carrying his ideas on that topic present phenomena too disparate for theoretical unification. Wood nevertheless succeeds in unifying his own discussion by providing a judicious account of the much unanalysed idea of self-realization: various failures to achieve self-realization generate correspondingly various alienations.

In Part Two, on Historical Materialism, Wood joins those who seek to reinstate a toughly materialist reading of Marx's theory of history, in the face of sixty years of Hegelian and other idealist interpretation of it. He devises many good distinctions, such as those which enable him to present historical agents' lack of self-knowledge as a social rather than a psychological matter (pp. 88, 93, 112), and others which support his nuanced denial that historical materialism is a determinist doctrine (pp. 111—17). He also lodges many particular claims with which I disagree, too many, indeed, to discuss here, where I shall comment on one very general issue only.

That issue is the relationship between two branches of Marxism, its philosophical anthropology (or conception of human nature), and its theory of history, which correspond to Parts One and Two of Wood's book. I think Wood associates the two too closely. It is easy to do that, since the concept of production is at the centre of each, but it plays contrasting roles. In the philosophical anthropology people are by nature creative beings. They flourish only in the cultivation and exercise of their manifold powers, and they are especially productive—which is to say, here, creative—in the condition of freedom conferred by material plenty. But in the theory of history people produce not freely but because they have to, because nature does not otherwise supply their wants; and the development in history of the productive power of man (as such, as a species) occurs at the expense of the creative capacity of the men who are the agents and victims of that development. They are forced to perform repugnant labour which is a denial, not an expression, of their natures: it is not 'the free play of [their] own physical and mental powers' (Capital, vol. I, Moscow, 1961, p. 178).

Wood writes: 'Historical progress consists fundamentally in the growth of people's abilities to shape and control the world about them. This is the most basic way in which they develop and express their human essence. It is the definite means by which they may in time gain a measure of freedom, of mastery over their social creations' (p. 75). The first sentence is ambiguous, because of 'people's abilities', which may denote either abilities inherent in individuals or the Ability of Man, and only under the latter interpretation is the sentence true. And the second sentence is, consequently, false: people do not develop and express their human essence in activity which thwarts that essence. The third sentence, taken out of context, might still be true, since an essence-frustrating cause could have essence-congenial effects, but if we take it to mean that humanity engages in self-denying labour in order 'in time' to achieve self-fulfilment, then what it says is too extravagantly teleological. Teleological or (as I prefer to consider them) functional explanations are, I am sure, fundamental in historical materialism, but it does not follow that history as a whole has an overall purpose which humanity pursues.

After Historical Materialism comes the book's most original Part, on Marxism and Morality. Here Wood departs from sobriety and defends, with considerable skill, the unlikely thesis which he launched in his seminal article on 'The Marxian Critique of Justice' (Philosophy and Public Affairs, Volume i, 1971-2): that Marx did not think capitalism was an unjust society. He argues that the common and natural supposition that Marx did think it unjust reflects misunderstanding of his social philosophy, according to which principles of justice are never to be taken as they present themselves but are always to be understood reductively, as the ideological sublimates of effective power relations which it is their function to endorse and thereby reinforce.

For Wood's Marx that is just, in a given society, which conforms to the ground plan of that society, and there are no criteria of justice by reference to which its ground plan might be criticized. Wood infers that, for Marx, the contract between capitalists and worker is not only not unjust, but just, at least in the standard case where the worker gets the market value of the labour power he sells. There are no non-capitalist criteria of justice which impugn a properly formed labour contract, just as there are no criteria of justice which impugn slave ownership in a slave society, where it is not only not unjust, but just (p. 131).

Marx condemns capitalism because it displays, not injustice, or any other moral evil, but what Wood considers to be non-moral evils: it cripples human creativity and it fosters inhumane social relations. 'Although capitalist exploitation alienates, dehumanizes and degrades wage labourers, it does not violate any of their rights, and there is nothing about it which is wrongful or unjust' (p. 43), since in capitalist society there exist no rights beyond those which capitalist exploitation honours.

This is a patently interesting interpretation of Marx, and Wood makes a strong textual case for it. But the case is not invulnerable, and a number of authors have plausibly reinterpreted many of the texts he uses and adduced other ones which embarrass his position. Ziyad Husami's 'Marx on Distributive Justice' (Philosophy and Public Affairs, Volume 8, 1978—9) and Gary Young's 'Justice and Capitalist Production' (Canadian Journal of Philosophy, Volume 8, 1978) are especially effective contributions, and I also recommend Young's 'Doing Marx Justice', in the bumper Supplementary Volume VII (1981) of the Canadian Journal of Philosophy, entitled Marx and Morality, which contains an excellent bibliography.

I cannot review the many relevant texts here, but there is a well-known passage in Volume I of Capital which is particularly germane, and I shall turn to it after I have expounded a pertinent bit of Marx's economic theory.

A main object of Capital is to explain how capitalists are able to turn given sums of money, or value, into bigger ones. Marx thinks the explanation cannot in general be that the capitalist exchanges what he has for something more valuable, for then the other party loses whatever the capitalist gets, and there is no net gain: what needs to be explained is the (for Marx) manifest fact that fresh value comes into being, and none comes into being when one person gets value which another loses. Marx concludes that the only way, in general, in which a capitalist can increase his stock of value is by purchasing, at its value, a commodity which can be used to create more value than it, that commodity, has. He then identifies the worker's labour power as the requisite commodity. It is sold in daily or weekly packets to the capitalist, who pays for it a sum corresponding to the number of hours required to produce it (to produce, that is, the commodities the worker must consume to remain alive and able to work). Since, according to the labour theory of value, the value of a commodity depends precisely on how many hours are required to produce it, the worker gets the value of his labour power, but the capitalist nevertheless gains (newly created) value, because the value of the worker's labour power is less than the value of what it produces: a worker can work more hours per day than are required to produce what he must consume to work that many hours in a day.

In this operation 'equivalent is exchanged for equivalent', since the worker gets the full value of his labour power, but 'the transaction is for all that only the old dodge of every conqueror who buys commodities from the conquered with the money he has robbed them of (mit ihrem eignen, geraubten Geld)', since capitalists pay wages with money they get by selling what workers produce. Thus the worker, though paid the full value of his labour power, does not get the extra, or surplus, value he produces, and capitalist profit, and therefore capitalism, are 'based on theft (Diebstahl) of another's labour time' (Grundritse, Penguin, 1973, p. 705).

Now when Marx speaks here (and elsewhere: this is not an isolated text) of 'robbery' (or 'theft') he cannot mean 'robbery according to the rules of capitalism', since the transaction he considers robbery obeys those rules: what is wrong with capitalism is that the appropriation of surplus labour is not, by its rules, robbery, that when and because the worker gets the full value of his labour power, he is robbed. When, therefore, Wood stresses (p. 256) against his critic Husami that the Capital passage speaks of an exchange of equivalents, he exhibits a singular and uncharacteristic obtuseness, since Marx's point is that equal exchange enables the capitalist to rob the worker. Wood treats the assertion of equivalence as though Marx intended it to show that moral condemnation of capitalism is out of place, when its purpose, for Marx, is to emphasize that the transaction he goes on to condemn does not violate the rules of market exchange.

Now since, as Wood will agree, Marx did not think that by capitalist criteria the capitalist steals, and since he did think he steals, he must have meant that he steals in some appropriately non-relativist sense. And since to steal is, in general, wrongly to take what rightly belongs to another, to steal is to commit an injustice, and a system which is 'based on theft' is based on injustice.

Did Marx, nevertheless, lack the belief that capitalism was unjust, because he failed to notice that robbery constitutes an injustice? I think the relationship between robbery and injustice is so close that anyone who thinks capitalism is robbery must be treated as someone who thinks capitalism is unjust, even if he does not realize that he thinks it is.

And perhaps Marx did not always realize that he thought capitalism was unjust. For there exist texts, ably exploited by Wood, which suggest that, at least when writing them, Marx thought all non-relativist notions of justice and injustice were moonshine. If the texts really show that he thought so, then I would conclude that, at least sometimes, Marx mistakenly thought that Marx did not believe that capitalism teas unjust, because he was confused about justice. (The italicized thesis is misreported, in two different ways, at pp. 9 and 42 of Marx and Morality (op. cit.) because of bad (copy?) editing.)

At one point Wood approaches a thesis about Marx on capitalism and justice which resembles the one just stated, but he retreats from it on the ground that 'there is no sign that Marx sees anything morally wrong or unjust about . . . capitalism' (p. 151). I think calling it 'robbery' is such a sign, and that saying 'Capitalist justice is truly to be wondered at!' (Capital,Volume I, op cit., p. 660), with the sense the remark carries in its context, is another one.

So I uphold the conventional idea that Marx thought capitalist exploitation is unjust, and I shall now argue that Wood's denial (see p. 442 above) that exploitation is unjust leads him into a false account of what exploitation is, in fact and in Marx. He says that exploiters get something from those they exploit without giving anything in return, but that not all unreciprocated transfers are exploitative. I more or less agree with that, although there are problems, touched on below, about what is to count as absence of reciprocity. But Wood and I disagree about what the other features of exploitation are. I would claim, conventionally enough, that non-reciprocity is exploitative only when it is unfair, but Wood cannot acknowledge that exploitation is unfair, and he proposes this different account of the concept: Marx's idea is that A exploits B whenever A lives off the fruits of B's labor and is able to do so not because A makes any reciprocal contribution to social production but because the social relations in which A stands to B put A in a position to coerce B to work for A's benefit (p 232). But coercion, I shall argue, is neither a necessary condition, nor, when added to non-reciprocity, a sufficient condition, of exploitation.

To see that it is not a necessary condition consider a rich capitalist, A, who, for whatever reason, voluntarily works for another capitalist, B, at a wage which is such that, were A a worker, he would count as exploited. On my view, and also Marx's, A, though not forced to work for B, or for anyone else, is exploited by B. We might ask A why he lets B exploit him and he might give any of various answers: 'I don't think B is exploiting me', 'I don't mind being exploited', 'I bet C that I would get B to hire me', 'I want to see what it is like to be a worker', and so on. Being a rich capitalist, he could not reply:' I have no choice'. Yet on Wood's view it is truistic to say of an exploited person that he is forced to work for his exploiter.

So I do not agree with Wood that the reason why 'people who live on welfare do not exploit taxpayers' is that 'the taxpayers are coerced by the state and not by the welfare recipients' (p. 267): exploiters do not necessarily coerce those they exploit. In my different view, one reason why welfare recipients are not exploiters is that the relevant transfer payments are not unjust. For the same reason, they are also not beneficiaries of exploitation. (A non-exploiter may be a beneficiary of exploitation, as Wood would no doubt agree that capitalists' children are, and as he might agree that he and I are.) Is Wood willing to say that people on welfare are beneficiaries of exploitation, since others—the state—force taxpayers, who receive nothing in return, to sustain them? He seems committed to that unfortunate claim.

I would also deny that coercive non-reciprocity is a sufficient condition of exploitation. Wood purports to illustrate the sufficiency thesis by urging that 'welfare recipients would exploit taxpayers if—as some right-wing fanatics claim—the state were in the hands of good-for-nothings who used its taxing powers to plunder hardworking citizens' (p. 268), but by describing the hypothetically coercing welfare receivers as good-fornothings he obscures the issue whether it is their coerciveness or their undeservingness which makes them exploiters. For a better test of the sufficiency claim, imagine not good-for-nothings but involuntarily unemployed adults with plenty of children to feed who force earners to make modest payments to them, by threatening violence in the streets, or, more fancifully, under a constitution which confers legislative power in welfare matters on unemployed people. 'Right-wing fanatics' would call those people exploiters. How could Wood disagree?

Right-wing fanatics—and even non-fanatics—would say that on Wood's definition of exploitation capitalists are not exploiters, since they provide workers with means of production and thereby make a 'reciprocal contribution to social production'. I would reply that the said 'contribution' does not establish absence of exploitation, since capitalist property in means of production is theft, and the capitalist is therefore 'providing' only what morally ought not to be his to provide. But how could Wood, steering scrupulously clear of moral judgment, resist the claim that there is a reciprocity in the capital/labour relationship which disproves the charge of exploitation?

The last and least interesting Parts of Karl Marx are devoted to Philosophical Materialism and The Dialectical Method. Wood's discussion of these matters is far superior to most, but that is not high praise since, as many will agree, Marxist research has been particularly infertile in these areas. The Part on Philosophical Materialism is a refreshing treatment of a dry subject, but I was less impressed by Wood on dialectic. He relies too much on an unexplicated notion of 'organic wholeness', and I cannot agree with him that 'inherent tendencies to development' (with which he associates dialectic) and 'causal laws' (p. 211) represent fundamentally contrasting sources of explanation of phenomena, since the first notion seems to depend on the second. I also think that, in his chapter on 'Dialectic in Capital', Wood is too kind to the labour theory of value, but there is no space to substantiate that here.

I disagree with Karl Marx on a number of important counts, but I would reiterate that it is a splendidly well constructed book, and quite the best general philosophical treatment of Marx in English.

Fuente: Mind, vol. XCII, no. 367, 1983, pp. 440-445.

07 febrero, 2011

G. A. Cohen: Against Capitalism

He aquí la transcripción (en inglés) del video de G. A. Cohen: Against Capitalism (1986) --que recién generara controversia en la blogósfera--, donde Cohen ilustra de una manera sorprendentemente clara y sencilla, pero sólida, el carácter intrínsecamenete injusto del capitalismo. Quiero expresar mi agradecimiento al Dr. Nicholas Vrousalis de la Universidad Católica de Lovaina (Bruselas) por compartir con nosotros la fuente: World Socialist Review (1987).

Al Capp, the cartoonist, told a story about a creature called the shmoo, which was ten inches high, something like a pear in shape and creamy white in color. It had no arms, tiny feet and big whiskers under its nose. The shmoo had only one desire: to serve the needs of human beings, and it was well equipped to do so. Its skin could be made into any kind of fabric, its flesh was edible, its dead body could go brick-hard and be used for building, and its whiskers had more uses than you can imagine. If you looked it a shmoo with hunger in your eye, it dropped dead in rapture because you wanted it, after first cooking itself into your favorite flavor. Since they multiplied rapidly, there were plenty of shmoos for everybody.

But the capitalists hated the shmoos, for the shmoos provided everything people needed; nobody had to work for capitalists anymore, because nobody had to make the wages to buy the things capitalists sold. And so, as the shmoos spread across the face of America, the capitalists began to lose their power. So they took drastic action. They got the government to tell the people that the shmoo was un-American. It was causing chaos, undermining the social order. The President ordered the FBI to gather the shmoos and gun them down. Then things went back to normal. But acountry lad, called Li'l Abner, managed to save one female and one male shmoo. He carried them off to a distant valley, where he hoped they'd be safe. “Folks aint yet ready for the shmoo,” Li'l Abner sighed. But Li'l Abner was wrong. Folks were ready for the shmoo. It was the capitalists that weren't. The shmoo spoiled their monopoly over the means of existence.


Some capitalists defend their ownership of the resources we need for survival by saying that they got them through their own talent and effort. But everything the capitalist now owns either is or is made of something which once nobody's private property. With what right did anyone transform it into private property in the first place?

Never mind the doubtful origin, capitalists may say. Whatever started capitalism off, the system benefits people, for the following reasons. Capitalist firms survive only if they make money, and they make money only if they prevail in competition against other firms. This means that they have to be efficient. If they produce incompetently, they go under. They have to seize every opportunity to improve their productive facilities and techniques, so that they can produce cheaply enough to make enough money to go on. They don't aim to satisfy people, but they can't get what they are aiming at, which is money, unless they do satisfy people, and better than rival firms do.

Well, improved productivity means more output for every unit of labor, and that means that you can do two different things when productivity goes up. One way of using enhanced productivity is to reduce work and extend leisure, while producing the same output as before. Alternatively, output may be increased while labor stays the same. Let's grant that more output is a good thing. But it's also true that for most people what they have to do to earn a living isn't a source of joy. Most people's jobs are such that they'd benefit not only from more goods and services but also from shorter hours and longer holiday's.

Improved productivity makes possible either more output or less toil, or, or course, a mixture of both. But capitalism is biased in favor of the first option, increased output, since the other, toil reduction, threatens a sacrifice of the profit associated with greater output and sales.When the efficiency of a firm's production improves, it doesn't reduce the working day of its employees and produce the same amount as before. Instead, it makes more of the goods it was already making, or, if that isn't possible, because the demand for what it's selling won't expand, then it fays off part of its workforce and seeks a new line of production in which to invest the money it thereby saves. Eventually, new jobs are created, and output continues to expand, although there's a lot of unemployment and suffering along the way.

Now, the consequence of the increasing output which capitalism favors is increasing consumption. And so we get an endless chase after consumer goods, just because capitalist firms are geared to making money, and not to serving consumption itself.

I'm not knocking consumer goods. Consumer goods are fine. But the trouble with the chase after goods in a capitalist society is that we'll always, most of us, want more goods than we can get, since the capitalist system operates to ensure that people's desire for goods is never satisfied.

Capitalism is supposed to be good at satisfying our needs as consumers. But people have seeds which go beyond the need to consume. One of those needs is a person's need to develop and exercise his or her talents. When people's capacities lie unused, they don't enjoy the zest for life which comes when their faculties flourish.


Now, people are able to develop themselves only when they get a good education. But, in a capitalist society, the education is threatened by those who seek to fit education to the narrow demands of the labor market. And some of them think that what's now needed to restore profitability to an ailing British capitalism is a lot of cheap, unskilled labor, and they conclude that education should be restricted so that it will supply that labor.


The present Chancellor of the Exchequer, Nigel Lawson, said in a speech a couple of years ago that we should now think about training people for jobs which are, as he put it, “not so much low-tech at no-tech.” What sort of education is contemplated in that zippy statement? Not one that nourishes the creative powers of young people and brings forth their full capacity. Nigel Lawson thinks it's dangerous to educate the young too much, because then we produce cultivated people who are unsuited to the low-grade jobs the market will offer them. An official at the Departmentof Education and Science recently said something similar. He said: “We are beginning to create aspirations which society cannot match…When young people...can't find work which meets their abilities and expectations, then we are only creating frustration with...disturbing social consequences. We have to ration...educational opportunities so that society can cope with the output of education...People must be educated once more to know their place.”

What we've got here is a policy of deliberately restricting educational provision so that state schools can produce willing sellers of low-grade labor power. It's hard to imagine a more undemocratic approach to education. And notice that to prefer a democratic distribution of educational opportunity you don't have to believe that everyone is just as clever as everyone else: Nigel Lawson isn't saying that most people are too dim to benefit from a high level of education. It’sprecisely because people respond well to education that the problem which worries him arises.

There's a lot of talent in almost every human being, but in most people it remains undeveloped, since they don't have the freedom to develop it. Throughout history only a leisured minority have enjoyed such freedom, on the backs of the toiling majority. Now, though, we have a superb technology which could be used to restrict unwanted labor to a modest place in life. But capitalism doesn't use that technology in a liberating way. It continues to imprison people in unfulfilling work, and it shrinks from providing the enriching education which the technology it has created makes possible.

Is it possible to create a society which goes beyond the unequal treatment that capitalism imposes? Many would say that the idea of such a society is an idle dream. They'd say that there'salways been inequality of one kind or another and there always will be. But I think that reading of history is too pessimistic.
There's actually much less inequality now than there was, say, 100 years ago. Then, only a few radicals proposed that everyone should have the vole. Others thought that was a dangerous idea, and most would have considered it to be an unrealistic one. Yet today we have the vote. We are a political democracy. But we're not an economic democracy. We don't share our material resources, and most people in this country would regard that as an unrealistic idea. Yet I think it's an idea whose time will come. Society won't always be divided into those who control its resources and those who have only their own labor to sell. But it'll take a lot of thought to workout the design of a democratic economic order, and it’ll take a lot of struggle, against privilege and power, to bring it about. The obstacles to economic democracy are considerable. But just as no one, now, would defend slavery, I believe that a day will come when no one will be able to defend a form of society in which a minority profit from the possession of the majority.

Fuente: World Socialist Review, vol. 1, no. 3, Summer 1987, pp. 3-4.